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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios.

GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. Elementos de teología de la vida


espiritual, CCS, Madrid, 1994 (escaneado, sin notas)

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL


“Arrojemos todo el peso del pecado que nos asedia,
y con la paciencia corramos al combate que se nos ofrece”.
(Hb 12, 1)

Aunque el término "ascética" puede tomarse en un doble sentido, aquí queremos hablar
de la ascética en su sentido general.

1. ASCESIS Y VIDA EN EL ESPÍRITU


La vida espiritual es vida según el Espíritu, existencia de comunión con Dios Padre en y
mediante Jesucristo, realizada por el Espíritu Santo. Su realidad es siempre fruto de la acción
llevada a cabo por Dios que toma permanentemente la iniciativa, la sostiene y la corona; es
indefectiblemente un don suyo (Flp 1, 6).
No obstante, nada se realiza sin la cooperación de la respuesta libre de la persona. Y
esto implica un largo itinerario, marcado por muchos dolores y esfuerzos. Ésta es la primera
razón de por qué es indispensable la ascesis en la vida espiritual: el homo viator, peregrino
en lo provisional, no llega a madurar como homo eschatologicus, ciudadano del mundo
definitivo, sin someterse a los dolores del parto de una nueva criatura.
Pero existe una segunda razón, que se deriva de la presencia del pecado que
contamina al individuo y a la humanidad. En la situación concreta del mundo, que es un
mundo pecador, la vida espiritual constituye la comunión con Dios solamente cuando permite
que la omnipotencia redentora de Dios libere a las personas del dominio del mal,
purificándolo a fondo. "No hay remisión sin efusión de sangre" (Hb 9, 22). La ascesis exige
también esto.
Por lo demás, y es ésta la tercera razón, únicamente hay vida en Cristo donde se
acepta morir cada día con él. Lo enseña san Pablo: para vivir, es preciso primero morir la
muerte de Cristo. Es necesario, llevar "siempre en el cuerpo el suplicio mortal de Cristo, para
que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal" (2 Cor 4,10-11). La
verdadera pascua tiene su origen en la pasión; ser discípulos de Cristo es asemejarse al
Señor resucitado, que permanece para siempre como el crucificado enaltecido. Cree quien
anuncia la muerte de Cristo, dándole entrada en la propia carne, y proclama su resurrección,
esperando activamente su manifestación al final de los tiempos. El cristiano lucha, sufre y
muere con Jesucristo, para sentarse como él, y en él, a la derecha del Padre.
Por eso la dimensión ascética pertenece necesariamente a la integridad de la vida
espiritual.
Para garantizar un cuadro elemental, pero suficientemente orgánico, de un elemento
tan importante, después de unas consideraciones de índole terminológica, presentaremos
una pequeña clarificación de lo que es específico de la ascesis cristiana precisamente en
cuanto cristiana, en el contexto de su historia y de sus problemas actuales; pasaremos
después a ilustrar los aspectos y resultados que la definen.
Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 1
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios.

2. VALENCIAS SEMÁNTICAS

Acepciones clásicas
Ascesis es una palabra derivada del griego “askeo”, que significa trabajar con diligencia
y arte, disponer, dar forma, proveer, ejercitarse, practicar, cultivar.
En el lenguaje poético se usa a menudo a propósito del vestido, para indicar adornarlo
o embellecerlo. En prosa adopta frecuentemente el significado de amaestrar. Cuando le
sigue un infinitivo significa esforzarse o procurar que. Si rige acusativo, indica el ejercicio de
un arte o de una profesión, y especialmente la práctica de ejercicios atléticos o de artes
marciales.
Durante ocho siglos -esto es, desde los textos de la Ilíada hasta Filón de Larisa- el
vocablo designó realizar un trabajo con esmero y método. De acepciones de carácter físico
(en Platón asceta equivale a atleta), el término pasó enseguida a significados de carácter
intelectual (ascética como práctica de la filosofía), o moral (ascética como práctica del bien, y
control de las pasiones y de los instintos), o religioso (Hipócrates llama ascética al culto
divino). Según los antiguos sofistas, la ascesis constituye, junto con la naturaleza (phisis) y la
adquisición de conocimientos (máthesis), uno de los campos en los que se desarrolla la
educación de los jóvenes. En Epicteto designa la actitud de quien se somete voluntariamente
a privaciones, renuncias y mortificaciones, para lograr el dominio de sí.
En última instancia, el vocablo expresa un comportamiento que tiende a obtener que se
eliminen los factores que se considera que son desfavorables, y a promover los que se juzga
que favorecen la consecución de un fin; como el ejercicio del púgil, que se entrena para
eliminar el peso superfluo y para robustecer todo lo que puede los músculos.

Uso bíblico
A pesar de lo frecuente que es su empleo en la literatura profana, el verbo aparece sólo
dos veces en la Biblia griega (2 Mc 15,4; Hch 24,16), sin que haya ningún vocablo que se
derive de él.
Pero son numerosas las expresiones que evocan, no el término, sino sus acepciones
básicas. Bástenos citar a san Pablo, para quien las virtudes que proceden del Espíritu Santo
(amor, gozo, paciencia, etc.) incluyen también el autodominio (égkrateia: Gal 5,23), vocablo
que designa lo que constituye el objetivo principal de la ascesis, según el pensamiento
griego. Considerando que la ascesis es una especie de práctica atlética del espíritu, el
apóstol no duda en presentar la existencia cristiana, y en particular su propia vida, como una
competición en las carreras o un combate de pugilato. "¿No sabéis que los que corren en el
estadio todos corren, pero uno solo alcanza el premio? Corred, pues, de modo que lo
alcancéis. Y quien se prepara para la lucha, de todo se abstiene, y eso para alcanzar una
corona corruptible; mas nosotros para alcanzar una incorruptible. Y yo corro no como a la
ventura; así lucho no como quien azota al aire, sino que castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no
sea que, habiendo sido heraldo para los otros, resulte yo descalificado" (1 Cor 9,24-27). Para
ser como un atleta que se concentra en la carrera o como un púgil que no se equivoca al dar
el golpe, Pablo no deja sueltas las bridas de las propias tendencias, sino que ejerce un rígido
control sobre ellas; porque "sería el colmo que él precisamente, predicador del evangelio
para los demás, fuera excluido, o en términos deportivos, descalificado, de la salvación
prometida por el mensaje evangélico".
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3. LO ESPECÍFICO DE LA ASCESIS CRISTIANA

El problema
Desde que apareció el término ascética en el lenguaje técnico de la teología en la edad
moderna (siglo XVII) y se distinguió después de la mística (siglo XVIII), ha habido que
esforzarse para garantizar a la ascesis cristiana la originalidad que la distingue de las formas
parecidas que se dan en las otras religiones no cristianas.
¿Dónde está lo que es propio de la ascesis específicamente cristiana? Prácticas
ascéticas "como la continencia sexual, el ayuno, las mortificaciones corporales, determinados
ejercicios respiratorios, la abstinencia, el régimen vegetariano, las vestiduras penitenciales, la
técnica de la oración, la renuncia íntima de sí mismos, reaparecen siempre en la historia de
las religiones como preparación y medio para el entusiasmo religioso, para la mística en uno
u otro sentido. Esto acontece doquiera aparece el monacato: en el hinduismo, en el budismo,
en el taoísmo chino, que ha desarrollado cierto monacato al menos por el influjo que recibió
del budismo. Pero la ascesis se encuentra también en otros ambientes, en el mismo
islamismo primitivo, en el sufismo musulmán más tardío, en las religiones declaradamente
dualistas, en las varias formas de gnosticismo y en el pitagorismo, y en todas las religiones
mistéricas del helenismo, que requieren prácticas más o menos dolorosas, y en parte
verdaderamente rígidas, de ascesis personal antes de iniciarse en los misterios".
¿Cómo se distingue la ascesis cristiana de estas modalidades que le son afines?

Tres tipos de ascesis


Para empezar a responder, distingamos con K. Rahner y F. Wulf tres modalidades de
ascesis, llamadas respectivamente: ascesis moral, ascesis cultual y ascesis mágica (mística).
1. Se llama ascesis moral al adiestrarse en el dominio de sí, o sea, al ejercitarse en la
autodisciplina y en el autocontrol, que mira a establecer una sólida armonía entre las distintas
fuerzas impulsivas del hombre, para lograr el justo medio que requiere la esencia de la virtud.
2. Se llama ascesis cultual, al conjunto de "acciones y renuncias que sirven de
preparación para participar en los misterios del culto divino, y tienen como fin purificar al
hombre pecador para el encuentro con el Dios Santo. En las religiones no cristianas reviste
gran importancia y, con frecuencia, se convierte en algo mágico. La encontramos también en
el Antiguo Testamento, sobre todo con ocasión de las grandes fiestas del pueblo y del culto
del sacrificio: ayuno, vela nocturna, continencia sexual, abluciones. De aquí pasó a la
práctica de la Iglesia: ayuno, vigilias, ayuno eucarístico. Pero ya los profetas
veterotestamentarios habían llamado la atención ante la desmedida importancia que se le
atribuía, para que se interiorizara".
3. Se habla, finalmente, de ascesis mágica (que Rahner llama mística) cuando se hace
referencia a modos, técnicas o acciones para el control de sí que se considera que pueden
inducir por sí mismas a una experiencia mística de lo divino; cuando se intenta, en una
palabra, "tener experiencias místicas por medio de una técnica ascética".
En esta acepción, la ascesis no es sólo un intento del hombre para hacerse moralmente
grato a Dios, para que Dios se done por gracia en la experiencia mística. Aquí "la unión entre
ascesis y mística se realiza inmediatamente, de manera expresa o tácita", en cuanto que "por
medio del estado psíquico que ella suscita, desencarnación, concentración, simplificación dé
la vida espiritual, eliminación de la multitud de pensamientos, renuncia a la propia voluntad,
etc., la ascesis tiende ya por sí misma a hacer posible la mística. El vacío, la noche, la
liberación, la muerte al mundo, al yo y a la propia voluntad, etc., son el otro aspecto de la
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invasión de lo divino, de la penetración del esplendor infinito de la divinidad en el alma, del


nuevo nacimiento a la vida nueva, etc.".

