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COSAS JUNTOS Debo confesar que cuando me llegó la proposición de participar en un libro que llevaría como título Los trucos del formador, tuve deseos de dar una respuesta negativa, quizá porque era pleno ve- rano y empezaba mis merecidas vacaciones, circunstancias en las que no resulta aconsejable continuar con las tribulaciones de la tarea cotidiana. A la vez, no pude evitar unas tremendas ganas de leer un libro semejante. ¿Trucos? ¿Alguien sabe trucos? Que me los pasen, por favor, como quien pide los apuntes de alguna sesión que se perdió. Creo que la profesión docente es dura y compleja, incluso para los que sentimos placer y satisfacción en nuestra tarea. Adi- vino que puede ser durísima para alguien que no la disfrute y ex- tremamente dolorosa para alguien que la ejerce cuando hace tiempo que ha dejado de disfrutarla. Y creo también que, si hu- biera trucos, sólo servirían en el primer caso. Finalmente, como pueden comprobar los lectores, me dejé vencer por la tentación que también significaba esa propuesta. Aceptar el reto sin duda sería una manera de aprender. Porque escribiendo, como enseñando, se aprende. En ambas actividades hay que aprender ineludiblemente: hay que poner nombres con- cretos a conceptos abstractos, hay que ordenar ideas propias o ajenas que habitan en nuestra mente de manera desordenada, hay que buscar causas para explicar fenómenos que observamos o experimentamos. La propuesta de reflexionar sobre las estrategias que funcio- nan en mis clases me situó ante una pregunta inevitable: ¿por qué me dedico a la enseñanza? No era la única salida profesional a mis estudios de lengua y literatura. Tampoco sé si era la más
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fácil, ni la más atractiva: podía corregir originales en una edito-
rial, traducir literatura o manuales de mecánica, investigar la di- versidad de dialectos o de lenguas en un continente entero, colaborar en la elaboración de enciclopedias o diccionarios… ¿Tuve ante mí algún docente que constituyó un modelo para provocar mi decisión? Sin duda más de diez, al menos tantos como otras tantas vocaciones intensas que recuerdo haber teni- do. Entonces, ¿por qué me dedico a la enseñanza? Supongo que escribir un capítulo de un libro no compromete a dar todas las respuestas; así que puedo evitar inventarlas. A lo largo de mi vida escolar tuve muy buenos profesores, especialmente en los cursos inmediatamente anteriores a la universidad. En cambio, unos años antes, al final de la prima- ria, durante un par de cursos al inicio de la década de los seten- ta, tuve el privilegio de ser alumna de un mal maestro. Sus técnicas didácticas eran absolutamente tradicionales, supera- das incluso en esa misma época, cosa que no consideraría tan grave si no fuera por el abuso de autoridad que ejercía cons- tantemente, tanto dentro como fuera del aula, en completa consonancia con el régimen dictatorial que todavía imperaba. Este maestro tenía, por ejemplo, la teoría de que era necesario usar un castigo diferente para cada alumno, al puro estilo de la novela 1984 de George Orwell. El abanico de sus técnicas in- cluía desde la bofetada pública hasta la conversación con el entrenador deportivo del club local para que prohibiera asistir al entreno semanal y a los partidos a un alumno que acumula- ba suspensos. ¡Teníamos doce y trece años! La experiencia, aunque inolvidable para mí y mis compañe- ros de curso, no ha supuesto para ninguno la necesidad de pagar las facturas de un psicoanalista (al menos no me consta). Y, a pesar de que hubiera preferido tener recuerdos más gratos de esa temprana edad escolar, suelo pensar con cierta ironía que de
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ese maestro aprendí mucho sobre lo que no quiero hacer en
clase, sobre la importancia de ofrecer un trato equitativo a los alumnos y sobre cómo debo ejercer la responsabilidad que me corresponde en el aula. He reflexionado a menudo sobre el poder del docente en la actividad académica. En muchos contextos parece indiscuti- ble que la profesora es alguien que puede entrar en el aula y empezar a dar instrucciones y más instrucciones, que los alum- nos deben seguir si quieren merecer su aprobación, de la que dependerá quizás alguna faceta de su futuro. Ciertamente, en esta profesión nos volvemos bastante «mandones»; a veces no podemos evitar ciertos tonos en nuestra expresión verbal, in- cluso en las conversaciones privadas o en las reuniones de temas no profesionales. Si bien es cierto que necesitamos constantemente dar ins- trucciones para organizar tareas, también lo es que podemos es- tablecer en el aula un trato cordial y de respeto mutuo que preserve siempre la relación entre todos los miembros del grupo, incluida