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Entre los primeros destacan Nicolás Malebranche (1638-1715), para quien las
ideas están solamente en Dios, que las pone en nosotros, y Godofredo
Guillermo Leibniz (1646-1716), para quien el mundo está compuesto de
mónadas o sustancias individuales espirituales, cerradas sobre sí de tal manera
que nada penetra en su interior y son independientes unas de otras. Según él, los
cuerpos son fenómenos bien fundados, no existencias reales. Cada mónada, por
otro lado, es un punto de vista sobre el universo.
Una flor, por ejemplo, es un dato de color, otro de olor, otro de figura, etc. Esto
es lo único que puede percibirse. La flor en sí misma es un supuesto sobre el cual
se sostienen los datos, pero no puede saberse qué es al margen de éstos. La idea
de sustancia, concluyó Locke, es por todo esto un no sé qué, una idea
confusa.
b) El idealismo
Berkeley dio el primer paso. En la experiencia inmediata, dijo, sólo cuentan las
percepciones, no los objetos, que nunca son conocidos al margen de ellas. Es una
contradicción seguir creyendo que hay cuerpos aparte de las ideas de nuestro
espíritu.
Contra la existencia del mundo arguyó que ésta debería poderse demostrar
a través de la razón o de los sentidos. Pero lo primero es imposible, porque puede
pensarse sin contradicción que los cuerpos no existen y, en consecuencia, su
existencia es indemostrable. Lo segundo también, pues los sentidos deberían
presentarnos simultáneamente las percepciones y los cuerpos representados en
ellas, lo cual es absurdo.
Contra la existencia del sujeto dijo que no existe percepción sensible alguna
de la que pueda proceder la idea del propio yo. Si hubiera alguna debería
permanecer invariablemente idéntica durante toda la vida, pues así se supone que
es el yo. Pero no hay una sola que cumpla ese requisito.
Solamente una cosa es segura y todo lo demás es dudoso, concluye Hume: que
hay percepciones empíricas de no se sabe qué a no se sabe quién y que,
por fortuna para nosotros, la naturaleza nos ha hecho antes hombres
que filósofos, pues seríamos escépticos si siguiéramos la filosofía, lo que sería
un grave obstáculo para la vida.
Aristóteles atribuía a un dios separado del mundo, situado lo más lejos posible del hombre, la inmóvil
perfección del pensamiento que se piensa. La única acción del Dios aristotélico es el Eros que él
mismo inspira y cuya expresión adecuada es el movimiento circular del cielo. Para Hegel, Dios es
también pensamiento que se piensa, pero este pensamiento es inquietud, movilidad, negatividad
infinita. Únicamente el hombre manifiesta y realiza la vida divina. Incluso los crímenes del hombre
-dice Hegel, oponiéndose a Platón y a Aristóteles-, incluso las peores aberraciones de la humanidad
representan “algo infinitamente más elevado que el curso regular de los astros, porque el que así
yerra es siempre el espíritu”. Dios no es, como en Descartes o en Kant, la fuente primera y la garantía
inquebrantable del sistema de ideas por medio del cual el sujeto comprende y domina al objeto. Para
Hegel, Dios es el movimiento mismo del que proceden a la vez las categorías del pensamiento, las
leyes de lo real físico y las fuerzas creadoras de la vida histórica. Dios es la verdad y la realidad de la
naturaleza y de la historia, reunidas éstas en una sola hipóstasis, cuya inquieta perfección se expresa
a través del cielo, el cual es al mismo tiempo figura cerrada e inmóvil y línea infinitamente cambiante.
c) El materialismo
El término “materialismo” apareció también en el siglo XVII. Con él se dio nombre a las
doctrinas filosóficas que solamente reconocen la existencia de sustancias materiales y niegan,
en consecuencia, la de las espirituales e ideales. Como decía Fichte, el idealismo ve que la
realidad deriva de la conciencia, la Idea o el Espíritu y el materialismo que la conciencia, la Idea
o el Espíritu derivan de la materia.
Pero el idealismo y el materialismo no son dos sistemas filosóficos que hayan evolucionado en
paralelo, sin tocarse el uno al otro. Mas bien se han entrecruzado a lo largo de la historia de
ambos, como se verá en lo que sigue.
La Edad Antigua osciló entre el idealismo de Platón, el primer filósofo que postuló la existencia
de las Ideas, y el materialismo de Demócrito, que afirmó la existencia única de la materia y
redujo a ésta todo lo demás.
Platón (427-347 a. C.) presenta la Idea, o esencia inteligible que se sustrae al cambio, contra
todo lo material, mutable y múltiple. Idea fue para él la especie universal, el modelo y
fundamento ontológico de las múltiples cosas individuales. Que haya un ser que es más o
menos que otro se debe a que hay un tercero que no es ni más ni menos, sino absoluto, en
comparación con el cual los otros dos son más o menos. De otro modo no sería posible
comparar entre sí dos cosas cualesquiera. Así es como Platón convierte la Idea en modelo.
¿Cómo conocer las Ideas? Por recuerdo, o anámnesis, dice Platón. El alma no debe salir de sí
para encontrarlas, pues en una vida anterior las pudo contemplar de frente. Si las ha olvidado
ha sido porque fue condenada al encierro del cuerpo y ahora tiene que usar los sentidos de
éste a modo de señales que las traigan a su memoria. El uso de los sentidos es, pues,
imprescindible para comprenderlas, aunque sólo sea porque hacen ver la apariencia sensible
como mera apariencia de la verdad. Si el filósofo les agrega el uso de la dialéctica, puede estar
seguro de entender las Ideas cuanto es posible hacerlo en esta vida.
Demócrito, por su lado, negó la existencia de seres inmateriales y redujo la realidad a dos
únicas entidades, los átomos y el vacío. Los átomos son partículas materiales sólidas,
impenetrables, duras, eternas e invariables. Solamente tienen figura, orden y posición,
cualidades de las que derivan todas las propiedades de los objetos. El vacío es un cierto no-ser
necesario para posibilitar el movimiento rectilíneo de los átomos. La realidad material no
puede conocerse por los sentidos, sino solamente por la razón.