Comparación
¿Qué relación existe entre la ascesis cristiana y estas modalidades?
.Respecto a las dos primeras está en relación de continuidad que las trasciende.
Respecto a la tercera, la relación es de incompatibilidad.
a) La continuidad que existe entre la ascesis cristiana y la ascesis moral es manifiesta.
Basta fijarse "en la debilidad y en la fragilidad humanas, que sólo no podría ver un optimismo
alejado de la vida", para concluir que "esta ascesis moral constituye un deber que nunca
podría descuidar la predicación cristiana". El ejercicio de la autodisciplina y del control que
mira a liberar y desarrollar cuanto hay de positivo en el ser humano constituye una exigencia
irrenunciable. Es el motivo por el que "la concepción católica la considera como la más
importante. Nos lo demuestra una simple mirada a la literatura ascética de la época
moderna".
Sin embargo, no basta la ascesis moral para definir la ascesis cristiana. Al menos, por
dos razones.
En primer lugar -y sólo para comenzar por el plano práctico- porque la ascesis moral no
puede explicar el número impresionante y la radicalidad de las renuncias, privaciones y
penitencias que se encuentran de hecho en la historia del cristianismo y en la vida de
muchos santos. Si la ascesis cristiana se redujera al esfuerzo por conservar y desarrollar las
virtudes frente al empuje de las pasiones, ya no tendría sentido la evidente añadidura de la
práctica cristiana. Sería preciso "juzgar estos hechos como insensatos y exageraciones de
carácter privado, o verlos a la luz de influjos del ambiente histórico y cultural, que no tiene
nada que ver con el cristianismo". Para explicar esta práctica cristiana, hay que admitir que
las razones de la ascesis cristiana van más allá de las motivaciones de la mera ascesis
moral.
En segundo lugar, porque "si la ascesis moral tuviera que ser la explicación adecuada
de la ascesis cristiana, no se justificaría su carácter revelado y misterioso, que constituye el
núcleo central del ser y de la vida cristiana. En efecto, se puede justificar plenamente
también la ascesis moral frente al mundo e independientemente de la fe cristiana". Reducir la
ascesis cristiana a la ascesis moral, que es sustancialmente inteligible, aun prescindiendo de
la revelación, no equivale en modo alguno a confirmar, sino a negar lo que es
específicamente cristiano.
b) Igual que la ascesis moral, también La ascesis cultual está en relación de
continuidad real con la ascesis cristiana: porqué tiene él cometido "de proclamar el carácter
absoluto y santo de Dios, su soberanía sobre los hombres y sobre toda criatura, de implorar
su perdón, de realizar de manera tangible el don de sí a él y a su servicio". La ascesis cultual
tiene su origen en el sentido de lo sagrado, lo cultiva y guarda: y la ascesis cristiana no
puede ciertamente prescindir del sentido de lo sagrado.
A pesar de esto, las dos objeciones planteadas al tratar de la ascesis moral se aplican
también íntegramente a esta segunda forma de ascesis; viene a encontrarse, por tanto, en la
misma condición de insuficiencia.
c) En cuanto a la ascesis mágica, los términos con que se presenta demuestran que se
trata" de "Una" concepción que está en total "contraste con el mensaje cristiano sobre la
verdadera vida divina que nos confiere el amor soberanamente libre de Dios, gracias a un
don enteramente gratuito". Es verdad que, para llenarse de Dios, es menester vaciarse de sí,
que "ni suele ni puede Su Majestad dejar de darse a quien se le da toda". Pero tal
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imposibilidad procede de la infinita verdad del amor de Dios a sus criaturas, de ninguna
manera de una presunta capacidad de la criatura que obligue a Dios a darse.
Por eso, "este intento ascético de divinizarnos a nosotros mismos y de liberar cuanto
hay en nosotros de verdaderamente divino y que no está amenazado por nuestra situación
de auténticos mortales, se revela como una voluntad del hombre de llegar a ser Dios: hybris
condenada al naufragio". Es por esta razón por la que, en lugar de mística (= que trata de
forzar el umbral de la mística) hemos preferido llamarla, sin términos medios, mágica (= para
subrayar la pretensión de imponerse a Dios).

Cualidades que distinguen la ascesis cristiana


La ascesis cristiana rechaza la orientación prometeica de la ascesis mágica. Y acepta
los valores positivos de la ascesis moral y cultual, sin reducirse a ellas. ¿En qué consiste su
originalidad?
Consiste en ser sencilla y rigurosamente cristiana, esto es, en estar asentada
enteramente sobre el misterio de la condición absoluta de Jesús, que obliga a asemejarse
totalmente a su realidad.
La ascesis cristiana no es causa, sino efecto de la adhesión a Jesús, y condición de su
ampliación. No tiene como objetivo constituir un estado genérico de virtud, sino consolidar y
profundizar en la unión del creyente con el Señor. Practica el dominio de sí y cultiva el
sentido de lo sagrado con la única finalidad dé llenarse de Cristo vaciándose de sí. No tiene
como objetivo el justo medio, sino el exceso (= lo más, propio de lo sobrenatural) que
consiste en prolongar en el hoy de la vida creyente las preferencias fundamentales del Hijo
de Dios, hecho carne.
Como insinúa el hecho de que decir sí a Jesús produce el cambio del nombre (cf. Jn
1,42), es un camino hacia una nueva identidad que es consecuencia de haber encontrado al
Resucitado. Si proclama un imperativo de conversión, es porque precede un indicativo de
hallazgo: el "convertíos y haced penitencia" de Mc 1,15 se basa y se justifica por el hecho de
que "se ha cumplido el plazo y está cerca el Reino de Dios" (ibid.). El programa que se
presenta no consiste sólo en unas virtudes particulares que hay que conquistar, o unas
penitencias saludables a las que hay que someterse, sino que comprende el volver a definir
por completo la personalidad, en los contenidos y en los objetivos que la determinan.
Para decirlo brevemente, la ascesis cristiana queda definida por tres opciones de índole
cristológica, y por tanto específicamente cristiana: la adhesión incondicional a Jesucristo (=
ascesis de la fe), la fiel conformidad con sus preferencias de vida (= ascesis de la cruz) y la
tensión vehemente hacia la plenitud del asemejarse al misterio de su realidad (= ascesis
escatológica).

Ascesis de la fe
La práctica ascética cristiana genuina se especifica, ante todo, como ascesis de la fe, o
praxis que tiende a defender y profundizar en la aceptación exclusiva que el creyente ha
otorgado a la persona y al mensaje de Jesucristo.
En la visión cristiana, la ascesis moral está sujeta a un proceso de transustanciación
que la transforma desde dentro. El dominio de sí se cultiva con la mirada puesta en
pertenecer firmemente a la esfera carismática del Resucitado; la lucha contra los
impedimentos de la vida espiritual desea allanar el camino para la venida del Señor: el
esfuerzo virtuoso quiere ser respuesta a la iniciativa salvífica del Espíritu de Cristo.
En el camino de la existencia cristiana, ascesis y fe se presentan como inseparables;
tanto en lo que se refiere al punto de partida, como respecto al punto de llegada.
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Son inseparables en el punto de partida porque creer significa trascender el mundo con
sus significados, no atenerse a lo que la inteligencia, dejada a sí misma, juzga que es la
garantía para triunfar en la vida, edificar la propia existencia sobre Jesucristo crucificado y
resucitado, más bien que sobre sí mismos: y esto requiere una lucha sin cuartel, siempre,
mucho más en la situación actual, marcada por el pecado original. Es un hecho amargo e
innegable: el hombre que existe en concreto "tiene la tendencia, imposible de extirpar, de
comprender partiendo de sí, de disponer de sí y del propio futuro, de adueñarse de la vida y
asegurársela como propia"; está inclinado trágicamente "a no prestar atención a su destino
trascendente y a cerrarse dentro de los límites del mundo, frente a Dios que le llama
mediante la gracia"; se revela como homo incurvatus, criatura encorvada sobre sí misma,
que no puede tener fe, si no marcha continuamente contra sí misma y se supera.
Ascesis y fe resultan inseparables en el punto de llegada, porque la ascesis cristiana no
tiene por objeto hacer posible la mera observancia de determinadas normas morales, ni
aspira a la autorrealización del hombre por motivos como el culto de la personalidad ó la
gratificación de las necesidades, sino que busca "transformar la realidad más profunda de un
individuo en lo que no es de este mundo”, esto es, en el misterio trascendente del Cristo
resucitado.

Ascesis de la cruz
La ascesis cristiana, al definirse como estado de semejanza con aquel que permanece
siempre como el Crucificado resucitado, prolonga y reproduce necesariamente la vida de
obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz, propia de Jesús, y, por tanto, hace suyos los
rasgos de una ascesis de la cruz.
Le corresponde como propio el "tomar sobre sí la cruz de Cristo, el partici par de su
suerte mortal, el realizar de manera existencial la inmersión en la muerte del Señor realizada
sacramentalmente en el bautismo". Por esto, va más allá de las exigencias requeridas por la
sola ascesis moral y pone en juego el exceso de la locura de la cruz, que es obediencia sin
límites al Padre, causada por un amor total.
El Hijo ha bajado para tomar cuanto era necesario para obedecer hasta la muerte: un
cuerpo que se estremece y una libertad capaz de una aceptación amorosa. El Unigénito se
ha hecho primogénito de toda criatura para comenzar personalmente la inmensa liturgia de la
obediencia de lo humano al Padre, al final de la cual todo se le someterá, y él "se sujetará a
quien a Él todo se lo someterá, para que Dios sea todo en todas las cosas" (1 Cor 15,28). El
calvario no se reduce a concluir la vida de Jesús, sino que la compendia toda en sí. No es un
mero aspecto de ella, tal vez el más destacado, sino su sustancia: desde el Ecce de la
entrada en el mundo (cf. Hb 10,5-7) hasta el Fiat doloroso del Gólgota, el Cristo se define
como inmolación ininterrumpida, como sacrificio perenne. Por esto la vida nueva en el
Espíritu requiere que cada uno se deje inmolar por el amor, y se ofrezca en holocausto sobre
el altar de la caridad. Y aquí nos encontramos en el centro de la ascesis cristiana.
En el régimen de la plenitud de los tiempos, toda libertad, como Jesús y por que Jesús
lo ha hecho, tiene que inmolarse a sí misma, sin persona interpuesta: Amor sacerdos
immolat. Debe actuar "fuera del campamento" del antiguo ritual (cf. Hb 13,13), donde la
víctima no coincidía con el sacerdote; debe ser el sacerdote del propio sacrificio.
La ascesis cristiana prolonga la elección deliberada de la pasión realizada por Jesús:
"nadie me quítala vida, soy yo quien la entrego libremente" (Jn 10, 18). Antes de que le
arrebaten la vida, para que nadie pueda imaginar que él sucumbe al destino, la arroja
espontáneamente sobre la mesa de la cena, bajo la forma de un pan voluntariamente partido
y de un vino voluntariamente derramado. Cuando llegue la muerte, ya no encontrará nada de
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qué apoderarse, porque el amor, sin esperar a que lo despedacen, se le ha anticipado. La


ascesis cristiana hace suya la vertiginosa opción del Señor: se adelanta al despojo de la
muere, le precede; transforma lo debido en querido, cambia lo inevitable en deliberado,
trueca la pérdida en ganancia (cf. Mc 10,39).
La ascesis cristiana no pone el acento en las dificultades que hay que arrostrar, sino en
la coincidencia que hay que establecer con el beneplácito del Padre. "Lo que sacrifica el
creyente no es la alegría, sino una autonomía, un modo de comportarse con independencia.
Como en Cristo, desde ahora la primera reacción no será buscar "la propia complacencia"
(cf. Rm 15,3) sino "agradar a Dios". Nuestro esfuerzo consistirá, no en escoger por nosotros
mismos cosas arduas, sino en hacer que Dios escoja en nuestro lugar. Transformación
radical: lo que agrada al Padre, lo que une a él, no es ya la oración, ni el apostolado, ni el
sufrimiento, sino el cumplir incesantemente lo que Dios quiere, que puede ser oración,
acción, sufrimiento. He aquí lo que enseña Jesús, él, cuyo amor no consistió tanto en morir
cuanto en obedecer hasta la muerte: algo totalmente diferente".

Ascesis escatológica
En la presente situación de tiempo intermedio, advierte un autor, es preciso perseverar
en la esperanza, estar preparados para los llamamientos de Dios, permanecer despiertos a
la espera de la venida del Señor. "El ejercicio de estos tres imperativos podría llamarse
ascesis escatológica".
El primer requisito lo imponen las fatigas y las desilusiones de la vida, que aumentan
con la edad: el cristiano tiene que estar continuamente en guardia, para no caer en una
peligrosa languidez de la fe, en el hastío por las cosas religiosas, en la resignación y en la
desidia.
El segundo requisito se refiere a la exigencia de que el cristiano permanezca siempre
abierto al futuro, siempre disponible a la llamada de Dios, sin obstinarse en las propias
opiniones y en los propios proyectos, con el peligro de creer que son voluntad de Dios,
desprendiéndose cotidianamente de sí mismo y del mundo, para abrirse hacia el Deus
semper maior, cuya sublimidad jamás puede sondearse o calcularse enteramente.
El tercer requisito, finalmente, obliga a "estar dispuestos para el último día tener la
mirada fija en la venida de Cristo, en el juicio y en la gloria; con una ascesis constante que
compromete profundamente el pensar y el actuar del hombre".

