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LIDERAZGOY GÉNERO

Desde el inicio del estudio de la temática de liderazgo se ha hecho mención a las

características de este en torno a lo masculino, sin embargo, en la actualidad y con la inclusión

de lo femenino al ámbito laboral estas concepciones iniciales sobre el tema requieren de

ciertas modificaciones, ya que a lo largo de la historia las mujeres también han demostrado

atributos asociados al liderazgo. Es por esto que, en esta sesión, se revisarán las implicancias

del género en el concepto de liderazgo. A modo de introducción se hará mención a lo que se

entiende por diferencias de género.

En primer lugar, es importante diferenciar entre los conceptos de sexo y género: el sexo hace

alusión a las diferencias biológicas que existen entre hombres y mujeres, e incluye la anatomía

y la fisiología del sistema hormonal. Por el contrario, el género apunta a los arreglos y a las

normativas culturales que tipifican las características de varones y mujeres tanto respecto de

su subjetividad como de los roles a desempeñar (Meler, 1994). En resumen, el género alude a

la representación social que permite a las demás personas comprender cuán masculino o

femenino es el actuar de una persona y que también da cuenta de cómo cada persona vive su

propia masculinidad o feminidad, según los preceptos sociales.

El género es una expresión social y, por ende, varía de una cultura a otra, de un agrupamiento

a otro y de una época a otra. Esto significa que es susceptible de modificaciones. Cada cultura

asigna a los términos de masculino o femenino diferentes connotaciones, en otras palabras,

masculinidad y feminidad llevan asociadas determinadas características dependiendo del

contexto cultural y del momento histórico de que se trate. El modo en que se espera que

hombres y mujeres se comporten, sean valorados o tratados, tienen poco que ver con el sexo

(en términos de biología) y mucho que ver con el género (en términos de creencias

aprendidas).

Este tipo de metáforas puede generar confusión en los casos en que se explica un fenómeno

solo a partir de 2 categorías (por ejemplo, hombre y mujer o masculino y femenino), ya que
pueden generarse distorsiones cognitivas (Gentile, 1996). Por un lado, la gente tiende a

suponer que toda la persona debe encajar en una categoría, lo que impide la comprensión de

la complejidad y los matices presentes en las múltiples identidades que las personas pueden

desarrollar. Además, reducir la cuestión a dos categorías hace suponer que cada persona que

se encuentra en ellas es igual a otra que comparte la misma categoría. Por último, la distorsión

más importante, se produce a partir de la facilidad con la que muchas personas erróneamente

tienden a valorar una categoría como superior a la otra. En el caso de los conceptos de sexo y

género, cientos de estudios documentan la variedad de maneras en las que masculino y

masculinidad han sido valoradas como superiores a femenino y feminidad. Estas actitudes

prejuiciosas y sus consecuentes conductas discriminatorias han perjudicado a individuos,

organizaciones y a la sociedad en general, limitando los modos en que las personas pueden

contribuir a partir de sus talentos y características personales.

La persistencia de determinadas actitudes asociadas con el sexo y el género ha ocasionado que

en algunos ámbitos organizacionales el acceso a los puestos de liderazgo se haya “generizado”.

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Esto significa, que aspectos relacionados con la distribución de responsabilidades en las

organizaciones y las decisiones relacionadas con los empleados, el progreso de carrera, los

recursos, los salarios, el poder, la autoridad y la conducta de trabajo apropiada están afectados

por la distinción entre masculino/femenino y hombre/mujer (Acker, 1992). Aunque muchos

ejecutivos y gerentes sugieren creer que las organizaciones son objetivas acerca del mérito y

neutras a propósito del género, los datos provenientes de muchas investigaciones indican que

muchos de los lugares de trabajo se valen del género como base para la toma de decisiones, lo

cual afecta a la forma de determinar quién se convierte en líder (Hale, 1996).

