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Nueva Revista

DE POLÍTICA, CULTURA Y ARTE 


Nº 152 - 10 €
00152

8 480020 354154

nueva revista · 152 I


DIÁLOGO S. FREUD - C. S. LEWIS: EL SENTIDO DE LA VIDA
4 De la ficción al teatro JOSÉ GRAU
9 Lewis ante el peligro ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ
17 Un debate imaginario, aunque posible JAVIER VILLÁN
26 Sigmund Freud y la verdad de los mitos MIGUEL HERRERO DE JÁUREGUI
34 La sesión final de Freud (Libreto) MARK ST. GERMAIN

PANORAMA DE ACTUALIDAD
93 España. Primavera electoral: entre la estabilidad y el populismo GABRIEL ELORRIAGA PISARIK
101 Venezuela y la amenaza del estallido social XAVIER REYES MATHEUS
113 Las dudas sobre el ascenso pacífico de China ANTONIO R. RUBIO PLO
122 Riqueza y desigualdad ALEJANDRO LLANO
137 Los nuevos neocon JOSÉ MARÍA MARCO
150 No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios ANDRÉS OLLERO
162 Discurso del odio, corrección política y libertad de expresión JOSÉ LUIS BAZÁN

CULTURA
177 Periodismo: Nueva Revista, un fuerte en el camino MIGUEL ÁNGEL GOZALO
185 Poesía: Whitman o la poetización de la política JOSEMARÍA CARABANTE
194 Cine: La guerra fría caldea las películas JOSÉ MARÍA ARESTÉ

RELIGIÓN
207 La enseñanza de la religión ¿es posible un debate serio? FELIPE-JOSÉ DE VICENTE ALGUERÓ

LIBROS
224 Ignacio Peyró, Pompa y circunstancia. Diccionario sentimental de la cultura inglesa (JOSEMARÍA CARABANTE)
227 Steven Maras, Objectivity in Journalism (FRANCISCO SEGADO)
230 Jaron Lanier, ¿Quién controla el futuro? (RAFAEL RODRÍGUEZ TAPIA)
234 Eric Voegelin, Las religiones políticas (ALBERTO CRESPO)
237 Michel de Montaigne. Traducción y notas de Javier Yagüe Bosch, Ensayos (ERNESTO BALTAR)
241 José Fernando Calderero, Educar no es domesticar (BLANCA ARTEAGA)
245 Armando Pego Puigbó, XXI Güelfos (CARLOS LLINÀS)
249 Alejandro Rubio San Román y Elena Martínez Carro, Juan Bautista Diamante y su familia judeoconversa (MIREYA FERNÁNDEZ)
253 Dorothy Day, La larga soledad (MAGDALENA AGUINAGA)
257 Fernado Ariza, Ciudad dormida (MIGUEL HERRERO DE JÁUREGUI)
Nueva Revista NR
NR
D E P OL Í T IC A , C U LT U R A Y A RT E
152
152
2015
2015
FUNDADA POR Antonio Fontán

PRESIDENTE Eugenio Fontán Oñate


EDITOR/DIRECTOR Miguel Ángel Garrido Gallardo
EDITOR ADJUNTO Miguel Ángel Gozalo

CONSEJO EDITORIAL

Sucre Alcalá, Carlos Aragonés, José M. de Areilza Carvajal, Gaspar Atienza


Manuel Barranco Mateos, José María Beneyto, Juan Bolás, Emilio Bonel
García-Morente, Francisco Cabrillo, María José Canel, Pilar del Castillo
Miguel Ángel Cortés Martín, José Manuel Cruz Valdovinos, Luis Alberto d
Cuenca, José de la Cuesta Rute, Álvaro Delgado-Gal, Miguel Durán Pasto
Nazareth Echart, Gabriel Elorriaga Pisarik, Luis Miguel Enciso Recio, Javie
Fernández del Moral, José Mª Fluxá Ceva, Manuel Fontán del Junco, Antoni
Fontán Meana, Gregorio Fraile Bartolomé, Javier Gomá Lanzón, Rafael Góme
López-Egea, José Luis González Quirós, Guillermo Gortázar, Miguel Ánge
Gozalo, Jesús Huerta de Soto, José-Vicente de Juan, Alfonso López Perona
Rafael Llano, Isabel Martínez-Cubells, Julio Martínez Mesanza, Carlos Mayo
Oreja, José Mª Michavila, José Antonio Millán Alba, Diego Mora-Figueroa, Artu
ro Moreno Garcerán, Eugenio Nasarre, Luis Núñez Ladevéze, Andrés Oller
Tassara, Julio Pascual, Alfredo Pérez de Armiñán, Rafael Puyol, Dámaso Rico
Emilio del Río, Jaime Rodríguez-Arana, Rafael Rubio de Urquía, Felipe Santos
Antxón Sarasqueta, Ángel Sierra de Cózar, Jaime Siles, Marqués de Tamarón
Baudilio Tomé Muguruza, Jesús Trillo-Figueroa, José Mª Vázquez García
Peñuela, Ignacio Vicens y Hualde y Gustavo Villapalos.

A D J U N TA A D I R E C C I Ó N Pilar Soldevilla Fragero


SUBDIRECTORES Josemaría Carabante, Martín Santiváñez
DIÁLOGO FREUD - LEWIS:
EL SENTIDO DE LA VIDA

En el número 150 de Nueva Revista el filósofo Alfred Sonnen­


feld daba cuenta del compromiso de unir/teatro (que con tan­
ta sabiduría pilota Ignacio Amestoy) de llevar a la escena La
sesión final de Freud, de Mark St. Germain, obra cuya versión
inglesa había sido estrenada en los Estados Unidos en 2009.
Sonnenfeld hablaba del sentido que podía tener esta iniciati­
va todavía por venir.
Al cabo, se programó la función para ser representada en
el Teatro Español de Madrid desde el 13 de enero al 22 de fe­
brero. En ella el actor Helio Pedregal encarna a Sigmund Freud
y Eleazar Ortiz al otro interlocutor del diálogo: C. S. Lewis. La
eficaz dirección ha estado a cargo de Tamzin Townsend. Bien
pronto se agotaron las localidades para todos los días y hubo
que habilitar algunas funciones extras.
Ciertamente la función ha constituido un éxito de crítica y
público. No cabe duda de que a este éxito ha contribuido en
gran medida la magistral interpretación de Helio Pedregal, que
encontraba adecuada réplica en Eleazar Ortiz, pero tampoco
del tirón permanente que tiene su argumento, las cuestiones
sobre el sentido de la vida: la existencia de Dios, el más allá,
el destino de los seres humanos. Podría parecer sorprenden­
te en esta sociedad enferma de superficialidad, si no tenemos
en cuenta que esa enfermedad que a muchos anestesia, a
todos nos ahoga. La apuesta de la Universidad Internacional
de La Rioja por integrar el teatro en su currículo de formación
académica alcanza un hito con esta representación.
Nueva Revista ofrece el libreto íntegro y cuatro artículos
que contextualizan la obra y son testimonio de recepciones
diversas. 

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Cartel del Teatro Español.

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DE LA FICCIÓN
AL TEATRO

José Grau

El pasado 5 de enero un grupo de aficionados asistimos


en el Teatro Español (Madrid) a un ensayo privado pre-
vio al estreno de la obra teatral La sesión final de Freud.
Los actores Helio Pedregal y Eleazar Ortiz interpretaban
respectivamente a Sigmund Freud (1856-1939) y a C. S.
Lewis (1898-1963). La sesión final de Freud es la versión
castellana de Freud’s Last Session de Mark St. Germain,
que fue primicia en 2009 en los eeuu.
La fuente principal inspiradora de Mark St. Germain
para el guión de su pieza es el ensayo de Armand M. Ni-
choli La cuestión de Dios (2002; Rialp, 2004). Tenemos,
por lo tanto, la siguiente cadena de influencias en orden
cronológico: del libro La cuestión de Dios al guión de Freud’s
Last Session y de ahí a La sesión final de Freud.
Volvamos a aquel 5 de enero. A mí me decepcionó la pieza
y no porque la función me pareciera mala, sino por las defi-
ciencias intelectuales de este Lewis de ficción, que no se co-
rrespondían con el brillante y ocurrente Lewis de la realidad
ni con el que recordaba de la lectura de La cuestión de Dios.
En La sesión final de Freud, el autor de La interpretación
de los sueños habla de los Evangelios como «mitos» y de la

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de la ficción al teatro

existencia de Dios como algo propio de una mentalidad in-


fantil. Cristo sería «un lunático» y «amar al prójimo como
a uno mismo» resultaría quimérico. Freud arroja a Lewis
improperios del estilo: «Hitler estará de acuerdo con us-
ted, pero yo no». Freud ataca la «estupidez de los líderes
de la Iglesia». De Santo Tomás de Aquino sostiene que «ve
el mundo en blanco y negro».
Lo anterior no tendría nada de particular si las contes-
taciones de Lewis no parecieran las de un niño de primera
comunión o poco más. Algo que de ninguna manera ocu-
rre en la obra de Nicholi.
Para redactar La cuestión de Dios, Nicholi, profesor
en Harvard, se empapó de las obras y de las biografías de
Freud y de Lewis. En su monografía, un relato sin fisuras,
presenta las respuestas que uno y otro dan a los siguientes
interrogantes:
•  La felicidad, ¿en qué consiste?, ¿cómo se consigue?
• El sexo, el placer y la búsqueda de placer. ¿Es este el
objetivo fundamental del ser humano?
• El dolor. ¿Por qué el sufrimiento si existe un Dios
infinitamente bueno?
• La muerte. ¿Es el final de todo? ¿Existe la vida eter-
na? ¿La felicidad eterna?

El profesor estadounidense subraya el llamativo parale-


lismo entre los escritos y las vidas de Freud y de Lewis, y
deja que los argumentos hablen por sí mismos.
Freud ha sufrido críticas demoledoras desde diversos
frentes científicos, y de gente tan diversa como Noam
Chomsky, Steven Pinker, Steven Jay Gould o Karl Popper

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josé grau

(«el psicoanálisis es una pseudociencia»), por citar unos


pocos. Las propuestas freudianas han sido ampliamente
superadas y en muchos casos, con razón, ridiculizadas. Sin
embargo, nadie podrá negar a Freud el gran mérito de ha-
ber sido un gran ensayista, un brillante escritor y un médi-
co que, a pesar de su materialismo inflexible, se dio cuenta
de la importancia de escuchar al paciente para curarlo, algo
que olvida todo el que concibe la cura solo como el recurso
a una serie de artificios mecánicos que acaba en el cóctel
de pastillas. La aportación más valiosa de Freud, y quizá
la única que permanezca, es la apuesta por la escucha al
enfermo (no son necesarios aditamentos superfluos como
acostarse en el diván), porque escucharlo, ponerse en su
piel, entenderlo, es parte de la solución.
C. S. Lewis, en principio, puede parecer una figura me-
nor ante Freud. Desde luego, es menos célebre que él, aun-
que ahora la gente lo conozca bastante, no por sus grandes
ensayos, sino por su novela infantil Las crónicas de Narnia.
Pero ni mucho menos es una estrella que le vaya a la zaga.
Escribe en su inglés nativo con más agudeza y con mejor
estilo (aún) que Freud en su alemán materno. Lo hace con
un lenguaje más fresco y asequible, y más chispeante. Y
en los paralelismos argumentales que refleja Nicholi en su
obra, Lewis destroza los raciocinios de Freud (no, al con-
trario). Veamos el sustrato de los más importantes.

Sobre Dios. Se puede o no se puede creer. Se puede o


no se puede tener fe. Pero desde luego el que cree no es
más tonto o más infantil que el que no cree, como sugiere
Freud y desmonta Lewis. Si se reclama bibliografía que

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de la ficción al teatro

respalde a fondo esta afirmación, además del propio Lewis


se pueden citar a dos autores modernos (por no acudir al
nunca superado Tomás de Aquino) que han sobresalido en
este punto: Joseph Ratzinger y Hans Urs von Balthasar.

Sobre el amor y el sexo. Es mucho más bello y próximo


a la realidad lo que defiende Lewis en Los cuatro amores,
que la doctrina acerca de la libido y la represión sexual de
Freud. La cercanía humana, la superación de la soledad, el
llegar a ser uno con otro ser personal, todo eso solo se puede
lograr con una visión del amor que no era la de Freud, era
la de Lewis. Claro que en nuestra sociedad es más frecuen-
te que el sexo termine separando que uniendo, porque en
nuestra sociedad la sexualidad se ha convertido en la con-
dición previa del amor, y no el amor en la condición para la
unión corporal. Como ponen de manifiesto la proliferación
del divorcio y las uniones sin compromiso, la experiencia
amorosa real se ha convertido hoy en día en improbable. Se
la dificulta, si es que no se la bloquea para siempre.

Sobre el sentido de la vida. Freud escribió lo siguiente en


una de su cartas: «En el momento en que uno se pregunta
por el sentido y el valor de la vida es señal de que se está
enfermo, porque ninguna de estas dos cosas existe de forma
objetiva; lo único que se puede conceder es que se tiene
una provisión de libido insatisfecha». A eso contesta su dis-
cípulo Frankl, médico psiquiatra, fundador de la escuela de
logoterapia, que sobrevivió a los campos de concentración
nazis, en estos términos: «Me niego a creer esta afirmación.
Considero que no solo es específicamente humano pregun-

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josé grau

tarse por el sentido de la vida, sino que es también propio


del hombre someter a crítica este sentido... De hecho, la
voluntad de sentido incluye algo de lo que la psicología ame-
ricana designa como ‘survival value’» (Viktor Frankl, Ante el
vacío existencial. Hacia una humanización de la psicoterapia,
Herder, Barcelona, 1980, pp. 27-28). Y esto es lo que sus-
tenta Lewis.
Ante la pregunta heideggeriana de por qué el ser y no
más bien la nada, uno se puede quedar en la perplejidad,
como Freud, o seguir buscando. Nicholi, a través de Lewis,
a pesar de Freud, propone aquello de lo que «eternamente
se ha escrito», como dijo Lope de Vega en un soneto. La
pregunta de por qué existimos conduce ineludiblemente a
la metafísica, a la teología, al Ipsum esse subsistens que da
sentido a todo: eso es lo que Nicholi deja patente a través
de Lewis en La cuestión de Dios y eso es lo que queda bo-
rroso en su versión teatral donde, según me parece, Freud
es el que «gana». 

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LEWIS ANTE
EL PELIGRO

Enrique García-Máiquez

La obra de Mark St. Germain La sesión final de Freud es


un duelo titánico entre Sigmund Freud y C. S. Lewis. El
interés teatral, desde un punto de vista literario, viene dado
por la intensidad de ese duelo; el interés teatral desde un
punto de vista filosófico, viene dado por su amplitud, ya
que en ese cuarto y entre esos dos hombres se discuten
varios de los problemas cruciales y de los retos esenciales
del mundo y el pensamiento modernos. Por eso, es tan
importante comprender bien las posiciones de ambos pro-
tagonistas.
C. S. Lewis está sistemáticamente en inferioridad de
condiciones. Quizá un lector apresurado de la obra o un
espectador hedónico de la representación no se dé dema-
siada cuenta. Lo cual es mérito del autor, del actor y, por
supuesto, del propio C. S. Lewis. Para admirar a fondo
ese triple mérito y para saborear la obra en toda su calidad
hay que fijarse, sin embargo, en la complicada posición de
nuestro admirado escritor norirlandés.
Empecemos por la situación que ha dado pie al encuen-
tro. Lewis ha sido convocado (más que invitado) a la casa

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enrique garcía-máiquez

del gran hombre en principio porque ha osado criticarlo en


un ensayo. Pónganse ustedes en su piel. En los libros ha-
blamos de las ideas de los demás con una libertad propia
de espíritus puros, con la mano suelta y la lengua afilada.
Todos tenemos la experiencia de que en los encuentros
cara a cara matizamos mucho más nuestras opiniones y
damos mucho más juego a la empatía. No digo que sea
mejor un ámbito que el otro, ambos son imprescindibles
para la vida intelectual, pero resulta muy incómodo cuan-
do de golpe te sacan de uno y te meten en el otro ámbito.
No ocurre solamente cuando conoces al autor cuya obra
has criticado por escrito. También resulta bastante emba-
razoso cuando publican las palabras que dijiste cara a cara
o escribiste por correspondencia privada. Con todo, el su-
puesto peor es el cara a cara. Lo ha descrito con gracia el
estupendo diarista Iñaki Uriarte:

Saludo al famoso escritor X en el Carlton. Como sería


de mala educación poner alguna pega a sus libros, toda la
energía de la conversación deriva hacia el polo positivo, y
empiezo a halagar y halagar. De permanecer diez minutos
más allí creo que hubiera acabado llamándole el Shakes-
peare de nuestros días. Me largué corriendo.

El pobre C. S. Lewis se encuentra, al principio de la


obra, justo en la situación contraria. Saluda al famoso es-
critor F. en su casa y no puede desprenderse de la crí-
tica que acaba de publicar. Para aumentar su bochorno,
Mark St. Germain —que llega a veces a ciertos extremos
de crueldad refinada— le hace llegar a su cita «con tanto

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lewis ante el peligro

retraso». C. S. Lewis es un británico abandonado ante la


absurda y embarazosa coyuntura de que le ha fallado nada
menos que el servicio de ferrocarriles. Solo un fallo del
servicio de Correos podría ser peor.
Por si esto fuese poco, está la cuestión de la edad. Vis-
tos desde el futuro, todos los autores del pasado parecen
habitar un parnaso atemporal en el que las edades se con-
funden e igualan, como en el limbo dantesco, el círculo
solemne y pausado que habitan los paganos virtuosos, los
grandes escritores. No sucede así entre los escritores en
vida. La diferencia de edad entre Freud y Lewis es de 42
años. No es extraño que el joven se encuentre cohibido
ante un anciano de 83 años, como este le recuerda, con
toda la intención, nada más conocerse.
Y más aún. Sigmund Freud está en la cúspide de su
fama. Es un autor mundialmente aclamado y mundialmen-
te discutido, lo que en términos estrictamente literarios es
igual de impresionante. Por eso puede permitirse decir a
su interlocutor: «¡Bravo! Ha aprendido usted algo de mis
libros», asumiendo que le ha leído y hasta estudiado, como
ha hecho, por supuesto. Hay un claro atisbo de rebelión
cuando, más tarde, Lewis le diga que no ha leído su último
volumen, pero se nota mucho la voluntariedad del gesto.
Mientras tanto, Freud incluso ataca, vanidoso, a uno de
los mentores intelectuales de su invitado con una broma
que chorrea autosuficiencia: «Chesterton me ha criticado,
así que su intelecto me parece claramente bajo sospecha».
Lewis se mueve en unos ámbitos mucho más restringidos:
la universidad, sus clases, sus conferencias, sus libros in-
fantiles. El prestigio de Freud, una figura tan mítica como

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enrique garcía-máiquez

los ídolos de su colección de estatuillas, pesaba sobre


Lewis. Nótese cómo Freud bromea sobre la resonancia de
los libros que ha escrito Lewis y cómo se permite fingir des-
conocerlos: «¡Ah! ¿Es que ha escrito usted más de uno?».
Y todavía más, por si lo anterior fuese poco: Freud es un
hombre profundamente enfermo. Nadie se aplica con el
mismo ardor en una discusión intelectual ante un hombre
sano y pletórico que ante un anciano con agudos ataques
de dolor y unas heridas en carne viva al que queda muy
poco tiempo. El espectador de la obra puede compartir
ese sentimiento con el propio Lewis. La empatía natural-
mente se inclina a consolar al enfermo y a atenderlo, no a
rebatirlo sin piedad.
Coherente con todo lo dicho, Mark St. Germain tiene
un acierto literario de primera magnitud al situar la obra
en el domicilio de Freud. Nos está diciendo —en puro
lenguaje teatral— que el vienés juega en casa, mientras
que C. S. Lewis padece todas y cada una de las desventa-
jas del «equipo visitante». En el título, observemos que «la
sesión final» vuelve a ser «de Freud», de modo que se le
otorga un derecho de propiedad sobre la obra y, de algún
modo, un papel director en el desarrollo de la sesión, digo,
de la acción. A Lewis no se le deja ni un rincón del título.
Y Freud se encuentra respaldado por una vida familiar fe-
liz y cumplida, con una mujer amante y amada y una hija
brillante y buena que lo adora y que sigue sus pasos inte-
lectuales. En cambio, Lewis, a pesar de ser el paladín con-
servador del cristianismo, tiene una vida de solterón algo
extravagante, sobre la que Freud se encarga, encima, de
espolvorear alguna sospecha de turbio contenido sexual.

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lewis ante el peligro

Hasta ahora, todos los extremos de la inferioridad de


condiciones que tiene que encarar C. S. Lewis son cir-
cunstanciales, aunque tal cúmulo de circunstancias re-
sulta muy significativo y tiene la función de un correlato
objetivo. Procura y consigue representar la inferioridad de
fondo a la que debe enfrentarse el intelectual norirlandés.
Parte de la grandeza biográfica y social de Freud es ha-
ber configurado el imaginario colectivo de su propia épo-
ca, y no digamos ya de la nuestra, cuando la obra se re-
presenta. En ambos casos, en su tiempo y en el nuestro,
C. S. Lewis tiene que nadar contra corriente. El pensa-
miento dominante está del lado incrédulo, escéptico y
cientificista de Freud. Eso es innegable y se deja sentir,
a poco atentos que estemos, en el fluir de la obra. No es
extraño que Freud reconozca que «disfruta provocando un
debate» ni nos sorprende su gusto por las bromas, los jue-
gos y los chistes. Es la confianza del que se siente superior
y seguro. Y es, paradójicamente, la primera ventaja escéni-
ca que tiene Lewis. Le pasa lo que en palabras de Chester-
ton ocurre a los peces: aquellos que nadan contra corriente
son los que, sin género de dudas, están vivos. La misma
dificultad de su papel y de su posición contribuye a electri-
ficar épicamente al personaje. Otro acierto de St. Germain
es hacer del sentido del humor uno de los ejes de la obra.
Freud resulta más inclinado a hacer chistes, pero con me-
nos gracia. El duelo entre los dos personajes es, en buena
medida, un duelo de sentidos del humor, uno suficiente,
expansivo y plano, otro defensivo, reticente y afilado.
Según vamos descendiendo hacia el corazón de la obra,
la dificultad de Clive Staples Lewis crece. Todavía más

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enrique garcía-máiquez

allá de contra quién, y cómo, y cuándo, y dónde, su pro-


blema consiste en qué defiende. Habla de la divinidad de
Cristo y tampoco lo hace desde una argumentación es-
colástica, construida y objetivada, sino desde una postura
fenomenológica, hija de su tiempo, subjetiva y biográfica.
C. S. Lewis no es un filósofo, sino un escritor de fantasías
y un experto en mitos. Alguien que sostiene que «Dios
ama las obviedades». En un paseo en moto vio que Cristo
era el Salvador. Algo casi cómico, como no oculta: «A san
Pablo le golpeó un rayo mientras cabalgaba rumbo a Da-
masco. A mí me asaltó un pensamiento en el sidecar de mi
hermano, camino del zoológico». No son las armas apro-
piadas para enfrentarse a todo un Freud. Lo cual vuelve
de nuevo a engrandecer la figura de un Lewis que, como
en los cuentos que tanto le gustaban, parece a ratos el
sastrecillo que se atreve con los gigantes. Lewis, además,
reconoce sin ambages su inmenso desconcierto ante el
misterio del dolor, mientras que Freud se muestra siempre
firme en su increencia absoluta.
Tampoco un armamento filosófico más serio hubiese
sido definitivo. Es muchísimo más difícil explicar un mis-
terio que negarlo. Otro escalón ontológico e intelectual
que debe afrontar Lewis. Lo dice la misma palabra «miste-
rio». Un misterio es, por esencia, aquello que resiste cual-
quier explicación. Un misterio es aquello que contribuye,
por naturaleza, a negarse a sí mismo. Nuevamente, el que
sostiene el misterio tiene que ir de alguna manera con-
tra corriente de aquello que él mismo mantiene. El que
niega el misterio puede, simplemente, dejarse llevar por
la misteriosidad, digamos, del misterio, apoyarse en ella,

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lewis ante el peligro

aprovecharse de ella. La fe exige, como se dice, un acto


de fe; la incredulidad y, sobre todo, el agnosticismo es un
abandono, casi una voluptuosidad.
Una vez que nos hemos hecho cargo de la situación, po-
dremos entender la grandeza del personaje de C. S. Lewis.
Hace todo lo que puede y lo hace muy bien todo. Da tes-
timonio de su fe: cuenta su conversión en lo que tuvo de
repentina y de inexplicable. Sabe defender sus tesis con
un humor que juega al contragolpe, sin dejar por ello de
ser respetuoso con Freud. Y, sobre todo, no olvida su san
Agustín y el «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro cora-
zón está inquieto hasta que descanse en ti». De una forma
muy elegante, sin explicitarlo en ningún momento, Lewis
es consciente de que el corazón de Freud se acerca a la
hora de su descanso y asume (y adivina) que está inquieto,
y deja, como un psicoanalista, que el propio Freud, psi-
coanalista psicoanalizado, saque afuera esa inquietud. Le
espeta: «Nunca he conocido a un no creyente que emplea-
se tanto esfuerzo [como usted] intentando desacreditar la
existencia de Dios. Si yo fuera psicoanalista, me intrigarían
estos empeños tan constantes». La inteligencia y la sabi-
duría de Lewis, si uno entiende todas las circunstancias
exteriores, interiores e íntimas con las que tiene que bre-
gar, brillan en su máximo esplendor. Un acierto maravillo-
so de la obra de teatro es que Freud es el primero en darse
cuenta de ello y su aprecio y admiración por su visitante no
dejan de crecer, paso a paso.
Parece que el texto culmina en ese punto encuentro
sentimental, mientras las espadas intelectuales han que-
dado en todo lo alto. No sería un mal final para Lewis fir-

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enrique garcía-máiquez

mar estas tablas, puesto que, como hemos visto, él jugaba


con negras, si se me permite introducir por primera vez a
estas alturas la metáfora ajedrecista. Sin embargo, el autor
invita a nuevos personajes. Quizá el bombardeo ya ha he-
cho las funciones de coro trágico. Probablemente la mú-
sica tenga mucho que decirnos. La resistencia de Freud
a la más espiritual y a la menos asible de las artes en un
símbolo clarísimo, un mensaje esencial. Con todo, lo que
está fuera de toda duda es que la voz del rey (¿otra vez
la metáfora ajedrecista?) dice mucho, porque se le da la
última palabra.
Y su última palabra es recurrir, en una situación deses­
perada, a Dios. Lo nombra con significativa insistencia.
Siendo la situación de Freud también desesperada (en
guerra con su enfermedad terminal), se nos invita sutil-
mente a seguir un paralelismo implícito. El rey, nada me-
nos, toma en sus manos —en su voz— la defensa de las
tesis de Lewis. 

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UN DEBATE IMAGINARIO,
AUNQUE POSIBLE

Javier Villán

La posibilidad de un debate en escena entre un ateo mi-


litante como Freud y un converso también militante como
C. S. Lewis, es intelectualmente excitante: La última se-
sión de Freud. Solo que en esta ocasión no se trata de un
paciente, sino de un antagonista. Y uno acaba entrando
en las cosas más por curiosidad intelectual que por impe-
rativos sentimentales o políticos. A Freud le habían dado
notoriedad sus teorías sobre el psicoanálisis, y a Lewis aca-
baron dándosela Las crónicas de Narnia, crónicas de guerra
y paz de un mundo infantil, al otro lado del espejo, como
si los niños fueran Alicia multiplicada.

NIVEL INTELECTUAL DE DOS ANTAGONISTAS

A la indudable altura intelectual de ambos, se añade una


capacidad dialéctica inusual. Andan de por medio, además
de la fe, las inevitables dudas que asaltan a todo ser racio-
nal: ni la ciencia resuelve todos los problemas del hombre
ni la fe puede dar respuestas a tantos interrogantes.
No es misión del teatro contestar a las eternas pregun-
tas: dónde estamos, a dónde vamos y de dónde venimos.
Pero sí lo es suscitar una reflexión sobre las mismas. Sin
tesis y sin respuestas definitivas. Ninguno de los tres aspec-

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javier villán

tos de esta magna interrogante subsiste por sí solo, se com-


plementan y adquieren sentido en una columna vertebral
que las articula: qué hemos hecho o qué estamos haciendo
con nuestra vida. La posición ante la muerte podría ser el
resumen de esta pregunta. Se puede ser indiferente a ese
tránsito enigmático; en suma, se puede no temer a la muer-
te pero se puede temer al dolor.

LA MUERTE Y EL DOLOR

La idea del dolor, como gran fracaso del hombre y de Dios


presente en ese Freud terminal y atormentado, puede ha-
llarse también en escritores como Camus y Dostoievski,
por ejemplo, en los que la percepción del sufrimiento de un
niño se enfrenta al concepto de expiación. ¿Cómo encaja
el dolor, consecuencia de una culpa, se supone, con la idea
de inocencia? Ante la muerte de su hijo, víctima del impla-
cable mal azul, Francisco Umbral retoma en Mortal y rosa,
siquiera sea fugazmente, el pensamiento de Camus. A esto
y a muchas otras reflexiones me ha llevado La última sesión
de Freud: un texto que responde a lo que me parece es la lí-
nea inspiradora de otros montajes de unir: una conciencia
ética basada en los principios liberadores del cristianismo.

CRISTO, MODELO DE INSURGENCIA Y REBELDÍA

El cristianismo vino a poner límites al dolor y a la injusticia.


Como mensaje de liberación parece, pues, incuestionable.
Luego ocurrieron otras cosas. La Iglesia como institución
política por ejemplo, circunstancia que, por fortuna para
creyentes y no creyentes, está revisando el papa Francisco.
Que Marx definiera la religión como «opio del pueblo» no

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un debate imaginario, aunque posible

carecía de cierta razón lógica en momentos en que el pro-


letariado adquiría conciencia como sujeto de la historia,
gracias a la organización del trabajo. Los poderes políticos
y religiosos, con frecuencia enmaridados, utilizaban el sen-
timiento religioso como placebo, quitándoles toda posibili-
dad de rebelión insurgente.
Ante un destino forjado por el hombre, era evidente
el peligro de fiar a la sanción de la vida eterna la justicia
exigible en la vida terrenal. Esa trascendencia, además,
reprimía los impulsos insurreccionales que, por otra par-
te, Cristo puso en práctica echando a latigazos del templo
a los mercaderes. No está tan lejos esta conciencia de la
Teología de la Liberación, un humanismo para los pobres,
una vuelta a la raíz de pobreza y persecución de los prime-
ros cristianos. Uno de sus ideólogos fue el español Ignacio
Ellacuría, al que conocí meses antes de que los escuadro-
nes de la muerte lo asesinaran en El Salvador.
La conciencia ética de resistencia no excluye la idea
de consuelo que a los creyentes facilita el sentimiento de
su fe; un sentimiento de certeza apacible frente a las inse-
guridades del descreído. La situación del agnóstico en la
vida no es fácil. Y resulta complicado en la praxis diaria ser
pobre de inseguridades y sobrado de dudas. Comentaba
esto una tarde con Ellacuría en uno de sus últimos viajes
a España y él me respondió defendiendo el predominio de
la acción sobre el discernimiento. Como si quisiera recor-
darme a Gramsci: frente al pesimismo de la inteligencia,
el optimismo de la voluntad. Y dimos en reflexionar por
qué tantos exseminaristas y excuras, desposeídos de su fe,
acaban en una izquierda beligerante e incluso en la gue-

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javier villán

rrilla armada. Fui yo quien usó la palabra desposeídos y


él, muy rápido de reflejos, señaló mi contradicción: «Si
hablas de una desposesión estás aceptando la fe como un
don». Lo cual ciertamente no cuadraba ni cuadra con mi
disposición mental.

DEBATE FILOSÓFICO Y POÉTICA TEATRAL

Quizá por eso me he sentido tan cerca del debate Freud


versus C. S Lewis y no tanto por cuestiones como libre
albedrío y predestinación que suscita La última sesión de
Freud, sino por cuestiones más humanas. En este aspecto
nada nuevo; Calderón, en La vida es sueño, se lo plantea
con irrevocable contundencia. Más que esa cuestión teo-
lógica, lo que llama la atención de esta supuesta y postrera
sesión del creador del psicoanálisis, es algo que casi pasa
inadvertido: el derecho a la propia vida, la libre administra-
ción del dolor en definitiva.
La conciencia ética no es privativa de los creyentes.
Con lo cual el campo se abre y Dios queda, en cierta me-
dida, liberado de compromisos con sus criaturas, así como
la independencia del hombre frente a la idea superior de
divinidad.
Con frecuencia, y para ser fiel a sí mismo, el pensa-
miento científico suscita más preguntas de las que resuel-
ve. El proceso de la ciencia no es un punto de llegada sino
un punto de partida, siempre en marcha. La fe tampoco
aporta verdades absolutas. Salvo que sea la popularmente
llamada «fe del carbonero», agarrada a un silogismo de Pe-
rogrullo. Por ejemplo, sin ánimo de simplificar y menos aún
con ánimo de resolver cuestiones puede que irresolubles.

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un debate imaginario, aunque posible

Ese silogismo, la fe del carbonero, sería más o menos


así: «Creo en Dios, es así que Dios no puede equivocarse,
ergo acepto todo lo que mi Dios me dice». No tiene en
cuenta que Dios se manifiesta a través de sus exégetas y
doctores, no establece ninguna mediación, pues identifica
a estos con la divinidad. Y, en consecuencia, no halla di-
ferencia entre el transmisor y exégeta y la verdad. Es aquí
donde empiezan las dificultades entre fe y ciencia. Y lo
que hace posible este debate de La última sesión de Freud:
ni Freud, desde la ciencia, aporta verdades indiscutibles, ni
C. S. Lewis, desde la fe del converso, tiene la llave de la
verdad.

UNA POÉTICA TEATRAL

La idea de humanismo cristiano, como movimiento de li-


beración, la hallamos en los orígenes: el Cristo que pre-
dica las bienaventuranzas y muere entre tormentos. La
doctrina de Francisco, actual papa, compasiva con los no
creyentes y revisionista con la historia turbulenta de la
Iglesia, parece más próxima a un cristianismo original y
menos hostil con los discrepantes, que a la infalibilidad de
la sede de Pedro.
Las posibilidades, tanto de reflexión como de praxis
teatral, de La última sesión de Freud son numerosas; y
hace posible, e inevitable, no solo la discusión abstracta
y filosófica, sino la discusión dramática, teatral. El teatro
añade un plus sensorial, un atractivo óptico y visual que
no da la literatura. A la gente de mi generación la fascinó
un pequeño librito de Maurice Crasnton titulado Un de-
bate imaginario entre Marx y Bakunin. Lo emitió la bbc de

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javier villán

Londres en 1962. Poco después la editorial Tusquets lo


editó en España. Y desde entonces algunos no hemos de-
jado de plantearnos lo que podía ser un mundo que lograra
conciliar pensamientos tan opuestos como el anarquismo
piadoso de Bakunin y el materialismo dialéctico de Carlos
Marx. Nunca, que yo sepa, se llevó al teatro, suerte que sí
ha tenido este diálogo, también imaginario, de Mark Saint
Germain.

DIFICULTADES DE ESCENIFICACIÓN

La conversión en teatro de un texto sin especial sustancia


dramática, como La sesión final de Freud, no es fácil; un
diálogo, aunque sea tenso e intenso, no constituye por sí
mismo teatro, si el énfasis conceptual prevalece sobre el
lenguaje genuinamente teatral. Y esta no es la mejor direc-
ción que se ha visto a Tamzin Townsend, que dirigió con
acierto Thomas Moro, una utopía. Helio Pedregal, en ma-
yor medida que Eleazar Ortiz, es el soporte de la función.
Todo, o casi todo, el abanico del pensamiento de Freud
se manifiesta en esta obra a través de una dialéctica filo-
sófica y literaria que no alcanza una verdadera poética tea-
tral. El fondo de un museo arqueológico de divinidades,
una penumbra sugerente, y la capacidad de transustancia-
ción de Helio Pedregal, son teatralmente las virtudes más
señaladas de la función. Lo primero, como elemento ópti-
co y además sugerente metáfora: un descreído colecciona
esculturas de divinidades; lo segundo, como muestra del
poder actoral. La inmediatez del espacio en una sala pe-
queña, la expresividad de Helio Pedregal en contraste con
cierta frialdad sumisa de Eleazar Ortiz, resulta abruma-

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un debate imaginario, aunque posible

dora en algunos momentos. Eleazar Ortiz es buen actor


como demostró en La mecedora, también con Pedregal di-
rigidos por José María Flotats. Puede que en un espacio
a la italiana, tanto la apasionada expresividad de Pedregal
como el distanciamiento de Ortiz, brillen más.

CURIOSIDAD INTELECTUAL

En la mayor parte de las cosas se entra por curiosidad in-


telectual más que por ideología. Por curiosidad intelectual
he vuelto a ver La última sesión de Freud. Además, para este
segundo visionado, me atraía comprobar cómo ha evolucio-
nado un espectáculo que el día del estreno levantó com-
prensibles entusiasmos, gracias sobre todo a la labor de un
excelente Helio Pedregal. Es sorprendente muchas veces
la evolución de un espectáculo tras el estreno y los días de
rodaje. Unas veces se consolida; otras empieza a degenerar.
De hecho, días después del estreno, la función ha ganado
en dinamismo y en coherencia interpretativa.

CRISTIANISMO Y MARXISMO

Cuando se celebra la supuesta pero posible reunión con


Lewis, Freud estaba ya enfermo de cáncer terminal y esto
plantea no solo resoluciones actorales, sino una actitud
frente al dolor. Al hilo de esa vertebración unitaria de los
montajes de unir, La sangre de Antígona, de José Bergamín,
estrenada en México dentro de unas jornadas dedicadas al
teatro del exilio del 36 y dirigida por Ignacio García, también
suscita reflexiones varias.
El pensamiento de Bergamín es suficientemente co-
nocido. A nivel personal logró conciliar cristianismo y

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javier villán

marxismo que, en aquellos tiempos de la guerra del 36,


la izquierda no se planteaba o si lo hacía era con radical e
incendiaria, estricto sensu, hostilidad. En los años setenta,
ya en el horizonte el fin de la dictadura y el fantasma inde-
ciso y virgen de la democracia, tomó cuerpo una corriente
liderada por Alfonso Carlos Comín que se llamó Cristia-
nos para el Marxismo; sin llegar a la exigencia de algunos
ideólogos, que afirman que Cristo fue el primer socialista,
lo cierto es que el pensamiento cristiano no es ajeno a co-
rrientes de la izquierda. Un punto de partida muy fecundo
en aquellos momentos era que tanto al marxismo como al
cristianismo les sobran dogmas.

INSISTENCIA EN EL DOLOR

Antes he citado, a cuenta del pensamiento cristiano como


impulso de liberación, el misticismo inicial de Bakunin,
converso a la inversa de Lewis, y la idea profética de Tóls-
toi y la idea de dolor como expiación de Dostoievski y Ca-
mus. Merece la pena volver sobre ello. Iván Karamázov se
planteaba la gran verdad, la verdad dolorosa de un mundo
que no estuviera sujeto a normas: «Si Dios no existe, todo
está permitido». Con esto reconocía la necesidad de una
idea superior como rectora de la conducta humana, como
dique de contención de los instintos. Pero ante un niño,
sonriente antes de ser ensartado en la bayoneta de un sol-
dado francés, se preguntaba por la naturaleza de un Dios
que permite tales atrocidades. Algo similar a la perplejidad
del doctor Rieux en La peste, de Camus, cuando ve a los
niños víctimas sufrientes de la epidemia, gimientes con
la inocencia ultrajada escapándose por las heridas puru-

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un debate imaginario, aunque posible

lentas y los bubones. En ambos, un pensamiento común:


aceptan a Dios pero rechazan su mundo. Lo que no deja
de ser una contradicción casi insuperable. En realidad,
sobre estas cosas hemos aprendido más en estos grandes
escritores que en una doctrina de la Iglesia, no siempre
acorde con los principios evangélicos en su praxis. 

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SIGMUND FREUD Y LA
VERDAD DE LOS MITOS

Miguel Herrero de Jáuregui

Such shaping fantasies, that apprehend


More than cool reason ever comprehends.
The lunatic, the lover, and the poet
Are of imagination all compact.

W. Shakespeare, A Midsummer Night’s Dream,


Acto V, Escena 1

Hay un momento clave en La sesión final de Freud. En la fase


más intensa del diálogo, cuando ya hay confianza e incluso
cierta complicidad entre los interlocutores y a Freud aún no
le va venciendo el cansancio físico que le provoca su grave
enfermedad, dice este: «No puede afirmar que los evangelios
sean literales. Se trata de mitos y leyendas». Y Lewis respon-
de: «¿Pero los convierte eso en mentiras?». Y cita una conver-
sación suya con J. R. R. Tolkien:

Discutíamos sobre mitología. Le dije a Tolkien que dis-


frutaba de ella artísticamente, pero que básicamente me
parecía ficción, una mentira, igual que le pasa a usted. Tol-
kien me interrumpió. Dijo: «Te equivocas. Está lejos de ser

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sigmund freud y la verdad de los mitos

mentira. Es la forma en que los hombres expresan verdades


que, de otro modo, quedarían sin ser dichas. Nos pone so-
bre la pista de la vida que Dios creó para nosotros». Me dijo
que analizara minuciosamente mi reacción ante los mitos.
Dijo: «Cuando lees mitos sobre los dioses que vienen a la
tierra y se sacrifican, esas historias te conmueven. Siempre
y cuando los leas en cualquier lugar que no sea la Biblia. La
historia de Cristo es el mito más grande en el corazón de
la historia humana». Dijo que los mitos paganos nacieron
porque Dios se expresaba a través de los poetas; pero que el
mito de Cristo era Dios expresándose a través de Sí mismo.
Lo que lo hace diferente es que Cristo caminó de verdad
sobre la tierra entre nosotros. Su muerte transformó el mito
en verdad y transforma las vidas de todos cuantos creen en
Él. Y ahí está tu elección, me dijo: creer o no creer.

La conversación resumida entre C. S. Lewis y su cole-


ga oxoniense J. R. R. Tolkien, lingüista notable y exitosísi-
mo novelista de fantasía, responde literalmente a lo que el
biógrafo autorizado de este último, Humphrey Carpenter,
cuenta que se habló entre ambos y que propició la conver-
sión de Lewis. Tras esta parrafada, la discusión con Freud
sigue por derroteros más inexactos que el fascinante trián-
gulo conceptual esbozado aquí entre literalidad, ficción y
verdad. Lewis dice que fue a los evangelios para descubrir
que «no son mitos; no son lo suficientemente artísticos»,
con lo que parece discrepar de Tolkien por un vago argu-
mento estético. En cuanto a Freud, no manifiesta su posi-
ción respecto al mito más allá de un silente escepticismo.
Pero sobre este último punto hay que decir algo más.

