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Habíamos ido a remar al Tigre por la mañana, luego Diego pasó la tarde con Elvira y
por la noche volvimos a reunirnos en su casa para comer. Elvira no pudo quedarse; me
alegro por ella. De lo contrario se hubiera visto mezclada en esta absurda suposición
de crimen.
-Si te hubiera ocurrido en la vida lo que me ocurrió a mí, quizá vacilaras antes de
afirmar que solo existe lo que ven nuestros ojos.
E inmediatamente, sin esperar siquiera nuestras preguntas, nos contó lo que hoy
transcribo, lo que todos olvidamos intencionalmente durante el interrogatorio por
respeto a la memoria de nuestro amigo. Como me reservo el derecho de ocultar su
apellido, ese secreto, que mis compañeros tampoco revelarán, ha sido sepultado con
él. M e apresuro a decir que considero este relato como uno de los tantos casos de
sugestión colectiva tan estudiada por la psicología actual. El lector podrá comprobarlo
por sí mismo. Lo cierto es que su muerte y la investigación que la siguió (fui el último
en retirarse de la casa de Diego, y su muerte, según los informes médicos, ocurrió a las
tres de la madrugada, hora en que yo lo dejé creyéndolo dormido) han desequilibrado
mi sistema nervioso. Dicen que la mejor manera de librarse de un obsesión es verterla
sobre el papel. Quiero hacer la prueba. Después me iré al campo. Si, indudablemente,
necesito una temporada de reposo.
Relato de Diego.
Mi infancia transcurría feliz en aquella casa del barrio de Flores, cuya fealdad pasaba
inadvertida por su semejanza con las casas vecinas. Era una construcción de un solo
piso, sencilla, vulgar, de la cual se desprendía todo el tedio de las familias burguesas
que resuelven sin problemas espirituales.
Era un cubo simétrico, revocado de un color crema, casi ocre, detestable. Encima de
las puertas y de las ventanas, rectángulos de mosaicos verdes aumentaban la fealdad
de la última vivienda en la que fui dichoso. Había un patio al frente; un corredor que
corría a lo largo de la casa lo unía con un patio del fondo. Siete casas iguales
completaban la cuadra. El barrio había crecido, pero conservaba una trasplantada
tristeza provinciana que se acentuaban los domingos. Ese día,, en nombre del
descanso dominical, me prohibían toda actividad. Yo permanecía asomado a la
ventana, mirando, entristeciéndome paulatinamente, la calle desierta, el verde oscuro
y terroso de las plantas del patio y todas las gamas del color ocre declinando en los
revoques groseros. Contaba los mosaicos que coronaban las puertas de las casas
vecinas, las divisiones de cada mosaico: sumaba, restaba, no me detenía sino en cifras
pares, y luego volvía a empezar indefinidamente. A veces el carrito rojo y verde del
manisero ponía una nota de color en la monotonía de nuestra calle; yo, para retenerlo
un rato más, corría a comprar cinco centavos de maní; quería respirar un olor distinto,
preciso, ese olor a tostado, acogedor, del maní caliente (en casa había siempre olor a
ropa recién planchada y a jabón amarillo) y luego lo miraba alejarse al son de la
áspera corneta del manisero.
Eramos siete hermanos varones; yo era el menor. Cuando llegaban personas de visita
me palmeaban amistosamente, exclamando: “¡Este es el ahijado del presidente!”.
Una tarde, a las pocas semanas de haber muerto mi abuelo, yo estaba ocupado en mi
juego predilecto. Consistía en deslizarme sin ser visto bajo la mesa del comedor, y allí,
al amparo de la amplia carpeta de felpa granate que la cubría, permanecía horas y
horas, soñando que era un indio refugiado en su carpa, en esa carpa que nunca habían
querido traerme los Reyes Magos. Yo tenía diez años; ya no creía en los Reyes, pero
todavía me fascinaban las aventuras y continuaba gozando de mi carpa improvisada.
Diego apuró su vaso de whisky y continuó, dando a sus palabras un ritmo nervioso,
acelerado. Aquella tarde mi padre entró en el comedor como todos los días al regresar
de la oficina. Besó a mi madre en la frente y luego dijo con ese acento categórico de
amo que usan todos los empleados humildes dentro de su casa:
-Ya está todo resuelto; a principios de mes nos vamos a Entre Ríos.
-¿Por qué no va a ser posible? Tus hermanos son unos incapaces y no me inspiran fe;
quiero ir yo mismo a regir tu campo. Ya verás cómo lo hago rendir.
-¿Y crees que voy a seguir pudriéndome en una oficina por cuatrocientos miserables
pesos? Ni siquiera alcanzan para mantener a mi familia, y eso que nunca voy al café.
Ya estoy harto de ahogar entre cuatro paredes los mejores años de mi vida.
-Bueno; pediré licencia sin goce de sueldo y después veremos. Pero tengo confianza en
el campo. El tuyo es alto, rico…
¿Por mí? ¿Por qué podía ser yo un impedimento para ese viaje? ¡Si nadie tenía tantas
ganas como yo de vivir en el campo! Quería correr el día entero al aire libre, como los
chico ricos durante los meses de vacaciones.
-No puedo admitir que una leyenda entupida destruya nuestras vidas –rugió mi
padre-. Sería completamente absurdo…
-¿y…?
-¿Qué haces ahí? –me preguntó con voz ahogada, sin acercarse.
-No te pongas así, mamá –supliqué-. Tenía calor, quise tomar aire. Si te desespera
tanto, no lo haré más, te prometo que no lo haré más.