4. LA PRÁCTICA DE LA ASCESIS EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA


El Nuevo Testamento no recomienda ninguna práctica particular de ascesis y rechaza
todo lo que pueda implicar desprecio o condena, de impronta dualista o gnóstica, respecto al
cuerpo o a la materia. Pero, al mismo tiempo, exige que el cristiano se despoje
necesariamente para seguir libremente a Jesús, para llevar la cruz tras él y para caminar con
perseverancia hacía la Jerusalén celestial.

Época patrística
En los tres primeros siglos la ascesis se manifiesta en la presencia de numerosos
grupos de cristianos, algunos de ellos itinerantes, que practican intensos ejercicios de
penitencia y desempeñan tareas de acción misionera. Además, halla motivos de inspiración
en la práctica de la virginidad, que goza de gran prestigio por su contraste con la corrupción
de la sociedad pagana del tiempo. Y adquiere estabilidad al introducirse las vigilias y los
ayunos, que ya se conocían en el Antiguo Testamento, que Jesús hizo suyos, y que los

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primeros cristianos continuaron realizando, como la costumbre de abstenerse de alimentos


dos veces al menos a la semana, el miércoles y el viernes.
La exigencia de recorrer personalmente el camino de la cruz para entrar en el Reino, se
hace realidad de forma eminente en la desgarradora experiencia del martirio de sangre. Bajo
el acicate de la prueba que origina el muro de violencia que el poderoso imperio romano le
opone, la joven Iglesia produce una espiritualidad de identificación mística con el Crucificado
que la induce a acentuar su ruptura con el mundo.
b) Sin embargo, a medida que van cesando las persecuciones la espiritualidad del
martirio da paso a una nueva forma de maximalismo cristiano representado por el monacato.
En el momento en que se ensancha el espacio de libertad de la Iglesia, y el mundo le
ofrece honor y poder, en vez de muerte, la historia ve cómo los desiertos y las soledades se
pueblan de cristianos que van en busca de aquella cruz que ya no pone el mundo sobre sus
hombros y de la que sienten una necesidad ineludible para reproducir el misterio pascual.
"Aquel pasar a través del sufrimiento, llevar la cruz, aquel experimentar la hostilidad del
mundo que forma parte del seguimiento de Cristo, y que habían vivido los primeros siglos
cristianos como una lucha, en la que se pierde y se gana al mismo tiempo, con el poder
mundano del imperio, se vive ahora como una batalla interior contra Satanás y se da testi -
monio de ello escogiendo una vida que se contrapone a la vida mundana".
Los monjes del cuarto y quinto siglo se imponen penitencias profundamente penosas y
extenuantes de índole corporal: ayunos prolongados, privación voluntaria del sueño, etc. Lo
hacen porque están convencidos de que no hay medio más seguro para renunciar realmente
a algo que el abstenerse de hecho, físicamente.
No buscan el sufrimiento en sí mismo, sino la liberación que se puede conseguir por
medio de él. Tienen como meta ideal la apátheia, "el estado ideal en el que el hombre ha
dejado de ser víctima pasiva de los propios instintos naturales, un hijo de este mundo", y
orienta "toda su vida y su alma según el instinto nuevo de la 'ágape', para convertirse
plenamente en un hijo del Reino". No se proponen herir, y menos todavía, exacerbar la
sensibilidad, lastimándola, sino sencillamente domarla. Quieren la esuxía, no la quietud de un
cuerpo apagado, sino la serenidad luminosa de un alma liberada.
Y ven la liberación en relación directa con la acogida de la Palabra de Dios: "la ascesis
monástica de la Iglesia de los Padres no es más, en fin de cuentas, que un esfuerzo total del
alma para escuchar a fondo la Palabra de Dios, para dejarse cautivar y penetrar sin reservas
por su luz".
Al proponer una auténtica ascesis de huida del mundo, los monjes no muestran
desprecio alguno hacia él, ni renuncian a su santificación. Piensan sencillamente que la única
fuerza capaz de realizar la consagración del mundo es la Palabra de resurrección, y le abren
paso ofreciéndose a su señorío.
Lo demuestra la importancia que ellos atribuyen al trabajo físico. "Aunque tengan
voluntad deliberada de vivir para otro mundo, ellos bien saben que hasta la muerte vivirán
necesariamente en este mundo, y pertenecerán, al menos materialmente, a este mundo. Y
rechazan de modo absoluto vivir aquí como parásitos. Pocas máximas se repiten con más
frecuencia en sus labios que el dicho: quien no quiere trabajar, tampoco debe comer. El
monje que pretendiera vivir de limosnas a cambio de sus oraciones y de sus penitencias,
sería objeto de sus sarcasmos más despiadados". Desde su punto de vista, "quien vive
enteramente para Dios y para su Reino, no sólo no debe ser una carga para alguien en lo
que se refiere a sus necesidades personales, sino que, dado que las ha reducido al
mínimum, puede y tiene que ayudar a sus hermanos más que nadie".

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Por lo cual, "si el monacato antiguo ha formulado indudablemente una 'vida angélica',
no es porque no ha logrado realizar una vida simplemente humana, sino porque ha
comprendido que la plenitud de una existencia humana es demasiado poco para satisfacer a
los hijos de Dios".
c) El aprecio que el monacato aseguró a la ascesis se extendió de Oriente a Occidente.
Pero aquí tomó otro cariz: por obra sobre todo de san Agustín, se prefirió insistir en la
mortificación interior, aunque sin exclusivismos".
La vida cristiana es para todos combate: también el doctor de Hipona está convencido
de ello; hasta el punto de que escribió un tratado que lleva por título De agone christiano. El
fin de la ascesis reside para todos en la perfección que constituye la caridad. Pero en Oriente
se acentúa el camino de la mortificación corporal, mientras que Occidente ve que la caridad
es tanto el fin como el medio: se piensa que el medio más importante para aprender a amar
es amar.

Época medieval
En los siglos siguientes se verifica la plena asimilación de las líneas maestras que el
genio rectificador de san Agustín confirió a la ascesis occidental. Ya no se discute el primado
que él otorgó a la práctica de la caridad. San Bernardo de Claraval, el asceta más radical del
siglo XII, no cesa de repetir que la ascesis no se puede parangonar con el amor. Todos
sostienen que lo único que cuenta es amar
Pero el Medievo occidental se muestra también muy sensible a las instancias de
Oriente. Favorecido por las costumbres de los rudos feudales del tiempo, dotados de sangre
caliente y prontos a intervenir, adopta sin medias tintas y aplica con rigor inflexible las
ásperas austeridades de los padres del desierto.
Muchos santos de estos siglos sienten un deseo tan intenso de penitencia, que parece
que nada puede satisfacerlo. En las Reglas de las órdenes religiosas la mortificación corporal
adquiere un puesto de primer plano: no se concibe que los religiosos vivan sin practicar
frecuentes ayunos y abstinencias. Se difunde entre el pueblo, a partir del siglo XI, la devoción
a la pasión del Señor, que amplía el deseo de imitar muy de cerca sus dolores.
Durante el siglo XII, cuando comienza a disfrutarse en los monasterios de cierto
bienestar, la reacción cristiana se traduce en el grito de Godofredo de Bouillon: ¡No agrada a
Dios que yo lleve corona de oro donde mi Salvador ha llevado una corona de espinas! Dentro
de este espíritu, san Francisco de Asís sigue al pie de la letra el nudus Christum sequi de san
Jerónimo y contrae unas bodas místicas con la Dama Pobreza.
Pero no todos "fueron capaces de conservar, el equilibrio del amor. Algunos cayeron en
el engaño de buscar una condición más confortable, aunque relativa. Otros, en el de un
ebionismo que condenaba toda riqueza como mala, y toda posesión eclesiástica como una
monstruosidad".
Al llegar el siglo XIII, toma fuerza, sobre todo por obra de santo Domingo, la ascesis del
estudio, que va ocupando gradualmente en muchos conventos el puesto del trabajo manual,
parte determinante de la ascesis antigua". Esta nueva ascesis, aunque distinta, "no resulta
menos exigente y penosa. Lo hace ver santo Tomás de Aquino al poner en evidencia las
mortificaciones que implica: las que se refieren al orgullo, que querría basarse en la ciencia;
la vana curiosidad y la pereza, las lecturas profanas e inútiles; y el saber centrado sobre sí
mismo"
.

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 9


GIORGIO GOZZELINO , En la presencia de Dios.

Época moderna
En el campo de la práctica ascética, el siglo XVI marca un cambio de dirección que
implica una acentuada suavización de la mortificación corporal, con ventaja para las
renuncias de tipo interior. Lo prueban las reglas de las nuevas órdenes religiosas.
Es un cambio que está de acuerdo con el contexto cultural del tiempo. Las costumbres
van siendo gradualmente más apacibles y más delicadas, el hombre se hace menos violento
en sus actos y en sus palabras, los cuerpos se tornan menos resistentes. Al desarrollarse la
civilización urbana y la vida intelectual, los ejercicios físicos adquieren un papel de segundo
orden, y con ellos pierde terreno la penitencia física. Ayunos y abstinencias, instrumentos
tradicionales de la ascesis, pasan a segunda línea, y entran en escena la obediencia y la
mortificación interior.
Se puede considerar a san Ignacio de Loyola y a san Francisco de Sales como los
maestros de la ascesis moderna. Él primero suprime en su orden las mortificaciones que
hasta entonces estaban prescritas, y centra la práctica de la penitencia en el ejercicio de la
obediencia absoluta, perinde ac cadaver. El segundo se muestra despiadado en el
despojarse de la voluntad, y orienta la ascesis hacia el total servicio de la "devoción", o fervor
de la caridad.
Antes de ellos, "el desarrollo de las doctrinas ascéticas, su profundización y, en cierta
medida, su puesta en práctica eran patrimonio exclusivo de los conventos. La ascesis
ignaciana, en cambio, y aún más la salesiana, se dirigen a la gente del mundo. Nace la
ascesis secular, no monástica, de la que todavía vivimos".
La ascesis se abre al ámbito de las ciencias humanas. San Francisco de Sales y la
escuela de san Sulpicio prestan atención a los estados interiores del cristiano, se valen
abundantemente de la introspección y confieren a sus doctrinas un carácter marcadamente
psicológico.
Meta, estímulo, justificación de toda práctica ascética sigue siendo siempre la defensa
del amor y el progreso en él. "Esta fuerza tiene el amor si es perfecto -escribe santa Teresa
de Jesús- que olvidamos nuestro contento por contentar a quien amamos". Por esto, "no
consintamos, ¡oh hermanas!, que sea esclava de nadie nuestra voluntad, sino del que la
compró con su sangre". Ningún precio ha de parecer demasiado alto: "venga lo que viniere,
suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmure, siquiera se
muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el
mundo".
En el siglo XVII se difunde la ascesis de la reparación, con el incremento que aportan a
la devoción al Sagrado Corazón las revelaciones de santa Margarita María Alacoque. En su
perspectiva la mortificación tiene como objeto consolar al corazón del Señor dejándole entrar
más ampliamente en la propia vida, para que se difunda su amor.

5. PROBLEMAS ACTUALES
Y estamos ya en la edad contemporánea, que se distingue, en lo que se refie re a la
práctica de la ascesis, por un marcado carácter problemático, derivado de la orientación
secularista que pesa sobre ella.
Se puede decir esquemáticamente que hoy vivimos en un contexto de abierta oposición
a los principios que inspiran la ascesis, y a sus exigencias; pero se vislumbra
dramáticamente que es indispensable y urgente su restauración. Y luego que, aunque existe
la inclinación a desestimar la ascesis en cuanto tal, se tiende a sobrevalorar algunas de sus
formas.