la docente. Suelo impartir talleres de habilidades co- municativas dirigidos a profesionales diversos y para mí han su- puesto un contexto ideal para conseguir esa relación de igual a igual entre profesor y alumno que considero tan necesaria y pro- vechosa. En la formación continuada, entiendo la relación con los alumnos como un tándem: necesito aprender de ellos para adaptar los objetivos y los contenidos de cada curso a sus reali- dades y su colaboración me resulta indispensable para que las clases funcionen. Dedico siempre una atención especial a los objetivos de es- tablecer relaciones de cooperación y conseguir un clima que fa- vorezca al máximo la participación en el aula, porque siento que ambas cosas son requisitos indispensables para lograr los fines di- dácticos. ¿De qué le serviría a alguien asistir a un taller de expre-
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sión oral sin hablar ante el grupo? ¿Sería provechoso un taller de
redacción técnica donde los participantes no pudieran leer frag- mentos de sus escritos en voz alta? Precisamente los cursos se lla- man taller cuando se espera que los participantes actúen, hagan cosas, y no se limiten a escuchar y mirar. Otra estrategia útil para mi trabajo docente ha sido siempre la idea de ponerme en el lugar de las personas destinatarias. Y esto empieza teniendo en cuenta el esfuerzo que supone para un grupo de profesionales abandonar sus quehaceres para dirigirse a un lugar donde esperan encontrar algo interesante, que les resul- te nuevo y útil. Creo que esa expectativa es general, aunque puede sumarse a otras expectativas o necesidades más concretas o definidas. En definitiva, pienso que su esfuerzo y su interés les hacen merecedores de una buena sesión y, por lo tanto, debo ofrecerles algo que les motive, que les interese, aunque no todo les resulte nuevo, aunque puedan no estar de acuerdo con parte del contenido. Además, a mi entender, el interés de las actividades presen- ciales de formación continuada no se limita al contenido, sino que se centra en el hecho de que un grupo de personas se en- cuentra en el aula para hacer cosas que les permitan aprender y abrir horizontes. El modelo de docente transmisor de contenido hace años que está superado, porque los contenidos están por todas partes, son dinámicos y, además, tienen fecha de caduci- dad. En cambio, las actividades y las vivencias tienen un impac- to a largo plazo, que se transforma no sólo en conocimientos, sino también en valores, actitudes y habilidades personales. La tarea docente en el aula consiste especialmente en crear situaciones que favorezcan el aprendizaje. Y para ello se precisa la cooperación y la complicidad de todos los asistentes. Aque- llo que probablemente favorecerá el rendimiento de la actividad será la actividad en grupo que propone y coordina la docente,
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las aportaciones de todos los participantes, la relación con los
compañeros (incluidos los contactos informales a la hora del café). A menudo pienso que no tiene sentido una clase en la que todo el contenido podría haberse adquirido leyendo un artículo en casa, sentado en una butaca, porque probablemente los alum- nos encontrarían preferible la butaca de su casa. Y ahí están las experiencias de los entornos virtuales de aprendizaje, que demuestran que cada vez se pueden hacer más cosas desde casa o desde el lugar de trabajo. Una buena sesión presencial sólo tiene sentido si puede resistir la competencia de la enseñanza a distancia, que dispone de muchos recursos, cada día más atractivos. Por eso en mis sesiones no propongo nunca actividades individuales, ni ejercicios de respuesta única o ce- rrada. Intento conseguir, además, una buena proporción entre las actividades receptivas y las de participación. Creo que hay algunas premisas que contribuyen al éxito de la tarea. No se trata de técnicas ni de trucos, incluso es difícil transmitirlas de manera explícita, porque podrían parecer poco sinceras. Estoy convencida de que se expresan con ciertas acti- tudes que se desvelan especialmente en la manera de comunicar- se con los participantes. A veces, en las palabras iniciales, a veces en las reacciones ante las preguntas difíciles, a veces en los comentarios posteriores a un ejercicio… Son ideas o presupues- tos que impregnan los mensajes verbales y no verbales del pro- ceso de comunicación que constituye cualquier actividad de formación. Escribo algunas a continuación, intentando superar esa dificultad de explicitarlas a la que me refería en las líneas an- teriores. • Respeto y confianza en las capacidades de los alumnos. Ni yo lo sé todo, ni los alumnos parten de cero. Es más: los alumnos saben mucho más de lo que piensan y entre mis ta- reas está la de evidenciarlo.
