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Revista Ñ

8 de agosto 09

Adorno: el filósofo de la belleza


A cuarenta años de su muerte, las ideas del autor de la "Teoría estética" tienen una vigencia indiscutible. Esta nota se centra en el impacto de su
obra filosófica, pero toca también aspectos personales. Además, un análisis sobre su teoría musical.
Por: Marcelo G. Burello

Adorno Básico
Frankfurt, 1903 - Suiza, 1969
Filósofo, sociólogo y músico

Formado en Frankfurt como filósofo y en Viena, como músico. Tras la habilitación docente
con una tesis sobre Kierkegaard, cursa estudios de posgrado en Oxford y se une a las
investigaciones de P.Lazarsfeld, M.Horkheimer, y F.Hacker, ya en los EE.UU. Tras la guerra,
regresa a su país como docente y miembro del Instituto de Investigación Social. En su
extensa obra se destacan Dialéctica de la Ilustración (1947), co-escrito con Horkheimer,
Dialéctica negativa (1966), y Teoría estética (1970).

En una carta a su querido Walter Benjamin, en quien tuvo un


aliado pese a todos los desacuerdos (o acaso gracias a ellos),
Adorno confiesa, no sin orgullo: "De mi existencia empírica
muy pocas cosas merecen señalarse; sí, en cambio, de la
intelectual". En verdad, esta declaración podría aplicarse a
toda su vida, ya se la considere segmentada en fases o como
una continuidad. Pues al leer las diversas biografías de
Theodor L. Wiesengrund Adorno, desde la inteligente y
concisa de Hartmut Scheible –lamentablemente no traducida
al español– hasta la monumental e indiscreta de Stefan
Müller-Doohm, no se puede dejar de tener la sensación de que
este controversial pensador careció de una existencia
externa.En él, pareciera que la verdadera, la única trayectoria
es el proceso intelectual, sin gran correlación directa con los
problemáticos contextos en los que ocasionalmente se hallaba.
¡Ni siquiera el régimen nazi parece haberlo jaqueado!

Tras una cómoda etapa de formación que describe un


triángulo con vértices en Frankfurt, Viena y Berlín, el ascenso
y consolidación de Hitler lo llevan a Inglaterra, donde estudia
en Oxford, y luego a los Estados Unidos, con estaciones en
Nueva York y en Los Angeles, y todo eso sin problemas
burocráticos, aun siendo medio judío y (neo)marxista. Seres
queridos y colegas padecen y mueren, por causas naturales o a
manos de los nazis; Adorno continúa investigando,
enseñando, y sobre todo, escribiendo.

Ya concluida la guerra, no puede asistir a los sepelios de su


padre, un comerciante de vinos a quien progresivamente fue
borrando de su vida (al extremo de quitarse el apellido,
Wiesengrund), ni de su amada madre. En 1948, a pedido de
Thomas Mann, ofrece un breve autorretrato en el que define
sus filiaciones: "Mi padre era un judío alemán; mi madre,
cantante, es hija de un oficial francés de origen corso –
originariamente genovés– y de una cantante alemana. He
crecido en una atmósfera dominada completamente por
intereses teóricos (también políticos) y artísticos, sobre todo
musicales". La templanza de Gretel Karplus, su esposa desde
1937 (se habían casado en Londres, con Max Horkheimer
como testigo), aportaría la suya para que los repetidos deslices
extramatrimoniales del filósofo quedaran confinados a la
esfera íntima, cual aventuras sin épica.

Esa aparente calma exterior, sin embargo, comenzó a


resquebrajarse a fines de los 60, cuando el eminente
intelectual y profesor –justamente a raíz de esa función– se
vio confrontado por la agitación juvenil que recorriera
América y Europa. Cuestionado por lo que su ya brillante
discípulo Jürgen Habermas osara calificar de "fascismo de
izquierda", Adorno se hallaba de pronto en el centro de la
opinión pública, en un terreno ajeno y hostil: sin
ambigüedades ni posiciones personales, ahora tenía que
tomar partido ante los antagonismos dados, sin "mediaciones"
(uno de sus conceptos favoritos). Y su álbum personal, hasta
entonces tan discreto, súbitamente se pobló de imágenes
llenas de contenido político: se lo ve en actos de protesta
contra el gobierno y junto a otras personalidades (como
Heinrich Böll), o bien asediado por estudiantes que lo
repudian con gestos obscenos, e incluso rodeado de los
policías a los que llamó para hacer desalojar el Instituto de
Investigación Social, que a la sazón dirigía.

En el verano de 1969, con su seminario interrumpido por los


estudiantes, y consagrado a la elaboración de la que estimaba
una obra cumbre, la Teoría estética (que planeaba dedicar a
su venerado Samuel Beckett), buscó algo de paz en una
escapada vacacional a Suiza, el paraíso neutral. Y lo hizo junto
a su mujer, que seguía a su lado pese a las infidelidades. El 6
de agosto, "perdido el lazo con su juventud y con toda la
juventud", como lo describiera su amiga la poetisa Marie L.
Kaschnitz, un infarto acabó con él. Aunque sus antecedentes
cardíacos no eran los mejores y él mismo se había confesado
"muy deteriorado" en una última carta a Herbert Marcuse (de
cuya muerte, coincidentemente, acaban de cumplirse los
treinta años), nada hacía prever que una excursión por las
montañas acabaría en semejante fatalidad.