Mi madre alzó la cabeza, me miró largamente; luego pasó sus manos por mi cabello
oscuro y espeso, por mis orejas grandes, muy separadas del rostro; por mis deformes
dientes de chico que asomaban entre mis labios entreabiertos.
-No es para tanto; a lo mejor, las chicas me encuentran buen mozo lo mismo.
Ella sonrió y entramos en la casa. Fiel a mi palabra, no volví a salir al patio por las
noches. Pero ya en el comedor, mi padre había roto el silencio con estas enigmáticas
palabras:
-No deja de tener razón. En el campo la situación del chico podría ser difícil.
-Es muy sencillo. Como Mario está haciendo el servicio militar, todos creerán que
tenemos seis hijos varones. Más adelante habrá tiempo de buscar otra solución.
Podemos mandar a Diego a un colegio de Buenos Aires, por ejemplo.
-¿Así que son seis varones? ¿No hubo ninguna mujer? De todas maneras es una linda
familia.
La mano de mi madre temblaba sobre la máquina de coser. Pero si todas las dichas
son inestables, ninguna lo es tanto como la que está basada sobre una mentira. Un día,
inexorablemente, llegó Mario. Habían licenciado a los conscriptos por razones de
economía, y él había corrido a juntarse con nosotros, sin suponer que su llegada
trastornaría la alegría del hogar y me robaría para siempre la paz interior. Al principio
no advertí diferencia en el trato de los amigos de la casa. Sin embargo, poco a poco los
unos se alejaban, los otros se despedían en cuanto me veían aparecer. Cuando pasaba
por las calles del pueblo, los chicos, de la mano, me seguían cantando: “Juguemos en el
bosque que el lobo ya se fue…”. Yo apresuraba el paso, y a la vuelta le pedía a mi
madre que me diese cualquier trabajo en el campo, pero que no me mandase al
pueblo. Y en las noches de luna llena mi madre aseguraba desde temprano las trancas
de las puertas y ventanas.
Los niños, como las personas mayores, no tardan en informar a sus amigos de los
acontecimientos desagradables que corren respecto a ellos. Una riña a propósito de
un barrilete me trajo la aclaración deseada.
-Guardátelo- gritó mi compañero, más débil que yo, abandonando entre mis manos el
pájaro de papel- guardátelo siguieres; total, a mí no me importa: soy un chico normal,
puedo jugar con quien se me dé la gana. Y nunca más voy a jugar contigo, nunca,
¿sabes? A mi papá no le gusta que juegue con un lobizón.
Solté el barrilete. Me precipité sobre el niño, lo así con ambas manos por el cuello de la
camisa y lo sacudí enloquecido, sin saber lo que hacía, gritando:
-Si me dices que es un lobizón te doy el barrilete… Mira, ahí está, es tuyo.
-Suéltame y te lo digo.
-El séptimo hijo varón –respondió mi amigo- el que se convierte en lobo en las noches
de luna.
-Yo no te he visto, pero don prudencio dice que te vio y también doña María la
curandera, y
-No sé… el pelo tan oscuro… las orejas y los dientes tan grandes…
Pasé una mano temblorosa por mi cabello, efectivamente negro y áspero, como el pelo
de un lobo; toqué mis orejas grandes, que de pronto me parecieron puntiagudas.
-Es que tú mismo no lo sabes –argumentó mi amigo-; cuando vuelves a ser hombre, no
recuerdas que has sido lobo.
-Ya ves que tus padres te hacían pasar por el sexto hijo… No querían que supiéramos
que eras el sétimo… Por algo será.
-Y desde que has llegado –insistió mi amigo, ya dueño del barrilete- anda un lobo por
la región y ha comido muchas ovejas. En el puesto La Blanqueada han muerto cuatro.
Y dicen que había huellas de lobo junto al arroyo del Gato.
Yo no quería oír más. Corrí hasta mi casa, sacudido por horribles sollozos; y al ver a mi
madre junto al brocal del pozo, le tendí los brazos y caí a sus pies, exhausto. Mi madre
me hizo acostar y dormir gran parte del día. Cuando me desperté era de noche. En el
cielo brillaba una luna clara, redonda. A los lejos aullaba un lobo ¡Un lobo! Me levanté
sin reflexionar, como hipnotizado. Hoy sé que era el resultado inevitable de las
palabras oídas por la tarde, pero en ese momento era la víctima de una poderosa
alucinación. Me asomé a la ventana; el aullido se repitió más preciso, más prolongado.
Hoy sé que era un perro que aullaba junto a su amo agonizante. Pero aquella noche
supe que era un lobo. Entonces, entregado a mi destino, no sé si crédulo o histérico, o
acaso realmente lobo, me incliné sobre el alféizar y lacé un aullido lastimero. Dos de
mis hermanos, que dormían en el mismo cuarto, despertaron sobresaltados.
Diego miró el cielo de verano, donde brillaba una luna redonda. Se llevó las manos a la
cabeza, hundió los dedos en su cabello, se acarició las orejas. Luego agregó:
-Váyanse. Me ha hecho mal recordar esto… Es como si hubiera revivido aquella noche
atroz.
Cerró los ojos. Yo fui el último en irse. No sé si permanecí junto a él por espíritu de
compañerismo o por curiosidad. Una espuma sanguinolenta escapaba de su boca;
pero eso lo vi después, en el recuerdo. Estaba fascinado por sus manos velludas,
crispadas, rígidas sobre el brazo del sillón. Pensaba que estaban convirtiéndose en
garras, pero no sabía -¿Cómo podía saberlo?- que eran las manos de un muerto.