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• Naturalidad: nada que esconder, nada que aparentar.
Una de mis estrategias más eficaces ha sido mostrarme na- tural y espontánea, evitar pensamientos y sentimientos que me produzcan tensión, para poder concentrarme en mi labor y actuar de forma desinhibida. Seguramente eso se tra- duce en acciones sencillas como sonreír al saludar, pregun- tar el nombre olvidado de un alumno y reconocer con modestia lapsos, lagunas o errores. • Empatía: imaginarme del lado de los asistentes. Suelo preguntarme si me gustaría oír lo que estoy explican- do o hacer el ejercicio que estoy proponiendo. También son actos de empatía, comprender objeciones, dudas y dificulta- des de los alumnos, escucharlas sin sorprenderme y dar im- portancia a todas las intervenciones. • Bienestar: sentirme a gusto con la actividad del aula. Es importante que los alumnos comprueben que me gusta mi trabajo y me interesan los temas de mis cursos. Seguro que, además, percibirán que me siento bien en el grupo. • Implicación: me interesa todo lo que ocurre en el aula. En mi actividad docente no deseo sólo enseñar, también quiero escuchar, aprender y disfrutar.
Desde un punto de vista más práctico, una vez citadas las
premisas que, según entiendo, presiden la actividad y ayudan a establecer la comunicación, también hay, naturalmente, accio- nes más concretas que se pueden hacer antes, después y durante la actividad del aula y pueden repetirse si han dado buen resul- tado. Lo bueno de estos trucos es que son transferibles a situacio- nes distintas y pueden usarse incluso con los mismos alumnos en sesiones siguientes. Lo malo es que un mismo truco puede fun- cionar en una ocasión y no funcionar en la siguiente, sin que sea fácil averiguar la razón del éxito o del fracaso.
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En definitiva, dedicaré la principal parte de mi escrito a ex-
plicar qué hago con el fin de crear en el aula el clima adecuado para organizar actividades de grupo que faciliten el aprendizaje. Al menos, cómo pienso que lo consigo, cuándo lo consigo, si es que lo consigo. Tampoco puedo afirmar con certeza qué número de estrategias se hace indispensable; parece necesaria la suma de ellas y, a la vez, ninguna es imprescindible. O sea, que si alguna de las técnicas comentadas a alguien no le parece adecuada o piensa que le provocaría cierta incomodidad, no es necesario que la ponga en práctica.
Informarme al máximo sobre la actividad
Es decir, reunir el máximo de información sobre los participan- tes, como las razones por las que siguen el curso o taller, el lugar donde se harán las sesiones, los recursos de que dispone la sala… También es importante saber de dónde surgió la necesidad de formación, si se trataba de una demanda de los participantes o de sus superiores, si la actividad es de inscripción libre o precep- tiva, si los asistentes han recibido antes formación relacionada con los objetivos de mi curso… Todas estas informaciones me aportan seguridad, porque me ayudan a definir objetivos, imaginar niveles de conocimiento o suponer la disponibilidad de participación de los asistentes. De todas maneras, hasta que pasan las dos primeras horas de la acti- vidad, esa seguridad es siempre relativa. No sólo porque hay de- talles que no pueden completarse hasta el primer día, sino porque situarse en el lugar y ver los rostros de las personas con quien me reuniré algunos días me parece imprescindible para iniciar la comunicación real.