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miguel herrero de jáuregui

Es fácil considerar a Freud un debelador de mitos, un


epígono de la ilustración racionalista, puesto que en últi-
mo término todo proceso psíquico y creencia metafísica se
reduciría a conexiones neuronales. Desde esta perspecti-
va, si el mito es ficción no sería otra cosa que una creación
de la propia mente y por tanto, en cuanto no responde a
la realidad histórica, es falso. La religión sería en último
término reductible a este esquema. Pero, aunque fácil,
esta lectura no deja de ser superficial y en último término
errónea. Al contrario, Freud «salva el mito y quizá este nos
salve», en frase de Platón (República, 621b).
No es casualidad que la más célebre creación intelec-
tual de Freud se funda en dar a un mito clásico una nueva
vida que supera con mucho cualquier entusiasmo anterior.
El mito de Edipo era, aunque conocido, de segundo rango
en su recepción romana y moderna respecto a otros mucho
más populares —el cuadro de Ingres de 1808 es su prime-
ra aparición estelar entre los grandes maestros—. Incluso
pese a su perfección formal, que tanto sedujo a Aristóteles
al escribir la Poética, el Edipo Rey no ganó el agón de trage-
dias cuando Sófocles lo presentó en 429 a.C. (junto a otras
dos perdidas). Paradójico desinterés el de los siglos poste-
riores, igual que el sufrido por la protagonista de su otra
gran tragedia, Antígona, ignorada por romanos y casi todos
los modernos hasta que Hegel la rescató como gran símbolo
de su dialéctica. También Freud vio en el Edipo Rey la clave
perfecta para unificar lo que el tratamiento de un sinfín
de neuróticos le permitía desentrañar tras las más diversas
patologías. El verso 948, «muchos hombres han soñado que
compartían el lecho de su madre», que Yocasta proclama

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sigmund freud y la verdad de los mitos

para tranquilizar el ánimo de un Edipo que empieza a vis-


lumbrar la verdad, debió parecerle profético. Lo curioso, sin
embargo, es que Edipo no responde técnicamente a la des-
cripción freudiana —al no conocer a sus padres, no sufre
complejo alguno, y si cumple la predicción inexorable del
oráculo es por ignorancia. A este respecto, Harold Bloom
ha señalado que Hamlet se presta mucho mejor al análisis
de Freud, y sugiere incluso que este se inspira realmente
en Shakespeare pero escoge a Edipo por el prestigio de lo
clásico como estandarte de su descubrimiento.
Bastaría con este ejemplo para mostrar que la aversión
por los mitos no es propia de Freud. Tanto su uso de mitos
clásicos como ejemplos de psicomitología, como la creación
de nuevos mitos antropogénicos en obras como Tótem y tabú
muestran su gusto por este modo de pensamiento. Ernst
Cassirer, el gran defensor moderno del lenguaje mítico como
intrínseco al ser humano en cuanto «animal simbólico», re-
conoció en el Mito del Estado esta dimensión esencial de la
obra freudiana aun desde una perspectiva crítica.
De hecho, tras las huellas del fundador, el mito ha sido
un campo favorito de trabajo de los epígonos de Freud. Sin
embargo, justo es reconocer que los trabajos de los psico-
mitólogos, sean freudianos, jungianos o de otras escuelas
emparentadas, no han conseguido trascender los límites
de su disciplina y apenas han influido en los estudios clási-
cos, la teoría literaria, o la antropología general, con alguna
notable excepción en los primeros tiempos del psicoanáli-
sis, por ejemplo El mito del nacimiento del héroe de Otto
Rank (1909). Pero en los estudios de los sucesores, un len-
guaje autorreferencial y unas teorías arbitrarias, indemos-

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miguel herrero de jáuregui

trables y en ocasiones rayando el absurdo, hacen de esta


aproximación al mito un pasatiempo en general poco pro-
ductivo. El lúcido balance de sir Hugh Lloyd-Jones (en el
volumen Freud and the Humanities, Londres, 1985) sobre
las aportaciones reales tras casi un siglo de la aproximación
psicoanalítica a las letras clásicas ofrece un panorama más
bien desértico.
Ahora bien, volviendo al problema de partida, ¿para qué
emplear el lenguaje mítico y analizar mitos si todo son a la
postre conexiones neuronales? Quizá parte de la respuesta
la ofrece otra gran figura de la historia de interpretación
del mito. Platón hereda la tradición presocrática de críti-
ca del mito y expulsa a los poetas de su ciudad ideal por
propalarlos, pues contribuyen al engaño y el escándalo del
pueblo. No obstante, allá donde el logos racional no llega,
o para complementar sus demostraciones en ciertos cam-
pos (e.g., la escatología o la antropogonía), se complace
en utilizar mitos de propia cosecha: Protágoras, Gorgias,
la República, el Banquete, Fedón, Fedro son diálogos cuya
fama se fundamenta precisamente en la viveza y origina-
lidad de sus mitos. El poeta trágico que quiso ser Platón
en su juventud no deja de bullir bajo la piel del filósofo,
y en último término dice que «es bello el peligro de creer-
lo» (Fedón, 114d). En la frase final de Tolkien que Lewis
relata no hay duda de que late un recuerdo de este riesgo
seductor del mito.
El mito se contrapone a la historia, si nos movemos en
el plano de realidad vs. ficción. Pero ese plano no equivale a
verdad vs. mentira, a despecho de las simplificaciones que
las identifican. En otro plano, el de profundidad vs. triviali-

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sigmund freud y la verdad de los mitos

dad, el mito se contrapone al cuento, a la novela, e incluso a


la propia historia. Si Platón es un ejemplo claro de esta con-
cepción, más revelador es aún que el analítico y científico
Aristóteles diga: «La historia cuenta lo acaecido y la poesía
lo que podría acaecer; así que la poesía es más filosófica e
importante que la historia, pues esta se ocupa de lo particu-
lar, pero aquella de lo general» (Poética, 51b). El verdadero
filósofo no es un simplista burlador de mitos decadentes,
sino que al contemplar la realidad en toda su profundidad
reconoce que el tiro de algunos mitos puede llegar a veces
más lejos que el razonamiento. Una y otra vez en la historia
del pensamiento occidental resurge el mito como lenguaje
distinto a la razón pero también certero en su propio pla-
no. Incluso el incrédulo Teseo pronuncia en Sueño de una
noche de verano la sentencia que encabeza este artículo: el
loco, el poeta y el amante ven más que la fría razón.
Si en la tradición intelectual de Platón, Aristóteles o
Freud hay ambivalencia sobre el mito y el lenguaje poéti-
co, tampoco es plana la posición de los pensadores cris-
tianos, que recogen la doble actitud de los filósofos. Entre
los Padres de la Iglesia abunda, como es notorio, la crítica
de los mitos paganos como vanae fabulae. Contrapuestos a
un credo que proclama hechos históricos, es irresistible la
denuncia de los mitos sobre los dioses griegos como contra-
dictorios, antropomórficos, escandalosos y risibles —como
ya hacían los filósofos desde Jenófanes—. Es claro que en
estos pasajes apologéticos hay un cierto abuso retórico.
«Los poetas son intérpretes de los dioses» (Ión), pero, como
explicaba Paul Veyne en un libro ya clásico, los griegos no
«creían» en sus mitos al modo en que los cristianos en el

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miguel herrero de jáuregui

dogma. Los mitos de Homero y Hesíodo habían dado en su


momento explicación y sentido de un cosmos al que per-
tenecía también lo divino. La falta de dogma permitía que
poetas, artistas, y también los propios filósofos, propusieran
siempre nuevos mitos y variantes que dieran mejor sentido
que otros a un mundo cuyo horizonte se revelaba cada vez
más amplio —de ahí la sensación de agotamiento de la vieja
mitología tradicional, devenida ya en puro patrimonio cul-
tural, que la apologética explota con la certeza de quien se
sabe victorioso en una nueva era—.
Ahora bien, algunos padres filohelénicos como Clemen-
te de Alejandría también admitían inspiración divina en los
poetas y filósofos griegos cuando preanunciaban la verdad
revelada —es decir, admitían modos de inspiración distin-
tos de la historia literal—. Este eje en que la polaridad no
es historia vs. ficción sino inspiración divina vs. imagina-
ción humana les permite hacer a los mitos portadores de
verdad cuando se prestan a transmitirla mediante lecturas
narrativas y simbólicas. Esta dimensión de la literatura cris-
tiana antigua cobrará nueva relevancia en la modernidad,
cuando para afrontar los desafíos intelectuales planteados
por los descubrimientos de Copérnico, Darwin y otros,
el cristianismo redescubre los distintos géneros literarios
como vehículos diferentes de la verdad. En el siglo xx se
torna indiscutible entre las grandes Iglesias cristianas que
mito no equivale siempre a falsedad, y que tiene un lengua-
je infungible que debe interpretarse con categorías propias,
diferentes a las de la historia literal o la ficción novelesca.
En esta revalorización del «mito» el cristianismo va de la
mano con la ciencia ilustrada. Tras la oscilación pendular

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sigmund freud y la verdad de los mitos

del último siglo europeo entre positivismo extremo e irra-


cionalismo ciego, la vieja contraposición logos vs. mythos se
reveló demasiado simple. El viejo paradigma de una evolu-
ción lineal del mito al logos, en la formulación clásica de
Wilhelm Nestle, hace ya décadas que ha quedado oxidado
para describir la Antigüedad, y también como esquema de la
evolución humana. Por el contrario, la obra entera de Walter
Burkert, el último gigante del helenismo —fallecido hace
unas semanas, el 11 de marzo de 2015— es toda ella una
reivindicación de que las esferas del logos y el mythos son
complementarias y, más aún, están íntimamente relaciona-
das, en la antigua Grecia y en la propia naturaleza del hom-
bre. Frente a las vacuidades antes aludidas del psicoanálisis
postfreudiano, en la obra de Burkert los descubrimientos de
Freud sobre la psique sí quedan integrados en una antro-
pología global en la que el hombre, en todas las fases de su
evolución en tanto que ser en la historia, como individuo y
como especie, se muestra portador de una naturaleza pro-
funda irreductible a formulaciones simples y lineales.
Acabemos este repaso fugaz, volviendo a la representa-
ción que da pie a estas páginas. El encuentro entre Freud
y Lewis nunca se produjo, y está imaginado al hilo de una
anotación en el diario del vienés, según la cual tenía previs-
to verse con un profesor anónimo de Oxford. El encuentro
es ficción, y sin embargo permite reflejar las opiniones de
ambos hombres, muy autorizadas y relevantes para enten-
der nuestro tiempo, en un diálogo que los explica con ma-
yor claridad y viveza que cientos de artículos científicos.
Qué mayor prueba de que la verdad es mucho más amplia
que la literalidad. 

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LA SESIÓN FINAL DE FREUD
FREUD’S LAST SESSION

AUTOR
Mark St. Germain

TRADUCTOR
Ignacio García May

PERSONAJES
SIGMUND FREUD, 83 años
C. S. LEWIS, 40 años

FECHA
3 de septiembre de 1939

LUGAR
El despacho de Freud
El nº 20 de Maresfied Gardens
Hampstead, Londres

FICHA ARTÍSTICA
La sesión final de Freud, traducción de Ignacio García May, se estrenó en el
Teatro Español de Madrid el 15 de enero de 2015.

REPARTO
S. Freud: Helio Pedregal
C. S. Lewis: Eleazar Ortiz

DIRECCIÓN
Tamzin Townsend

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LA SESIÓN FINAL DE FREUD presenta al padre del Psicoanáli-
sis, doctor Sigmund Freud, que invita al joven y prometedor ca-
tedrático de Oxford, C. S. Lewis, a su casa de Londres. En el día
en que Inglaterra entra en la Segunda Guerra Mundial, Freud y
Lewis discrepan sobre el amor, el sexo, la existencia de Dios,
y el sentido de la vida, pocas semanas antes de que Freud
se quitase la vida. LA SESIÓN FINAL DE FREUD es una obra
profundamente conmovedora llena de humor y que explora las
mentes, los corazones y las almas de dos hombres brillantes
que abordan las preguntas más grandes de todos los tiempos.

Tres de septiembre de 1939. Por la mañana.


Mientras se apagan las luces de sala, escuchamos la voz de un locutor de la bbc.

Locutor de la bbc.—Todavía no hay respuesta oficial


al ultimátum del primer ministro para que todas las tropas
sean inmediatamente retiradas de Polonia. El Ministerio
Alemán mantiene la declaración del canciller Hitler, según
la cual el gobierno polaco ha ignorado todas las ofertas de
un arreglo pacífico, negándose a respetar las fronteras
del Reich. (Luz, muy despacio, sobre el despacho del doc-
tor Sigmund Freud. La habitación está llena de libros y las
paredes de obras de arte. El doctor Freud se encuentra senta-
do detrás de su escritorio, escuchando la radio. Sobre el escri-
torio se acumulan antigüedades de todo el mundo; relieves,
estatuas, bustos. Hay una silla de cuero frente al escritorio
del doctor. Al fondo, un diván, cubierto por una colcha ri-
camente bordada.) Se espera que, en breve, el primer mi-

nueva revista · 152 35


nistro Chamberlain se dirija a la nación. La programación
habitual se verá interrumpida para transmitirles dicha
emisión. (Fuera, un perro ladra) ¡Acabamos de recibir la
confirmación de que las tropas eslovacas se han unido a
la invasión alemana...!

Freud apaga la radio. Sale de escena. Llama a su perro, Jo-Fi,


que sigue ladrando.

Freud.—¡Jo-Fi! ¿Viene alguien? ¡Perro listo! ¡Ven aquí,


Jo-Fi! ¡Ven con papá! (Un ladrido. El perro no obedece)
Pues nada, quédate ahí.

Suena el timbre de la calle. Freud consulta su reloj y sale.


Fuera de escena, abre la puerta.

Lewis.—(Fuera) Doctor Freud; soy el profesor Lewis.

Freud.—(Fuera) Buenos días, profesor.

Lewis.—(Fuera) Buenos días.

Freud.—(Fuera) Ya le daba por perdido... Pase por aquí;


podemos hablar en mi despacho.

Freud reaparece en escena, seguido de Lewis.

Lewis.—Lamento muchísimo llegar con tanto retraso.

Freud.—Si no fuera porque tengo ochenta y tres años le


diría que no me importa.

Lewis.—Los horarios del ferrocarril se han vuelto inútiles


con las evacuaciones. Los trenes salen de Londres, no en-

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tran en él. He visto un vagón tras otro atravesar la estación
de Oxford, llevando a niños que estaban siendo evacuados
al campo. También están desocupando los hospitales.

Freud.—Y las prisiones.

Lewis.—¿En serio?

Freud.—La probabilidad del ataque aéreo es la misma en


todas partes. Están liberando a miles de convictos cuyas
condenas estaban a punto de cumplirse.

Lewis.—¿Escuchaba usted la radio?

Freud.—Sí. Encuentro conveniente andar sobre aviso


cuando van a bombardearme... Chamberlain hará un co-
municado dentro de poco. Debo decirle que mi médico
vendrá enseguida, así que nuestra cita tendrá que ser bre-
ve. Deme su abrigo. Mi esposa y nuestra ama de llaves
andan por ahí, comprando todas las latas de conserva que
puedan encontrar. Debemos prepararnos para lo peor.

Freud recoge el abrigo. Antes, Lewis saca de su bolsillo una


cajita de cartón.

Lewis.—Desde luego. Quizá, dadas las circunstancias,


deberíamos posponerlo sin más.

Freud.—¿Hasta cuándo, profesor? ¿Cuenta usted con el


futuro? Yo no.

Freud sale con el abrigo de Lewis. Sonidos de Jo-Fi ladrando.

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Lewis.—¿De qué raza es?

Freud.—Un chou chou. Se queda conmigo durante mis


sesiones. (Freud regresa.) Jo-Fi es mi barómetro emocio-
nal. Si el paciente es tranquilo, se estira a mis pies. Pero si
se pone nervioso, Jo-Fi permanece erguido, a mi lado, y no
le quita los ojos de encima en ningún momento.

Lewis.—Pues, ¿cómo debo tomarme el que haya salido


corriendo nada más verme?

Freud.—Es que también él es riguroso con la puntualidad.

Lewis.—Entiendo. Es un despacho magnífico.

Freud.—Mi hija Anna lo decoró a imitación de mi con-


sulta de Viena.

Lewis.—(Mira a través de las grandes cristaleras.) Tiene


usted una hermosa vista.

Freud.—El jardín, sí. Cuando en casa miraba por la ven-


tana lo único que veía era a los nazis quemando mis libros.
Por favor, siéntese. (Lewis mira fijamente el famoso diván de
Freud. Freud le indica la silla que está frente al escritorio.)
Ahí no. Aquí.

Lewis.—Gracias.

Freud.—Ya que tenemos tan poco tiempo quizá debería-


mos ir a la razón por la cual le escribí.

Lewis.—Uno de mis libros.

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Freud.—¡Ah! ¿Es que ha escrito más de uno?

Lewis.—Entiendo que es El retroceso del peregrino el que


le ha ofendido.

Freud.—¿Ofendido?

Lewis.—Sí. El hecho de que le haya satirizado a usted en


el personaje de «Segismundo». Su pomposa autosuficien-
cia; su forma de arrojar al Peregrino contra el Gigante por-
que no puede soportar que le contradigan. (Pausa. Freud
no responde.) Mi forma de describirle a usted como un
«anciano vanidoso e ignorante» fue un tanto excesiva. Pero
creo que si exhibimos ante la gente nuestras creencias de-
bemos contar también con su reacción.

Freud.—Y está bien que sea así.

Lewis.—Lamento que se lo haya tomado como un ataque


personal. Pero no puedo disculparme por disentir con su
forma de ver el mundo cuando esta contradice completa-
mente la mía.

Freud.—¿Y cuál es la suya?

Lewis.—Que Dios existe. Que un hombre no tiene por


qué ser imbécil para creer en Él. Y que nosotros, los dé-
biles mentales que lo hacemos, no sufrimos, como afirma
usted, una patética «neurosis obsesiva».

Freud.—(Pausa.) No he leído su libro.

Lewis.—¿No?

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Freud.—El doctor Eric Larson, un querido amigo de Cam-
bridge, comparte mi pasión por la literatura inglesa primiti-
va. Cuando apareció su homenaje a El progreso del peregri-
no, me proporcionó un informe completo.

Lewis.—Según el cual yo le atacaba ferozmente.

Freud.—Profesor Lewis, he sido «ferozmente atacado»


toda mi vida. No se sienta decepcionado porque su crea-
ción de un personaje de caricatura llamado «Segismundo
Ilustración» no me haya postrado en la cama. Pero me veo
obligado a preguntárselo: si de verdad me creía tan ofendi-
do, ¿por qué decidió venir?

Lewis.—Tenía curiosidad por conocerle.

Freud.—¿Incluso aunque desestime usted mi labor?

Lewis.—En realidad, no toda. Sus escritos resultan siem-


pre estimulantes. Cuando aún era estudiante en la uni-
versidad, devorábamos cada uno de sus libros intentando
descubrir nuestras últimas perversiones.

Freud.—Espero que las encontraran.

Lewis.—¡Las encontrábamos! Luego competíamos para


inventar otras peores.

Freud.—Se lo pasaban ustedes muy bien.

Lewis.—Debato diariamente con mis estudiantes. A me-


nudo es el humor el que inclina la balanza.

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Freud.—¿Cree usted, aunque sea de forma inconsciente,
que es el debate lo que le ha traído?

Lewis.—Veo que no hay diferencia entre sentarse aquí o


en el diván. Teniendo en cuenta que fue usted quien me
invitó, tal vez debería ser usted quien respondiera.

Freud.—Aunque no he leído El retroceso del peregrino


sí disfruté de su ensayo sobre El paraíso perdido. Franca-
mente bien escrito, con muchas observaciones originales.
El paraíso perdido es mi libro favorito. Hace muchos años,
cuando estaba separado de la que sería mi esposa, me
ofreció un gran consuelo.

Lewis.—¿Le consoló un conflicto entre Dios y Satán?

Freud.—No he dicho de qué lado me puse. Pero, ¿no


cree usted que Milton le escribe a Satán los mejores ver-
sos? ¿Té?

Lewis.—No, gracias.

Freud.—Mejor. Estoy seguro de que ya se ha quedado


frío. ¿Agua?

Lewis.—No.

Freud.—(Freud se sirve un vaso de agua.) Estamos de


acuerdo en que Satán es una creación brillante. Se le pue-
de culpar de todo lo que va mal en el mundo, tan conve-
nientemente como Hitler culpa a los judíos. Es un maes-
tro... (Freud comienza a toser.) Es un...

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La tos se vuelve cada vez más fuerte. Se lleva las manos a
la boca en lo que parece un intento de ajustarse los dientes.
Lewis se levanta preocupado, pero Freud alza la mano, como
para advertirle que se mantenga aparte. Freud bebe un trago
de agua y la tos se detiene.

Lewis.—¿Puedo traerle algo?

Freud niega con la cabeza. Respira. Utiliza el pulgar para


colocar la prótesis en su lugar.

Freud.—Tengo cáncer de boca. Tuvieron que extirparme


la mandíbula superior y el paladar. Lo que a usted quizá le
parezca una dentadura postiza mal ajustada es una próte-
sis. Separa la parte superior de mi boca de la cavidad na-
sal. Pero siempre tengo rozaduras. Y el olor es ciertamente
repugnante.

Lewis.—No huelo nada.

Freud.—Es usted muy amable. (Pausa.) Jo-Fi no huía de


usted, sino de mí. Por el olor de la carne en descomposi-
ción.

Lewis.—Debe dolerle muchísimo.

Freud.—Y más cuando hablo. Pero como ve, es improba-


ble que deje de hacerlo. (Freud se acerca a la radio.) Son
casi las once; el discurso de Chamberlain habrá empeza-
do. ¿Le importa?

Lewis.—Por supuesto que no.

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Freud enciende la radio. Se escucha música clásica.

Freud.—Todavía no. (Freud apaga la radio) Mi amigo


Larson conoce a un colega suyo, un tal profesor Tolkien.

Lewis.—Sí, somos amigos íntimos.

Freud.—Me habló de los «Inklings».

Lewis.—Así es como llamamos a nuestra tertulia literaria


en Oxford. Escritores, la mayoría; debatimos cada cual so-
bre el trabajo de los demás.

Freud.—Escriben fantasías.

Lewis.—A menudo, sí.

Freud.—He pasado gran parte de mi vida examinando


fantasías. En el tiempo que me quede estoy decidido a
entender lo que pueda de la realidad. Por lo que sé, posee
usted una inteligencia superior y un talento para el razona-
miento analítico. Larson me contó que incluso compartía
usted, hasta hace poco, mi creencia de que el concepto de
un Creador es manifiestamente infantil.

Lewis.—Tiene razón.

Freud.—Entonces va a ser verdad que usted, como san


Pablo, es víctima de una conversión o de una psicosis alu-
cinatoria.

Lewis.—A san Pablo le golpeó un rayo mientras cabalga-


ba rumbo a Damasco. A mí me asaltó un pensamiento en

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el sidecar de la moto de mi hermano, camino del zoológi-
co. No fue tan dramático.

Freud.—Depende de cuál fuera el pensamiento.

Lewis.—Cuando salimos, no creía que Jesucristo fuera el


hijo de Dios. Al llegar, sí. Fue así de simple.

Freud.—Las cosas solo son simples cuando decidimos


no examinarlas.

Lewis.—Cuestiono mis creencias a diario. Y tengo que


decir que nunca he conocido a un no creyente que em-
please tanto esfuerzo intentando desacreditar la existencia
de Dios. Si yo fuera psicoanalista, me intrigarían estos em-
peños tan constantes.

Freud.—Si fuera usted psicoanalista, también se pregun-


taría por qué alguien se deja llevar en un sidecar en vez de
conducir él la moto.

Lewis.—La decepcionante respuesta es que no sé con-


ducir.

Freud.—Dado que es una habilidad que hasta los osos


de los circos demuestran poseer, debo asumir que pudo
aprender pero por alguna razón eligió no hacerlo. No im-
porta, está usted en lo correcto respecto a mi inquietud
por la religión. ¿Ha leído mi último libro?

Lewis.—Lo intenté; pero se había agotado en mi librería


local. Aunque tengo entendido que ha hecho usted algu-
nas afirmaciones explosivas.

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Freud.—(Corrige:) Conjeturas. Explosivas, pero solo con-
jeturas.
Lewis.—¿Qué Moisés no era judío, sino egipcio? ¿Qué
Dios nunca eligió al «Pueblo Elegido», sino que fue Moi-
sés quien lo hizo? ¿Y que después de que les llevara a la
Tierra Prometida le mataron por ello?
Freud.—¡No fue por eso! Más bien por lo imperioso de
su dogma, o quizá por su insistencia en que todos los hom-
bres fueran circuncidados.
Lewis.—Apostaría por la segunda opción.
Freud.—Mi conjetura es que el asesinato de Moisés obli-
gó a los israelitas a enterrar su culpa bajo el camuflaje de
la religión; incluso hasta nuestros días.
Lewis.—No me extraña que su libro se venda tan bien.
Los judíos deben estar haciendo cola para despedazarlo.
Freud.—Al libro y a mí. Pero los judíos tendrán que es-
perar su turno, por detrás de mi mayor enemigo, la Iglesia
Católica Romana.
Lewis.—Doctor, seré el primero en admitir que el mayor
problema del cristianismo son los cristianos. Pero la fe no
puede reducirse a una institución.
Freud.—Me he pasado la vida en las «instituciones». Re-
ligiosas o seculares, están gobernadas por autócratas que
insisten en que su visión de la realidad es superior a la de
todos aquellos sobre los que mandan. Esta es la verdad y
no importa a quien ofenda.

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Lewis.—¿Disfruta usted con ello? ¿Cuando se ofenden?

Freud.—Disfruto provocando un debate; como el nuestro.

Lewis.—Pero, ¿qué necesidad hay de debatir si está usted


satisfecho con su ateísmo? Ha insistido usted siempre en
que el propio concepto de Dios es ridículo. Aunque quizá,
ahora, con su enfermedad...

Freud.—Mi enfermedad es irrelevante. No tengo miedo


a la muerte ni paciencia para la propaganda.

Lewis.—Entonces, ¿por qué estoy aquí?

Freud.—Por una razón. Quiero entender por qué un


hombre de su intelecto, alguien que compartía mis con-
vicciones, ha podido abandonar repentinamente la verdad
y abrazar una mentira tan insidiosa.

Lewis.—Pero, ¿y si no es una mentira? ¿Ha considerado lo


aterrador que sería darse cuenta de que está equivocado?

Freud.—No más aterrador de lo que sería para usted.


profesor Lewis... (Suena el teléfono. Freud responde.) Hola.
Sí, Anna... ¡Oh! Gracias. (Freud cuelga. Enciende la radio.)
Chamberlain.

Neville Chamberlain.—«... Incluso a última hora ha-


bría sido perfectamente posible acordar una solución pacífi-
ca y honorable entre Alemania y Polonia, pero Hitler no lo
ha querido así. Su acción demuestra sin lugar a dudas que
no hay sentido alguno en esperar que este hombre abandone
alguna vez su práctica de utilizar la fuerza para imponer su

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voluntad. Solo puede ser detenido por la fuerza. Ahora, que
Dios les bendiga a todos. Él defiende lo que es correcto. Es
contra la maldad contra lo que vamos a luchar: la fuerza
bruta, la mala fe, la injusticia, la opresión y la persecución.
Y, contra ellas, estoy seguro de que lo correcto prevalecerá.»

Locutor de la bbc.—Acaban de escuchar ustedes una


retransmisión desde el 10 de Downing Street. (Freud apa-
ga la radio.)

Freud.—Así empiezan las cosas.

Lewis.—Una y otra vez.

Freud.—Agradezco a su Dios por haberme bendecido con


un cáncer que no me permitirá quedarme aquí para ver
otra guerra. (Suena el teléfono.) Disculpe. (Lo descuelga.)
¿Sí? Lo he escuchado... No; da tu clase, tus estudiantes
te necesitan... El doctor Schur llegará en media hora...
¿Quién podría descansar en este momento? Bueno, habla-
mos más tarde. (Freud cuelga.) Mi hija Anna. He subesti-
mado a Hitler. Pensaba que se quedaría satisfecho después
de abusar de Austria.

Lewis.—¿Cuánto hace que se marchó usted?

Freud.—Un año y cuatro meses. Los camisas pardas


echaron nuestra puerta abajo para arrestarme; querían
someterme a interrogatorio. Anna insistió en que estaba
muy enfermo, y que ella iría en mi lugar. Me negué, pero
de todas formas se la llevaron. Estuvo fuera doce horas.
Durante doce horas estuve convencido de que la había

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perdido. Cuando la liberaron soborné a todo el que hizo
falta para abandonar el país inmediatamente. Pero hubo
que llegar casi a la tragedia para que pudiera ver a Hitler
como el monstruo que es.

Lewis.—La historia está llena de monstruos. Y sin embar-


go, de algún modo sobrevivimos a ellos.

Freud.—Solo para darle la bienvenida al monstruo si-


guiente. El ser físico tiende a evolucionar, como ha de-
mostrado mi santo personal, Charles Darwin. Pero no el
carácter del hombre. No sabemos sobrevivir sin enemigos.
Son tan necesarios como el aire. Hitler, inteligentemente,
ha elegido un objetivo convencional: los judíos son infra-
humanos, parásitos que jamás han contribuido en nada a
la civilización. Una idea tan ridícula que la gente debería
reaccionar indignada; pero en vez de eso, le aclaman.

Lewis.—No todo el mundo.

Freud.—Todavía no. Pero Hitler aprende de la historia.


El mayor aliado de un guerrero es siempre Dios. Cuando
Hitler afirma que aplastar a los judíos es la «voluntad del
Señor», levanta a un ejército que venera a ambos.

Lewis.—Hay otra forma de verlo: la propia maldad de


Hitler puede convertirse en un instrumento del bien.

Freud.—¿Cómo es eso?

Lewis.—Sus actos despreciables refuerzan la necesidad


del contrario. El hombre bueno sirve a Dios como un hijo
cariñoso; el hombre malo le sirve como Su herramienta.

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Freud.—De modo que, mientras Hitler nos tritura, Dios
espera a ver quién sobrevive a sus golpes.

Lewis.—Debemos partir del hecho de que está en funcio-


namiento una ley moral...

Freud.—¡No lo acepto! No existe ley moral alguna, tan


solo nuestros débiles intentos por controlar el caos.

Lewis.—Los códigos morales han existido siempre. Díga-


me una civilización que admirase el robo o la cobardía. La
humanidad nunca ha premiado el egoísmo.

Freud.—El egoísmo se recompensa a sí mismo.

Lewis.—Entonces, ¿tienen razón los nazis?

Freud.—Por supuesto que no.

Lewis.—Así pues hay una moral con la que usted los está
comparando. No podemos decir que una línea esté torcida
a no ser que sepamos lo que es una línea recta.

Freud.—¡Ah! ¡Moralidad geométrica!

Lewis.—La conciencia moral es algo con lo que nacemos.


Crece con nosotros. Cuando era más joven pensaba en el
bien y el mal tanto como un babuino piensa en Beethoven.

Freud.—Y es Dios quien crea esta «conciencia».

Lewis.—¡Sí!

Freud.—¡Ja! Mire cómo me río. Podría usted defender que


Dios hizo un trabajo adecuado creando las puestas de sol,

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pero por lo que se refiere a la «conciencia» fracasó por com-
pleto. Lo que usted llama «conciencia» no es más que los
comportamientos inculcados en los niños por sus padres.
Que luego se convierten en las traumáticas inhibiciones
contra las que tendrán que luchar el resto de sus vidas...

Lewis.—... A no ser que les rescate usted con el psicoaná-


lisis. ¡Liberarlos de sus represiones, esas que antes cono-
cíamos como el bien y el mal! El concepto de la vergüenza,
por ejemplo, es cosa del pasado.

Freud.—¿Considera usted la vergüenza algo bueno?

Lewis.—¡Ojala hubiera más! Reconocer el mal comporta-


miento no es excusarlo.

Freud.—¡Si nos hubiéramos conocido hace unos cuantos


años! Habría escuchado los pecados de mis pacientes, y
luego les hubiera dicho que cayeran de rodillas para supli-
car la absolución. El psicoanálisis no profesa la arrogancia
de la religión, gracias a Dios.

Lewis.—(Pausa.) ¿Qué ha dicho?

Freud.—Es un mal hábito. He intentado liberarme de él


toda mi vida. «Gracias a Dios», «Con la gracia de Dios»,
«Dios nos ayude». Me crió una niñera católica romana,
muy devota, que me arrastraba a la iglesia todos los domin-
gos. Aprendí a hacer una genuflexión, la señal de la cruz,
todas esas neurosis obsesivas. Me enseñaba las historias
del Nuevo Testamento. Mi padre, un judío ortodoxo, leía
el Antiguo en voz alta. No había escape posible.

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Lewis.—Tampoco yo me libré. Mi abuelo era vicario en
nuestra iglesia local. Predicaba sermones interminables,
porque tenía la manía de detenerse para lloriquear. Mi
hermano y yo nos golpeábamos el uno al otro para intentar
aguantarnos la risa.

Freud.—Su padre, ¿también era religioso?

Lewis.—Él le diría que sí, aunque creo que lo que reve-


renciaba por encima de todo era la frugalidad. Educando a
caballeros jóvenes del modo más barato posible. Veo dón-
de pretende ir a parar, Doctor, así que no le sorprenderá
que mi padre me disgustara intensamente. Era un hombre
egoísta, enojado, sobre todo después de la muerte de mi
madre.

Freud.—¿Qué edad tenía usted entonces?

Lewis.—Nueve años. (Pausa.) Creo que le resultaba im-


posible mantener el tipo de relación que nos habría pro-
porcionado a todos el consuelo que necesitábamos.

Freud.—¿Qué siente usted con respecto a su muerte?

Lewis.—Ahora entiendo que era un hombre lastimado.


Pero entonces, solo encontré en él a un tirano.

Freud.—Sin embargo, ¿niega usted que su deseo de en-


contrar a Dios fuera una forma de buscar la figura paterna
ideal?

Lewis sonríe. Luego mira hacia el diván de Freud.

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Lewis.—No hay forma de librarse, ¿verdad? Sí, lo nie-
go. Durante la mayor parte de mi vida he deseado que no
existiese ningún Dios. No quería otro padre. Fue la fe de
él la que me alejó de la religión. Me confirmé en un es-
cepticismo absoluto porque temía a mi padre tanto como
lo detestaba.

Freud.—Una dinámica normal entre padre e hijo. La


adoración infantil se transforma en la conciencia de sus
debilidades, y por tanto en el deseo de desplazarlo.

Lewis.—Estoy de acuerdo.

Freud.—Bravo. Ha aprendido usted algo de mis libros.

Lewis.—¿Debo asumir, entonces, que al comprender


esto tuvo usted una relación cálida con su propio padre?

Freud.—Le desprecié desde el principio. Como mucho,


podría decirse que fue una amarga decepción.

Lewis.—(Da unos golpecitos en el sofá.) ¿Quiere sentarse?


(Freud asiente, pero se sienta en su silla de analista.)

Freud.—La mayor influencia de mi padre consistió en


hacer que me diera cuenta de lo que no quería ser. Una
vez, de niño, dábamos ambos un paseo por la calle cuando
un hombre le golpeó el sombrero y lo tiró al suelo. El hom-
bre gritó, «¡Judío, apártate de la acera!». Mi padre obedeció
y recogió su sombrero del barro. No dijo nada. No hizo
nada. En aquel momento, no, incluso ahora, no sé a cuál
de ellos detesté más.

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Lewis.—Es la misma cólera que siente usted hacia un
Dios que no hace nada. El deseo de que no haya un Dios
puede ser tan poderoso como la fe en que sí exista. Incluso
me atrevería a decir que la elección de no creer puede ser
la mayor evidencia de Su misma existencia, puesto que
debe uno ser consciente de aquello que está negando.

Freud.—Niego la existencia de los unicornios. ¿Debo


creer que existen?

Lewis.—¿Experimenta usted el deseo apasionado de que


existan? Ninguno de nosotros nace con un deseo a menos
que haya una satisfacción que lo justifique.

Freud.—No es cierto.

Lewis.—¡Lo es!

Freud.—¿Por ejemplo?

Lewis.—Un recién nacido siente hambre; pues bien, para


eso existe la comida. Un patito quiere nadar, el agua existe
para que lo haga. Así que si encuentro en mí un deseo
que ninguna experiencia de este mundo logra satisfacer,
la explicación más probable es que estoy hecho para un
mundo distinto.

Freud.—Acaba usted de renunciar a los hechos en bene-


ficio de los cuentos de hadas. ¡Nuestras ansias más pro-
fundas jamás quedan satisfechas y ni siquiera delimita-
das! En alemán llamamos a esto «Sehnsucht»; añoranza.
Durante años lo he experimentado. Un intenso deseo de

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pasear por el bosque con mi padre, como lo hacía de joven.
Me llevaba de la mano, pero yo siempre me soltaba y huía
de él tan rápido como era posible, adentrándome entre los
árboles.

Lewis.—¿Para qué corría?

Freud.—Quizás para quedarme a solas o para escapar de


mi padre. Solo sé que el deseo era abrumador.

Lewis.—Yo llamo a ese deseo «júbilo».

Freud.—«Júbilo».

Lewis.—No conozco una palabra mejor. Lo sentí por pri-


mera vez cruzando también una especie de «bosque».

Freud.—¿Sí?

Lewis.—No había cumplido aún los seis años. Mi herma-


no Warren trajo a la guardería una lata de galletas que de-
coró con musgo y ramitas, piedrecitas y flores. Un bosque
de juguete. Me pareció la cosa más hermosa que había
visto jamás. Y aún me lo parece. En el momento en que
la vi, me causó una congoja que nunca antes había expe-
rimentado.

Freud.—Vivir en un diminuto Edén con un Dios diminuto.

Lewis.—Dios ni siquiera se me pasó por la mente.

Freud.—Y equipara usted ese «júbilo» con el deseo inhe-


rente de un Creador.

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Lewis.—Sí.

Freud.—Fue usted conducido hacia Dios por una lata de


galletas.

Lewis.—Hizo falta mucho más que eso. Fui el converso


más reacio de toda Inglaterra. Nada odiaba tanto como el
que me dijeran lo que tenía que hacer. En eso consistió la
maravillosa atracción del ateísmo: satisfacía mi deseo de
que me dejaran en paz. El Dios de la Biblia es un matón
entrometido.

Freud.—Exacto.

Lewis.—Entonces, por casualidad, leí un libro de G. K.


Chesterton, El hombre eterno. ¿Lo ha leído?

Freud.—Chesterton me ha criticado, así que su intelecto


me parece claramente bajo sospecha.

Lewis.—Estoy seguro de ello. Pero, por desgracia, cuando


estaba en el hospital durante la guerra, su libro era lo úni-
co que tenía a mano.

Freud.—¿Combatió usted en la guerra?

Lewis.—Sí. Con la Infantería Ligera de Somerset.

Freud.—¿Por qué le hospitalizaron?

Lewis.—Nada particularmente grave.

Freud.—¿En serio? ¿El ejército británico concede vaca-


ciones?

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Lewis.—Comparado con el campo de batalla, el hospital
era como estar de vacaciones. Pero no el libro de Chester-
ton. No solo era un buen escritor, sino que sus argumentos
poseían una lógica irritante.

Freud.—¿Una lógica?

Lewis.—Él empieza contando una historia: un muchacho


que vive en una granja decide emprender la búsqueda del
túmulo funerario de un gigante fabuloso. Escala una mon-
taña, luego vuelve la mirada para ver su granja, allá abajo.
Lo que ve desde esa distancia es que su propia casa está
construida sobre un terreno que tiene la forma de una fi-
gura enorme. El muchacho había vivido justo encima de
la tumba del gigante, pero estaba demasiado cerca para
reconocerlo. Chesterton dice que hay dos maneras de en-
tender el cristianismo: vivir dentro de él o alejarse lo sufi-
ciente para verlo como realmente es.

Freud.—(Encogiéndose de hombros.) El niño y el gigante;


una narración simplista, como toda teología.

Lewis.—Es una metáfora; los cimientos sobre los que


construye sus argumentos, basándose en criterios históri-
cos, racionales.

Freud.—Imposible. Dios no puede ser demostrado his-


tóricamente.

Lewis.—Eso es exactamente lo que yo pensaba. Lo cual


me permitió expulsar a Chesterton de mis pensamientos
durante años. Hasta que dos conversaciones muy diferen-

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tes me obligaron a reconsiderarlo. Una con Tolkien, un
creyente devoto, y otra con T. J. Weldon, un ateo furibun-
do. Había invitado a Weldon... (Sonido: el estruendo de una
alarma antiaérea. Tanto Lewis como Freud se levantan. Gri-
tando por encima del ruido:.) ¿TIENE USTED SÓTANO?

Freud.—¡NO!

Lewis.—¿HAY ALGÚN REFUGIO CERCA?

Freud.—¡LA CRIPTA DE LA IGLESIA! (Freud se la


muestra a Lewis a través de la ventana.) ¡MIRE! ¿LA VE?
¡MÁRCHESE YA!

Lewis.—¡VENGA CONMIGO!

Freud.—¡NO PUEDO CAMINAR TAN LEJOS!

Lewis.—¡YO LE AYUDARÉ!

Freud.—¡NO! ¡INSISTO! ¡MÁRCHESE! DE PRISA!

Lewis.—¡ME QUEDO! ¡APAGUE LAS LUCES!

Freud apaga la luz de su escritorio. Lewis, la que está sobre


la mesa.

Freud.—¡LA RADIO! Podemos escucharla...

Freud enciende la radio, pero el sonido no puede imponerse


al volumen de la sirena. Lewis localiza la caja de cartón ma-
rrón que ha traído consigo.

Lewis.—¡LA MÁSCARA DE GAS! ¿TIENE USTED?

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Freud.—¡AQUÍ!

Freud abre el cajón de su escritorio mientras Lewis saca su


máscara de la caja de cartón. Es de color verde oliva, con un
tubo de filtrado extendido. En el momento en que va a po-
nérsela, la sirena se detiene. El locutor de la bbc se escucha
a un volumen muy alto.

Locutor de la bbc.—... Pero no ha habido ataque. ¡La


sirena antiaérea que acaban de escuchar era una falsa alar-
ma! Aún no tenemos información sobre qué la ha provoca-
do. Repetimos, se ruega a todo el mundo que permanezca
en sus casas y... (Freud apaga la radio y mira a Lewis, que se
ha derrumbado sobre una silla.)

Freud.—¿Se encuentra usted bien?

Lewis.—Al escuchar la sirena, regresé allí. El olor de los


explosivos. Los cuerpos a mi alrededor, hombres espan-
tosamente despedazados tratando aún de moverse, como
escarabajos a medio aplastar. Bombas como granizo. Un
amigo explotó a diez metros por delante de mí. Ni siquiera
llegué a sentir la metralla. Solo a él, sus pedazos, golpean-
do mi pecho, mi cara.

Freud.—¿Quedó usted muy malherido?

Lewis.—Fragmentos de metralla en la pierna izquierda,


en la muñeca. Uno en el pecho. Todavía sigue aquí. De-
masiado cerca del corazón para quitarlo. «La guerra que
terminará con todas las guerras». Nunca habrá tal cosa.

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Freud.—Creo que sí; algún día. Ha sido encomiable
que se quedara a mi lado, pero debe usted prometerme que
nunca se pondrá en peligro por mí.

Lewis.—No he tenido tiempo para pensarlo. En momen-


tos como estos reaccionamos por instinto.

Freud se ha detenido junto a la luz que antes apagó.

Freud.—Como lo de gritar para que apagara las luces.

Lewis.—¿Disculpe?

Freud enciende una luz. No hay diferencia en la ilumina-


ción. Hace un gesto en torno suyo, mostrando la habitación
perfectamente iluminada todavía por la luz del día.

Freud.—Apagar las luces resulta útil cuando está oscuro


fuera.

Lewis.—Sí. Quizá tendría que haber gritado: «¡Cierre los


ojos, así los alemanes no nos verán!».

Freud contempla su máscara de gas.

Freud.—Los niños, en la calle, adoran estas máscaras de


gas. Las intercambian por sus diferentes colores. La hija
de mi vecino las llama Mickey Mouse.

Lewis.—Sí, a los chicos también les gustan. ¿Les ha visto


usted hacer esto? (Lewis sopla en su máscara de gas hacien-
do una pedorreta.) Organizan concursos.

Freud.—Entonces les asombraría Joseph Pujol.

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Lewis.—¿Quién es?

Freud.—Pujol se llamaba a sí mismo Le Petomane: El


Gran Artista del Pedo.

Lewis.—No lo dirá usted en serio.

Freud.—Totalmente. Le vi en París, en el Moulin Rouge.


Pujol imitaba cañonazos y ruido de tormentas con sus pe-
dos. ¡Tocaba O sole mio metiéndose un tubo en el ano, y
luego se fumaba con él un cigarrillo! ¡Durante el bis, apagó
una vela desde el lado opuesto del escenario! (Lewis ríe.)
Todos le aplaudieron en pie, con una gran ovación; excep-
to los que se desmayaron de la risa.

Lewis.—Me lo imagino.

Freud.—Y así es como olvidamos.

Lewis.—¿Disculpe?

Freud.—El humor como defensa. Nuestros cerebros no


pueden subsistir en el terror; eso nos paralizaría. Debemos
seguir adelante. Elegir un pensamiento al azar para rom-
per su tiranía.

Lewis.—Es su teoría del alivio.

Freud.—¿La conoce?

Lewis.—Leí su libro sobre el ingenio. Nosotros, los ingle-


ses, nos tomamos muy en serio nuestro humor.

Freud.—El humor inglés sigue sonándome a chino...

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Lewis.—Se nota. (Freud le mira.) Es cierto que planteaba
usted muchas argumentaciones sólidas. Pero sus ejemplos
de humor...

Freud.—¿Sí?

Lewis.—Eran algo clínicos. Como ranas muertas, clava-


das con alfileres para diseccionarlas.

Freud.—¿Está usted diciendo que mi metodología era


defectuosa?

Lewis.—No, sus chistes. No tenían gracia.

Freud.—Protesto. Elegí ejemplos clásicos.

Lewis.—Déjeme pensar. (Pausa.) ¿No era este uno de


ellos? Dos judíos se encuentran en una estación ferroviaria.
¿Dónde va usted?, pregunta el primero. A Cracovia, dice
el segundo. ¡Ahora veo que es usted un mentiroso!, dice el
primero. ¡Cuando dice que va a Cracovia, quiere hacerme
creer que en realidad se dirige a Lemberg! Ése era el chiste.

Freud.—(Que se ha reído) ¡Sí! Un ejemplo de ingenio es-


céptico.

Lewis.—Tan gracioso como un ahorcamiento.

Freud.—La gracia está en que al segundo judío le llaman


mentiroso porque viaja a Cracovia, que es su auténtico
destino, mientras que el primer judío, que cree que el otro
está dándoselas de modesto, ¡se niega a aceptarlo! (Pausa.
Lewis no responde.) Tengo la impresión de que acabo de

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diseccionar otra rana... (El teléfono suena. Freud lo des-
cuelga.) ¡Hola... Sí, Max... ¿Hasta qué hora? (Consulta su
reloj.) ¿Puede ser antes?... Muy grave... ¡Entonces no hay
elección! Te veo después. (A Lewis.) Mi médico se retrasa.
(Se pone en pie.) Debería hacer más té.

Lewis.—No se moleste, de verdad.

Freud.—¿Rechaza un té? ¿No es eso herejía para un inglés?

Lewis.—Me arriesgo a que me deporten. Pero no, gracias:


creo que la sirena me ha arrebatado el apetito.

Freud.—Me hablaba usted de su «inkling» y de su ateo.

Lewis.—¡Tolkien y Weldon, sí! Weldon es un profesor de


Clásicas muy respetado. Pero también es un cínico abso-
luto y el hombre más amargado que he conocido jamás.

Freud.—Por el momento me cae bien.

Lewis.—Una noche tomamos una copa y surgió la cues-


tión de los Evangelios. Casi me caigo de la silla cuando
ese hombre dijo que había pruebas sólidas que apoyaban
la autenticidad histórica del Nuevo Testamento. «Va a re-
sultar que realmente sucedió», dijo.

Freud.—¿Cuánto habían bebido ustedes?

Lewis.—No lo suficiente. Cuando le dije lo que me sor-


prendía escucharle decir una cosa así, no pudo mostrarse
más incómodo y con más ganas de marcharse. Más tarde fui
incapaz de dejar de pensar en lo sucedido. Si el más militan-

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te de los ateos que conozco creía en la autenticidad de los
Evangelios, ¿significaba eso que no había forma de escapar?

Freud.—No puede afirmar que los Evangelios sean lite-


rales. Se trata de mitos y leyendas.

Lewis.—¿Pero los convierte eso en mentiras? Algunas se-


manas más tarde Tolkien me abrió los ojos a una perspec-
tiva diferente.

Freud.—Ese hombre que escribe fantasías.

Lewis.—Sí. Una noche dábamos una vuelta después de


cenar. Caminábamos por el paseo Addison, que es un sen-
dero en el campus bajo magníficos hayedos... ¡Ah!... Volve-
mos al bosque, por lo que veo.

Freud.—Parece que el diván le ha sentado a usted bien.

Lewis.—(Sonríe.) Sí. Discutíamos sobre mitología. Le dije


a Tolkien que disfrutaba de ella artísticamente, pero que
básicamente me parecía ficción, una mentira, igual que le
pasa a usted. Tolkien me interrumpió. Dijo: «Te equivocas.
Está lejos de ser mentira. Es la forma en que los hombres
expresan verdades que, de otro modo, quedarían sin ser
dichas. Nos pone sobre la pista de la vida que Dios creó
para nosotros». Me dijo que analizara minuciosamente mi
reacción ante los mitos. Dijo: «Cuando lees mitos sobre los
dioses que vienen a la tierra y se sacrifican, esas historias te
conmueven. Siempre y cuando los leas en cualquier lugar
que no sea la Biblia. La historia de Cristo es el mito más
grande en el corazón de la historia humana». Dijo que los

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mitos paganos nacieron porque Dios se expresaba a través
de los poetas; pero que el mito de Cristo era Dios expre-
sándose a través de Sí mismo. Lo que lo hace diferente es
que Cristo caminó de verdad sobre la tierra entre nosotros.
Su muerte transformó el mito en verdad y transforma las
vidas de todos cuantos creen en Él. Y ahí está tu elección,
me dijo: creer o no creer.

Freud.—De modo que usted gritó: «¡Creo!» Y los pájaros


en los árboles cantaron el Aleluya.

Lewis.—No exactamente. Mi elección fue retroceder y


examinar las evidencias. Aquella noche volví a casa y em-
pecé a releer el Nuevo Testamento. De forma crítica. Y
como historiador de la literatura que soy, estoy totalmente
convencido de que sean lo que sean los Evangelios, no
son mitos. No son lo suficientemente artísticos. Desde el
punto de vista de la imaginación resultan torpes, no fun-
cionan. La mayor parte de la vida de Jesús se nos esconde
por completo, y los escritores que construyen una leyenda
no permitirían que eso sucediese.

Freud.—Se ha convencido usted de la existencia de Cris-


to por culpa de una pésima narrativa.

Lewis.—La existencia de Cristo no está en duda, solo su


identidad. La crónica de este hombre la hicieron sus con-
temporáneos, los historiadores romanos y judíos. Hasta H.
G. Wells, cuyo escepticismo rivalizaba con el mío, admi-
tió: «Aquí hubo un hombre. Esa parte de la historia no
pudo haberse inventado».

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Freud.—Que Cristo fuera un hombre no se lo discuto.
Igual que Mahoma o Buda, que también se convencieron
a sí mismos de que eran algo más que eso.

Lewis.—Pero Cristo no es igual. Si le hubiera usted pre-


guntado a Buda: «¿Eres el hijo de Brahma?», él habría res-
pondido «Habitas en el abismo de la ilusión». Si le pregunta-
ra a Mahoma, «¿Eres Alá?», habría pensado que es usted un
necio y le cortaría la cabeza. Sólo Cristo hizo la terrible afir-
mación de que era el Mesías. También aseguró que tenía
el poder de perdonar los pecados. ¿Es esto muy absurdo?

Freud.—Sin duda alguna. Cristo era un lunático.

Lewis.—Esa fue mi primera opinión.

Freud.—Es más que una opinión: es lo más probable.


¿Por qué debo tomarme más en serio a Cristo cuando dice
que es Dios, que a la docena de pacientes a los que he
tratado y dicen ser Cristo?

Lewis.—¿Ha encontrado usted a una sola persona cuyo


concepto de la realidad fuera opuesto al sano juicio?

Freud.—(Pausa.) No.

Lewis.—Así pues dejemos, por el momento, de lado, la


posibilidad de que Cristo estuviera engañándose a sí mis-
mo. La segunda alternativa es que engañara consciente-
mente a sus seguidores con algún otro propósito.

