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Máster en Derechos Fundamentales – Curso 2013/2014

Asignatura: Aspectos subjetivo y objetivo de los derechos fundamentales


Materiales para el estudio, Bloque 2
Preparados por: Ignacio Gutiérrez Gutiérrez – Jorge Alguacil González-Aurioles

Introducción histórica

SUMARIO
1. Panorámica general
2. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia alemana
a) Sentencia Lüth del Tribunal Constitucional alemán (extracto)
b) Comentario de Wolfgang Hoffmann-Riem.
3. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia española
a) La STC 25/1981 (extracto)
b) STC 25/1981 - Comentario

1. Panorámica general

Como se ha visto en el apartado anterior, los derechos fundamentales tienden a ser vistos
ante todo como derechos subjetivos dotados de una especial fuerza vinculante, la que
procede de su consagración constitucional. No resulta extraño que esa perspectiva haya
sido considerada “clásica”. A fin de cuentas, bien puede parecer que los derechos
fundamentales que ahora nos garantizan las Constituciones normativas son los mismos
que, en el constitucionalismo positivista decimonónico, valían como derechos subjetivos
frente a la Administración; la novedad sería su actual proyección frente al legislador.

Pero lo cierto es que, antes de que a lo largo del siglo XIX se consagrara este principio
característico del Estado formal de Derecho, conforme al cual la Administración sólo podía
intervenir en la esfera de la libertad y de la propiedad de los ciudadanos, en sus derechos
fundamentales, previa autorización legal, las constituciones revolucionarias de finales del
siglo XVIII habían consagrado derechos fundamentales a los que se atribuía otro sentido.
Era la época originaria en la que el Estado material de Derecho se oponía al régimen
feudal, la época en la que resultaba decisivo conformar legalmente las relaciones sociales
de acuerdo con los principios objetivos de la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Estos
derechos fundamentales, pues, no se daban por sobreentendidos en el ámbito del Derecho
positivo, dejando abierta a la ley la posibilidad de limitarlos; más bien, la acción del
legislador era reclamada justamente para lograr la proyección de dichos derechos sobre el
conjunto del ordenamiento jurídico.

Como señala Manuel García Pelayo (Derecho constitucional comparado, Madrid: Alianza,
1984, págs. 55 s.), “una vez asentado y asegurado el régimen liberal burgués, tal teoría ya
no precisaba --como en los tiempos en que el nuevo régimen pugnaba por afirmarse frente
a los poderes históricos— ser un medio de conocimiento al servicio de una transformación
(...), sino simplemente un medio de explicación de una realidad cuyo contenido aparecía
como indiscutible y definitivamente afirmado. Ahora bien, es claro que toda evidencia en
el contenido conduce, en principio, a un resaltamiento de la forma; toda evidencia en lo
sustancial, a una doctrina desustancializada”. Del Estado material de Derecho, presidido
por los principios objetivos de la libertad y la igualdad, se pasa al Estado formal de
Derecho, en el que la libertad y la propiedad han devenido meros derechos subjetivos
frente a la Administración, susceptibles de ser limitados por la Ley.

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Más adelante, cuando la llamada “cuestión social” pone en entredicho las posibilidades de
supervivencia del orden liberal decimonónico, en el contexto de una nueva época de
cambios sociales, se recupera el contenido objetivo de los derechos fundamentales. Ello se
produce inicialmente en el plano de la política constitucional; entretanto, la ciencia jurídica
sigue elaborando sus dogmas a partir de un Derecho positivo cuya interpretación se
considera inmune a tan novedosos planteamientos. La Constitución de Weimar de 1919
incorpora contenidos normativos característicos del Estado social, pero, en su breve
periodo de vigencia (hasta principios de 1933), ni las circunstancias políticas ni la inercia
que domina las construcciones jurídicas permitieron que se asentara una concepción
dogmática igualmente renovadora. Algo similar cabe decir de la Constitución republicana
de 1931.

Cuando algunas constituciones europeas, ya tras la segunda guerra mundial, comienzan a


dotarse de instrumentos efectivos de garantía jurisdiccional, como ocurre con la
Constitución italiana y la Ley Fundamental de Bonn, el predominio de la perspectiva
subjetiva, que protege al individuo de los abusos del poder público, se explica en primer
lugar por el natural entronque con la dogmática jurídica anterior, de raigambre positivista;
pero, sobre todo, porque en primer plano estaban los abusos de los regímenes totalitarios
que, desde el Estado, habían violado sistemáticamente los derechos individuales. Como
tales derechos subjetivos se proyectan ahora los derechos fundamentales también frente al
legislador.

Pero no pasará mucho tiempo antes de que se cobre conciencia de que los derechos, en esta
nueva fase, han pasado a consagrar un orden social que se impone al legislador mismo, y
que en esa medida encarnan principios objetivos que el legislador no sólo no puede limitar
arbitrariamente, sino que ha de promover de modo activo. El resurgimiento de la
dimensión objetiva de los derechos fundamentales se considera la novedad más
espectacular del Derecho público alemán posterior a 1945. Los efectos de tal dimensión no
sólo afectan a los derechos fundamentales, sino a la entera comprensión de la Constitución
como norma suprema del ordenamiento jurídico. Porque esta dimensión objetiva de los
derechos implica, en definitiva, el renacimiento del ordenamiento jurídico alemán sobre el
espíritu de los derechos fundamentales. Los derechos fundamentales no se limitan a
asegurar la libertad de los particulares frente al Estado, sino que son el fundamento del
orden jurídico, la base y la sustancia del Derecho, un valor absoluto y universal que
vincula no sólo al Estado, sino a toda la comunidad jurídica.

Este nuevo desarrollo, sin embargo, también plantea problemas a la hora de dotar de la
consistencia dogmática típica del Derecho, una consistencia orientada por el principio de la
seguridad jurídica y que se consolida a partir del procesamiento y la estabilización de las
soluciones acreditadas en el pasado, a una tarea esencialmente nueva que, sin embargo,
también resulta normativamente impuesta por los derechos fundamentales y
jurisdiccionalmente garantizada mediante los mecanismos de tutela de la Constitución. Así
se explica que no pocos autores pretendan darse por satisfechos con el viejo componente
subjetivo de los derechos fundamentales y rechacen asumir el componente objetivo como
parte integrante de la específica normatividad constitucional.

Todo este desarrollo que ha sido expuesto, de modo magistral, por Dieter Grimm, un muy
reconocido especialista en historia del Derecho público que además, como magistrado del
Tribunal Constitucional alemán (1987-1999), ha acumulado una formidable experiencia en

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el procesamiento de los conflictos sociales con la ayuda de los derechos fundamentales. De


él extractamos un texto recogido en una obra que contiene además otros estudios
fundamentales de dicho autor, especialmente sobre la conexión histórica entre
constitucionalismo y derechos fundamentales.

Dieter Grimm, “¿Retorno a la comprensión liberal de los derechos fundamentales?”, en


D. Grimm, Constitucionalismo y derechos fundamentales, Madrid: Trotta, 2006, págs. 155-
173, extracto.

El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes

I. . Sobre la situación

El descubrimiento del principio de proporcionalidad y el despliegue del contenido jurídico


objetivo de los derechos fundamentales se han mostrado como las innovaciones de
mayores consecuencias en la dogmática de los derechos fundamentales de la posguerra (...)
La comprensión jurídico-objetiva abre a los derechos fundamentales un área de aplicación
enteramente nueva. De esta interpretación de los derechos fundamentales se derivan, de
forma paulatina, su irradiación a las relaciones de derecho privado, la denominada eficacia
frente a terceros, los derechos originarios a prestaciones o derechos de participación de los
individuos frente al Estado, el deber de protección por parte del Estado de las libertades
aseguradas por derechos fundamentales, las garantías procesales de los procesos estatales
de decisión de los que puedan derivarse perjuicios para los derechos fundamentales, los
principios de organización de las instituciones públicas y privadas en las cuales los
derechos fundamentales se hacen valer según el principio de la división de funciones; y
aún serían posibles nuevos pasos. Así, los derechos fundamentales, en primer lugar, no se
refieren ya unilateralmente al Estado, sino que se vuelven normativos también para el
orden social; en segundo lugar, se desvinculan de la función unilateral de protección y
sirven, asimismo, como fundamento de los deberes de actuación estatal.

Por supuesto, sería erróneo esperar que los componentes negativos y de intervención de los
derechos fundamentales se pudiesen sumar sin problemas. Antes bien, el mandato estatal
de defensa de la libertad asegurada mediante los derechos fundamentales no puede
cumplirse, por regla general, sino mediante el recorte de otras libertades o de la misma
libertad con respecto a otras. Por consiguiente, las exigencias de actuación del Estado que
se derivan de los derechos fundamentales elevan el número de las intervenciones en el área
protegida por estos y conducen, a juzgar por las apariencias, a un debilitamiento de su
fuerza protectora. Mientras que una interpretación exclusivamente negativa de los derechos
fundamentales contribuye a estabilizar el statu quo social, su comprensión en términos de
intervención genera un impulso transformador. Por eso, (...) el tema sigue siendo objeto de
continua discusión. Precisamente, en los tiempos más recientes ha vuelto a aumentar la
crítica, que sigue teniendo una base fundamentalmente metodológica. Los críticos hacen
responsable a la comprensión jurídico-objetiva de los derechos fundamentales de la
elevada discrecionalidad en la interpretación de estos derechos, así como de la
consiguiente pérdida de racionalidad de la aplicación jurídica, y ven en ello la causa más
importante de usurpación de competencias políticas por los tribunales, en particular por el

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Tribunal Constitucional federal.

Pero entre la vieja y la joven generación de críticos, las diferencias saltan a la vista. La
mayoría de las veces, tras (…) la postura tradicional es posible percibir reservas contra la
comprensión de la libertad en términos social-estatales que se atribuye a las
fundamentaciones jurídico-objetivas. La limitación a la protección negativa de los
derechos fundamentales que se reclamaba en nombre de la aplicación racional del derecho
tiende a salvaguardar a las clases propietarias burguesas. Este motivo no desempeña papel
reconocible alguno en la mayoría de los críticos actuales: al contrario, las metas sociales y
estatales de la interpretación amplia de los derechos fundamentales se aceptan de manera
generalizada. Sin embargo, (...) se exhorta a apartarse del contenido jurídico-objetivo e
intervencionista de los derechos fundamentales y a restringirlos a su función jurídico-
subjetiva y negativa. Toda la doctrina desea conservar la protección frente a las
intervenciones del Estado en la esfera de la libertad; pero algunos críticos pretenden
superar los problemas de la libertad en el moderno Estado de bienestar con la dogmática
tradicional de la defensa frente a la intervención. Un artículo de Schlink, que preconiza
enérgicamente esta vía, se titula, de manera característica, “La libertad mediante la defensa
de la intervención: la reconstrucción de las funciones clásicas de los derechos
fundamentales”.