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Planificar (sencillamente, preparar cada sesión)
Nunca he confiado en mi capacidad de improvisación, lo que no quiere decir que no la tenga; la realidad nos depara suficien- tes imprevistos para tener que usarla de vez en cuando y proba- blemente la práctica es la única preparación para afrontarlos. Para las acciones previsibles de la actividad formativa soy seguidora de los procesos de tres fases: planificación, realiza- ción y valoración. En la preparación de la clase tengo en cuenta que los alumnos no van a escucharme todo el tiempo y por eso busco una buena proporción entre escucharme, hacer actividades y escuchar a los compañeros y compañeras. Esta variedad me pa- rece necesaria para mantener el interés y la atención del grupo. Sin embargo, uno de los factores más difíciles de con- trolar es el tiempo: procuro no abandonar ningún objetivo, pero muchas veces debo acelerar las exposiciones o sintetizar las puestas en común. El guión que llevo a la sesión es muy esquemático, casi tele- gráfico y suelo tenerlo sobre la mesa. Cuando no he podido or- ganizar todas las actividades previstas, busco fórmulas para añadirlas a la sesión siguiente sin que lleguen a trastocar la ges- tión del tiempo. Ahora bien, procuro no dejar nunca activida- des inacabadas, porque encuentro muy útil dar a la sesión una apariencia de redondez, de actividad o conjunto de actividades con un principio y un final que le otorgan sentido y unidad.
Preparar muy bien los momentos iniciales
Un saludo, de tono amable y cordial, me parece imprescindible para iniciar tanto la primera sesión como todas las demás. La pri- mera merece una atención especial, no sólo porque transmite la
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primera impresión a los asistentes, sino también porque es el pri-
mer momento en que podemos completar la información que nos falta del grupo. Por eso, el principio del curso me parece el momento más adecuado para proponer las primeras intervenciones de los par- ticipantes: que se presenten brevemente, que se conozcan (si no se conocen previamente), que expliquen qué esperan del curso… Para hacer las presentaciones más ágiles, suelo invitar- los a citar una sola dificultad que quieren superar o un solo deseo relacionado con el taller que quieran destacar. Procuro cerrar la actividad con una síntesis de las intervenciones que conduce a la presentación del programa. Inmediatamente después presento los objetivos y los conte- nidos de manera sintética, con el deseo de compartirlos, procu- rando no abrumar a los asistentes. Procuro plantearlos de manera pragmática y con elementos motivadores, transformándolos en preguntas a resolver o en retos a afrontar. Por poner un ejemplo, en un taller de expresión oral, en que muy probablemente en las presentaciones alguien se ha referido a su deseo de superar el miedo escénico, suelo afirmar: «Con este taller no podremos evi- tar estar nerviosos al hablar en público, pero aprenderemos algu- nas técnicas para que nadie pueda notar que estamos nerviosos». El principio del curso es también el momento de anunciar el tipo de trabajo que propondré en el aula, de animar a los alumnos a participar, a no tener miedo de los errores. Les pido que se sientan libres de interrumpirme, de opinar, de discrepar, con la sola condición de no alejarse del tema y los objetivos.