Freud.—El poder. Sus seguidores lo divinizaron. Hizo mila-


grosos trucos de magia. Su estrategia fue un éxito completo.

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Lewis.—Yo no llamaría «un éxito completo» a una estra-
tegia que termina con la crucifixión.

Freud.—Eso si realmente murió. Su reaparición ante los


discípulos después de la crucifixión pudo haber sido pla-
neada para engañarles.

Lewis.—¿Y a continuación se cambió el nombre, colgó


los hábitos de carpintero y nunca más se supo de él? ¿Ni
siquiera por parte de los enemigos que tan desesperados
estaban por desacreditarlo?

Freud.—Le concedo que es poco probable.

Lewis.—Así que si ese hombre no era ni un loco ni un im-


postor, me obligaba a considerar la única opción restante:
aquella tarde en que fui al zoológico, acepté que Jesucristo
es el Hijo de Dios.

Freud.—Con independencia de sus enseñanzas.

Lewis.—Reducirle a un gran maestro no es más que con-


descendencia.

Freud.—Es que no defiendo que Cristo fuera un gran


maestro. Fracasó absolutamente, tanto en su pedagogía
como en su divinidad. Sus enseñanzas son ingenuas y des-
tructivas.

Lewis.—Estoy en completo desacuerdo.

Freud.—¡Faltaría más! ¡Si no fuera así, su fe se derrum-


baría! (Freud, poniéndose en pie y cada vez más iracundo.)

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¿Cuál de las enseñanzas de Cristo es remotamente realista?
¿Amar al prójimo como a nosotros mismos? ¡Es una estú-
pida imposibilidad! ¿Poner la otra mejilla? ¿Debe Polonia
ponerle a Hitler la otra mejilla? ¿Deberían amar a su pró-
jimo mientras los tanques alemanes aplastan sus hogares?
O quizá tendrían que seguir el ejemplo de Cristo y dejarse
martirizar, dado que los sumisos heredarán la tierra. ¡Y tan-
to que sí, puesto que todos van a acabar enterrados! (Freud
saca su pañuelo. El discurso se vuelve más impreciso, el dolor
más obvio.) ¿Considera usted una coincidencia que Jesús
exigiera a sus seguidores ser como niños para entrar en el
Reino de los Cielos? ¡Es porque el hombre no ha madura-
do nunca lo suficiente para afrontar el hecho de que está
solo en el universo, y la religión hace del mundo su guarde-
ría! Se lo diré con una palabra: ¡Madure! (Silencio. Freud se
vuelve, el pañuelo en la boca. Pausa.) Perdóneme. Última-
mente es mi cuerpo el que gobierna mi estado de ánimo.

Freud regresa junto a Lewis. El pañuelo está manchado de


sangre.

Lewis.—Le sangra el labio.

Freud.—Es la prótesis. No se ajusta, y me roza la boca.


Anna la llama «el monstruo». Tengo que limpiarla y pedir-
le a ella que la reajuste.

Lewis.—Tal vez su esposa regrese pronto a casa.

Freud.—Nadie más que Anna puede tocarla.

Lewis.—¿Ni siquiera sus médicos?

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Freud.—Sobre todo mis médicos. Treinta operaciones; y
tendría que haber aprendido a la primera. Me pusieron
en una sala de recuperación del tamaño de un armario,
junto a otro paciente. Un enano hidrocéfalo. En serio. Yo
estaba tumbado en mi jergón. La toalla bajo mi barbilla
estaba empapada, la hemorragia no se había detenido. In-
tenté llamar pero tenía la boca llena de sangre; estaba a
punto de ahogarme. Fue el enano quien me salvó. Enfer-
mo como estaba, se levantó de la cama y corrió en busca
de la enfermera. De no haber sido por él, habría muerto.
Encuentro un humor muy negro en todo esto. ¡Intelectual
eminente salvado por un enano con daño cerebral! Eso sí
que es un buen chiste. ¿Se le ocurre alguno mejor?

Lewis.—Quizás no. Pero si era un chiste, ¿quién cree que


lo hizo?

Freud.—(Pausa.) Puede que acabe usted de marcar un


tanto. El primero.

Freud sale. Lewis va hasta la radio y la enciende.

Locutor de la bbc.—... Asegúrense de que todos los


miembros de su hogar lleven encima su nombre y direc-
ción claramente escritas. Cosan una etiqueta en las ropas
de sus hijos para que no puedan quitársela. Seguiremos
proporcionando más instrucciones y noticias a medida
que estén disponibles. Hasta entonces, devolvemos la co-
nexión a nuestro programa musical con la banda militar
de la bbc.

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Empieza la música. Mientras la escucha, Lewis inspecciona
el escritorio de Freud y las docenas de antigüedades que la cu-
bren casi por completo. Coge algunas, las estudia. Freud entra.
Apaga la música, se sienta en su escritorio y marca el teléfono.

Freud.—Londres 2473, por favor.

Lewis.—Menuda colección tiene usted.

Freud.—Gracias. Hay sobre todo piezas griegas, roma-


nas y egipcias. La mayoría tiene más de dos mil años. Ahí
hay... (Al teléfono) Sí, María; ¿ha empezado Anna su clase?
¿Cuándo termina? ¿Quiere usted interrumpirle y decirle
que me llame? Gracias.

Lewis.—¿Su hija imparte clases?

Freud.—Sí. También practica el psicoanálisis para niños.

Lewis.—Estará usted orgulloso.

Freud.—Lo estoy. Es muy respetada. Me preocupaba


que al seguir mis pasos no pudiera dejar su propia impron-
ta. Pero Anna lo conseguirá. Es una devota de la ciencia.

Lewis.—Y de usted, según parece.

Freud señala su colección.

Freud.—Dígame. ¿Qué pieza es su favorita?

Lewis.—(Elige una estatuilla.) Quizás esta.

Freud.—Eros, el dios del amor. Es usted un romántico.

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Lewis.—¿Y la de usted? ¿Buda, Zeus, Atenea? ¿Cómo
llamaría a un hombre cuyo escritorio está protegido por
dioses y diosas?

Freud.—Coleccionista. Tengo antojo por ellos, lo admito.


Poseo más de dos mil piezas, la mayoría en un almacén.
Soy incapaz de llegar a una ciudad nueva y no ponerme a
buscarlos. Necesito siempre objetos nuevos a los que amar.

Lewis.—Los objetos son más seguros que las personas.

Freud.—Cierto. Y siempre he preferido los muertos a los


vivos. Pero si a usted le intriga tanto la gente, quizá le in-
terese esto.

Freud le alcanza a Lewis un frasco con vendas dentro.

Lewis.—¿Vendajes?

Freud.—Sí. De una momia aún manchada con los flui-


dos de embalsamamiento. Los egipcios poseían una civili-
zación extraordinaria.

Lewis.—¿Sabe lo que significan estas marcas?

Freud.—Me han dicho que son conjuros de El Libro de


los Muertos. Protegen a este hombre en la otra vida.

Lewis.—¿Esta «civilización extraordinaria» creía en la


otra vida?

Freud.—De un modo muy diferente al de usted. La ra-


zón por la que momificaban a sus gobernantes era preser-

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var sus corazones, donde se almacenaba el registro de sus
vidas.
Lewis.—Sus almas, por decirlo así.
Freud.—Si lo prefiere. Después del entierro era condu-
cidos por Osiris, dios de la otra vida, hasta la Gran Sala
del Juicio, donde se pesaban sus corazones. Un corazón
puro era casi ingrávido, ligero como una pluma. El corazón
impuro se volvía macizo con las malas acciones. Si se les
consideraba dignos, su esencia se elevaba hacia el univer-
so para habitar entre las estrellas.
Lewis.—En otras palabras: iban al cielo.

Freud.—Eso lo ha dicho usted.


Lewis.—Me interesa también el hecho de que los egip-
cios conservaran el corazón, o alma, pero no el cerebro.
¿Me equivoco, doctor? ¿Acaso no descartaban el cerebro
como algo inservible?
Freud.—¡Aprobado en Egiptología!
Lewis.—Lo que quisiera saber es por qué todas las piezas
de su escritorio son objetos sagrados.
Freud.—Dígame; ¿pretende usted sustituirme en mi pro-
pia consulta? Sencillamente estoy interesado en los primi-
tivos sistemas de creencias. Incluido el de usted.
Lewis.—Todos ellos comparten el concepto de Dios. De
lo correcto y lo incorrecto, del bien y el mal. Y de la elec-
ción entre ambos.

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Freud.—Y si se elige el bien, entonces ese Dios suyo,
que lo creó, creó también el mal. Permitió vivir a Lucifer,
le permitió prosperar hasta el punto de competir con Él,
cuando lógicamente tendría que haber sido destruido.
Lewis.—Dios concedió a Lucifer el libre albedrío, que es
la única cosa que hace posible la bondad. Un mundo po-
blado de criaturas sin elección es un mundo de máquinas.
Son los hombres, no Dios, ni Lucifer, quienes han creado
las prisiones, la esclavitud, las bombas. El sufrimiento del
hombre es culpa del hombre.
Freud.—¿Es esa su excusa para el dolor y el sufrimiento?
¿Me he provocado mi propio cáncer? ¿O me está matando
la venganza de Dios?
Lewis, por primera vez, vacila. Este es un tema que le perse-
guirá toda su vida.
Lewis.—No lo sé.
Freud.—¿No lo sabe?
Lewis.—Y tampoco lo pretendo. Esta es la pregunta más
difícil de todas, ¿no? Si Dios es bueno haría a sus criaturas
perfectamente felices. Pero no lo somos. Así que o Dios
carece de bondad o de poder, o de ambas cosas.
Freud.—Estamos haciendo progresos.
Lewis.—No puedo justificar su dolor. Y sin embargo, tam-
poco puedo imaginar que Dios lo desee. En algún nivel
que no logramos comprender me pregunto si esto puede
ser una especie de herramienta.

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Freud.—¿Para qué?

Lewis.—No pensamos en Dios cuando damos un paseo


en coche por el campo; solo cuando nos quedamos atra-
pados entre las vías del ferrocarril y vemos que el tren se
acerca. Si el placer es Su susurro, el dolor es Su megáfono.

Freud.—(Levantándose.) Así que el cáncer es la voz de


Dios. Si le digo hoy que creo, mi tumor se desvanecerá
jubilosamente.

Lewis.—Por supuesto que no...

Freud.—¡Claro que no! Porque los hospitales están lle-


nos de creyentes a los que Dios no trata mejor.

Lewis.—¿Y si Dios quisiera perfeccionarnos por medio


del sufrimiento? Para que nos demos cuenta de que la ver-
dadera felicidad, no el placer momentáneo, sino la felici-
dad eterna, solamente puede venir a través de Él.

Freud.—¿Perfeccionarnos con respecto a qué? ¿A los an-


tepasados bárbaros que mataban para imponer su volun-
tad? Acaba de escuchar la radio. ¡Nada ha cambiado! Lle-
vamos dentro la autodestrucción.

Lewis.—Y por eso Cristo murió por nosotros.

Freud.—«¿El pecado original?»

Lewis.—Sí.

Freud.—Justamente: ¡El orgullo desmedido! Que unos


simples seres humanos puedan enardecer a un dios por

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comer una manzana... Que ese Dios les recompense des-
pués entregándoles a su Hijo para que lo sacrifiquen... ¿La
redención a través de un crimen vil?

Lewis.—Así ha sido.

Freud.—Estoy seguro de que Hitler, ese pequeño mona-


guillo que ayudaba en la iglesia todos los domingos, estará
de acuerdo con usted. Pero yo no. (Dolorido e impaciente.)
Hablamos idiomas distintos. Usted cree en la revelación.
Yo creo en la ciencia, la dictadura de la razón. No hay te-
rreno común.

Lewis.—También hay una dictadura del orgullo. Cons-


truye muros que hacen imposible la existencia del terreno
común. ¿Por qué la religión deja espacio a la ciencia, pero
la ciencia se niega a dejarle espacio a la religión?

Freud.—¿Fue muy espaciosa la celda de Galileo cuando


le dijo al Papa que el sol no se movía alrededor de la tierra?

Lewis.—La estupidez de los líderes de la iglesia es un


blanco demasiado fácil. Pero fíjese en nuestros científicos.
No están de acuerdo entre sí con las causas de la extinción
de los dinosaurios, y sin embargo no me enfurezco con
ellos porque carezcan de respuesta. ¿Por qué resulta tan
difícil aceptar que los teólogos tampoco lo saben todo?

Freud.—¡Porque se ocultan detrás de su ignorancia! ¡No


podemos comprender, somos pequeños, Él es tan Gran-
de...! Mi hija Sophie murió de gripe española a los veinti-
siete años. ¡Una madre y esposa, arrebatada a su familia!

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Pero si yo fuera lo suficientemente listo para comprender-
lo, tendría que haberme dado cuenta de que este era el
plan de Dios... ¡A mi nieto Heinele le mató la tuberculo-
sis a los cinco años de edad! ¡Cinco! ¡Qué brillante plan
de Dios, asesinarle! Ojalá el cáncer me atacara el cerebro
en vez de la boca. Entonces, quizá, podría alucinar con la
existencia de un Dios, y buscar venganza.

Lewis.—(Pausa.) ¿Está su cáncer muy avanzado?

Freud.—Casi me ha atravesado la mejilla. Es inoperable.


Tan solo cuestión de tiempo.

Lewis.—¿Cuánto tiempo?

Freud.—Esa es una decisión que me corresponde. El doc-


tor Schur y yo tenemos un pacto. Me prometió desde el
primer día que no me abandonaría al final.

Lewis.—(Pausa.) ¿Está usted diciendo que va a suici-


darse?

Freud.—Estoy diciendo que me mataré yo antes de que


lo haga el cáncer. No me mire así. No necesita decirlo: ¡El
suicidio está mal y es pecado!

Lewis.—Usted lo ha dicho.

Freud.—Entonces mire dentro de mi boca y comprobará


que el infierno ha llegado ya.

Lewis.—(Pausa.) ¿Ha hablado con su esposa de esto?

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Freud.—No hay motivo para hacerlo. Mi esposa compar-
te las supersticiones de usted. (Freud abre una caja y saca
un cigarro.) ¿Un cigarro?

Lewis.—No, gracias. ¿Fumar no agrava su estado?

Freud.—Pues claro. Pero estoy decidido a disfrutar del


único placer sexual que me queda. Me he despedido de
mis etapas fálica y anal y he vuelto a la oral.

Lewis.—(Consulta su reloj de pulsera.) Es extraordinario.

Freud.—¿El qué?

Lewis.—Que hayamos estado hablando tanto tiempo y


esta sea la primera alusión al sexo.

Freud.—Su definición es demasiado estrecha de miras.


Aplico el término «sexual» a todo tipo de interacciones
que proporcionen sensaciones placenteras. El contacto
genital, un recién nacido mamando del pecho de su ma-
dre o el deleite de una niña de cuatro años sentada sobre
las rodillas de su padre. La sexualidad es la fuente de toda
felicidad.

Lewis.—Hay felicidad en otras cosas. El sexo no es más


que uno de los muchos placeres que Dios nos ha dado, y
no el más duradero.

Freud.—Es extraordinario. (Consulta su reloj.) Hemos


estado hablando sobre sexo durante menos de un minuto
antes de que usted metiera a Dios en la conversación. Aun
así, y pese a la constante batalla contra la propaganda de la

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Iglesia, hemos hecho grandes progresos en la superación
de nuestras represiones.

Lewis.—¿Progresos? Hemos pasado del sexo como tema


que no podía mencionarse a volvernos incapaces de hablar
sobre cualquier otra cosa. Como si acabáramos de inventarlo.

Freud.—No hay apetito más poderoso.

Lewis.—Pero su importancia se ha vuelto ridícula en pro-


porción a su función. Compárelo con nuestro apetito por
la comida. El público, en un striptease, paga por ver a una
chica desnudándose. ¿Qué le parecería si pagaran por ver
una chuleta de cordero desnuda? ¿No diría usted que se
estaban tomando la carne demasiado en serio?

Freud.—Es que el sexo es más complicado que el hambre.

Lewis.—Por el contrario. Lo simplificamos demasiado,


convirtiéndolo en esa mentira según la cual el sexo es nor-
mal y saludable bajo cualquier circunstancia.

Freud.—¿Así que es usted una autoridad en lo que es


«normal» y «saludable»?

Lewis.—Hay una pauta sexual implícita en el Antiguo y el


Nuevo Testamento. El sexo es un acto que debe ser com-
partido por dos personas que están comprometidas cada
una con la otra.

Freud.—¡Ah, la Biblia! ¡Por un momento creí que esta-


ba usted pensando con sus propias ideas! La Biblia es un
bestiario de la sexualidad. Usted selecciona sus citas igual

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que un sacerdote dispuesto a aterrorizar a su congrega-
ción. ¿Nada de sexo antes del matrimonio? No solo es una
ingenuidad; es una crueldad insensata. Como enviar a un
joven a interpretar su primer concierto con una orquesta
sinfónica cuando las únicas veces que ha tocado su piccolo
ha sido a solas, en su habitación.

Lewis.—¿Entonces practica usted el amor libre?

Freud.—¡Por supuesto que no! ¡Soy un hombre casado!

Lewis.—¡Eso es completamente hipócrita!

Freud.—¡No, en absoluto! Filosóficamente defiendo la


libertad de elección sexual. Personalmente, elijo no hacer
uso de esa libertad.

Lewis.—¿Y cuando era más joven? ¿Antes de casarse?

Freud.—Conocí a Martha muy pronto. Nos enamoramos


profundamente.

Lewis.—¿Y ha permanecido monógamo desde entonces?

Freud observa con atención a Lewis.

Freud.—¿Es usted casado?

Lewis.—No.

Freud.—¿Convive con alguien? ¿Una mujer? ¿Un hom-


bre?

Lewis.—¿Disculpe?

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Freud.—¿Le escandaliza la homosexualidad? No debería.
Todos los seres humanos son intrínsecamente bisexuales.

Lewis.—Vivo con mi hermano y con la madre de un ami-


go íntimo que murió en la guerra.

Freud.—¿Y cómo es eso?

Lewis.—Le prometí a mi amigo que cuidaría de ella, y


que él haría lo mismo por mi padre, si no regresábamos.
(Pausa. Freud espera. Lewis se muestra incómodo.) En rea-
lidad, la señora Moore y yo nos cuidamos mutuamente.

Freud.—Pero, ese hermano de usted; ¿no se habría he-


cho cargo él de su padre?

Lewis.—Mi hermano también estaba en el frente. Ignorá-


bamos cuál iba a ser nuestro futuro.

Freud.—Parece que el futuro era la señora Moore. ¿Des-


de cuándo mantiene esta relación?

Lewis.—Yo no lo llamaría una relación.

Freud.—Cualquier vínculo entre dos personas es una re-


lación.

Lewis.—Cuando estuve en el hospital, en Francia, la se-


ñora Moore vino a cuidarme. Fue un gran consuelo.

Freud.—¿Qué edad tenía ella?

Lewis.—La señora Moore andaba por sus cuarenta y po-


cos años.

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Freud.—¿Tiene «la señora Moore» un nombre de pila?

Lewis.—Janie.

Freud.—Janie. ¿Le pareció a usted Janie una mujer atrac-


tiva cuando se conocieron?

Lewis.—Era la madre de mi amigo.

Freud.—Lo cual podría hacerla más atractiva.

Lewis.—Me ofende su insinuación, y mi vida personal no


le concierne a usted.

Freud.—Su conversión sí. Usted vivió con ella en su épo-


ca de ateo. Muchos hombres que pierden a sus madres a
edad temprana se sienten atraídos por mujeres maduras
Bien, usted sigue aún con ella, pero proclama su abstinen-
cia sexual. Así que me gustaría saber si fue su conversión
lo que causó esta virginidad renovada.

Lewis.—Me niego a seguir discutiendo este asunto.

Freud.—Como desee. Pero siempre considero menos


importante lo que la gente dice que lo que calla. (Sue-
na el teléfono. Freud contesta.) Hola... ¡Sí, Anna, sí! Me
la pondré, pero debes regresar a casa enseguida. Me está
cortando la mandíbula...¡Entonces cancélala! Te necesito
aquí. Bien. Bien.

Freud cuelga el teléfono. Lewis coge una fotografía del escri-


torio de Freud.

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Lewis.—¿Es usted con Anna?

Freud.—(Se vuelve.) Sí.

Lewis.—¿Está casada?

Freud.—No.

Lewis.—Me sorprende. Es toda una mujer, muy atracti-


va. Entre sus colegas y los de usted, estoy seguro de que
no le faltarán hombres jóvenes para elegir.

Freud.—No nos resulta tarea sencilla elegir la pareja ade-


cuada.

Lewis.—Querrá decir, que no le resulta sencillo a Anna.

Freud.—Por supuesto.

Lewis.—¿Sale con alguien? ¿Hombre? ¿Mujer? O ambos,


ya que somos intrínsecamente bisexuales.

Freud.—Entre la enseñanza y su consulta, a Anna no le


queda tiempo.

Lewis.—Salvo para usted. Es muy afortunado. Especial-


mente teniendo en cuenta que ella es la única persona a la
que permite tocarle la boca.

Freud.—Anna es una profesional.

Lewis.—Es médico.

Freud.—No. Ya le he dicho que es miembro de la Socie-


dad Psicoanalítica.

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Lewis.—Creía que sus miembros debían ser doctores en
medicina.

Freud.—Hay excepciones. Anna presentó un artículo


que fue muy bien recibido.

Lewis.—Sin duda. ¿Cuál era el tema?

Freud.—(Pausa.) Las fantasías sadomasoquistas.

Lewis.—¿Basado en los tratamientos de sus pacientes?

Freud.—Basado en su propio análisis.

Lewis.—¿Quién fue su analista?

Freud.—Yo. (Pausa.) ¿Alguna pregunta más?

Lewis.—Oh, sí. Pero prefiero no hacerlas. Me limitaré a


recordarle su observación previa: lo que dice la gente es
menos importante que lo que calla.

Freud no responde, pero enciende la radio.

Locutor de la bbc.—... Con la destrucción total de la


fuerza aérea polaca por parte de la Luftwaffe. Se calcula
que el número de bajas, entre militares y civiles, sobrepasa
los veinte mil, una cifra que sin duda aumentará a medida
que continúen los bombardeos alemanes. El rey Jorge se
dirigirá a la Commonwealth desde el palacio de Buckin-
gham en menos de una hora. Hasta entonces, devolvemos
la conexión a nuestro programa musical.

Comienza la música clásica. Freud apaga la radio.

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Lewis.—(Conmovido.) Veinte mil muertos en dos días. Es
casi imposible de asimilar.

Freud.—Sí.

Lewis.—Y sin embargo, usted desea morir.

Freud.—Para mí, la muerte solo puede ser un consuelo.

Lewis.—Pero, ¿y para su familia? El suicidio es como una


muerte perpetua. Los supervivientes la reviven, y reviven
también su incapacidad para prevenirla. Les dejará usted
un dolor interminable.

Freud.—Entonces deberían entenderlo como un acto de


misericordia. Mi decisión está tomada. (Se levanta.) No
tengo fuerzas para sermones. Ni siquiera su Biblia me juz-
ga. Saúl cayó sobre su propia espada antes que permitir
que sus enemigos lo matasen.

Lewis.—Y Judas se suicidó después de haber traicionado


a Cristo; en ambos casos, cobardías. Dios da la vida; solo
Dios puede quitarla.

Freud.—Mis padres me dieron la vida, y esa vida es mía,


no de ellos.

Lewis.—Aquino cree que...

Freud.—¡Me da igual lo que piense Aquino! ¡Aquino con-


dena el suicidio al tiempo que predica la pena de muerte!
¿Cómo alguien de su inteligencia puede ver el mundo en
blanco y negro cuando hay miles de colores rodeándole?

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Lewis.—¿Se lo ha dicho a Anna?

Freud.—¿Qué me estoy muriendo? Claro que lo sabe.

Lewis.—Que planea usted suicidarse.

Freud.—¿Y por qué habría de hacerlo? Solo le proporcio-


naría dolor.

Lewis.—Entonces, ¿la está protegiendo? ¿O teme que


ella piense que está usted equivocado? Que intente con-
vencerle para que renuncie a ello.

Freud.—Es usted muy tenaz. Es el rasgo más común de


los conversos. Y de los alcohólicos reformados.

Freud enciende la radio. Se oye música. La apaga inmedia-


tamente.

Lewis.—Hace usted eso todo el tiempo.

Freud.—¿Cómo dice?

Lewis.—Apagar la música. Lo hace constantemente.

Freud.—Son las noticias lo que estamos esperando.

Lewis.—Pero ¿por qué no se limita a bajar la música?


¿Por qué apagarla?

Freud.—Le gusta la música.

Lewis.—Sí. Mucho.

Freud.—La música de misa, seguro.

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Lewis.—Pues, de hecho, aborrezco los himnos.

Freud.—¿En serio?

Lewis.—Son como ahogar una tableta de chocolate en


azúcar: insoportablemente empalagosos. Los himnos me
echaban de la iglesia cada domingo. Me marchaba des-
pués de la comunión y cruzaba la calle para tomarme una
cerveza. Allí era feliz escuchando todo tipo de música.
¿Por qué no puede usted hacer lo mismo?

Freud.—Las obras de arte tienen sobre mí un efecto po-


deroso, pero la música me desconcierta. Hay algo dentro
de mí que se rebela contra la idea de ser conmovido sin
saber la causa de esa conmoción. Es como si le hablasen a
uno en un idioma extranjero y le pidieran que estuviera de
acuerdo con alguna afirmación que no puede comprender.

Lewis.—Lo atractivo de la música es que apela a las emo-


ciones, no al cerebro.

Freud.—Hasta ahí llego.

Lewis.—Pero me está diciendo que si no puede procesar


intelectualmente sus sentimientos, estos no existen para
usted. Se opone a la idea misma de ser conmovido.

Freud.—Me opongo a la manipulación. Para mí, toda la


música es como de iglesia.

Lewis.—Mi objeción a la música de misa es que trivializa


emociones que ya siento. Me parece que usted, sencilla-
mente, tiene miedo de sentirlas.

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Pausa. Freud está ofendido.

Freud.—¿Es ese su diagnóstico, doctor?

Lewis.—No del todo. También creo que es usted espan-


tosamente egoísta, colocando su propio dolor por encima
del dolor de sus seres queridos. Se miente a sí mismo al
creer que puede mandar sobre la muerte igual que lo hace
con su mundo y con su hija. Cree que puede dejar de pen-
sar en su miedo escondiéndose tras su escritorio lleno de
dioses muertos, pero la verdad es que está aterrorizado.

Freud.—Usted no sabe nada

Lewis.—Sé que cuando sonó la alarma no se comportó


usted como el hombre que «acepta» que este sea su últi-
mo día. Se dio mucha prisa en buscar su máscara de gas.

Freud.—¡Igual que usted! ¿En qué creía en ese momen-


to, en Dios o en la muerte? Su fe se desvaneció tan rápida-
mente como su precioso «júbilo», porque debajo de todas
sus mentiras autoindulgentes sabía que Él no existe.

Freud saca su pañuelo y se seca los labios.

Lewis.—¿Y dónde está el «júbilo» de usted? ¿Alguna vez


lo ha sentido? ¿Lo ha encontrado alguna vez, a través de
alguien, de algo, en toda su vida?

Freud.—¡He encontrado la verdad que usted se niega a


mirar de frente! ¡Que el final es el final! Usted entierra sus
dudas tan profundamente como sus recuerdos de la gue-
rra, porque, en el fondo, no es usted más que un cobarde!

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Freud aparta el pañuelo; está empapado de sangre. Lewis se
pone en pie de un salto.

Lewis.—¡Siéntese! ¡Aquí ! ¡Voy a llamar a una ambulan-


cia...

Freud.—(Casi no se le entiende)¡NO! ¡Hospitales no!


¡Toallas! ¡En el lavabo! (Freud señala la entrada de la habi-
tación. Lewis sale deprisa. Freud se mete la mano en la boca
tratando de extraer la prótesis, pero el dolor le supera. Se
detiene, jadeando. Lo intenta de nuevo, ahora de espaldas al
público, pero empieza a asfixiarse. Lewis entra corriendo, lle-
vando toallas. La asfixia de Freud se vuelve más angustiosa.)
¡Dese prisa! ¡DEPRISA! (Se señala la boca; la abre. Lewis
manipula dentro de ella. Freud grita de dolor. Lewis retroce-
de. Freud le agarra la muñeca y tira de él) ¡SÁQUELA! ¡SÁ-
QUELA! (Lewis manipula de nuevo en la boca de Freud,
tratando de extraer la prótesis, luchando contra ella mientras
Freud intenta respirar. Lewis tira una y otra vez... hasta que
finalmente retuerce la prótesis y logra sacarla. Lewis le entre-
ga una toalla.) Agua. (Lewis va hasta el escritorio, sirve un
vaso de agua, y se lo lleva a Freud. Freud limpia la prótesis
y la reinserta.)

Lewis.—¿Quiere usted echarse?

Lewis se sienta en el diván junto a él. Los dos están agotados


por el esfuerzo y el miedo.

Freud.—(Con debilidad.) El monstruo. Casi ha ganado.

Lewis.—¿Tiene algo para el dolor?

nueva revista · 152 87


Freud.—En el escritorio. Píldoras. Cajón superior.

Lewis va al escritorio, encuentra un frasco de píldoras, las mira.

Lewis.—¿Aspirina? ¿No hay nada más fuerte?

Freud toma la aspirina que Lewis le ofrece; Lewis le alcanza


el vaso, que aún contiene agua.

Freud.—Necesito pensar con claridad. (Freud se traga la


aspirina y se recuesta. Los dos hombres están consternados.)
Por favor, márchese.

Lewis.—Desde luego que no. Me quedaré con usted has-


ta que venga alguien.

Freud.—No...

Freud tose. Se lleva una toalla a la boca.

Lewis.—No hable.

Freud.—Eso es lo que... (Tose) le gustaría a usted. (Soni-


do de aviones en la distancia. Ambos lo escuchan.. El sonido
crece: se acercan. Freud y Lewis miran hacia arriba, aprensi-
vos. Pausa.) ¿Bombarderos? (El sonido de los aviones es cada
vez mayor. Obligándose a ello, Lewis se levanta. Va hasta la
balconada, abre los postigos y contempla el cielo. Aliviado.)

Lewis.—Aviones de transporte. Son de los nuestros. (Freud


medita sobre esto. Silencio.) Lo admito. Estaba asustado.

Freud.—Sí. También yo.

88 nueva revista · 152


Lewis.—¿En qué estábamos pensando? Ha sido una lo-
cura creer que podríamos resolver el mayor misterio de
todos los tiempos en una mañana.

Freud.—Solo hay una locura mayor: no pensar nunca en


él. (El teléfono suena. Lewis se levanta para cogerlo.) No,
no. Ya puedo yo. (Freud se levanta; Lewis le ayuda. Va hasta
el teléfono.) ¿Hola? (Pausa.) Sí, María. ¡Ah! Gracias. (Cuel-
ga.) Anna llegará de un momento a otro. Llamaré a un taxi.

Lewis.—Prefiero caminar hasta la estación. Necesito to-


mar el aire. (Comprueba la hora.) Hay un tren de regreso a
Oxford dentro una hora.

Freud.—Le acompaño hasta la puerta.

Lewis.—No hace falta. (Freud se sienta. Pausa.) Lamento


haberle decepcionado.

Freud.—No. La ofensa fue mía.

Lewis.—No he hablado de «ofensa». Dije que le he decep-


cionado. (Pausa.) Mi idea de Dios... se transforma constan-
temente. Él mismo la hace añicos una y otra vez. Incluso
así, siento que el mundo está lleno de su Presencia. Está en
todas partes. De incognito. Y su misterio... es muy difícil de
descifrar. La auténtica lucha consiste en seguir intentándo-
lo. Para llegar a despertar. Y después, permanecer despierto.

Freud.—Uno de los dos es un tonto. Si tiene usted razón, se


las arreglará para decírmelo. Pero si la tengo yo, ni usted ni yo lo
sabremos nunca. La muerte es tan injusta como la vida. Adiós,
profesor. Volveremos a vernos, quizás. (Lewis toma su mano.)

nueva revista · 152 89


Lewis.—Si Dios quiere.
Freud.—Espere. ¿Se acuerda de aquel chiste en mi libro,
sobre el cura y el ateo del pueblo?
Lewis.—No.
Freud.—El ateo del pueblo era agente de seguros. Le pre-
guntó al pastor local si quería hacerse un seguro médico. La
familia del ateo estaba atónita: se encontraba en su lecho
de muerte, y no podían creer que le quedasen fuerzas para
hablar con el cura, de entre todos los parroquianos. Bien;
los dos hombres se pasaron el día discutiendo, y luego toda
la noche, hasta que finalmente, al amanecer, el cura trope-
zó cuando se marchaba de la casa. El aldeano había muerto
siendo ateo. Pero el cura tenía un seguro a todo riesgo.
Lewis.—Eso sí que es divertido. Ojalá existiera algo así.
Freud.—¿Diversión?
Lewis.—Seguridad.
Lewis sale. Freud está a punto de sentarse pero antes encien-
de la radio. Se escucha la voz del rey Jorge.
Rey Jorge.—«...Tal vez nos esperen días oscuros y la guerra
no pueda ser ya confinada al campo de batalla. Pero solo
podemos hacer lo correcto, lo que vemos como correcto, y,
con reverencia, confiar nuestra causa a Dios. Si todos y cada
uno de nosotros nos mantenemos resueltamente fieles a ella,
dispuestos ante cualquier servicio o sacrificio que pueda de-
mandarnos, entonces, con la ayuda de Dios, prevaleceremos.
¡Que Dios nos bendiga a todos!».

90 nueva revista · 152


Freud suspira.

Locutor de la bbc.—Era el rey Jorge VI dirigiéndose a


la nación desde el palacio de Buckingham. Devolveremos
la conexión al programa musical de la orquesta de la bbc
hasta nuestro siguiente boletín informativo.

Freud se levanta para apagar el programa musical. Se detie-


ne, y, en vez de apagar, sube el volumen. Se sienta, contem-
plando la radio como si intentara descifrar la música.

Las luces se apagan.

Fin de la obra 

Créditos:
FREUD’S LAST SESSION
By Mark St. Germain
Suggested by «The Question of God» by Dr. Armand M. Nicholi, Jr
Originally Produced at Barrington Stage Company
Julianne Boyd, Artistic Director, Richard M. Parison, Jr. Managing Director
Off-Broadway Production produced by Varolyn Rossy-Copeland, Robert Stillman
& Jack Thomas

Nota sobre derechos de autor:


Cualquier representación de la obra debe ser aprobada por Susan Gurman
Agency LLC.

Esto se aplica a cualquier tipo de representación, tanto si los actores o el


personal de producción reciben o no algún tipo de compensación económica
(un salario) como si se cobra o no una entrada. Si se organiza una representa-
ción, se debe pedir permiso, recibir y pagar la licencia para dichas represen-
taciones.

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Queda prohibida por ley la copia no autorizada de la obra.
Ninguna parte del guión puede ser transmitida, reproducida, fotocopiada,
escaneada o reproducida electrónicamente sin una autorización escrita previa
de Susan Gurman Agency LLC. No se puede usar el guión en una clase o
como preparación de cualquier tipo de representación más allá de la «fecha
de expiración» impresa en el guión.

Cualquiera que infrinja estas reglas será sancionado como infractor de los
derechos de autor de acuerdo a la ley española y a la de todos los países
firmantes de la Convención de Berna.
Susan Gurman Agency LLC tiene el derecho de adoptar las acciones legales
por daños y perjuicios, daños estatutarios y costas de abogados. Un juez
puede ordenar indemnizaciones de hasta cien mil euros por infracciones
deliberadas.

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PANORAMA DE ACTUALIDAD

PRIMAVERA ELECTORAL:
ENTRE LA ESTABILIDAD
Y EL POPULISMO

Gabriel Elorriaga Pisarik

Durante 2015 España afrontará cuatro citas con las urnas. El


nuevo marco político exige una reflexión equilibrada. Consciente
de su compromiso con la actualidad, Nueva Revista ofrece una
interpretación del resultado de los comicios andaluces, ponde-
rando sus implicaciones en las próximas campañas y eventos
electorales.

Poco después de unas precipitadas elecciones andaluzas,


y poco antes de unas generales, las elecciones del próximo
mes de mayo se vivirán como unas auténticas elecciones
primarias. Siempre ocurre algo parecido; en España y fue-
ra de nuestras fronteras también, las elecciones locales se
ven como tomas de temperatura del clima político general
de un país. La sensación, sin embargo, no es del todo exac-
ta. La mayor cercanía a los candidatos y a sus programas
permite a los votantes, en las elecciones municipales y en

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gabriel elorriaga pisarik

las autonómicas, formarse una idea más completa sobre


sus propias preferencias. En las urnas locales pesan más
los candidatos y sus propuestas, habitualmente muy tangi-
bles; en las generales, lo más ideológico, las grandes líneas
de la acción política encuentran mejor su acomodo.
Las circunstancias han hecho de este 2015 un año in-
tensamente electoral en el que no es fácil prever cómo
influirá cada convocatoria en las siguientes, donde no sa-
bemos cómo decidirá repartir cada elector sus afectos y crí-
ticas entre las distintas oportunidades que se le van a ofre-
cer. Todo indica que las opciones están muy abiertas. De
alguna manera, las elecciones al parlamento andaluz nos
han ofrecido algunas pistas sobre cómo están los estados
de ánimo. La crisis sentida por los ciudadanos no es solo
económica, es también institucional. Y, entre las distintas
instituciones, afecta de manera singular a los partidos que
han ostentado las responsabilidades de gobierno durante
las últimas décadas y a quienes formamos parte de ellos.
Los españoles reclaman que las cosas cambien, y que
cambien ya. No es solo una demanda material, no se li-
mita al bienestar económico, la generación de empleo o
la mejora de los servicios públicos. Posiblemente en ese
campo es donde mejor se comprende que nada se trans-
forma de verdad de la noche a la mañana, que no es po-
sible recomponer en un par de años la profunda quiebra
económico-social que estamos padeciendo tras la desas-
trosa etapa de gobierno socialista. Lo que no se acepta con
facilidad es que unas prioridades oscurezcan otras, que lo
más urgente paralice lo más importante, en definitiva, que
las reformas económicas desplacen a las institucionales.

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primavera electoral: entre la estabilidad y el populismo

Porque, en última instancia, las crisis económicas tienen


siempre algo de cíclico, de coyuntural, mientras que el de-
terioro institucional, si no se ataja con determinación y
rapidez, conduce a la decadencia.
En Andalucía el voto conservador en el sentido más li-
teral de la palabra, el de quienes no quieren asumir riesgos
ni reclaman cambios, se ha concentrado en torno al Partido
Socialista. El voto por el cambio, sin embargo, se ha dis-
persado entre la opción conocida, el Partido Popular, y las
nuevas ofertas electorales, Podemos y Ciudadanos. De al-
guna manera todas las elecciones encierran una alternativa
entre conservación o innovación, entre la continuidad o la
alternancia. La fórmula del vencedor está en saber cons-
truir mayorías, para continuar o para cambiar, y en ser capaz
de aglutinar a todos los que desean seguir uno u otro cami-
no. En Andalucía había ganas de cambiar pero no ha sido
posible reunir fuerzas. El resultado es la frustración de las
aspiraciones mayoritarias en beneficio de la minoría mayor.
Las elecciones locales inundarán todos los pueblos de
España. Ninguna otra campaña reúne a tantos candidatos
y partidos en tantas plazas distintas. Se elegirán más de
8.000 alcaldes y casi 70.000 concejales, lo que significa
que habrá algunos centenares de miles de candidatos ha-
ciendo campaña en cada rincón de nuestro país. Votaremos
también parlamentos en trece comunidades autónomas,
en Ceuta y en Melilla, diputaciones forales, cabildos y con-
sejos insulares. Y en una votación posterior, los concejales
elegidos decidirán quién estará al frente de treinta y ocho
diputaciones provinciales. En un Estado tan intensamente
descentralizado, el que más repartido tiene el presupuesto

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gabriel elorriaga pisarik

entre los diferentes niveles de gobierno de toda Europa, los


electores decidirán el próximo mes de mayo sobre la mayor
parte de las políticas y de los servicios públicos que más
directamente les afectan.
Hace cuatro años los españoles dieron un inmenso voto
de confianza al Partido Popular. Reforzaron las mayorías
allí donde ya existían, buena prueba del gran trabajo desa-
rrollado al frente de sus respectivos gobiernos. Y nos con-
fiaron la alternancia allí donde era demandada, en Extre-
madura y Castilla-La Mancha tras décadas de gobiernos
socialistas; en las Islas Baleares, Cantabria y Aragón don-
de en algún momento anterior habíamos gobernado para
ser más tarde desplazados. El pp fue el partido más votado
en las elecciones municipales de trece de las diecisiete
comunidades autónomas, así como en la inmensa mayoría
de las capitales de provincia. Más de 4.000 municipios
fueron confiados a los alcaldes populares.
En 2015 las cosas no están tan claras. Con carácter ge-
neral, existe una buena valoración del trabajo desarrolla-
do por los gobiernos del Partido Popular y, sin embargo,
algunos sondeos anuncian un reparto más equilibrado de
fuerzas. La debilidad del Partido Socialista es patente, y su
capacidad para aglutinar las demandas de cambio es prác-
ticamente nula. Pero muchos españoles quieren cambiar
las cosas, muchas cosas que posiblemente quedan lejos del
alcance de sus gobiernos regionales o locales, pero que al-
gunos no querrán dejar para más adelante.
Este es el caldo de cultivo de los populismos emergen-
tes, una demanda de cambio no bien canalizada por las
ofertas políticas convencionales. El populismo se reviste de

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primavera electoral: entre la estabilidad y el populismo

un discurso débil, superficial, banal, basado en una retórica


emocional que solo puede abrirse paso en un contexto de
excepcionalidad. Ofrece soluciones sencillas a problemas
complejos; no quiere confrontar las ideas, solo busca en-
frentar a las personas. Es divisivo porque, en última instan-
cia, pretende demoler el entramado institucional existente
para sustituirlo por otro bajo control propio. La estrategia
populista cabalga sobre un antagonismo que no admite
soluciones políticas, no busca la transacción ni el equili-
brio, solo la victoria definitiva. Por eso no fingen cuando se
muestran defraudados con unos resultados notables que
sorprenden a cualquier observador externo. No quieren in-
fluir, no buscan pactar ni colaborar, tan solo quieren ocupar
el poder sin restricciones. No son partidos de alternancia
propios de la democracia liberal, son fuerzas dedicadas a
construir enemigos de la mayoría a los que combatir y de-
rrotar para siempre.
Los partidos populistas se están abriendo paso a lo lar-
go de toda Europa. En unos sitios surgen desde la extrema
derecha, en otros desde la extrema izquierda —como en
nuestro país—; incluso surgen desde fuera de la política
bajo la batuta de artistas, empresarios o líderes sociales
de distinto tipo. Los mensajes varían de uno a otro caso,
incluso cambian para una misma fuerza a lo largo del tiem-
po. Porque el discurso para ellos es solo instrumento, tác-
tica, retórica con la que alzarse con el poder.
A los populismos se los combate con ideas y con princi-
pios, con discursos articulados y convincentes, con la em-
patía que solo da la cercanía y la franqueza a la hora de
explicar los problemas, los de la sociedad y también los pro-

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gabriel elorriaga pisarik

pios, los de cada partido. Tenemos una sociedad muy ma-


dura y responsable, que demuestra una y otra vez su fortale-
za y su capacidad de superación, que asume casi cualquier
esfuerzo si percibe que lo exige un objetivo superior. Pero
que exige explicaciones, claras y sinceras, directas y rápidas.
Y como el populismo se alimenta del inmovilismo, se
debe combatir también mediante el reformismo. La respon-
sabilidad política de las fuerzas que aspiran a ser mayorita-
rias reclama identificar a tiempo los problemas, proporcio-
nar a la sociedad un marco de análisis y ofrecer soluciones.
No es posible orillar las dificultades, ni eludir las respues-
tas; cuando se margina una cuestión que resulta relevante
para la mayoría se ofrece un flanco débil a los adversarios.
Cualquier vacante resulta rápidamente ocupada por quien
está dispuesto a tomar para sí el espacio abandonado, y en
ocasiones los interesados logran hacerlo aun sin respues-
tas mínimamente convincentes, con la mera apariencia de
argumentación. El vacío no existe en la política, los votos
suman siempre un 100% y todos escaños se reparten en
cada elección.
Porque no todo lo nuevo es populismo, también surgen
opciones meramente oportunistas. Como los gérmenes
que solo prosperan ante la debilidad del enfermo, en el
contexto actual algunas pequeñas fuerzas políticas se en-
cuentran con la oportunidad de crecer mucho más allá de
lo que era previsible poco tiempo atrás. La clave no está
ni en sus candidatos ni en sus propuestas, para entender
lo que ocurre basta mirar a sus adversarios. La respuesta
pasa necesariamente por recuperar la salud interna de los
partidos debilitados, porque el bipartidismo imperfecto

98 nueva revista · 152


primavera electoral: entre la estabilidad y el populismo

con el que nos hemos gobernado desde el comienzo de la


Transición ofrece numerosas ventajas pero exige ofertas
sólidas e integradoras.
Pero volvamos al próximo mes de mayo, a las eleccio-
nes locales y autonómicas. Posiblemente, el debate ante-
rior tenga muy poco que ver con lo que se dilucida en esas
urnas. Y, sin embargo, es muy posible que ese sea el deba-
te que enmarque todo el terreno de juego. Las elecciones
municipales anticiparon el resultado de las generales en
todas las convocatorias desde 1991. La única excepción
se produjo en 2007, cuando el recuento municipal favo-
reció al Partido Popular, aunque por un escaso margen, y
sin embargo resultó derrotado en las generales posteriores
de 2008. En todos esos procesos imperaba una dialéctica
bipartidista, donde la alternancia se expresaba de mane-
ra unívoca. Ahora las cosas no están así. El ganador en
número de votos municipales podría ser posteriormente
desplazado con facilidad del gobierno en unas generales si
los pronósticos no varían. La demanda de cambio se está
canalizando a través de una oferta multipartidista donde
no son en absoluto descartables asambleas regionales o
corporaciones municipales con cinco, seis o siete fuerzas,
y donde resulta imposible anticipar quiénes formarán ma-
yoría y en torno a qué programas de gobierno. Quien vote
por el cambió lo hará asumiendo altas dosis de incertidum-
bre, lo que ya de por sí es reflejo de la intensidad de sus
anhelos. Quienes prefieran la continuidad de gobiernos
que han demostrado ser eficaces y responsables en tiem-
pos de crisis, no renunciarán a recibir también un mensaje
complementario más sugerente, renovado y transformador.

nueva revista · 152 99


gabriel elorriaga pisarik

El desafío del Partido Popular será recuperar el respaldo


de las clases medias urbanas, las que más han sufrido el
coste de la crisis, las que más intensamente han visto alte-
rado su nivel de vida y su bienestar. Son también los ciu-
dadanos mejor informados y, en consecuencia, los más crí-
ticos y exigente, los más profundamente democráticos. En
ellos se van a centrar las próximas semanas de campaña,
y serán ellos quienes decidirán la magnitud del cambio. 

100 nueva revista · 152


VENEZUELA
Y LA AMENAZA
DEL ESTALLIDO SOCIAL

Xavier Reyes Matheus

Todos los días, los periódicos y televisiones del mundo reseñan


con asombro las condiciones de la vida en Venezuela, y no hay
sino que remitirse a esos titulares para concluir que aquellas
son, seguramente, las más duras en la historia contemporánea
de la nación sudamericana. La desesperación que se adivina en
el vía crucis diario de escasez y de racionamiento es el santo y
seña de los venezolanos, que han hecho de la palabra obstina-
dos (‘hartos’) el adjetivo protagónico de sus inútiles desahogos.

