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Dime dónde vives y te diré sobre qué escribes

Hace unos 5,000 años no existían los periódicos, ni la tele, ni el correo, ni los trenes, ni casi
ninguna de las cosas que hoy sirven para comunicarnos... Los pueblos vivían aislados unos de otros
y cada uno se las arreglaba con lo que había a mano.

Los sumerios y los babilonios tenían arcilla por todos lados y con ella construían palacios, casas y
un montón de cosas más. También usaron arcilla para fabricar tablillas donde escribir. El método
era bastante simple: mientras la arcilla estaba blanda, escribían con una caña muy finita terminada
en punta o con pequeños y afilados huesos de animales. Después, secaban las tablas al sol o en
unos hornos especiales. ¡Listo! Sólo era cuestión de leerlas donde cada uno tuviera ganas.

A los egipcios les sobraba papiro, una planta que crecía en las orillas del río Nilo. Con papiro
hicieron velas para sus barcos y algunos vestidos. Y también lo usaron para fabricar una especie de
papel sobre el que podían escribir.

Cada papiro medía unos 30 centímetros de ancho por varios metros de largo y se enrollaba
alrededor de un palo. Era ideal para escribir, porque era bien liso, pero se rompía con facilidad
porque era muy frágil. Y además, era muy incómodo: había que sostenerlo todo el tiempo con una
mano y usar la otra para desenrollarlo.

Hace unos 2,000 años, los persas y los hebreos, que no tenían ni arcilla ni papiro, escribían sobre
pieles de corderos, cabras y terneros. Aunque la piel de esos animales es bien resistente,
prepararla les resultaba bastante trabajoso. Primero, les quitaban la piel a los animales que
mataban para comer; después, le quitaban los pelos, la lavaban, la blanqueaban, la secaban y,
finalmente, la dejaban bien lisita, lista para escribir.

Los campeones en preparación de pieles para escribir fueron los habitantes de la ciudad de
Pérgamo, en Italia, en la Edad Media. Y aunque no fueron los primeros en fabricarlas, son los que
les dieron el nombre: pergaminos.
Los tres héroes - Bolívar, San Martín e Hidalgo.

Hoy vamos a leer a un gran poeta y patriota cubano, que vivió en México muchos años. Así
describe a nuestros héroes libertadores.

Hasta hermosos de cuerpo se vuelven los hombres que pelean por ver libre su patria.

Hay hombres que tienen en sí el decoro de muchos hombres... en ellos van miles de hombres, va
un pueblo entero, va la dignidad humana. Esos hombres son sagrados.

Estos tres hombres son sagrados: Bolívar, de Venezuela; San Martín, del Río de la Plata; Hidalgo,
de México.

Bolívar era pequeño de cuerpo. Los ojos le relampagueaban y las palabras se le salían de los
labios... el mérito de Bolívar fue que no se cansó de pelear por la libertad de Venezuela, cuando
parecía que Venezuela se cansaba. Libertó a Venezuela. Libertó a la Nueva Granada. Libertó al
Ecuador. Libertó al Perú. Fundó una nación nueva, la nación de Bolivia. Ganó batallas sublimes con
soldados descalzos y medio desnudos...

San Martín fue libertador del Sur, el padre de la República Argentina, el padre de Chile. San Martín
hablaba poco, parecía de acero, miraba como un águila, nadie lo desobedecía. Su caballo iba y
venía por el campo de pelea, como el rayo por el aire. Hay hombres así, que no pueden ver
esclavitud. San Martín no podía; y se fue a libertar a Chile y al Perú. En 18 días cruzó con su
ejército los Andes altísimos y fríos: iban los hombres como por el cielo, hambrientos, sedientos;
abajo, los árboles parecían yerba, los torrentes rugían como leones...

