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Cita en el aula,
para hacer cosas juntos 3

Glòria Sanz Pinyol


Formadora de profesores

La tarea docente en el aula consiste especialmente en


crear situaciones que favorezcan el aprendizaje. Y para
ello se necesita la cooperación y la complicidad de todos
los asistentes.
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CITA EN EL AULA, PARA HACER


COSAS JUNTOS
Debo confesar que cuando me llegó la proposición de participar
en un libro que llevaría como título Los trucos del formador, tuve
deseos de dar una respuesta negativa, quizá porque era pleno ve-
rano y empezaba mis merecidas vacaciones, circunstancias en las
que no resulta aconsejable continuar con las tribulaciones de la
tarea cotidiana. A la vez, no pude evitar unas tremendas ganas
de leer un libro semejante. ¿Trucos? ¿Alguien sabe trucos? Que
me los pasen, por favor, como quien pide los apuntes de alguna
sesión que se perdió.
Creo que la profesión docente es dura y compleja, incluso
para los que sentimos placer y satisfacción en nuestra tarea. Adi-
vino que puede ser durísima para alguien que no la disfrute y ex-
tremamente dolorosa para alguien que la ejerce cuando hace
tiempo que ha dejado de disfrutarla. Y creo también que, si hu-
biera trucos, sólo servirían en el primer caso.
Finalmente, como pueden comprobar los lectores, me dejé
vencer por la tentación que también significaba esa propuesta.
Aceptar el reto sin duda sería una manera de aprender. Porque
escribiendo, como enseñando, se aprende. En ambas actividades
hay que aprender ineludiblemente: hay que poner nombres con-
cretos a conceptos abstractos, hay que ordenar ideas propias o
ajenas que habitan en nuestra mente de manera desordenada,
hay que buscar causas para explicar fenómenos que observamos
o experimentamos.
La propuesta de reflexionar sobre las estrategias que funcio-
nan en mis clases me situó ante una pregunta inevitable: ¿por
qué me dedico a la enseñanza? No era la única salida profesional
a mis estudios de lengua y literatura. Tampoco sé si era la más

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fácil, ni la más atractiva: podía corregir originales en una edito-


rial, traducir literatura o manuales de mecánica, investigar la di-
versidad de dialectos o de lenguas en un continente entero,
colaborar en la elaboración de enciclopedias o diccionarios…
¿Tuve ante mí algún docente que constituyó un modelo para
provocar mi decisión? Sin duda más de diez, al menos tantos
como otras tantas vocaciones intensas que recuerdo haber teni-
do. Entonces, ¿por qué me dedico a la enseñanza? Supongo que
escribir un capítulo de un libro no compromete a dar todas las
respuestas; así que puedo evitar inventarlas.
A lo largo de mi vida escolar tuve muy buenos profesores,
especialmente en los cursos inmediatamente anteriores a la
universidad. En cambio, unos años antes, al final de la prima-
ria, durante un par de cursos al inicio de la década de los seten-
ta, tuve el privilegio de ser alumna de un mal maestro. Sus
técnicas didácticas eran absolutamente tradicionales, supera-
das incluso en esa misma época, cosa que no consideraría tan
grave si no fuera por el abuso de autoridad que ejercía cons-
tantemente, tanto dentro como fuera del aula, en completa
consonancia con el régimen dictatorial que todavía imperaba.
Este maestro tenía, por ejemplo, la teoría de que era necesario
usar un castigo diferente para cada alumno, al puro estilo de la
novela 1984 de George Orwell. El abanico de sus técnicas in-
cluía desde la bofetada pública hasta la conversación con el
entrenador deportivo del club local para que prohibiera asistir
al entreno semanal y a los partidos a un alumno que acumula-
ba suspensos. ¡Teníamos doce y trece años!
La experiencia, aunque inolvidable para mí y mis compañe-
ros de curso, no ha supuesto para ninguno la necesidad de pagar
las facturas de un psicoanalista (al menos no me consta). Y, a
pesar de que hubiera preferido tener recuerdos más gratos de esa
temprana edad escolar, suelo pensar con cierta ironía que de