Sumidos en un ¿hasta cuándo?, al que ni el régimen ni la


oposición parecen poder dar respuesta, una expectativa casi
apocalíptica domina el horizonte, y se la contempla, por
igual en los análisis de los expertos y en las conversaciones
de la gente, con una confusa mezcla de pánico y de espe-
ranza: la llegada del «estallido social».
Fue a partir del Caracazo, cuyo recuerdo ha sido trans-
formado por el régimen venezolano en una especie de
«primer grito» anunciador del chavismo, cuando el país
incorporó el citado término como una de las variables cla-

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xavier reyes matheus

ve de su historia política. El «estallido» consistió entonces


en una oleada de protestas violentas y de saqueos desbor-
dados que se apoderó del país durante varios días entre
febrero y marzo de 1989. La memoria colectiva ha cifrado
en aquellos sucesos el punto de inflexión que marcaría la
crisis de la vieja socialdemocracia, y que daría, a la vez,
carta de naturaleza a todos los reclamos en pos de una
alternativa: la que acabaría representando Hugo Chávez
—líder, primero, de un golpe militar, y, fracasado este in-
tento, candidato que logró finalmente hacerse con el poder
a través de los votos—. De hecho, es en virtud del «estallido
social» que los chavistas no han encontrado nunca contra-
dicción entre las vías intentadas por Chávez para acceder a
la presidencia, pues consideran aquel «levantamiento po-
pular» como el argumento para determinar que el sistema
democrático estaba radicalmente deslegitimado, y como el
«mandato de la calle» que autorizaba a cualquier actor con
sentido patriótico a intervenir, por las buenas o por las ma-
las, para poner solución a la injusticia gubernamental (que
se traducía concretamente en un aumento del precio de la
gasolina y en otras medidas de ajuste destinadas a estabili-
zar las cuentas públicas).
Desde la perspectiva descrita, el «estallido social» no
es más que una manifestación de ese sentimiento al que
ahora, en el viejo continente, se da el nombre de «indig-
nado», aunque haya quien sostenga que lo de aquí no ha
sido sino un avatar de las primaveras árabes (lo cual es
tanto como decir, por cierto, que la Troika representa para
los europeos lo mismo que representaban para sus pueblos
Mubarak y Gadafi). Tomando como único ejemplo el caso

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venezuela y la amenaza del estallido social

español, señalarán además algunos que tampoco es igual


la sentada de una multitud en una plaza que el caos que
se vio en el 89 en las calles de Venezuela, con gente rom-
piendo los escaparates de las tiendas para cargar con te-
levisores, con equipos de sonido, con ropa, con zapatillas
de marca. La cosa se saldó entonces con varios cientos de
muertos. Pero quienes teorizan en Europa sobre el impac-
to de la indignación tampoco dejan muy claro si esta debe
verse, todo lo más, como un medio exógeno de participa-
ción política cuyo cauce último haya de ser un partido,
según ha sucedido aquí con Podemos y en Venezuela con
el mvr. Más bien cabe pensar que es inevitable que per-
sonas deseosas de asumir el liderazgo (como Pablo Iglesias
y Chávez) aprovechen un fenómeno como el de los indig-
nados para erigirse en los abanderados de tal sensibilidad,
y para estructurar un discurso con cuya popularidad puede
contarse de antemano.
Sí: el «estallido» venezolano quedó para la historia como
una tragedia en forma de muerte y de anarquía, mientras
que la «indignación» española ha sido muy celebrada como
paradigma de autoorganización y de renovación democráti-
ca. Pero como conclusión general, y a efectos de formular
leyes sociopolíticas, uno y otro caso han valido para sen-
tenciar que, igual que hacen los súbditos oprimidos por
regímenes despóticos, los ciudadanos que forman parte de
Estados del bienestar pueden llegar también a un punto
en el que el sentimiento de frustración y de impotencia los
legitime para emprender la acción revolucionaria. Por su-
puesto, esto implica un extremo en el que el sistema haya
perdido definitivamente la capacidad de ser regenerado

nueva revista · 152 103


xavier reyes matheus

por las fuerzas y los mecanismos habituales. El «estallido»,


entonces, viene a ser algo así como el vómito para el orga-
nismo envenenado: un mecanismo irrefrenable que, aun
siendo violento y problemático, tiene la función de expul-
sar la fuente del daño antes de esperar la acción de ningún
antídoto.
No fue el Caracazo, sino Chávez, algunos años después,
el emético que arrojó a la llamada Cuarta República vene-
zolana; pero, como ha quedado dicho, para el teniente co-
ronel su misión salvadora solo se entendía a la luz de aquel
descontento que «el pueblo» —ese actor político tan de-
finitivo como difuso— había expresado salvaje y espontá-
neamente contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez. Con
lujo de veleidad, eso sí, porque no habían transcurrido sino
dos meses desde que, en las urnas, el mismo pueblo hu-
biese confiado sus esperanzas a aquella figura de los bue-
nos tiempos —cap, Carlos Andrés, «ese hombre sí camina
y da la cara»— que en su primer gobierno había nacio-
nalizado la industria petrolera y a quien todos reconocían
como el político más carismático del país. ¿Se explica ese
giro por el simple desencanto de sus partidarios? No para
todo el mundo. En el libro de Mirtha Rivero La rebelión de
los náufragos1, quizá el esfuerzo más lúcido e imparcial por
reconstruir los acontecimientos que llevaron al derrumbe
de la socialdemocracia venezolana, Paulina Gamus, que
presidió la Comisión de la Cámara de Diputados para in-
vestigar el Caracazo, relata: «Yo siempre he creído que el
Caracazo no fue espontáneo [...]. Creo que fue algo diri-
gido, pero que se salió de control [...]. Y ahí empezó, real-
mente el quiebre. Yo creo que el golpe de 1992 —aquel en

104 nueva revista · 152


venezuela y la amenaza del estallido social

el que los venezolanos conocieron a Hugo Chávez, auto­


proclamado intérprete de las aspiraciones del pueblo— no
hubiera ocurrido jamás si no ocurre el Caracazo».
Lo cierto es que el Caracazo, que algunos jalearon no
solo como movimiento contra los políticos, sino «de los po-
bres contra los ricos», llegaba para poner el primer rejón a
aquella socialdemocracia que, aunque nacida en paralelo
a la Revolución cubana, había representado el dique más
formidable contra las ambiciones de Fidel Castro sobre el
petróleo venezolano. Había sido esa democracia la que en
el 62 había conjurado en los cuarteles varios intentos de
insurrección patrocinados desde La Habana; la que había
promovido la expulsión de Cuba de la oea, y la que en 1967
había frustrado el intento de invasión de las guerrillas co-
munistas a Venezuela por las playas de Machurucuto. Aho-
ra el Caracazo soltaba el hilo por donde tal sistema debía
deshilacharse, precisamente en ese año 89 que había de se-
llar el fin de la Unión Soviética, y con una Cuba a la que es-
peraban las estrecheces y la orfandad del Periodo especial.
Pero la Historia, escéptica en lo que se refiere a las ma-
nos negras, no ha tenido empacho, por el contrario, en in-
corporar a la crónica de la Venezuela reciente esa Fuenteo-
vejuna que actúa como un personaje de voz unísona, bajo
los dictados de una voluntad inobjetablemente coherente
y autónoma. Acostumbrados, pues, a las explicaciones que
comienzan siempre con el «estallido social», los venezola-
nos lo miran todo con el color de semejante cristal: así, por
ejemplo, concluyen que si en febrero de 1989 tuvo lugar
aquel suceso, sería porque las condiciones de vida en Ve-
nezuela se habían vuelto absolutamente insoportables, y

nueva revista · 152 105


xavier reyes matheus

porque las medidas económicas del gobierno violaban to-


dos los estándares del humanitarismo. Y sin embargo, ni la
memoria de la gente ni la de las hemerotecas revelan eso,
que sería tan falso como si, gobernando Podemos aquí el
día de mañana, y convertido el 15-M en la fiesta nacional
española, se nos repitiese hasta el cansancio que el pano-
rama contra el que protestaban los indignados de Sol era el
de una sociedad en situación de semiesclavitud, oprimida
por unas instituciones inequívocamente dictatoriales. Tan
falso todo, insisto, como si quisieran hacernos creer que
aquel campamento hippie que se instaló durante varias
semanas en el centro de Madrid significó la «reasunción
de la soberanía» por parte de la nación, según pretendió
Pablo Iglesias en su mitin al hacer la comparación con el
Dos de Mayo.
Cualquier consulta a los hechos o al simple álbum fa-
miliar sería suficiente para que millones de venezolanos
confiesen que pagarían gustosos, ante el desesperado pa-
norama de hoy, por volver a las «insostenibles» condiciones
de 1989. Y si estas desencadenaron un «estallido social»
y consiguieron agrietar un sistema que ya duraba treinta
años, las de ahora, piensa la gente, no pueden sino tener
efectos parecidos. Aún más si, como se ha dicho antes,
se cree que lo del estallido es un mecanismo reflejo; un
movimiento que nadie puede controlar y contra el cual,
por lo tanto, la represión del gobierno resultaría ineficaz.
Tanto se han habituado a oír que el chavismo llegó sobre
la cresta de uno de esos tsunamis incontenibles, que ahora
no pueden por menos que esperar que venga otro para que
se lo lleve. Pero ¿estará acaso este razonamiento descui-

106 nueva revista · 152


venezuela y la amenaza del estallido social

dando una cuestión fundamental? ¿La cuestión de que a


lo mejor el pueblo de los estallidos no existe, y que quienes
actúan en su nombre son en realidad voluntades organi-
zadas, coordinadas y tácticamente enfocadas a objetivos
concretos de agitación y subversión, independientemente
de que sus acciones logren contagiar a las masas?
De ser así, la conclusión es de Perogrullo: ni las más
precarias condiciones de vida garantizarían por sí solas una
reacción de indignación colectiva capaz de desafiar los bru-
tales métodos represivos del chavismo. Pero si no hay otra
esperanza, porque todas las vías políticas e institucionales
han sido cuidadosamente cegadas por el régimen, se en-
tiende que haya surgido un movimiento como «La Salida»,
de Leopoldo López y María Corina Machado, cuya inten-
ción fuese movilizar la calle para llamar a la insurrección
general. Tanto más porque el artículo 350 de la Constitu-
ción venezolana no solo lo autoriza, sino que lo prescribe:
«El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana,
a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, des-
conocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que
contraríe los valores, principios y garantías democráticos
o menoscabe los derechos humanos». El problema es que
la razón homeopática —similia similibus curantur— queda
aquí muy desbalanceada: los métodos caseros usados por
la oposición civil jamás podrán compararse con las sofis-
ticadas estrategias desplegadas por células de combate y
por grupos paramilitares, puestos todos bajo la implaca-
ble dirección de la inteligencia cubana y de los conocidos
grupos terroristas que han asesorado al chavismo... quién
sabe si desde antes de nacer.

nueva revista · 152 107


xavier reyes matheus

EL TRAPO ROJO DEL ENEMIGO EXTERNO

En cualquier caso, es evidente que la hartura colectiva


constituye un motivo de preocupación para el gobierno de
Nicolás Maduro, como se deduce de la férrea censura que
impide capturar en fotos y vídeos la imagen de los desola-
dos anaqueles de los supermercados y de las interminables
colas que hay que hacer para adquirir racionadamente los
escasos productos básicos. Aunque la protesta de calle no
haya tenido la forma de un movimiento generalizado y con
efectos multiplicadores, tampoco pueden subestimarse
los aguerridos grupos estudiantiles que han protagonizado
en el último año numerosas revueltas, y que, a pesar de ser
reprimidos con métodos brutales por la fuerza armada, se
han hecho especialmente fuertes en el estado andino del
Táchira, limítrofe con Colombia.
Estos enfrentamientos han dejado ya un saldo de varias
decenas de muertos y de cerca de dos mil detenidos, con
una gran resonancia en la opinión pública internacional.
En su informe anual, que presentó a comienzos de marzo
ante el Consejo de Derechos Humanos, el comisionado
de las Naciones Unidas para esos asuntos, Zeid Ra’ad Al
Hussein, hizo mención destacada del caso venezolano y de
«las duras respuestas del Gobierno a las críticas y expre-
siones pacíficas de discrepancia». Singularmente escan-
dalosa había sido la resolución que el Ministerio de la De-
fensa aprobó a finales de enero para autorizar a los cuerpos
de seguridad del Estado a defender el orden público «bien
con el arma de fuego o con otra arma potencialmente mor-
tal»: la consecuencia casi inmediata fue la muerte de un
estudiante de secundaria que con solo 14 años resultó ful-

108 nueva revista · 152


venezuela y la amenaza del estallido social

minado, en San Cristóbal, por el disparo de un agente que


le destrozó la cabeza.
Varios artículos de prensa han relatado al detalle las
condiciones en las que sobreviven jóvenes opositores en
las profundidades de «la tumba», como suele llamársele al
búnker, sin agua ni ventilación natural, donde se encuen-
tran en Caracas las mazmorras del Sebin (Servicio Boliva-
riano de Inteligencia Nacional). Pero la cara visible de la
prisión por motivos políticos es sin duda Leopoldo López,
exalcalde del municipio capitalino de Chacao y fundador
del partido Voluntad Popular. Lejos de querer mostrar al-
gún talante conciliador, el gobierno chavista ha reacciona-
do implacablemente contra cualquier intercesión en favor
del prometedor político. Tres expresidentes latinoameri-
canos —el colombiano Pastrana, el mexicano Calderón
y el chileno Piñera— encontraron la vía cortada cuando
pretendieron visitar a López en la siniestra cárcel de Ramo
Verde. Por si fuera poco, también el alcalde metropolitano
de Caracas, el socialdemócrata Antonio Ledezma, ha ido a
parar tras los mismos barrotes.
En su esfuerzo por recabar el apoyo de la comunidad
internacional, las esposas de los dos dirigentes encarcela-
dos pasaron por España, y de la forma en que reaccionó
Maduro para fustigar la atención que les dispensó el go-
bierno de Mariano Rajoy sacaron los periódicos una buena
colección de titulares. Todos, por supuesto, en la línea que
el actual presidente copia a su difunto mentor —hasta ro-
zar casi la parodia— tanto en la forma como en el fondo:
pendenciera, insultante, populachera a fuer de zafia, por
lo que hace a la primera; y, en lo que toca al segundo,

nueva revista · 152 109


xavier reyes matheus

trillando hasta la extenuación los viejos tópicos sobre la


conspiración de la derecha «fascista», etc., etc.
Pero no era tanto España el enemigo exterior contra el
que el régimen «bolivariano» iba a dirigir sus invectivas. El
lunes 9 de marzo, en un comunicado de notable severidad,
la Casa Blanca hizo pública una declaración de «emergen-
cia nacional» en vista del «riesgo extraordinario» que Vene-
zuela representa para la seguridad de los Estados Unidos.
La medida traía aparejada la congelación de los bienes en
territorio norteamericano de siete altos funcionarios perte-
necientes a los cuerpos policiales y castrenses y al Ministe-
rio público, y que el gobierno de Barack Obama vincula a
la represión chavista. «Funcionarios de Venezuela que han
violado los derechos humanos de ciudadanos venezolanos
y se han involucrado en actos de corrupción no serán bien-
venidos aquí, y ahora tenemos herramientas para bloquear
sus activos y el uso que hacen del sistema financiero de
Estados Unidos», rezaba el texto leído por el portavoz de la
Casa Blanca, Josh Earnest.
Desde entonces, Nicolás Maduro se ha mostrado en-
cantado de poder levantar una gran alharaca con la con-
signa antiimperialista, mandando a los venezolanos a poco
menos que a prepararse para combatir en la «guerra asimé-
trica» al invasor yanqui. En una mise en scène esperpéntica,
el «hijo de Chávez» sacó a desfilar las armas venezolanas e
invitó a Rusia a participar de la exhibición. Mientras Es-
tados Unidos aumenta su ascendiente sobre Cuba, Vene-
zuela aspira a convertirse en el casus de una nueva guerra
fría en el continente americano, y desde luego el gobierno
de Putin está dispuesto a seguirle la corriente. «El agresivo

110 nueva revista · 152


venezuela y la amenaza del estallido social

aumento de las presiones políticas y sancionadoras sobre


Caracas por parte de Washington disiente de la postura
de muchos miembros de la comunidad internacional, que
abogan por la búsqueda de soluciones constructivas para
sus problemas internos», se apresuró a advertir el Ministe-
rio de Exteriores ruso en un comunicado.
La clave del asunto, sin embargo, la dio el irónico co-
mentario de un político norteamericano al ser preguntado
por una posible ocupación de Venezuela, pues contestó
que Estados Unidos no tenía interés en cargar con la res-
ponsabilidad de un país atenazado por tantos problemas.
Ello, incluso si los castigos impuestos por Obama no afec-
tan las exportaciones de petróleo venezolano al gigante del
norte, que sigue siendo el principal cliente de pdvsa. Pero
la caída de los precios del crudo; la menor dependencia
que Estados Unidos tiene de sus proveedores extranjeros
gracias al fracking; y el caos en el que la administración
chavista ha sumido a la empresa de la que proceden los
mayores ingresos del Estado, se han combinado para llevar
la economía venezolana a un escenario de tormenta per-
fecta. Procurando resguardarse bajo el paraguas de socios
exóticos y no demasiado escrupulosos con los principios
democráticos, el régimen «bolivariano» ha convertido a
Venezuela en uno de los principales beneficiarios de prés-
tamos chinos en América Latina. Por su parte, los orga-
nismos regionales creados a golpe de chequera por Hugo
Chávez para alinear a las naciones vecinas en la órbita del
«socialismo del siglo xxi» siguen de momento respondien-
do obedientemente a las directrices de Caracas, como de-
mostró la airada respuesta de Unasur al decreto de Obama.

nueva revista · 152 111


xavier reyes matheus

Venezuela se dispone, además, para afrontar este 2015


unas elecciones legislativas de las que nadie sabe muy bien
qué esperar. Según las encuestas, más de un 70% de la po-
blación se declara contraria al presidente, pero no se sabe
a ciencia cierta cómo podría aprovechar esta circunstancia
una oposición desarticulada y que en los últimos tiempos
ha debido reconocer las fisuras y desavenencias que han
debilitado a la Mesa de la Unidad Democrática. Maduro,
mientras tanto, denuncia intentos de golpe, magnicidios
y guerras para derrocarlo, y por lo que pudiera sobrevenir
ha rentabilizado este clima paranoico invistiéndose de po-
deres especiales. Quizá su filosofía sea que «cuanto peor,
mejor», y que si finalmente llega la hora del caos y de la
violencia, el chavismo sabrá rehacerse a partir de este lodo
primigenio en el que tomó forma hace ya un largo cuarto
de siglo. 

NOTAS

1
Caracas: Alfa, 2010.

112 nueva revista · 152


LAS DUDAS
SOBRE EL ASCENSO
PACÍFICO DE CHINA

Antonio R. Rubio Plo

China parece estar aprovechando su poder económico en el


escenario internacional para aumentar su capacidad política
y ejercer un papel relevante en las relaciones internacionales.
Pero existen razones suficientes para pensar que el ascenso
chino no será pacífico. Como ha explicado en sus obras John
J. Mearsheimer, las relaciones entre China y los Estados Unidos
pueden resultar tan o más comprometidas como las que marca-
ron el enfrentamiento con la urss durante la guerra fría.

John J. Mearsheimer, profesor de la Universidad de Chica-


go, es uno de los principales representantes de la escuela
del realismo en las relaciones internacionales. Tras el final
de la guerra fría, este autor comenzó la redacción de una
obra que sería de referencia en su materia, The Tragedy of
Great Power Politics (W. W. Norton & Company, Nueva
York, 2014). Un título ajeno al optimismo de la década de
los noventa, cuando se nos aseguraba que había llegado el
final de la Historia, con el triunfo de un internacionalismo

nueva revista · 152 113


antonio r. rubio plo

liberal con énfasis en la paz y la cooperación, surgidas, sobre


todo, por la armonización de sistemas políticos y económi-
cos. Democracia liberal y economía de mercado llegarían
a todas partes de la mano de la globalización, una vez ce-
rrada la página de los regímenes comunistas. Sin embargo,
Mearsheimer emprendió la tarea de escribir un libro, más
de historia que de prospectiva, que recordaba que la lucha
de las grandes potencias por la hegemonía no era un tema
de siglos pasados. Además el título subrayaba la idea de tra-
gedia, lo que sirve para recordar que la política, tanto en el
nivel doméstico como en el exterior, se asemeja siempre a
una tragedia, entendida esta como la crónica de una ascen-
sión y de la posterior caída.
En teoría, el mundo de la posguerra fría estaba controlado
por una única superpotencia, eeuu, pero progresivamente
la opinión pública norteamericana, y no tanto sus políticos,
empezó a darse cuenta de que el escenario global no era tan
pacífico. Lo demostraron las intervenciones de Washington
en Irak (1991), Bosnia (1995), Kosovo (Afganistán), Irak
(2003), Libia (2011)..., sin contar la actual guerra contra
el Estado Islámico, que Obama parece ejercer con su pe-
culiar leading the behind. Todos estos conflictos tienen en
común que eeuu no luchó contra una gran potencia. Sin
embargo, la posibilidad de que un día los norteamericanos
encontraran un rival de su envergadura se hizo realidad con
la ascensión de China, gigante económico más que militar,
pero poco a poco presente en todos los continentes.
En 2001, cuando apareció la primera edición de The Tra-
gedy of Great Power Politics, la ascensión de China estaba en
sus inicios y no mereció un excesivo espacio en el libro. Esto

114 nueva revista · 152


las dudas sobre el ascenso pacífico de china

se ha subsanado con un capítulo adicional, en la actualiza-


ción de 2014, y en el que Mearsheimer trata de dar respues-
ta a este interrogante: ¿Será pacífica la ascensión de China?
Nuestro autor lleva años contestando negativamente a la
pregunta y defendiendo sus tesis frente a otros realistas que
no están de acuerdo con él. Uno de los casos más conocidos
fue su debate con el exconsejero de seguridad nacional de
Carter, Zbigniew Brzezinski, en 2005. Este último afirmaba
que los chinos solo pretendían hacer dinero, pero no la gue-
rra. Dicho de otro modo, la ascensión de China sería similar
a la de Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong o Singapur: un
triunfo de la economía de mercado. Por el contrario, Mears-
heimer creía en la posibilidad de una China más semejante
a Godzilla que a Bambi. Era la mejor forma de obtener res-
peto en el anárquico mundo de la política internacional de
nuestros días. La conclusión final del profesor de Chicago
era la misma que mantiene hoy: China podría expulsar a
eeuu de Asia y hacerse con el dominio de la región.
Nadie cuestionaría actualmente que tanto Rusia como
China son más débiles que eeuu. Pero algo que es incuestio-
nable en lo militar, puede ser cuestionado poco a poco en el
aspecto económico conforme el pib chino vaya en ascenso.
Mearsheimer subraya que el crecimiento económico de Chi-
na desembocará en el dominio de Asia del mismo modo que
eeuu domina en el hemisferio norte. La ascensión de China
inquieta a los países vecinos y estos buscan en Washington
garantías de seguridad. En cambio, los chinos no tienen nin-
gún aliado conocido tanto en Asia como en otras partes del
mundo, pues la categoría de aliados no se reserva para quie-
nes únicamente son socios comerciales.

nueva revista · 152 115


antonio r. rubio plo

Por otra parte, no debemos olvidar que el escenario in-


ternacional no recuerda para nada al de los bloques políti-
cos de antaño. Antes bien, se parece a un mundo en el que
conviven la anarquía con una cierta jerarquía. Los inconve-
nientes de un escenario anárquico pueden paliarse, según
Mearsheimer, con la construcción de hegemonías regiona-
les. El único hegemón es bien conocido de todos, y algunos
Estados se atreven a desafiarle porque saben bien que, pese
a sus enormes capacidades, no tiene la suficiente entidad
para alcanzar un dominio global. Por contraste, China aspi-
ra a ser un hegemón regional en Asia aprovechando la cir-
cunstancia de que su rival tiene dispersas sus fuerzas a lo
largo del planeta, algo que no se daría si viera amenazados
sus intereses en el hemisferio occidental. Como bien señala
Mearsheimer, la hegemonía regional ya no se alcanza por
conquista, como sucedía, por ejemplo, en la expansión de
eeuu hacia el Oeste. En el caso de China, la hegemonía
procederá del crecimiento económico, de modo que pueda
dictar reglas de comportamiento a sus vecinos. Lo estamos
viendo en los casos de las disputas de territorios insulares
o del control de los recursos hídricos que comparte con
países vecinos. En consecuencia, el paso siguiente será la
consolidación una doctrina Monroe asiática, similar a la for-
mulada por los norteamericanos en el siglo xix, que buscará
expulsar a eeuu de la región Asia-Pacífico del mismo modo
que Washington vetó la presencia de las potencias europeas
en el Nuevo Mundo. ¿No intentó hacer lo mismo Japón en
la primera mitad del siglo xx?
Todo esto podría explicar la creciente importancia del
poder naval en Asia y el que los chinos, tal y como des-

116 nueva revista · 152


las dudas sobre el ascenso pacífico de china

tacan numerosos analistas, sigan muy de cerca las ense-


ñanzas del historiador y estratega naval norteamericano
Alfred Mahan (1840-1914), autor de una obra clásica, La
influencia del poder naval en la Historia (1660-1783). No
son excesivas las referencias de Mearsheimer a esta obra,
aunque no cabe duda de que China la tiene muy en cuen-
ta. De hecho, nuestro autor indica que el principal obje-
tivo de disponer de una gran armada, pese a que China
viviera desde espaldas al mar desde el siglo xv, es expulsar
a la marina norteamericana de los sucesivos cinturones de
islas del Pacífico, empezando por el más próximo, donde
se encuentran Japón, Taiwán y Filipinas. Si esto sucedie-
ra, los mares próximos a China quedarían sellados y eeuu
vería reducida su capacidad de auxiliar a Corea del Sur en
un posible conflicto, aunque no cabe duda de que tendría
que hacerlo por medio del «portaviones japonés», del mis-
mo modo que en 1950. Mearsheimer añade que las inten-
ciones hegemónicas de China no terminarían ahí y pasaría
a estar presente con su flota en un segundo cinturón de
islas como las del este de Japón, las Molucas, Guam, las
Carolinas, las Marianas..., de modo que Japón y Filipinas
se vieran privados del apoyo naval norteamericano. Tras
una detallada exposición, el profesor de Chicago nos sor-
prende con esta pregunta: los objetivos estratégicos chinos
son ciertamente ambiciosos, pero ¿le interesará llevarlos a
cabo? ¿Prevalecerá el racionalismo y el pragmatismo en el
comportamiento chino en el escenario de Asia-Pacífico?
En cualquier caso, una gran flota china será necesaria en
las aguas del Índico, entre el sur de Asia y el golfo Pérsico,
lo que lleva también aparejado el control de las rutas de los

nueva revista · 152 117


antonio r. rubio plo

estrechos de Indonesia y Malasia. Es la actitud que cabe


esperar de una superpotencia en el terreno económico.
Hoy por hoy, en lo militar Pekín es más débil que Wash-
ington y sus aliados asiáticos. En consecuencia, China ha
tenido que presentar su voluntad hegemónica como un
«ascenso pacífico», una proyección exterior de su cultu-
ra confuciana que tanto hincapié hace en la prudencia.
Surgió así hace unos años la imagen de una China que no
profiere amenazas directas ni responde a provocaciones,
e incluso mantiene una actitud cooperativa respecto al
programa nuclear de Corea del Norte. Esta imagen idílica
no convence, desde luego, a Mearsheimer, y tampoco ha
calado en los países vecinos, sobre todo por el recrude-
cimiento de los contenciosos territoriales. Por lo demás,
cualquier historiador informado sabe que las relaciones
exteriores chinas nunca se basaron en la cultura confucia-
na. No obstante, China ha descubierto el confucianismo
como instrumento de política exterior, pues es una doc-
trina que predica la armonía y la benevolencia. Toda una
carta de presentación para la nueva China en el escenario
internacional. Sin embargo, en la práctica, los chinos ha-
blan como idealistas pero actúan como realistas.
eeuu se enfrentará siempre a un dilema en sus relacio-
nes con el gigante asiático: ¿contención o cooperación? La
primera opción es la que se utilizó en la guerra fría contra la
urss, aunque también existiera una mínima cooperación.
Pero la contención es una estrategia defensiva y encierra
el riesgo de desembocar en conflicto. De ahí que la coo-
peración sea esencial y complementaria para evitar males
mayores, y entonces, como bien recuerda Mearsheimer, el

118 nueva revista · 152


las dudas sobre el ascenso pacífico de china

escenario puede presentar analogías con el de la Europa


anterior a la Gran Guerra, cuando los aliados de la Triple
Entente eran los principales socios comerciales de la Ale-
mania del Káiser. Coincidimos también con el autor cuan-
do cuestiona la solidez de las alianzas de Washington con
los países vecinos de China. No es viable, por tanto, una
especie de otan asiática, no solo por la creciente impor-
tancia del bilateralismo en las relaciones interestatales de
hoy, sino sobre todo por el hecho de que esos países son
débiles para contener a China y están separados de eeuu
por una gran distancia. Además, chinos y norteamericanos
no están enfrentados por la ideología, pese a que un parti-
do comunista gobierne en Pekín. La buena noticia es que
China ha abrazado el capitalismo, pero la mala es que tam-
bién practica el nacionalismo que, para Mearsheimer, es la
ideología más poderosa del planeta. Ese nacionalismo está
vinculado al recuerdo de más de un siglo de humillaciones
a cargo de las potencias occidentales, y se asienta también
sobre la necesidad de reconocimiento de una comunidad
que tiene una rica historia.
Subrayemos una vez más que la fuerza de China reside
en su crecimiento económico. ¿Puede Washington ralen-
tizarlo? ¿Hasta cuándo? Además países de la región como
Corea del Sur, Japón, Taiwán o Australia tienen condicio-
nada buena parte de su prosperidad económica al comer-
cio con China. Y este país les lanza de continuo el mensaje
de que la interdependencia económica es el camino para
la prosperidad común. ¿Dónde hallar un socio comercial
semejante a China? Además, si eeuu redujera el nivel de
sus relaciones económicas con este país, muy pronto otros

nueva revista · 152 119


antonio r. rubio plo

Estados llenarían ese vacío. Otra demostración más de que


es el pnb lo que marca hoy las posibilidades de hegemonía.
La afición del autor a las comparaciones históricas le
lleva a recordar el libro La gran ilusión (1910) del escritor
y periodista británico Norman Angell, donde se afirmaba
que las conquistas territoriales eran obsoletas y en una
guerra los Estados industriales son los que más tienen que
perder. La obra era una defensa de la racionalidad como
esencia del arte de gobernar, una expresión de la fe en que
la interdependencia económica terminaría con las guerras.
El siglo xx desmintió a Angell, aunque los padres de la
integración europea sí debieron de leer su libro. El realista
Mearsheimer tampoco cree que la prosperidad sea un an-
tídoto contra las guerras, que nacen de la irracionalidad.
Piensa que, llegado el caso, China no vacilaría en invadir
Taiwán, un territorio sagrado para su fe nacionalista. Tam-
poco descarta que Asia se pueda librar guerras localizadas,
que no repercutirían de forma generalizada en la prospe-
ridad común. Hay ejemplos históricos de países en guerra
que han seguido comerciando.
Pese a sus conocimientos históricos, el autor considera
que la posibilidad de predecir el futuro por medio del pasa-
do es muy limitada. No obstante, está convencido de que
el ascenso de China no será pacífico y no cabe descartar
conflictos, aunque estos sean a pequeña escala. De hecho,
intuye el mañana en Asia en forma de gathering storm, por
emplear la expresión de Churchill sobre la amenaza hit-
leriana, y considera que las posibilidades de un enfrenta-
miento entre eeuu y China son mayores que las de nortea-
mericanos y soviéticos durante la guerra fría. Una vez más,

120 nueva revista · 152


las dudas sobre el ascenso pacífico de china

con este capítulo sobre China Mearsheimer da muestras


de practicar un realismo descarnado, el mismo que le ha
llevado a calificar a Putin como un «estratega de primera
clase» por su actuación en Ucrania. El problema es que
los políticos en ejercicio no suelen adherirse a este tipo de
realismo de corte bismarckiano, considerado por el autor
como «realismo ofensivo», y se mueven más cómodamente
en terrenos de ambigüedad. En cualquier caso, los inte-
lectuales realistas como el profesor de Chicago seguirán
ejerciendo gustosos el papel de Casandra ante una opinión
pública que no gusta de sutilezas verbales ni de llamamien-
tos de urgencia en política exterior. 

nueva revista · 152 121


RIQUEZA
Y DESIGUALDAD

Alejandro Llano

Asistimos hoy día de nuevo a un discurso político y económico


que subraya el aumento de la desigualdad económica y denun-
cia la concentración de la riqueza. Para atajarla, en su célebre
El capital en el siglo xxi el economista Thomas Piketty propo-
ne un impuesto global sobre el capital. Alejandro Llano analiza
las aportaciones principales de este polémico ensayo y hace
referencia al trasfondo social y ético del problema de la desi­
gualdad.

Hay quienes piensan y defienden que la enorme riqueza


de unos pocos contribuye a elevar el nivel económico de la
mayoría de los individuos. Alguna verosimilitud tendrá esta
tesis para que acreditados expertos y buena parte de la ciu-
dadanía la admita como verdadera. Entre quienes la sos-
tienen se encuentran, como resulta lógico, los dueños de
fortunas que se nos antojan increíbles a quienes vivimos
de un sueldo que la austeridad reinante acerca progresi-
vamente al límite mínimo de una subsistencia digna. Es-
timan, al parecer, que la desigualdad provoca unas tensio-
nes que dinamizarían la producción y el mercado, mientras

122 nueva revista · 152


riqueza y desigualdad

que la semejanza de ingresos adormecería la creatividad y


el intercambio.
La propia historia (interpretada por algunos) nos dice
que hay en presencia poderosas fuerzas económicas que
hacen presión hacia una progresiva eliminación de la igual-
dad. El caso de los Estados Unidos es el más notorio, por-
que actualmente se trata del país con mayores diferencias
entre sueldos altísimos a los principales ejecutivos y, para
los empleados, salarios que son frecuentemente más bajos
que en Europa. Qué sorpresa —y qué desilusión— me lle-
vé la primera vez que, contratado por una prestigiosa uni-
versidad estadounidense, recibí la misma retribución que
sus profesores ordinarios, y comprobé que era inferior a la
que yo cobraba como catedrático en mi española universi-
dad de provincias.
En el siglo xix, Alexis de Tocqueville vio a Estados Uni-
dos como el lugar donde la tierra era tan abundante que es-
taba al alcance de todo el mundo: era el espacio ideal para
que allí floreciera una democracia de ciudadanos iguales.
Y, efectivamente, hasta la Primera Guerra Mundial la con-
centración de la riqueza en manos de los adinerados era
menos extrema en los Estados Unidos que en Europa. Sin
embargo, en el siglo xx la situación se invirtió. Entre 1914
y 1945, la desigualdad de la riqueza europea fue azotada
por las dos guerras mundiales y sus consecuencias: la in-
flación, las nacionalizaciones y la fiscalidad. A raíz de esta
situación se crearon en Europa instituciones más iguali-
tarias e inclusivas que las de Estados Unidos. Algunas de
ellas, por cierto, sin inspiraron en Norteamérica, como por
ejemplo el impuesto a los ingresos altos en Gran Bretaña,

nueva revista · 152 123


alejandro llano

lo cual —por cierto— no afectó negativamente al creci-


miento económico general de las Islas.
Por otro lado, la desigualdad de los ingresos en las em-
presas de Estados Unidos se ha agudizado hasta extre-
mos sorprendentes a partir de 1980. Y por lo que estamos
observando, puede todavía ir a más en el siglo xxi. En
su libro Political order and political decay (2014), Fran-
cis Fukujama sostiene que una de las causas del decli-
ve político y social estadounidense es la cada vez mayor
desigualdad económica y la concentración de la riqueza,
que ha permitido a las élites adquirir un inmenso poder
político y manipular el sistema para favorecer sus propios
intereses.
La solución general que propone el economista francés
Thomas Piketty (El capital en el siglo xxi, Madrid, Fondo
de Cultura Económica, 2014), para moderar la crecien-
te desigualdad económica en la mayor parte de los países
desarrollados, es un impuesto progresivo sobre el capital
neto individual. De este modo, quienes comiencen a in-
vertir en iniciativas autónomas —incluso a crearlas— pa-
garían pocos impuestos, y quienes tienen ya miles de mi-
llones de dólares o euros (que no son tan contados como
solemos creer) pagarían mucho, sin que dejaran por ello
de ser multimillonarios. Naturalmente, la implantación de
estos gravámenes encontraría una dura respuesta ideoló-
gica adversa por parte de los planteamientos neoliberales,
dominantes en la mayor parte de los medios de comunica-
ción más influyentes a lo largo y ancho del mundo. Ahora
bien, estas reacciones no siempre se basan en datos cier-
tos, porque la falta de transparencia financiera y de esta-

124 nueva revista · 152


riqueza y desigualdad

dísticas confiables sobre la riqueza de las naciones es uno


de los principales retos de las democracias modernas (y, a
la larga, su mayor peligro).
Según los datos que Piketty aporta en su best-seller in-
ternacional, la tasa del rendimiento del capital supera de
modo constante la tasa de crecimiento de la producción y
del ingreso (r mayor que g). Acontece entonces que el capi-
talismo produce mecánicamente desigualdades insosteni-
bles, extremas, que cuestionan de modo radical los valores
del trabajo y del mérito, además de los principios de las
sociedades democráticas. No tenemos ninguna razón para
creer en el carácter equilibrado del crecimiento. Es hora de
resituar el problema de la desigualdad en el centro del aná-
lisis económico. Desde la década de 1970, la desigualdad
creció significativamente en los países ricos, especialmente
en Estados Unidos, donde en la década 2000-2010 la con-
centración de los ingresos alcanzó y superó el récord de
toda su historia.
Estoy de acuerdo con Piketty cuando advierte que hay
que desconfiar de todo determinismo económico en este
tipo de problemas, cuyos componentes éticos y sociales no
se deben ignorar. El relato de la distribución de la riqueza
es siempre profundamente cultural y político, de manera
que no puede resumirse en mecanismos exclusivamente
económicos. La dinámica del reparto de la riqueza pone
en juego poderosos mecanismos que empujan alternativa-
mente en el sentido de la convergencia y de la divergencia.
Y no existe ningún proceso natural y espontáneo que evi-
te que las tendencias desestabilizadoras y no igualitarias
tiendan a prevalecer. Se trata fundamentalmente de un

nueva revista · 152 125


alejandro llano

proceso de difusión del conocimiento y de una posibili-


dad real de compartir el saber —el bien público por exce-
lencia—, y no de un supuesto mecanismo del mercado.
Lamentablemente no suele prevalecer la valoración del
«capital humano», sino el ensanchamiento y amplifica-
ción de las desigualdades: las fuerzas de divergencia. (Un
mecanismo elemental y, en cierto modo, trivial apunta a
que los directivos tienen capacidades para fijar su propia
retribución, con escasa moderación a veces y sin ninguna
relación clara con su productividad individual.)
La tasa de rendimiento del capital supera casi siempre
la tasa de crecimiento. La riqueza originada en el pasado
se recapitaliza más rápido que el ritmo de crecimiento de
la producción y de los ingresos: el pasado devora al porve-
nir. La tasa de ahorro aumenta con el nivel de riqueza.
Los países ricos poseen una buena parte de los países
pobres, lo cual no siempre es negativo: puede tener efectos
virtuosos en términos de convergencia. De esta forma, los
países ricos —o por lo menos, sus habitantes que poseen
capital— obtendrán una mejor tasa de rendimiento por sus
inversiones; y los países pobres podrán reducir su retraso
en la producción. Sin embargo, este proceso de convergen-
cia entre países ricos y pobres no garantiza la convergencia
de los ingresos por habitante en un nivel mundial. Puede
suceder que los países ricos sigan poseyendo permanente-
mente a los países pobres, de manera que estos continuarán
pagando una proporción importante de lo que producen
a los que siguen siendo sus posesores. Aunque atreverse a
decirlo parezca una exageración, es lo que sucede en buena
parte de África desde hace decenios, y no presenta indicios

126 nueva revista · 152


riqueza y desigualdad

de evolución o cambio. Por el contrario, los países asiáticos


que se han acercado a naciones más desarrolladas —como
es el caso de Japón, Corea, Taiwán o, más recientemente,
China— financiaron por sí mismos la inversión en el capi-
tal físico que requerían y, sobre todo, la inversión en capital
humano.
Cuando Marx publicó, en 1867, el primer volumen de
El capital, había acontecido una profunda evolución de la
realidad económica y social: ya no se trataba de saber si
la agricultura podría alimentar a una población crecien-
te o si el precio de la tierra subiría hasta las nubes, sino
más bien de comprender la dinámica de un capitalismo
en pleno desarrollo. El aspecto más destacado de la épo-
ca era la miseria del proletariado industrial. A pesar del
desarrollo —o tal vez debido a él— y del enorme éxodo
rural que había comenzado a provocar el incremento de la
productividad agrícola, los obreros se apiñaban en cuchi-
triles. Trabajaban durante jornadas muy largas, con suel-
dos bajísimos. Hasta finales del siglo xix no aconteció un
incremento significativo de los salarios, estancados hasta
entonces en valores cercanos al xviii. El único logro social
importante conseguido hasta entonces era la prohibición
del trabajo de los niños en las fábricas. Parecía evidente
el fracaso del sistema económico y político imperante. En
tal contexto se desarrollan los primeros movimientos co-
munistas y socialistas.
A partir de finales del xix los sueldos comenzaron a su-
bir lentamente y se generalizó la mejora del poder adqui-
sitivo. La revolución comunista tuvo lugar en el país más
atrasado de Europa, mientras en otros rumbos exploraban

nueva revista · 152 127


alejandro llano

las vías socialdemócratas. Al igual que autores anteriores,


Marx pasó por alto la posibilidad de un progreso técnico
duradero o de un crecimiento continuo de la producti-
vidad que permitiría equilibrar —en cierta medida— el
proceso de acumulación y de creciente concentración del
capital privado.
El principal mecanismo que permite la convergencia
entre países es la difusión del conocimiento tanto tecno-
lógico como educativo. Entre 1700 y 2012, la población
mundial creció apenas un 0,8% anual; pero este creci-
miento acumulado permitió que la población se multi-
plicara por diez (de 600 a 7.000 millones de habitantes).
La salud y la educación representan mejoras reales y no-
torias de las condiciones de vida a lo largo de los últimos
siglos. Las sociedades cuya esperanza media de vida ape-
nas alcanzaba los 40 años, y en las que casi toda la po-
blación era analfabeta, fueron gradualmente sustituidas
por sociedades en las que puede vivirse más de 80 años
y donde casi todos disponen de un acceso mínimo a la
cultura.
Tras la Primera Guerra Mundial se produce un fenó-
meno importante y curioso en el cambio del valor del di-
nero. El dinero tenía un sentido fijo, que los novelistas
comenzaron a explotar en sus narraciones costumbristas.
Después está sometido a fenómenos de inflación y deva-
luación, aunque en Estados Unidos es más estable que
en Europa. Se produce una auténtica «metamorfosis del
capital». A finales del siglo xx y primeros decenios del xxi,
resulta sorprendente la continuidad y el aumento de las
diferencias de capital. En la década de 2010, la partici-

128 nueva revista · 152


En El Corte Inglés somos conscientes de que
en nuestra sociedad hay muchas cosas que
mejorar. Nuestra forma de demostrarlo es siendo
respetuosos con el medio ambiente, colaborando
con todo tipo de organizaciones sociales (ONG,
asociaciones, instituciones públicas y privadas)
y participando en numerosas actividades. En
El Corte Inglés promovemos cada año más de
4.000 acciones relacionadas con la cultura, la
acción social, la educación, el medio ambiente,
el deporte y la ayuda al desarrollo.

REDES SOCIALES campañas genéricas


riqueza y desigualdad

pación del 10% de los patrimonios más elevados se sitúa


en torno al 60% de la riqueza nacional, en los países eu-
ropeos más avanzados (Francia, Alemania, Reino Unido e
Italia). Lo más sorprendente es que, en estas sociedades,
la mitad más pobre de la población no posee casi nada. El
50% de los más carentes de capital, según Piketty, poseen
siempre menos del 10% de la riqueza nacional y, en gene-
ral, menos del 5%. En Francia, con datos referidos a los
años 2010-2011, la participación del 10% de los más ricos
alcanzaba el 62% del patrimonio total, y la del 50 más
pobre era solo del 4%. En Estados Unidos, la investiga-
ción más reciente, organizada por la Reserva Federal, para
estos mismos años, indicaba que el 10% superior poseía
el 72% de patrimonio estadounidense, y la mitad inferior
apenas el 2%.
Hasta donde sabemos, no existe ninguna sociedad, en
épocas recientes, en la que se observe una distribución
del capital que no sea desigualitaria (aunque lo fuera
«débilmente»): una distribución en que la mitad más po-
bre de la sociedad poseyera una parte significativa —por
ejemplo, un quinto o un cuarto— del patrimonio total.
En realidad, la mitad más débil de la población suele
constar de un gran número de patrimonios nulos o casi
nulos: unos miles de euros en el mejor de los casos. Pero
un gran número de personas tiene un cero patrimonial
absoluto. Para este sector, la noción misma de patrimo-
nio es relativamente abstracta. En el caso de millones de
personas, su riqueza se reduce a unas semanas de sueldo
adelantado en una cartilla de ahorro, un viejo coche y
algunos muebles.

nueva revista · 152 131


alejandro llano

El desarrollo de una verdadera «clase media patrimo-


nial» constituiría la principal transformación estructural
de la riqueza en los países desarrollados del siglo xxi. Pero,
aunque se apunta un cierto avance en esta línea, las dife-
rencias siguen siendo extremas. Y el aspecto más hiriente
atañe a la justificación de la desigualdad, mucho más que
a su magnitud como tal. Frente a esta mayoría que no tie-
ne casi nada, se encuentra la sociedad hiperpatrimonial, la
sociedad de rentistas, con patrimonios muy importantes,
en los que la concentración de riquezas alcanza niveles
extremos.
Se habla ahora de una sociedad «hipermeritocrática»:
una sociedad de «superestrellas» o «superejecutivos». Al-
gunos piensan que la cumbre comenzaría a venir dada
sobre todo por altos ingresos de trabajo y no tanto por los
bienes heredados. Pero este contraste entre una sociedad
de rentistas y una sociedad de superejecutivos es excesivo e
ingenuo. Nada impide que alguien sea, al mismo tiempo
un rentista y un superejecutivo, entre otras cosas porque
los hijos de rentistas se convierten en hiperejecutivos. Tal
combinación —que comienza a darse— puede conducir
a una sociedad ultradesigualitaria, por la combinación
de dos «lógicas» que mutuamente se potencian. En esta
articulación entre lo tecnológico y lo financiero, parece
que se intenta lograr una especie de justificación de la
desigualdad, lo cual resulta no poco hiriente. Estamos
ante la perspectiva de patrimonios muy importantes, en
los que la riqueza se concentra progresivamente —hasta
alcanzar niveles extremos— por recurso a los vínculos de
parentesco.