Naturalmente, a efectos de justificar la invitación a utilizar los derechos fundamentales


sólo en función negativa, la cuestión de si esto supone o no restablecer su función clásica
carece de importancia, pero distinguirla con este sello otorga a esta postura un mayor poder
de convicción. Por ello merece la pena preguntarse si en la defensa frente a la intervención
se encuentra, de hecho, la función clásica de los derechos fundamentales. Incluso en el
caso de que sea así, hay que aceptar que la ampliación de funciones de los derechos
fundamentales tiene causas sociales explicables; sólo cuando éstas son conocidas es
posible pronunciarse sobre si la ampliación está justificada (...).

II. ¿Es la defensa frente a la intervención la función clásica de los derechos


fundamentales?

En la forma moderna de entender el término, los derechos fundamentales son obra de la


revolución americana. Los colonos americanos reaccionaron oponiendo estos derechos al
característico déficit de los derechos de libertad ingleses, anclados exclusivamente en el
plano de la ley ordinaria y que, por tanto, no constituían defensa alguna contra las
limitaciones de la libertad decididas en el parlamento. Estos tenían más bien la condición
de autolimitaciones del titular de la libertad y no podían dar lugar a infracción jurídica
alguna. Los colonos americanos lamentaban la carga impositiva antiigualitaria del
parlamento británico, en el que no estaban representados, y la intransigencia de aquél les
forzó a romper con la metrópoli apelando al derecho natural y a constituir un poder estatal
propio. En este contexto, como consecuencia de las experiencias con el parlamento inglés,
los derechos de libertad ingleses vigentes en las colonias fueron elevados al rango
constitucional, con escasas modificaciones de contenido, y antepuestos al poder legislativo.
Su importancia jurídica se hallaba en que desde hacía mucho tiempo protegían un orden
social liberal contra abusos estatales como el que se experimentaba en ese momento, y lo
hacían concediendo al afectado un derecho a exigir la omisión judicialmente imponible. De
ahí que la historia del surgimiento de los derechos fundamentales en su país de origen

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abogue, de hecho, por la defensa frente a la intervención como función originaria de los
derechos fundamentales.

Mas cuando se dirige la mirada a Francia, el país europeo donde se originan los derechos
fundamentales, la imagen se modifica. La Revolución francesa se asemeja a la americana
en que eliminó el poder estatal hereditario de manera revolucionaria y erigió uno nuevo,
asimismo sobre la base de una constitución escrita que definía las condiciones de
legitimidad del poder político al tiempo que fundaba y limitaba sus atribuciones. Pero
ambas revoluciones se diferencian en el punto de partida y en la meta: mientras las
colonias americanas ya disfrutaban en el siglo XVIII de un orden social considerablemente
liberal, que sólo de forma muy ocasional era perturbado por la metrópoli, el orden social en
Francia no se caracterizaba por la libertad ni por la igualdad sino por deberes y
obligaciones, límites estamentales y privilegios. De ahí que la revolución americana se
agotara en el cambio del poder político y en la adopción de precauciones frente a su abuso,
mientras que para la francesa el cambio del poder político no constituyó sino el medio para
la postergada reforma del orden social. La verdadera meta de la Revolución se hallaba en
la reorganización de aquél en torno a las máximas de libertad e igualdad. Su realización,
por tanto, exigía una renovación radical de los derechos civil, penal, procesal, etc.,
mientras que nada sabemos de tales grandes reformas tras la revolución americana.

A la vista de esta situación, sorprende que la Asamblea nacional francesa, con considerable
mayoría, se decidiese a comenzar su obra reformadora no con la reorganización del
derecho común, sino con la elaboración de un catálogo de derechos fundamentales,
mientras que el derecho feudal-estamental del Ancien Régime, propio de un Estado-policía,
sólo posteriormente sería sustituido por e! liberal-burgués. Esta secuencia revela por sí sola
que los derechos fundamentales no pueden concebirse aquí como derechos subjetivos de
protección; esta función habría sido contraria a la meta de la Revolución, inmunizando
precisamente contra la transformación en sentido liberal al viejo orden jurídico considerado
injusto. En tales circunstancias, los derechos fundamentales hicieron más bien las veces de
principios supremos conductores del orden social, llamados a dar firmeza y continuidad a
la trabajosa y complicada reforma del derecho. Por consiguiente y ante todo, no señalaban
límites al Estado sino que se dirigían a él con un mandato de actuación. Los derechos
fundamentales eran, por definición, guías para que el legislador llevase a cabo la reforma
del derecho ordinario conforme a ellos: pero esto no es otra cosa que la función jurídico-
objetiva de tales derechos. Sólo después de haber concluido la transformación del orden
social en términos de libertad e igualdad pudieron replegarse en Francia, como desde el
principio había ocurrido en América, a su función negativa.

En Alemania, donde a comienzos del siglo XIX surgieron en diversos estados


constituciones con catálogos de derechos fundamentales (no conseguidas por la vía
revolucionaria, sino otorgadas libremente por los monarcas [...], lo que hizo que quedaran
rezagadas con respecto a los derechos fundamentales americanos y franceses en su
contenido y alcance), aquellas tropezaron con un orden jurídico que había comenzado su
transformación desde los orígenes feudal-estamentales a los liberal-burgueses, aunque sin
completarla. En esta situación, a los derechos fundamentales les correspondió un doble
papel: por una parte, se extendieron sobre las conquistas alcanzadas para asegurarlas; por
otra, prometieron la continuación de las reformas. Puesto que estas últimas se demoraban
en el clima restaurador posterior a 1820, la doctrina del derecho público sostenida en el

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Premarzo1, de orientación profundamente liberal, dio prioridad al carácter objetivo y de


mandato de los derechos fundamentales sobre su significado negativo y los interpretó
como principios objetivos a los cuales debía adaptarse el derecho ordinario. Materializar
los derechos fundamentales mediante la legislación de derecho privado, penal, procesal y
de policía fue también el tema prioritario de los parlamentos del Premarzo. Sólo en la
segunda mitad del siglo, cuando la libertad prometida mediante los derechos
fundamentales se asentó ampliamente en el derecho ordinario, comenzó la reducción de
éstos a su función negativa, que hoy se hace pasar por clásica.

Ciertamente, este desarrollo estaba previsto en la lógica del liberalismo, de cuya ideología
brotaron los derechos fundamentales. Una vez establecidas jurídicamente la libertad y la
igualdad, ambas debían producir de forma automática la prosperidad y la justicia mediante
el mecanismo del mercado. En tales circunstancias, cualquier intervención estatal en la
sociedad que no sirviera a la protección frente a cualquier clase de perturbación, sino que
persiguiese ambiciones de gobierno, no podía sino desfigurar el libre juego de las fuerzas y
cuestionar el acierto del sistema. Por ello, la función capital de los derechos fundamentales
en la sociedad burguesa ya materializada consistió en trazar una línea de separación entre
Estado y sociedad. Considerados desde el punto de vista del Estado, eran límites a su
actuación; desde el de la sociedad, derechos de protección. En este punto aparece el
componente jurídico-objetivo, como estadio de transición a la concepción liberal-burguesa
de los derechos fundamentales. Al final, solo el efecto negativo sobreviviría; pero el
significado jurídico-objetivo, lejos de desaparecer por ello, permaneció latente. Persistió,
por así decirlo, en posición de espera, presto a irrumpir de nuevo cuando hubiera amenaza
de desviaciones respecto al objetivo o el automatismo fuera perturbado. Eso hace que sólo
en muy escasa medida pueda hablarse de la función negativa de los derechos funda-
mentales como de su función clásica.

III. Razones de la expansión de la protección otorgada por los derechos


fundamentales

El redescubrimiento del componente jurídico-objetivo de los derechos fundamentales se


basa precisamente en el rechazo de las premisas liberales de acuerdo con las cuales la
libertad jurídicamente igual, sin la intervención del Estado, conduce automáticamente a la
prosperidad y a la justicia. Esta presunción se ha mostrado absolutamente hipotética. La
consecuencia es que ya no se puede seguir hablando de la libertad jurídico-fundamental
prescindiendo de sus condiciones efectivas: éstas también han de ser tenidas en cuenta con
respecto a la cuestión de si debe volverse a la comprensión negativa de los derechos
fundamentales. A este respecto, podemos distinguir un estrato antiguo y otro nuevo de
problemas:

a) El estrato más antiguo de problemas se caracteriza por la denominada cuestión social.

1
Se alude a la revolución de marzo de 1848, que comienza el día 1 de dicho mes en Baden.
Durante la misma se reunió la primera Asamblea Nacional alemana en la Iglesia de San Pablo
(Paulskirche) de Frankfurt del Meno; allí se elaboró la Constitución del Reich, aprobada y
promulgada el 28 de Marzo de 1849, entre cuyos postulados está el Gobierno liberal y popular, la
libertad de prensa, la libertad para el desarrollo del foro público, la extensión del derecho de
sufragio, los procedimientos judiciales públicos y la convocatoria de un Parlamento Nacional
alemán. Sin embargo, el 23 de julio de 1849 se cierra, de nuevo en Baden, el ciclo revolucionario.

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Tras él se halla la experiencia, procedente de la primera mitad del siglo XIX, de que la
serie de libertades aseguradas por los derechos fundamentales carece de utilidad para
aquellos a quienes les faltan los presupuestos materiales de su uso; este juicio es tan
elemental, que ni siquiera el liberalismo pudo obviarlo. El liberalismo de concepción
preindustrial podía aún aceptar que, tras la eliminación de los abundantes obstáculos a la
actividad procedentes de los límites estamentales, del feudalismo, del sistema gremial y del
mercantilismo, el logro de estos medios se consideraba una mera cuestión de talento y
diligencia. Quien no hubiera alcanzado los bienes necesarios para el uso de los derechos
fundamentales, pese a las posibilidades abiertas, probaba con ello su incapacidad subjetiva;
su miseria podía considerársele achacable y, en ese sentido, no injusta. Según la convicción
del liberalismo, el principio de libertad igual defendía a todos de la explotación privada y
del exceso de poder, excluía el dominio de unos miembros concretos de la sociedad sobre
otros y admitía las obligaciones entre ciudadanos sólo cuando fueran voluntariamente
aceptadas. De este modo, cualquiera tenía la posibilidad de buscar su propio provecho sin
que nadie pudiera ser forzado a negocios desventajosos. Por ello, el acuerdo voluntario —
como siempre había sucedido— no dejaba lugar a injusticia alguna.

La hipótesis sobre la que descansaba el modelo social burgués se mostró incorrecta. Poco
después de su materialización surgió una masa de indigentes no achacable a fallos
individuales sino condicionada por razones estructurales, que no podía superar esa
condición mediante su propio esfuerzo. Esa situación no apareció como consecuencia
exclusiva de la revolución industrial: simplemente fue acentuada por ella. Lo cual tuvo
consecuencias para la realización de la libertad igual prometida por los derechos
fundamentales, consecuencias que no se limitaron a que la libertad reconocida a todos por
igual fuera relativamente fútil para la parte de la población que carecía de medios de
subsistencia: el efecto más drástico fue que dicho sector de la población cayó bajo la
dependencia de los económicamente poderosos. En una situación en que no escaseaba la
fuerza de trabajo, los indigentes, que sólo disponían de la suya, hubieron de aceptar las
condiciones de los acaudalados para sobrevivir. Desde el punto de vista formal, ambos no
hicieron sino disponer de su libertad contractual; materialmente, una parte podía dictar las
condiciones a voluntad mientras a la otra no le restaba sino elegir entre la conformidad y la
ruina. De este modo, en lugar del esperado justo equilibrio de intereses, en la esfera
liberada del dominio estatal se establecieron relaciones privadas de dominio, posibilitando
la explotación de una parte de la sociedad por la otra.