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ese maestro aprendí mucho sobre lo que no quiero hacer en


clase, sobre la importancia de ofrecer un trato equitativo a los
alumnos y sobre cómo debo ejercer la responsabilidad que me
corresponde en el aula.
He reflexionado a menudo sobre el poder del docente en
la actividad académica. En muchos contextos parece indiscuti-
ble que la profesora es alguien que puede entrar en el aula y
empezar a dar instrucciones y más instrucciones, que los alum-
nos deben seguir si quieren merecer su aprobación, de la que
dependerá quizás alguna faceta de su futuro. Ciertamente, en
esta profesión nos volvemos bastante «mandones»; a veces no
podemos evitar ciertos tonos en nuestra expresión verbal, in-
cluso en las conversaciones privadas o en las reuniones de
temas no profesionales.
Si bien es cierto que necesitamos constantemente dar ins-
trucciones para organizar tareas, también lo es que podemos es-
tablecer en el aula un trato cordial y de respeto mutuo que
preserve siempre la relación entre todos los miembros del grupo,
incluida la docente. Suelo impartir talleres de habilidades co-
municativas dirigidos a profesionales diversos y para mí han su-
puesto un contexto ideal para conseguir esa relación de igual a
igual entre profesor y alumno que considero tan necesaria y pro-
vechosa. En la formación continuada, entiendo la relación con
los alumnos como un tándem: necesito aprender de ellos para
adaptar los objetivos y los contenidos de cada curso a sus reali-
dades y su colaboración me resulta indispensable para que las
clases funcionen.
Dedico siempre una atención especial a los objetivos de es-
tablecer relaciones de cooperación y conseguir un clima que fa-
vorezca al máximo la participación en el aula, porque siento que
ambas cosas son requisitos indispensables para lograr los fines di-
dácticos. ¿De qué le serviría a alguien asistir a un taller de expre-

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sión oral sin hablar ante el grupo? ¿Sería provechoso un taller de


redacción técnica donde los participantes no pudieran leer frag-
mentos de sus escritos en voz alta? Precisamente los cursos se lla-
man taller cuando se espera que los participantes actúen, hagan
cosas, y no se limiten a escuchar y mirar.
Otra estrategia útil para mi trabajo docente ha sido siempre
la idea de ponerme en el lugar de las personas destinatarias. Y
esto empieza teniendo en cuenta el esfuerzo que supone para un
grupo de profesionales abandonar sus quehaceres para dirigirse a
un lugar donde esperan encontrar algo interesante, que les resul-
te nuevo y útil. Creo que esa expectativa es general, aunque
puede sumarse a otras expectativas o necesidades más concretas
o definidas. En definitiva, pienso que su esfuerzo y su interés les
hacen merecedores de una buena sesión y, por lo tanto, debo
ofrecerles algo que les motive, que les interese, aunque no todo
les resulte nuevo, aunque puedan no estar de acuerdo con parte
del contenido.
Además, a mi entender, el interés de las actividades presen-
ciales de formación continuada no se limita al contenido, sino
que se centra en el hecho de que un grupo de personas se en-
cuentra en el aula para hacer cosas que les permitan aprender y
abrir horizontes. El modelo de docente transmisor de contenido
hace años que está superado, porque los contenidos están por
todas partes, son dinámicos y, además, tienen fecha de caduci-
dad. En cambio, las actividades y las vivencias tienen un impac-
to a largo plazo, que se transforma no sólo en conocimientos,
sino también en valores, actitudes y habilidades personales.
La tarea docente en el aula consiste especialmente en crear
situaciones que favorezcan el aprendizaje. Y para ello se precisa
la cooperación y la complicidad de todos los asistentes. Aque-
llo que probablemente favorecerá el rendimiento de la actividad
será la actividad en grupo que propone y coordina la docente,

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las aportaciones de todos los participantes, la relación con los