132 nueva revista · 152


riqueza y desigualdad

Una versión significativa de la acumulación de capita-


les es el rendimiento de los fondos patrimoniales univer-
sitarios en Estados Unidos. Actualmente existen más de
800 universidades en Estados Unidos que tienen fondos
patrimoniales. Las primeras universidades en la clasifica-
ción son Harvard (30.000 millones de dólares) y Yale (casi
20.000), y detrás Princeton y Stanford con más de 15.000.
Después vienen M.I.T y Columbia con 10.000, y Chicago
y Pensilvania con 7.000. Las 800 universidades estadouni-
denses, a principios de la década iniciada en 2010, poseían
activos por casi 400.000 millones de dólares (500 de pro-
medio). Esto representa menos del 1% de las fortunas pri-
vadas en los hogares norteamericanos. El promedio de los
intereses obtenidos fue el 8,2% anual neto en el periodo
1980-2010: resultado parecido al de los multimillonarios
que aparecen en la revista Forbes (deducidos los impues-
tos y los altísimos gastos de gestión). El rendimiento ob-
tenido crece a medida que aumenta la cuantía de la dota-
ción. Se manejan carteras muy bien dosificadas, por parte
de especialistas competentes: acciones no cotizadas, fon-
dos especulativos, productos derivados, inversiones in-
mobiliarias, materias primas. Se trata de estrategias de
inversión harto sofisticadas, semejantes a las de las fami-
lias más ricas, que inventan incesantemente fórmulas ju-
rídicas, cada vez más afinadas, para restringir el acceso a
su patrimonio. Por ejemplo, Harvard gasta 100 millones
de dólares anuales en management costs. Hay una enor-
me desigualdad en el rendimiento del capital en función
del depósito inicial. (Las universidades de ese país no
se enriquecen preferentemente, como se suele suponer,

nueva revista · 152 133


alejandro llano

por los donativos de antiguos alumnos, que suponen solo


entre una quinta y una décima parte del ingreso anual
conseguido.)
En Estados Unidos, las decisiones de admisión de nue-
vos alumnos dependen de forma significativa de la capa-
cidad financiera de los padres para hacer aportaciones a
las universidades. El ingreso anual de los padres de los es-
tudiantes de Harvard es hoy en día del orden de 450.000
dólares, aproximadamente el ingreso promedio del 2% de
los hogares estadounidenses más ricos, lo que parece poco
compatible con una selección basada en el mérito. Todo
ello en contraste con el discurso meritocrático oficial, y la
realidad de la completa falta de transparencia en los pro-
cesos de selección.
Es cierto que el problema de la igualdad en el acce-
so a la enseñanza superior no ha sido satisfactoriamente
resuelto por casi ningún país. Pero las diferencias de las
matrículas (con pocas excepciones) son tremendas entre
Europa y los Estados Unidos de América.
En la Europa actual, el problema de la desigualdad eco-
nómica se ha visto potenciado en los últimos años por la
introducción de medidas de austeridad que han afectado
especialmente a los más pobres. El director de bbva Re-
search para España, Rafael Doménech, considera que la
desigualdad en nuestro país está agudizada por dos fac-
tores: el desempleo y el capital humano. Actualmente,
el desempleo es considerablemente más alto que en los
países del entorno europeo con los que España aspira a
compararse; y desde luego, no se encuentra en mejor si-
tuación que Portugal o Italia. Por otra parte, el bajo nivel

134 nueva revista · 152


riqueza y desigualdad

del capital humano —sobre todo en educación— provoca


que la desi­gualdad sea un problema crónico. Se ha creado
una masa de pobreza que previsiblemente tardará años en
reducirse.
El economista de Cáritas Guillermo Fernández Maíllo
insiste en que «la desigualdad no se va a reducir solamente
con la recuperación del empleo en España. El problema
es más grave y la fractura social viene aumentando desde
hace años: antes de que llegara esta última crisis económi-
ca». Se puede considerar que el índice de exclusión social
ha alcanzado el 25%. Lamentablemente, la desigualdad y
la exclusión han estado presentes en la sociedad española
durante toda la etapa democrática (y, por supuesto, tam-
bién anteriormente). La última crisis económica que esta-
lló en 2008 ha disparado todos los índices de desigualdad,
pobreza y exclusión social, agravados por los recortes so-
ciales en sanidad y educación. La pobreza lleva camino de
hacerse endémica. Porque, como dice Fernández Maíllo,
«entrar en la exclusión social es muy fácil y salir muy difí-
cil, casi imposible». Estamos ante un presente que puede
devorar al porvenir.
Afortunadamente, son cada vez más quienes se dan
cuenta de que el presunto automatismo de la economía
no conduce a superar estas desigualdades injustas. Entre
otros condicionamientos, porque la carencia simultánea
de ingresos y de desarrollo social deja a las personas y a los
grupos sociales en una situación que no puede ser resuelta
únicamente con el propio esfuerzo.
Este panorama, detectable a primera vista en no pocos
países, se proyecta al ámbito mundial, donde las desigual-

nueva revista · 152 135


alejandro llano

dades se acrecientan y conducen a choques que implican


no pocas veces enfrentamientos difícilmente controlables.
No se trata exclusivamente de problemas económicos y
técnicos, sino que aparece cada vez más claro su trasfondo
ético. Los pobres y marginados no suelen ser, precisamen-
te, los causantes de las desgracias que a ellos mismos les
afectan. No es extraño que se sientan injustamente trata-
dos. La situación parece improseguible. 

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LOS NUEVOS NEOCON

José María Marco

El conservadurismo americano parecía estar agotado. Esto ex-


plica que hace unos años, un conjunto de pensadores e inte-
lectuales quisieran repensar el contexto intelectual y político del
conservadurismo y generar nuevas propuestas e ideas. Yuval
Levin, que pertenece a este grupo, rastrea los orígenes intelec-
tuales de la derecha americana y las raíces del bipartidismo con
el fin de regenerar aquel movimiento político.

Leon Kass es un hombre difícil de clasificar. Estudió Me-


dicina y Biología, y aunque no ha ejercido nunca, se ha
convertido en una autoridad en el campo de la bioética.
Profesor en la Universidad de Chicago, es conocido por
sus cursos y sus libros sobre textos clásicos, entre los que
destacan un extraordinario comentario al Génesis (The
Beginning of Wisdom, 2003) o su clásico estudio sobre la
humanización de la vida (The Hungry Soul, 1994). Leon
Kass es un hombre que practica la filosofía en el sentido
antiguo de la palabra: buscar la sabiduría para llevar una
vida conforme a lo bueno, lo verdadero.
Fue Kass quien se encargó de apadrinar una nueva re-
vista que salió en septiembre de 2009 con el nombre de

nueva revista · 152 137


josé maría marco

National Affairs. Lo hizo con un ensayo largo, a medias


autobiográfico, en el que hace una defensa de las Humani-
dades en la enseñanza. Como buen profesor, termina ma-
nifestando su confianza, no en las universidades ni en los
sistemas de enseñanza, sino en la gente joven, que sigue
queriendo, como siempre, que se la tome en serio.
El ensayo era también una forma de apoyar al grupo
fundador de National Affairs, promovido y encabezado por
Yuval Levin, discípulo de Kass en Chicago. Levin nació
en Israel. Llegó a Estados Unidos de niño, con sus pa-
dres. Después de sus estudios universitarios, se incorporó
al mundo de los gabinetes políticos en Washington D.C.
y fue miembro del Consejo Presidencial de Bioética en
el segundo mandato de George W. Bush. El conocimien-
to desde dentro de la acción política le ha proporcionado
una visión alejada de las abstracciones ideológicas y de la
imaginación literaria o televisiva, tan sobrecargada de ma-
quiavelismo de efectos especiales. Él mismo ha dicho que
entre las cosas que más le sorprendieron de su paso por
la Casa Blanca y el Congreso fue el escaso cinismo de los
agentes políticos.
Así es como decidió sacar National Affairs, una revista
trimestral, sobria, sin ilustraciones, de formato pequeño y
letra apretada, con ensayos de longitud considerable dedi-
cados a la reflexión sobre filosofía política, pero sobre todo
a los estudios de cuestiones políticas prácticas o políticas
públicas. Se trataba de reflexionar sobre la realidad de los
problemas y analizar posibles soluciones sin obsesionarse
por la ideología. Como ya se habrá comprendido, National
Affairs es heredera de The Public Interest, la célebre revista

138 nueva revista · 152


los nuevos neocon

fundada en 1965 por Daniel Bell e Irving Kristol. En torno


a The Public Interest se fraguó un cambio de fondo en la
derecha norteamericana. Gracias a él dejó atrás su posición
paradójica de años anteriores. Efectivamente, durante mu-
cho tiempo hizo suyo el consenso político en los términos
en que lo establecían los demócratas desde los tiempos del
New Deal, mientras que se refugiaba en una negativa a
pensar su propia posición fuera de la fidelidad a principios
ortodoxamente liberales, y a aquellas alturas perfectamente
irreales, de Estado mínimo y economía de mercado. No
es exagerado afirmar que The Public Interest acabó esta-
bleciendo el marco del debate ideológico en los Estados
Unidos al final del siglo xx.
The Public Interest cerró en 2005, en plena crisis del
pensamiento conservador (en sentido norteamericano).
National Affairs ha querido venir así a cubrir lo que Levin
y sus compañeros percibían como un nuevo vacío: un va-
cío de ideas, de propuestas, de referencias intelectuales
de fondo. The Great Debate, el libro que Levin publicó en
2014, forma parte de este gran proyecto. No es el primer
libro de su autor, que se doctoró en Chicago en Ciencias
Políticas. El intento por investigar la genealogía de la dere-
cha norteamericana, o por aportar algún matiz novedoso a
un asunto muy estudiado, viene respaldado por una doble
intención: la política práctica y la seriedad académica.

DERECHAS E IZQUIERDAS

Como es bien sabido, la distinción entre «derecha» e «iz-


quierda», en términos políticos, se suele remontar a la
Asamblea Constituyente francesa y a la disposición es-

nueva revista · 152 139


josé maría marco

pacial que adoptaron extremistas y moderados. Luego se


han vertido ríos de tinta sobre el significado de esas dos
palabras que siempre han parecido más relacionadas con
la tradición europea que con la norteamericana. Y no por-
que en Estados Unidos no se hayan podido delimitar dos
campos, o dos grandes actitudes, que podrían encajar más
o menos en la clasificación de izquierda y de derecha, sino
porque el origen ideológico y político de la Unión, así como
la evolución —desde muy temprano— de estas posiciones
han seguido una línea propia, difícil de trasladar a términos
europeos y con características específicas: el populismo
como sustitución y, al tiempo, vacuna contra el socialismo,
y el radicalismo antiestatal, o antifederal, como bandera
básica e irrenunciable.
Levin parte de otro sitio y prefiere fijarse en un episodio
de la historia intelectual y política a caballo entre Europa
y Estados Unidos. Como es bien sabido, Edmund Burke,
el ensayista y político liberal inglés, había respaldado la
independencia norteamericana desde su puesto en la Cá-
mara de los Comunes. Aquella posición le trajo no pocos
problemas en el ambiente político del Londres de finales
del siglo xviii. El 18 de agosto de 1788 —aquí arranca el
libro de Levin—, Burke, en compañía del tercer duque de
Portland, el famoso William Cavendish, cenó con Thomas
Paine. En una carta escrita por aquellos días, lo llamó «el
gran americano». Paine, como también es bien sabido, era
norteamericano de adopción. Había nacido en Gran Breta-
ña, aunque sus obsesiones, su rebeldía, y también su mala
cabeza, le habían llevado a cruzar el Atlántico en 1774, en
plena revolución.

140 nueva revista · 152


los nuevos neocon

La publicación en Filadelfia de Sentido común le pro-


porcionó una celebridad instantánea y el extraordinario
panfleto se convirtió de la noche a la mañana en uno de
los textos más difundidos e influyentes en lo que iba a ser
el territorio de Estados Unidos y, de rechazo, en el Viejo
Continente. Aquí, apuntaló la idea de que la revolución y
la independencia norteamericana eran la continuación ló-
gica de la Ilustración. Allí, en Estados Unidos, proporcionó
argumentos apasionados, de una elocuencia moderna y di-
recta, a la causa de la secesión y del republicanismo. (Así lo
ha vuelto a recordar Eric Nelson en su reciente y polémico
The Royalist Revolution.) La cena de Burke, Paine y Caven-
dish no debió de ir mal, pero no habiendo encontrado el
recibimiento que creía merecer en su primera patria, Paine
viajó a Francia y comprendió que se encontraba, de nuevo,
ante otro giro monumental de la Historia. Y como ya había
contribuido a hacer una revolución, decidió contribuir a
hacer otra.
Fue aquí donde la amistad entre Burke y Paine encalló.
Era algo previsible, si nos da por imaginar que el tempe-
ramento de cada uno de ellos responde a la naturaleza de
su obra intelectual y política. Es sabido que Paine se en-
tusiasmó con la Revolución francesa, mientras que Burke,
como también es bien conocido, se fue alarmando cada
vez más hasta llegar a creerse en la obligación de manifes-
tar y argumentar su desacuerdo en las Reflexiones sobre la
Revolución francesa. Paine, que seguía en Francia y acaba-
ría en la cárcel, como otros muchos entusiastas de primera
hora, comprendió que tenía que dar una respuesta al aná-
lisis de Burke y publicó a su vez Rights of Man.

nueva revista · 152 141


josé maría marco

Yuval Levin, The Great Debate. E. Burke, T. Paine and the


Birth of Right and Left. Nueva York, Basic Books, 2014.

Yuval Levin retoma este debate, que alcanzó una re-


percusión notable en la época (Rights of Man resultó ser,
y merecidamente, un nuevo superventas) y traza algunas
grandes líneas que acaban definiendo los fundamentos
que permiten articular las dos grandes posiciones políti-
cas que conocemos como la izquierda y la derecha. Levin

142 nueva revista · 152


los nuevos neocon

confiesa su preferencia por la posición de Burke, que se


inclina por la continuidad, la prudencia y el respeto a las
instituciones como la mejor forma de preservar la liber-
tad del ser humano, frente a la radicalidad de Paine, que
ensalza la razón y los derechos generales para acabar con
los privilegios y la desigualdad. Paine se sitúa del lado del
contrato social, mientras que Burke, aunque no rechaza
del todo la idea de un contrato social (seguramente porque
utiliza el vocabulario del derecho natural), lo compren-
de como una asociación que plantea tantas obligaciones
como derechos. Y en cuanto al papel de la razón, Paine
aplica la gran suposición de la Ilustración para imaginar
una sociedad feliz porque razonable mientras que Burke,
como es bien sabido, desconfía de cualquier abstracción.
Llegó a tal punto de desconfianza que Leo Strauss con-
sideró que su gran contribución al pensamiento político
es la claridad y la energía con la que subrayó los efectos
nefastos que tiene la intrusión de la teoría, o espíritu de
especulación propio de lo que Burke llamaba los «filósofos
parisinos», en la práctica de la política, algo que ya había
desarrollado antes de 1789.
No es esta la primera vez que Burke aparece en el pen-
samiento conservador norteamericano. Probablemente fue
Russell Kirk quien lo rescató de una relativa oscuridad con
su estudio de 1967 (prólogo de Roger Scruton), en el que
lo postuló como uno de los antecesores del moderno con-
servadurismo, un poco en la línea del ensayo de Levin. En
1953, Leo Strauss le había dedicado una parte del último
capítulo de su Derecho natural e historia, en el que, jun-
to con el elogio que también le dedica en la Historia de

nueva revista · 152 143


josé maría marco

la filosofía política, realiza una crítica de fondo acerca de


aquello mismo que considera su aportación fundamental,
su negativa a cualquier teorización política, como si, dice
Strauss, la teoría política de Burke no fuera más que una
teorización de la constitución política inglesa. Entre los
muchos pensadores norteamericanos que han buscado su
inspiración en Burke se encuentra Gertrude Himmelfarb
(del mismo grupo que su marido Irving Kristol), que siem-
pre le ha dedicado gran atención y le tomó prestada una
expresión (La imaginación moral) para uno de sus libros.
Levin actualiza así una gran tradición, y lo hace con
sensatez y buen criterio. El suyo no es un libro de teo-
ría política, sino una reelaboración inteligente, elegante
y bien escrita de las ideas que fundamentan dos grandes
actitudes políticas. En realidad, más problemática que la
contención teórica del autor, que no pretende ejercer de
filósofo de la política, ni siquiera de politólogo —se agra-
dece, sobre todo en estos tiempos—, es la desconexión
que presenta con la historia política norteamericana.

HISTORIA

En este punto, más que subrayar el papel de Burke, convie-


ne volver al de Thomas Paine. Burke, efectivamente, creyó
comprender (y comprendió en parte, por así decirlo) la na-
turaleza de la revolución norteamericana, pero no entendió
la de la francesa. Paine, en cambio, siempre pensó que las
dos formaban parte del mismo movimiento, algo en lo que
también se equivocaba en parte, como así se lo hicieron sa-
ber sus amigos norteamericanos cuando atacó el cristianis-
mo en The Age of Reason, en una línea volteriana a la que lo

144 nueva revista · 152


los nuevos neocon

ocurrido en la Revolución había dado un sentido nuevo, del


que Paine no parecía, o no quería, darse cuenta. Esto, y sus
posteriores críticas a George Washington —ni más ni me-
nos—, explican el peculiar estatuto que Paine siempre ha
tenido en la historia política e intelectual norteamericana.
Miembro de la generación revolucionaria (y norteameri­
cano de adopción), fue «aniquilado» —según Tocqueville,
citado por J. G. A. Pocock en su clásico El momento ma-
quiavélico— por sus nuevos compatriotas allí donde había
conseguido sobrevivir a los ataques de los ingleses y de los
revolucionarios franceses. Hasta mediados del siglo xx no
figuró en la pléyade de «Padres fundadores», y aun así sigue
ocupando una posición excéntrica.
Desde la perspectiva de la clasificación de Levin, sin
duda que el pensamiento de Paine resulta fundador en la
tradición de la izquierda. (Leo Strauss observó que Pai-
ne, que insiste en el carácter restringido de la acción de
los gobiernos, es al mismo tiempo un profeta del Estado
intervencionista moderno.) Ahora bien, también es cierto
que su radicalismo se hizo eco del radicalismo de la opi-
nión pública norteamericana —heredero en parte, y a su
vez, del radicalismo inglés del siglo anterior— que llevó
a considerar inevitable y benéfica la secesión de la «des-
pótica» Corona inglesa. Las posteriores discrepancias de
Paine con respecto al nuevo establishment norteamericano
surgido de los debates sobre la Constitución pueden ser
entendidas como un episodio más de lo ocurrido cuan-
do los antifederalistas, es decir quienes se opusieron a la
Constitución, reivindicaban el espíritu de rebelión radical
propio de la revolución norteamericana, tan bien analizado

nueva revista · 152 145


josé maría marco

por Gordon S. Wood (The Radicalism of the American Re-


volution) y Bernard Baylin (The Ideological Origins of the
American Revolution).
Está por ver si Burke entendió de verdad la revolución
norteamericana en lo que tenía de descubrimiento de un
nuevo mundo político en el que se acababan para siempre el
antiguo orden de los privilegios y las estratificaciones socia-
les, para entrar en otro desordenado, ruidoso, incluso brutal
muchas veces, el propio de la democracia moderna, donde
a nadie se le reconoce ninguna prioridad que no sea la del
mérito y la acción personal. La «igualdad» de Aristóteles no
es lo mismo que la «égalité des conditions» de Tocqueville.
Desde esta perspectiva, puramente norteamericana, Burke
parece defender un orden ajeno a los revolucionarios inde-
pendentistas y más propio de aquellos conservadores puros,
algunos de ellos sureños, como John Randolph de Roanoke
o John C. Calhoun, tan queridos de Kirk, que defendieron,
de una forma completamente idealista, por no decir irreal,
la pervivencia de un mundo jerarquizado y aristocrático
como la verdadera naturaleza del nuevo orden americano.

L O S N U E V O S C O N S E R VA D O R E S

Como Levin evita, porque no es el campo que le interesa,


la inserción de sus dos personajes en la historia política
norteamericana, también soslaya buena parte de las am-
bigüedades que esta habría revelado. Y sin embargo, esas
ambigüedades no dejan de proyectarse sobre su trabajo,
porque este no tiene solo una pretensión teórica y aspira a
proporcionar argumentos e ideas capaces de contribuir a la
reformulación de la derecha norteamericana. Como ya in-

146 nueva revista · 152


los nuevos neocon

diqué al principio, Levin aspira a crear una corriente o un


laboratorio de ideas y propuestas para una renovación del
centro derecha. Se trata de volver a vivir la gran leyenda
de lo que en su día hizo, por ejemplo, la Heritage Founda-
tion con Reagan. Entre los varios problemas del proyecto
está que no hay un Reagan a la vista, aunque sí hay figu-
ras políticas interesadas en un enfoque similar. Paul Ryan,
candidato a vicepresidente en las elecciones de 2012, y
Eric Cantor fundaron en 2007 el programa Young Guns,
que sirvió para renovar de forma institucionalizada la re-
presentación republicana en el Congreso. En la órbita de
Young Guns está la publicación de Room to Grow, una re-
copilación de ensayos con uno introductorio de Levin. El
senador Marco Rubio, por su parte, también se ha intere-
sado por las propuestas del grupo. Rubio quiere encarnar,
justamente, la renovación sin rupturas que daría sentido
a una plataforma republicana y, de paso, a la invocación a
la continuidad que la referencia a Burke hace ineludible.
En este punto, el problema consiste en que quienes
hicieron posible la supervivencia del Partido Republicano
después de los dos mandatos de George W. Bush no for-
maban parte del ala moderada, y aristocrática, del republi-
canismo, sino los elementos más populistas de la derecha
norteamericana, lo que se llamó el Tea Party. El solo nom-
bre evoca, precisamente, el radicalismo fundador. Y mucho
más que a Burke, a Paine, con sus posiciones drásticas, su
antielitismo y una dosis, considerable, de obsesiones cons-
pirativas y de paranoia, de las que la historia política y cul-
tural de Estados Unidos, por otra parte, no anda escasa. El
propio Ronald Reagan, en su momento, habló de Thomas

nueva revista · 152 147


josé maría marco

Paine, algo que Levin sabe muy bien porque Reagan fue
un modelo en la construcción de una posición política al
mismo tiempo consistentemente moderada —es decir, de
tono aristocrático— y consistentemente populista, como
corresponde a una parte de la tradición demócrata, de la
que el propio Reagan procedía.
La tensión se pudo comprobar, por ejemplo, en las pa-
sadas elecciones de medio mandato, cuando el prestigioso
Eric Cantor, interesado en la renovación del Partido Repu-
blicano, y que había creído posible gestionar la ola populis-
ta, fue derrotado por un miembro del Tea Party en su feudo
de Virginia en las primarias de 2014. Aquello mismo que
ha hecho posible mantener la oposición política bajo la
presidencia de Obama hace imposible la llegada al poder
del Partido Republicano, porque tensa la posición de este
hasta un punto inaceptable para el electorado de centro.
También padece la vida política general, hasta llegar a la
imposibilidad de alcanzar soluciones dialogadas y pacta-
das. Es el famoso «gridlock» (punto muerto) washingtonia-
no, que desespera a quienes ven en la política un ejercicio
de construcción de consensos y de acuerdos.
Sin embargo, esa es la tarea que Levin y su grupo, en
el que se encuentra gente también joven, como Michael
R. Strain, Ramesh Ponnuru y su esposa April. Los han lla-
mado, no son ironía, los «reformicons», y se han propuesto
que el Partido Republicano deje otra vez de ser el «estúpido
partido», como en su tiempo lo fueron los conservadores
ingleses. No son los únicos en estar convencidos que la de-
recha norteamericana debe proceder a reformarse. Arthur
Brooks, el presidente del aei, uno de los think tanks más

148 nueva revista · 152


los nuevos neocon

prestigiosos de Washington, aboga también por una nueva


política de centro derecha, más enfocada en la desigualdad
y en las clases medias, y menos en los grandes motivos
clásicos de la desregulación y la reducción de impuestos.
Como argumenta Levin, la crisis económica y financiera
de 2008 ha cambiado las bases del debate político. Para-
dójicamente, la búsqueda de nuevas propuestas pasa por la
recuperación de actitudes y temas ya clásicos: no el con-
servadurismo compasivo de tiempos de George W. Bush,
desacreditado casi desde su aparición, sino el neoconser-
vadurismo en su sentido estricto, cuando representaba la
voluntad de infundir nuevos aires y sobre todo nuevos con-
tenidos a la derecha norteamericana.
Que Leon Kass publicara un ensayo tan significativo
como el que apareció en el primer número de National
Affairs parece otorgarle a Levin el papel del nuevo Kristol.
Está por ver si es el de Irving (el padre) o el de William
(el hijo), aunque esta es otra historia que, sin embargo, no
anda muy lejos de esta que acabo de contar. 

nueva revista · 152 149


NO ACTUAR SEGÚN LA
RAZÓN ES CONTRARIO
A LA NATURALEZA
DE DIOS*

Andrés Ollero

Con referencia a los planteamientos manifestados ya en el cé-


lebre debate del 19 de enero de 2004, entre Joseph Ratzinger
y Jürgen Habermas en la Academia Católica de Baviera, el pro-
fesor Ollero ilustra cómo la no aceptación, por parte fundamen-
talista, de una ley natural, racionalmente accesible, dificulta la
posibilidad de diálogo con la modernidad (Ratzinger) y cómo
la pretensión laicista de prohibir a los creyentes manifestarse,
también de forma política, priva a la sociedad secular de im-
portantes reservas para la creación de sentido (Habermas). Se
vuelve, pues, aquí a una cuestión recurrente y crucial en los
comienzos del siglo xxi.

* Incluido en Derechos humanos: problemas actuales. Estudios en homenaje al


profesor Benito de Castro Cid (Madrid, Uned, 2013). Lo reproducimos en Nueva
Revista por cortesía del autor. Recién publicado en inglés (en Pope Benedict XVI’s
Legal Thought. A Dialogue on the Foundation of Law, Cambridge University Press,
2015), tras haber sido publicado en italiano (en La legge del Re Salomone. Pope
Benedict XVI public speeches, Milano, Rizzoli-BUR, 2013, con prólogo de Giorgio
Napolitano).

150 nueva revista · 152


no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de dios

A nadie podrá extrañar que un profesor universitario con-


sidere como un auténtico regalo escuchar y leer a un Papa
que, forjado intelectualmente como profesor, consideró ló-
gico no dejar de serlo; no renunció siquiera a ir engrosando
la amplia lista de sus aportaciones académicas. Para un
laico, además, resultaron reconfortantes los discursos de
quien durante años los dirigió a universitarios de las más
diversas mentalidades y creencias y no a un público adicto
y previamente convencido. Para quien ha sido durante casi
dos decenios diputado, aparte de haber desempeñado y
desempeñar aún otras responsabilidades públicas, resultó
también muy de agradecer que Benedicto XVI dedicara de
modo habitual una particular atención a problemas jurídi-
co-políticos decisivos para nuestra convivencia democráti-
ca; de ahí que en ocasión anterior haya comentado alguno
de sus discursos1. Me centraré esta vez en el desarrollado
en su antigua Universidad de Regensburg, que —por ra-
zones consideradas ya meramente anecdóticas— no dejó
de provocar polémica. Al comentarlo me parece obligado,
aun a riesgo de que eventuales autocitas puedan parecer
fruto de inoportuna vanidad, dejar constancia de mis no
pocas deudas intelectuales con el actual pontífice.
Lo que sin duda me ha influido más de estas intervencio-
nes ha sido su recurrente preocupación por el diálogo entre
«fe y razón», que le llevó en aquella oportunidad a escenifi-
carlo de modo un tanto arriesgado. Se esforzó por descartar
dos enfoques. Por una parte, el de quienes —por situar a
Dios fuera de toda lógica— acaban justificando el recurso
a la violencia en nombre de unos sacrosantos derechos de la
verdad: «Para convencer a un alma racional no hay que recu-

nueva revista · 152 151


andrés ollero

rrir al propio brazo». Por otra, el de quienes consciente o in-


conscientemente no llegan a liberarse de esa «autolimitación
moderna de la razón» que condena a no encontrar respuesta
racional a decisivos «interrogantes propiamente humanos».
Parábolas aparte, sería probablemente injusto limitar
a la cultura musulmana las bases escasamente racionales
del primer planteamiento. Sin duda ella gira en torno a
un Dios «absolutamente trascendente», cuya «voluntad no
está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquie-
ra a la de la razonabilidad». Me temo, sin embargo, que esa
actitud fideísta se muestra ampliamente extendida en no
pocos ambientes culturales católicos necesitados —tanto
como los de la increencia— de una nueva evangelización.
Pienso que no es aún historia pasada el voluntarismo
medieval de Ockam2 o el de ese Duns Scoto «tan cercano»
al presentarnos un Dios arbitrario, que «no está vincula-
do ni siquiera con la verdad y el bien». ¿Cuántos católicos
piensan que no debe eliminarse un ser humano porque
Dios así lo ha querido establecer y cuántos porque tal con-
ducta expresa una inhumana irracionalidad? ¿Debemos
considerar la ley natural como verdadera porque Dios así
lo ha querido, o Dios ha recordado que es obligado secun-
darla porque es verdadera? ¿Cabe solo argumentar que el
matrimonio es indisoluble porque Dios lo ha querido, o hay
razones —que no sean fruto de una sobrenatural ciencia
infusa— para explicar por qué la indisolubilidad es un ras-
go esencial de esa institución natural? Sin duda es dramá-
tico que la ley natural se haya convertido en una doctrina
para católicos, pero quizá resulta más grave que no sean
capaces de argumentarla sin recurrir fideístamente a un

152 nueva revista · 152


no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de dios

fundamento sobrenatural, creyendo quizá que marginando


lo racional dan más gloria a Dios.
He disfrutado al constatar la mentalidad laical de Bene-
dicto XVI, cuando recordaba a ese Dios que considera una
delicia jugar con los hijos de los hombres razonando con
ellos. «El Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha
manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos
lleno de amor por nosotros». Ante la reiterada experiencia
de ese Dios que nos ama resulta bastante lógico que le
amemos. Si —para ser más humanos— debemos imitarlo,
habrá que empezar por exigirnos actuar con racionalidad.
En efecto, como se desprendía del diálogo escenificado en
el discurso de Regensburg, «no actuar según la razón es
contrario a la naturaleza de Dios»3.
Aquí es donde cobra importancia qué debemos entender
por racional. Si más de un católico suscribe un fideísmo que
nada tiene que envidiar al de no pocos musulmanes, no pa-
rece ser muy distinta la situación en cuestiones éticas en lo
que al positivismo se refiere. En términos informáticos es fá-
cil constatar que vivimos en una civilización que por defecto
acaba suscribiendo el positivismo científico, con su dogmáti-
ca identificación entre razón, ciencia y método experimental.
La falta de reflexión y el poco empeño argumental hace hoy
florecer el positivismo jurídico en un campo yermo de racio-
nalidad. Nos pasamos el día hablando del Estado de derecho;
pero acabamos entendiendo siempre el derecho como un
instrumento del Estado. Fundamos presuntamente nuestro
ordenamiento jurídico en el respeto a unos derechos funda-
mentales; pero nos resistimos a reconocerles un fundamento
ético objetivo, considerado meramente presunto.

nueva revista · 152 153


andrés ollero

Es quizá la prueba más llamativa de que, vinculado a


ese estrecho concepto cientificista de lo racional, «el hom-
bre mismo sufriría una reducción» con negativas conse-
cuencias prácticas. Exigencias elementales —respetadas
en no pocas culturas premodernas— como el respeto a la
vida humana entran en grave crisis si nos referimos a vidas
prematuras o avanzadas; salvo que incluyamos connota-
ciones de raza o género.
Este positivismo por defecto, nada ajeno a ámbitos cató-
licos, explica una curiosa articulación de derecho y moral.
No creo que genere consecuencias muy favorables la que-
rencia a malentender el derecho como un deseable refuer-
zo coactivo de exigencias morales de particular relevancia.
Me parece mucho más sensata la consolidada considera-
ción del derecho como mínimo ético, al que habría que
añadir su carácter indispensable a la hora de posibilitar
una convivencia realmente humana.
Sin duda su carácter mínimo puede prestarse a que se vea
pospuesto a exigencias morales de mayor cuantía. Ya tuvo el
propio pontífice que abordar ese problema, en un discurso
temáticamente centrado en el matrimonio, pero aplicable de
modo ostensible a los dolorosos problemas suscitados por los
episodios de pederastia que han convulsionado a la Iglesia
en más de un país. Aun siendo sus exigencias mínimas, su
carácter indispensable lleva a que no tenga sentido un plan-
teamiento de las exigencias maximalistas de la caridad que,
en vez de respetarlas, pretendan servirles de alternativa4.
Las exigencias morales llevarán a un cristiano a aspi-
rar a comportamientos que desbordan toda lógica: amar a
los enemigos, ofrecer cuando le abofeteen la otra mejilla.

154 nueva revista · 152


no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de dios

Surgirá así el peligro de que las considere exageraciones


para especialistas. El derecho natural, por el contrario, no
pretende ir más allá de precisar unos niveles éticos que
no sitúen nuestra convivencia bajo mínimos. No renuncie-
mos a amar al enemigo, pero comencemos al menos por
respetarlo y tratarlo como un igual.
En realidad buena parte de las exigencias presentes en
el decálogo son, por mínimas, antes jurídicas que morales.
El imperativo no matar puede resultar más convincente si
en vez de considerarse como una exigencia moral —tan re-
levante como para merecer apoyo coactivo del derecho—
se lo reconociera como una exigencia jurídica sin cuyo
cumplimiento nuestra convivencia quedaría situada bajo
mínimos; precisamente por ese carácter de mínimo indis-
pensable es por lo que generaría una obligatoriedad moral,
invirtiendo el planteamiento habitual5.
Esa bienintencionada subordinación del derecho a la
moral puede acabar además debilitando paradójicamente
la eficacia de sus exigencias, en un contexto cultural en
el que —como resaltaba el propio Benedicto XVI— «la
conciencia subjetiva se convierte, en definitiva, en la única
instancia ética. Pero, de este modo, el ethos y la religión
pierden su poder de crear una comunidad y se convierten
en un asunto totalmente personal». El abandono de la ob-
jetividad del logos por la tendencia a un piadoso buenismo
lleva a que la expresión actuar en conciencia acabe siendo
malentendida como una invitación a una bienintenciona-
da arbitrariedad; se menosprecia así la necesidad de una
rigurosa formación de criterios éticos basada en la adecua-
da interpretación de normas objetivas.

nueva revista · 152 155


andrés ollero

La dificultad de admitir que el derecho —al señalar


los indispensables mínimos— tenga carácter prioritario,
respecto a las exigencias maximalistas de la moral, está
no poco vinculada al mencionado positivismo por defecto
con su olvido del derecho natural. Es obvio que, si se en-
tiende por derecho lo que impone el que manda, no tenga
mucho sentido sugerir que de ahí derive obligación moral
alguna; ni los positivistas más rigurosos lo admitirán6. Si,
por el contrario, se considera al derecho como un conjunto
de exigencias éticas derivadas de la propia naturaleza del
hombre (como, por otra parte, resulta obligado conside-
rar a unos derechos humanos capaces de condicionar a
las leyes positivas), no puede extrañar que generen una
obligación moral de obediencia. Al fin y al cabo, la virtud
moral de la justicia consiste en dar a cada uno su derecho;
lo que implica un previo conocimiento de que sea o no
jurídicamente exigible.
Ese mismo positivismo por defecto, fruto de un déficit de
reflexión y razonamiento, lleva a malentender la objeción
de conciencia, como si consistiera en un conflicto entre exi-
gencias jurídicas y convicciones morales. Este planteamien-
to la deja indefensa, porque no tiene mucho sentido sugerir
que el cumplimiento de las normas jurídicas pueda quedar
supeditado al código moral de cada cual; e incluso que sea-
mos titulares de un derecho a ello. Si la objeción aparece
en declaraciones internacionales de derechos y en consti-
tuciones democráticas es porque se la entiende como una
discrepancia jurídica entre dos conceptos de justicia. De ahí
que en un sistema liberal se deba abrir un cauce para que
la delimitación de exigencias jurídicas que la minoría hace

156 nueva revista · 152


no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de dios

propias no se vea anulada por la de la mayoría; en la medi-


da en que tal excepción sea compatible la estabilidad de la
convivencia. Son dos concepciones del derecho, y no la con-
traposición entre derecho y moral, las que están en juego.
Pocas experiencias ponen más de relieve las consecuen-
cias de un planteamiento restrictivo de lo racional que el im-
perio de un positivismo jurídico, consciente o no. De ahí lo
acertado de proponer, no un rechazo de la ciencia positiva,
pero sí la invitación a «ampliar nuestro concepto de razón y
de su uso», sin que ello implique intención alguna de «retro-
ceder» ni de «hacer una crítica negativa». No es por eso ex-
traño que sea este uno de los puntos en los que el entonces
cardenal Ratzinger se mostrara plenamente de acuerdo con
su compatriota Jürgen Habermas7, en uno de los debates
culturales más sobresalientes del comienzo de siglo. Lo que
se nos propone es «valentía para abrirse a la amplitud de la
razón, y no la negación de su grandeza».
Ambos pensadores coinciden pues en sugerir un re-
planteamiento de la racionalidad moderna, sin cuestionar
en absoluto sus aportaciones positivas. Se trata de abordar
una «crítica de la razón moderna desde su interior», que
«no comporta de manera alguna la opinión de que hay que
regresar al periodo anterior a la Ilustración». Para Benedic-
to XVI la Aufklärung tuvo su comienzo en el Sinaí. Esta-
mos ante un «proceso iniciado en la zarza», pues al hacerse
posible un «nuevo conocimiento de Dios se da una espe-
cie de Ilustración». «En el fondo, se trata del encuentro
entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión», que
haría posible decir: «No actuar con el logos es contrario a
la naturaleza de Dios».

nueva revista · 152 157


andrés ollero

Un planteamiento frívolamente progresista, convencido


de que basta negar el pasado para que afloren consecuen-
cias positivas, aconseja que la ley natural quede confesio-
nalmente entronizada en algún recóndito altar; por el con-
trario, se nos sugiere que «el encuentro entre el mensaje
bíblico y el pensamiento griego no era una simple casuali-
dad», sino que el «acercamiento interior recíproco que se
ha dado entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del
pensamiento griego es un dato de importancia decisiva»,
que marca «la historia universal».
Surgirá de nuevo el paralelo con el Habermas que no
ve ya en «la ciencia moderna una práctica que puede ex-
plicarse completamente por sí misma y comprenderse en
sus propios términos y que determina performativamente
la medida de todo lo verdadero y todo lo falso», sino más
bien el «resultado de una historia de la razón que incluye
de manera esencial las religiones mundiales»8. Para Bene-
dicto XVI el respeto al logos y la consiguiente convicción
de que «actuar contra la razón está en contradicción con
la naturaleza de Dios», no «es solamente un pensamien-
to griego» sino que «vale siempre y por sí mismo». No
nos encontramos por tanto ante una coyuntural «primera
inculturación, que no debería ser vinculante para las de-
más culturas» y nos concedería el «derecho a volver atrás».
Es preciso seguir alimentando un ambicioso proceso de
desvelamiento racional de la verdad.
Son obvias las consecuencias que de ello derivan, al po-
nerse en cuestión un intento laicista de secuestrar, en nombre
de la neutralidad, la posibilidad de aportar razones al debate
público. Convertir en motivo de descalificación el parentes-

158 nueva revista · 152


no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de dios

co histórico de determinadas propuestas racionales con las


suscritas por confesiones religiosas tiene como consecuencia
constatar que «Occidente, desde hace mucho, está amena-
zado por esta aversión a los interrogantes fundamentales de
su razón, y así solo puede sufrir una gran pérdida». A Haber-
mas, consciente del empobrecimiento ético de nuestra so-
ciedad y convencido de que la mera racionalidad económica
del mercado será incapaz de subsanar la situación, su agnos-
ticismo no le impedirá confiar en que las religiones se mues-
tren en condiciones de aportar razones al debate público.
También Benedicto XVI afirmará que «escuchar las grandes
experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de
la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, consti-
tuye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una
grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta».
En Regensburg sugirió que la ausencia en la cultura
musulmana de la aceptación de una ley natural, racional-
mente accesible, retrasaría inevitablemente su posibilidad
de entablar diálogo con la modernidad. Solo esa ley natu-
ral racionalmente compartible podrá dar paso a un «diálo-
go de las culturas», invitando a los posibles interlocutores
a acceder a «este gran logos, a esta amplitud de la razón».
No menos lejos de esa capacidad de diálogo se encuen-
tran, a juicio de Habermas9, los laicistas que olvidan que el
Estado liberal «no puede desalentar a los creyentes y a las
comunidades religiosas para que se abstengan de manifes-
tarse como tales también de una manera política, pues no
puede saber si, en caso contrario, la sociedad secular no se
estaría desconectando y privando de importantes reservas
para la creación de sentido»10. En efecto, se sugirió en pa-

nueva revista · 152 159


andrés ollero

ralelo, «las culturas profundamente religiosas del mundo


consideran que precisamente esta exclusión de lo divino
de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus
convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo
divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es
incapaz de entrar en el diálogo de las culturas».
Tan grave como la falta de fe de quienes pretenden
monopolizar la razón puede acabar resultando la escasa
afición a la reflexión y argumentación racional de no pocos
creyentes. De ahí que sea un auténtico regalo haber con-
tado con la orientación de un Papa que ejerce de Defensor
rationis. 

NOTAS
1
El pronunciado ante el Bundestag: Hacer entrar en razón al Estado de derecho.
Benedicto XVI aborda los fundamentos del Estado, en «Estudios de Filosofía del
Derecho y Filosofía Política. Homenaje a Alberto Montoro Ballesteros», Murcia,
Universidad de Murcia, 2013, págs. 445-455.
2
Que coincidiría sin problemas con la afirmación de Ibn Hazm de que «Dios
no estaría vinculado ni siquiera por su propia palabra y que nada le obligaría a
revelarnos la verdad. Si él quisiera, el hombre debería practicar incluso la idolatría».
3
«Solamente por esta afirmación cité el diálogo entre Manuel II y su interlocutor
persa», se vería obligado a aclarar Benedicto XVI al estallar la polémica.
4
«La justicia, que la Iglesia busca, a través del proceso contencioso administrativo,
puede ser considerada como el inicio, exigencia mínima frente a una expectativa
de caridad, indispensable y al mismo tiempo insuficiente, si se compara con la
caridad de la que vive la Iglesia. Sin embargo, el Pueblo de Dios peregrino sobre
la tierra no podrá realizar su identidad como comunidad de amor si en sí misma
no respeta las exigencias de la justicia» (Discurso a los miembros del Tribunal
Supremo de la Signatura Apostólica, 4 de febrero de 2011).
5
Una exposición más detallada hemos llevado a cabo en Derecho y moral. Una
relación desnaturalizada, Madrid, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, 2012,
págs. 11-51 117-131, 133-162 y 265-311.

160 nueva revista · 152


no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de dios

6
N. Bobbio, por ejemplo, lo descalifica como expresión de un «positivismo como
ideología» al que se declara ajeno. (Giusnaturalismo e positivismo giuridicos,
Roma, Laterza, 2011, págs. 92-94).
7
Hemos tenido ocasión de estudiarlo en La crítica de la razón tecnológica.
Benedicto XVI y Habermas, un paralelismo sostenido, «Anales de la Real Academia
de Ciencias Morales y Políticas», 2010 (LXII-87), págs. 435-451.
8
«¿es la ciencia moderna una práctica que puede explicarse completamente
por sí misma y comprenderse en sus propios términos y que determina
performativamente la medida de todo lo verdadero y todo lo falso? ¿O puede
más bien entenderse como resultado de una historia de la razón que incluye de
manera esencial las religiones mundiales?» (La religión en la esfera pública. Los
presupuestos cognitivos para el ‘uso público de la razón’ de los ciudadanos religiosos
y seculares, en «Entre naturalismo y religión» Barcelona, Paidós, 2006, pág. 155.)
9
Lo hemos estudiado en Poder o racionalidad. La religión en el ámbito público
(En diálogo con la «sociedad postsecular» de Jürgen Habermas), en «Religión,
racionalidad y política» Granada, Comares, 2013, págs. 89-100.
10
El Estado liberal «no puede desalentar a los creyentes y a las comunidades
religiosas para que se abstengan de manifestarse como tales también de una
manera política, pues no puede saber si, en caso contrario, la sociedad secular
no se estaría desconectando y privando de importantes reservas para la creación
de sentido» La religión en la esfera pública cit, pág. 138).

nueva revista · 152 161


DISCURSO DEL ODIO,
CORRECCIÓN POLÍTICA
Y LIBERTAD DE
EXPRESIÓN

José Luis Bazán

El debate sobre la libertad de expresión en las sociedades con-


temporáneas está viciado por los abusos a los que da lugar la
prohibición del discurso del odio. La corrección política genera
autocensura y expulsa arbitrariamente de la vida pública al di-
sidente que, sin instigar a la violencia, osa desafiar la ideología
dominante que manipula ciertas categorías sociales para man-
tener el poder.

CHARLIE HEBDO: SER O NO SER

«Yo soy Charlie Hebdo» se ha convertido, tras el atentado


islamista a la sede parisina del semanario, en un eslogan
político y social que ha catalizado la solidaridad mundial
hacia sus víctimas. Pero entre los que han condenado
tan execrable acto, las divergencias sobre «ser o no ser»
Charlie Hebdo han derivado en un debate público sobre
los evidentes excesos gráficos y verbales de la publica-
ción francesa, y la discutida legitimidad de tal ejercicio
al amparo de la libertad de expresión. Se han multipli-

162 nueva revista · 152


discurso del odio, corrección política y libertad de expresión

cado los alternativos: «Yo no soy Charlie», «Yo soy Ju-


dío», «Yo soy Cristiano», «Yo soy Mohamed», etc., que
reprueban los permanentes abusos de tan fundamental
libertad, sin alinearse en ningún caso con quienes nie-
gan el free speech, o, incluso, asesinan por puro odio a
la libertad. El redactor jefe europeo de Financial Times,
Tony Barber, lo decía con claridad meridiana: no cabe la
más mínima exculpación de los terroristas, que deben
ser penados; ni tampoco puede pretenderse que la li-
bertad de expresión excluya la representación satírica de
la religión, pero «Charlie Hebdo tiene un largo historial
de burla, hostigamiento y punzonadas a los musulmanes
franceses», y ha abandonado en demasiadas ocasiones el
sentido común.
Escribía en Le Monde del 16 enero el filósofo francés
Thibaud Collin que, si bien existe el derecho a encontrar
obsoletas o peligrosas creencias o prácticas religiosas, no
cabe el derecho al insulto porque la libertad de expresión
se inscribe en el marco de la responsabilidad, el respeto al
otro y la guía de la razón crítica. Tal fue la posición adop-
tada, por ejemplo, por el diario The New York Times tras el
atentado a Charlie Hebdo, que evitó publicar las portadas
del semanario francés argumentando que no tenían cabida
en sus espacios «lo que deliberadamente pretenda herir
las sensibilidades religiosas». Pero ¿cuáles son en nuestras
sociedades los límites aceptables de la libertad de expre-
sión? ¿Puede legítimamente mostrarse pública antipatía y
aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea, esto
es, expresar odio? Para encontrar una respuesta razona-
ble, resulta aleccionador acudir a los entresijos históricos

nueva revista · 152 165


josé luis bazán

que llevaron a la formulación de los límites a la libertad


de expresión en el contexto del emergente derecho inter-
nacional contemporáneo de los derechos humanos tras la
Segunda Guerra Mundial.

¿QUIÉN INCITA AL ODIO A QUIÉN?