Estos datos no sólo son válidos para las especiales circunstancias de la incipiente era
industrial, sino que pueden generalizarse. Un concepto de libertad igual no puede hacerse
efectivo con independencia de las condiciones reales de utilización de la libertad. Los
derechos fundamentales entendidos de manera negativa sólo conducen a la meta del justo
equilibrio de intereses en condiciones sociales de equilibrio de fuerzas; en situación de
desequilibrio material, la libertad formalmente igual se transforma, de facto, en el derecho
del más fuerte. De este modo, la limitación del Estado deja de equivaler a la libertad real.
El equilibrio de fuerzas que constituye la condición implícita del éxito del modelo liberal
es absolutamente incapaz de realizar sus propios ajustes. Al contrario, el sistema permite la
acumulación de poder social como consecuencia de la autonomía privada, produciendo así
constantes riesgos para la libertad: su condición liberal no se sustenta en sí misma, sino que
es precaria. Cuando esto ocurre, vuelve a materializarse el problema de la libertad que el
liberalismo había creído posible solucionar formalmente. La conservación de la libertad

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igual dependerá pues, en adelante, de una limitación del poder del Estado, pero además de
una inacabable protección de la libertad y de contramedidas de control por parte del
Estado. La expresión de todo esto en la dogmática de los derechos fundamentales es la
recuperación de la dimensión jurídico-objetiva de los mismos.

Esta consecuencia fue reconocida ya en el siglo XIX, si bien no tuvo efectos entonces; al
contrario, la creciente dogmatización de la función negativa de los derechos fundamentales
se dio junto con la más profunda escisión de la sociedad en clases. De este modo la defensa
contra el Estado, pensada originariamente como medio técnico-jurídico para lograr el
objetivo de la libertad individual igual, se elevó a verdadero sentido de los derechos
fundamentales. Esto hizo posible justificar uno de los mayores escándalos de la incipiente
era industrial, el trabajo infantil, invocando los derechos fundamentales de libertad de
propiedad y de contratación, así como la patria potestad, frente a los intentos legales de
limitarlos; al mismo tiempo, el carácter protector de los derechos fundamentales
permanecía inadvertido en los proyectos legales. Ciertamente, cuanto menos amenazados
estaban los intereses de la burguesía por el Estado, más disminuía la valoración burguesa
de los derechos fundamentales. Cuando el Cuarto Estado comenzó a reclamar como meta
tales derechos para cubrir su déficit de libertad, su contenido de intervención le fue negado
por parte de la doctrina iuspublicista: hacia el final del siglo XIX, aquellos habían perdido
ya completamente su referencia a la libertad para reducirse a formulaciones casuísticas del
principio general de la legalidad de la Administración. No poseían ya en absoluto un
significado normativo independiente, distinto del de los principios constitutivos del orden
social.

En contra, si los derechos fundamentales se toman en serio como normas materiales


jerárquicamente supremas del ordenamiento, una vez aparecida la cuestión social no
pueden ya agotarse en mantener a distancia al Estado sino que han de extender su
protección a los presupuestos materiales del ejercicio de la libertad y los peligros que
amenazan a ésta desde la sociedad misma. Así, su contenido jurídico-objetivo entra
nuevamente en juego. Si se tiene en cuenta la necesidad de fundar materialmente la
libertad, dicho contenido se concreta en las dimensiones de prestación y de participación;
si son los peligros sociales para la libertad los que se tienen en cuenta, en la influencia
sobre el derecho privado. En ambos casos el mandato de los derechos fundamentales se
dirige en primer lugar al legislador, que ha de distribuir los recursos y llevar a cabo la
compensación de intereses allí donde ésta no se ajusta por la autonomía privada. Pero, en
segundo lugar, se incluye igualmente aquella aplicación del derecho que tiene que
conceder una prestación (deducida necesariamente de los derechos fundamentales) incluso
en ausencia de una ley que fundamente la pretensión, del mismo modo que en toda
interpretación de! derecho privado que pretenda restringir algún derecho fundamental ha
de tenerse en cuenta la importancia de éste. Tras la eficacia (indirecta) frente a terceros no
se esconde sino esta irradiación (reconocida entretanto de forma general) de los derechos
fundamentales sobre el derecho ordinario que ha de interpretarse conforme a aquellos, que
pierde mucho de su potencia una vez aclarada su forma de actuar.

b) El estrato más reciente de problemas puede atribuirse a la creciente complejidad de las


estructuras y funciones sociales, tras las cuales se halla una vez más el progreso científico-
técnico como fuerza motriz. Dichos problemas poseen diferentes efectos relevantes en el
área de los derechos fundamentales. El primero resulta de la ambivalencia del progreso:

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todo aligeramiento de las tareas humanas engendra simultáneamente nuevas fuentes de


riesgo y una serie de costes para las libertades aseguradas por los derechos fundamentales,
en particular para la vida y la salud. Puesto que un sistema económico que aprovecha
comercialmente los resultados de la ciencia y la técnica y se halla a la vez protegido por los
derechos fundamentales no dispone de sensores para los costes externos, en tanto éstos no
se traduzcan en pérdidas de ganancia, el respeto de los bienes protegidos por los derechos
fundamentales amenazados deberá conseguirse coactivamente por medio del Estado. La
expresión dogmático-jurídica de esta necesidad en materia de derechos fundamentales es la
obligación de proteger por parte del Estado las libertades aseguradas mediante éstos. La
obligación de protección en la judicatura alemana se desarrolló precisamente con motivo
de un caso en que se suprimió una protección existente desde hacía mucho tiempo, a saber,
la prohibición jurídico-penal de abortar. Pero la obligación de protección no tiene su
principal caso de aplicación allí donde se restringe una protección preexistente, sino donde
las disposiciones protectoras de los derechos fundamentales se hallan frente a nuevos tipos
de riesgo, como es el caso del procesamiento automático de datos o de la técnica genética.

Consecuencias adicionales del progreso científico-técnico son la progresiva


artificialización de la vida y la reducción, en igual medida, del ámbito de la libertad
natural. Se considera natural una libertad de cuya salvaguardia es capaz su titular sin que
para ello sean necesarias determinadas prestaciones previas de terceros. En sentido estricto,
no existe libertad alguna carente de presupuestos; no obstante, desde un punto de vista
pragmático es perfectamente posible distinguir entre libertades cuyo ejercicio depende sólo
de la decisión voluntaria del individuo y aquellas que únicamente pueden ser defendidas en
el marco de las instituciones, sociales o estatales. A modo de ejemplo, la libertad de
opinión pertenece a las primeras y la libertad de medios de comunicación a las ultimas. En
los ámbitos crecientes de la “libertad constituida”, la posibilidad de ejercicio de los
derechos fundamentales no depende primariamente, como en las libertades naturales, de la
limitación del Estado, sino de un desarrollo que promueva la libertad de los
correspondientes ámbitos vitales por medio de la actividad estatal. Este es el motivo de la
creciente utilización de los derechos fundamentales como principios rectores de las
organizaciones e instituciones, es decir, tanto de las organizaciones sociales (empresas,
fábricas) como de las públicas (por ejemplo, las instituciones educativas o establecimientos
de radiodifusión).

En el plano estatal, tanto los déficits de autogobierno social como la complejidad,


impulsada por la ciencia y la técnica, de las estructuras y funciones sociales han conducido
a una modificación cuantitativa y cualitativa de sus cometidos. Si el Estado podía, bajo la
premisa liberal de la capacidad de autogobierno social, limitarse a preservar de
perturbaciones ese orden social precedente o a restablecerlo, al moderno Estado de
bienestar le corresponde la tarea de velar activamente por la prosperidad y la justicia. El
crecimiento, sin embargo, no ha ido acompañado de una expansión análoga de sus
competencias de disposición sobre los ámbitos de las funciones sociales; al contrario, éstas
disfrutan de una autonomía asegurada por los derechos fundamentales, lo que repercute
sobre el instrumental destinado a la realización de las tareas estatales. Mientras la
intervención imperativa en la esfera jurídica del perturbador era característica del Estado-
policía liberal, el moderno Estado de bienestar se sirve ante todo de medios indirectos de
planificación y control para evitar las crisis y estructurar la sociedad. No obstante, pocos
actos de control y planificación exhiben los rasgos convencionales de la intervención en

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defensa de los derechos fundamentales; por ello, tales actos amenazan con escapar a las
medidas protectoras concebidas para dicha intervención. Con todo, tales medidas afectan a
la esfera de la libertad jurídico-fundamental de forma más eficaz que la intervención
particular en la esfera jurídica individual, pues determinan en general las condiciones-
marco de la libertad.

Como reacción, se observa una constante expansión de la reserva de ley. Sin embargo,
cada vez resulta más evidente que ésta sólo produce de forma limitada el deseado efecto de
orientación democrática de la Administración, de previsibilidad y control, característico del
Estado de derecho. Donde la intervención actúa de manera concreta, bipolar y
retrospectiva, la moderna actividad estatal despliega un efecto extensivo, poliédrico y
prospectivo. Tales cualidades hacen que, a diferencia de la protección contra riesgos
causados por el Estado, dicha actividad sólo sea aún parcialmente previsible y, por tanto,
no regulable de modo definitivo en términos de hechos y consecuencias jurídicas. Por eso
predomina aquí un tipo normativo diferente del que es propio de la Administración
protectora frente a la intervención. Las normas que establecen objetivos ocupan el lugar de
los programas condicionales clásicos; por otra parte, la norma ha de dejar abiertos tanto la
vía de aproximación al fin como los medios requeridos para ello. En consecuencia, la
Administración se controla en gran parte a sí misma. El resultado de su actividad ya no se
anticipa, por lo general, en un programa normativo, sino que se establece mediante
procesos administrativos de decisión. Cuando esto ocurre, las leyes dejan un déficit de
protección material de los derechos fundamentales que sólo es posible compensar
procedimentalizando la protección de aquellos y trasladando ésta al procedimiento
administrativo de decisión. De ello resulta la extensión de la protección otorgada por los
derechos fundamentales a todo procedimiento administrativo cuyo resultado pueda
conducir a perjuicios para aquellos.