MUJERES LÍDERES

El mundo occidental posmoderno ha logrado una creciente inclusión de la mujer en el


mercado laboral, lo que significó que las mujeres abandonaran el espacio que les estaba

asignado: el trabajo doméstico. Más aún, en las últimas décadas (principalmente en la década

del 90) se produjo una gradual incorporación de las mujeres a puestos de liderazgo. Este

último dato ayuda a responder una las interrogantes planteadas al comenzar esta sesión ¿las

mujeres pueden ser líderes? Según esta información, la respuesta sería afirmativa. Sin

embargo, los puestos de liderazgo ocupados por las mujeres son considerablemente menores

en cantidad a los ocupados por los hombres. La lenta incorporación de las mujeres a estos

puestos no implica necesariamente el desplazamiento de los hombres. Por lo general, las

mujeres que logran acceder a puestos jerárquicos lo hacen en trabajos o profesiones que

comúnmente están asociadas a ellas, por ejemplo, en ámbitos relacionados a educación, en

empresas dedicadas a la moda o la belleza o vinculadas al cuidado y protección de los demás

(por ejemplo, enfermería).

A continuación, un poco de estadísticas para dar cuenta de esta situación. En Estados Unidos

las mujeres constituyen el 46% de las personas empleadas (U.S. Bureau of Labour Statistics,

2002). Sin embargo, los porcentajes cambian cuando se trata de los puestos de liderazgo. A

diferencia de 1999 en que las mujeres ocupaban solo el 10% de los puestos de dirección, hacia

el año 2001 estas pasaron a ocupar el 12,4% de los puestos disponibles. Estos datos son

bastante similares en países industrializados (Wirth, 2001).

Una de las razones que suelen difundirse para explicar las dificultades a las que se enfrentan

las mujeres, no solo al momento de acceder a puestos de liderazgo sino al ingresar y

mantenerse en el mundo laboral, es que se ven impedidas de lograr una conciliación entre las

obligaciones domésticas u hogareñas, que tradicionalmente le fueron asignadas, y las

exigencias del mercado del trabajo. Las investigaciones dan cuenta de resultados en los que se

alude a los inconvenientes que ellas presentan para equilibrar las demandas laborales con las

de su vida personal (Ensher, Murphy y Sullivan, 2002).

En relación con lo antedicho, Geldstein y Wainerman (1989) sostienen que entre las mujeres
económicamente activas es una experiencia usual las frecuentes entradas y salidas del

mercado laboral. Estas discontinuidades ocurren en coincidencia con puntos cruciales de su

ciclo vital (casamiento, nacimiento del primer hijo, ingreso del menor al sistema escolar, etc.).

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Los trabajos de tiempo parcial y ocasional son más frecuentes entre las mujeres. Por otro lado,

el mercado de trabajo suele reclutar a las mujeres de manera selectiva, especialmente

incorpora a las que tienen entre 20 y 25 años de edad, que carecen de un compañero (solteras,

separadas, divorciadas o viudas) y de hijos, y que tienen mayor nivel de educación formal. De

todas maneras, estas serían razones que se aplicarían fundamentalmente al acceso de las

mujeres en términos generales al mundo del trabajo. Se supone que quienes desean escalar en

la jerarquía y acceder a puestos directivos ya lograron atravesar estos inconvenientes

relacionados con el acceso y la permanencia en el sistema.

Resulta necesario entonces, analizar cuáles pueden ser las barreras invisibles, pero efectivas

que impiden a las mujeres atravesar el “techo de cristal”. Muchos autores han citado y

documentado estas barreras en detalle (Eyring y Stead, 1998; Morrison, 1992; Ragins,

Townsend y Mattis, 1998). Estas se representan en las siguientes tablas.

BARRERAS ORGANIZACIONALES

Consisten en prácticas que colocan a las mujeres en desventaja en comparación con sus

colegas hombres igualmente capacitados.

Exigencia de altos estándares de rendimiento y esfuerzo hacia las mujeres, en

comparación con los hombres.

Existencia de culturas corporativas hostiles, cuyos valores y normas desalientan el

equilibrio entre altas aspiraciones en desarrollo de carrera con obligaciones no

laborales. Requieren que las mujeres logren resultados más ambiciosos con menos

recursos (Morrison, 1992; Ohlott, Ruderman y McCauley, 1994).


Existencia de prejuicios y discriminación reflejados en la tendencia a preferir trabajar e

interactuar con personas que son similares tanto actitudinal como demográficamente.

