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Crónica de un regreso anunciado

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9. 01. 2018
Por:
Santiago Mariani (*)

La negociación política que terminó decantando en el indulto a Fujimori es la estocada más


importante de un largo proceso cargado de pugnas y tensiones entre los dos modelos que se
debate el porvenir del Perú. La realidad que ha cuajado en los últimos días, arrincona
finalmente la posibilidad de hacer factible esa agenda alternativa de gobernabilidad
democrática que algunos sectores propugnaron a partir de la transición que lideró Valentín
Paniagua en su breve gobierno. El indultó ha liquidado o pospuesto por un largo tiempo esa
posibilidad, que ya había logrado producir algunos tibios avances democráticos. La victoria
decisiva de las fuerzas que desde 2002 trabajan para el regreso de una hegemonía asfixiante,
de cuño antiliberal y con un estado que asegure buenos negocios para ciertos sectores,
supone la imposición nuevamente de una agenda dura que encuentra apoyos en sectores
populares y también en sectores que se han beneficiado con la concentración de una
economía primario-exportadora. La confirmación de este rumbo significa un retroceso de
envergadura para un país que se veía en la antesala de la organización que nuclea a los
países más desarrollados de la tierra (OCDE).
El emprendimiento político familiar fujimorista, a través de sus tres accionistas principales,
supo recuperar, con paciencia y sin disimulo, la iniciativa política perdida tras la indecorosa
fuga a Japón de su principal líder histórico en 2001. El exitoso regreso al poder, que incluyó
como táctica la promesa fallida de superar su reflejo autoritario, supone consolidar una
dinámica económica, política y social centrada en reglas de juego de mercado, algo que
desde su implantación por la fuerza, el 5 de abril de 1992, ha logrado anclarse con éxito y
sin una alternativa superadora a la vista.

El modelo neoliberal impuesto por el fujimorismo había nucleado un sector contestatario


que intentó revisar sus premisas. Fue apenas un intento valioso pero infructuoso. La vuelta a
la carga del fujimorismo viene a garantizar, a los sectores que resisten la discusión de reglas
de juego que permitan mayores equilibrios y cohesión social, que la revisión quedará
suspendida. La ingenuidad o mala intención del gobierno está ahora en una propuesta de
reconciliación sin legitimidad social después de haber facilitado el regreso a una dinámica
política autoritaria, que limita y frena la demanda de un estado al servicio de sus
necesidades más básicas y que fundamentalmente respete y asegure la vigencia de los
derechos humanos.

El dique para evitar el regreso al poder del fujimorismo, que se activó por última vez en la
segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2016, terminó de ceder justamente por
esa debilidad intrínseca de articular con éxito una agenda alternativa de gobernabilidad
democrática con reglas de juego distintas en la relación entre el estado y la sociedad. Los
cuatro gobiernos que sucedieron a Paniagua no supieron, no pudieron o no quisieron dar
cabida a esa posibilidad. En un ejercicio consumado de gatopardismo se presentaban como
los líderes para el impulso y consolidación de esa alternativa. Las mayorías ciudadanas así
también lo creían otorgando su voto una y otra vez, pero como se diría en la jerga futbolera
rioplatense, se comieron todos los amagues. Con algunos retoques cosméticos y
concesiones menores, oficiaron en realidad de custodios y garantes de un modelo que en sus
entrañas no fue revisado. Todos los intentos fueron hábilmente desactivados y bien
justificados. La alternativa era, según aclamaban una vez que habían llegado al poder
mientras consumaban la traición, condenar al Perú a un regreso de estancamiento, caos y
atraso. Pero el olor a podrido ya no puede ser contenido. Los presidentes prefirieron la
estabilidad de corto plazo antes que el bronce de la historia. La sacrificada y patriótica tarea
de custodia del bienestar del Perú, según está saliendo a la luz, fue bien recompensada.

Es que la demanda internacional extraordinaria y coyuntural, que nos llevaría a codearnos


entre las democracias más consolidadas, fue el placebo que permitió maniatar y desactivar
los cambios que podrían hacer del Perú un país con condiciones estructurales distintas. La
prosperidad compró y silenció a muchos. Con la ayuda y complacencia de prestigiosos
voceros, que se inmolaron en la defensa del modelo, el debate sereno basado en la evidencia
empírica, que hubiera permitido abrir una alternativa distinta, quedó arrinconado y
salpicado de suspicacias caviares. La ciudadanía y los sectores más postergados han sido las
víctimas que quedaron atrapadas en esa dinámica sin mayores cambios. Es por ello que
desde hace décadas se manifiesta, en valores cercanos al 80%, como desencantada o
desilusionada con la tarea de custodia que hacen la mayoría de representantes que eligen
para decidir el rumbo de un país que, a pesar de haber tenido un crecimiento económico
elevado durante los últimos años, no llega a generar bienes públicos de calidad ni mejores
condiciones para su vida diaria. La posibilidad de una nación que integre y englobe a las
mayorías no tiene cabida en el modelo de ajuste y negocios que ha logrado sortear con éxito
cualquier posibilidad de cambio.
Los sectores más duros y reaccionarios han tomado el control del poder. Su convencimiento
sin fisuras es que el tiempo económico es siempre anterior y más importante que el tiempo
político. Primero debemos acumular y dejar que el mercado haga su trabajo, argumentan
con autoridad. Después iremos soltando prenda política, defienden como un mandato
bíblico. La democracia, bajo esta concepción, no es un fin sino un medio a domesticar para
que la economía de mercado se instale y lleve al Perú al paraíso que nos prometen. Es
extraño el predicamento que se impone porque a pesar de la evidencia del colapso
institucional de 2001 y el entramado de colusión entre poder político y poder económico
que está saliendo a la luz, el rumbo que se confirma es el mismo ¡Qué bicentenario nos
espera!

(*) docente ciencia política UARM.

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