compañeros (incluidos los contactos informales a la hora del
café). A menudo pienso que no tiene sentido una clase en la que
todo el contenido podría haberse adquirido leyendo un artículo
en casa, sentado en una butaca, porque probablemente los alum-
nos encontrarían preferible la butaca de su casa.
Y ahí están las experiencias de los entornos virtuales de
aprendizaje, que demuestran que cada vez se pueden hacer más
cosas desde casa o desde el lugar de trabajo. Una buena sesión
presencial sólo tiene sentido si puede resistir la competencia de
la enseñanza a distancia, que dispone de muchos recursos, cada
día más atractivos. Por eso en mis sesiones no propongo nunca
actividades individuales, ni ejercicios de respuesta única o ce-
rrada. Intento conseguir, además, una buena proporción entre
las actividades receptivas y las de participación.
Creo que hay algunas premisas que contribuyen al éxito de
la tarea. No se trata de técnicas ni de trucos, incluso es difícil
transmitirlas de manera explícita, porque podrían parecer poco
sinceras. Estoy convencida de que se expresan con ciertas acti-
tudes que se desvelan especialmente en la manera de comunicar-
se con los participantes. A veces, en las palabras iniciales, a
veces en las reacciones ante las preguntas difíciles, a veces en los
comentarios posteriores a un ejercicio… Son ideas o presupues-
tos que impregnan los mensajes verbales y no verbales del pro-
ceso de comunicación que constituye cualquier actividad de
formación. Escribo algunas a continuación, intentando superar
esa dificultad de explicitarlas a la que me refería en las líneas an-
teriores.
• Respeto y confianza en las capacidades de los alumnos.
Ni yo lo sé todo, ni los alumnos parten de cero. Es más: los
alumnos saben mucho más de lo que piensan y entre mis ta-
reas está la de evidenciarlo.

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• Naturalidad: nada que esconder, nada que aparentar.


Una de mis estrategias más eficaces ha sido mostrarme na-
tural y espontánea, evitar pensamientos y sentimientos que
me produzcan tensión, para poder concentrarme en mi
labor y actuar de forma desinhibida. Seguramente eso se tra-
duce en acciones sencillas como sonreír al saludar, pregun-
tar el nombre olvidado de un alumno y reconocer con
modestia lapsos, lagunas o errores.
• Empatía: imaginarme del lado de los asistentes.
Suelo preguntarme si me gustaría oír lo que estoy explican-
do o hacer el ejercicio que estoy proponiendo. También son
actos de empatía, comprender objeciones, dudas y dificulta-
des de los alumnos, escucharlas sin sorprenderme y dar im-
portancia a todas las intervenciones.
• Bienestar: sentirme a gusto con la actividad del aula.
Es importante que los alumnos comprueben que me gusta
mi trabajo y me interesan los temas de mis cursos. Seguro
que, además, percibirán que me siento bien en el grupo.
• Implicación: me interesa todo lo que ocurre en el aula.
En mi actividad docente no deseo sólo enseñar, también
quiero escuchar, aprender y disfrutar.

Desde un punto de vista más práctico, una vez citadas las


premisas que, según entiendo, presiden la actividad y ayudan a
establecer la comunicación, también hay, naturalmente, accio-
nes más concretas que se pueden hacer antes, después y durante
la actividad del aula y pueden repetirse si han dado buen resul-
tado. Lo bueno de estos trucos es que son transferibles a situacio-
nes distintas y pueden usarse incluso con los mismos alumnos en
sesiones siguientes. Lo malo es que un mismo truco puede fun-
cionar en una ocasión y no funcionar en la siguiente, sin que sea
fácil averiguar la razón del éxito o del fracaso.

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En definitiva, dedicaré la principal parte de mi escrito a ex-


plicar qué hago con el fin de crear en el aula el clima adecuado
para organizar actividades de grupo que faciliten el aprendizaje.
Al menos, cómo pienso que lo consigo, cuándo lo consigo, si es
que lo consigo. Tampoco puedo afirmar con certeza qué número
de estrategias se hace indispensable; parece necesaria la suma de
ellas y, a la vez, ninguna es imprescindible. O sea, que si alguna
de las técnicas comentadas a alguien no le parece adecuada o
piensa que le provocaría cierta incomodidad, no es necesario que
la ponga en práctica.

Informarme al máximo sobre la actividad


Es decir, reunir el máximo de información sobre los participan-
tes, como las razones por las que siguen el curso o taller, el lugar
donde se harán las sesiones, los recursos de que dispone la sala…
También es importante saber de dónde surgió la necesidad de
formación, si se trataba de una demanda de los participantes o
de sus superiores, si la actividad es de inscripción libre o precep-
tiva, si los asistentes han recibido antes formación relacionada
con los objetivos de mi curso…
Todas estas informaciones me aportan seguridad, porque me
ayudan a definir objetivos, imaginar niveles de conocimiento o
suponer la disponibilidad de participación de los asistentes. De
todas maneras, hasta que pasan las dos primeras horas de la acti-
vidad, esa seguridad es siempre relativa. No sólo porque hay de-
talles que no pueden completarse hasta el primer día, sino
porque situarse en el lugar y ver los rostros de las personas con
quien me reuniré algunos días me parece imprescindible para
iniciar la comunicación real.