Falta de apoyo y reconocimiento hacia las mujeres.

Falta de oportunidades de desarrollo para las mujeres.

BARRERAS INTERPERSONALES

Consisten en obstáculos que se les presentan a las mujeres en el contexto laboral, más

específicamente en las relaciones de trabajo.

Existencia de prejuicios masculinos basados en estereotipos y preconceptos.

Falta de apoyo interpersonal y emocional.

Exclusión de reuniones informales.

BARRERAS PERSONALES

Consisten en circunstancias de la vida personal de las mujeres y/o en la falta de determinados

conocimientos que les impiden progresar en sus carreras.

Falta de habilidades sociales y políticas.

Conflicto entre responsabilidades laborales y hogareñas.

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Eagly y Carli (2004) proponen 4 explicaciones hipotéticas que justificarían la escasa presencia

de mujeres en puestos de liderazgo, entre las cuales se hallan algunas de las barreras

presentadas previamente. Estas son:

Las mujeres presentarían menores niveles de inversión en capital humano (educación y

experiencia laboral).

Mujeres y hombres diferirían en sus estilos de liderazgo. Dichas diferencias pueden

beneficiar o perjudicar a las mujeres, dependiendo de los efectos de estas diferencias

sobre los niveles de efectividad.

La psicología evolucionista afirma que los hombres (a diferencia de las mujeres) se


encontrarían naturalmente motivados para dominar y liderar a otros.

La existencia de prejuicios y discriminación hacia la mujer impediría su acceso a

puestos directivos.

DIFERENCIAS DE GÉNERO EN LOS ESTILOS DE LIDERAZGO

Como ya se mencionó, los estilos de liderazgo son entendidos como patrones relativamente

estables de conductas desplegadas por quienes son considerados líderes. A pesar de que estos

varíen en sus conductas de acuerdo a las particularidades de la situación, suelen presentar

maneras típicas de interactuar con superiores y subordinados. Dado que son considerados

factores determinantes para el liderazgo efectivo, si estos estilos no coinciden con lo esperado

para cada género, en este caso el femenino, es probable que la gente no considere a las

mujeres aptas para ocupar dichos cargos (Eagly y Carli, 2004).

Los expertos que han escrito sobre este tema, difieren considerablemente en el tipo de

conclusiones a las que arriban. Por un lado, los “escritores de libros comerciales” o de

divulgación, de amplia difusión, que basan sus afirmaciones en experiencias personales o en

entrevistas informales a gerentes y otros directivos, suponen que las mujeres líderes son

menos autoritarias, más colaboradoras y más orientadas a elevar la autoestima de sus

subordinados respecto de sus colegas masculinos (Hegelsen, 1990; Rosener, 1995). Por el

contrario, algunos investigadores de las ciencias sociales sugieren que no existen tales

diferencias o que estas serían insignificantes (Powell, 1990). En términos generales, los

estudios revelan que no existe acuerdo respecto de la posición de las mujeres en puestos de

liderazgo.

Al revisar la trayectoria de los estudios abocados a la temática del liderazgo, se encuentran

como precursoras las investigaciones llevadas a cabo a finales de la década de 1930 por Lewin,

Lippit y White (1939) con grupos de niños y niñas de 10 y 11 años que frecuentaban clubes de

ocio. Bajo la idea de que una función importante del líder era crear un “clima o atmósfera

social” en el grupo, que además, influya en la satisfacción y rendimiento de sus miembros, los
autores crearon una situación experimental en la que manipulaban dicha situación a través de

3 estilos diferentes de liderazgo: autocrático (el líder organizaba todas las actividades,

prescribía y prohibía a los niños/as lo que debían hacer), democrático (fomentaba la

participación a la hora de tomar decisiones) y laissez faire (adoptaba un compromiso pasivo,

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no tomaba la iniciativa ni evaluaba). Los resultados demostraron que un mismo grupo podía

comportarse de manera diferente en función del tipo de liderazgo que se ejerciera sobre él. A

su vez, dichos resultados llevaron a los autores a apoyar el estilo democrático por razones de

autonomía, satisfacción y eficacia grupales.