La experiencia terrorífica de la Segunda Guerra Mundial


marcó de forma indeleble la conciencia de la comunidad
internacional. No sorprende por ello, que ya en 1947 la
Asamblea Plenaria de Naciones Unidas adoptara las re-
soluciones nº 110 (II) Contra la propaganda a favor de
una nueva guerra y contra sus incitadores y nº 127 (III)
sobre Informes falsos o distorsionados. En la primera se
condenaba toda forma de propaganda «diseñada o apta
para provocar o promover cualquier amenaza contra la
paz, ruptura de la paz o acto de agresión», sin solicitar a
sus estados miembros sanciones contra los incitadores,
sino medidas de promoción publicitaria y de propaganda
de las relaciones amistosas entre estados y del deseo de
paz de todos los pueblos. En la segunda se invita a los
estados miembros a combatir la publicación de dichos
informes que puedan dañar las relaciones amistosas entre
los pueblos.
Durante la redacción de tales resoluciones quedó
manifiesta la opuesta concepción de la libertad de ex-
presión en los Estados Unidos y la urss. El bloque co-
munista buscaba la legitimación de sus sistemas acu-
sando a Estados Unidos de imperialismo, monopolio de
prensa y discriminación racial, y atacando a la prensa
norteamericana por belicista. A pesar del esfuerzo de las

166 nueva revista · 152


discurso del odio, corrección política y libertad de expresión

delegaciones norteamericana y británica para dejar cla-


ro que la propuesta de resolución contra la propaganda
bélica de los delegados comunistas tenía como única fi-
nalidad la defensa del control de la prensa, sin embargo
fue adoptada, entre otros motivos, por la falta de afini-
dad de terceros países con Estados Unidos. Tampoco
fue exitosa la argumentación de la delegación nortea-
mericana para evitar la adopción de la resolución contra
los informes falsos, basada en que mayor peligro que la
información falsa o distorsionada era el monopolio de
la información y el control estatal del flujo informativo
que puede ser utilizado para las metas políticas, naciona-
les o internacionales del gobierno de turno. La confron-
tación se repite en la Conferencia de Naciones Unidas
para la Libertad de Información (Ginebra, 1948), en la
que, si bien la delegación norteamericana era partidaria
de luchar contra la propaganda internacional dañina de
forma voluntaria y basándose en estándares morales, la
delegación soviética buscaba imponer obligaciones lega-
les estrictas a los estados, incluyendo el firme control
gubernamental de la libertad de expresión. Los soviéti-
cos admitían la práctica de la censura, pero la justifica-
ban en la protección de la libertad de información «real»
y la prevención de su abuso, y sus delegados defendían
que la prensa soviética era «la más libre y democráti-
ca del mundo». El verdadero significado de tal «liber-
tad» fue desvelado por el delegado húngaro cuando afir-
mó que existía libertad completa de prensa en su país,
pero que, por supuesto, ello no significaba que existiera
libertad para «fascistas», defensores de los terratenien-

nueva revista · 152 167


josé luis bazán

tes desposeídos o instigadores del odio racial y nacional.


La delegación norteamericana puso en evidencia que la
fraseología comunista sobre la propaganda tenía como
función simplemente confundir y llevar al control esta-
tal de la prensa, llevando a que sean los gobiernos «los
que deciden sobre lo que es verdad o es falso, lo que es
amistoso o inamistoso».
Tampoco escaparían a tales confrontaciones las ne-
gociaciones del que sería finalmente el artículo 19 de la
Declaración Universal de Derechos Humanos que reco-
noce la libertad de opinión y expresión, que no incluyó
las enmiendas de la Unión Soviética que pretendía su
limitación cuando el propósito fuera «propagar el fascis-
mo y la agresión o incitar a la guerra entre naciones»,
aunque sí se mencionó en el artículo 7 la protección le-
gal frente a la incitación a la discriminación. Tampoco
tuvo éxito la urss en incorporar en la Convención para
la prevención y la sanción del delito de genocidio de
1948 que castiga (artículo III c) la «instigación directa
y pública a cometer genocidio» la explícita vinculación
entre fascismo/nazismo y similares teorías racistas y el
crimen de genocidio.
La elaboración del Pacto de Derechos Civiles y Políti-
cos de 1966 será de nuevo ocasión propicia para el choque
sobre la libertad de expresión y, en particular, lo relativo a la
«propaganda a favor de la guerra» y la «apología del odio na-
cional, racial o religioso que constituya incitación a la discri-
minación, la hostilidad o la violencia», que su actual artícu­
lo 20 proscribe. El representante de la urss, A. P. Pavlov,
defendía que (sic) «los verdaderos demócratas no pueden

168 nueva revista · 152


discurso del odio, corrección política y libertad de expresión

sino ser antifascistas y antinazis, y por tanto estar obliga-


dos a combatir dichas teorías». El representante británi-
co, G. Wilson, se manifestó a favor de luchar contra tales
teorías, pero la receta era bien opuesta: «El único remedio
seguro era dejar que las personas hablaran libre y clara-
mente». Por tal motivo, Wilson pedía la supresión de tal
disposición. Lady Tweedsmuir, de la delegación del Reino
Unido, manifestaba la posibilidad de abuso: «La expre-
sión “incitación al odio”, en particular, podría ser usada
por gobiernos sin escrúpulos para suprimir los verdaderos
derechos y libertades que el borrador del Pacto pretende
preservar». El representante sudafricano, Barratt, exponía
sus dudas sobre las buenas intenciones soviéticas afirman-
do que «era irónico como mínimo que el representante
soviético hablara tanto de prohibir la propaganda bélica
en el mismo momento en que el presidente del consejo de
ministros de la Unión Soviética se jactaba del tamaño
de sus bombas». El representante chino, Chiang, argu-
yó sorpresivamente contra los regímenes totalitarios que
controlaban los medios de comunicación, preguntándose
cómo la ley interna del estado podría prohibir la propa-
ganda bélica cuando es el propio estado quien la reali-
za. Igualmente, afirmaba, el problema no radica solo en
el odio racial, nacional o religioso sino en otra forma de
odio no igualmente vicioso y que está en la raíz de prácti-
camente todos las enfermedades del mundo de entonces:
el odio de clase: «En el plano internacional, la guerra de
clases se dirige hacia el derrocamiento de todos los gobier-
nos no comunistas; en el plano interno, provoca disturbios
y sangrientas guerras civiles».

nueva revista · 152 169


josé luis bazán

La continua insistencia del bloque soviético por cri-


minalizar los discursos bélicos, de incitación al odio (na-
cional, racial, religioso), fascistas y nazis, constituía una
evidente estrategia ofensiva con doble finalidad: a) legi-
timar sus férreos sistemas de control y censura deslegi-
timando el discurso de Estados Unidos y de su prensa,
al que acusaban de belicista y de fomentar del odio; y
b) excluir al comunismo de la lista de doctrinas del odio,
que quedaban así centradas en el fascismo/nazismo y
las que promovían la discriminación racial. Una diabó-
lica coartada que jugaba con la bondad declarada de la
finalidad, en evidente contradicción con la realidad prác-
tica, sangrienta y opresora, de los sistemas comunistas.
El comunismo internacionalista buscaba respetabilidad
mediante trampas lingüísticas en las que no pocos bie-
nintencionados estados cayeron sin querer percatarse
de los efectos que tales formulaciones podrían traer a
la libertad de expresión en años venideros. Intelectua-
les neomarxistas que, afortunados, gozaban de libertad
de expresión en las democracias occidentales, apunta-
laban con sus publicaciones doctrinarias las tesis so-
viéticas buscando crear un clima de opinión favorable
a tales propuestas. Marcuse, por ejemplo, en su ensayo
«Tolerancia represiva» (1965), no siente pudor alguno en
sostener que «la tolerancia que amplió el alcance y con-
tenido de la libertad fue siempre intolerancia contra los
protagonistas del status quo represivo. [...] La tolerancia
libertadora significaría, por tanto, la intolerancia contra
los movimientos de la derecha y la tolerancia de los mo-
vimientos de la izquierda».

170 nueva revista · 152


discurso del odio, corrección política y libertad de expresión

El doble rasero en la lucha contra la intolerancia duran-


te las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial es
elemento insoslayable del análisis histórico de la doctrina
que actualmente llamamos hate speech, tanto de buena
parte de sus formuladores teóricos como de la praxis que
el bloque comunista mantuvo en los foros internaciona-
les. Abatido el sistema comunista en los años ochenta por
la evidencia de los hechos históricos que lo cuestionaban
estructuralmente, y la fortaleza de las ideas y creencias
de tantos que lo combatieron, es irónico que cierta inte-
ligentsia occidental que sostenía, con distintas variantes e
intensidades, ideas de matriz neomarxista en las socieda-
des libres, aparezca como abanderada de la lucha contra
la intolerancia practicando la intolerancia. La corrección
política (de la que la doctrina del discurso del odio es una
concreta expresión con estatuto legal) entró en escena en
los ochenta y noventa en los campus de las universidades
norteamericanas, donde se sucedían con cierta frecuencia
los episodios de intolerancia contra quienes osaban cri-
ticar a ciertos grupos minoritarios que parecían gozar de
protección privilegiada.

EL ODIO CONTRA EL DISIDENTE

Actualmente, el poder del activismo que representa la co-


rrección política es inmenso y se ha extendido tentacular-
mente en todos los ámbitos del espacio público, excluyendo
manu militari del debate temas de extraordinaria relevancia
social con acusaciones ad hominem que buscan la denigra-
ción del disidente. La corrección política tiene, además, la
enorme ventaja para sus partidarios, afirma Jonathan Chait

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josé luis bazán

(«Is Political Correctness Good for the Left?», New York


Magazine, 2015), de eximirles de argumentar su posición
ideológica. La corrección política es, simplemente, una
estrategia ideológica que busca la adquisición y el man-
tenimiento del poder a través del secuestro del lenguaje.
De esta forma, el abuso del «discurso del odio» se ha con-
vertido en una verdadera espada de Damocles que pende
sobre todo aquel que exprese sus ideas críticas respecto de
personas o grupos ideológicamente privilegiados, aunque
carezca de ánimo de injuriar o no incite objetivamente a
la violencia
Allison Pearson se preguntaba meses atrás, en un ar­
tículo publicado en telegraph.co.uk, cómo era posible que
la policía del sur de Yorkshire fuera incapaz de investigar
multitud de denuncias contra hombres que violaron a
1.400 niñas durante 16 años en la localidad de Rotherham.
El hecho de que los criminales fueran varones de origen
paquistaní propició que tanto las autoridades municipales
como policiales hicieran la vista gorda para no ser acusados
de racismo. Y es que en los sistemas legales europeos se ha
generalizado la inclusión de disposiciones que penalizan el
llamado «discurso del odio», a pesar de que no existe un
concepto universalmente aceptado de hate speech. El Co-
mité de Ministros del Consejo de Europa se refiere a él en
su recomendación 97 (20) como «toda forma de expresión
que divulga, promueve o justifica el odio racial, la xeno-
fobia, el antisemitismo y otras formas de odio basadas en
la intolerancia, incluyendo: la intolerancia expresada por
el nacionalismo agresivo y el etnocentrismo, la discrimi-
nación y la hostilidad contra las minorías, los migrantes y

172 nueva revista · 152


discurso del odio, corrección política y libertad de expresión

las personas de origen inmigrante». La pregunta que surge


es: ¿por qué se condena el odio en tales casos y no en
otros? ¿Por qué no se condena como hate speech la pro-
moción del odio entre clases sociales, o contra los disca-
pacitados, los no nacidos o los ancianos, grupos sociales
no menos «vulnerables»? Por otro lado, es evidente la
enorme dificultad para perfilar nítidamente los conceptos
utilizados, lo que en la práctica lleva a una peligrosa in-
terpretación expansiva que pretende hacer pasar por hate
speech la «promoción de los estereotipos» (uno de ellos
sería, por ejemplo, defender el matrimonio exclusivo entre
varón y mujer). Este instrumento plantea enormes proble-
mas desde el punto de vista de su compatibilidad con el
principio de tipicidad penal: salvar tal objeción aludien-
do a los conceptos jurídicos indeterminados que también
aparecen en otras normas penales es una salida demasiado
fácil que deja la cuestión básica sin responder, porque el
problema no es la indeterminación a priori, sino la subje-
tividad sustancial que exige la determinación, que atenta
nuclearmente contra la objetividad requerida penalmente,
aunque esta sea a posteriori.
Como sostiene The International Civil Liberties Allian-
ce, la aplicación de la prohibición legal del llamado dis-
curso del odio y las legislaciones antidiscriminación dan
lugar a numerosos efectos no deseados, a pesar de las
buenas intenciones y nobles metas que persiguen. Tales
efectos perversos son extensos, y tienden a estigmatizar a
personas y grupos que poseen puntos de vista disidentes.
Ello se debe a que tales legislaciones suelen formularse
de modo excesivamente amplio, vago e impreciso, dando

nueva revista · 152 173


josé luis bazán

lugar a fórmulas abiertas que aumentan el riesgo inhe-


rente de abuso en la aplicación. Un ejemplo de ello sería
la Decisión Marco 2008/913/jai del Consejo, de 28 de
noviembre de 2008, relativa a la lucha contra determi-
nadas formas y manifestaciones de racismo y xenofobia
mediante el derecho penal. Pero también contribuye a
tales efectos tanto el celo excesivo de las autoridades y
la explotación abusiva que de tales disposiciones hacen
grupos radicales que buscan silenciar las críticas y anular
al disidente. En última instancia, el efecto producido es
que tales legislaciones se convierten en herramientas de
represión más que en vehículos de protección de la li-
bertad. Numerosos casos revelan tales prácticas abusivas,
algunas de las cuales han sido recogidas por Paul B. Co-
leman (Censored: How European ‘Hate Speech’ Laws are
Threatening Freedom of Speech, Kairós, 2012), que mues-
tra cómo se inician investigaciones policiales e imponen
sanciones civiles, e incluso penales, por criticar ciertas
políticas migratorias, al islam, al modo de vida homo-
sexual, a los doctores que cometen abortos, etc. La cues-
tión no es, obviamente, si se concuerda o no con tales
críticas o se las considera fundadas o infundadas, sino si
resulta aceptable en una sociedad democrática prohibir-
las legalmente.
Cierto es que el Pacto de Derechos Civiles y Políticos
de 1966 afirma que el ejercicio de la libertad de expresión
«entraña deberes y responsabilidades especiales» (artículo
19.3), y puede restringirse por ley siempre que sea nece-
sario para asegurar el respeto a los derechos o a la repu­
tación de los demás, proteger la seguridad nacional, el or-

174 nueva revista · 152


discurso del odio, corrección política y libertad de expresión

den público, la salud o la moral públicas (el artículo 10.2


del Convenio Europeo de Derechos Humanos —cedh—
añadirá, además, la defensa de la integridad territorial, la
seguridad pública, evitar la divulgación de informaciones
confidenciales y garantizar la autoridad y la imparcialidad
del poder judicial). Más allá de la recta aplicación de tales
limitaciones (incluidas la prohibición de la injuria o ca-
lumnia —con independencia del grupo al que pertenezca
la víctima— y la instigación directa a la violencia), o del
abuso de derecho ex artículo 17 cedh, la restricción de la
libertad de expresión es difícilmente conciliable con los
principios democráticos.

REFLEXIÓN FINAL

No cabe duda de que la armonía social es indispensable


para la coexistencia pacífica entre las personas, pero la paz
social en una sociedad libre no excluye el debate crítico
sobre toda cuestión de relevancia social. En tal sentido,
afirma el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que
la libertad de expresión protege no solo el contenido, la
forma y el tono de las informaciones e ideas recibidas favo-
rablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino
también las que «ofenden, resultan chocantes o perturban
al Estado o a una parte de la comunidad» (Handyside c.
Reino Unido, 1976, ap. 49), excluyéndose la incitación
a la violencia, a la resistencia armada o la insurrección.
Ciertamente, el Estado democrático de derecho debe pro-
teger a toda persona de la violencia, de la incitación a la
violencia (cuando existe un riesgo real e inminente de que
una expresión la desencadene, incluyendo la apología del

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josé luis bazán

terrorismo), y de la intimidación y el acoso. Pero no bene-


ficia al bien común social la exclusión de ningún asunto
del debate público, la expulsión del disidente mediante su
estigmatización, ni la manipulación lingüística que utiliza
clichés (v.gr., la retahíla de presuntas «fobias») para man-
tener el control ideológico del espacio público. 

176 nueva revista · 152


CULTURA

NUEVA REVISTA, UN
FUERTE EN EL CAMINO

Miguel Ángel Gozalo

Con motivo de los veinticinco años de Nueva Revista, ofrece-


mos a nuestros lectores como primicia y por cortesía de su
autor, Miguel Ángel Gozalo, un capítulo del libro Periodismo,
latín y todo lo demás. Aproximación a Antonio Fontán, un libe-
ral en la Transición. El libro estará próximamente a la venta en
todas las librerías.

En el último recodo del camino, Antonio Fontán pensó que


sacar a la calle otra revista de pensamiento era una buena
idea. Al país no le vendría mal que, en medio de cierto des-
concierto, alguien ofreciese «un espacio dedicado al análi-
sis de la realidad contemporánea y a la reflexión sobre ella
en los órdenes de la cultura, de las mentalidades, del arte
y de la política». No era una empresa sencilla, pero tampo-
co suponía volver a los tiempos heroicos de La Actualidad
Española. Fontán tenía una gran experiencia profesional y
algunas cosas que decir. En el fondo, esa búsqueda de la
verdad a través de la reflexión le había acompañado toda

nueva revista · 152 177


miguel ángel gozalo

la vida. Ya en 1956, en uno de sus primeros trabajos («Los


tópicos y la opinión»), había escrito: «Tenemos un deber
de claridad al mismo tiempo. Porque la historia es siempre
irreversible y, en definitiva, lo que nosotros digamos o es-
cribamos ha de ser el báculo en que apoyarán su vacilante
caminar todos los hombres».
Ese espacio era como un fuerte en el camino de la con-
quista del Oeste ideológico, una empresa siempre inaca-
bada en la que había que avanzar y saber resistir.
El socialismo se había quedado con la herencia de la
llamada Transición. Tras las dos victorias electorales de
Suárez, ucd había empezado su desintegración. Había
sido, como tituló Rodolfo Martín Villa sus memorias de
aquel periodo, «una empresa para la Transición». Pero el
cóctel preparado por Suárez con la colaboración de diver-
sos políticos centristas, a la izquierda de la Alianza Popular
de Fraga y a la derecha del psoe de González, se fue deses-
tructurando, como algunos platos de la «nouvelle cuisine».
La tortilla española (más bien una tortilla paisana, llena de
ingredientes, y no la clásica francesa, el sobrio plato pre-
ferido y casi habitual de Adolfo Suárez), que era la Unión
de Centro Democrático, se fue desintegrando. Francisco
Fernández Ordóñez se pasó a los socialistas tras fundar un
partido transitorio, provisional y polivalente, de esos cuyos
militantes caben todos en un taxi, llamado pad (Partido
de Acción Democrática) y que en el fondo era un dimi-
nuto Partido Socialista deseoso de ser acogido en la casa
paterna, como ya ocurrió con la formación de Tierno Gal-
ván. Otros, como Miguel Herrero, uno de los padres de
la Constitución, descubrieron que el liderazgo de Suárez

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nueva revista, un fuerte en el camino

hacía aguas por todas partes. La metáfora del «ruido de


sables» acompañaba el creciente malestar, que llevó a la
enigmática dimisión de Suárez y dejó a Leopoldo Calvo
Sotelo muy disminuido ante las elecciones de 1982, que
supusieron un resonante triunfo para el hombre que se
había apropiado del eslogan del cambio, Felipe González.
El rodillo socialista fue implacable. Tras su primer éxi-
to en las urnas, y una segunda legislatura controlada por
aquel abogado laboralista sevillano, al que en los tiempos
peliculeros de una clandestinidad tolerada por el tardo-
franquismo se conocía por «Isidoro», Fontán decidió hacer
algo: él y sus afines tendrían que opinar. Era como un to-
rero retirado que vuelve a la arena. Así nació Nueva Revis-
ta, de Política, Cultura y Arte, un ambicioso empeño que,
afortunadamente, le ha sobrevivido.
El primer número de Nueva Revista salió a la calle en
febrero de 1990 y fue presentado en sociedad el día prime-
ro de ese mes con un cóctel al que asistieron los miembros
del amplio consejo editorial (que entonces eran 32, pero
que fueron aumentando con el tiempo), políticos, aca-
démicos, empresarios, periodistas, diplomáticos, amigos
y viejos lectores del periódico que había dirigido Fontán y
había saltado por los aires hacía quince años, pero que
durante mucho tiempo, como se comprobaría más tarde,
mantendría flotando en el ambiente la nube provocada por
su voladura.
En una de las fotos de la reseña del acto, publicadas
en el número de marzo de Nueva Revista, Fontán levanta
la copa brindando por el futuro de la publicación, rodeado
del ambiente feliz que acompaña este tipo de actos a los

nueva revista · 152 179


miguel ángel gozalo

que acude «el todo Madrid». Antes había explicado las pre-
tensiones de la naciente publicación con un breve discurso
que era un trasunto del primer editorial, titulado, signifi-
cativamente, «Libre y plural»: «Nueva Revista se propone
ofrecer un espacio de reflexión y un lugar de encuentro en
torno a las cuestiones políticas, culturales, sociales, artísticas
y económicas que afectan a nuestra vida de españoles respon-
sables de finales del siglo xx. Queremos examinar, ahondando
en ello, lo que pasa entre nosotros y por qué, e interpretarlo
y contribuir con nuestros análisis a la modernización de la
mentalidad española. Los promotores y realizadores de Nueva
Revista participamos de una visión del mundo que se inscribe
en las coordenadas de un liberalismo español, solidario de la
historia y que proclama sin rebozos su respeto y su fidelidad
en relación con los valores de la tradición cultural de origen
grecorromano, enriquecida y sublimada por el cristianismo,
que definen la civilización de Europa y, en general, del he-
misferio que suele llamarse occidental. Hay otros espacios
culturales que también nos interesan y que aspiramos a com-
prender y a valorar. Pero el nuestro es, al fin y al cabo, el de la
tierra física y de la tierra histórica de nuestras raíces, el del
suelo en que se asientan nuestros pies».
Un hombre con bigote oscuro, de mirada honda y es-
crutadora, le observaba desde el fondo del salón del hotel
Villa Real de Madrid. Era José María Aznar, que, seis años
más tarde, llegaría por fin al Palacio de la Moncloa, arma-
do de la ardiente paciencia que, según el poeta Rimbaud,
(como había recordado Pablo Neruda en su espléndido
discurso de recepción del Nobel en 1971) era necesaria
para entrar, al amanecer, en las espléndidas ciudades.

180 nueva revista · 152


nueva revista, un fuerte en el camino

Fontán ya no aspiraba a conquistar nada. Solo, como el


Nobel chileno que había citado al desdichado poeta francés
en su discurso de Estocolmo, «a cantar y a que tú cantes
conmigo». El poder y las espléndidas ciudades, que lo con-
quistasen sus amigos y discípulos. Y así pasó. En los equi-
pos que accedieron a las tareas de Gobierno con José Ma-
ría Aznar tuvieron una presencia destacada los que algunos
llamaban «los chicos de Fontán». Aznar conocía muy bien
la historia de Fontán y el diario Madrid. Con ocasión de la
entrega del IV Premio de Periodismo Rafael Calvo Serer
a José Javier Uranga, en 2003, destacó la labor de los pro-
fesionales que trabajaron en el periódico, que «resistieron
con coraje moral y personal frente a los que querían hacer-
los desistir de sus ideas y pagaron por ello un alto precio».
La experiencia de Nueva Revista, como la de tantas pu-
blicaciones, ha sido un duro camino, con dificultades cre-
cientes, pero con satisfacciones indudables.
Ser una revista cultural desde la orilla conservadora, en
un país donde el llamado progresismo parecía una mercan-
cía de consumo obligatorio, tenía un objetivo claro: que se
viera que, frente al pensamiento único, había discrepancia y
pluralismo. Nueva Revista se movía con eficacia en un terre-
no pantanoso. No era ruidosa ni pedante. En vida de su fun-
dador (que contaba 66 años cuando lanzó la publicación)
se alejó tanto del sectarismo dominante como del complejo
de inferioridad. Los consejos de redacción, presididos por
la figura patriarcal de un Fontán en aparente buena forma
física, que tenía buen apetito y al que quizá le sobraban
algunos kilos, iban seguidos de animadas cenas en el restau-
rante Jai Alai, en las que se pasaba revista a la vida nacional.

nueva revista · 152 181


miguel ángel gozalo

La colección personal de Fontán de la revista, encua-


dernada en tela y cuero negros, con letras doradas y las
iniciales A. F. en el lomo, ocupa una pequeña estantería en
la sede de la Fundación Diario Madrid. Repasar esos tomos
es como asomarse a la historia reciente de España y a los
problemas de nuestro tiempo.
En el número 91 de la revista, correspondiente a los me-
ses de enero-febrero de 2004 (la publicación había pasado
a ser bimensual en su decimoquinto año, porque empe-
zaba a ser económicamente muy gravosa), Antonio Fontán
conmemoraba la efeméride con un artículo titulado «Nueva
Revista, año XV», en el que volvía a resumir lo que dijo en la
presentación a principios de febrero de 1990, «en un acto
sencillo, pero bastante concurrido», definiendo a la revista
como «libre y plural, sin adscripción a partidos políticos u
otras disciplinas ideológicas», condiciones que, según Fon-
tán, se habían cumplido con bastante rigor. «No quería ser
la empresa de una persona ni una bandera a la que apuntar-
se», señalaba, «sino un lugar de encuentro de periodistas,
políticos y profesores universitarios que compartían análo-
gas convicciones acerca de unos cuantos principios».
Tras recordar que varios de los miembros del consejo
editorial habían hecho algo parecido, veinte años antes, en
el Diario Madrid, y resumir esos principios en tres —la so-
lidaridad, sin confesionalismos, con la cultura cristiana; el
renovado patriotismo democrático español y el liberalismo
político, económico y social con toda la gama de variedades
dignas de ese nombre—, Antonio Fontán repasaba la amplia
nómina de responsables de la revista, los socios de la empre-
sa editorial, la variedad de colaboradores y articulistas y, so-

182 nueva revista · 152


nueva revista, un fuerte en el camino

bre todo, el amplio mosaico de temas que habían aparecido


en sus páginas (cerca de 3.000 trabajos en catorce años), en
los renglones de la poesía, las bellas artes, el cine, la música,
la economía, la religión, la ciencia y, por supuesto, la política.
Nueva Revista ha contado con varios directores (Anto-
nio Fontán, Pilar del Castillo, Rafael Llano y Álvaro Lu-
cas) y un consejo de dirección del que han formado parte
Manuel Fontán del Junco, Manuel Barranco, Javier Gomá,
Rafael Llano y Julio Martínez Mesanza. Todos coinciden
en destacar el ambiente estimulante que rodeaba aquella
empresa, hecha, como escribió Fontán, «sin estrechos ni
miopes sectarismos de escuela».
Hoy Nueva Revista es una publicación de la Universi-
dad Internacional de La Rioja (unir), y su director-editor
es el catedrático de Universidad, filólogo y profesor de In-
vestigación del Centro de Ciencias Humanas y Sociales
del csic, Miguel Ángel Garrido Gallardo, que, si cabe,
ha acentuado el perfil científico y la exigencia cultural de
la publicación. El profesor Garrido Gallardo no trató a
Fontán en sus años primeros, pero «se lo sabe» muy bien:
«Mucha gente me ha hablado de él, sobre todo como pro-
fesor: como el hombre que sabía latín, pero al que las cir-
cunstancias le empujan a hacer más cosas, al periodismo,
a la política. ¿Eso es así?».
Le digo al profesor que sí que era así, claro. La famosa
polipragmasia, que Miguel Hernández, el pastor de cabras
que era sobre todo perito en lunas, resumía en un ende-
casílabo: «Un amor hacia todo me atormenta». A Antonio
Fontán le interesaba casi todo y la política también, por
supuesto, como tan reiteradamente se ha venido contando

nueva revista · 152 183


miguel ángel gozalo

en esta crónica. Pero supo hacer de Nueva Revista una


publicación tolerante («era tolerante con los intolerantes»,
me dice Garrido), que analizaba los grandes asuntos sin
prejuicios y dejaba la letra pequeña de la política para las
sobremesas de las cenas de Jai Alai.
Muchos de los «chicos de Fontán» siguieron yendo
a esas cenas después de la conquista del ala oeste de la
Moncloa, aunque algunos participaron menos, quizá para
no contaminarlas de doctrina oficial. Garrido me había ex-
plicado qué era, según Fontán, lo esencial: «Fontán sentía
un compromiso personal con la política, como parte de lo
que tenía que hacer en la vida. Había que comprometerse
con el servicio público. Él sostenía que lo importante era
traer la democracia y, después, los matices».
A aquellos primeros quince años siguieron muchos días
más. Si Claves (editada por Prisa) era una publicación afín
al psoe, Nueva Revista lo era, prudentemente, al Partido
Popular. Un día, en un consejo editorial, alguien planteó
—con ese síndrome de Estocolmo ideológico que tantas
veces aparece entre los conservadores— lo preocupante
que era el desconcierto que vivía el Partido Socialista, hun-
dido en las encuestas, sin liderazgo interno y dando banda-
zos en cuestiones esenciales. (Situación que volvería a vivir
cuando, en plena crisis, con Zapatero imposibilitado para
un nuevo mandato, Rajoy mandó a Rubalcaba a la oposi-
ción.) Fontán —«fortiter in re»— cortó la sugerencia de
quien quería pedir ayuda para salvar al socialismo: «A Nue-
va Revista no le preocupa nada lo que le pase al psoe». 

184 nueva revista · 152


WHITMAN
O LA POETIZACIÓN
DE LA POLÍTICA

Josemaría Carabante

Hojas de hierba, el texto más conocido de Walt Whitman, ha


sido considerado el poema del Nuevo Mundo, la epopeya de
América y el canto de la democracia. En él Whitman combinó el
verso largo y las referencias políticas y sociales con una intensa
sensualidad. Además, la obra conoció muchas ediciones y al-
gunos cambios a lo largo de cuarenta años. La reciente edición
de la obra definitiva por Galaxia Gutenberg, a cargo de Eduardo
Moga, constituye una excelente ocasión para reflexionar sobre
las principales aportaciones de una de las obras más relevantes
de la literatura universal.

«El santo y seña del poeta es que anuncia lo que nadie


pudo predecir», explicaba Emerson en una de sus más co-
nocidas conferencias, «The Poet», y, sin duda, el padre del
trascendentalismo americano profetizaba con estas pala-
bras la aparición de Hojas de hierba, llamada a convertirse
en la biblia de la democracia y que auguraba la irrupción
de América —la América profética, como diría su autor—
en el escenario de la cultura.

nueva revista · 152 185


josemaría carabante

Whitman aprovechó el prestigio y la filosofía que estaba


alumbrando Emerson. Y pronto se le reprochó que hiciera
pública la carta que le envió el autor de Nature y que ya para
siempre estará unida a Hojas de hierba. En la famosa misiva,
Emerson felicitaba la primera edición de sus cantos, que
consideraba «la demostración más extraordinaria de ingenio
y sabiduría que haya alumbrado nunca a América» y que a
su juicio poseía la capacidad de «fortalecer y de alentar».
Ciertamente, Hojas de hierba dio a América lo que ne-
cesitaba: una cosmovisión poética que, alejada del estilo
importado del viejo continente, cantara la fundación de un
nuevo Edén, del paraíso democrático del hombre cotidiano,
con sus luchas, con su fuerza y con su generosidad. Con su
nobleza eléctrica. Una experimentación en verso, señalaba el
propio Whitman en uno de sus muchos prólogos, que simbo-
lizara el experimento que constituía la república americana.
El poemario supuso una ruptura y una novedad e incor-
poraba lo contemporáneo, versificando las calles y el oeste, la
naturaleza y el urbanismo, Nueva York y Manhattan. El uso
del verso libre y desordenado, su cadencia oracular, el tono
en ocasiones bíblico y en ocasiones de epopeya, su democra-
tización de la épica y la poetización de la obscenidad confor-
man una obra que surtió a América de una poderosa narrativa
cultural, importante también en su tarea de convertirse en
potencia del mundo.

UN LIBRO DE MUCHOS LIBROS

Hojas de hierba no es un poemario al uso, pues Whitman dio


al menos nueve ediciones a la imprenta, cada una de ellas
con algún añadido o con alguna modificación, incluso cam-

186 nueva revista · 152


whitman o la poetización de la política

biando a veces el orden de aparición de los poemas. Si tu-


viera que decirse algo característico del texto definitivo —o
el que Whitman consideró definitivo, mejor dicho—, es que
es un libro de libros, que creció de forma orgánica, sumando
elementos, poesías y motivos durante casi más de cuarenta
años y recogiendo alusiones a los acontecimientos históricos
de la época, como la Guerra de Secesión o ese mito poético
en el que convirtió Whitman el asesinato de Lincoln.
Tampoco Hojas de la hierba es solo un gran poema o
un larguísimo canto. Incluye elementos narrativos impor-
tantes y cierta densidad temática que obligan a leerlo casi
como si se tratara de un ensayo o una conferencia, como
aquellas que impartía con tanto éxito Emerson y que Whit-
man deseó imitar. Por eso en muchos sentidos puede ser
visto como el manifiesto más radical del trascendentalis-
mo, ese romanticismo democrático que procuró a Estados
Unidos su primera filosofía original. Tan diversos, en cual-
quier caso, son los versos como diverso y vasto era el con-
tinente que se abría para Whitman.
Más allá de todo ello, el éxito de Hojas de hierba es en
parte resultado de la estrategia del propio Whitman, que es-
taba obsesionado con su obra y que siempre estaba reescri-
biéndola. Se sabe que fue él mismo el autor de numerosas
reseñas; se sabe que tuvo cuidado y editó personalmente el
libro; se sabe, también, que lo vendía personalmente. Y son
conocidas sus quejas acerca de la incapacidad de la opinión
pública americana, que no advirtió la llegada de su más im-
portante y destacado poeta. Pero aunque es cierto que algu-
nos criticaron la obra, fue mejor recibida de lo que Whitman
sospechaba, tanto en Estados Unidos como en Europa.

nueva revista · 152 187


josemaría carabante

EL INDIVIDUALISMO DEMOCRÁTICO

Whitman ha sido considerado el «bardo del yo», pero en sus


cantos paradójicamente la entronización del individuo se
disuelve, sin negarlo, en la comunidad. Como quiso el tras-
cendentalismo, recuperó la inocencia del sujeto, la nobleza
del hombre cotidiano y su poder taumatúrgico y creador.
Y lo hizo para redimir a una sociedad que en la época de
Emerson, Thoreau y Whitman parecía condenada a repro-
ducir los males de la simulación, la hipocresía, el adocena-
miento y la desigualdad, es decir, a perpetuarse en el ritmo
decadente de la civilización burguesa.
Unos y otros vieron que la redención exigía restaurar
la unidad del espíritu y la naturaleza, superar las disyun-
tivas y convertir en heroico la genialidad de lo común. La
confianza que buscaba despertar Emerson está lograda por
Whitman con una retahíla de indirectas simbólicas que
ensoberbecen al ciudadano y lo divinizan. Porque la salva-
ción política y social dependía de ello: de que el hombre
de la calle se autorrepresentara como «depositario del es-
píritu divino».
«Canto el yo, una simple persona, un individuo; / sin
embargo, pronuncio la palabra Democrática», comienza
Hojas de hierba. Ese yo reiterativo no hace referencia solo
al autor de los poemas. De ahí que Whitman en muchas
ocasiones ponga Yo, así, en mayúscula. Puesto que pro-
nuncia «el santo y seña primigenio» y hace «el signo de
la democracia», el yo al que canta es uno de los que con-
forman la «camaradería», el nosotros unificado, y diverso,
del pueblo. Es significativo en este sentido uno de los poe-
mas de Cálamo, donde Whitman se defiende de algunos

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whitman o la poetización de la política

ataques: «Sé que me han acusado de querer destruir las


instituciones», explica, pero confiesa que ese no ha sido
su objetivo; los cantos tienen, más bien, la finalidad de
«establecer en Manhattan y en todas las ciudades [...] la
institución del amor de los camaradas».
A diferencia de otras ediciones, la presentada y traduci-
da por Eduardo Moga tiene la ventaja de ofrecer Hojas de
hierba completa, tal y como la presentó el autor de modo
definitivo, incluyendo también los sucesivos prólogos. Es
posible entonces ver los cambios temáticos y la diversidad
de las preocupaciones de Whitman. Mientras sus primeras
composiciones poéticas comparten con los trascendenta-
listas un trasfondo metafísico, las posteriores se traducen
en inquietudes políticas y sociales. Así, por ejemplo, Cála-
mo y Redobles de tambor, con el escenario de la historia y
la guerra americana, tienen fundamentalmente «una rele-
vancia política».
Los cantos contenidos en el libro son democráticos en
la medida en que la reivindicación de un yo originario, adá-
nico, hace nacer «el ferviente y aceptado desarrollo de la
camaradería [...] y todo cuanto conlleva, directa o indirec-
tamente, lo que hará que los Estados Unidos del futuro (y
nunca me cansaré de repetirlo) permanezcan eficazmen-
te unidos, intercalados, soldados en una unión viva». El
hombre que recupera Hojas de hierba es la individualidad
en esa diferencia y diversidad que implican las sociedades
modernas y sobre todo las contemporáneas, cuyo resulta-
do es un pluralismo en el que «lo diverso no será menos
diverso, pero todos fluirán y se unirán: / ya se unen», como
indica Whitman en Riachuelos de otoño.

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josemaría carabante

LA DESNUDEZ DEL HOMBRE

Con su objetivo de fundar poéticamente un mundo nuevo,


Whitman tenía también que desvencijar lo antiguo. Y esa
iconoclastia se percibe directa e indirectamente en mu-
chos de los símbolos que utiliza y en su insistencia por
agotar el pasado y lo nativo en su poética. La tradición, la
moral, la filosofía y todo lo que supone impiden la meta-
morfosis de la que depende la esperanza en un futuro, el
establecimiento de una nueva sociedad cuyo correlato «es
la Naturaleza», o, por decirlo de otra manera, el adveni-
miento de la democracia y el establecimiento de «una an-
cha humanidad, la verdadera América», a la que le espera
un futuro glorioso.
La irrupción del hombre común en el poema requiere,
primero, despertarle de su sueño para después retirar las
diferencias y naturalizar al individuo. «Somos Naturale-
za. Hemos estado ausentes mucho tiempo / pero hemos
vuelto», canta Whitman. Y exige al hombre de la calle que
abandone «toda pasada teoría sobre tu vida» y «toda con-
formidad con las vidas que te rodean». Venciendo la iner-
cia del mundo antiguo, muestra que lo más instintivo del
hombre se manifiesta también como reducto del espíritu.
Al revindicar al hijo de Adán, ensalza la caída originaria.
Precisamente en el juego de la corporalización —y en
la correlativa idealización de lo natural— Whitman descu-
bre lo que une a los sujetos, lo que termina identificándoles
como miembros de una sociedad unitaria. Su interés por in-
ventariar lo más connatural al hombre aparece en sus reite-
radas referencias al nacimiento o a la muerte, su insinuacio-
nes a la desnudez y en la obsesiva identificación del poeta

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whitman o la poetización de la política

con sus congéneres, tal y como sucede, por ejemplo, en uno


de los poemas más conocidos, «Los durmientes».
La democracia, pues, ha de devolver al hombre a su ori-
gen prístino, restaurarle en su unidad perdida, en su ino-
cencia extraviada pero sin orillar el pecado, a un orden,
en definitiva, que sacraliza lo natural. En este sentido, la
obscenidad de Hojas de hierba, que fue uno de los incon-
venientes que dificultó su recepción, también hirió a los
trascendentalistas. Lo mismo ocurrió con las insinuaciones
homosexuales que aparecen en algunos poemas. Pero Whit-
man fue más coherente al explicitar las consecuencias de
aquella espiritualización de lo natural que proponía Emer-
son y sus seguidores y fue sincero al exponer el furor sexual y
la violencia de lo instintivo que resulta de una comprensión
antropológica confusa y filosóficamente muy discutible.

EL HOMBRE, Y WHITMAN, COMO DIOS

Si se mantiene este hilo argumental, que subraya el mensa-


je emancipatorio del poema, tanto las inflexiones bíblicas
como el tenor salmódico de Hojas de hierba, y la prolijidad
de sus enumeraciones, acentúan su expresión profética,
pues auguran tanto la redención del hombre como el paraí-
so de una nueva América, el futuro del mundo. Whitman
quiso destruir lo que encadenaba al hombre, lo que justifi-
caba su servidumbre, pero reconoció que ya «está cumpli-
da la labor de los sacerdotes». Buscó «destruir al maestro»
y para ello se presentó bajo una apariencia mesiánica y
convocó a una clara naturalización de la escatología.
Así Whitman no solo divinizó la naturaleza al advertir
a Dios en cada hoja de hierba («Oigo y veo a Dios en cada

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josemaría carabante

objeto [...] / Veo algo de Dios en cada hora de las veinti-


cuatro, y en cada momento / En las caras de los hombres
y las mujeres veo a Dios»), sino que se divinizó a sí mis-
mo reconociéndose una capacidad por integrar y absorber,
por hacer suyas, todas las cosas para salvarlas. Se imaginó
inaugurando la llegada del superhombre, aceptando y afir-
mando la vida en toda su belleza y crueldad, en todo su
espectro de creatividad y pecado. Su talento poético por
asumir todo lo que hay de bueno, de indiferente y mise-
rable en el universo, tras constatar que todo lo cósmico
es un milagro perfecto y profundo, explica la constancia
y ritmo de sus letanías, las infinitas relaciones y catálogos
que son una de las características más significativas de sus
cantos.
Sin embargo, el endiosamiento del poeta se produce
paulatinamente y solo llega hacerse explícito en «Canto el
cuadrado deífico», donde se Whitman se proclama «Dios
de la alegría». Es un poema soteriológico, en el que, con
una somera recapitulación histórica de la religión, el poe-
ta aparece como epítome de la divinidad y la religiosidad
democrática que profetiza supone la consumación de toda
promesa, configurando una piedad política y paganizante
que en sus esfuerzos por divinizar y salvar al hombre ter-
mina suplantando lo sobrenatural. Para Whitman el poe-
ma mismo ha de manifestar, así, una teología y proponer
una nueva religión.

WHITMAN COMO PERSONAJE

En cualquier caso, Hojas de hierba sigue vigente y tal vez


más que nunca. Como se recuerda en el estudio introduc-

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whitman o la poetización de la política

torio a esta edición, Harold Bloom sitúa a Whitman como


el poeta más determinante del canon americano y sostiene
que, de algún modo, toda la poética posterior cuenta con
sus resonancias. Algo de verdad hay en lo que dice Bloom,
pues el verso libre, la tonalidad desordenada y la fagoci-
tación poética de lo ordinario y más cercano marcan gran
parte de las tradiciones literarias del siglo xx.
Sin embargo no debe olvidarse tampoco el trasfondo
cultural y el mensaje teórico que incluyen las Hojas. Antes
de poeta, el escritor americano fue periodista. Y siempre se
mantuvo cercano al latido de la calle y a las preocupaciones
del trabajador, del hambriento, del necesitado. Destacó ayu-
dando a los heridos de la guerra, visitando infatigablemente
hospitales y ofreciendo consuelo a los moribundos. La épica
que fundó se encuentra, claro está, alejada de las luchas pa-
tricias de las antiguas leyendas, pero ofreció la mitología de-
mocrática que una sociedad secularizada parecía necesitar.
Whitman acabó desesperándose y posponiendo la reden-
ción democrática que profetizó. En sus cantos, la dimensión
del presente se silencia poco a poco y aparece una modula-
ción hacia el futuro. Pero fue decisivo, junto con otros, para
que la cultura americana tomara su propio camino, liberán-
dose de la ansiedad de la influencia en su quehacer poético
y literario e independizándose espiritualmente, al menos un
poco, de sus formas caducas. Hojas de hierba sigue siendo,
a pesar del tiempo transcurrido y a pesar de todas las conse-
cuencias, la epopeya de la democracia. 

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LA GUERRA FRÍA
CALDEA LAS PELÍCULAS

José María Aresté

En el momento en que se cumplen 25 años de la caída del Muro


de Berlín, surgen nuevas tensiones entre Occidente y la Rusia de
Vladimir Putin. Y mientras, la ficción cinematográfica y televisiva
no deja de revisitar la época de la guerra fría.

El 9 de noviembre de 1989 ha pasado a la historia como el


día en que cayó el muro de la vergüenza que dividía Berlín
y, por tanto, Alemania. Las tensiones entre las dos grandes
superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, pa-
recía que iban a quedar relegadas definitivamente y para
siempre a los libros de historia. El cine de espías, tan de
moda en los años más álgidos de la guerra fría, prometía
quedar totalmente demodé. Curiosamente no ha sido así,
y mientras los sucesos de Ucrania y Crimea demuestran
que la historia nunca deja de sorprendernos, renace el in-
terés por mirar a través del cine y la televisión a esta etapa
del pasado reciente.
No hay más que ver el nuevo filme en que anda enfras-
cado actualmente Steven Spielberg: St. James Place, que
protagoniza Tom Hanks y que cuenta los esfuerzos de un

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la guerra fría caldea las películas

abogado americano reclutado por la cia para rescatar a


un piloto retenido en la urss; previamente, el cineasta de
Cincinatti había convertido a los soviéticos en los malos
de la función en Indiana Jones y el Reino de la Calavera de
Cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull,
2008). Tampoco conviene perder de vista la exitosa serie
televisiva The Americans, que creada por Joseph Weisberg
en 2013 describe las actividades de espionaje practicadas
por dos agentes rusos, Elisabeth y Philippe, con la tapade-
ra de que son marido y mujer con dos hijos, la típica y fe-
liz familia americana; tema también apuntado en El espía
(Breach, Billy Ray, 2007), basada en un caso auténtico. O
la adaptación de la emblemática novela de John le Ca-
rré, El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, Tomas Alfredson,
2011), donde Gary Oldman sustituye al Alec Guinness
de la miniserie televisiva Calderero, sastre, soldado, espía
(John Irvin, 1979). Suena además para los Oscar el do-
cumental Red Army (Gabe Polsky, 2014), que ahonda en
el valor propagandístico del equipo soviético de hockey
sobre hielo a través de quien fuera su capitán, Slava Fe-
tisov, caído en desgracia a los ojos de las autoridades que
antes le habían aupado a la categoría de héroe nacional.
También para Estados Unidos supuso una inyección de
moral, tras Vietnam, el Watergate y la invasión de Afganis-
tán por los rusos, la victoria en hockey en las Olimpiadas
de Invierno de 1979 descrita en El milagro (Miracle, Ga-
vin O’Connor, 2004). Igual que ocurrió sobre el tablero de
ajedrez, el triunfo de Bobby Fischer sobre Boris Spassky
en 1972, narrado en Sacrificio de peón (Pawn Sacrifice,
Edward Zwick, 2014).

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josé maría aresté

A la hora de pensar en la desaparición del telón de ace-


ro, sorprende lo imbricado que está el séptimo arte en to-
dos los órdenes de la realidad cotidiana, también con las
relaciones y la política internacionales. Pues sería un an-
tiguo actor de Hollywood de segunda fila, Ronald Reagan,
protagonista principal de la última etapa de la guerra fría.
Sus discursos como presidente de Estados Unidos llega-
ban al americano común, y ante él popularizó su programa
militar, la Iniciativa de Defensa Estratégica, aludiendo a
una película muy querida por el gran público, La guerra de
las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), mientras se
refería al enemigo, el imperio soviético, como al «imperio
del mal». Tampoco se debe olvidar la afición al cine de
Josef Stalin, el oficial del kgb Alexander Gashin le proyec-
tó privadamente en el Kremlin, en el periodo 1939-1953,
películas como Chapayev (Georgi y Sergei Vasilyev, 1934),
lo que inspiró a Andrei Konchalovsky El círculo del poder
(The Inner Circle, 1991).