Preparar las intervenciones
La preparación de las intervenciones incluye decidir la exten- sión, el orden y el momento más adecuado para transmitir cier-
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tos contenidos, momento relacionado generalmente con una ac-
tividad, ya sea previo o posterior, como la deducción de los re- sultados de un ejercicio. Intento usar un lenguaje ágil, variado y preciso. Procuro que no sean extensas, que sigan un cierto orden y que incluyan toda una serie de recursos que capten y manten- gan la atención. Los más útiles son seguramente los ejemplos próximos a la vida cotidiana y a la realidad de los alumnos, las analogías, los juegos de palabras y, si el tema lo permite, las anéc- dotas (a veces personales) o bien narraciones con enigmas o in- gredientes humorísticos. Otras intervenciones que no consisten estrictamente en transmitir contenidos también son importantes para conseguir crear el clima adecuado. Son los momentos de evaluación, en que se hace necesario valorar el resultado de algún ejercicio. Como he comentado antes, una actividad habitual en las sesio- nes de mis talleres consiste en leer en voz alta fragmentos escri- tos por los alumnos (en el aula o fuera de ella), comentarlos y revisarlos en grupo. Uno de los aspectos más complejos en este tipo de actividad, y de la docencia en general, es el enfoque de los errores. No es fácil comentar en público fallos en algo que se considera tan personal como la manera de escribir o la manera de hablar, aunque se trate de comunicaciones pragmáticas, con objetivos definidos. Ciertamente, necesito que mis alumnos ten- gan una actitud positiva ante los propios errores y los ajenos. El error es una etapa del aprendizaje, una fuente de información y un recurso de mejora indiscutible. Generalmente, mi estrategia en la evaluación de activida- des ha consistido en incluir en mis comentarios aspectos positi- vos y aspectos mejorables del resultado de un ejercicio. Pero no siempre he conseguido mis propósitos. En alguna ocasión, algún alumno me ha comentado: «No he venido al curso para que me digas lo que hago bien, sino todo lo que hago mal, y cómo solu-
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cionarlo». En otras ocasiones, alguien me ha pedido: «No me sa-
ques más, por favor, lo paso muy mal». Además de reconocer mis errores y de aprender de ellos, también debo tener presente que los alumnos son muy diversos. Constatar la diversidad de actitu- des y valores es constatar la complejidad del ser humano y reco- nocer que no podemos tenerlo todo previsto.
Proponer actividades sencillas y atractivas
En las actividades del aula, las instrucciones deben ser muy cla- ras y las conclusiones, explícitas y relacionadas con los objetivos. Ya he comentado que huyo de las actividades individuales (el alumno podría hacerlas en casa o en la oficina), así que la mayo- ría de las actividades que propongo se resuelven por parejas o en grupo. Con el tiempo he comprobado que las actividades lúdi- cas, incluso con algún grado de competitividad entre grupos fun- cionan muy bien, independientemente de la edad de los alumnos. En un taller de redacción, resulta motivador puntuar propuestas del grupo para decidir, por ejemplo, qué texto de entre media docena, convertiremos de borrador a artículo, o conseguir puntos por cada error de estilo localizado en un folle- to publicitario. No hay premio para los ganadores, incluso a menu- do olvidamos nombrarlos, así que supongo que el ingrediente motivador es la sensación de «avanzar» que aportan los puntos. Encontrar actividades de grupo que sean útiles y motivadoras es decisivo. A menudo he encontrado personas que hablan de cómo resultó de interesante un curso, sólo explicando una acti- vidad inolvidable que les sorprendió enormemente. Pongo algunos ejemplos: • Nos dieron una cantidad de dinero limitada y teníamos que convencer a
un taxista de que nos hiciera un tour por la ciudad por ese precio, aun- que fuera muy inferior a las tarifas oficiales. (En un curso de creatividad.)
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• Nos dieron un juego de construcción y, al cabo de quince minutos, pu-
dimos comprobar que la mayoría de los grupos había empezado a construir sin hacer propuestas ni tomar decisiones previas. (En un curso sobre planificación.) • Nos taparon los ojos y teníamos que seguir las instrucciones de un com- pañero para caminar por la cresta de una duna. (En un curso de lide- razgo y habilidades directivas.) • Redactamos un informe sobre la evacuación del público de un teatro por una falsa alarma de bomba. (En un curso de técnicas de redac- ción.) • Teníamos que inventar un objeto nuevo y preparar la publicidad radio- fónica a tres voces para comercializarlo. (En un curso de expresión oral.)