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Planificar (sencillamente, preparar cada sesión)


Nunca he confiado en mi capacidad de improvisación, lo que
no quiere decir que no la tenga; la realidad nos depara suficien-
tes imprevistos para tener que usarla de vez en cuando y proba-
blemente la práctica es la única preparación para afrontarlos.
Para las acciones previsibles de la actividad formativa soy
seguidora de los procesos de tres fases: planificación, realiza-
ción y valoración.
En la preparación de la clase tengo en cuenta que los
alumnos no van a escucharme todo el tiempo y por eso busco
una buena proporción entre escucharme, hacer actividades y
escuchar a los compañeros y compañeras. Esta variedad me pa-
rece necesaria para mantener el interés y la atención del
grupo. Sin embargo, uno de los factores más difíciles de con-
trolar es el tiempo: procuro no abandonar ningún objetivo,
pero muchas veces debo acelerar las exposiciones o sintetizar
las puestas en común.
El guión que llevo a la sesión es muy esquemático, casi tele-
gráfico y suelo tenerlo sobre la mesa. Cuando no he podido or-
ganizar todas las actividades previstas, busco fórmulas para
añadirlas a la sesión siguiente sin que lleguen a trastocar la ges-
tión del tiempo. Ahora bien, procuro no dejar nunca activida-
des inacabadas, porque encuentro muy útil dar a la sesión una
apariencia de redondez, de actividad o conjunto de actividades
con un principio y un final que le otorgan sentido y unidad.

Preparar muy bien los momentos iniciales


Un saludo, de tono amable y cordial, me parece imprescindible
para iniciar tanto la primera sesión como todas las demás. La pri-
mera merece una atención especial, no sólo porque transmite la

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primera impresión a los asistentes, sino también porque es el pri-


mer momento en que podemos completar la información que
nos falta del grupo.
Por eso, el principio del curso me parece el momento más
adecuado para proponer las primeras intervenciones de los par-
ticipantes: que se presenten brevemente, que se conozcan (si no
se conocen previamente), que expliquen qué esperan del
curso… Para hacer las presentaciones más ágiles, suelo invitar-
los a citar una sola dificultad que quieren superar o un solo deseo
relacionado con el taller que quieran destacar. Procuro cerrar la
actividad con una síntesis de las intervenciones que conduce a
la presentación del programa.
Inmediatamente después presento los objetivos y los conte-
nidos de manera sintética, con el deseo de compartirlos, procu-
rando no abrumar a los asistentes. Procuro plantearlos de manera
pragmática y con elementos motivadores, transformándolos en
preguntas a resolver o en retos a afrontar. Por poner un ejemplo,
en un taller de expresión oral, en que muy probablemente en las
presentaciones alguien se ha referido a su deseo de superar el
miedo escénico, suelo afirmar: «Con este taller no podremos evi-
tar estar nerviosos al hablar en público, pero aprenderemos algu-
nas técnicas para que nadie pueda notar que estamos nerviosos».
El principio del curso es también el momento de anunciar
el tipo de trabajo que propondré en el aula, de animar a los
alumnos a participar, a no tener miedo de los errores. Les pido
que se sientan libres de interrumpirme, de opinar, de discrepar,
con la sola condición de no alejarse del tema y los objetivos.

Preparar las intervenciones


La preparación de las intervenciones incluye decidir la exten-
sión, el orden y el momento más adecuado para transmitir cier-