UN POCO DE HISTORIA

Generalmente se suele considerar que la guerra fría que di-


vidió al mundo en dos bloques se inicia en 1947 y concluye
en 1991, aunque ya durante la Segunda Guerra Mundial,
e incluso antes, existían dos concepciones muy diferentes
del mundo y las libertades, que solo quedaron parcialmente
ocultas por la necesidad de aunar fuerzas contra un enemi-
go común, el nazismo y el fascismo que amenazaban con
adueñarse del mundo. Los acuerdos que siguieron a la gran
contienda, y el reparto de zonas de influencia, tienen reflejo
en películas que muestran ciudades divididas como Berlín

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la guerra fría caldea las películas

—Berlín Occidente (A Foreign Affair, Billy Wilder, 1946),


El buen alemán (The Good German, Steven Soderbergh,
2006)— y Viena —El tercer hombre (The Third Man, Carol
Reed, 1949), El Danubio rojo (The Red Danube, George
Sidney, 1949)—.
El temor a la posibilidad de que hubiera comunistas
infiltrados en Occidente entre los ciudadanos corrientes
tomó forma metafórica en la ciencia ficción de serie B,
donde no era difícil adivinar a quién representaban los be-
licosos alienígenas, o reconocer los miedos colectivos, en
títulos como El enigma de otro mundo (The Thing from
Another World, Christian Nyby y Howard Hawks, 1951),
Ultimátum a la Tierra (Day the Earth Stood Still, Robert
Wise, 1951) y La invasión de los ladrones de cuerpos (Inva-
sion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956).
La tensión de esos años derivó a veces en algo muy
próximo a la paranoia, con la famosa caza de brujas del
senador Joseph McCarthy y las famosas listas negras, tam-
bién en Hollywood. Como una justificación nada velada de
la delación de comunistas se consideró La ley del silencio
(On the Waterfront, Elia Kazan, 1954), donde el protago-
nista denuncia las prácticas gangsteriles que padecían los
trabajadores del puerto; mientras que la obra de teatro de
Arthur Miller de las brujas de Salem que daría lugar más
tarde a El crisol (The Crucible, Nicholas Hytner, 1996),
era justamente lo contrario, la plasmación en forma de
parábola histórica de la histeria colectiva. Este clima tan
enrarecido de la sociedad americana lo atrapó muy bien
Buenas noches y buena suerte (Good Night and Good Luck,
George Clooney, 2005), a partir de un caso tratado por

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josé maría aresté

Edward Murrow, pionero de la televisión en su programa


de la cbs See it Now.
De todos modos y sin restar importancia a los abusos
perpetrados, los temores no carecían de fundamento. Lo
recordaba Daniel (Sidney Lumet, 1983), adaptación de la
novela de E. L. Doctorow que se inspiraba en el caso real
del matrimonio Rosenberg, que vendieron secretos cien-
tíficos relacionados con la seguridad nacional a los rusos,
motivo por el que fueron condenados a muerte. Lo que ex-
plica tramas como la de Siete días de mayo (Seven Days in
May, John Frankenheimer, 1964), en que un grupo de mi-
litares americanos planea un golpe de estado para afrontar
con contundencia la amenaza soviética. O el personaje de
la madre en El mensajero del miedo (The Manchurian Can-
didate, 1962), también de Frankenheimer, que ve comu-
nistas por todas partes.
En general, el cine de los años cincuenta y sesenta es-
taba impregnado de tramas y subtramas sobre el peligro
rojo, a veces con pasajes próximos al panfleto, sirvan de
botón Fugitivos del terror rojo (Man on a Tightrope, Elia
Kazan, 1953) o el expresivo título Satanás nunca duerme
(Satan Never Sleeps, Leo McCarey, 1962), crítica sin con-
templaciones a la China comunista. Incluso una cinta so-
bre carteristas, Manos peligrosas (Pickup on South Street,
Samuel Fuller, 1953), enlazaba con una conspiración de
espías de altos vuelos.
Si bien nunca hubo enfrentamiento armado directo en-
tre rusos y americanos, conflictos regionales como los de
Corea y Vietnam les encontraban apoyando a bandos opues-
tos. El cine trataría profusamente estos conflictos bélicos,

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la guerra fría caldea las películas

y el caldo de cultivo contestatario estudiantil y pro dere-


chos civiles, dando pie a verdaderos subgéneros, que no es
cuestión de abordar aquí. Cara a la distensión, Morris West
imaginó la elección de un Papa ruso en una novela que tuvo
adaptación fílmica, Las sandalias del pescador (The Shoes
of the Fisherman, Michael Anderson, 1968), y la realidad
acabaría imitando al arte con el Papa polaco Karol Wojtiła,
actor principalísimo en el final de la guerra fría, y cuya vida
fue abordada en De un país lejano (From a Far Country,
Krzysztof Zanussi, 1981) y en la miniserie Karol (Karol, un
uomo diventato Papa, Giacomo Battiato, 2005). El papel de
Lech Wałesa y el sindicato Solidaridad lo trataría Andrzej
Wajda en tres películas, El hombre de mármol (Czlowiek z
marmuru, 1977), El hombre de hierro (Czlowiek z zelaza,
1981) y Walesa, la esperanza de un pueblo (Walesa. Man of
Hope, 2013). También, en el capítulo polaco, hay que ano-
tar Conspiración para matar a un cura (To Kill a Priest, Ag-
nieszka Holland, 1988), sobre el padre Popiełuszko. Sobre
la Primavera de Praga destaca la miniserie La zarza ardiente
(Horici ker, Agnieszka Holland, 2013), sobre las protestas
que incluyeron la autoinmolación a lo bonzo del estudiante
Jan Palach.

LA AMENAZA NUCLEAR

Las bombas de Hiroshima y Nagasaki convencieron al


mundo de que era posible la destrucción de la Tierra en
un conflicto atómico. Japón, como es lógico, era muy sen-
sible al tema, pero curiosamente su cine dio pie a una cria-
tura fantástica nacida de la radioactividad, luego adoptada
en Occidente, en Godzilla (Gojira, Ishiro Honda, 1954);

nueva revista · 152 199


josé maría aresté

más serias eran las miradas de Lluvia negra (Kuroi ame,


Shohei Imamura, 1989) y Rapsodia en agosto (Hachi-gatsu
no kyoshikyoku, Akira Kurosawa, 1991).
Existía una convicción de que el equilibrio era frágil,
y que un error o un calentón podían llevar la catástrofe,
como se mostraba en Punto límite (Fail Safe, Sidney Lu-
met, 1964), en que los bombarderos americanos no pue-
den dar marcha atrás, una historia revisitada en 2000 por
Stephen Frears. La misma confusión podía producirse
con submarinos incomunicados, base argumental de La
caza del Octubre Rojo (The Hunt For Red October, John
McTiernan, 1990) y Marea roja (Crimson Tide, Tony Scott,
1995). Hasta podía uno encerrarse en un refugio nuclear y
no enterarse de lo que ocurría fuera, premisa de la come-
dia romántica Buscando a Eva (Blast from the Past, Hugh
Wilson, 1999). Una contribución española al tema, en for-
ma de fábula pacifista, vino de la valiosa Calabuch (Luis
García Berlanga, 1956).
Completamente real, nunca estuvimos tan cerca del
desastre, fue la crisis de los misiles de Cuba, narrada con
detalle en Trece días (Thirteen Days, Roger Donaldson,
2000), y que curiosamente dio pie a una entrega de los mu-
tantes superhéroes de Marvel, X-Men: Primera generación
(X-Men: First Class, Matthew Vaughn, 2011). Mientras
que La hora final (On the Beach, Stanley Kramer, 1959)
seguía a los supervivientes de una catástrofe nuclear, lo
mismo que El día después (The Day After, Nicholas Me-
yer, 1983), que causó enorme impacto en su época por el
realismo con que se mostraban los efectos de la radioac-
tividad.

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la guerra fría caldea las películas

Desde el otro lado del telón de acero, la carrera por la


energía atómica y sus peligros solo se podían tratar cola-
teralmente por la férrea censura, pero resulta interesan-
te la cinta rusa 9 días de un año (9 dney odnogo goda,
Mikhail Romm, 1962), donde se mencionaban los riesgos
de la radioactividad que corren los científicos nucleares.
Muy original y ocurrente, dirigida en clave de slapstick
por un maestro de la animación, es la cinta rumana Han
robado una bomba (S-a furat o bomba, Ion Popescu-Gopo,
1961). Más tardía y directa es Incidente en las coordena-
das 36-80 (Sluchay v kvadrate 36-80, Mikhail Tumanish-
vili, 1984), en que unos pilotos soviéticos arriesgan sus
vidas ante el fallo del reactor nuclear de un submarino
estadounidense.

U N T O N O N O S T Á L G I C O Y R I S A S PA R A N O L L O R A R

La posibilidad de un error fatal que desencadenara una


guerra global, propiciado por los ordenadores, estaba en el
fundamento de la juvenil Juegos de guerra (WarGames, John
Badham, 1983). También miraban la época con nostalgia,
desde el punto de vista «teen», Viento del Oeste (Westwind,
Robert Thalheim, 2011), sobre dos mellizas de Alemania
Oriental con una prometedora carrera deportiva por delan-
te, que conocen a chicos de su edad de Occidente gracias
a un campamento en Hungría; la cinta animada El gigante
de hierro (The Iron Giant, Brad Bird, 1999); y Cielo de
octubre (October Sky, Joe Johnston, 1999), con la lucha
por la carrera espacial de rusos y americanos en primer
plano, algo que con tono casi documental hacía también
Elegidos para la gloria (The Right Stuff, Philip Kaufman,

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josé maría aresté

1983), que adaptaba la magna obra de Tom Wolfe Lo que


hay que tener.
Tal era la rivalidad en lo relativo a cohetes y naves espa-
ciales que, sobre la llegada del hombre a la Luna en 1969,
llegó a correrse el rumor de que las imágenes de Neil
Armstrong hollando la Luna eran un montaje al que había
prestado su pericia profesional nada menos que Stanley
Kubrick.
A la hora de afrontar las tensiones de la guerra fría, una
opción consistía en recurrir al humor: amable en Un gol-
pe de gracia (The Mouse that Roared, Jack Arnold, 1959),
Que vienen los rusos (The Russians Are Coming, Norman
Jewison, 1966) y en la saga basada en los libros de Gio-
vanni Guareschi, la amistad-rivalidad del cura católico y
el alcalde comunista de Don Camilo (Le petit monde de
Don Camillo, Julien Duvivier, 1962), muy «british» en la
Cuba de Nuestro hombre en La Habana (Our Man in La
Habana, Carol Reed, 1959), y más vitriólico en Uno, dos,
tres (One, Two, Three, Billy Wilder, 1961) y, sobre todo, en
Teléfono rojo volamos hacia Moscú (Dr. Strangelove or How
I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, Stanley
Kubrick, 1964), arriesgada visión de lo que podía suponer
la escalada nuclear. Incluso tener que refugiarse en una
embajada para escapar de las iras comunistas podía dar
pie a echar una buenas risas gracias a cierto cómico bajito
neoyorquino en Los usa en zona rusa (Don’t Drink the Wa-
ter, Woody Allen, 1994).
En la época del tímido deshielo de la Primavera de Pra-
ga fue posible rodar en Checoslovaquia ¡Al fuego, bombe-
ros! (Horí, má panenko, Milos Forman, 1967), donde el

202 nueva revista · 152


la guerra fría caldea las películas

homenaje por su jubilación al jefe de bomberos sirve para


poner suavemente en solfa la picaresca de los regímenes
comunistas. Y el trauma que supuso para los comunistas
convencidos la caída del muro dio pie a la agridulce come-
dia Good bye, Lenin! (Wolfgang Becker, 2003), en que el
protagonista trata de ocultar el hecho a su querida madre,
miembro del partido que ha estado en coma en los días
decisivos, para salvaguardar así su delicado corazón de so-
bresaltos.

ESPÍAS COMO NOSOTROS

Alfred Hitchcock hablaba del mcguffin para referirse a una ex-


cusa argumental que permitía desarrollar una historia, y en tal
sentido hay que señalar que el espionaje y enfrentamiento de
superpotencias poca importancia real tenían en Con la muerte
en los talones (North by Nortwest, Alfred Hitchcock, 1959) y
Cortina rasgada (Torn Courtain, Alfred Hitchcock, 1966), más
allá de permitir tener al espectador pegado a la butaca. Lo mis-
mo cabría decir de las cintas de James Bond de la guerra fría
como Desde Rusia con amor (Dr. No, Terence Young, 1963).
Más serias son las películas que adaptan novelas de
escritores de prestigio que supieron mostrar los dilemas
morales y la duplicidad típicas del mundo de los espías.
Aparte de otros títulos ya citados, Graham Greene dio pie
a Un americano tranquilo (The Quiet American, Joseph
L. Mankiewicz, 1958) y su remake El americano impasi-
ble (The Quiet American, Philip Noyce, 2002), y a El fac-
tor humano (The Human Factor, Otto Preminger, 1979);
mientras que John le Carré ha sido adaptado en El espía
que surgió del frío (The Spy Who Came in from the Cold,

nueva revista · 152 203


josé maría aresté

Martin Ritt, 1965), la miniserie La gente de Smiley (Smi-


ley’s People, Simong Langton, 1982) y La casa Rusia (The
Russian House, Fred Schepisi, 1990).
Un espía con carisma y cierto realismo es el Harry Pal-
mer creado por Len Deighton y que con la cara de Michael
Caine dio pie a Ipcress (The Ipcress Files, Sidney J. Furie,
1965), Funeral en Berlín (Funeral in Berlin, Guy Hamil-
ton, 1966) y Un cerebro de un billón de dólares (Billion Do-
llar Brain, Ken Russell, 1967). Otro escritor de best-sellers
llevado al cine han sido Frederick Forsyth con Odessa (The
Odessa File, Ronald Neame, 1974) y El cuarto protocolo
(The Fourth Protocol, John Mackenzie, 1987), de nuevo
con Caine,
Un esfuerzo por hacer historia de los servicios secretos
lo tenemos en El buen pastor (The Good Shepherd, Robert
De Niro, 2006), que cuenta cómo nació la cia. Mientras
que El caso Farewell (L’affaire Farewell, Christian Carion,
2011) subraya la contribución de la Francia de Miterrand
al desmantelamiento de la urss, restando importancia a
Reagan, incluso citando simbólicamente El hombre que
mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Va-
lance, John Ford, 1962), donde el presidente americano
sería James Stewart y el presidente francés John Wayne,
se aplicaría aquello de «print the legend».

GRAN HERMANO

Los regímenes totalitarios propician la sensación de que


cualquiera podría ser un confidente dispuesto a denun-
ciar actitudes cómplices con el imperialismo capitalista.
La idea de indiscretos micrófonos vertebra El oído (Ucho,

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la guerra fría caldea las películas

Karel Kachyna, 1970), donde un matrimonio bien situado


en la órbita del partido comunista está convencido de que
son espiados en su propio hogar. Y en la oscarizada La vida
de los otros (Das Leben der Anderen, Florian Henckel von
Donnersmarck, 2006), un funcionario de la Stasi acabará
cuestionándose la moralidad de sus escuchas a un cono-
cido dramaturgo.
La falta de libertades invita a la fuga, dejar atrás las ca-
denas del comunismo para entrar en un paraíso occidental
que no lo es tanto, y pagando un alto precio de familias
divididas, el temor a represalias y la sospecha sobre las
verdaderas razones que llevan a solicitar asilo político, algo
planteado por el cine alemán en West (Westen, Christian
Schwochow, 2013) y Barbara (Christian Petzold, 2012).
Un tono más peliculero pero sumamente eficaz preside
Noches de sol (White Nights, Taylor Hackford, 1984), pro-
tagonizada por el bailarín Mijaíl Baryshnikov, quien como
su personaje en el filme pidió asilo político una década
antes aprovechando una gira artística.

EL CINE DE LA ERA DE REAGAN

Tras las humillaciones sufridas por Estados Unidos en di-


versos escenarios durante la presidencia de Jimmy Carter,
el advenimiento de Ronald Reagan a la Casa Blanca de-
volvió parte del orgullo perdido a la ciudadanía, lo que se
reflejó en una serie de películas combativas y sin comple-
jos, terapéuticas pero infantiloides, donde el choque con
los rusos se saldaba siempre con la victoria de los Estados
Unidos. Fue rostro emblemático de este cine Sylvester
Stallone, de vuelta a Vietnam en Rambo (Rambo: First

nueva revista · 152 205


josé maría aresté

Blood Part II, George Pan Cosmatos, 1984), ayudando a


los rebeldes afganos frente a los invasores rusos en Rambo
III (Peter McDonald, 1988), o sacudiendo al impresenta-
ble boxeador soviético Drago, para vengar a su amigo Apo-
llo, en Rocky IV (Sylvester Stallone, 1985).
Amanecer rojo (Red Dawn, John Milius, 1984) plantea-
ba el intento de invasión de Estados Unidos por parte de
rusos y cubanos, que era convenientemente contestado.
Otro héroe de acción de menor calado era Chuck No-
rris, que protagonizó filmes como Invasión usa (Invasion
U.S.A., Joseph Zito, 1985). Mientras que Top Gun (Tony
Scott, 1988), que transcurre en una academia de pilotos
del ejército, se convirtió en banderín de enganche gracias a
sus atractivos protagonistas, Tom Cruise y Kelly McGillis,
formar parte de las fuerzas armadas estadounidenses había
dejado de ser por fin algo vergonzante. 

206 nueva revista · 152


RELIGIÓN

LA ENSEÑANZA DE LA
RELIGIÓN, ¿ES POSIBLE
UN DEBATE SERIO?

Felipe-José de Vicente Algueró

Cualquier cambio en los planes de estudios resulta, en el con-


texto político actual, polémico y ofrece ocasión para la bata-
lla ideológica. En la última reforma educativa se ha cambiado,
para mejor, la enseñanza de la asignatura de la religión, lo que
ha provocado un embate de los detractores de lo religioso. En
el siguiente artículo se explica lo razonable del nuevo estatuto
y se despejan algunas dudas y errores sobre la enseñanza de
las materias religiosas.

El estatuto académico de la enseñanza de la religión (ya


sea católica o de otras confesiones que tienen acuerdos
con el Estado) sigue siendo un tema no solo de debate, si
no de confrontación política en España. La mejora relativa
del estatus de la religión en la reforma educativa del go-
bierno del Partido Popular (Ley Orgánica para la Mejora

nueva revista · 152 207


felipe-josé de vicente algueró

de la Calidad de la Educación, lomce) respecto a la le-


gislación anterior (Ley Orgánica de Educación, loe) ha
vuelto a soliviantar a los partidarios de eliminar la religión
del currículo académico.
¿Es posible en España un debate serio sobre el tema? Al
margen de prejuicios o de opciones ideológicas, ¿se puede
enmarcar la discusión solo en términos jurídicos y acadé-
micos? Los argumentos contrarios a la enseñanza religio-
sa en la escuela suelen estar faltos de rigor tanto jurídico
como académico. El principal argumento contra la ense-
ñanza religiosa escolar es el eslogan «Fuera la Religión de
la Escuela», lo cual esconde la defensa de un modelo tan
confesional (el laicista) como el de imponer a todos la en-
señanza de la religión.
La principal plataforma contraria a la enseñanza reli-
giosa en los centros de enseñanza en España se agrupa en
torno a «Europa laica» (www.laicismo.org) que patrocina el
«Observatorio del laicismo». Basta darse una vuelta por los
argumentarios y documentos de esta entidad para ver cuál
es el punto de partida básico: Dios no existe, por lo tanto la
religión es un engaño y, en consecuencia, no se puede en-
señar a los niños y adolescentes un engaño. Es suficiente
con entrar en la web de «Europa laica» e ir a los apartados
«Ciencia y religión» y «Ateísmo», para ver que la negación
de la existencia de Dios es afirmada con la rotundidad de
un dogma…religioso.
¿Y si Dios existe? ¿Y si el ateísmo está equivocado? Esta
hipótesis no está contemplada por los laicistas, para quie-
nes la educación debe asentarse sobre el dogma inaltera-
ble de que Dios no existe. Curiosamente el punto de par-

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la enseñanza de la religión, ¿es posible un debate serio?

tida laicista es similar, pero en sentido inverso, al modelo


confesional imperante en España desde 1939 hasta 1978:
Dios existe, nadie puede dudar de su existencia, por lo
tanto, la educación debe asentarse en este principio y, en
consecuencia, la Religión ha de ser una asignatura obliga-
toria. Los dos planteamientos han desaparecido afortuna-
damente en el marco jurídico español y la Constitución de
1978 reconoce la libertad religiosa como un derecho fun-
damental que es negado implícitamente por los laicistas.
Una asociación de carácter laicista es la ceapa (Con-
federación Española de Asociaciones de Padres de Alum-
nos). En realidad, dicha entidad debería ser neutral, ya que
muchos padres que llevan a sus hijos a la escuela pública
son partidarios de la enseñanza de la religión. La ceapa
nunca ha preguntado a los padres de la escuela pública
si están de acuerdo con que los centros educativos ofrez-
can la enseñanza de la religión. Si lo hiciera se llevaría una
sorpresa. Según datos oficiales del curso 2013-2014, el
57% de los padres de la enseñanza pública piden religión
católica para sus hijos (67% en primaria, 40% en eso). A
estos datos se deberían añadir los que piden la enseñanza
religiosa de otras confesiones. A pesar de la tozudez de los
datos, la ceapa exige al gobierno, en la enmienda que
presentó en el Consejo Escolar del Estado al proyecto de
lomce, lo siguiente:

La laicidad de la enseñanza. Las enseñanzas de religión


se impartirán fuera del horario lectivo, se eliminará de los
impresos de matrícula la obligación de los padres de decla-
rar la propia religión o creencia, y se garantizará la libertad

nueva revista · 152 209


felipe-josé de vicente algueró

de conciencia de los menores. Las materias alternativas


dejarán de existir, al pasar a ser una actividad extraescolar
voluntaria. No obstante, el escenario adecuado para recibir
adoctrinamiento religioso no es un centro escolar, sino las
instalaciones religiosas existentes. En la escuela debe estar
presente lo que nos une y no lo que nos separa o enfrenta.

El texto de la ceapa es una buena síntesis de los tópi-


cos contra la enseñanza de la religión del laicismo y que
intentaré debatir a continuación, además de ser una toma
de postura escasamente democrática ya que jamás se ha
pedido la opinión de los padres de la escuela pública en un
tema tan importante.

E L M A R C O J U R Í D I C O E S PA Ñ O L

Como es imposible centrar el debate en si Dios existe o no


existe, lo más lógico y civilizado, tanto para creyentes como
para laicistas, sería circunscribirnos primero al marco legal
de un Estado de derecho como el español, en donde ningu-
na creencia (ya sea la religiosa o la atea) puede imponerse.
Por eso la libertad religiosa garantiza tanto el derecho a la
práctica pública y privada de una religión como a no practi-
car ninguna. El derecho a la libertad religiosa está en nues-
tra Constitución, en la Declaración Universal de Derechos
Humanos de la onu, de 10 de diciembre de 1948 (art.
18), en el Convenio Europeo de Derechos Humanos, de
4 de noviembre de 1950 (art. 9,1), en el Pacto Internacio-
nal de Derechos Civiles y Políticos, de 16 de diciembre de
1966 (art. 18,1), en la Declaración sobre la eliminación
de todas las formas de intolerancia y discriminación ba-

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la enseñanza de la religión, ¿es posible un debate serio?

sadas en la religión o convicción, de 25 de noviembre de


1981 (art. 1,1) y en la Convención sobre los derechos del
niño, de 20 de noviembre de 1990 (art. 14,1).
¿En qué consiste este derecho fundamental? Su concre-
ción práctica la encontramos en el artículo 9 del Convenio
Europeo de Derechos Humanos: «Este derecho implica la
libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como
la libertad de manifestar su religión o sus convicciones, en
público o en privado, por medio del culto, la enseñanza,
las prácticas y la observancia de los ritos». Así que la ense-
ñanza de la religión forma parte del derecho a la libertad
religiosa. Y así lo ha entendido el legislador español que
desarrolló este derecho fundamental en la Ley Orgánica
de Libertad Religiosa de 1980, en cuyo artículo 2.1 espe-
cifica el contenido material de la libertad religiosa señalan-
do, entre otros ámbitos, el siguiente: «Recibir e impartir
enseñanza e información religiosa de toda índole. Elegir
para sí, y para los menores no emancipados e incapacita-
dos, dentro y fuera del ámbito escolar, la educación religio-
sa y moral acorde con las propias convicciones». Este texto
se fundamenta en el artículo 27.2 de la ce: «Los poderes
públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para
que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que
esté de acuerdo con sus propias convicciones».
En el caso español, la enseñanza de la religión tiene tam-
bién otro importante referente normativo: los acuerdos entre
la Santa Sede y el Estado Español, de 3 de enero de 1979
(por lo tanto constitucionales, aprobados por las Cortes des-
pués de la Constitución). Pero estos acuerdos solo añaden
una especificación. La enseñanza de la religión tendrá la

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felipe-josé de vicente algueró

consideración de materia curricular «en condiciones equi-


parables a las demás disciplinas fundamentales». Es decir,
aunque se denunciaran los acuerdos, la enseñanza de la re-
ligión no podría salir de la escuela, ya que la formación reli-
giosa es un derecho reconocido en el artículo 27.2 de la ce
(y ampliamente comentado en diversas sentencias del Tri-
bunal Constitucional). Evidentemente, la denuncia de los
acuerdos haría que la religión perdiera su consideración de
materia equiparable a las demás.

EL MARCO INTERNACIONAL

Muchos lectores de ciertos medios de comunicación de


inspiración laicista pueden pensar que la enseñanza de la
religión en España es una especie de anomalía, que el
modelo establecido en la legislación educativa es algo ex-
traordinario, reaccionario e insólito en una Europa culta y
progresista. Pues bien, basta una simple información para
darse cuenta que lo absolutamente insólito y raro es el
modelo laicista. En la propia página web de «Europa laica»
—por lo tanto una fuente bien fiable en este punto— se
pueden obtener los datos sobre la enseñanza de la religión
en Europa. En dicha fuente se puede saber cuál es el es-
tatuto académico de la religión en 28 Estados europeos.
Falta Rusia que, recientemente, se sumó a quienes han
introducido la enseñanza de la religión, lo cual no deja de
ser sorprendente.
Si observamos los datos disponibles:
1.  En todos los Estados europeos la enseñanza de la
religión está en el currículo escolar. El modelo laicista solo
existe en Francia y aun de modo parcial: en Alsacia y Lore-

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la enseñanza de la religión, ¿es posible un debate serio?

na la enseñanza de la religión está en el currículo escolar;


en el resto de la República la enseñanza religiosa solo está
permitida en la enseñanza privada confesional (por otro
lado, subvencionada por el Estado) pero no en la ense-
ñanza pública. Llama la atención el caso de los antiguos
Estados comunistas: en lugar de seguir el modelo laicista
francés han seguido el modelo de escuela neutra: hay reli-
gión para quien la solicita.
2.  Básicamente hay dos grandes formas de establecer
la religión en el currículo. En unos Estados la enseñanza
de la religión es obligatoria y, por lo tanto, no tiene al-
ternativa, aunque se permite la exención. Es el caso de:
Dinamarca, Grecia, Luxemburgo, Malta, Noruega, Reino
Unido, Suecia y Turquía. En los demás casos predomina
el modelo español: la enseñanza de la religión tiene una
materia alternativa que suele ser la ética o la moral cívica
no confesional. El modelo religión/materia alternativa es,
por lo tanto, el mayoritario.

La enseñanza de la religión es normal en Europa con la


excepción parcial de Francia. Está en el currículo escolar,
normalmente con una carga lectiva entre una y dos horas
semanales tanto en la enseñanza primaria como en la se-
cundaria y dentro del horario escolar. De esta manera se
desarrolla el derecho a la libertad religiosa contenido en
las constituciones europeas y se da cumplimiento a una
recomendación del Consejo de Europa de 27 de enero de
1999 por la que se pide «fortalecer la enseñanza de las
religiones». Justo la recomendación contraria a la que re-
clama el laicismo.

nueva revista · 152 213


felipe-josé de vicente algueró

En todos los Estados donde la enseñanza de la religión


no es obligatoria son los padres quienes eligen esta materia
o su alternativa. Y, por lo tanto, los centros escolares de-
ben preguntarles si quieren o no que sus hijos la cursen.
Dicha pregunta no implica ni de lejos una obligación de
manifestar sus creencias religiosas, como acusa el texto
de la ceapa. No hace falta recurrir a la jurisprudencia
cuando el sentido común es suficiente: pedir para los hijos
la enseñanza de la religión no implica manifestar ningu-
na creencia, ya que la enseñanza de la religión no exige
ningún requisito formal de pertenencia a una determinada
confesión religiosa. Por ejemplo, no se pide el certificado
de bautismo para recibir enseñanzas de la religión católica.
Es más, muchos padres no practicantes consideran positi-
vo que sus hijos conozcan la religión católica, por diversas
razones. Un dato estadístico lo corrobora: el número total
de familias que piden la enseñanza de la religión católica
para sus hijos es superior a la de católicos practicantes.

ENSEÑANZA DE LA RELIGIÓN, ADOCTRINAMIENTO


Y RESPETO A LA CONCIENCIA

En el texto antes aludido de la ceapa el núcleo de su ar-


gumentación contra la enseñanza de la religión está justa-
mente en que dicha materia es un adoctrinamiento sobre
la conciencia moral de los niños. Desde el laicismo se es-
grime siempre el tema de la «libertad de conciencia» como
argumento supremo contraponiéndola a la enseñanza de
la religión como si fueran incompatibles.
En primer lugar habría que decir que el derecho a la
libertad de conciencia como tal no figura en la ce. El Tri-

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la enseñanza de la religión, ¿es posible un debate serio?

bunal Constitucional ha sentenciado que la libertad de


conciencia está implícito en el artículo 16 de la ce, jus-
tamente el mismo que reconoce explícitamente la libertad
religiosa. Para el mismo tribunal la libertad de conciencia
«supone no solo el derecho a formar libremente la propia
conciencia, sino también a obrar conforme a los imperati-
vos de la misma» (stc 15/1982, de 23 de abril). Así que
la libertad de conciencia tiene dos elementos materiales
que la sostienen: a) el derecho a formar la conciencia; b) el
derecho a actuar de acuerdo con ella.
¿Cómo se forma la conciencia? Probablemente los lai-
cistas estarán de acuerdo que la formación de la concien-
cia se realiza primariamente en el ámbito familiar. Son los
padres los primeros que forman la conciencia del niño y lo
hacen de acuerdo con algún fundamento, religioso o no,
pero en todo caso hay un sustrato ideológico-filosófico en
esta formación. Es también probable que otros laicistas
consideren que la formación moral debe administrarla el
Estado el cual crea una conciencia cívica en los ciudada-
nos. Pero también en este caso la formación de la concien-
cia se hará de acuerdo a unos presupuestos filosóficos pre-
vios, los que imponga más o menos sutilmente el Estado.
Para evitar la injerencia del Estado en el ámbito de la
conciencia, los países democráticos renuncian —al menos
formalmente— a cualquier intento manipulador de la con-
ciencia de sus ciudadanos. Por ello las constituciones re-
cogen la libertad religiosa y de enseñanza y atribuyen a los
padres la responsabilidad de la formación de la conciencia
moral de sus hijos de acuerdo con sus convicciones (la de los
padres, no las del Estado). Por eso, la ce recoge claramente

nueva revista · 152 215


felipe-josé de vicente algueró

el derecho de los padres a que sus hijos reciban formación


religiosa y moral de acuerdo a sus propias convicciones (art.
27.2 de la ce). Precisamente, al propiciar que en la escuela
exista la posibilidad de que los niños y adolescentes reciban
una educación moral de acuerdo con las convicciones de los
padres se están respetando sus conciencias y evitando un
adoctrinamiento contrario a las convicciones que los padres
quieren inculcar a sus hijos y que, obviamente, han de ser
respetuosas con el ordenamiento constitucional. ¿Qué es
más respetuoso con la conciencia de los alumnos, que reci-
ban una enseñanza moral de acuerdo con los presupuestos
ideológicos impuestos por el Estado o el profesor de turno,
o aquellos libre y previamente elegidos por los padres?
Sorprende que se considere un adoctrinamiento la en-
señanza de la religión cuando dicha enseñanza es volunta-
ria y libremente querida por quienes, en base al derecho a
la libertad religiosa, así lo eligen. En cambio, no se denun-
cian otros sutiles intentos de manipular la conciencia de
los niños y esta vez sin contar con la voluntad de los padres.
La asignatura «Educación ético cívica» es una materia
que el currículo loe sitúa en el 4º curso de la eso (orden
eci/2220/2007, de 12 de julio, por la que se establece el
currículo y se regula la ordenación de la Educación se-
cundaria obligatoria. boe 21-VII-2007). El bloque 2 de
contenidos, por ejemplo, se denomina «Identidad y alte-
ridad. Educación afectivo-emocional». Una educación de
este tipo incide en la conciencia moral del alumno y lo
ha de hacer necesariamente de acuerdo con unos presu-
puestos filosóficos. ¿Cuáles? El que quiera el profesor de
la asignatura, que pueden concordar con las convicciones

216 nueva revista · 152


la enseñanza de la religión, ¿es posible un debate serio?

morales que el alumno ha recibido en la familia o no. En


este segundo caso será un adoctrinamiento contrario a la
voluntad de los padres y, además, obligatorio. En conjun-
to, toda la materia de ética es susceptible de convertirse
en adoctrinamiento según el profesor que la imparta, ya
que es imposible una visión de la ética desligada de algún
presupuesto filosófico, ideológico o religioso (o antirreli-
gioso) previo. Un docente que impartiera esta asignatura
desde un enfoque antirreligioso estaría en su derecho, ya
que tiene libertad de cátedra y el programa oficial permite
diversos puntos de vista. Por eso, en otros sistemas educa-
tivos la ética aparece como alternativa a la religión.
Hay otros intentos más o menos sutiles de influir en la
conciencia de los alumnos de los que nadie protesta. Por
ejemplo, el nuevo currículo lomce de la materia filoso-
fía de primer curso de bachillerato incluye algo que hasta
ahora ningún currículo anterior exigía: la lectura obligato-
ria de determinados filósofos. Y no precisamente clásicos.
Así será obligatorio que los alumnos estudien textos de
R. Dawkins, el principal y más conocido teórico del ateís-
mo contemporáneo.

¿ H A D E S E R E VA L U A B L E L A A S I G N A T U R A
DE RELIGIÓN?

La primera razón por la que la asignatura de Religión ha de


ser evaluable es sencillamente porque así lo determinan
los acuerdos entre España y la Santa Sede al considerar
esta materia «en condiciones equiparables a las demás dis-
ciplinas fundamentales». No sería equiparable si las de-
más son evaluables y la religión no.

nueva revista · 152 217


felipe-josé de vicente algueró

Pero a los laicistas el argumento de los acuerdos les


incomoda enormemente, así que deberemos buscar otros.
Por ejemplo, cualquier profesor sabe que una materia, si
no es evaluable, deja de interesar al alumno y se convierte
de hecho en una «actividad» y no en asignatura curricular.
Esto es precisamente lo que pretende el laicismo: ya que,
por ahora, es difícil eliminar la asignatura de Religión, por
lo menos la degradamos académicamente.
Los laicistas consideran que no se puede evaluar una
materia que transmite una doctrina y una práctica reli-
giosa, unos sentimientos o unas actitudes personales que
son propias de la intimidad de la persona. Probablemente
los laicistas ignoran lo que se hace en una clase de Reli-
gión. Por mucho que lo repitan, la clase de Religión no es
una catequesis que prepara para recibir un rito religioso
(el bautismo, la primera comunión). En absoluto. Ningún
profesor de Religión vincula la enseñanza de la religión
con la práctica ni pregunta a sus alumnos si han ido a misa
el domingo.
Se ha criticado recientemente el nuevo currículo de
Religión católica por incluir el conocimiento de determi-
nadas oraciones. Con ello no se pretende que los alum-
nos recen, sino que conozcan algo tan intrínseco a una
religión como sus plegarias más importantes. Conocer el
padrenuestro no es ningún adoctrinamiento, es conocer la
oración más famosa, repetida y antigua de nuestra cultura.
Las clases de religión pretenden transmitir, como en otras
materias, un corpus de conocimientos, cuyo fundamen-
to epistemológico es la teología, de manera estructurada,
adaptada a la edad de los alumnos y con criterios didácti-

218 nueva revista · 152


la enseñanza de la religión, ¿es posible un debate serio?

cos. Por lo tanto es perfectamente evaluable si el alumno


ha asimilado esos conocimientos, independientemente si
los lleva a la práctica o no. Y es conveniente recordar lo
que la pedagogía moderna entiende por conocimientos:
contenidos conceptuales, actitudes, habilidades y valores.
¿Por qué la asignatura de Religión no puede incluir los
mismos elementos cognoscitivos que las demás?
No se evalúan prácticas personales religiosas de ningún
tipo ni tan siquiera que los alumnos hagan suyos los crite-
rios morales cristianos, solo que los conozcan. En cambio,
si observamos el programa oficial de la materia «Educación
para la Ciudadanía» (2º curso eso) nos encontramos con el
objetivo 2 que pretende «desarrollar y expresar los senti-
mientos y las emociones», algo que si se pretendiera en
la enseñanza de la religión como objetivo curricular es-
candalizaría a los laicistas. Y en la materia «Educación
ético-cívica» de 4º curso, encontramos como criterio de
evaluación: «Descubrir sus sentimientos en las relaciones
interpersonales». Nada de esto se encuentra en los pro-
gramas de Religión católica en vigor. ¿Se imagina el lector
qué pasaría si en la asignatura de Religión se evaluaran los
sentimientos de los alumnos hacia Dios?
En el currículo actual de la eso existe una franja hora-
ria de materias llamadas «optativas», la mayoría con una
carga horaria similar a la de la religión. Muchas de estas
materias son creadas por los propios centros y bastantes
son, de hecho, actividades complementarias bajo la cober-
tura de una asignatura. Y algunas tienen una carga ideo-
lógica adoctrinadora. Por ejemplo, la Junta de Andalucía
ha establecido como materia optativa «Cambios sociales

nueva revista · 152 219


felipe-josé de vicente algueró

y nuevas relaciones de género», que tiene como uno de


sus objetivos: «Comprender el funcionamiento del sistema
sexo-género como una construcción sociocultural que con-
figura las identidades masculina y femenina, propiciando
el conocimiento de uno mismo como sujeto social y favo-
reciendo la comprensión y el acercamiento a la realidad
del otro/a» (Orden de 10 de agosto de 2007, por la que
se desarrolla el currículo correspondiente a la educación
secundaria obligatoria en Andalucía). Y estas materias op-
tativas son todas ellas evaluables, cuentan para establecer
la nota media y para pasar de curso. ¿Por qué estas sí y la
religión no? Pues solo por motivos extraacadémicos.

EL PROFESORADO DE RELIGIÓN

Uno de los argumentos contra la enseñanza de la religión


es que el profesorado es nombrado por una institución aje-
na al Estado, la Iglesia, y eso, en un Estado no confesional,
es una grave afrenta para los laicistas.
La cuestión del profesorado de Religión es más bien
jurídica y consecuencia del derecho a la libertad religiosa.
Se trata de cómo se establece la «venia docendi» sobre una
determinada materia. En todas las materias, menos la Re-
ligión, el Estado concede la «venia docendi» en la escuela
pública mediante la previa comprobación de las capaci-
dades del candidato. Una vez efectuada la comprobación,
generalmente mediante unas pruebas selectivas, el Estado
garantiza la idoneidad del candidato para impartir unas de-
terminadas materias. Pero por ser España un Estado no
confesional, ¿puede el Estado garantizar la competencia
de un profesor sobre la enseñanza de la religión católica?

220 nueva revista · 152


la enseñanza de la religión, ¿es posible un debate serio?

En los Estados confesionales donde la religión es obliga-


toria, el Estado así lo hace: selecciona al profesorado de
Religión de la misma manera que si fuera de Matemáti-
cas. La aconfesionalidad del Estado obliga a un sistema
mixto: el Estado establece los requisitos de titulación (que
son idénticos a los exigidos al resto del profesorado), pero
alguien ha de certificar que el profesorado que imparte
Religión es competente y eso solo lo puede verificar cada
una de las confesiones religiosas que tiene acuerdos para
la enseñanza de la religión.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo así como la de
los tribunales europeos es clara: el principio de libertad
religiosa acoge el derecho de los padres a que sus hijos re-
ciban formación religiosa y moral de acuerdo con sus con-
vicciones. Si los padres eligen formación católica se supo-
ne que quieren que el profesor sea competente en Religión
católica, ¿y quién mejor que la autoridad competente de
la Iglesia católica para certificar esta capacitación? Para no
cansar al lector, bastará por traer a colación el caso de un
profesor español de Religión al cual se le retiró la «venia
docendi» por parte de la Iglesia y que recurrió al Tribunal
Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, el cual
falló en contra del recurrente. Los jueces estimaron que
no ha habido violación del artículo 8 de la Convención
Europea de los Derechos Humanos, ya que el derecho a la
libertad religiosa garantiza que la enseñanza de la religión
exige precisamente la capacidad, en este caso de la Iglesia
católica, para determinar la competencia del profesorado y
el Estado ha de ser neutral (Court Européenne des Droits
de l’Homme, Requête no 56030/07 sentencia de 15 de

nueva revista · 152 221


felipe-josé de vicente algueró

mayo de 2012). Creo que también es significativa la po-


sición del Tribunal Constitucional español: «La facultad
reconocida a las autoridades eclesiásticas para determinar
quiénes son las personas cualificadas para la enseñanza
de su credo religioso constituye una garantía de la liber-
tad de las Iglesias para la impartición de su doctrina sin
injerencias del poder público [...] y articulada la corres-
pondiente cooperación a este respecto mediante la contra-
tación por las Administraciones públicas de los profesores
correspondientes» (stc 15-II-2007).

EN LA ESCUELA DEBE ESTAR PRESENTE LO QUE


N O S U N E Y N O L O Q U E N O S S E PA R A O E N F R E N TA

Esta es la última requisitoria del texto de la ceapa. Y, efec-


tivamente, hay que darles la razón. En la escuela hay que
estar por lo que nos une. Pero ¿qué nos une? ¿Un modelo
escolar en donde millones de padres no pueden ejercer
su derecho a que sus hijos reciban enseñanza religiosa?
¿Nos une una escuela confesional en donde la religión o el
laicismo son obligatorios? Si dejamos de lado prejuicios y
modelos obsoletos, lo que nos une, o nos debería unir, es
una escuela que enseña a respetar la libertad y los dere-
chos de todos. Porque el problema no es enseñanza de la
religión sí o no, es libertad sí o no, es aceptar el pluralismo
sí o no. No me resisto a publicar un diálogo que reproduce
el pedagogo Gregorio Luri en su blog:
«Hoy me han llamado de varios medios, querían que les
confirmase por teléfono la posición que ya habían tomado
sobre el programa de educación católica elaborado por ca-
tólicos.

222 nueva revista · 152


la enseñanza de la religión, ¿es posible un debate serio?

—Me gustaría que me dieras tu opinión pedagógica.


—Es que aquí no hay un caso pedagógico.
—¿Cómo que no?
—Esto no tiene nada que ver con la pedagogía, sino con
los derechos civiles.
—¿Entonces te parece bien lo que dicen?
—A quien tiene que parecérselo es a los padres que li-
bremente eligen la asignatura de religión.
—Pero los padres no se leen los programas de religión.
—No, ni los electores los programas del partido al que
votan.
—¿Pero me puedes dar una valoración pedagógica?
—¡Y dale!
—¿Es que has visto lo que dice?
—Es lo que tienen los dogmas de una religión, que a
la gente del resto de religiones, les parecen mitos. Preci-
samente por eso hemos hecho del pluralismo uno de los
valores democráticos supremos. ¿Por qué no me preguntas
si soy partidario del pluralismo? ¿O dicen algo inconstitu-
cional? 

nueva revista · 152 223


LIBROS

Ignacio Peyró
POMPA Y CIRCUNSTANCIA. DICCIONARIO
SENTIMENTAL DE LA CULTURA INGLESA
Fórcola, Madrid, 2014, 1.033 págs., 49,50 euros

El
atractivo de la historia, la cul-
tura e incluso las formas británicas
es indudable en cualquier parte
del mundo. Y en términos políticos
las deudas que tiene la civilización
occidental con lo anglosajón resul-
tan evidentes. Por eso mismo, un
libro como el de Ignacio Peyró, que
trata de profundizar sobre los ele-
mentos, principios, hechos y perso-
nas que definen la cultura inglesa
resulta casi imprescindible. La tarea que se ha propuesto
es, claro está, inabarcable y uno tiende a pensar que, en
lo sucesivo, no habrá más que incluir y añadir voces a esta
enciclopedia que resume y condensa lo más idiosincrático
del mundo inglés.
El diccionario es monumental y permite tanto una lec-
tura seguida como una más selectiva, por voces y temas.

224 nueva revista · 152


p o m pa y c i r c u n s t a n c i a . d i c c i o n a r i o s e n t i m e n t a l d e l a c u lt u r a i n g l e s a

Además, Peyró ha buscado jugar con el lector y por ello es


interesante seguir sus recomendaciones y dejarse guiar en
ese viaje interno que propone con sus remisiones y refe-
rencias cruzadas. En ellas el lector puede ir de «Espías» a
«Cambridge», por ejemplo. O de «Disraeli» al «Croquet».
Aunque no pretende ser exhaustivo, lo cierto es que re-
sulta bastante completo y ofrece un panorama interesante,
plural y amplio de todo lo más significativo de esa cultura.
Como ensayo o como obra de consulta, e incluso como
narración, la lectura de este libro es especialmente reco-
mendable en un momento en que se pierden las formas y
se asiste a la entronización de la mediocridad.
Por otro lado, es acierto del autor el haber sabido com-
binar las voces más teóricas o cultas con otras que perte-
necen más a la cultura popular. Los de Bloomsbury, así,
aparecen cerca de Bádminton y Knox con James Bond,
por poner un ejemplo. O el Telegraph con The Economist
o Dunhill. Son numerosas, además, las dedicadas a perso-
najes e ingleses más representativos, como Shakespeare,
Rudyard Kipling o Thomas de Quincey, entre los escrito-
res, Churchill entre los políticos, o los miembros de la rea-
leza, incluida Lady Di.
El libro, en cualquier caso, muestra la pasión del autor
por un país y una tradición rica y versátil, epítome de lo
que se evoca bajo el término civilización. Peyró quiere re-
cuperar ese legado, proponerlo en un momento de crisis,
tanto para el Reino Unido como para Europa. De ahí que
no dude en confesar que el libro nace de su admiración
por la cultura inglesa y que constituye «un elogio de In-
glaterra y una reivindicación de lo mejor de su herencia».

nueva revista · 152 225


josemaría carabante

El retrato que Peyró ha compuesto de lo inglés muestra


las diferentes perspectivas de una cultura tan admirada
como envidiada. Tal vez de la envidia nazca cierta hos-
tilidad que no puede, en efecto, reprimir la admiración.
Cualquier cultura puede ser, si se exagera alguna de sus
dimensiones, ridiculizada. Pero lo cierto es que el libera-
lismo, como el conservadurismo, nacieron allí y es su sis-
tema político uno de los más eminentes monumentos a la
historia del espíritu humano.
Peyró no ha escondido, sin embargo, lo censurable, ni
oculta sus paradojas ni sus defectos. Porque el Reino Uni-
do es el lugar de lo snob y de la etiqueta, pero también del
amarillismo; el de la tolerancia, pero también de la hipocre-
sía. En cualquier caso, hacerse una idea de lo que conlleva
la referencia a lo inglés y a sus costumbres, penetrar y co-
nocer su cultura, exige leer y reflexionar sobre este libro. 