La expansión de la validez de los derechos fundamentales en términos jurídico-objetivos


no se explica como un imperialismo de la disciplina jurídico-constitucional ni como una
moda pasajera: todo incremento de la importancia de los derechos fundamentales se cons-
tituye, más bien, como reacción al cambio de las condiciones de realización de la libertad
individual y, por tanto, no se debe a la casualidad sino a la necesidad. El contenido
jurídico-objetivo se muestra como el elemento propiamente dinámico del orden jurídico,
que cuida de su acomodación al cambio de las circunstancias. Sin el incremento de validez
de los derechos fundamentales en clave jurídico-objetiva, se abriría un vacío entre la
amenaza actual a la libertad y la protección jurídica de ésta que reduciría
considerablemente el alcance de los derechos fundamentales. En este contexto, las nuevas
funciones de tales derechos encuentran su respaldo dogmático en el deber de protección.
Aunque este último aparezca, en la sucesión de despliegues históricos, junto a otras
plasmaciones del contenido jurídico-objetivo de los derechos fundamentales, desde el
punto de vista sistemático se revela como el concepto central de aquellos. Todos los otros
componentes jurídico-objetivos de los derechos fundamentales no representan sino
acuñaciones particulares del deber de protección, el cual obliga primariamente al legislador
sin que necesariamente haya de corresponderle una habilitación subjetiva. El legislador
cumple con el deber de protección, en función de la situación de amenaza, mediante el
derecho material, es decir, derecho regulativo o derecho prestacional, o mediante el
derecho procedimental, esto es, derecho organizativo o procesal. No obstante, en casos
extremos el deber jurídico-objetivo de actuación del legislador puede condensarse en

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pretensiones jurídico-subjetivas, que se cumplen de manera directa a través de la


Administración y los tribunales de justicia.

2. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia alemana


a) Sentencia Lüth del Tribunal Constitucional alemán (extracto)

A continuación reproduciremos también algunos párrafos de la Sentencia del Tribunal


Constitucional alemán sobre el caso Lüth, que se considera pionera en el reconocimiento
jurisprudencial de ese aspecto objetivo de los derechos fundamentales. La sentencia, en
efecto, no se limita a plantear un conflicto específico entre la libertad de expresión y el
derecho al honor; antes bien, ello presupone la eficacia de los derechos fundamentales en
el Derecho privado y, de esto modo, una teoría fundamental sobre los derechos
fundamentales para la cual éstos afectan no sólo a la relación entre el Estado y los
particulares, sino también a las relaciones recíprocas entre éstos.

BVerfGE 7, 198* (caso Lüth)


Extracto tomado de la traducción que ofrecen J. García Torres y A. Jiménez Blanco,
Derechos fundamentales y relaciones entre particulares, Madrid: Civitas, 1986, págs. 26
ss.

Sin duda los derechos fundamentales tienen por objeto, en primer lugar, asegurar la esfera
de libertad de los particulares frente a intervenciones del poder público; son derechos de
defensa del ciudadano frente al Estado. Ello se deriva tanto del desarrollo histórico-
espiritual de la idea de los derechos fundamentales, como de los hechos históricos que han
llevado a la recepción de los derechos fundamentales en las Constituciones de los Estados.
Y tal sentido es el que tienen también los derechos fundamentales de la Ley Fundamental,
que con su ubicación preferente quieren afirmar la primaria del hombre y de su dignidad
frente al poder del Estado. A ello responde que el legislador haya arbitrado el remedio
especial de defensa de estos derechos, el recurso de amparo, sólo contra actos del poder
público.

No obstante, es igualmente cierto que la Ley Fundamental, que no quiere ser neutral frente
a los valores, en su título referente a los derechos fundamentales también ha instituido un
orden objetivo de valores y ha expresado un fortalecimiento principial de los derechos
fundamentales. Este sistema de valores, que tiene su centro en el libre desarrollo de la
personalidad humana y su dignidad en el interior de la comunidad social, debe regir como
decisión constitucional básica en todos los ámbitos del derecho; de él reciben directrices e
impulso la legislación, la administración y la jurisdicción. De esa forma influye
evidentemente también sobre el derecho civil; ninguna disposición jurídico-civil debe estar
en contradicción con él y todas ellas deben interpretarse conforme a su espíritu.

*
Las sentencias del Tribunal Constitucional alemán (Entscheidungen des Bundesverfassungsgerichts,
BVerfGE) se citan indicando en primer lugar el tomo de la recopilación oficial en el que han sido recogidas
y, tras una coma, la página en la que comienza la correspondiente sentencia. Si se alude a una página
determinada, se añade a continuación, de ordinario entre paréntesis; por ejemplo, BVerfGE 7, 198 (205 ss.).

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El contenido de los derechos fundamentales como normas objetivas se desarrolla en


derecho privado por medio de las disposiciones que directamente rigen este ámbito
jurídico. Mientras que el nuevo derecho debe estar en armonía con el sistema de valores de
los derechos fundamentales, el derecho preconstitucional subsistente debe ordenarse a ese
sistema de valores, del que recibe un específico contenido jurídico-constitucional que en
todo caso determina su interpretación. Una contienda entre particulares sobre los derechos
y deberes derivados de tales normas de derecho civil influidas por los derechos
fundamentales sigue siendo material y procesalmente una contienda jurídico-civil: se in-
terpreta y aplica Derecho civil, aun cuando su interpretación ha de seguir al Derecho
público, a la Constitución.

La influencia de los derechos fundamentales, como criterios valorativos, se realiza sobre


todo mediante aquellas disposiciones del Derecho privado que contienen derecho
imperativo y por tanto forman parte del orden público en sentido amplio, es decir,
mediante los principios que, por razones del interés general, han de ser vinculantes para la
modelación de las relaciones jurídicas entre los particulares y por ende están sustraídos a la
autonomía de la voluntad. Tales disposiciones, por su finalidad, están emparentadas con el
Derecho público, del que son un complemento, y en especial con el Derecho
constitucional. Para la realización de esa influencia a la jurisprudencia se le ofrecen sobre
todo las “cláusulas generales” que, como la del § 826 BGB**, remiten para el juicio de la
conducta humana a medidas metaciviles e incluso metajurídicas. A la hora de decidir lo
que estos mandatos sociales exigen en el caso concreto ha de partirse, en primer lugar, de
la totalidad de las representaciones de valor que el pueblo ha alcanzado en un determinado
momento de su desarrollo cultural y fijado en su Constitución. Por eso se han calificado
con razón las cláusulas generales como los “puntos de irrupción” de los derechos
fundaméntales en el Derecho civil (Dürig).

Por mandato constitucional el juez ha de examinar si las disposiciones de Derecho civil


que él debe aplicar materialmente están influidas por los derechos fundamentales en la
forma expuesta, y, en su labor de interpretación y aplicación, ha de tener en cuenta tales
modificaciones del Derecho privado. Tal es el sentido de que también el juez civil esté
vinculado a los derechos fundamentales (art. 3.1 de la Ley Fundamental). Si no observa esa
medida y basa su sentencia en el olvido de la influencia de la Constitución sobre las
normas civiles, no sólo actúa contra el Derecho constitucional al desconocer el contenido
de las normas sobre derechos fundamentales en cuanto normas objetivas, sino que, en
cuanto titular del poder publico, viola mediante su sentencia el derecho fundamental a cuyo
respeto también por el poder judicial tiene el particular un derecho jurídico-constitucional.
Contra dicha sentencia, y sin perjuicio de las posteriores instancias en la vía judicial civil,
puede recurrirse al Tribunal Constitucional Federal en amparo.

El Tribunal Constitucional debe examinar si el Tribunal civil ha juzgado con acierto el


alcance y el efecto de los derechos fundamentales en el ámbito del Derecho civil. Pero de
ahí se deriva al tiempo el límite de su labor revisora: no es asunto del Tribunal
Constitucional examinar en su integridad las sentencias del juez civil; sólo debe examinar
el llamado “efecto de irradiación” de los derechos fundamentales sobre el Derecho civil y
hacer valer aquí también el contenido de valor de la norma constitucional. El sentido del

**
Reproducido igualmente por los autores del libro en el que nos estamos apoyando: “El que dolosamente
causa daño a otro de manera contraria a las buenas costumbres está obligado a repararlo”.

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instituto del amparo constitucional es que todos los actos del poder legislativo, ejecutivo y
judicial deban ser examinados según la medida de los derechos fundamentales (§ 90 de la
Ley del Tribunal Constitucional). De la misma forma que el Tribunal Constitucional
Federal no puede actuar como instancia de revisión o de “superrevisión” sobre los
Tribunales civiles, tampoco puede prescindir del examen de tales sentencias y
desentenderse de eventuales desconocimientos de las normas y medidas de los derechos
fundamentales.

2. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia alemana


b) Comentario de Wolfgang Hoffmann-Riem.

Sin duda merece la pena acompañar la sentencia de un comentario especialmente


autorizado: el de Wolfgang Hoffmann-Riem, sucesor de Dieter Grimm en el Tribunal
Constitucional alemán y reconocido experto en materia de libertad de comunicación (como
hemos dicho, la sentencia plantea un conflicto en materia de libertad de expresión). El
comentario de Hoffmann-Riem va precedido de una exposición histórica que también
reproducimos; aunque sustancialmente recoge los mismos desarrollos que ya ha expuesto
Dieter Grimm, su formulación podría resultar no menos sugerente. Pero también ofrece el
contexto fáctico que resulta imprescindible para comprender cualesquiera proclamaciones
jurisprudenciales; porque éstas no pueden ser percibidas como puras declaraciones
doctrinales más o menos afortunadas, sino como puntos de partida para la resolución
vinculante de un problema específico.

Wolfgang Hoffmann-Riem, “La dimensión jurídico-objetiva de la libertad de información


y comunicación”, REDC 77, págs. 111 ss., extracto.

El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes

1. La idea de libertad

a) (...) La lucha por un orden en libertad resultó relativamente fácil a las colonias
americanas. Vivían en un continente en el que el poder estatal estaba aún en construcción y
donde no existía una larga tradición de sometimiento a señores feudales, a dinastías
monárquicas o a la Iglesia católica. En Norteamérica se desarrollaba una sociedad a partir
de personas que habían partido hacia un continente extraño para librarse de las
constricciones sociales, de la escasez económica, en parte también de la opresión política
que dominaba sus países de origen. Continuaba habiendo señores, en este caso los ingleses:
su dominio colonial debía ser suprimido. Mas vivían muy lejos, en Inglaterra, de modo que
finalmente no pudieron oponerse a las aspiraciones de libertad de sus colonias.

Por el contrario, los europeos lograron su libertad en duras confrontaciones con sus
dominadores. La revolución francesa continúa siendo un célebre modelo: la libertad debía
conquistarse en un país que conocía una tradición muy duradera de ordenación monárquica
y estamental. Su transformación en un nuevo orden de libertad para todos necesitó ligarse a
la lucha por una modificación completa las relaciones sociales (...) Para lograr un nuevo

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orden fue preciso quebrar las posiciones de poder de los príncipes y de las Iglesias,
suspender la clasificación de la población en diversos estamentos, y todo ello transcurrió
en paralelo con transformaciones sociales, tecnológicas y económicas inconmensurables.
La combinación de libertad e igualdad presuponía ante todo que la sociedad fuera
transformada completamente. Por ello los derechos de libertad fueron también medios para
la transformación de la Sociedad, e igualmente para la transformación de las relaciones
entre Estado y Sociedad. Los esfuerzos revolucionarios condujeron a una nueva estructura
social y a una nueva ordenación de las relaciones entre los ámbitos respectivos del Estado
y de la libertad social.

b) La idea de libertad desarrollada en la época de la Ilustración, el siglo XVIII, suponía que


la libertad se realizaría con la ayuda del Derecho. Por ello, junto a la libertad moderna
estaba también, desde los orígenes, la idea del Estado de Derecho. La libertad no debía
tomar la forma de la anarquía, sino que había de ser incorporada en estructuras jurídicas;
resultaría asegurada con la ayuda de la ley.