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 10


GIORGIO GOZZELINO , En la presencia de Dios.

Ascesis y cultura del consumismo


La oposición a la ascesis encuentra su alimento en la lógica del consumismo, principio
en que se funda la sociedad del bienestar.
"Nuestra cultura actual no sólo no es ascética, sino que es conscientemente
antiascética. No sólo se reconocen y satisfacen las necesidades económicas; nuestras
relaciones sociales crean sistemáticamente otras nuevas, y las incrementan para ampliar el
mercado, aumentar la producción y así crear nuevos puestos de trabajo: un verdadero círculo
vicioso. La publicidad trata de prevenir, con gran derroche de medios, contra la eventual
llegada de una nueva actitud ascética, porque eso perjudicaría nuestro sistema económico".
La sociedad de consumo pone en marcha una seducción sistemática para inducir a consumir,
y "con ello "favorece la heteronomía, que ya promueven otros muchos factores. Nos dejamos
guiar por lo exterior, abdicando cada vez más de la conciencia personal". Y se llega
inexorablemente a la antítesis de la ascesis, a la "corrupción ética, porque el individuo que se
deja guiar por lo exterior, está inseguro en el fondo del propio corazón acerca de la actitud
que ha de asumir, y depende de una manera totalmente particular del reconocimiento de los
otros".
Pero, por otro lado, el consumismo y la fe generalizada en los beneficios del progreso
técnico revelan un alto grado de peligrosidad. La economía en constante expansión crea
daños crecientes en el ambiente, aumentan los desarreglos psíquicos causados por la
tensión nerviosa y por el estilo neurótico que impera en las sociedades altamente
tecnificadas, se amplía la opresión socio-económica de individuos, naciones y continentes,
aumentan las oportunidades para una destrucción nuclear superior del enemigo. Se ha
llegado a tal punto que "el decidirse a favor de la ascesis se ha convertido, para amplios
sectores de la población, en una cuestión de supervivencia de la humanidad".
Desde el lado científico crece la convicción de que igualar lo técnicamente posible con
lo que se puede hacer (possum, ergo licet) es sumamente destructivo, y, por tanto, el uso
maduro de la técnica exige la capacidad de renunciar a muchas cosas que son técnicamente
realizables (= ascesis de la técnica). Desde el lado económico, la historia enseña que las
.civilizaciones superiores dejaron de existir cuando llegaron a faltar en ellas grupos-guía que
pusieron en práctica reflejamente la renuncia a lo superfluo (ascesis de los consumos).
Así, la cultura occidental postmoderna mezcla el rechazo de la ascesis con la
proclamación a regañadientes de que es indispensable.

Depreciación y sobreestimación
La ascesis, en verdad, desde hace mucho tiempo ha sido objeto de ciertos juicios
contradictorios. Lo enseña la historia.
a) Fueron depreciaciones típicas de la ascesis los movimientos del quietismo y del
semiquietismo de los "hermanos del libre espíritu" del siglo XIII, de los alumbrados del siglo
XVI, de M. de Molinos en siglo XVII, con el desarrollo de la línea de Madame Guyon que
influyó en Fénelon.
Según esta doctrina, el hombre se hace tanto más dócil a las mociones del Espíritu
cuanto menor es su compromiso personal. Baste citar dos proposiciones de Molinos: 1.
"querer obrar activamente es ofender a Dios que quiere ser el único agente, y por esto hay
que abandonarse a él y quedarse después como un cuerpo muerto"; 2. "no haciendo nada, el
alma se anonada y vuelve a su principio y origen, que es la esencia de Dios, donde queda
transformada y divinizada".
b) En el campo contrario, relativo a la sobreestimación de la ascesis, están el
pelagianismo del siglo IV y el voluntarismo de los tiempos modernos. El primero hace
Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 11
GIORGIO GOZZELINO , En la presencia de Dios.

depender últimamente la salvación del hombre, deja sola fuerza de la voluntad en llevar a
cabo las directrices divinas. El segundo tiende a defender que existe un nexo obligado entre
el uso de determinados métodos ascéticos y el progreso en la vida espiritual.
c) En la situación actual, son manifestaciones de la depreciación de la ascesis la
escasa consideración en que se tiene el valor de la disciplina y del esfuerzo, el prescindir de
la práctica de la mortificación, especialmente corporal, y el desconfiar de las virtudes que se
denominan pasivas, que conciernen a la negación de sí, como la humildad, el espíritu de
renuncia y el amor al sacrificio.
Prevalece en gran escala la preocupación por "reivindicar los derechos de la
personalidad, la propia promoción individual y social, el enriquecimiento de las formas
imaginativo-racionales de la persona, la propia excelencia biopsíquica, la posibilidad de
ilimitadas satisfacciones afectivas. Se va afianzando como postulado científico la necesidad
de arrancar del yo toda ansiedad, tanto de naturaleza psíquica como moral, y el deber de
actualizar toda potencialidad interior. La personalidad adquiere su valor en la medida en que
se ensancha su campo fenoménico o el ámbito de lo vivido objetivamente"
d) Constituye, en cambio, una sobreestimación de alguna forma de ascesis el prestigio
exagerado que se ha concedido a las técnicas de dominio del cuerpo y del espíritu,
importadas de Oriente (por ejemplo, el yoga, o el zen), o elaboradas en Occidente (por
ejemplo, el adiestramiento autógeno).
Entran en juego en este exceso, por un lado, el confundir quietud psicológica y progreso
espiritual: como si fuéramos tanto más maduros en la fe cuanto más nos "sintamos" serenos;
y, por otra parte, la idea de que el crecimiento espiritual es directamente proporcional al rigor
de ciertas formas de ascesis, antes que al aumento del amor de Dios (cf. cuanto dijimos
sobre la ascesis mágica).
En realidad, aunque el alma más adelantada ascéticamente goce de una mayor
capacidad de recibir al Espíritu, su superioridad concierne exclusivamente a la disposición a
la acción de Dios, de ningún modo a la santificación del sujeto, que realiza únicamente el
poder de Dios en los corazones humildes y sencillos. Tanto es así, que "cuando se trata, por
ejemplo, del plano muy exterior de la penitencia corporal o de la disciplina de la imaginación,
estas disposiciones pueeen ser obstaculizadas por malas disposiciones en el plano de la
humildad, de la pobreza espiritual o de la confianza".
Y después, no hay método alguno que pueda dejar a un lado y reemplazar el camino de
la cruz; por lo que "donde se ofrece una mística con técnicas que se pueden aprender sin las
amarguras y las humillaciones de la cruz, podemos estar seguros de que son insignificantes
y no puras, desde el punto de vista cristiano".

Legitimidad de la ascesis
Dentro del espíritu de la cultura del bienestar, prevalecen las razones a favor del
rechazo sobre los motivos para aceptar la ascesis. "Parece que actualmente es la vía de la
ascesis la que siente la necesidad de demostrar la propia legitimidad".
En esta situación es importante no confundir la ascesis con los excesos que
eventualmente la acompañan. Y es preciso cultivar una clara conciencia de que es
imprescindible.
Puede suceder que se nos impongan unas mortificaciones, especialmente corporales,
para aplacar un sentimiento de culpa, o que se acepte practicar tales mortificaciones como
efecto de un rechazo, más o menos consciente, del propio cuerpo y de la sexualidad. Estos
casos inducen a algunos que se dedican a las ciencias humanas, a pensar que la ascesis

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 12


GIORGIO GOZZELINO , En la presencia de Dios.

represente, más que algo que pide justamente el espíritu, el síntoma de un conflicto psíquico,
por lo cual la miran con desconfianza.
Es verdad que se dan semejantes desviaciones y que es menester comprometerse a
rectificarlas. Pero se trata cabalmente de desviaciones que exigen auto-controlar el ejercicio
ascético, pero de ningún modo que se suprima.
Como hicieron los grandes maestros de espíritu del pasado, es necesario abstenerse
de las intemperancias y no confundir prestar atención con suprimir. San Ignacio de Loyola
inculca por una parte la mortificación y, por otra, se muestra reacio a lo que se refiere a
limitar el sueño, y pone en guardia ante las exageraciones de la penitencia corporal. San
Francisco de Sales alaba la ascesis, pero recomienda no someterse a austeridades
corporales sin el consejo del director espiritual.
Una vez aceptadas las llamadas al equilibrio, la importancia de la ascesis resulta
indiscutible.
Se sigue claramente de cuanto dijimos al principio: la condición viadora del hombre, la
exigencia de liberarse del pecado y asemejarse al único y verdadero Señor, que lleva en la
gloria las señales de los clavos, excluyen que se separe la dimensión mística de la dimensión
ascética de la vida espiritual.
Lo confirma el comprobar el papel que corresponde a la ascesis moral. Como explica
un autor moderno: "Cuando alguien pregunta qué tiene que hacer para santificarse, hay que
decirle: comienza con formar tu voluntad. ¿Y cómo se forma la voluntad, si no es con la
mortificación? Los grandes ímpetus de entusiasmo, los atractivos sentimentales sirven para
poco. Producen a veces una sacudida saludable para emprender el camino; pero, en cuanto
se avanza, ya no sirven". De modo que "sólo pueden ser verdaderos servidores de Dios
quienes tienen una firme voluntad. La virtud se fundamenta en el dominio de sí, y las delicias
de la unión divina cuestan penas y austeridades que no se pueden soportar si se carece de
una voluntad vigorosa, que es, por tanto, esencial para la vida espiritual". Todo depende de la
oración. Pero, ¿cómo puede ser fiel quien no robustece, por medio de la ascesis, la propia
voluntad? La experiencia enseña "que sentimos habitualmente satisfacción cuando actuamos
en el mundo y sobre los demás", mientras que, "por el contrario, la vida de oración supone
una receptividad fundamental en lo que se refiere a la acción de Dios. La acción, incluso la
apostólica, es afirmación de sí; en cambio, la oración es renuncia de sí ante Dios, frente a
quien experimentamos una dependencia radical. Por lo cual se requiere mucho valor para
preferir la vida oscura de la fe al relampagueo del éxito exterior".
Lo demuestra finalmente la experiencia de los santos.
"¡Oh, si supiesen los hombres de cuánto bien de luz divina los priva esta ceguera que
les causan sus aficiones y apetitos", exclama san Juan de la Cruz, "y en cuántos males y
daños les hacen ir cayendo cada día en tanto que no los mortifican! Porque ¿quién dijera que
un varón tan acabado en sabiduría y en dones de Dios como era Salomón, había de venir a
tanta ceguera y torpeza de voluntad, que hiciera altares a tantos ídolos y los adorase él
mismo, siendo ya viejo? (3 Re 11,4-8). Y sólo para esto bastó la afición que tenía a las
mujeres y no tener cuidado de negar los apetitos y deleites de su corazón. Porque él mismo
dice de sí en el Eclesiastés (2,10) que no negó a su corazón lo que le pidió. Y pudo tanto
este arrojarse a sus apetitos, que, aunque es verdad que, al principio, tenía recato, pero,
porque no los negó, poco a poco le fueron cegando y oscureciendo el entendimiento, de
manera que a la vejez dejó a Dios". Y en otro lugar añade: "el que rehusare salir en la noche
ya dicha a buscar al Amado y ser desnudado de su voluntad y mortificado, sino que en su
lecho y acomodamiento le busca, como hacía la Esposa, no llegará a hallarle".

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GIORGIO GOZZELINO , En la presencia de Dios.