Desde niño fue el cura Hidalgo de la raza buena, de los que quieren saber. Leyó los libros de los
filósofos del siglo XVIII, que explicaron el derecho del hombre a ser honrado y a pensar y hablar sin
hipocresía. Vio a los negros esclavos y se llenó de horror. Vio maltratar a los indios que son tan
mansos y generosos, y se sentó entre ellos como un hermano viejo, a enseñarles... el cura Hidalgo
montó a caballo, con todo su pueblo, que lo quería como a su corazón. Dijo discursos que dan
calor y echan chispas. Declaró libres a los negros. Les devolvió sus tierras a los indios. Ganó y
perdió batallas hasta que lo apresaron y mataron.

Hay que querer a todos los hombres que pelearon porque la América fuese del hombre
americano. A todos, al héroe famoso y al último soldado, que es un héroe desconocido.
El hombre que se creía sabio

Vivía en Madrid un hombre al que todos consideraban un zoquete, pero que era inmensamente rico. Su casa era un
palacete rodeado de jardines en el centro de la capital. Cualquiera que llegaba a esa mansión, con sólo echarle un
vistazo a la fachada, imaginaba que alguien muy importante y distinguido vivía allí.

Una vez dentro, cada salón era más grande y ostentoso que el anterior. Enormes lámparas de cristal colgaban de los
techos y exquisitos muebles llenaban todos los espacios. Estaba claro que el dueño no había escatimado dinero en
construir una de las mejores casas del país.

Un día, un amigo le visitó. Recorrió todas las estancias y con cierta extrañeza, le hizo un comentario que le descolocó.

– ¡Tienes una casa impresionante! Se nota que has mandado traer magníficos objetos y las mejores antigüedades de los
más recónditos lugares del mundo, pero no he visto ni un solo libro en toda la casa… ¿Cómo es posible que no tengas
una buena colección? – Dijo enarcando las cejas con gesto de sorpresa – Los libros son los mejores maestros que
existen, pues resuelven todas las dudas, abren la mente a nuevas ideas y nos acompañan toda la vida.

– Tienes razón – respondió el hombre rico, pensativo – ¿Cómo es que no se me ha ocurrido antes?

– Bueno… Todavía estás a tiempo. Tienes espacio de sobra para construir una librería y llenarla de libros interesantes.

– ¡Sí, eso haré! Ahora mismo mando llamar al mejor ebanista de la ciudad para que haga una librería de madera pulida a
lo largo de toda la pared del salón principal. Después, me ocuparé de comprar por lo menos doce mil libros que
abarquen todos los temas, desde las ciencias a la astronomía, pasando por el arte, la cocina y los viajes ¡Que no se diga
que no soy un hombre culto!

Pasaron los días y los enormes estantes estuvieron perfectamente terminados ¡Ya sólo le faltaba colocar en ellos los
libros!

– Uf, qué pereza tener que ir a comprar tanto libro… – pensó el dueño de la casa – ¿No será mejor poner libros falsos?
En realidad, van a quedar igual de bien y adornarán estupendamente el salón.

Lo pensó durante un rato y al final se decidió.

– ¡Sí, eso haré! Avisaré al pintor que suele trabajar para mí y le diré que coja tacos de madera de diferentes tamaños,
que los recubra con piel y luego escriba uno a uno, con letras doradas, el título de los libros más importantes de la
literatura antigua y moderna ¡Parecerán tan reales que nadie notará la diferencia!

Tres meses después, el pintor había concluido su trabajo. El dueño de la casa pensó que la obra había quedado tal y
como él quería. Uno podía acercarse a tres centímetros y no darse cuenta de que los libros eran de mentira.

– ¡Qué elegantes quedan en mi salón!– se enorgullecía – No falta ni un libro importante, están todos aquí.

Tan satisfecho se sentía, que una y otra vez hacía un repaso de todos los tomos, hasta el punto que se aprendió todos
los títulos de memoria.

– ¡Fantástico! Conozco todos los libros que tengo en la librería. Ahora no soy solamente un hombre rico, sino un hombre
sabio.

Y aquí termina la historia de este hombre, rico pero memo, al que en realidad, aprender le daba lo mismo. No fue más
sabio por saberse los títulos, sino más ignorante por despreciar todo lo que en ellos se aprende.

Moraleja: la verdadera sabiduría se adquiere leyendo las cosas que a uno le interesan y le aportan ideas y nuevos
conocimientos.

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