Sin duda son actividades de valor incalculable, no sólo
porque dejan huella en los participantes, sino porque son una auténtica mina para el formador. Su labor será seleccionar entre un sinfín de conclusiones aquellas que quiera comentar o destacar en relación con los objetivos. Son actividades que, además de ser amenas y divertidas, provocan cambios de per- cepción que predisponen al aprendizaje, es decir, abren las mentes. Además, aprovechan y promueven la interacción en el grupo. Juegos de rol, simulaciones, enigmas, debates guiados… son para mí recursos imprescindibles en los talleres de habili- dades comunicativas. Paso largos ratos ideando actividades que cumplan esos requisitos; a veces, preparando o buscando el material necesa- rio (imágenes, recortes de prensa, rompecabezas, cartulinas de colores…), un tiempo realmente provechoso. Creo que con frecuencia los docentes invertimos injustamente más tiempo en preparar los contenidos de un curso que en diseñar las ac- tividades. Sé que, también injustamente, ese tipo de activida-
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des se evitan cuando los formadores sienten la premura del
tiempo y temen no finalizar el programa. Comprendo esa sen- sación, especialmente en formación continuada, porque las empresas o instituciones suelen ser poco generosas a la hora de determinar la duración de un curso. Sin embargo, creo que hay que tener más en cuenta la rentabilidad de la actividad que el tiempo de realización. Los aprendizajes que son fruto de la experiencia, de la vivencia personal, son los que realmente permanecen.
Usar material ilustrador en el aula
Un artículo breve, una presentación gráfica en pantalla, una vi- sita rápida a alguna dirección recomendada de Internet, un re- portaje en DVD… cumplen al menos una doble función: ilustran las exposiciones y aportan la variedad necesaria para hacer la sesión más amena. Hay muchas ventajas en el uso de medios audiovisuales u otras tecnologías, como el ordenador con proyector, con posi- ble conexión a Internet. Sin embargo, existe el riesgo de que nos hagan perder tiempo si hay un error en los aparatos o en las conexiones. Por eso hay que procurar que todo esté probado y preparado antes de empezar. Además, no hay que abusar de un mismo recurso ilustrador, porque puede desenfocar los objeti- vos o resultar también monótono si ocupa demasiado tiempo de la sesión.
Dar material de lectura útil y muy legible
Preparar un breve dosier, con síntesis de contenidos, algunos es- quemas y quizás algunos ejercicios, ofrece muchas ventajas. Per- mite, por ejemplo, recomendar a los asistentes que no tomen
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notas durante las intervenciones del docente. El material que
suelo preparar está pensado para evitar o reducir la toma de apuntes en clase y, a la vez, ofrece la oportunidad de ampliar contenidos con una bibliografía y una lista de direcciones web muy seleccionada, que se comenta en el aula, ya sea cuando du- rante las clases aparece algún tema que puede ampliarse o en la última sesión. Nunca doy los materiales al principio, excepto si hay un re- traso involuntario en el inicio de la sesión (hay que esperar a la persona con cargo que presenta el curso, un técnico está pele- ando con el proyector o la conexión a Internet...). El motivo de retener el material durante la actividad inicial es la necesidad de captar la atención en esa primera fase. Es fácil comprobar que el material impreso en los momentos iniciales de un curso, cuando los asistentes se sienten todavía demasiado inhibidos para mirarse unos a otros con naturalidad, tiene la fuerza de un imán. Cae en sus manos un dosier y comienzan a pasar páginas y a leer: seguro que será difícil captar su atención cuando co- mience a hablar el docente o en las primeras intervenciones de los compañeros. Creo que la manera más práctica y efectiva de proporcionar el material es hacerlo en la medida en que se pueda comentar: ahora un esquema, ahora un resumen, después un artículo, en otro momento la bibliografía... Eso facilita que dediquen aten- ción a mirarlo y conocerlo en el momento en que se explica el contenido. Ir repartiendo el material correspondiente a cada se- sión o incluso a una sola actividad permite también no entregar el material correspondiente a contenidos que no hayamos podi- do abordar o actividades que hayamos decidido no organizar por razones de tiempo.