"Está el todo o gran parte", amonesta santa Teresa de Jesús, "en perder cuidado de
nosotros mismos y nuestro regalo; que quien de verdad comienza a servir al Señor, lo menos
que le puede ofrecer es la vida". Hablando de san Pedro de Alcántara, que solía someterse a
grandes mortificaciones, cuenta: "Acuérdome que me dijo la primera vez que le vi, entre otras
cosas, que: dichosa penitencia había hecho que tanto premio había alcanzado".
En este contexto hay que entender la afirmación, justamente famosa, del autor de la
Imitación de Cristo: "Vela sobre ti, desperézate, amonéstate a ti mismo; y sea lo que fuere de
los otros, tú no te pierdas de vista jamás. Tanto más progresarás en la perfección cuanto
mayor violencia te hicieres (= tantum proficies, quantum tibi ipsi vim intuleris ".
6. LA LUCHA DEL CRISTIANO

El ejercicio ascético de la vida espiritual quiere garantizar la adhesión de fe a la cruz de


Cristo llevada hasta la consumación final, en el contexto concreto de la existencia viadora,
marcada por la presencia de la fuerza destructora del mal. La ascesis cristiana es combate
(en griego: ágonía) contra cuatro poderes del mal: el pecado, la carne, el mundo y el diablo.

Lucha contra el pecado


La oposición al pecado lleva consigo, ante todo, la liberación de las culpas mortales,
lograda a través de la contrición y la práctica de los sacramentos, espe cialmente del de la
Reconciliación.
Y se extiende hasta la superación tanto de las culpas veniales como de los residuos del
pecado, o sea, de la flaqueza espiritual y de las inclinaciones al mal que deja.
Para hacer incisivo este cometido, san Francisco de Sales sugiere se cultive "la viva y
frecuente aprehensión del grave mal que el pecado nos ha causado", que se puede alcanzar
mediante la meditación perseverante sobre los temas de la creación, de los beneficios de
Dios, del sentido de la vida o de los que reciben el nombre de novísimos. También porque
"cuanto mayor es la luz interior del santo espíritu con que alumbra nuestras conciencias,
tanto más clara y distintamente vemos los pecados, inclinaciones e imperfecciones".
En cuanto a los pecados veniales, enseña que "realmente no podemos estar del todo
limpios de pecados veniales, o a lo menos para perseverar largo tiempo en esta pureza; mas
podemos bien no tenerles afición'' Y esto es sin duda, importante. En efecto, si tales pecados
"no se detienen mucho tiempo en ella, no la dañan mucho; mas si estos pecados hacen
asiento en el alma por la afición que ella les tiene, harán perder sin duda la santa devoción".
Para comprender el porqué de ello, basta pensar en que "si el pecado venial le displace, la
voluntad y afición al pecado venial no es otra cosa sino una resolución de querer desagradar
a su Divina Majestad". Pero "¿será posible que un alma noble quiera no solamente
desagradar a Dios, mas deleitarse en desagradarle?'".

Lucha contra la concupiscencia


Precisemos enseguida que no hay que reducir e identificar la concupiscencia
únicamente con el instinto sexual, que representa sólo uno de los ámbitos de sus
manifestaciones. Entendemos por concupiscencia, en cambio aquel corazón perverso o
aquella dureza de corazón, producida por la connivencia con el pecado, de la que habla la
Escritura: corazón "duro, porque el centro de decisión de nuestra actividad permanece
impermeable a la penetración de la caridad de Cristo; perverso, porque todo pecado
encuentra en él su origen remoto".
a) La concupiscencia extiende sus tentáculos a todos los ámbitos de la existencia, en el
marco de la triple esfera de la concupiscencia de la carne, de la concupiscencia de los ojos y
Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 14
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de la soberbia de la vida (cf. 1 Jn 2,16). La primera esfera comprende el impulso


desordenado de los instintos y de las malas costumbres, ligados a lo corpóreo,
especialmente ordenados a la alimentación (instinto de conservación) y a la actividad sexual
(instinto de reproducción). La segunda esfera se caracteriza por el anhelo de adueñarse de
todo lo que se presenta como apetecible. La tercera esfera es como raíz fundamental y
esencia última del pecado, e implica la búsqueda absoluta de sí que aleja de Dios: o sea,
usando la expresión de san Agustín, el amor sui ipsius usque ad contemptum Dei, propio del
homo incurvatus, agazapado sobre sí.
b) En el lenguaje de la tradición de los Padres se llama egxráteia, o sea, continencia, a
la oposición a las grandes concupiscencias: "una continencia que, por consiguiente, no
regula solamente el apetito sexual, sino los demás halagos de los sentidos. Es aquí donde
interviene la mortificación sensible, con la que negamos a nuestra sensualidad las
satisfacciones que ella solicita. El ayuno, la abstención ascética, rechazando el placer, frenan
y embridan el deseo".
La meta de tal lucha "es la que Evagrio, siguiendo a Clemente de Alejandría, pero con
un pensamiento y formulación más precisos, llama apátheia, que no hay que entender como
insensibilidad, y mucho menos como impecabilidad, sino como logro, por medio de la fe en
Cristo y la esperanza en él, del "dominio de aquellos impulsos, que parece que son
inevitables, de la carne y del mundo que dominan nuestro ser de pecadores. Es de esta
manera como la apátheia, lejos de hacernos insensibles, en el significado común de la
palabra, nos introduce sin reservas ni obstáculos, en la caridad, en la ágape".
c) Brotan de la concupiscencia, regazo maligno de todo pecado, los siete vicios
capitales. "Puesto que la persona humana en su concreta totalidad es pluridimensional, la
concupiscencia, que habita en el corazón y no fuera de él, se manifiesta según tendencias
constantes radicadas en las distintas dimensiones de la persona, en tensión hacia aquellos
bienes que la realizan, no bajo el dominio de la caridad, sino de la concupiscencia. Estas
tendencias son los vicios. La tradición moral cristiana ha individuado siete de ellos, a los que
llama capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza".
Ha jugado un papel decisivo en esta clasificación el comentario de Evagrio Póntico al
relato yavista del primer pecado (Gn 3). Pero la sistematización actual es obra de los autores
espirituales de la Edad Media, que han unido los vicios capitales a las tres concupiscencias
de san Juan.
Confluyen en la soberbia de la vida, ante todo, el orgullo en sentido propio, o sea, la
tendencia a colocarse en el centro de toda realidad; y luego la envidia que produce, y la ira
que engendra la frustración del orgullo.
Se relacionan con la concupiscencia de la vida la gula y la lujuria, que atañen a las dos
esferas carnales de la integridad física y de la sexualidad; y, luego además, la pereza
engolfarse en el goce material, que se convierte en insensibilidad ante las exigencias de la
existencia cristiana.
Se remonta, finalmente, a la concupiscencia de Los ojos la avaricia, codicia de poseer
que aprisiona al ser en el tener.
El esquema trata de captar la realidad concreta del pecado en sus modalidades más
significativas. El análisis sugiere los remedios que hay que contraponer al mal: hay que
luchar con las armas de la oración y del ayuno (o sea, con la práctica ascética precisamente)
para implantar y desarrollar las virtudes de la obediencia (contra la soberbia de la vida), de la
castidad (contra la concupiscencia de la carne) y de la pobreza (contra la concupiscencia de
los ojos).

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 15


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Lucha contra el mundo


Cuando se habla de oposición al mundo, se toma el término mundo en aquella acepción
negativa que es sinónimo de mentalidad y ambiente opuestos a Dios, asentados en la
autosuficiencia que reniega de la dependencia de la criatura, inclinados a amarse a sí
mismos hasta llegar a despreciar a Dios.
El mundo, en cuanto hostil a Dios, absolutiza los bienes relativos. El creyente lucha
eficazmente contra él si y/cuando vuelve a subordinar los valores relativos al único valor
absoluto, el Dios viviente, Padre de Jesús en el Espíritu. Entre tantos bienes, piénsese en el
placer. Es "criatura de Dios, alegría de vivir, fuerza en el cansancio, gusto en la mesa,
exaltación en el amor, bálsamo en la amistad y descanso en la fatiga"; y por tanto, "un bien, y
¡qué bien! Pero si se le busca mal, si se le busca en sí mismo, desligado del fin para el que
se le dio al hombre, se convierte en un verdadero peligro, especialmente en tiempos de
consumismo como el nuestro, en que es posible obtenerlo con dinero, aunque corrupto y mal
adquirido, como una mala droga".
El mundo, adversario de Dios, trata de imponerse al hombre, creando una red densa de
unanimidad sobre tendencias y orientaciones ajenas y antitéticas para la mentalidad
creyente. Por esto, "entre los deberes más urgentes del cristiano está la recuperación de la
capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura ambiental, renunciando a una
demasiado eufórica solidaridad postconciliar".
Hoy las tendencias en cuestión están representadas por la mentalidad cientifista, que
valora lo real según una única dimensión, la cuantitativo-mensurable y físico-experimental;
por el humanismo libertario de impronta radical, para el que la subjetividad y la libertad del
hombre reclaman que él sólo se reconozca a sí mismo como fuente del propio existir; por el
proyecto nihilístico-dionisíaco de F. Nietzsche y del nihilismo postmoderno, que suplanta la
visión cristiana de la vida por una concepción basada en el instinto y vitalista; por el
psicoanálisis freudiano, para el que cualquier proyecto religioso, también el cristiano, que se
refiera al hombre, constituye en último término una superstición instigada por el oscurantismo
de una época precientífica; por la concepción marxista, que reduce el dinamismo de la vida a
un puro reflejo ideológico de relaciones económico-sociales alienadas y alienantes; por el
estructuralismo, para el que el hombre se disuelve en un sistema determinista de conjuntos
lingüísticos, sociales y psíquicos; y la propuesta del pensamiento débil, que defiende un
sujeto humano que se reconoce desencajado, y acepta el hecho consumado de la crisis de la
razón (postmodernismo), interpretando la realidad como máscara de máscaras.

Lucha contra el diablo


La última y más poderosa fuerza de mal que obra en el mundo es la del Maligno. El
creyente lo tiene en cuenta con horror, pero no con temor, porque sabe que es impotente,
que ha sido derrotado y domado por Jesús, dador del Espíritu. Es la convicción que impulsó
a santa Teresa de Jesús a exclamar: "No entiendo estos miedos: ¡demonio!, ¡demonio!,
adonde podemos decir: ¡Dios!, ¡Dios!, y hacerle temblar. Sí, que ya sabemos que no se
puede menear si el Señor no lo permite. ¿Qué es esto?". Y también: "Tengo por una de las
más grandes mercedes que me ha hecho el Señor este ánimo que me dio contra los
demonios. Porque andar un alma encorvada y temerosa de nada, sino de ofender a Dios, es
grandísimo inconveniente. Que, contento Su Majestad, no hay quien sea contra nosotros que
no lleve las manos en la cabeza".
Pero, al mismo tiempo, el creyente acoge con toda seriedad las advertencias del
evangelio y está alerta, o sea, se apoya en todo en el Señor. No olvida, en efecto, que esta
realidad agonizante es todavía capaz de morder y dar muerte al insensato que se acerca a
Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 16
GIORGIO GOZZELINO , En la presencia de Dios.

ella confiando en sí y no en Dios. "Espantados nos traen", advierte santa Teresa, "estos
demonios porque nos queremos espantar con otros asimientos de honras y haciendas y
deleites. Que entonces, juntos ellos con nosotros mismos, que somos contrarios, amando y
queriendo lo que hemos de aborrecer, mucho daño harán; porque con nuestras mismas
armas les hacemos que peleen contra nosotros, poniendo en sus manos con las que nos
hemos de defender. Ésta es la gran lástima. Mas si todo lo aborrecemos por Dios y nos
abrazamos a la cruz y tratamos servirle de verdad, huye él de estas verdades como de
pestilencia. Es amigo de mentiras y la misma mentira. No hará pacto con quien anda en
verdad".
Por esto, "nunca se insistirá suficientemente en la importancia que tiene exigir ser
veraces consigo mismos, sin compromisos. El diablo es el padre del pecado porque es el
padre de la mentira. No se puede huir de él, si desde el principio no se está decidido a huir
de la mentira, y sobre todo, de la mentira fundamental que es la mentira consigo mismo,
aquella por la que se evita mirarse a sí mismo tal como se es, para no sentirse obligado a
reformarse".