Una opinión médica imputó la falla cardíaca a las recientes


crispaciones de público conocimiento; como siempre, nada se
dijo del ámbito privado, aunque a nadie sorprendió que Gretel
intentara suicidarse tiempo después, tras ordenar el legado de
su marido, que para ella y su círculo íntimo seguía siendo el
travieso "Teddy".

Por un momento, tras el funeral (en el que contra todas las


predicciones no hubo disturbios), pareció que su muerte sería
también el fin de sus ideas. La tajante ruptura con los
estudiantes universitarios, la anhelada obra maestra que
quedaba inconclusa, y la entronización de Marcuse, un
"temperamento divergente" que ahora parecía eclipsarlo como
filósofo de la época... muchos factores hacían suponer que su
nombre podría desvanecerse como el de un académico más.
Sin embargo, bastó con que sus colegas –con Horkheimer y
Habermas a la cabeza– lo reivindicaran ante la sociedad, con
que las protestas juveniles se diluyeran, y con que hasta
Marcuse mismo le reconociera su deuda intelectual en su
último libro, para que la vigencia del pensamiento adorniano
empezara a hacerse evidente. Y de hecho, el impacto de su
obra escrita ha sostenido desde entonces un notable in
crescendo, aún en nuestro siglo. A tal punto, que en el prólogo
a las Conferencias Adorno 2003, editadas por Suhrkamp
(la editorial "oficial" de todos los integrantes de la Escuela de
Frankfurt), el compilador lamenta la fácil apropiación
nacional de la figura de Adorno que con motivo del centésimo
aniversario se perpetró en Alemania, que a la sazón hizo de él
"un súper-yo colectivo". Y más allá de la explotación por parte
del mercado editorial, la repercusión de sus ideas se constata
al interior de las disciplinas que lo vieron brillar: la filosofía, la
sociología, y esa indefinida y punzante actividad que
conocemos como "crítica cultural". Pues si en algo suscribió
Adorno a la "Teoría crítica" de su amigo Horkheimer fue,
precisamente, en la negación a pensar en forma abstracta,
objetiva, y especializada; de ahí que sea tan feliz la definición
de "intelectual filosofante" que Habermas le tributara, en un
ensayo hoy recogido en sus Perfiles filosófico-políticos
(libro, de hecho, dedicado a Adorno).

En efecto: el abordaje y el vocabulario de Adorno no han


dejado de tener eco en otras teorías y otras obras, al menos
desde que su esposa y su editor Rolf Tiedemann se
apresuraron a publicar la inacaba Teoría estética. Pues
junto a la Dialéctica de la Ilustración, publicado recién
después de la guerra, el último gran texto adorniano pronto se
volvió una referencia imprescindible en el pensamiento de
Occidente. (En nuestro idioma, los avatares editoriales
quisieron que sendas traducciones aparecieran con apenas un
par de años de diferencia, allá por 1970; los avatares políticos,
a su vez, determinaron que la recepción de las mismas recién
se consumara con el retorno de la democracia.)
Hoy, con más perspectiva, puede afirmarse que este tratado de
estética sui generis es una de las obras clave de la filosofía del
siglo XX. De la filosofía, en general, y no sólo de la estética.
Pues el gran tema del pensamiento filosófico del siglo pasado
fue el lenguaje, y se requiere un alto refinamiento estético para
enfocarlo con el radicalismo y la originalidad característicos
de Adorno, que no por azar había fulminado justamente en
esta área a su archienemigo Martin Heidegger (en cuya "jerga
de la autenticidad" veía una tétrica continuidad del nazismo).

No hay duda de que Adorno introdujo cambios profundos en


el trabajo con la cultura, tanto en lo escritural como en lo
actitudinal. Términos tales como el remanido "industria
cultural" o "negatividad" se han naturalizado en el glosario de
las Humanidades, mientras que las pretendidas neutralidad y
sistematicidad del trabajo en Ciencias Sociales han quedado
más que contrariadas por su incisiva producción.

A cuatro décadas de su temprano deceso, sentimos una


impotente curiosidad por saber qué habría dicho este singular
pensador sobre los temas de hoy: el posmodernismo, la
globalización, Internet, el terrorismo... Pues si bien es cierto
que Adorno no pudo o no quiso aceptar algunos desarrollos
culturales básicos (como los medios audiovisuales, sobre los
que sólo dejó algunas páginas negativas), no es menos cierto
que siempre se sintió llamado a dejar constancia de su lúcida y
estimulante opinión, nunca desinformada.

Muchos de quienes le endilgan un elitismo retrógrado ignoran


ciertas ocupaciones, preocupaciones y declaraciones suyas,
como la que le formulara a Hans Magnus Enzensberger con
motivo de su común interés por la radio: "Renunciar a los
medios de masas [...] sería testarudo y un gesto de
conservadurismo cultural". Y es que por la deliberada
densidad de su estilo, con el que se resistía a ser leído
ligeramente, él mismo fue quizás el mayor responsable de su
imagen de "dinosaurio", impidiendo entrever la dimensión
espontánea y sensual: humana. Su virtuosismo al piano
(reconocido incluso por Schoenberg, quien confesara "no
soportarlo"), su proyecto de llevar a la ópera el Tom Sawyer,
sus amoríos, y su pasión por los animales (¡que hasta lo volvió
un seguidor de la serie Daktari!), parecen datos de otra
persona, siéndole tan propios como lo fueron.
Paradójicamente, para no quitarle su capacidad única de
provocación hoy quizás haya que tener presentes sus aspectos
más ligeros.

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