Mientras que la ley era anteriormente una ordenación jurídica establecida por el monarca,
en adelante su fuerza de obligar debía proceder del Parlamento. El Parlamento, a cuya
elección no estaban aún en absoluto llamados todos los grupos de población, se convertía
especialmente en instrumento de la emergente burguesía, que a causa del desarrollo
económico y político era cada vez más importante; ahora procuraba establecer límites al
poder estatal con la ayuda de las leyes adoptadas por el Parlamento. La ley parlamentaria
devino así instrumento de delimitación del poder del Estado y, al mismo tiempo, medio de
ordenación de las relaciones sociales. Como la burguesía resultaba determinante en el
Parlamento, pudo concurrir a la definición de los límites impuestos al Estado, e igualmente
establecer reglas que debían regir el tráfico privado dentro del ámbito de la libertad social.

De acuerdo con su idea fundamental, existían pues dos ámbitos separados: de un lado, la
Sociedad como esfera de la libertad; de otro, el ejercicio del poder del Estado. El Estado
era necesario para procurar una ordenación suficiente de las conductas humanas, además
de asumir tradicionales tareas estatales como la defensa exterior. El orden de la libertad no
debía ciertamente ser anarquía o caos. Por otra parte, se trataba de limitar el Estado antes
absoluto, impidiendo así que los gobernantes cedieran a la tentación del poder.

A la idea de la libertad estaba ligado el convencimiento de que el ámbito de la libertad


necesitaba configuración jurídica. Es cierto que los filósofos y teóricos que habían
desarrollado el concepto partían de que existía una libertad preestatal, por tanto no
dependiente del Estado; la idea del Derecho natural era determinante en este extremo. Pero
igualmente sabían que cualquiera que puede perseguir sus propios intereses individuales
amenaza con recortar los intereses de los demás. El uso de la libertad de unos conduce
fácilmente a minorar la libertad de otros. Si la libertad debía valer para todos, había de
tratarse de una libertad ordenada, en la cual alcanzaran su legítimo reconocimiento los
distintos intereses.

La ley tenía por ello dos tareas. Junto a la tarea de limitar el poder del monarca, de su
gobierno y su administración, aparecía la tarea de hacer compatible entre sí la libertad de
los diferentes individuos. Por ello, los derechos de libertad eran también un programa para
una nueva ordenación de la Sociedad, que aún debía ser desarrollado. Las leyes eran

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concebidas también como instrumentos para realizar tal programa, para concretar de qué
modo cabía hacer posible la libertad de todos. Había que lograr un equilibrio entre el poder
del Estado como fuerza ordenadora y la libertad de la Sociedad, pero también un equilibrio
en el ejercicio de la libertad por parte de los diversos miembros de la Sociedad. Las
libertades de los ciudadanos debían ser ensambladas de modo que todos alcanzaran tanta
libertad como fuera posible.

Expresado de otro modo: los derechos de libertad constituyeron desde un principio, en su


desarrollo histórico, una tarea para el legislador; la de establecer un orden en libertad. Si tal
conclusión puede ser traducida a nuestra terminología actual, cabría decir que no sólo
conferían derechos subjetivos a sus titulares, sino que incorporaban al mismo tiempo una
tarea jurídico-objetiva para la configuración de las relaciones humanas mediante el
Derecho.

2. La tarea jurídico-objetiva de los derechos fundamentales

a) Si el legislador cumple esta tarea, y las condiciones de vida en libertad quedan


estructuras a través del Derecho, todos los afectados resultan beneficiarios de él: los
ciudadanos, como sujetos de Derecho, pueden utilizar para sí el Derecho establecido. Si
existe tutela judicial, lo que en los inicios del desarrollo no resultaba en absoluto evidente,
el individuo podrá reclamar sus derechos e imponerlos ante los jueces. Los derechos de
libertad son así derechos subjetivos de los ciudadanos y de las ciudadanas (primeramente
eran privilegiados sólo los hombres, hoy es evidente que los derechos corresponden
también a las mujeres). En esa función, los derechos de libertad son derechos individuales,
que permiten imponer lo que la ley, como ordenación, establece.

A ello se añade la segunda dimensión de los derechos de libertad, la ordenación de Estado


y Sociedad de acuerdo con el principio de la mayor libertad social posible. En ello consiste
la ya aludida dimensión jurídico-objetiva de los derechos de libertad.

Quien hoy habla de derechos de libertad no piensa en primer lugar en esta función, sino en
la jurídico-subjetiva. (...) Concentrar la atención en los derechos subjetivos no debería
hacernos olvidar, sin embargo, que en la formulación inicial de la idea de libertad no
estaba el derecho subjetivo, sino el programa para la realización de la libertad; esto es, la
dimensión jurídico-objetiva. Que hoy la dejemos en buena medida al margen de nuestra
atención, y podamos concentrarnos en el derecho subjetivo, es una prueba de que el
programa jurídico-objetivo se ha completado en buena medida, pues el legislador ha
realizado la tarea de crear una ordenación en libertad. Como resultado de esa ordenación
surgen derechos subjetivos, y, en consecuencia, el fundamento jurídico-objetivo parece no
ser ya tan importante. Si el orden de libertad está establecido y los particulares tienen
derechos subjetivos, entonces es suficiente con reclamarlos para la realización jurídica de
la libertad.

b) Si vuelvo la mirada hacia Alemania, resulta claro en qué medida el camino hasta la
situación actual ha resultado largo y costoso. Es cierto que en Alemania, ya a comienzos
del siglo XVIII, la Revolución francesa fue acogida en parte con entusiasmo; pero resultó
rápidamente sofocada por la reacción de los príncipes (...) Los derechos de libertad, que no
fueron arrancados por los ciudadanos en los distintos Estados alemanes como derechos

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constitucionales, pudieron ser garantizados por los príncipes, pero sólo en forma de normas
establecidas desde el Estado (...) En cuanto establecían un orden en libertad, las leyes no
eran a su vez reflejo de una libertad política ya lograda, sino simple medio de realización
de aspectos parciales de la libertad.

(...) La Ley Fundamental contiene un catálogo de derechos (...). Queda igualmente


asegurado que todos los derechos de libertad están garantizados por tribunales
independientes. Los derechos de libertad son configurados como derechos subjetivos,
capaces de imponerse con la ayuda del ordenamiento jurídico.

Pero es preciso insistir de nuevo en que las normas de derechos fundamentales pueden
igualmente ser comprendidas como tarea para la creación de un orden en libertad; por más
que este contenido esté suspendido también en la actual comprensión de los derechos
fundamentales en Alemania. Porque sigue siendo válido lo referido sobre el pasado
desarrollo histórico: la tarea jurídico-objetiva pasa a un segundo plano cuando ha sido
conformada mediante una ordenación normativa en libertad -- entonces aparece en primer
plano su conservación mediante los derechos subjetivos.

Nada cabe oponer a quien se dé por satisfecho con esto entretanto las relaciones políticas,
sociales, tecnológicas, económicas y culturales permanezcan inalteradas. Pero, si se
modifican estas relaciones, puede cobrar importancia una nueva pregunta: ¿No será acaso
necesario acordar el desarrollo jurídico a la modificación de las circunstancias, a fin de
lograr el objetivo originario de una ordenación en libertad? Si se modifica la realidad y
permanecen las normas jurídicas, surge el riesgo de que éstas se vayan haciendo ineficaces
con relación a la nueva realidad. Si el orden jurídico no debe quedarse en simple fachada,
sino llevar al aseguramiento de la libertad real, puede ser imprescindible acomodar las
normas a las relaciones que se han transformado. Entonces cobra de nuevo importancia el
programa contenido en los derechos fundamentales para la realización de un orden en
libertad, en particular como tarea y medida para la transformación del Derecho. Y hoy
vivimos un tiempo así, de relaciones en transformación.

3. Nuevas estructuras jurídicas para el aseguramiento de la libertad y la igualdad


en las nuevas circunstancias

(...) Hoy se observa principalmente una creciente internacionalización y globalización de


muchas condiciones de vida, dirigida por abigarradas transformaciones en la tecnología,
actualmente por ejemplo en la transición hacia una sociedad de la información.

Los cambios radicales de las circunstancias plantean la pregunta de si la idea ilustrada de


libertad puede hoy seguir siendo realizada con los mismos medios que fueron ideados por
los filósofos del siglo XVIII o puestos en vigor por los Parlamentos de los siglos XIX y
XX. Las gigantescas transformaciones económicas, tecnológicas, sociales, políticas y
culturales, ¿no habrán de ser ocasión para hallar nueva respuesta a la pregunta sobre cómo
debe ser hoy protegida la libertad, si es que se quieren seguir realizando los objetivos, de
tan larga trayectoria histórica, de la libertad y la igualdad? La vinculación de las ideas de
libertad e igualdad continúa siendo importante, pero también lo es la cuestión de si resulta
adecuado seguir mirando preferentemente hacia el Estado como la amenaza para la
libertad, quizá perdiendo así de vista los peligros que proceden de quienes disponen de

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poder social.

Por mi parte, creo que la configuración jurídica de la libertad no sólo se ha transformado


continuamente en el pasado, sino que también debe continuar transformándose para
asegurar que la libertad y la igualdad determinen en la medida de lo posible, también en
adelante, la vida de todos los ciudadanos y ciudadanas. No resulta suficiente con insertar
derechos de libertad en los textos legales. Es importante que esos derechos sean
configurados de modo que puedan influir en nuestra vida cotidiana, posibilitando así la
libertad real (...) Si se reconoce que el aseguramiento de la idea de libertad en la medida de
lo posible impone la configuración de las relaciones jurídicas, entonces importa tomar en
consideración de nuevo el aspecto jurídico-objetivo de los derechos fundamentales (...).

4. La libertad de comunicación

(...)