Posteriormente, a partir de la década de 1950, comenzaron a desarrollarse líneas de

investigación cuyo objetivo principal era averiguar cuáles eran las conductas típicas de los

líderes y tratar de relacionarlas con el rendimiento del grupo y la satisfacción de sus

integrantes. Esta corriente se conoce como enfoque conductual.

En la actualidad uno de los enfoques más desarrollados e investigados es el propuesto por Bass

(1985): el enfoque transformacional. Basándose en la idea original de Burns (1978), Bass

desarrolló un modelo que propone 3 estilos de liderazgo diferentes: transformacional,

transaccional y laissez faire. Los estudios llevados a cabo teniendo en cuenta este enfoque

muestran que con el estilo transformacional se obtienen niveles más elevados de rendimiento

y satisfacción por parte de los seguidores que con el transaccional.

LA PSICOLOGÍA EVOLUCIONISTA Y LAS DIFERENCIAS DE GÉNERO

Otra de las explicaciones posibles para la temática que se está tratando es la sugerida por

Eagly y Carli (2004), la que se enmarca dentro de las argumentaciones que sostienen algunos

escritores influidos por la psicología evolucionista. Estos explican la desproporción de puestos

de liderazgo ocupados por hombres y mujeres en términos de diferencias biológicas

intrínsecas existentes entre ambos (Browne, 1999; Goldberg, 1993).


Esta línea de investigación ha sido desarrollada fundamentalmente por Buss y Kenrick (1998).

Ellos sugieren que las diferencias que presentan hombres y mujeres en cuanto a su

comportamiento social (incluida la conducta de liderazgo) serían producto de disposiciones

psicológicas específicas que habrían sido desarrolladas genéticamente como resultado de la

adaptación a condiciones primitivas.

Los psicólogos evolucionistas (al igual que los precursores de las teorías evolucionistas como

Darwin y Spencer) relacionan las actuales diferencias de género en el comportamiento con las

presiones reproductivas que nuestros antepasados hombres y mujeres mantuvieron en la

historia temprana de la especie humana. Dichas presiones probablemente hayan conformado

características psicológicas diferenciales entre los sexos (Buss y Kenrick, 1998).

Las mujeres siempre estuvieron, en general, involucradas en cuestiones atinentes a la

conservación de la descendencia y paulatinamente fueron haciéndose más selectivas en

cuanto a la elección de parejas masculinas. Como consecuencia, los hombres comenzaron a

competir entre ellos para obtener acceso sexual a las mujeres y de esta manera asegurar su

descendencia y la transmisión de sus características a las generaciones siguientes.

Los psicólogos de la corriente evolucionista sugieren que en virtud de dicha competencia entre

los pares masculinos, estos probablemente hayan desarrollado disposiciones a favor de la

agresión, el desafío y la lucha de poder. En cambio, es factible que las mujeres hayan

desarrollado cierta inclinación a la selección de potenciales compañeros capaces de proveerles

los recursos necesarios para la crianza de la descendencia.

Además, la estrategia evolutiva de la mujer con vistas a asegurar la supervivencia de los hijos

portadores de sus genes explicaría su mayor sensibilidad emocional, su tendencia hacia el

cuidado de las personas y la crianza, así como su mayor capacidad para situarse efectivamente

en el lugar de otras personas, ayudar a aquellas que sufren de problemas, y su menor

disposición a comportarse agresivamente. Por su parte, los hombres habrían desarrollado

ciertas habilidades para dominar tanto a mujeres como a otros hombres. El dominio sobre las
mujeres habría surgido del intento de control sexual de las mismas, de modo de asegurar por

parte de los hombres su propia descendencia y, por ende, su supervivencia. Así, los hombres

estarían intrínsecamente orientados a buscar recursos suficientes para la conservación de su

progenie. Estos recursos serían obtenidos fuera del hogar a través de tareas no domésticas.

Los hombres se verían favorecidos a realizar este tipo de tareas ya que se ven libres de las

responsabilidades de gestación y crianza de los hijos, tareas exclusivas de la mujer.