7. PRIMER MOMENTO DE LA ASCESIS CRISTIANA: LA MORTIFICACIÓN


La vida espiritual sigue en el plano de la ascesis la misma dinámica que la caracteriza
en el plano de la mística: empieza por una fase prevalentemente activa para adentrarse cada
vez más en una fase de tonalidad pasiva, Pertenecen al .primer momento la mortificación y la
purificación activa; definen el segundo momento la paciencia y purificación pasiva. El
resultado final de este paso (= pascua) consiste en la maduración de la humildad.

Modalidades
Mortificación es una palabra que deriva del latín mortem facere, dar muerte, que es
como decir que se trata de un instrumento indispensable para consentir que la existencia
viadora produzca la idoneidad para la vida definitiva a que se puede llegar con la muerte.
Siendo una práctica que compromete la totalidad del sujeto humano, la mortificación se
distingue en:
 corporal o espiritual, según se realice con el cuerpo o afecte a las facultades del
espíritu;
 positiva o negativa, según se refiera al sostén de la vida virtuosa o al des prendimiento
de los bienes relativos;
 restrictiva o aflictiva, según se limite a restricciones o implique la libre elección de una
pena añadida;
 externa o interna, según se pueda o no se pueda percibir desde fuera.

Mortificación corporal
a) Cuando se practica de forma ordinaria, la mortificación corporal implica moderar las,
posturas del cuerpo (postura erguida, sentarse sin recostarse, no montar una pierna sobre la
otra, etc.), huir de la vida muelle, tomar sólo el alimento y el sueño que se requieren para la
buena salud, controlar los sentidos, y cosas semejantes.
Ponerla en práctica de forma extraordinaria consiste en imponerse penas corporales
supererogatorias, como llevar cilicio o darse disciplinas. Esta segunda modalidad es legítima
si responde a una auténtica moción del Espíritu (por tanto, hay que someterla a
discernimiento) para asemejarse más intensamente al Crucificado o hacer penitencia por los
propios pecados o por los ajenos es patológica cuando busca satisfacciones de tipo

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 17


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fisiopsicológico o responde a las expectativas de la ascesis mágica, o trata simplemente de


superar un complejo de culpa.
b) El ayuno es una forma eminente de mortificación corporal y está intrínsecamente
unida a la limosna, por un lado, y a la virginidad, por otro.
La relación con la limosna le viene del hecho de que toda forma de verdadera
penitencia nace del amor e impulsa a hacer que el amor crezca. "Dado que la purificación",
explica Bouyer, "tiene la finalidad de dejar sitio en el corazón al amor de Dios, el ayuno va
normalmente acompañado de la limosna o, de forma más genérica, de la entrega de sí a la
voluntad de Dios que tomará la forma de un servicio a los demás".
La relación con la virginidad es consecuencia, en cambio, del sentido escatológico de la
vida creyente. Lo explica el cardenal Ratzinger, que precisa en primer lugar el valor del
ayuno: "Ayunar significa aceptar un aspecto esencial de la vida cristiana. Es necesario
descubrir de nuevo el aspecto corporal de la fe: el abstenerse de la comida es uno de estos
aspectos". Después lo une a la virginidad, recordando que "sexualidad y alimentación son los
elementos centrales de la dimensión física del hombre", y llama la atención sobre el hecho
de que "ho, a una menor comprensión de la virginidad, corresponde una menor comprensión
del ayuno''. Y, finalmente, se remonta a su fundamento común, haciendo notar que "una y
otra forma de comprensión proceden de una misma raíz: el actual oscurecimiento de la
tensión escatológica, es decir, de la tensión de la fe cristiana hacia la vida eterna. Ser
vírgenes y saber practicar periódicamente el ayuno es atestiguar que la vida eterna nos
espera; más aún, que ya está entre nosotros, que 'pasa la figura de este mundo' (1 Cor 7,31).
Sin vírgenes y sin ayuno, la Iglesia ya no es Iglesia; se hace intrascendente sumergiéndose
en la 'historia".
c) La mortificación corporal es de gran provecho para superar las pasiones y vigorizar la
voluntad. Por esto, es particularmente útil para "aquellos cristianos, descuidados por
naturaleza, que poseen, eso sí, una fe iluminada, una buena voluntad real, un deseo sincero
de dedicarse a la piedad, pero su poco fervor y la blandura de su naturaleza les hace ir con
retraso por los caminos del bien. La mortificación corporal es para ellos el medio mejor para
conquistar la generosidad". San Francisco de Sales reconoce que tiene el poder de "levantar
el espíritu, reprimir la carne, practicar la virtud y adquirir mayor recompensa en el cielo".
d) Pero mortificar el cuerpo no significa despreciarlo o profesar una antropología
dualista. Quiere decir sencillamente reconocer que el cuerpo es materia a la que el espíritu
convierte en cuerpo, por lo cual sus estímulos tienen que someterse a las opciones de la
libertad que toma el espíritu. Una cosa es el dualismo (= contraposición o separación de los
elementos distintos) y otra la dualidad (= distinción en la complementariedad). La relación
espíritu-materia en la unidad del hombre es de dualidad, no de dualismo; pero se trata de
verdadera dualidad, porque el espíritu no es materia y la materia no es espíritu. Así que,
mientras la concupiscencia empuja a que la dualidad degenere en dualismo, deshaciendo al
hombre, la mortificación corporal coopera eficazmente a cultivar la verdad del hombre que es
unidad de elementos distintos.
Por un lado, la unidad exige firmeza, porque la concupiscencia es un dato
amargamente real. Lo recuerda, no sin una pizca de fino humorismo, santa Teresa de Jesús,
quien escribe: "Este cuerpo tiene una falta, que mientras más le regalan, más necesidades
descubre. Es cosa extraña lo que quiere ser regalado, y como tiene aquí algún buen color,
por poca que sea la necesidad, engaña a la pobre alma para que no medre". Basta fijarse en
"cuantas veces nos ha burlado el cuerpo, ¿no estaría bien que nos burlásemos alguna de
él?; y creed que esta determinación importa más de lo que podemos entender; porque de

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 18


GIORGIO GOZZELINO , En la presencia de Dios.

muchas veces que poco a poco lo vamos haciendo, con el favor del Señor, quedaremos
señores de él".
Por otro, la distinción reclama respeto y consiguiente equilibrio. "Los ciervos corren mal
en dos tiempos", observa san Francisco de Sales, "cuando están muy cargados de gordura y
cuando muy flacos. Así nosotros estamos muy expuestos a las tentaciones cuando nuestro
cuerpo está muy repleto o muy flaco" Por tanto, "una continua y moderada templanza es
mejor que las abstinencias violentas, hechas a diversos tiempos y entreveradas de grandes
excesos", quedando a salvo el principio de que "la disciplina tiene una maravillosa virtud para
despertar la devoción, usándola con moderación".
e) La mortificación corporal se lleva a efecto controlando todos los sentidos, incluidos
los de la vista y el oído. En el clima sociocultural de hoy, dominado por la depravación de las
informaciones, la práctica de la ascesis corporal que se presenta como más urgente es la
que concierne al control de los medios de comunicación (TV, cine, radio, periódicos). Es
preciso tomar nota de que son incompatibles la vídeodependencia y las formas afines de
sujeción a los medios de comunicación, con la capacidad de pensar, de recogerse, de abrirse
al sentido arcano de la realidad y, por tanto, de vivir la fe: para tratarlo como una amenaza de
la que hay que defenderse con el vigor con que se contrarresta una enfermedad mortal.

Mortificación espiritual
Entran en al ámbito de la mortificación, más allá del cuerpo y de los sentidos, las
facultades del espíritu: memoria e imaginación, inteligencia y voluntad.
— La ascesis de la memoria y de la imaginación pide que se instaure una higie ne
rigurosa de la mente, alejando recuerdos e imágenes, que de alguna manera empujan al mal,
en sus múltiples formas: lujuria, rencor, celos, envidia, orgullo, odio, etc.
Quien abre la puerta a cualquier tipo de recuerdos, deja libre el camino a la inquietud,
que según estima san Francisco de Sales, constituye "el mayor mal que puede venir al alma,
excepto el pecado; porque, como las sediciones y alborotos interiores de una república la
arruinan totalmente, y la estorban que no pueda resistir al extraño, así nuestro corazón,
estando alborotado e inquieto en sí mismo, pierde las fuerzas de mantener las virtudes que
había adquirido, y asimismo el medio de resistir a las tentaciones del enemigo: el cual
entonces procura con todas sus fuerzas pescar, como dicen, en agua turbia".
Quien se dedica a fantasear, se pierde en lo irreal, alimenta grandemente el orgullo y se
hace incapaz de aceptar la realidad objetiva y crucificadora de la existencia cotidiana
concreta.
— La ascesis de la inteligencia consiste en resistir y superar las tendencias a que
incitan la pereza, la vana curiosidad, la precipitación, la dispersión, el atribuir un valor
absoluto a la razón. Pide nos opongamos con vigor a los pensamientos que suscitan la ira, el
pesimismo o el desánimo, cosas que hay que considerar como otras tantas formas de
rebelarse contra Dios, instigadas por el Maligno. Insta a que se cultiven pensamientos
idóneos para hacer surgir serenidad, alegría, cordialidad, tranquilidad rectamente
interpretadas como formas de adherirse a Dios, alimentadas por el Espíritu Santo.
— La ascesis de la voluntad, por fin, se ejercita controlando las afecciones
desordenadas y comprometiéndose a rectificar constante y perseverantemente la intención,
contra la soberbia de la vida que trata de insinuarse incesantemente.

Purificación activa
San Juan de la Cruz fue indudablemente un gran maestro del áspero camino de la
ascesis vivida, sobre todo, como purificación. Lo prueba su doctrina sobre las noches.
Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 19
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El santo llama noche a la ascesis porque en ella "el alma camina como de noche, a
oscuras". Y distingue en ella dos frentes: el que concierne a la esfera sensitiva, abierta al
mundo de lo sensible, que denomina noche de los sentidos, y el que se refiere a la esfera
racional, abierta al mundo espiritual, que denomina noche del espíritu.
En consonancia con el doble ritmo, activo y pasivo, de la vida espiritual en el nivel
místico y en el nivel ascético, distingue en ellos ulteriormente la noche activa y pasiva del
sentido y la noche activa y pasiva del espíritu.
Dedica dos obras san Juan de la Cruz a la doctrina de las noches: la Subida del Monte
Carmelo y la Noche oscura. El primer libro de la Subida, obra que no llegó a terminar, trata
de la noche activa de los sentidos; el segundo, de la noche activa del espíritu en relación con
el entendimiento; y el tercero, de la noche activa del espíritu en relación con la memoria y la
voluntad: se habla, por consiguiente, de la purificación activa de los sentidos, del
entendimiento, de la memoria y de la voluntad. En la Noche, en cambio, pasa a las
purificaciones pasivas: el primer libro considera la noche pasiva de los sentidos, mientras que
el segundo describe la noche pasiva del espíritu.
Como las noches activas pertenecen a la vertiente de la mortificación, hablamos de
ellas en esta parte.
a) La noche activa de los sentidos consiste en la mortificación de las pasiones y de las
tendencias del oído, de la vista, del olfato, del gusto y del tacto. Su finalidad es liberar de las
imperfecciones habituales ligadas a la esfera de lo sensible, como "son costumbre de hablar
mucho, un asimiento a alguna cosa que nunca se acaba de querer vencer, así como a
persona, a vestido, a libro, celda, tal manera de comida y otras conversacioncillas y gustillos
en querer gustar de las cosas, saber y oír, y otras semejantes ".
Esta primera fase de purificación reviste una gran importancia porque "en tanto que
tuviere asimiento a alguna cosa, excusado es que pueda ir el alma adelante en perfección,
aunque la imperfección sea mínima. Porque eso me da que una ave esté asida a un hilo
delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al
grueso, en tanto que no lo quebrare para volar".
b) La noche activa del espíritu concierne, como ya sabemos, a las potencias
espirituales: entendimiento, memoria y voluntad.
— El entendimiento está sometido a este tipo de purificación activa cuando el alma
comienza a "arrimarse a la fe oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose a cosa de
las que entiende, gusta e imagina. Porque todo aquello es tiniebla, que hará errar; y la fe es
sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar".
— La ascesis de la memoria habitúa al sujeto a olvidarse de todo lo que no coincide
con Dios, a hacer que se retire de la escena de la intención y del aprecio, para ponerlo entre
bastidores, como algo que es verdaderamente importante, pero de ningún modo
irrenunciable.
— La purificación de la voluntad hace que el alma "no se goce sino de lo que es
puramente honra y gloria de Dios, ni tenga esperanza en otra cosa, ni se duela sino de lo que
a esto tocare, ni tema sino sólo a Dios". De tal modo completa la obra porque "no
hubiéramos hecho nada en purgar al entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la
memoria en la esperanza, si no purgáramos también la voluntad acerca de la tercera virtud
que es la caridad, por la cual las obras buenas hechas en fe son vivas y tienen gran valor, y
sin ella no valen nada".