4.1 La sentencia del caso Lüth

Una de las más importantes y célebres resoluciones del Tribunal Constitucional alemán es
la del caso Lüth, en los años cincuenta. Erich Lüth era el portavoz de prensa del Senado de
Hamburgo, el Gobierno del Land; un ciudadano políticamente comprometido, que como
judío había padecido bajo el régimen nacionalsocialista. En aquellos años observaba cómo
antiguos nazis, que justo tras la guerra parecían haberse esfumado, volvían a cobrar relieve
público cada vez en mayor medida. Entre ellos estaba un director de cine, Veith Harlan,
que había rodado una película antisemita (Jud Süss), y que ahora producía de nuevo un
film, con un título políticamente inofensivo: La amada inmortal. Lüth consideró un
escándalo que un antiguo director de cine nazi volviera a la profesión, quizá trasladando la
misma ideología que antes, incluso en películas sin aparente significado político, e impulsó
públicamente el boicot de la película. Tal llamada al boicot se consideraba, de acuerdo con
el Derecho civil alemán, contraria a las buenas costumbres, y por tanto antijurídica. El
director, la productora y la empresa distribuidora acudieron a los tribunales, y el juez civil
se orientó por el Código Civil, que regula las relaciones entre los particulares, para declarar
el boicot contrario a Derecho, como era habitual entonces.

Los derechos fundamentales no fueron utilizados en tal resolución; resultaban, de acuerdo


con la concepción tradicional, derechos del ciudadano frente al Estado, no influían en las
relaciones entre particulares. Por ejemplo, me cabe apelar a los derechos fundamentales si
el Estado me prohíbe expresar una opinión o reunirme con otros, o si me obliga a prestar el
servicio militar contra mi conciencia. Por el contrario, las relaciones entre los particulares
no quedan vinculadas, por ejemplo, por el principio de igualdad: el vendedor de verduras
no está obligado por los derechos fundamentales a tratar a todos igual. Por ello los
particulares tienen permitidas muchas conductas que al Estado le resultan prohibidas.

La llamada al boicot de Lüth conduce a la pregunta de si los derechos fundamentales


pueden adquirir significado cuando el Estado, a través de sus jueces, ha de intervenir en un
conflicto entre los ciudadanos. ¿Sólo es decisivo entonces que se trate de un conflicto entre
particulares, o también es significativo que el Estado intervenga en su resolución? El
Tribunal Constitucional se planteó la cuestión e impuso que los jueces, ante conflictos

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entre particulares, también hayan de prestar atención al orden de valores de la Ley


Fundamental.

Lüth apelaba a la libertad de pensamiento. También el director de cine se remitía a sus


derechos fundamentales, a su derecho rodar películas y a producir obras de arte, a ganar
dinero con ello. Se trataba, pues, de un conflicto entre particulares igualmente titulares de
derechos fundamentales. El Código Civil alemán no prevé que el derecho fundamental a la
libertad de pensamiento pueda ser utilizado para perjudicar a alguien en sus negocios; al
contrario: la antijuridicidad de una llamada al boicot presupone que éste no está protegido
a causa de su contenido ideológico. No resultaba por ello realmente objetable que los
jueces civiles obligaran a Lüth a abandonar el boicot. De acuerdo con la concepción
tradicional, de nada servía a Lüth apelar a sus buenas intenciones, diciendo por ejemplo
que actuaba en interés del desarrollo político alemán y que deseaba asegurar que nunca
más hubiera nacionalsocialismo en Alemania, que actuaba en favor de la democracia y de
un régimen de libertad para todos.

El Tribunal Constitucional llegó a la pregunta decisiva de si estos motivos y circunstancias


podían resultar importantes para resolver si un boicot es contrario a las buenas costumbres
y por tanto antijurídico. Si bien se trataba de un conflicto entre particulares, el Tribunal
Constitucional recurrió a los derechos fundamentales, y en concreto a su contenido
jurídico-objetivo. Esa tarea jurídico-objetiva, como programa para que el legislador
estructure las relaciones sociales en libertad, se proyecta sobre todas las ramas del
ordenamiento jurídico, incluso sobre el Derecho civil. Influye así el contenido jurídico-
objetivo sobre las relaciones entre particulares.

Ahora bien, los derechos fundamentales no rigen en las relaciones entre los particulares de
modo directo. Representan un orden de valores fundamental, que ha de ser atendido en
cualquier supuesto en el que hayan de ser valoradas conductas, también por tanto en el
ordenamiento jurídico-privado. La pregunta de si un boicot es contrario a las buenas
costumbres presupone valorar una conducta como contraria a las buenas costumbres. Mas
lo que sean las buenas costumbres en un ordenamiento jurídico no puede ser decidido al
margen de los presupuestos de valor de los derechos fundamentales. El Tribunal
Constitucional impuso que el orden de valores de los derechos fundamentales haya de ser
tenido en cuenta siempre que el ordenamiento jurídico utilice conceptos valorativos. La
decisión de valor en favor de la libertad contenida en la Constitución, aquí en favor de la
libertad de pensamiento, debe por ello ser tomada en consideración.

El Tribunal Constitucional consideró que Lüth se ocupaba de asuntos de interés público;


no actuaba en beneficio propio, en especial no estaba movido por un propósito lucrativo:
Lüth no llamaba al boicot porque fuera un competidor del director Veith Harlam o de la
firma distribuidora, o porque quisiera promover la distribución de un film propio. Para él
se trataba solamente de hacer un llamamiento a la conciencia pública, de que la atención
pública se fijara en una amenaza para la libertad. Esos motivos fueron aceptados por el
Tribunal, que decidió que el conflicto jurídico entre los particulares había de ser resuelto
con el recurso a la ordenación jurídico-objetiva de los derechos fundamentales.

Ello no significa que la libertad de pensamiento ahora se sobreponga a cualquier otra


perspectiva; mas el derecho fundamental a la libertad de pensamiento ha de ser tenido en

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cuenta ante un conflicto con otros derechos fundamentales, como la libertad artística y
cinematográfica o la libertad de iniciativa económica. Las libertades fundamentales han de
ser ponderadas entre sí, y ha de buscarse una vía de equilibrio adecuado que ofrezca a los
diferentes derechos de libertad la máxima efectividad posible.

La jurisprudencia fundada sobre esta resolución, progresivamente desarrollada en nuevas


sentencias, se conoce bajo el concepto de eficacia frente a terceros de los derechos
fundamentales (Drittwirkung der Grundrechte). Con ello se pretende expresar que no se
trata de la orientación de los derechos fundamentales frente al Estado, sino de una eficacia
frente a los particulares, considerados sólo como terceros. Los ciudadanos en sus
relaciones recíprocas no están ligados directamente a los derechos dirigidos frente al
Estado, mas deben actuar en ellas, dado el caso, con atención al contenido de valor de los
derechos fundamentales.

3. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia española


a) La STC 25/1981 (extracto)

Es pertinente extractar también la primera sentencia del Tribunal Constitucional español


que alude al aspecto objetivo de los derechos fundamentales: la STC 25/1981, pronunciada
en el recurso de inconstitucionalidad promovido por el Parlamento Vasco contra la Ley
Orgánica 11/1980, de 1 de diciembre, sobre la suspensión de los derechos fundamentales
en investigaciones que afecten a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas.

En este caso no cabe hablar de un desarrollo o una evolución: cuando el Tribunal


Constitucional español se pone en marcha, en 1980, ya hace mucho tiempo que las
doctrinas sobre el aspecto objetivo de los derechos fundamentales se consideran
consolidadas en Alemania, el país de referencia para la dogmática española en la materia, y
por eso nuestro Tribunal puede pronunciarse en ese sentido en una de sus primeras
resoluciones. El contenido de la sentencia, sin embargo, sí merecerá algún comentario
adicional. Con independencia de que buena parte del presente curso se ocupe en adelante
del desarrollo detallado de las implicaciones del aspecto objetivo de los derechos
fundamentales, lo cierto es que su reconocimiento en esta sentencia, citado con frecuencia
fuera de contexto, apunta en una dirección, como veremos, en principio insospechada.

STC 25/1981, extracto


http://www.boe.es/aeboe/consultas/bases_datos/doc.php?coleccion=tc&id=SENTENCIA-
1981-0025

II. Fundamentos jurídicos

(...) 2. La primera cuestión a esclarecer en el presente recurso es, pues, la legitimación del
Parlamento Vasco para interponerlo (...).

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3. La precisión que en el apartado 2 del art. 32 se hace de la legitimación de los órganos


superiores de las Comunidades Autónomas para interponer el recurso de inconstitucionalidad
contra disposiciones o actos con fuerza de Ley del Estado que puedan afectar a su propio
ámbito de autonomía, es una concreción que deriva lógicamente de la integración del art.
162.1 a) de la Constitución con otras normas de la misma, relativas al régimen de las
autonomías y a su respectivo alcance, especialmente los arts. 2, 97, 137, 138, 149.3 y 155.

Este Tribunal, en su Sentencia de 2 de febrero de 1981, tuvo ya ocasión de indicar que la


autonomía reconocida, entre otros entes, a las Comunidades Autónomas por el art. 137 de la
Constitución, se configura como un poder limitado, que no es soberanía. La autonomía se
reconoce a los territoriales enumerados en aquel artículo para la «gestión de sus propios
intereses», lo cual exige que se dote a cada Ente de «todas las competencias propias y
exclusivas que sean necesarias para satisfacer el interés respectivo». En el caso de las
Comunidades Autónomas, que, como recuerda la mencionada Sentencia, gozan de una
autonomía cualitativamente superior a la administrativa que corresponde a los entes locales,
ya que se añaden potestades legislativas y gubernamentales que la configuran como
autonomía de naturaleza política, cualquiera que sea el ámbito autonómico, éste queda fijado
por el Estatuto, en el que se articulan las competencias asumidas por la Comunidad Autónoma
dentro del marco establecido en la Constitución (art. 147.1); de tal suerte que la competencia
sobre las materias que no se hayan asumido por los Estatutos de Autonomía corresponderá al
Estado, cuyas normas prevalecerán, en caso de conflictos, sobre las de las Comunidades
Autónomas en todo lo que no esté atribuido a la exclusiva competencia de éstas (art. 149.3).

En la misma línea, el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones, que lleva como
corolario la solidaridad entre todas ellas, se da sobre la base de la unidad nacional (art. 2).
Dicha autonomía queda vinculada, para cada una de las entidades territoriales, como ya se ha
señalado, a la gestión de sus respectivos intereses (art. 137); principio éste que figura
significativamente a la cabeza de los «principios generales» que informan la organización
territorial del Estado, que en los capítulos siguientes se regula en los niveles de la
Administración local y de las Comunidades Autónomas. Aunque las Comunidades
Autónomas no son ni pueden ser ajenas al interés general del Estado, la defensa específica de
éste es atribuida por la Constitución al Gobierno (arts. 97, 155), llamado asimismo
prioritariamente a velar por la efectiva realización del principio de solidaridad (art. 138), junto
a las Cortes Generales (art. 158.2). Sin dejar, como es obvio, de participar en la vida general
del Estado, cuyo ordenamiento jurídico reconoce y ampara sus Estatutos como parte
integrante de su ordenamiento jurídico (art. 147.1 ), las Comunidades Autónomas, como
corporaciones públicas de base territorial y de naturaleza política, tienen como esfera y límite
de su actividad en cuanto tales los intereses que les son propios, mientras que la tutela de los
intereses públicos generales compete por definición a los órganos estatales.