Es importante tener presente que estos planteamientos no implican que el hombre y la mujer

sean considerados como superiores o inferiores, sino que solo establecen relaciones de

diferencia y complementariedad entre ambos (Buss, 1995).

Dicha asignación de tareas diferenciales para hombres y mujeres delimita espacios distintos,

quedando la mujer relegada al ámbito doméstico y el hombre al extra-doméstico (o público). A

su vez, en el ámbito público el hombre tendería a asumir una posición de liderazgo en los

grupos de trabajo, ya que dirigir implica poder, el que –siendo una característica atractiva para

una gran cantidad de mujeres– le facilitaría al hombre el acceso sexual a ellas.

De lo antes mencionado se desprende la idea de que los hombres estarían intrínsecamente

determinados para convertirse en líderes, ya que a lo largo de los diferentes momentos

históricos han ido desarrollando cualidades tales como la dominancia, el control y la

asertividad, que comúnmente han sido asociadas a liderazgo efectivo. Sin embargo, muchas

organizaciones actuales requieren habilidades para entablar buenas relaciones con otros y

poder trabajar y cooperar en equipo, cualidades asociadas a lo femenino. Todo parecería

indicar que para lograr ejercer un liderazgo efectivo en las organizaciones contemporáneas es

necesario desplegar tanto habilidades masculinas como femeninas.

En virtud de lo expuesto, se podría concluir que aun cuando se comprobara que los hombres

estarían naturalmente determinados para lograr dominio, esto no explicaría su actual ascenso

en cargos directivos, ya que sus supuestas cualidades, las de comando y control, no serían las

que fundamentalmente se buscan en las organizaciones de este momento. Por tal razón, Eagly
y Carli proponen una nueva explicación para estas diferencias en los puestos de liderazgo: la

discriminación y el prejuicio.

DISCRIMINACIÓN Y PREJUICIO

Esta explicación se desarrolla y fundamenta en los inicios de la psicología social. Esta corriente

teórica ha realizado importantes aportes en torno a determinadas temáticas, por ejemplo, en

lo que atañe a discriminación en grupos sociales considerados generalmente como minorías.

En este caso, interesa desarrollar cómo se producen estos fenómenos en los contextos

laborales y más específicamente cómo se determinan a aquellas mujeres que aspiran a ocupar

cargos directivos.

El término prejuicio se relaciona con la elaboración de un juicio prematuro o previo, no

fundamentado en pruebas (Billig, 1986). Por lo general, se reserva dicho concepto para juicios

negativos referentes no tanto a una persona sino a grupos enteros.

Una persona con prejuicios es alguien que tiene una opinión dogmática y desfavorable hacia

un determinado conjunto y, por ende, cabe esperar que el sujeto con prejuicios se prevenga

de los miembros individuales de esos grupos simplemente por considerarlos parte de ellos.

Algunos de los grupos humanos que comúnmente han sido objeto de prejuicio han sido “los

negros”, “los judíos”, “los extranjeros”, “los homosexuales”, “las mujeres”, entre otros. Según

el contexto y el momento histórico se ha tendido a estigmatizar más a unos que a otros.

Se puede establecer una distinción entre los términos “prejuicio” y “discriminación”. El

primero se refiere a creencias o valoraciones negativas hacia determinadas personas. En

cambio, la discriminación hace referencia a comportamientos hostiles dirigidos hacia esos

individuos objetos de prejuicio, por ejemplo, la evitación o el agravio. Las creencias o

valoraciones que suponen el prejuicio son entendidas como procesos de construcción de

realidad que guían nuestras conductas. Las actitudes suelen entenderse como procesos de

construcción de la realidad que guían nuestras conductas e implicarían orientaciones tanto de

tipo cognitivas como valorativas.


Las mujeres líderes pueden llegar a ser evaluadas negativamente por 2 razones, ya sea porque

no despliegan las características que comúnmente las personas relacionan con el liderazgo

efectivo, o porque, en el caso de que las desplieguen, son consideradas como poco femeninas.

En ambos casos existe incongruencia entre el rol de liderazgo y el rol social. Esto genera como

consecuencia que las mujeres deban duplicar sus esfuerzos para poder acceder y mantenerse

en puestos jerárquicos, exigencia que favor

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