8. SEGUNDO MOMENTO DE LA ASCESIS CRISTIANA: LA PACIENCIA

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Ilustrando la doctrina de San Juan de la Cruz, Bouyer explica el paso de las noches
activas a las pasivas, poniendo de relieve que "el alma no puede prepararse a la perfección
de la unión con Dios sólo con sus esfuerzos conscientes, aunque estén basados en la gracia.
Se necesita una intervención de Dios totalmente superior a nuestras fuerzas, tal que
constituye una purificación 'pasiva'. Esto no quiere decir que quedemos inactivos: al
contrario, aquí, como en la contemplación, el alma es en su intimidad más activa que nunca.
Pero su actividad, en vez de presentarse como autónoma, se sumerge tan bien en la
actividad de la gracia que parece que ya no se distingue de ella".
El itinerario de la ascesis cristiana avanza, conjugando los dos elementos-clave de toda
auténtica vida de fe: la iniciativa omnipotente de Dios y la respuesta laboriosa del hombre.
Siendo indispensable no sólo el primer elemento, sino también el segundo, una fase está
subordinada a la otra, por lo cual el momento en que prevalece lo activo prepara y dispone
para la llegada del momento en que predomina lo pasivo.
San Juan de la Cruz enseña que, de ordinario, la noche de los sentidos inau gura la vía
iluminativa, y la noche del espíritu abre paso a la vía unitiva. Aunque se comprueba que
estas terminologías y estas clasificaciones asumen significados distintos en autores distintos,
es cierto que todos admiten la presencia de un vínculo de gradualidad dispositiva entre las
dos formas de purificación.
Por tanto, se puede concluir que el domino de la práctica de la mortificación -que
corresponde a las noches activas- prepara el terreno al dominio de una situación
soteriológica más alta -que corresponde a las noches pasivas- donde la iniciativa de Dios es
más amplia y profunda: de la situación que, precisamente porque predomina lo pasivo, se
llama paciencia, del latín pati (= padecer), y que en griego se llama hipomoné, término
sugestivo en extremo, porque significa estar debajo, o sea, estar sometido a la acción
omnipotente de Dios, con plena confianza y completa disponibilidad a sus propósitos de
rectificar, purificar y unificar.

Mortificación y paciencia
La tarea más inmediata de la mortificación consiste en preparar para la paciencia: el
adquirir el domino de sí está en función de una acción divina más radical de saneamiento y
desarrollo.
En esta perspectiva, se podría decir que la mortificación es a la paciencia, como el
entrenamiento del púgil es al combate que él se dispone a sostener. Donde falta la
mortificación, tiene poca entrada la paciencia, y la obra de Dios no produce los efectos
queridos. "Quien no quiere privarse de nada y nunca se impone ningún sacrificio", dice
Saudreau, "nunca sabrá soportar nada. He aquí por qué hay que estimular desde el principio
al alma a mortificarse. Según nuestro parecer, es el medio más seguro para formar a alguien
en la paciencia".

Validez de la paciencia
Y estamos en los motivos por los que la paciencia es indispensable; o si se quiere, por
los que la sola mortificación es insuficiente.
En primer lugar, es un hecho que la mortificación resulta a menudo más fácil que la
paciencia, al menos porque "la actividad agrada más a la naturaleza, por lo cual es más
llevadero lanzarse a la lucha, y hasta golpearse a sí mismo, que aguardar con resignación y
recibir los golpes con calma". Esto basta para excluir que la ascesis se agote al hablar de
mortificación.

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Y luego, hay niveles de penitencia que son necesarios, pero que, si Dios no los
impusiera, jamás se pondrían en práctica. En este sentido "los sacrificios que la Providencia
nos impone, responden mucho mejor a nuestras necesidades que los que nosotros
escogemos por nuestro gusto". Si Dios no decidiera imponernos una prueba que crucifica,
continuaríamos arañando con un cortaplumas, considerándonos medio héroes, un terreno
que tiene necesidad de ser roturado por una reja de arado. Sin la audacia del amor de Dios,
que no teme exponerse a la violencia del hombre, con tal de que quiera eficazmente su bien,
seguiríamos curando con inútiles emplastos un mal que sólo se puede extirpar usando el bis-
turí.
Es perfectamente verdad la increíble exhortación, que afinada con el registro de la
locura de la cruz, formula el apóstol Santiago al principio de su carta: "Tened por sumo gozo
veros rodeados de diversas tentaciones, entendiendo que la prueba de vuestra fe produce
paciencia. Pero la paciencia ha de tener obras perfectas, para que seáis perfectos e íntegros,
sin faltar en cosa alguna" (Sant 1, 2-4).
La plenitud de la alegría, suprema aspiración de todo corazón humano, nace del
soportar la prueba, o sea, la acción bendita y felizmente compasiva de Dios que hace íntegra
y perfecta a la criatura haciéndola idónea para la comunión con él, en la que ya no le faltará
nada. Quien llega a esta sabiduría de lo alto, hace suya la invocación de san Agustín:
Domine, da quod iubes, et iube quod vis (Señor, hazme hacer lo que mandas, y mándame-lo
que quieras).

Purificaciones pasivas
El ejercicio saludable de la paciencia alcanza su vértice en las noches pasivas de los
sentidos y del espíritu.
a) En la noche pasiva de los sentidos, "Dios hace que las meditaciones imaginativas,
revestidas de una afectividad más o menos fácil, ya no digan nada. Y lleva a una visión de fe
más profunda y más pura, gracias a la aridez que la preparan y la pueden acompañar incluso
por mucho tiempo".
Esta situación trae consigo "oscuridad en la parte sensitivo-discursiva, cese del gusto y
del placer por las cosas espirituales y al mismo tiempo, tormento en la parte afectiva, que
encuentra insípidas y amargas las cosas que antes le agradaban".
Dura de ordinario, como se ha dicho, mucho tiempo, pero el alma se hace capaz de
preferir, finalmente, el Dios de los consuelos a los consuelos de Dios.
En la noche pasiva del espíritu, Dios lleva "a superar todo lo que hay todavía de
demasiado humano en nuestros pensamientos sobre las cosas de Dios. Llegados a esta
altura, vemos a santo Tomás de Aquino renunciar a llevar a término su Summa Theologiae y
declarar que no ve en ella más que paja. Puede también suceder, como se ve en santa
Teresa del Niño Jesús, que surjan terribles tentaciones contra la fe. En realidad, es Dios
mismo quien nos lleva a desprendernos de nuestra fe en cuanto nuestra, en cuanto revestida
de opinión humana, hecha semejante a nuestros modos de pensar, para hacernos entrar en
la misteriosa oscuridad de la fe desnuda, que ya no se deleita en las orillas de las repre-
sentaciones del propio objeto, sino que se va derecha a él, abandonando en este paso todo
lo que no es sólo Dios".
La purificación se realiza por medio del don de la contemplación infusa, en la cual se
revelan la miseria del hombre y la incompatibilidad de la santidad de Dios con las culpas de
la criatura. A su luz, el alma ve "claramente aquí su impureza, conoce claro que no es digna
de Dios ni de criatura alguna. Y lo que más le apena es que piensa que nunca lo será, y que
ya se le acabaron sus bienes. Esto le causa la profunda inmersión que tiene de la mente en
Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 22
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el conocimiento y sentimiento de sus males y miserias; porque aquí se las muestra todas al
ojo esta divina y oscura luz, y que vea claro cómo de suyo no podrá tener ya otra cosa".
La prueba es tremenda y se prolonga durante años, con "interpolaciones de alivios, en
que por disposición de Dios, dejando esta contemplación oscura de embestir al alma en
forma y modo purgativo, embiste iluminativa y amorosamente" m. Se trata del proceso que
más se acerca a las penas ultraterrenas del purgatorio.

9. RESULTADO FINAL DE LA ASCESIS CRISTIANA: LA HUMILDAD


El complejo y doloroso camino de rectificación, purificación y unificación realizado por la
ascesis cristiana lleva a la criatura a comprenderse tal cual es realmente: una nada frente al
Todo de Dios, una realidad que recibe continuamente del corazón de Dios el propio ser, un
pecador perdonado incesantemente. A través de la ascesis, la llama de amor viva, esto es,
Dios, lleva a cabo el vaciamiento del hombre que permite que la verdad se derrame
libremente en él. La lógica de la ascesis cristiana se condensa en el gran principio que el
autor de la Imitación de Cristo pone de manera sugestiva en los labios del Señor: Fili,
relinque te, et invenies me (hijo mío, déjate a ti y me hallarás a Mí ).
La tradición cristiana, para designar esta suprema adquisición de verdad y el
desprendimiento de sí que consiente el regalo valioso de Dios, cuenta con un nombre
particular. Los llama humildad, del latín humus, terreno fértil y rico de alimento que hace
vigoroso al árbol; como si dijera, por una parte, que la vitalidad de la existencia creyente se
sostiene sobre este fundamento y, por otra, que de este modo se mantienen los pies en la
tierra, sin vanidosas evasiones a las quimeras del orgullo.
Es lícito, por tanto, decir que el resultado final de la práctica de la mortificación y de la
paciencia es la consolidación de la humildad.