En función de ello, es coherente que la legitimación para la interpretación del recurso de


inconstitucionalidad frente a cualquier clase de leyes o disposiciones con valor de ley
corresponda sólo a aquellos órganos o fracciones de órganos que por su naturaleza tienen
encomendada la tutela de los intereses públicos generales (art. 32.1) y que la legitimación
conferida a los órganos de las Comunidades Autónomas, de acción objetivamente ceñida al
ámbito derivado de las facultades correspondientes a sus intereses peculiares, esté reservada a
las normas que las afecten (art. 32.2).

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La respuesta a la cuestión que en este recurso se nos plantea acerca de la legitimación del
Parlamento Vasco para recurrir contra la Ley 11/1980 exige, en consecuencia, analizar las
posibles conexiones existentes entre dicha Ley y el ámbito de autonomía propio de la
Comunidad Autónoma del País Vasco.

4. De las razones alegadas para fundar la legitimación por el recurrente, la primera, según la
cual «la suspensión de derechos que se establece afecta fundamentalmente a ciudadanos
residentes en la Comunidad Autónoma por ser el País Vasco uno de los principales focos de
atención de la Ley», no puede considerarse admisible por cuanto viene a confundir, como
señala el Abogado del Estado, la «afectación al propio ámbito de autonomía» con el hecho de
que la Ley tenga vigencia en el País Vasco de igual manera que la tiene en el resto del
territorio nacional. La Ley no se refiere a ninguna parte del territorio en concreto, sino que su
ámbito se extiende a todo el del Estado, lo cual está en consonancia con el hecho de que las
actuaciones que contempla, aún en el supuesto de que estuvieran más presentes en una parte
del territorio nacional, alcanzan en sus efectos al de todo el Estado y afectan a la estabilidad
del conjunto del ordenamiento constitucional. El concepto de «propio ámbito de autonomía»
no puede reducirse a un criterio meramente cuantitativo. Tal planteamiento llevaría a reservar
o privilegiar la legitimación para impugnar una ley general del Estado a las Comunidades
Autónomas en cuyo ámbito territorial fuera presumible una mayor incidencia de la misma; lo
cual conduciría a consecuencias inadmisibles.

Por otra parte, es preciso distinguir lo que motiva una ley, es decir, la circunstancia concreta
que mueve al legislador a establecerla, y la validez general y objetiva que, una vez
promulgada, adquiere con respecto a dicha circunstancia.

5. La segunda razón en la que se produce el desacuerdo de los comparecidos en orden a la


legitimación de la Comunidad Autónoma hace referencia a la interpretación del alcance del
art. 9, apartado 2 a) y c) del Estatuto de Autonomía para el País Vasco, en cuya virtud los
poderes públicos vascos, «en el ámbito de su competencia», «velarán y garantizarán el
adecuado ejercicio de los derechos y deberes fundamentales de los ciudadanos» y «adoptarán
aquellas medidas dirigidas a promover las condiciones y a remover los obstáculos para que la
libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean efectivas y reales».

Esta disposición, que figura en el Título Preliminar del Estatuto y no en el Título I, que es el
consagrado a las competencias del País Vasco, reproduce esencialmente (y en parte,
literalmente) lo establecido en el art. 9.2 de la Constitución y se sitúa en un contexto general
de Estado de Derecho plasmado en el art. 9.1 de la misma, por virtud del cual «los ciudadanos
y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico», y
en el 53.1, que señala que los derechos y libertades reconocidos en el Capítulo II del Título I
«vinculan a todos los poderes públicos».

El art. 9 del Estatuto de Autonomía para el País Vasco no contiene, pues, una norma
atributiva de competencia, es decir, una norma que habilite a los poderes públicos vascos para
actuar en una determinada materia en la que carecerían de atribuciones de no existir aquélla.
Antes bien, lo que hace este precepto es concretar con respecto a los poderes públicos vascos
unas obligaciones impuestas por la Constitución a todos los poderes públicos y que éstos, sin
excepción, deben cumplir en el ámbito de sus competencias respectivas. En otras palabras, el
art. 9 del Estatuto de Autonomía no atribuye una específica competencia a los poderes

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públicos vascos, sino que se limita a subrayar una obligación que deben observar todos los
poderes públicos, centrales y autonómicos, en el ejercicio de las atribuciones que a cada uno
de ellos reconoce el ordenamiento jurídico. No podría ser de otra manera, si se tiene en cuenta
que con arreglo a la Constitución «la regulación de las condiciones básicas que garanticen la
igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los
deberes constitucionales» es materia de la exclusiva competencia del Estado (artículo
149.1.1°), y que «todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier
parte del territorio del Estado» (art. 139.1).

Que esto es así lo demuestra el propio art. 9 del Estatuto de Autonomía para el País Vasco,
que, al aludir a los deberes reseñados de los poderes públicos vascos, precisa que éstos se
desarrollarán «en el ámbito de su competencia». Se pone con ello de relieve que el precepto
no puede ser entendido autónomamente como una norma habilitante de competencia, sino que
debe ser puesto en relación con los restantes preceptos del Estatuto que determinan las
correspondientes competencias.

Por estas razones, lo dispuesto por el art. 9 del Estatuto de Autonomía no permite sostener que
el recurrente está investido de legitimación en el presente caso.

En la línea de las anteriores consideraciones, es preciso tener en cuenta que la Constitución


reserva a las Cortes Generales todo cuanto se refiere al desarrollo de los derechos
fundamentales y de las libertades públicas, que constituyen el fundamento mismo del orden
político-jurídico del Estado en su conjunto, como les reserva también su posible suspensión,
sobre la base del art. 55.2, aplicación del cual es la Ley Orgánica 11/1980 recurrida.

Ello resulta lógicamente del doble carácter que tienen los derechos fundamentales. En primer
lugar, los derechos fundamentales son derechos subjetivos, derechos de los individuos no sólo
en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto, sino en cuanto garantizan un status
jurídico o la libertad en un ámbito de la existencia. Pero al propio tiempo, son elementos
esenciales de un ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto ésta se configura
como marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el
Estado de Derecho y, más tarde, en el Estado social de Derecho o el Estado social y
democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución (art. 1.1).

Esta doble naturaleza de los derechos fundamentales, desarrollada por la doctrina, se recoge
en el art. 10.1 de la Constitución, a tenor del cual «la dignidad de la persona, los derechos
inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a
los derechos de los demás son fundamentos del orden político y de la paz social». Se
encuentran afirmaciones parecidas en el derecho comparado, y, en el plano internacional, la
misma idea se expresa en la Declaración universal de derechos humanos (preámbulo, párrafo
primero) y en el Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y de las
libertades fundamentales del Consejo de Europa (preámbulo, párrafo cuarto).

En el segundo aspecto, en cuanto elemento fundamental de un ordenamiento objetivo, los


derechos fundamentales dan sus contenidos básicos a dicho ordenamiento, en nuestro caso al
del Estado social y democrático de Derecho, y atañen al conjunto estatal. En esta función, los
derechos fundamentales no están afectados por la estructura federal, regional o autonómica
del Estado. Puede decirse que los derechos fundamentales, por cuanto fundan un status

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jurídico-constitucional unitario para todos los españoles y son decisivos en igual medida para
la configuración del orden democrático en el Estado central y en las Comunidades
Autónomas, son elemento unificador, tanto más cuanto el cometido de asegurar esta
unificación, según el art. 155 de la Constitución, compete al Estado. Los derechos
fundamentales son así un patrimonio común de los ciudadanos individual y colectivamente,
constitutivos del ordenamiento jurídico cuya vigencia a todos atañe por igual. Establecen por
así decirlo una vinculación directa entre los individuos y el Estado y actúan como fundamento
de la unidad política sin mediación alguna.

También la eventual limitación o suspensión de derechos fundamentales tiene una dimensión


nacional. Esta limitación o suspensión de derechos fundamentales en una democracia, sólo se
justifica en aras de la defensa de los propios derechos fundamentales cuando determinadas
acciones, por una parte, limitan o impiden de hecho su ejercicio en cuanto derechos subjetivos
para la mayoría de los ciudadanos, y, por otra, ponen en peligro el ordenamiento objetivo de
la comunidad nacional, es decir, el Estado democrático. Se trata, como es sabido, de uno de
los más complejos problemas de los ordenamientos jurídicos democráticos. Las
constituciones y las legislaciones de los países democráticos han tenido que enfrentarse con
él, así como convenios internacionales, en particular el ya mencionado Convenio europeo
relativo a la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales (arts. 8.2, 9.2
y otros). La Constitución Española de 1978 lo hace, en su art. 55.2, a tenor del cual «una ley
orgánica podrá determinar la forma y los casos en los que, de forma individual y con la
necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario, los derechos reconocidos
en los arts. 17.2 y 18.2 y 3, pueden ser suspendidos para personas determinadas, en relación
con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos
terroristas», añadiendo que «la utilización injustificada o abusiva de las facultades
reconocidas en dicha Ley Orgánica producirá responsabilidad penal, como violación de los
derechos y libertades reconocidos por las leyes». Tratándose, como se ve, de una ley orgánica
de carácter facultativo y no preceptivo, y con independencia de cual sea su contenido
normativo, el juicio acerca de su conveniencia o necesidad corresponde a las Cortes
Generales.

Por tanto, la Ley Orgánica 11/1980, por su contenido y ámbito nacionales, no afecta
específicamente a la autonomía de las Comunidades Autónomas en cuanto tales, y
consecuentemente su posible inconstitucionalidad sólo podría ser planteada directamente por
los legitimados por el art. 32.1 de la LOTC.

Voto particular formulado por los Magistrados señores Latorre, Díez de Velasco, Tomás y
Valiente y Fernández Viagas

2. El art. 162.1 a), de la C.E., establece que están legitimados para interponer el recurso de
inconstitucionalidad «los órganos colegiados ejecutivos de las Comunidades Autónomas y en
su caso -esto es, cuando existan- las Asambleas de las mismas», que de este modo participan
en la defensa del más alto interés general: la primacía de la Constitución.

En conexión con el 162.1 a) de la C.E., el art. 32.2 de la LOTC, especifica que los órganos
colegiados ejecutivos y las Asambleas de las Comunidades Autónomas están legitimados para
interponer recurso de inconstitucionalidad contra Leyes del Estado siempre que éstas «puedan
afectar a su propio ámbito de autonomía», precepto que significa que la Ley en cuestión será

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impugnable por una Comunidad Autónoma siempre que potencialmente concierna (es decir,
no sólo cuando afecte -art. 63.1 de la LOTC-, sino cuando «pueda afectar») a su ámbito de
autonomía, expresión ésta más amplia que la suma o serie de competencias asignadas en el
correspondiente Estatuto y en la Constitución a la Comunidad, pues abarca también la defensa
de sus intereses políticos específicos. Con tal de que se dé este punto de conexión exigido por
el 32.2 de la LOTC las Comunidades Autónomas podrán impugnar una Ley del Estado y al
hacerlo estarán actuando, no en defensa de una competencia suya presuntamente vulnerada, lo
que constituye la esfera propia del conflicto positivo de competencia (art. 60 y sigs. de la
LOTC), sino en defensa del orden constitucional.