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tos contenidos, momento relacionado generalmente con una ac-


tividad, ya sea previo o posterior, como la deducción de los re-
sultados de un ejercicio. Intento usar un lenguaje ágil, variado y
preciso. Procuro que no sean extensas, que sigan un cierto orden
y que incluyan toda una serie de recursos que capten y manten-
gan la atención. Los más útiles son seguramente los ejemplos
próximos a la vida cotidiana y a la realidad de los alumnos, las
analogías, los juegos de palabras y, si el tema lo permite, las anéc-
dotas (a veces personales) o bien narraciones con enigmas o in-
gredientes humorísticos.
Otras intervenciones que no consisten estrictamente en
transmitir contenidos también son importantes para conseguir
crear el clima adecuado. Son los momentos de evaluación, en
que se hace necesario valorar el resultado de algún ejercicio.
Como he comentado antes, una actividad habitual en las sesio-
nes de mis talleres consiste en leer en voz alta fragmentos escri-
tos por los alumnos (en el aula o fuera de ella), comentarlos y
revisarlos en grupo. Uno de los aspectos más complejos en este
tipo de actividad, y de la docencia en general, es el enfoque de
los errores. No es fácil comentar en público fallos en algo que se
considera tan personal como la manera de escribir o la manera
de hablar, aunque se trate de comunicaciones pragmáticas, con
objetivos definidos. Ciertamente, necesito que mis alumnos ten-
gan una actitud positiva ante los propios errores y los ajenos. El
error es una etapa del aprendizaje, una fuente de información y
un recurso de mejora indiscutible.
Generalmente, mi estrategia en la evaluación de activida-
des ha consistido en incluir en mis comentarios aspectos positi-
vos y aspectos mejorables del resultado de un ejercicio. Pero no
siempre he conseguido mis propósitos. En alguna ocasión, algún
alumno me ha comentado: «No he venido al curso para que me
digas lo que hago bien, sino todo lo que hago mal, y cómo solu-

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cionarlo». En otras ocasiones, alguien me ha pedido: «No me sa-


ques más, por favor, lo paso muy mal». Además de reconocer mis
errores y de aprender de ellos, también debo tener presente que
los alumnos son muy diversos. Constatar la diversidad de actitu-
des y valores es constatar la complejidad del ser humano y reco-
nocer que no podemos tenerlo todo previsto.

Proponer actividades sencillas y atractivas


En las actividades del aula, las instrucciones deben ser muy cla-
ras y las conclusiones, explícitas y relacionadas con los objetivos.
Ya he comentado que huyo de las actividades individuales (el
alumno podría hacerlas en casa o en la oficina), así que la mayo-
ría de las actividades que propongo se resuelven por parejas o en
grupo. Con el tiempo he comprobado que las actividades lúdi-
cas, incluso con algún grado de competitividad entre grupos fun-
cionan muy bien, independientemente de la edad de los
alumnos. En un taller de redacción, resulta motivador puntuar
propuestas del grupo para decidir, por ejemplo, qué texto de
entre media docena, convertiremos de borrador a artículo, o
conseguir puntos por cada error de estilo localizado en un folle-
to publicitario. No hay premio para los ganadores, incluso a menu-
do olvidamos nombrarlos, así que supongo que el ingrediente
motivador es la sensación de «avanzar» que aportan los puntos.
Encontrar actividades de grupo que sean útiles y motivadoras
es decisivo. A menudo he encontrado personas que hablan de
cómo resultó de interesante un curso, sólo explicando una acti-
vidad inolvidable que les sorprendió enormemente. Pongo algunos
ejemplos:
• Nos dieron una cantidad de dinero limitada y teníamos que convencer a

un taxista de que nos hiciera un tour por la ciudad por ese precio, aun-
que fuera muy inferior a las tarifas oficiales. (En un curso de creatividad.)

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• Nos dieron un juego de construcción y, al cabo de quince minutos, pu-


dimos comprobar que la mayoría de los grupos había empezado a
construir sin hacer propuestas ni tomar decisiones previas. (En un curso
sobre planificación.)
• Nos taparon los ojos y teníamos que seguir las instrucciones de un com-
pañero para caminar por la cresta de una duna. (En un curso de lide-
razgo y habilidades directivas.)
• Redactamos un informe sobre la evacuación del público de un teatro
por una falsa alarma de bomba. (En un curso de técnicas de redac-
ción.)
• Teníamos que inventar un objeto nuevo y preparar la publicidad radio-
fónica a tres voces para comercializarlo. (En un curso de expresión
oral.)