Elogio de la humildad
El darse cuenta del 'código' de la humildad dentro de la ascesis cristiana explica la
estima incondicional que le han guardado los grandes santos y maestros de espíritu. Valga
por todos el robusto testimonio de santa Teresa de Jesús.
La gran carmelita no tiene miedo en declarar que "delante de la Sabiduría infinita,
créanme que vale más un poco de estudio de humildad y un acto de ella que toda la ciencia
del mundo" m. Esto es así porque la humildad es verdad, y el hombre está hecho por la
Verdad para la verdad: "Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor
tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante -a mi parecer sin considerarlo,
sino de presto- esto: que es porque Dios es suma Verdad, y la humildad es andar en verdad;
que lo es muy grande no tener cosa buena en nosotros, sino la miseria y la nada. A quien
más lo entiende, agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella".
Apercibida por esta revelación, la santa confiesa que sonríe "habiendo lástima de ver lo
que estiman los hombres". Afirma que el alma humilde "fatígase del tiempo en que miró
puntos de honra y en el engaño que traía de creer que era honra lo que el mundo llama
honra; ve que es grandísima mentira, y que todos andamos en ella, pues todo es nada y
menos que nada lo que se acaba y no contenta a Dios". Llama a la vanagloria "una cadena
que no hay lima que la quiebre, si no es Dios con oración y hacer mucho de nuestra parte";
una carcoma que despoja al árbol de todo vigor, impidiendo "medrar a los que andan cabe él;
es como un canto de órgano, que un punto o compás que se yerre, disuena toda la música".
Denuncia su carga destructiva, exclamando: "Dios nos libre de personas que le quieren
servir, acordarse de honra. No hay tóxico en el mundo que así mate como estas cosas la

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 23


GIORGIO GOZZELINO , En la presencia de Dios.

perfección"; y precisa: "Diréis que son cosillas naturales, que no hay que hacer caso. No os
burléis con eso, que crece como espuma".
Confirma la relación de la humildad con la ascesis enseñando que la virtud de la
humildad "y estotra (la abnegación) paréceme andan siempre juntas; son dos hermanas que
no hay para qué separar". Y resume su pensamiento en la enérgica declaración de que
"mientras estamos en esta tierra, no hay cosa que más nos importe que la humildad".
Como ella, y antes que ella, presentaba estas convicciones el autor de la Imitación de
Cristo, que centra en la humildad la señal más evidente de la santidad, y escribe: "Los más
grandes santos a los ojos de Dios son los más pequeños a sus propios ojos, y cuanto más
aureolados de gloria, tanto más humildes se creen. Llenos de verdad y de gloria celestial, no
ambicionan la gloria vana del mundo; y, como están sólidamente fundados y confirmados en
Dios, de ningún modo pueden ya envenenarse. Atribuyen a Dios todo el bien que han
recibido; por eso no buscan la gloria los unos de los otros, sino sólo la que de Dios procede.
Su único afán es que Dios sea glorificado en sí mismo y en todos los santos.

Práctica de la humildad
Fruto de la mortificación y de la paciencia, la humildad se manifiesta en actitudes
precisas que, a la vez que dan concreción, permiten que se consolide y crezca.
Mons. Saudreau subraya tres de ellas, que considera particularmente importantes. Son:

1. Aceptar sinceramente la propia miseria.


"El primer modo de ejercitar la humildad", dice, "es aceptar la propia bajeza, o sea,
como dice san Francisco de Sales, amar la propia abyección (cf. Introducción a la vida
devota, lib. 3, cap. 6). ¡No somos nada! Confesémoslo de buen grado, y en lugar de
entristecernos al vernos enfermizos, miserables, sujetos a toda suerte de debilidades, de
imperfecciones y de pecados, pensemos con toda sencillez que es una gracia muy grande de
Dios si no somos pecadores. Deberíamos, al contrario, gozar de no tener nada de bueno
más que lo que Dios ha puesto en nosotros. He aquí lo que hay que recordar a quienes se
enfadan y se irritan contra sí mismos, a quienes se maravillan de las propias caídas, o bien,
se abandonan a inquietudes vanas y al desánimo. Lo que falta a estos cristianos, tan
inclinados a pensamientos de tristeza, es el amor a la propia abyección, En el deseo inquieto
que experimentan de verse libres de sus miserias, entra, sin que lo adviertan, una gran dosis
de amor propio y de orgullo".

2. Cultivar el no depender de los juicios ajenos.


Es necesario "reprimir con vigor y constantemente los deseos y las preocupaciones de
vanagloria que nacen tan espontáneamente en el corazón humano. Se deberá, por tanto,
rechazar, apenas se advierta, cualquier deseo de ser admirado o estimado, de que se nos
tenga por personas competentes, amables, inteligentes, piadosas, etc. No nos ilusionemos
con sueños infantiles en los que se imaginan conversaciones y acontecimientos en los que
se nos atribuye un papel importante. No se hará caso del deseo de que se nos busque, se
nos consulte y se apruebe nuestra conducta". Queda clara la referencia a la mortificación
espiritual.
Sobre todo, es preciso "luchar contra un sentimiento muy corriente en el alma vanidosa,
sentimiento que, con demasiada frecuencia, influye en la conducta: ¿qué se dirá?, ¿qué se
pensará de mí? ¿No es quizá mejor decir con san Pablo: poco me importa el juicio de las
criaturas, yo no quiero preocuparme sino de agradar a Dios (cf. 1 Cor 4,3)? El renunciar a la

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estima ajena se pondrá en práctica en las palabras, desterrando cualquier jactancia y


cualquier palabra que tienda a hacerse valer; y en la acción, teniendo cuidado de no
mostrarse con ostentación, también de ocultar lo que se podría tener de bueno, o lo que por
naturaleza es apto para suscitar la admiración y el elogio del prójimo".
Es esto cuanto propone el autor de la Imitación de Cristo en su célebre afirmación: ama
nesciri, et pro nihilo reputari ( procura ser desconocido y reputado en nada).

3. Aceptar pacientemente las humillaciones.


"El tercer modo de practicar la humildad", prosigue Saudreau, pasando de la
mortificación a la paciencia, "consiste en aceptar las humillaciones y los des precios; en no
excusarse más que con moderación y sin acritud, o bien no excusarse en modo alguno; en
soportar con paciencia, pensando que nos lo merecemos por nuestras propias infidelidades,
todas las ocasiones humillantes, como los fracasos, las críticas, los reproches, las mofas,
considerándolo todo como una gracia de Dios que quiere hacernos ganar méritos y
semejantes a Jesús".
También santa Teresa de Jesús recurría, para animarse en las humillaciones, al
pensamiento de todo lo que se merecía en cualquier caso, o a lo que había puesto en
práctica nuestro Señor durante su vida. Respecto a lo primero, hace esta confidencia: "Nunca
oí decir cosa mala de mí en que no viere que se quedaban cortos; porque, aunque no era en
las mismas cosas, tenía ofendido a Dios en otras muchas y parecíame habían hecho harto
en dejar aquéllas". Refiriéndose a lo segundo, confiesa de manera significativa: "Otras veces
me atormentaba mucho, y aún ahora me atormenta, ver que se hace mucho caso de mí, en
especial personas principales, y de que decían mucho bien. En esto he pasado y paso
mucho. Miro luego a la vida de Cristo y de los santos, y paréceme que soy al revés, que ellos
no iban sino con desprecio e injurias". Viceversa, "lo que no hago cuando tengo
persecuciones: anda el alma tan señora, aunque el cuerpo lo siente, y por otra parte ando
afligida, que yo no sé cómo esto puede ser; mas pasa así, que entonces parece está el alma
en su reino y que lo trae todo debajo de los pies".

Grados de humildad
Así como se da gradualidad en la práctica ascética con el predominio de una de las
fases en su realización, el ejercicio de la humildad también se manifiesta en varios niveles,
que pueden reducirse al doble paradigma de la humildad llamada ordinaria y perfecta.
a) Se llama humildad ordinaria, o común, explica Saudreau, a la disposición de "no
estimarse ni hacerse admirar y alabar por las dotes que no se tienen, o bien, por futilidades
que no merecen evidentemente ninguna estima, como el lujo y el vestido".
Su práctica consiste muy sencillamente "en no pretender ponerse por encima de los
demás, en evitar despreciar al prójimo y, además, en soportar sin acritud las reprensiones y
reproches, por parte de quienes están encargados de hacerlos por oficio o misión, merecidos
a causa de las propias culpas".
Como se comprueba fácilmente, se trata de humildad verdadera, pero aún lejana de la
añadidura que hace que un estilo de vida se acerque a la paradoja de la cruz de Cristo,
distinguiéndolo de cualquier otro y sumergiéndolo en lo que es específicamente cristiano.
b) Se llama, en cambio, humildad perfecta a la actitud existencial en la que nos
limitamos "a no tomar pie de las buenas cualidades que se poseen para engrandecerse a los
propios ojos", sino que se cultiva conscientemente una baja opinión de sí, aceptando
"gustosamente que los demás participen de ella y manifiesten su poca estima con faltas de
respeto, o incluso con desprecios".
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Digamos enseguida que no se discute la necesidad de una imagen positiva de sí; es un


elemento que resulta indispensable para la misma integridad mental de un sujeto.
Lo que se quiere decir, más bien, es que la imagen positiva de sí ha de basarse en la
verdad, no sobre cualidades personales de índole física o psíquica, sino sobre la conciencia
del amor infinito que Dios nutre para cada uno; de acuerdo con las palabras de san Pablo:
"¿Qué tienes que no hayas recibido?, ¿de qué te glorías como si no lo hubieras recibido?" (1
Cor 4,7).
Cultivar una baja opinión de sí significa tomar nota, cada vez más lúcidamente, de tres
cosas esenciales:
1. de que el hombre es verdaderamente una criatura, un ser sacado de la nada, que, si
se le deja a sí mismo, queda reducido a la nada;
2. de que la grandeza y dignidad del hombre no dependen de sus cualidades naturales
y de la consideración que, por consiguiente, tienen de él los demás, sino de la imprescindible
relación con Dios; por lo cual "el hombre no es nada más que lo que es a los ojos de Dios"
(San Francisco de Asís);
3. de que el hombre no puede salvarse si no se pierde por Cristo, esto es, si no
escoge, siguiendo a Cristo y por su amor, el camino mesiánico de humillación que él hizo
suyo para sí y para sus discípulos.
Y hemos llegado a la instancia más importante de la humildad perfecta, a la que la pone
en el corazón de lo que es específicamente cristiano: es imposible asemejarse al Señor,
convertirse en un alter Christus, ser reconocido por él en el día de la rendición de cuentas, si
falta la elección del deshonor de la cruz. Aquella imposibilidad que indujo a san Pablo a
declarar: "Cuanto a mí, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo,
por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (Gal 6,14).
Santa Teresa de Jesús la expresa diciendo: "En fin, Dios mío, que a los que
quisiéremos ser vuestros hijos verdaderos y no renunciar a la herencia, no nos conviene huir
del padecer. Vuestras armas son cinco llagas. ¡Ea, pues, hijas mías!, ésta ha de ser vuestra
divisa, si hemos de heredar su reino; no con descansos, no con regalos, no con honras, no
con riquezas se ha de ganar lo que Él compró con tanta sangre".
San Ignacio de Loyola la enuncia en la meditación sobre las dos banderas, "la una de
Cristo, sumo capitán y señor nuestro; la otra de Lucifer, mortal enemigo de nuestra humana
natura". Cada uno, dice el santo, "llama y quiere a todos debajo de su bandera", pero la
opción de una u otra formación se contraponen. Mientras el diablo halaga a los hombres con
las riquezas, el honor y la soberbia, "y destos tres escalones induce a otros vicios", el Señor
los conduce a la pobreza, y "segundo, a deseo de oprobios y menosprecios, porque destas
dos cosas se sigue la humildad; de manera que sean tres escalones: el primero, pobreza
contra riqueza; el segundo, oprobio o menosprecio contra honor humano; el tercero,
humildad contra soberbia; y destos tres escalones induzcan a todas otras virtudes". Por
tanto, la humildad perfecta coloca al hombre del lado del Señor.
Está en juego el adherirse al movimiento de la encarnación, descenso de Dios al nivel
del hombre, largo viaje de desnudamiento del Hijo de Dios convertido en hijo crucificado de
María, suma humillación que abre el camino a la suprema exaltación de lo creado.
Porque éste, y únicamente éste, fue el camino del Señor, tiene razón el autor de la
Imitación de Cristo: "No existe otro camino que lleve a la vida y a la verdadera paz interior,
que el camino de la santa cruz y de la cotidiana mortificación. Ve en todas direcciones,
examina cuanto quieras, y no encontrarás en lo alto un camino más sublime, ni aquí abajo
una senda más segura que el camino de' la santa cruz".

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 26


GIORGIO GOZZELINO , En la presencia de Dios.

Capítulo 3. LA DIMENSIÓN ASCÉTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 27

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