3. Cuando el art. 137 de la Constitución reconoce a las Comunidades autonomía para «la
gestión de sus respectivos intereses» comprende los intereses jurídico-administrativos
(competencias en sentido estricto) y los intereses políticos consagrados en la Constitución y
en sus respectivos Estatutos: iniciativa legislativa (art. 87.2 de la C.E.); reforma
constitucional (166); representación directa en el Senado (art. 69.5); planificación de la
actividad económica (art. 131.2). En todos estos casos no se restringe la defensa de sus
intereses peculiares, sino que actúan en colaboración con otros órganos constitucionales del
Estado, promoviendo los intereses generales. Cualquier norma que pudiera incidir en este
ámbito determina la legitimación para interponer el recurso de inconstitucionalidad (...).

4. (...) En consecuencia, estimamos que la Ley impugnada puede afectar al ámbito de


autonomía del País Vasco y que, por tanto, el Parlamento de dicha Comunidad Autónoma está
legitimado para interponer el recurso de inconstitucionalidad y que este Tribunal debió entrar
a conocer en el fondo del asunto planteado.

3. El aspecto objetivo de los derechos fundamentales en la jurisprudencia española


b) STC 25/1981 - Comentario

El conflicto jurídico se centra, como hemos visto, en la legitimación del Parlamento Vasco
para recurrir, y conviene deja constancia desde este momento de que la doctrina sentada al
respecto en esta temprana sentencia, que vincula tal legitimación con el alcance de las
competencias de la correspondiente Comunidad Autónoma, ha sido modificada más tarde
por el propio Tribunal, permitiendo que el recurso se plantee aún cuando la norma en
cuestión afecte sólo remotamente a los intereses propios de la Comunidad Autónoma (cfr.
por ejemplo las SSTC 199/1987 y 28/1991). Esta nueva posición se apoya, en primer lugar,
en que las Comunidades Autónomas, en cuanto singularísimas entidades de Derecho
público, deben considerarse legitimadas para defender el interés general; y, en segundo
término, en que en la interpretación de las normas que regulan el recurso de
inconstitucionalidad ha de prevalecer el interés objetivo en depurar el ordenamiento
jurídico de normas inconstitucionales, sin que ello pueda hacerse depender de una eventual
titularidad competencial del sujeto recurrente.

En cualquier caso, llama la atención que sea precisamente en este contexto donde proclama
el Tribunal Constitucional por primera vez el doble carácter de los derechos
fundamentales. La cita del FJ 5 es reiteradísima en la jurisprudencia posterior y en la
doctrina. Recuperémosla de nuevo, y veremos que se corresponde, grosso modo, con las
declaraciones doctrinales y jurisprudenciales que hemos visto en Alemania:

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“En primer lugar, los derechos fundamentales son derechos subjetivos, derechos de
los individuos no sólo en cuanto derechos de los ciudadanos en sentido estricto,
sino en cuanto garantizan un status jurídico o la libertad en un ámbito de la
existencia. Pero al propio tiempo, son elementos esenciales de un ordenamiento
objetivo de la comunidad nacional, en cuanto ésta se configura como marco de una
convivencia humana justa y pacífica, plasmada históricamente en el Estado de
Derecho y, más tarde, en el Estado social de Derecho o el Estado social y
democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución (art. 1.1). Esta
doble naturaleza de los derechos fundamentales, desarrollada por la doctrina, se
recoge en el art. 10.1 de la Constitución, a tenor del cual «la dignidad de la persona,
los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad,
el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamentos del orden político
y de la paz social». Se encuentran afirmaciones parecidas en el derecho comparado,
y, en el plano internacional, la misma idea se expresa en la Declaración universal de
derechos humanos (preámbulo, párrafo primero) y en el Convenio europeo para la
protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales del Consejo
de Europa (preámbulo, párrafo cuarto). En el segundo aspecto, en cuanto elemento
fundamental de un ordenamiento objetivo, los derechos fundamentales dan sus
contenidos básicos a dicho ordenamiento, en nuestro caso al del Estado social y
democrático de Derecho”.

Conviene observar, sin embargo, que no estamos aquí ante una proyección objetiva de los
derechos fundamentales orientada a reforzar la normatividad de su reconocimiento
constitucional. La fórmula del contenido objetivo de los derechos fundamentales sirve en
este caso, más bien, para consolidar las competencias del Estado central, que se entienden
reforzadas mediante tal invocación, incluso cuando lo que está en duda es si el ejercicio de
tales competencias puede haber infringido los concretos derechos reconocidos en la
Constitución. El aspecto objetivo de los derechos, en definitiva, sirve como defensa del
Derecho objetivo frente a la potencia crítica de los derechos mismos. Así, el Tribunal
Constitucional atribuye al aspecto objetivo de los derechos fundamentales una función de
unificación o integración referida a la comunidad nacional, cuya unidad política debe ser
garantizada por el Estado, en su caso, mediante el recurso al art. 155 CE.

También la STC 107/1984, en materia de extranjería, afirmará que la dignidad de la


persona, “conforme al art. 10.1 de nuestra Constitución, constituye fundamento del orden
político español”, precisión esta última que el precepto constitucional en absoluto recoge.
Sólo diez años después de esta última resolución, y tras haber perfilado mejor el orden
competencial, se permite la STC 194/1994 matizar la vinculación de los derechos
fundamentales con el orden político español:

“Los derechos fundamentales, en cuanto proyecciones de núcleos esenciales de la


dignidad de la persona (art. 10.1 C.E.), se erigen en los fundamentos del propio
Estado democrático de Derecho (art. 1 C.E.) que no pueden ser menoscabados en
ningún punto del territorio nacional, asignándole al Estado la Constitución la
función de regular las condiciones básicas que garanticen la igualdad en su ejercicio
(SSTC 37/1981 ó 76/1983, entre otras). Pero esta función, que no se discute, no
puede ser entendida de tal manera que vacíe de contenido las competencias que las
Comunidades Autónomas asuman al amparo del art. 149 C.E. y de sus propios

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Estatutos de Autonomía, que han de ser respetadas en sus propios términos. De esta
forma, la función que al Estado encomienda el art. 149.1.1 C.E. ha de desarrollarse
sin desconocer el régimen competencial diseñado en el resto del precepto y en los
Estatutos de Autonomía, y sin que el Estado pueda asumir funciones que, más que
garantizar condiciones básicas de igualdad de derechos, ampararían la infracción
del orden constitucional de competencias”.

Consecuentemente, el aspecto objetivo de los derechos fundamentales cambia su posición


argumental cuando, en ese mismo año, se pone en cuestión el castellano como instrumento
de socialización en la enseñanza: la idea de patrimonio cultural, que objetiva los derechos
de libertad del ámbito de la creación artística y científica, recibe un entendimiento plural:

“Resulta difícil admitir que este principio y los derechos inviolables que son
inherentes a la persona puedan ser vulnerados si los estudiantes reciben la
enseñanza, a partir de un cierto nivel, en la lengua cooficial en una Comunidad
Autónoma que es distinta del castellano (...) Mal se comprende que el conocimiento
y el uso de una de las lenguas españolas pueda atentar a la dignidad de la persona
en el ámbito de la educación cuando la Constitución reconoce que la realidad
plurilingüe de España es una riqueza y constituye un patrimonio cultural digno de
especial respeto y protección (art. 3.3 C.E.)” (STC 337/1994).

La desvinculación entre la proyección objetiva de los derechos fundamentales y el orden


político nacional se completa ya cuando, proyectando aquélla hacia el exterior, la STC
91/2000 sostiene que “la Constitución Española de 1978, al proclamar que el fundamento
«del orden político y de la paz social» reside, en primer término, en «la dignidad de la
persona» y en «los derechos inviolables que le son inherentes» (art. 10.1), expresa una
pretensión de legitimidad y, al propio tiempo, un criterio de validez que, por su propia
naturaleza, resultan universalmente aplicables”.

Con todo ello se ponen de manifiesto algunos de los riesgos inherentes al procesamiento de
los derechos fundamentales en términos objetivos. Si, como ocurre en la STC 25/1981, se
anteponen ciertas construcciones ideológicas del orden social a la garantía de la libertad
individual, en este caso entendiendo que es el Estado central el único baluarte de la
libertad, los derechos fundamentales pierden su sentido originario y se degradan a mero
argumento al servicio de los mencionados prejuicios. El Tribunal, en efecto,
instrumentaliza el sentido objetivo de los derechos fundamentales al servicio del
reforzamiento de poder del Estado central frente a las Comunidades Autónomas, aunque
ello le lleve a perjudicar la garantía objetiva de la Constitución y de los derechos
fundamentales que ésta consagra. Porque, a la postre, se inadmite un recurso que le hubiera
permitido valorar la posible inconstitucionalidad de la una ley por infracción de los
derechos fundamentales.

Para evitarlo, es común subrayar que la dimensión objetiva de los derechos fundamentales
debe entenderse al servicio de una mayor protección de los mismos en cuanto derechos
subjetivos; esto es, teniendo siempre como referencia el reforzamiento de su eficacia
normativa y descartando cualquier objetivación que deje en un plano subordinado la
libertad individual. Y, en segundo lugar, se considera que la dimensión objetiva de los
derechos fundamentales se debe construir no desde reflexiones abstractas, sino ante todo a
partir de las propias disposiciones constitucionales que, como el postulado del Estado

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social, el mandato del art. 9.2 CE o los principios rectores contenidos en el Capítulo III del
Título I de la Constitución, dan pie a una proyección supraindividual de la libertad y de la
igualdad.

En cualquier caso, merece la pena concluir este comentario señalando que son muchas
otras las sentencias en las que se ponen de manifiesto derivaciones del aspecto objetivo de
los derechos fundamentales. Algunas de ellas las comentaremos con detalle en apartados
sucesivos; pero desde este momento es procedente citar, por ejemplo, las siguientes:

STC 42/1982: “La idea del Estado social de Derecho (artículo 1.1) y el mandato genérico
del artículo 9.2 exigen seguramente una organización del derecho a la asistencia de Letrado
que no haga descansar la garantía material de su ejercicio por los desposeídos en un munus
honorificum de los profesionales de la abogacía, sino en una actuación directa de los
poderes públicos” (FJ 2).

STC 18/1984: “En un Estado social de Derecho como el que consagra el artículo 1 de la
Constitución no puede sostenerse con carácter general que el titular de tales derechos no lo
sea en la vida social (…) La sujeción de los poder públicos a la Constitución (artículo 9.1
CE) se traduce en un deber positivo de dar efectividad a tales derechos en cuanto a su
vigencia en la vida social, deber que afecta al legislativo, al ejecutivo y a los Jueces y
Tribunales, en el ámbito de sus funciones respectivas” (FJ 6).

STC 53/1985: “Los derechos fundamentales incluyen no solamente derechos subjetivos de


defensa de los individuos frente al Estado, y garantías institucionales, sino también deberes
positivos por parte de éste” (FJ 4).

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