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Respetar ritmos distintos
Es fácil comprobar que el ritmo de trabajo no depende sólo de cada persona, sino también del momento y del tipo de actividad, facto- res que intervienen de manera conjunta. Incluso en las actividades de grupo se pueden observar diferencias en el ritmo de comprensión y de realización entre los diferentes grupos. Por eso es importante encontrar fórmulas para respetar esas diferencias y, a la vez, no tener a nadie esperando que otros finalicen para retomar la tarea. Un recurso que puede resultar eficaz es dividir el trabajo entre los grupos, de manera que en menos tiempo podamos co- mentar el resultado de la actividad. Cuando se trata de resolver una serie de cuestiones o ejercicios numerados, suelo pedir a la mitad de los grupos (o parejas) que comience por el final. Así, si el trabajo no está terminado en el momento previsto para la puesta en común, podemos hacerla sin prolongar el tiempo ad- judicado, porque todas las cuestiones habrán sido comentadas por algún equipo, que comunica el resultado a todo el grupo.
Invitar a los participantes a valorar el curso
Procuro, aunque no siempre lo consigo, no acabar la última se- sión de un curso con un esprín final en la corrección de la última actividad o en el comentario de libros o direcciones electrónicas recomendables. Para ello hay que renunciar a menudo a comen- tar esos apartados del material o incluso contenidos importantes, especialmente si aparece alguien de la organización con las famo- sas encuestas de valoración del curso, que contienen un apartado sobre el taller (incluido el docente) y quince sobre otros aspec- tos organizativos. Me gusta proponer a los alumnos que valoren el curso justo antes de que acabe, como una actividad más del taller, porque
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creo que escuchar a los compañeros les puede ayudar a asentar
ciertos aprendizajes. Para ello es necesario emplear unos quince minutos de la parte final de la última sesión. De nada serviría animar a los asistentes a hacer comentarios de valoración a un minuto de acabar, cuando algunos ya tienen la chaqueta puesta. La actividad puede hacerse oralmente o por escrito y casi siem- pre genera más participación si sigue unas instrucciones especí- ficas, como «cita tres cosas que te han gustado (o que has aprendido o te han sorprendido...) y tres cosas del curso que te hayan decepcionado, o tres cuestiones que crees que han queda- do pendientes de resolver... Dime tres cosas que querías aprender y no has encontrado (tres decepciones, tres fallos, tres sugeren- cias...)». ¿Por qué siempre pido tres? Porque he comprobado que así escriben al menos una en cada caso... Cualquier actividad de valoración irá seguida de una despe- dida al grupo. No se trata sólo de una cuestión de cortesía, que nunca debe olvidarse, sino de reconocer y agradecer el trabajo y –sobre todo– la participación de todos, sin la cual el curso habría sido muy distinto y menos interesante. Me parece un buen mo- mento para retomar algún objetivo inicial en forma de buenos deseos, porque realmente espero haber hecho algo para que su trabajo les resulte más fácil, al menos en las actividades relacio- nadas con la formación recibida, como hacer presentaciones ora- les, atender al público o redactar informes técnicos.
Reflexionar sobre la sesión después de realizarla
Algunas informaciones nos pueden ayudar a mejorar: qué salió bien, qué sería mejorable, si han participado lo suficiente, si han mostrado interés... Es muy útil hacerse esas preguntas sobre cada actividad, para poder introducir cambios en las instrucciones o en la dinámica de participación.
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También hay preguntas que pueden referirse a la globalidad
del curso, especialmente cuando llegamos a la fase final: ¿las per- sonas más interesadas tienen ideas para continuar por sí mismas? ¿Las menos interesadas tienen una visión general suficiente para sus tareas profesionales?... Si la actividad de valoración ha sido escrita, es el momento de leer los mensajes que nos hacen llegar los asistentes. Creo que un formador necesita tanto el agradecimiento del grupo como sus críticas o sus sugerencias, porque constituyen retos muy motivadores. Siempre resulta agradable oír comenta- rios como «Qué corto se me ha hecho este curso», «Lo he pasa- do muy bien y he aprendido cosas muy interesantes», «Nunca olvidaré los consejos que vimos para…». Además de favorecer el desarrollo de las habilidades comunicativas de mis alumnos para que puedan mejorar su actividad profesional, entre mis deseos está siempre el de dejarles un buen recuerdo.