Josemaría Carabante

226 nueva revista · 152


Steven Maras
OBJECTIVITY IN JOURNALISM
Polity Press, Cambridge, 2013, 248 págs., 22,72 euros

El concepto de periodismo con el


que estamos familiarizados se defi-
ne en torno a una serie de variables.
De entre ellas, la más fundamental
quizá sea el respeto al ideal de la ob-
jetividad.
Frente a la multitud de cambios
formales, temáticos o incluso narrati-
vos que ha sufrido la actividad infor-
mativa, sigue existiendo un acuerdo
tácito pero unánime de que el periodismo no puede caer en
aquello que prohíbe este ideal. Cualquier texto que sea acusa-
do de tergiversar la realidad, presentar una versión intere-
sada de los hechos o directamente de mentir, es rechazado
inmediatamente como un ejemplo de periodismo. Podrá ser
propaganda o publicidad, pero no es periodismo.
Esta directriz procede del mismo nacimiento de la pren-
sa moderna. Durante el siglo xviii, las principales publica-
ciones periódicas circulaban exclusivamente entre los círcu-
los elitistas del poder económico y, sobre todo, político. Se
trataba de impresos impulsados por partidos políticos, por
sus facciones o líderes, en los que predominaba un conte-

nueva revista · 152 227


francisco segado

nido esencialmente opinativo. Su intención era propagar y


defender las posturas e idearios más que informar u ofrecer
una versión aséptica de los hechos.
Sin embargo, a principios del siglo xix se dan una serie
de cambios sociales que desembocan en la aparición de
un nuevo público lector. Las clases populares comienzan a
participar en política y su grado de alfabetización adquiere
cotas nunca vistas en la historia. Nace, así, otra demanda
de información y, por extensión, de periódicos. Este nuevo
periodismo, sin rechazar a la opinión ni a la toma de postu-
ras editoriales frente a temas polémicos o controvertidos,
buscará ofrecer una información fidedigna y veraz a sus
lectores. Este es uno de los puntos a partir de los cuales se
erige el compromiso periodístico con la objetividad.
En este manual se abordan los factores que influyeron
en el establecimiento de este ideal, así como las diferentes
modificaciones sobre un concepto tan claro y, a la vez, tan
variable como la objetividad. No obstante, la perspectiva
histórica es solo una parte mínima del contenido del libro.
El autor dedica otra serie de capítulos a las principales
críticas, al ideal de la objetividad periodística y, también,
a uno de sus conceptos centrales: los «hechos». Una vez
expuestas estas críticas, sintetiza las principales corrientes
que defienden este ideal, ya sea como un proceso activo
o pasivo. Del mismo modo, se expone con claridad y con-
tundencia los argumentos a favor y en contra de la obje-
tividad entendida como un compromiso ético o político.
Finalmente, el autor reflexiona sobre los desafíos con-
cretos a los que se enfrenta la objetividad en la actual so-
ciedad de la información. A modo de epílogo, se cuestiona

228 nueva revista · 152


objectivity in journalism

si la objetividad es un valor universal o es un producto del


contexto político y social en el que surge y se desarrolla.
Es decir, plantea si la objetividad solo es posible en las de-
mocracias parlamentarias occidentales y los mercados ca-
pitalistas o, por el contrario, puede crecer con sus propias
características en otros escenarios, como el caso de Asia.
Todas estas preguntas se presentan tanto desde un ar-
mazón teórico suficiente para iniciados en la materia como
comprensible para legos, acompañado de ejemplos reales
y prácticos en todo momento.
El periodismo está atravesando uno de sus momentos
de cambio más intensos y, probablemente, traumáticos
(¿desde?). Este libro supone una ayuda básica y útil para
entender cómo estas metamorfosis y zarandeos pueden
afectar al núcleo profesional y ético de la actividad perio-
dística: la objetividad. 

Francisco Segado

nueva revista · 152 229


Jaron Lanier
¿QUIÉN CONTROLA EL FUTURO?
Debate, 2014. 462 págs., 22,70 euros
Traducción de Marcos Pérez Sánchez

Entre ese «especialista en genera-


lidades» que con cierta guasa decía
Ferrater Mora de sí mismo y de los
filósofos, y el artesano de extrema
especialización y corto enfoque, hay
una cierta distancia que muchos
intentan salvar constituyéndose en
puente. Jaron Lanier puede que sea
desconocido para muchos, pero re-
sulta ser uno de los tecnogurús de
mayor graduación del mundo, inventor de la mitad de los
programas y las aplicaciones que todos manejamos en la
actualidad, así como de la expresión «realidad virtual» (que
ya quisieran muchos haber inventado). Es decir, un súper
artesano de su arte, un «tecnólogo», como dice de él mis-
mo. Y también quiere ser ese puente. Lo cual es muy loa-
ble, porque propone un encuentro que los del otro extremo
casi siempre desdeñan, satisfechos con sus tizas y los áca-
ros de los legajos. ¿Pero qué sería de la filosofía de la mente
si no hubiera leído una primera vez aquel artículo de neu-
rociencia? ¿O de la teoría del conocimiento? Igualmente

230 nueva revista · 152


¿quién controla el futuro?

podemos (y probablemente debemos) preguntarnos: ¿qué


será de la filosofía política si se limita a los Maquiavelo,
Toc­queville o Constant de siempre, o a los equivalentes
que el gusto personal aconseje? ¿Qué podrá decirnos acer-
ca de nuestra sociedad si ignora casi todo desde Sartori
para aquí, y no incorpora como mínimo una mirada a rea-
lidades tan desconcertantes como insoslayables, como son
la hiperconectividad, las decisiones en red, la instantanei-
dad informativa... y, por ejemplo, el hecho de que ya no
son los terratenientes acaudalados de Nueva Jersey los que
controlan las decisiones colectivas, sino, probablemente,
las compañías telefónicas con sus monstruosos servidores
casi clandestinos, por los que pasa toda esa información
económica, política y personal?
El título del libro sugiere prospectiva, evidentemente; y
sugiere también política, quizá eso que antes se llamaba filo-
sofía social, y hasta puede que algo de intriga tecnocientífica.
Probablemente tiene un poco de cada cosa (de prospectiva,
menos). Pero el que busque los comienzos de una nueva fi-
losofía política que incorpora los nuevos usos e instrumentos
de operatividad mostrada, por ejemplo, en la Primavera Ára-
be, se verá defraudado. El mejor tecnoartesano vuela hacia
la teoría pero al poco de despegar, en cada ocasión, descu-
brimos que tiene una pata atada a su ordenador, y con una
cadena más bien corta. Echamos de menos a cada párrafo la
continuación de la idea de cascadas de información de Sar-
tori, y su pérdida de gradiente, y la conversión de informado
en informador, y... no. A cada paso, Lanier parece que por
fin va a llegar a ese territorio, o a cualquier otro similar, pero
siempre, sin excepción, se queda posado en su teclado.

nueva revista · 152 231


rafael rodríguez tapia

No habría problema con ello, naturalmente, si no fuera


porque él afirma que habita en las estratosferas de la teoría.
Una sospecha se abre paso muy pronto en la lectura, en
cuanto ha mencionado por tercera o cuarta vez una cosa
que llama «Europa» o «los europeos», y que recuerda a
aquellos antiguos debates universitarios norteamericanos
en los que una de las conclusiones inevitables era que esa
cosa llamada «los europeos» eran liantes simplemente da-
dos a la sofistería: el autor sabe de lo suyo probablemente el
que más, pero no sabe de mucho más. Por ser más precisos:
puede que el libro sea perfectamente válido para gentes de
Empresariales o incluso de banca, porque Lanier reduce
todo al dinero, a la ganancia, a las oportunidades de bene-
ficios, al pago, al cobro y a la libre empresa. La tesis central
de la obra es, ni más ni menos, la siguiente: Internet, y todas
las empresas que viven en su órbita (es decir: casi todas las
empresas del mundo) están obteniendo permanentemente
información acerca de nosotros, y obtienen beneficios de
esa información; y eso está mal tal como se hace hasta aho-
ra, porque no nos pagan por esa información, cuando habría
mil modos de organizar ese pago, de modo que el espionaje
de nuestros emails, o simplemente de qué periódicos lee-
mos, ahora pueda convertirse en santo porque se haga a
cambio de un dinero (ínfimo, claro, pero ¡dinero!)
Hay que hacer un esfuerzo para comprender cómo La-
nier, probablemente una de las personas más informadas
del mundo, cree que el resto del mundo está organizado
igual que Estados Unidos. Por lo menos en Europa, de mo-
mento, no tenemos que negociar el seguro dental cuando
aspiramos a un trabajo, ni tenemos que reducir la venta de

232 nueva revista · 152


¿quién controla el futuro?

armas; ni estudiar en la universidad, por lo menos de mo-


mento, te deja endeudado de por vida. No celebramos el
thanksgiving ni se nos abren las carnes por tener un dni: la
observación no es banal, porque el autor basa en esto y en
cosas parecidas sus vaticinios acerca del futuro del mundo
en general. Si se salvan estos tropiezos, la lectura puede ser
de interés para quien se ha fabricado el proyecto de pros-
perar a costa de leer nuestros correos o de interrumpirnos
la lectura de un diario en Internet con publicidad de cami-
setas. Sí, un cierto aroma a trivialidad recorre las páginas
del libro, quizá de esquematismo muy de pragmáticos anti-
sofisterías, y desde luego viene a la mente aquella palabra
tan académica: reduccionismo. Hasta la genética es, para
el autor, nada más que una rama de la informática (página
148). ¿Cree el artesano que todo es su artesanía? Frecuen-
temente. ¿Es tan apolítico como continuamente afirma que
es? Evidentemente, no. 

Rafael Rodríguez Tapia

nueva revista · 152 233


Eric Voegelin
LAS RELIGIONES POLÍTICAS
Trotta, Madrid, 2014, 143 págs., 13 euros

Eric Voegelin fue uno de los pen-


sadores políticos más importantes
del siglo xx y sus teorías son tan
relevantes como las propuestas po-
líticas de H. Arendt o Leo Strauss,
por mencionar a algunos filósofos
significativos. Con ellos compartió
el exilio: por motivos ideológicos,
tuvo que abandonar Austria tras la
anexión alemana. Voegelin se había
destacado, desde los años veinte, por
su compromiso político y fue uno de
los primeros en denunciar las incoherencias de las teorías
biológicas de la raza y en augurar el totalitarismo nazi. Por
seguridad, tuvo que abandonar el viejo continente.
Pero lo cierto es que, pese a su relevancia teórica, la
obra de Voegelin no es apenas conocida. En castellano,
hasta el momento, se contaba con La nueva ciencia de la
política y El asesinato de Dios. Ahora, la editorial Trotta
ha traducido la primera obra importante de este autor,
Las religiones políticas, y junto a ella ha editado Ciencia,
política y gnosticismo. Falta todavía por traducir su obra

234 nueva revista · 152


las religiones políticas

más significativa, Order and history, con la que culminó


su trayectoria.
Sin embargo, esta última edición permite hacerse una
idea completa de cuáles son los temas que más inquieta-
ron a Voegelin y cuál fue su método. Las religiones políti-
cas, siguiendo la estela de la teología política, advierte de
las analogías entre religión y política y sostiene que toda
sociedad ha de responder al problema de la trascendencia.
En este sentido, Voegelin creía que la distinción entre in-
manencia y trascendencia era capital para la constitución
de la política y para generar orden. De hecho, cualquier
amenaza a esas dimensiones genera problemas sociales y
políticos, como explica en referencia a la modernidad,
Su interpretación del gnosticismo es quizá una de las
teorías más conocidas del autor. A su juicio, la Modernidad
tiene un origen gnóstico, en el que se inmanentiza la salva-
ción y paulatinamente se transforma en un explícito recha-
zo de la trascendencia. Las ideologías y los movimientos
de masas contemporáneos —entre ellos el nazismo y el
socialismo, pero también el democratismo— constituyen
formas espurias de lo religioso, pues adquieren las caracte-
rísticas y las hechuras de las religiones.
En Voegelin, sin embargo, la interpretación de la génesis,
el diagnóstico, ha de ir acompañado de la terapia. Lo trágico
del gnosticismo, o del origen gnóstico de la configuración
contemporánea de las ideologías, es no solo que reprimen
lo trascendente, sino que con ello nublan también el hori-
zonte del hombre. En efecto, la ideología arrostra todas las
dificultades y termina erosionando la dignidad humana con
la fuerza de su imposición. Por eso todo gnosticismo tiene

nueva revista · 152 235


alberto crespo

la ilusión de constituir un nuevo mundo, sea el de la socie-


dad sin clases o el de la raza o del superhombre, entre otros.
La terapia para Voegelin es retomar los aspectos cen-
trales de la metafísica clásica, sin dogmatismos ni reduc-
cionismo. Una investigación filosófica abierta al ser y la
verdad y que reviva la distinción clásica entre inmanencia
y trascendencia, sin que ello implique confusión entre re-
ligión y política. La apertura a la dimensión trascendente
restaura el equilibrio social y asegura el orden político, sin
incurrir en riesgos totalitarios.
Conviene leer estos textos: no solo por su claridad, sino
porque cuando se leen uno tiene la sensación de estar pre-
sente ante una filosofía profunda, original y auténtica. En
ellos, la teoría política, tan especializada y académica, se
depura filosófica y conceptualmente y se presiente la uni-
dad perdida de la reflexión filosófica. Como complemento
a estas obras, la edición cuenta con una presentación de
Josemaría Carabante y Guillermo Graíño que contextua-
liza la filosofía de Eric Voegelin y permite comprender en
toda profundidad el conjunto de sus aportaciones. 

Alberto Crespo

236 nueva revista · 152


Michel de Montaigne
ENSAYOS
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2014,
2.400 págs., 45 euros
Traducción y notas: Javier Yagüe Bosch

Aunque hablar de «edición definiti-


va» en el caso de un clásico es siempre
arriesgado y prematuro, esta nueva
edición de los Ensayos de Montaig-
ne publicada por Galaxia Gutenberg
merece ser celebrada, cuando menos,
como un acontecimiento editorial de
primer orden. Suele decirse que cada
época (o incluso cada generación) tie-
ne la obligación de volver a traducir
las obras clásicas, para reinterpretar-
las desde su lenguaje, desde su mundo, y devolverles el pál-
pito de la vida al contacto con los lectores del presente. Por
eso los clásicos nunca se terminan de traducir ni de editar.
Siempre se renuevan y dan más. No se agotan.
Por lo pronto, estamos ante la primera edición bilingüe
que se ha publicado en el ámbito hispánico, lo que ya por
sí solo añade un valor diferencial importante; el texto fran-
cés que se muestra enfrentado en las páginas impares co-
rresponde a la versión establecida por el especialista galo

nueva revista · 152 237


ernesto baltar

André Tournon. Además, la traducción del poeta y filólogo


Javier Yagüe Bosch se disfruta, en mi opinión, con una in-
tensidad que hasta ahora no era posible experimentar al
leer a Montaigne en castellano. De las versiones existen-
tes en nuestro idioma, esta es la que más se aproxima al
que debería ser el ideal en este caso: que se puedan leer
los Ensayos de Montaigne no tanto como un texto escrito
(precisamente esta obra, que inauguró un nuevo género
literario: el ensayo moderno), sino como una conversación
que el autor mantiene con sus lectores de forma relajada y
placentera, o más exactamente, como el soliloquio ameno
y variado de un amigo erudito en el transcurso de una pro-
longada sobremesa.
La traducción de Javier Bosch, forjada a lo largo de una
década de cuidadosa labor (la tarea le fue encargada por el
editor y catedrático de Literatura Comparada Claudio Gui-
llén, que murió en 2007), parece responder a dos criterios
fundamentales: la claridad —esto es, la inteligibilidad— y
la cercanía al lector actual. Sin menoscabo del rigor y la
exactitud, que son innegociables en cualquier traducción,
Yagüe ha tenido en cuenta la necesidad de atrapar litera-
riamente al lector de hoy y ha hecho un esfuerzo constante
de comprensión para hacer accesibles todos los pasajes de
la obra, incluidos aquellos que pueden resultar más com-
plejos o confusos en el original, reparando hasta en el más
mínimo detalle (pero sin perderse en arcaísmos, florituras
o rebuscamientos). El imperativo de «nunca traducir sin
entender», aunque parezca demasiado obvio o evidente,
no siempre es cumplido a rajatabla por los traductores. En
este caso sí.

238 nueva revista · 152


ensayos

En la polémica sobre cuál debe ser considerado el texto


canónico de los Ensayos (debate que ha mantenido entre-
tenidos a varios estudiosos franceses en las últimas dé-
cadas), André Tournon ha tomado partido de manera ter-
minante por el denominado «ejemplar de Burdeos», que
corresponde a la edición de 1588 anotada a mano por el
propio Montaigne con vistas a su edición definitiva (los in-
vestigadores descubrieron este ejemplar en una biblioteca
a mediados del siglo xix), y ha relegado como una segun-
da imagen complementaria la llamada «edición póstuma»,
publicada en 1595 al cuidado de la ahijada de Montaigne,
Marie de Gournay, que durante varios siglos ha sido consi-
derada la edición canónica. Por ejemplo, la edición más re-
ciente que se ha publicado en español, la de Acantilado de
2007, con traducción, introducción y notas de Jordi Bayod
Brau, se hizo siguiendo la edición de Marie de Gournay.
A pesar de que el estilo de Montaigne ha pasado a la his-
toria de la literatura como modelo de claridad, naturalidad y
sencillez (se suele decir que el autor francés carecía, precisa-
mente, de «voluntad de estilo»), Javier Yagüe advierte de las
dificultades que presenta su escritura a la hora de ser traduci-
da: la lengua antigua y el sentido dudoso de muchos vocablos,
giros y estructuras; el hilo entrecortado y sinuoso del pensa-
miento, abierto en multitud de ramificaciones y excursos;
el aspecto material del lenguaje... En muchas ocasiones, la
prosa de los Ensayos avanza mediante requiebros, sinuosida-
des y digresiones, lo que complica su trasvase a otro idioma.
Además, se producen constantes cambios de ritmo y de tono,
pues Montaigne compagina el detalle chusco con la reflexión
sutil, las doctrinas del pasado con la experiencia personal, etc.

nueva revista · 152 239


ernesto baltar

Por último, hay que destacar las anotaciones que, con


pulcra exactitud y moderada exhaustividad, arropan y en-
riquecen el presente volumen: se anotan las citas literales,
manteniendo en las poesías clásicas la forma del verso con
métrica regular castellana; se citan también las fuentes no
nombradas u «ocultas» (es decir, los préstamos y ecos de
autores clásicos, así como los ejemplos extraídos de flori-
legios o de libros de historia que Montaigne utiliza); otras
notas recogen datos geográficos, históricos y biográficos;
asimismo, se establecen sugestivas conexiones entre distin-
tos pasajes de los Ensayos. Estas notas son especialmente
útiles en una obra como esta, que fue construida por Mon-
taigne reuniendo materiales de muchos autores y obras clá-
sicas, como una especie de centón (o collage, según diría-
mos ahora, más posmodernamente).
El 28 de febrero de 1571, el día en que cumplía 38 años
de edad, Michel de Montaigne decidió retirarse en la sole-
dad de su castillo para consagrarse a la escritura de sus Ensa-
yos. Ahora, gracias a esta nueva edición, podemos hacerle una
visita en su torre y escucharle hablar a través de la lectura,
pues como dijo Ralph Waldo Emerson de esta obra funda-
cional del género ensayístico: «No conozco libro que parezca
menos escrito. Es el lenguaje de la conversación trasladado
a un libro. Cortad esas palabras y sangrarán: son vasculares,
están vivas». Volver a disfrutar, por ejemplo, de las páginas
dedicadas por Montaigne a la amistad, con su emocionado
recuerdo a Étienne de La Boétie (el autor de La servidumbre
voluntaria), es siempre una renovada maravilla. 

Ernesto Baltar

240 nueva revista · 152


José Fernando Calderero Hernández
EDUCAR NO ES DOMESTICAR.
EDUCANDO DESDE LA LIBERTAD,
EN LIBERTAD Y PARA LA LIBERTAD
Editorial Sekotia, Madrid, 2014, 286 págs., 18 euros

Educar no es domesticar es una obra


escrita en primera persona que nos
acerca a una forma de vivir la edu-
cación muy personal, desde las pro-
pias experiencias del autor.
Este hace un recorrido por los
distintos espacios y tiempos donde
se enseña y se aprende para llegar a
una definición propia de educación.
A continuación, recorre las prácticas
pedagógicas que leemos en los manuales de metodología
pero desde un ángulo muy personal: el vivido por el autor a
lo largo de sus años como docente en casi todos los niveles
educativos. El libro concluye con lo que llama ideas suel-
tas, sin que por ello sean menos importantes, y que abogan
por la idea de dejar que las personas se formen en libertad,
«enseñar a pensar, no es enseñar a que piensen como yo».
El libro comienza con las reflexiones en torno a los
principales conceptos que guiarán las reflexiones poste-
riores, mostrando un especial respeto por la palabra edu-

nueva revista · 152 241


blanca arteaga

cación reservada como una máxima que se irá edificando a


lo largo de sus páginas.
Inicia el camino en el espacio donde debe desarrollarse
la educación, situando el centro escolar como núcleo para la
formación y no por otra razón que el número de horas que
el niño/a pasa entre sus paredes; el autor defiende la im-
portancia del entorno familiar como lugar propicio para
la educación, si bien hemos de conjugar ambos espacios
para atender a la persona y que esta pueda desarrollarse en
libertad y plenitud.
En un encuentro con educadores católicos, Benedic-
to XVI (2008) señalaba así la importancia de educar en
términos de lo logrado, «la dignidad de la educación reside
en la promoción de la verdadera perfección y la alegría
de los que han de ser formados». Calderero parte de esta
cita literal (p. 22) para llegar a la necesidad de enseñar
con pasión para despertar la vocación, que debe culminar
en una contribución a la sociedad en forma de esperanza
para otros.
En un escenario educativo como el actual, donde tanta
importancia se le da al aprendizaje competencial, esta obra
nos invita a desarrollar a la persona desde su inherente «ca-
rácter personal» no vinculado a modas, instituciones, paí-
ses, ni otras vicisitudes parciales que limitan cada una de
las características de la naturaleza humana.
En un momento, donde los sistemas educativos a nivel
mundial dan cada vez más importancia a la calificación en
el proceso evaluador, se defiende la tesis de que la educa-
ción no debe limitarse a una medición concreta y numéri-
ca, dado que de esta manera estamos restringiéndonos su

242 nueva revista · 152


educar no es domesticar

naturaleza y restando, por tanto, a la complejidad y riqueza


del ser humano.
El autor nos aporta una definición propia de educación,
atreviéndose así a sentar bases con cada una de las palabras
que la componen y justificando su construcción de presen-
te y su contextualización de futuro, «educar es ayudar a
cada ser humano a establecer y mantener vínculos valiosos
con la realidad» (p. 40). La palabra que más puede esgri-
mirse como motor para los implicados en el escenario edu-
cativo es ayudar, dándole un sentido de despertar, buscar,
investigar... ser de alguna manera la razón para dar sentido
al «aprender a aprender» tan mencionado en las distintas
versiones de la legislación educativa española. Pero esta
ayuda ha de ser ajustada, de forma que la persona pueda
tomar consciencia de su dignidad y responsabilidad de de-
sarrollar su talento; parece acercarnos a la frase de María
Montessori refiriéndose a la mediación con el niño, «cual-
quier ayuda innecesaria es un obstáculo para el desarrollo».
Y, retomando esa idea de ayuda, debe considerarse en sen-
tido amplio haciendo consciente al estudiante de que «su
forma de ser, de pensar y de actuar no está condicionada
por la genética y por las influencias exteriores» (p. 69); el
autor lo expresa como una necesidad de desprogramación,
tanto para el educando como para los educadores, para evi-
tar esa expresión que zanja tantas conversaciones y actua-
ciones en el entorno educativo: «¡no puedo hacer nada!»
Con títulos que más bien parecen estados de ánimo,
nos abre pequeños textos que nos hablan de la curiosidad
y su importancia al aprender, del salir de uno mismo como
un encuentro con el otro, «cada educando y cada educador

nueva revista · 152 243


blanca arteaga

es persona, y la auténtica educación pasa necesariamente


por el establecimiento de vínculos valiosos entre ambos»
(p. 111).
Y ordenados con pequeños epígrafes que reflejan tiem-
pos, asignaturas o centros, conocemos al autor como maes-
tro y como directivo educativo. Lecciones que dar, pero mu-
chas también por recibir, gracias a las cuales hoy podemos
leer esta obra dinámica y optimista que nos habla de edu-
cación, pero también de amor, entrega, búsqueda... entre
otras palabras que parece que queremos dejar al margen de
los espacios escolares.
No podríamos terminar de hablar de esta obra sin ser
optimistas. Parece que en los últimos tiempos nos delimita
un cerco de pesimismo social, que ante la falta de expecta-
tivas que la crisis económica ha podido causar, no nos de-
jan tampoco ver en los ambientes educativos signos de po-
sitivismo. Pero Calderero sabe transformar cómo mirar las
cosas, quizá debido a esa inquietud intelectual y humana,
que los que tenemos la suerte de conocerle compartimos a
su lado, asumiendo esa «responsabilidad de la propia vida»
(p. 272) en nuestra tarea como aprendices del día a día. 

Blanca Arteaga

244 nueva revista · 152


Armando Pego Puigbó
XXI GÜELFOS
Editorial Vitela, Sevilla, 2014, 132 págs.

Existen dudas fundadas de que el


libro aquí reseñado en realidad haya
sido siquiera escrito. Las razones
generales que abogan a favor de tal
hipótesis no radican en la proce-
dencia de sus capítulos, publicados
originalmente en un blog dantesco
ad litteram (www.guidocavalcanti.
blogspot.com.es), sino en tres he-
chos muy amplios y a la vez muy
elementales: que la parte escrita de la obra de cualquier
autor humano, por rica que sea —tanto en cantidad como
en calidad—, siempre es más escasa que su obra no escri-
ta; que lo anterior sigue siendo verdad por extensa e in-
tensa que sea la obra escrita de un autor humano; y que la
mayor riqueza cualitativa —ciñéndonos ahora solo a esta
dimensión— de la obra no escrita de un autor constituye
un fenómeno meramente relativo. Esto es: que la obra no
escrita de un autor siempre es más rica que la escrita, en
todos los casos, pero siempre y únicamente en relación a
la obra escrita de esa persona, y no en términos absolutos.
Pues aunque siempre ocurre que la creciente extensión de

nueva revista · 152 245


carlos llinàs

la obra escrita de un autor es debida a la mayor riqueza de


su obra no escrita, no siempre tal cosa es, sin embargo,
claro indicio de la riqueza intrínseca de su creación. Y por
ello no resulta infrecuente que la mera cantidad de publi-
caciones de un autor en realidad no pruebe sino su indi-
gencia en comparación con la de otros. O que la obra bre-
vísima de uno sea inconmensurablemente más valiosa que
la casi infinita de otro. A veces hasta ocurre que el mejor
libro de un buen autor es el que nunca escribió. Los ca-
sos sorprendentes o paradójicos que los hechos mentados
propician son innumerables. Uno de los más llamativos, y
por eso nos detenemos en él, es que, en ciertas extrañas
ocasiones, incluso sucede que un libro escrito en realidad
forma parte de la obra no escrita de su autor.
En nuestra opinión —ya lo hemos dicho—, el libro de
Armando Pego Puigbó aquí presentado es precisamente una
de tales obras no escritas. Y lo es, a su vez, por tres motivos
fundamentales que lo sitúan en los antípodas de la presunta
excelencia que tanto obsesiona a la actual burocracia aca-
démica: porque está bien escrito, porque es reaccionario «a
su pesar» y porque, incluso a su pesar, es verdadero. Trate-
mos brevemente, y no de forma sucesiva sino en su interco-
nexión, estos tres aspectos.
El libro de Pego que ahora glosamos es de aquellos cuyo
riesgo más hondo —al que no dudan en precipitarse— ra-
dica en el hecho de estar bien escritos. La simple capaci-
dad (o, peor, la facilidad) para los enlaces sintácticos no
solo correctos sino creativos, así como para un vocabulario
chispeante y avasalladoramente superior a la media, de-
nuncia de inmediato la existencia de una fe lingüística y

246 nueva revista · 152


xxi güelfos

gramatical incompatible con la no existencia de Dios pos-


tulada por nuestro tiempo. ¿Quién se atrevería hoy, cier-
tamente, a declarar escrito un libro bien escrito? Natural-
mente, un reaccionario, aunque tenga que ser a su pesar...
Pero el riesgo de escribir bien un libro condenándolo,
así, a permanecer no escrito, radica igualmente en una se-
gunda cuestión de parejo alcance general: pocos parecen
contemplar hoy la posibilidad de que el énfasis puesto en el
componente retórico y literario de una obra no signifique
inmediatamente la evaporación de cualquier pretensión ve-
ritativa. ¿O acaso no ocurre que la atención centrada en los
modos del hablar y del escribir desafían per se, en nuestra era
postnietzscheana, la noción misma de una adequatio rei et
intellectus? Si el libro está bien escrito y es, por tanto, bello,
tal cosa significa, para la opinión imperante, que se instala
en la quiebra del verum y el pulchrum. El surgimiento de
la más mínima duda con respecto a lo absoluto de la men-
tada fractura implica, por supuesto, la ineludible expulsión
de lo escrito a las tinieblas de lo no escrito. A su pesar, un
libro que sobrelleva la sentencia que le impone no poder ser
verdadero más que siendo reaccionario: la conciencia de tal
condición atraviesa no solo los contenidos del libro de Pego,
sino también y sobre todo su forma, y esto tanto pasiva como
activamente —y de ahí que el riesgo del escrito acabe siendo
grandioso—. Un libro que solo puede ser redondo tomando
la figura de un estallido: el de la dinamita que la falsedad
insertó en la redondez de la verdad y que esta —la propia
verdad— no dudó en prender por mor de sí misma...
El libro que reseñamos, en efecto, aspira a superar en
su propio desarrollo fragmentario —a través de espléndi-

nueva revista · 152 247


carlos llinàs

dos paradigmas literarios, musicales, filosóficos, teológi-


cos...— el claroscuro de una neoescolástica del pseudo-
discurso posmoderno, aspiración tanto más grave (en el
sentido físico-etimológico del término) cuanto que no solo
no desconoce, sino que se asienta en los terrores de la
universal carencia de sentido del sentido transparente hoy
dominante, proponiendo un paso más allá del mismo que
en realidad se vuelve hacia arriba y hacia atrás...
En pocas palabras, y como obra de un laico que se rei-
vindica en cuanto tal contra toda especie de clericalismo
eclesiástico y antieclesiástico, el libro solo logra inscribirse
en el tiempo, que no escribirse, evocando la hoy cada vez
más ininteligible experiencia monástica de la palabra y de
lo eterno. Si se quiere comprender el contexto del texto,
pues, nada más necesario que releer el clásico de Dom
Jean Leclercq, El amor a las letras y el deseo de Dios, al que
el propio Pego dedica uno de los capítulos de su Paraíso.
En el título de la introducción de este extemporáneo im-
prescindible (Gramática y escatología —el mismo que el del
capítulo de Pego dedicado a rememorarlo litúrgicamente),
el lector encuentra el subtítulo real —por supuesto, ausen-
te— del libro reseñado: la clave más determinante de su
tan intempestivo como inevitable carácter no escrito.
Alguien dijo unas décadas atrás que «hay cristianos que
consiguen hacer tan invisible su cristianismo que en el
mundo solo pueden percibirse paganismo e idolatría». No
es este, sin duda, el caso de Armando Pego Puigbó y sus
XXI Güelfos. 

Carlos Llinàs

248 nueva revista · 152


Alejandro Rubio San Román
y Elena Martínez Carro
JUAN BAUTISTA DIAMANTE
Y SU FAMILIA JUDEOCONVERSA
Hebraica Ediciones, Madrid, 2013, 186 págs.

Un viejo diario, un álbum de fotos,


un portafolio lleno de documentos,
legajos olvidados en una biblioteca...
Tras ellos van los biógrafos con el ob-
jetivo de escribir la vida de un hom-
bre o una mujer cuyas acciones han
trascendido y pasado a la historia.
Resaltar aquello que lo distingue de
la mayoría, o lo acerca; descubrir el
detalle que reafirma o niega su ima-
gen impulsa la tarea de quienes aspiran revelar facetas ig-
noradas o reafirmar con nuevos datos lo ya conocido sobre
el personaje. Es esta su meta, atractiva y utópica a la vez.
Los estudiosos de las obras literarias no escapan a esta
fascinación por conocer al ser de carne y hueso. A la lec-
tura profunda de un poema, novela o drama se suma la
curiosidad por conocer el germen de la creación, aquello
que impulsa a un escritor a escoger determinados tópicos
y cómo estos obedecen a su manera de sentir y percibir, de
estar en el mundo. Tal propósito conduce a los críticos a

nueva revista · 152 249


mireya fernández merino

convertirse en «escarbadores de vidas» y recorrer las hue-


llas de ese ser particular y sus circunstancias.
La inclinación por una época y un género, el teatro áureo,
y la figura de un dramaturgo menor, Juan Bautista Diamante
(1659-1687), llevan a Rubio San Román y Martínez Carro a
internarse por el laberinto de legajos en el Archivo de Proto-
colos de Madrid, el Archivo Histórico Nacional y las parro-
quias de San Ginés y San Sebastián de Madrid. Búsqueda y
hallazgo de manuscritos sustenta el contenido del volumen,
afán de ubicar al personaje en el contexto histórico y fami-
liar de aquella España del siglo xvii, de enriquecer los expe-
dientes ya conocidos sobre los que se apoyan investigaciones
previas dedicadas a explorar la vida del poeta; de ratificar
datos y desmentir otros.
Los autores aspiraron, como bien señalan en la intro-
ducción, a enriquecer la biografía de este dramaturgo de
prolífica obra, y matizar las afirmaciones que se han difun-
dido sobre su vida de manera arbitraria; subsanar los equí-
vocos y ofrecer conclusiones más mesuradas sobre ella.
El empeño se cumple en el sobrio trabajo de 186 páginas.
Dos grandes bloques conforman el libro impreso. Una
primera parte, Estudio, reúne en veinte entradas los ha-
llazgos en torno a la biografía de Juan Bautista Diamante,
cuyos títulos orientan al lector acerca de su contenido: los
orígenes familiares del poeta, los negocios de la familia,
las acusaciones de judaísmo, el ascenso social, los círculos
literarios a los que accede Diamante, su éxito como dra-
maturgo, su ordenación como presbítero...
La segunda parte la integran un conjunto de anexos
donde los autores explican los criterios que han orienta-

250 nueva revista · 152


juan bautista diamante y su familia judeoconversa

do la edición, la abreviaturas, los índices onomástico y de


notas léxicas, así como la bibliografía de consulta que ha
servido de marco de referencia a la investigación, base del
diálogo para presentar los propios hallazgos.
Se suma a estas dos partes una tercera, recogida en
formato de cd, que contiene la transcripción de ochenta y
cinco documentos, de diverso género: partidas de bautis-
mo de Juan Bautista Diamante y de otros miembros de su
familia, partidas de matrimonio de sus padres y hermanos,
poderes, testamentos, partidas de defunción; corpus que
sostiene el trabajo y testifica la ardua y minuciosa tarea
de búsqueda, y que representa uno de los valores de esta
edición. Otros son también los méritos.
Los especialistas reconocerán el esfuerzo realizado de
compilar los documentos dispersos relacionados de manera
directa o indirecta con Diamante y su familia, así como la
transcripción de los mismos, en la que han buscado man-
tener la fidelidad a los manuscritos originales y el respeto a
las formas lingüísticas de la época. Labor encomiable que
testificamos cuando, habiendo concluido la lectura del li-
bro y contagiados por la curiosidad de leer viejos legajos
—modernizados sus textos siguiendo las actuales reglas de
la rae—, exploramos algunos de los documentos, entre
ellos el número 73 (Petición de admisión de Pablo Dia-
mante e Isabel Morales como Familiares de la Inquisición),
y comprobamos la extensión de este solo archivo que reúne
una serie de escritos diversos recogidos por los fiscales in-
quisidores, la riqueza de datos que iluminan los hasta aho-
ra claroscuros en la vida del dramaturgo y ratifican, como
acabamos de expresar, el tesón y meritorio quehacer de los

nueva revista · 152 251


mireya fernández merino

biógrafos. Igualmente significativo es el diálogo continuo


con los trabajos que anteceden al presente —los de Cota-
relo y Mori, La Barrera, Pringle, entre otros— y que sirve
de telón de fondo sobre el que medir el alcance de los datos
inéditos aportados por la presente investigación.
Los menos expertos en el teatro del Siglo de Oro y de
sus poetas menores, pero interesados en esta etapa de es-
plendor literario, agradecerán que, detrás de la sobriedad
expositiva, los autores logran recrear con precisión el esce-
nario social y familiar sobre el que se erige la vida de Juan
Bautista Diamante; una radiografía individual, familiar y
colectiva que nos hace comprender mejor la relación entre
el poeta y su obra. 

Mireya Fernández Merino

252 nueva revista · 152


Dorothy Day
LA LARGA SOLEDAD
Editorial Sal Terrae, 2000, 304 págs., 16 euros
Traductor: Ramón Ibero Iglesias

La larga soledad, publicado en inglés


en Nueva York en 1997 y traducido
al castellano en 2000 por la editorial
Sal Terrae, es la autobiografía de una
periodista bohemia y luchadora a fa-
vor de los derechos humanos y los
pobres, forjada en el crisol del pensa-
miento político y literario del neoyor-
kino Greenwich Village de los años
veinte del pasado siglo xx. Mujer de
clase media, hija de un periodista protestante, sufragista,
escritora social y política, intelectual de Greenwich Village,
activista laica tras su conversión a la Iglesia católica y madre
de una hija.
Fundó en Nueva York el periódico The Catholic Worker,
revista mensual dirigida a los trabajadores, que Dorothy Day
y Peter Maurin, su mentor, habían empezado a vender en
Nueva York a principios de mayo de 1933. Con las ganancias
del mismo su finalidad era financiar y convivir con pobres y
desahuciados en una red de granjas de acogida distribuidas
por muchas ciudades y pueblos de Estados Unidos. La base

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magdalena aguinaga

teórica de Peter Maurin, un curtido campesino francés y


polifacético, emigrado en 1909 a Canadá y luego a Estados
Unidos, consistía en lograr una síntesis de «culto, cultura y
cultivo». Convencido de que el ser humano no desarrollaba
su dignidad y felicidad humanas sin aquella síntesis, propo-
nía un modelo de «sociedad en la que a las personas les sea
más fácil ser buenas, pues es sabido que cuando las per-
sonas son buenas, son felices». Quería que los hombres y
mujeres produjeran lo que necesitaban, a fin de que hubie-
ra suficientes viviendas, alimentos y ropas para todos. Todo
ello regido bajo el mandamiento cristiano del amor, en su
sentido más auténtico.
Se mostraba contrario a vivir de la beneficencia del Es-
tado, prefería promover el movimiento agrario como único
remedio contra el desempleo y la irresponsabilidad. Allí
les proporcionaban comida, techo y trabajo en la construc-
ción de dichas casas para pobres y enfermos. Era un modo
concreto de pasar de la doctrina evangélica a la práctica.
A esta iniciativa se unían muchos voluntarios entre estu-
diantes universitarios, gente que colaboraba con sus do-
nativos, trabajo, bienes y artistas que pintaban cuadros o
ilustraban viñetas de su periódico, ya que veían un modo
práctico de vivir la caridad con los indigentes y hacerles
conscientes de su dignidad humana.
Tras la conversión al catolicismo y buscada por Peter
Maurin a quien conocía por sus escritos en la prensa so-
bre inquietudes sociales por los más indigentes, Dorothy
se unió a su propuesta. Se pronunciaba en sus artículos a
favor del pacifismo, de la no violencia, poniendo su vida y
escritura al servicio de los pobres y marginados, viviendo

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la larga soledad

en medio de ellos y recorriendo Estados Unidos de norte a


sur y de este a oeste para abrir granjas de acogida.
Dorothy, en sus orígenes como periodista, escribía ar-
tículos sobre obras literarias, conoció y trató a famosos
escritores norteamericanos, viajaba, participaba en míti-
nes políticos con sus antiguos amigos comunistas, infor-
maba de piquetes con motivo de huelgas y trabajó en la
Liga Antiimperialista hasta su conversión al catolicismo.
Luego su trabajo ya se centró en escribir para The Catho-
lic Worker y así obtener fondos para recoger a gente sin
recursos y atenderlos en todos los aspectos.
Una vez, a sus setenta años, Dorothy Day fue invitada a
dar una conferencia a universitarios de la Universidad de Har-
vard de la ciudad de Nueva York, en su propia casa de acogida
en St. Joseph’s House en el Lower East Side de Manhattan,
sobre su experiencia vital y profesional, y les dijo:
«Cuando yo tenía vuestra edad, las mujeres no podían
votar, y los pobres no podían confiar en nada que no fuera
la caridad de los ricos. Recuerdo que siendo niña pregun-
té a mi madre por qué, por qué unos pocos tenían tanto
y muchos tenían poco o nada. Entonces ella me dijo que
“no hay explicación para la injusticia; simplemente existe”.
Creo que me he pasado la vida intentando hallar una ex-
plicación a esta pregunta y tratando de cambiar las cosas,
solo un poco, y creo que eso es lo que las personas como yo
deberían hacer: si a nosotros nos han ayudado en la vida,
¿por qué no ayudamos nosotros a otros a que tengan tam-
bién alguna oportunidad?».
Se formó leyendo las obras de grandes escritores como
Dickens, Tólstoi, Dostoievski, Orwell, Silone, Chéjov; ad-

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magdalena aguinaga

miraba la pintura de Van Gogh, así como se familiarizó,


tras su conversión al catolicismo, con las encíclicas de la
doctrina social de la Iglesia: Rerum Novarum y Quadrages-
simo Anno. Alentaba a este grupo de universitarios a leer a
dichos autores, ya que les decía «me gustaría que la gente
dijera que amó de verdad los libros».
Pues bien es el suyo un libro que puede unirse a la ca-
dena de autores que ella sugería a aquellos universitarios de
los años treinta del siglo pasado en Estados Unidos, de ple-
na actualidad para pioneros en la defensa de los derechos
humanos y de las periferias existenciales de las que habla
actualmente el papa Francisco y en concreto de los dere-
chos humanos y sociales como base de la dignidad humana,
como dejó claro en su discurso del pasado 25 de noviembre
en el Parlamento Europeo de Estrasburgo. Su apuesta por
los pobres y su derecho a contar con tierra, techo y trabajo,
como base de su dignidad humana, está en la misma línea
que los promotores del Catholic Worker, tras 81 años des-
pués de esta experiencia clave en su acercamiento a los sin
voz y despojados de su dignidad por una sociedad mercanti-
lista, que no ve seres humanos sino objetos de mercancía. 

Magdalena Aguinaga

256 nueva revista · 152


Fernando Ariza
CIUDAD DORMIDA
Ediciones del Serbal, Colección El Biblionauta nº 9,
Barcelona, 2014, 322 págs., 16,95 euros

Hay dos tipos de buenas novelas: las


que refrescan la cabeza y las que ca-
lientan el corazón. García Márquez
o Paul Auster frente a Borges o Jona-
than Franzen. Las primeras expan-
den el pensamiento hacia nuevos es-
cenarios, aguijonean la imaginación
para que abandone sus derroteros
habituales y la abren a horizontes
inexplorados. Las segundas hacen
disfrutar lo que se recuerda como si
fuera nuevo y saborear lo conocido con sorpresa y asombro.
Las primeras deslumbran y llaman al olvido de todo lo que
no es su lectura, las segundas iluminan todo lo que rodea al
lector, en el espacio y en el tiempo. Las primeras son para
leer a la sombra de un árbol en verano; las segundas, en
invierno, con fuego en el hogar, lluvia en los cristales y vaso
alto en la mano.
A la luz de esta meteorología literaria, es un buen sig-
no que la primera novela de Fernando Ariza haya salido a
la luz en diciembre, porque entra de lleno en la segunda

nueva revista · 152 257


miguel herrero de jáuregui

categoría. En sus más de trescientas páginas brillan los


antiguos mitos, la tradición cobra nuevos colores y el pol-
vo de las bibliotecas se torna en tierra húmeda, con olor a
cosecha fértil en los viejos campos.
Su inicio es una fiesta que apunta una novela victoria-
na. Brilla el esplendor de una sociedad perfecta en la que,
sin embargo, late ya la corrupción y el desastre. Como unas
bodas de Cadmo y Harmonía en las que el cortejo fastuoso
de hombres y dioses lleva en sí, ausente la discordia, una
simiente imparable de conflagración absoluta. Después se
torna en una combinación de novela policíaca, de aventu-
ras, de conspiración política y de fantasía. La cosmogonía,
la catábasis, la guerra de duelos individuales, son temas
de la antigua épica que se van desplegando al hilo de una
trama que culmina en derroteros no menos míticos que no
es oportuno desvelar aquí.
El marco es cerrado, una ciudad sin nombre de la que
nadie se plantea siquiera la posibilidad de salir. El espacio
de esta ciudad no es horizontal, sino de una verticalidad
que apunta al infinito sin llegar a él, porque, como uni-
verso que es, tiene siempre límites aunque estén en ex-
pansión. Desde los profundos cimientos del depósito de
la Biblioteca hasta la cúspide del gran rascacielos Alanka,
esos límites se alcanzan y se exploran. La dimensión verti-
cal de esta ciudad no solo entronca con el urbanismo más
moderno, sino que tiene una evidente lectura temporal:
las raíces profundas del pasado sustentan necesariamente
el despegue hacia el cielo futuro y a su vez lo embridan.
Casi como actores de los viejos temas míticos, atrapa-
dos por las obligaciones que los varios géneros literarios les

258 nueva revista · 152


ciudad dormida

imponen, y forzados por la trama a moverse cada vez más


rápido por los diversos barrios de la ciudad, los personajes
podrían haber caído fácilmente en el estereotipo o la in-
congruencia. Y sin embargo son el mejor hallazgo de esta
novela que consigue crear varios hombres y mujeres únicos,
infungibles, con toda la complejidad de la carne y la sangre.
Lo que vemos de Lang, de Dona, de Lizard, son apenas
momentos, pero que apuntan unas vidas cargadas de ex-
periencias y transmiten una personalidad ya muy forjada
para cada uno, mucho antes de que se precipiten los acon-
tecimientos que presenciamos. Son personajes que tienen
tanto relieve que lejos de acartonarse entre los mitos y la
ciudad, se los llevan tras de sí. Personajes a los que se coge
cariño y de los que querríamos saber mucho más: que sus-
citan la curiosidad y se graban en la memoria.
Las buenas novelas, de verano o de invierno, son las
que aciertan a contar historias nuevas y a crear personajes
y escenarios que sorprendan e inciten a conocerlos mejor.
Ciudad dormida cumple esta encomienda, y con creces. 

Miguel Herrero de Jáuregui

nueva revista · 152 259


152 h a n c o l a b o r a d o

Magdalena Aguinaga José Grau


CATEDRÁTICA DE LENGUA PERIODISTA. PROFESOR DE UNIR

Y LITERATURA ESPAÑOLA DE EE. MM. Miguel Herrero de Jáuregui


PROFESOR DE FILOLOGÍA CLÁSICA.
José María Aresté UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
CRÍTICO DE CINE. DIRECTOR

DE WWW.DECINE21.COM
Alejandro Llano
FILÓSOFO. EX RECTOR DE LA

Blanca Arteaga UNIVERSIDAD DE NAVARRA

PROFESORA DE UNIR. DIRECTORA DEL Carlos Llinàs


GRUPO DE INVESTIGACIÓN EDUCACIÓN UNIVERSIDAD RAMÓN LLULL. BARCELONA

PERSONALIZADA EN LA ERA DIGITAL José María Marco


ESCRITOR. PROFESOR DE LITERATURA
Ernesto Baltar
Y RELACIONES INTERNACIONALES. UPCO
ESCRITOR Y EDITOR
Andrés Ollero
José Luis Bazán MAGISTRADO DEL TRIBUNAL
JURISTA. PROFESOR DE UNIR CONSTITUCIONAL. ACADÉMICO
DE LA REAL ACADEMIA DE
Josemaría Carabante CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS
PROFESOR DE FILOSOFÍA
Xavier Reyes Matheus
DEL DERECHO. C.U. VILLANUEVA.
ESCRITOR
SUBDIRECTOR DE NUEVA REVISTA
Rafael Rodríguez Tapia
Alberto Crespo FILÓSOFO

PROFESOR DE FILOSOFÍA Antonio R. Rubio Plo


ANALISTA DE POLÍTICA INTERNACIONAL.
Gabriel Elorriaga Pisarik PROFESOR DE POLÍTICA COMPARADA
DIPUTADO DEL PARTIDO POPULAR
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Mireya Fernández ESCRITOR

PROFESORA DE UNIR. COORDINADORA


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