Sin duda son actividades de valor incalculable, no sólo


porque dejan huella en los participantes, sino porque son una
auténtica mina para el formador. Su labor será seleccionar
entre un sinfín de conclusiones aquellas que quiera comentar o
destacar en relación con los objetivos. Son actividades que,
además de ser amenas y divertidas, provocan cambios de per-
cepción que predisponen al aprendizaje, es decir, abren las
mentes. Además, aprovechan y promueven la interacción en el
grupo. Juegos de rol, simulaciones, enigmas, debates guiados…
son para mí recursos imprescindibles en los talleres de habili-
dades comunicativas.
Paso largos ratos ideando actividades que cumplan esos
requisitos; a veces, preparando o buscando el material necesa-
rio (imágenes, recortes de prensa, rompecabezas, cartulinas de
colores…), un tiempo realmente provechoso. Creo que con
frecuencia los docentes invertimos injustamente más tiempo
en preparar los contenidos de un curso que en diseñar las ac-
tividades. Sé que, también injustamente, ese tipo de activida-

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des se evitan cuando los formadores sienten la premura del


tiempo y temen no finalizar el programa. Comprendo esa sen-
sación, especialmente en formación continuada, porque las
empresas o instituciones suelen ser poco generosas a la hora de
determinar la duración de un curso. Sin embargo, creo que
hay que tener más en cuenta la rentabilidad de la actividad
que el tiempo de realización. Los aprendizajes que son fruto de
la experiencia, de la vivencia personal, son los que realmente
permanecen.

Usar material ilustrador en el aula


Un artículo breve, una presentación gráfica en pantalla, una vi-
sita rápida a alguna dirección recomendada de Internet, un re-
portaje en DVD… cumplen al menos una doble función:
ilustran las exposiciones y aportan la variedad necesaria para
hacer la sesión más amena.
Hay muchas ventajas en el uso de medios audiovisuales u
otras tecnologías, como el ordenador con proyector, con posi-
ble conexión a Internet. Sin embargo, existe el riesgo de que
nos hagan perder tiempo si hay un error en los aparatos o en las
conexiones. Por eso hay que procurar que todo esté probado y
preparado antes de empezar. Además, no hay que abusar de un
mismo recurso ilustrador, porque puede desenfocar los objeti-
vos o resultar también monótono si ocupa demasiado tiempo
de la sesión.

Dar material de lectura útil y muy legible


Preparar un breve dosier, con síntesis de contenidos, algunos es-
quemas y quizás algunos ejercicios, ofrece muchas ventajas. Per-
mite, por ejemplo, recomendar a los asistentes que no tomen

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notas durante las intervenciones del docente. El material que


suelo preparar está pensado para evitar o reducir la toma de
apuntes en clase y, a la vez, ofrece la oportunidad de ampliar
contenidos con una bibliografía y una lista de direcciones web
muy seleccionada, que se comenta en el aula, ya sea cuando du-
rante las clases aparece algún tema que puede ampliarse o en la
última sesión.
Nunca doy los materiales al principio, excepto si hay un re-
traso involuntario en el inicio de la sesión (hay que esperar a la
persona con cargo que presenta el curso, un técnico está pele-
ando con el proyector o la conexión a Internet...). El motivo de
retener el material durante la actividad inicial es la necesidad
de captar la atención en esa primera fase. Es fácil comprobar
que el material impreso en los momentos iniciales de un curso,
cuando los asistentes se sienten todavía demasiado inhibidos
para mirarse unos a otros con naturalidad, tiene la fuerza de un
imán. Cae en sus manos un dosier y comienzan a pasar páginas
y a leer: seguro que será difícil captar su atención cuando co-
mience a hablar el docente o en las primeras intervenciones de
los compañeros.
Creo que la manera más práctica y efectiva de proporcionar
el material es hacerlo en la medida en que se pueda comentar:
ahora un esquema, ahora un resumen, después un artículo, en
otro momento la bibliografía... Eso facilita que dediquen aten-
ción a mirarlo y conocerlo en el momento en que se explica el
contenido. Ir repartiendo el material correspondiente a cada se-
sión o incluso a una sola actividad permite también no entregar
el material correspondiente a contenidos que no hayamos podi-
do abordar o actividades que hayamos decidido no organizar por
razones de tiempo.

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Respetar ritmos distintos


Es fácil comprobar que el ritmo de trabajo no depende sólo de cada
persona, sino también del momento y del tipo de actividad, facto-
res que intervienen de manera conjunta. Incluso en las actividades
de grupo se pueden observar diferencias en el ritmo de comprensión
y de realización entre los diferentes grupos. Por eso es importante
encontrar fórmulas para respetar esas diferencias y, a la vez, no tener
a nadie esperando que otros finalicen para retomar la tarea.
Un recurso que puede resultar eficaz es dividir el trabajo
entre los grupos, de manera que en menos tiempo podamos co-
mentar el resultado de la actividad. Cuando se trata de resolver
una serie de cuestiones o ejercicios numerados, suelo pedir a la
mitad de los grupos (o parejas) que comience por el final. Así, si
el trabajo no está terminado en el momento previsto para la
puesta en común, podemos hacerla sin prolongar el tiempo ad-
judicado, porque todas las cuestiones habrán sido comentadas
por algún equipo, que comunica el resultado a todo el grupo.

Invitar a los participantes a valorar el curso


Procuro, aunque no siempre lo consigo, no acabar la última se-
sión de un curso con un esprín final en la corrección de la última
actividad o en el comentario de libros o direcciones electrónicas
recomendables. Para ello hay que renunciar a menudo a comen-
tar esos apartados del material o incluso contenidos importantes,
especialmente si aparece alguien de la organización con las famo-
sas encuestas de valoración del curso, que contienen un apartado
sobre el taller (incluido el docente) y quince sobre otros aspec-
tos organizativos.
Me gusta proponer a los alumnos que valoren el curso justo
antes de que acabe, como una actividad más del taller, porque

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creo que escuchar a los compañeros les puede ayudar a asentar


ciertos aprendizajes. Para ello es necesario emplear unos quince
minutos de la parte final de la última sesión. De nada serviría
animar a los asistentes a hacer comentarios de valoración a un
minuto de acabar, cuando algunos ya tienen la chaqueta puesta.
La actividad puede hacerse oralmente o por escrito y casi siem-
pre genera más participación si sigue unas instrucciones especí-
ficas, como «cita tres cosas que te han gustado (o que has
aprendido o te han sorprendido...) y tres cosas del curso que te
hayan decepcionado, o tres cuestiones que crees que han queda-
do pendientes de resolver... Dime tres cosas que querías aprender
y no has encontrado (tres decepciones, tres fallos, tres sugeren-
cias...)». ¿Por qué siempre pido tres? Porque he comprobado que
así escriben al menos una en cada caso...
Cualquier actividad de valoración irá seguida de una despe-
dida al grupo. No se trata sólo de una cuestión de cortesía, que
nunca debe olvidarse, sino de reconocer y agradecer el trabajo y
–sobre todo– la participación de todos, sin la cual el curso habría
sido muy distinto y menos interesante. Me parece un buen mo-
mento para retomar algún objetivo inicial en forma de buenos
deseos, porque realmente espero haber hecho algo para que su
trabajo les resulte más fácil, al menos en las actividades relacio-
nadas con la formación recibida, como hacer presentaciones ora-
les, atender al público o redactar informes técnicos.

Reflexionar sobre la sesión después de realizarla


Algunas informaciones nos pueden ayudar a mejorar: qué salió
bien, qué sería mejorable, si han participado lo suficiente, si han
mostrado interés... Es muy útil hacerse esas preguntas sobre cada
actividad, para poder introducir cambios en las instrucciones o
en la dinámica de participación.

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También hay preguntas que pueden referirse a la globalidad


del curso, especialmente cuando llegamos a la fase final: ¿las per-
sonas más interesadas tienen ideas para continuar por sí mismas?
¿Las menos interesadas tienen una visión general suficiente para
sus tareas profesionales?... Si la actividad de valoración ha sido
escrita, es el momento de leer los mensajes que nos hacen llegar
los asistentes.
Creo que un formador necesita tanto el agradecimiento del
grupo como sus críticas o sus sugerencias, porque constituyen
retos muy motivadores. Siempre resulta agradable oír comenta-
rios como «Qué corto se me ha hecho este curso», «Lo he pasa-
do muy bien y he aprendido cosas muy interesantes», «Nunca
olvidaré los consejos que vimos para…». Además de favorecer el
desarrollo de las habilidades comunicativas de mis alumnos para
que puedan mejorar su actividad profesional, entre mis deseos
está siempre el de dejarles un buen recuerdo.

L OS « TRUCOS » DEL FORMADOR 73


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