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GIORGIO GOZZELINO , En la presencia de Dios.

GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. Elementos de teología de la vida


espiritual, CCS, Madrid, 1994 (escaneado, sin notas)

Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL


Y aun todo lo tengo por pérdida
a causa del sublime conocimiento
de Cristo Jesús (Flp 3,8)
1. SIGNIFICADOS Y PROBLEMAS

Las dos acepciones de la mística


“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado
Jesucristo” (Jn 17, 3). La primera y más importante connotación de la vida espiritual,
entendida como vida realizada en el Espíritu, está en ser prenda, o arras, de la vida eterna, y
por eso, en llevar a efecto la comunión más profunda que pueda darse – trinitaria – con el
Dios viviente, encontrado en plenitud y definitivamente por medio de Jesucristo en el Espíritu.
Un primer significado del término mística designa sencillamente la realidad de la
santidad, y se aplica a la vida cristiana en cuanto tal, porque deriva de misterio, palabra que
en el NT significa el proyecto de Dios sobre la creación, que consiste en recapitular en Cristo
todo lo que existe (Ef 1, 10). En la perspectiva que comprende esta acepción general del
término, se llama mística a la vida espiritual en cuanto es vida de comunión con Dios Padre,
y el elemento místico específico consiste en asemejarse al Padre por medio de Cristo
resucitado, dador del Espíritu.
Junto a este significado general hay otro, más técnico y restringido, que ya no
determina la totalidad de la existencia cristiana, sino sus fases más altas y selectas, ya sean
ordinarias, ya sean, sobre todo, extraordinarias. Es una acepción según la cual se llama
místico “a un estado de unión especial con Dios que no se encuentra en todas las almas
fervorosas y que no incluye necesariamente toda la vida espiritual en las que son elevadas a
ella”. Y se usa el término “mística” para designar el campo de los fenómenos del místico,
tanto en su desarrollo concreto en la conciencia del místico, como en la sistematización
intelectual en cuanto ciencia específica: la teología mística”.
Tanto la acepción general como la particular son legítimas: todo cristiano es, y tiene que
ser inexcusablemente, un místico; los místicos por excelencia son los santos. Pero las
diferencias entre ellos son indiscutibles. Precisemos en seguida, en tal caso, que nos
detendremos en la dimensión mística de la vida espiritual, tomándola ante todo y
fundamentalmente en el sentido general; dentro de él, recurriremos al sentido restringido
cuando nos detengamos en los niveles más elevados de la realización cristiana.

Las dos acepciones de la ascética


Del mismo modo y por igual que la palabra mística tiene una doble acepción semántica,
así también ascética se emplea ordinariamente con una acepción general y otra particular.
En el primer significado, se llama ascética a la dimensión de lucha requerida para
superar los obstáculos y las fuerzas que se oponen a que se desarrolle la vida de caridad: es
una dimensión que es siempre necesaria, y que por eso está presente en todas las fases de
la vida espiritual, desde las más humildes hasta las más elevadas, desde las iniciales hasta
las conclusivas.
En el segundo significado, en cambio, se denomina ascética a la fase de la vida
espiritual que precede al momento propiamente místico. Por lo que vida ascético y vida
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mística se convierten en dos fases sucesivas de la vida espiritual que se diferencian por ser
el paso de la ordinario a lo eminente. Aquí, mientras la vida mística califica al creyente de
gran santidad y se caracteriza por la preponderancia de lo pasivo (el dejar que Dios actúe)
sobre lo activo (el obrar del hombre), de la simplificación sobre la complejidad, de lo
experiencial sobre lo discursivo, la vida ascética caracteriza al cristiano común y se distingue
por el prevalecer de lo activo sobre lo pasivo, de lo complejo sobre lo sencillo, de lo
discursivo sobre lo intuitivo.

Relación de la mística con la ascética


Cuando se toma la pareja que forman la ascética y la mística en la primera de los dos
acepciones apuntadas, resulta obvia y natural la integración de los dos datos, en cuanto que
y porque la exacta concepción de la justificación comporta y coordina en sí misma las dos
componentes de la liberación del pecado y de la comunión con Dios Padre.
Por el contrario, en el caso de su interpretación en sentido restringido, indicando
sucesión en la gradualidad de la vida espiritual, surge el problema de si hay o no continuidad
entre una y otra.
Hay autores para quienes la vida mística constituye la meta, el momento de maduración
de la evolución progresiva, y normal de por sí del desarrollo de la ascesis. Hay otros que
piensan lo contrario: ven en la vida mística un don de Dios enteramente gratuito, respecto al
que la vida ascética constituye, a lo sumo, una disposición remota, y sostienen que existe
una clara separación entre ascética y mística.
Este problema, que es complejo y se debatió ya en la Edad Media, aunque con una
terminología distinta, está todavía muy vivo. Hay que buscar la solución, quizás, en la
distinción, que comentaremos más adelante, entre contemplación adquirida y contemplación
infusa: dos niveles de vida espiritual que pertenecen a los grados eminentes de la vida
espiritual y que, sin embargo, se distinguen claramente entre sí. Si se admite que ambos
forman parte de la vida mística, aunque de distinto modo, se podrá decir que la relación de la
vida ascética, en sentido restringido, con la mística es de continuidad, respecto a la
contemplación adquirida, y de discontinuidad, respecto a la contemplación infusa.

2. VIDA MÍSTICA Y ORACIÓN

Volvamos a la acepción general de la mística, y tomemos de nuevo la expresión vida


mística como sinónimo de vida espiritual en cuanto comunión con Dios Padre, que nos
convierte toda la existencia terrena en culto espiritual grato a Dios. ¿Cuáles son los
elementos esenciales de este componente basilar que constituye la comunión con Dos?
Evidentemente, todo los que forman parte de la definición auténtica del cristiano,
comenzando por las virtudes teologales y cardinales.
Un autor trata de condensarlos en una descripción sintética, que se prolonga hasta la
dimensión ascética, declarando que “el hombre espiritual cristiano es un hombre que, con y
en Jesucristo, bajo la acción del Espíritu Santo, encuentra su plena realización personal en
Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y por Él en la relación con los hombres sus hermanos, a
quienes acoge, ama y sirve con la misma caridad divina. En el proceso de su realización
personal en Dios y por Dios, completa todas las dimensiones de su humanidad e incluye su
servicio a los hermanos. Su camino es un camino de liberación recorrido en todas sus
direcciones por una libertad que es fruto, por la caridad, del Espíritu de amor, entre las
resistencias de tendencias egoístas y fuerzas disgregadoras; es llevar de nuevo el mundo y

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la historia al Dios de la salvación, percibido con la mirada ‘mística’ de fe como su principio,


sentido y futuro”.
Un análisis adecuado de la dimensión mística de la vida espiritual exigiría repasar, en
clave, de teología espiritual, todos los datos de la antropología teológica; por lo menos, los
que conciernen directamente a la conversio ad Deum, prescindiendo de la aversio a
creaturis, pues está reservada a la ascética. Habría que hablar de las líneas principales en
las que se hacen realidad las virtudes teologales y cardinales, tal como emergen de la
experiencia viva de los grandes santos y de la enseñanza de los maestros de espíritu; y
luego, de las que se refieren a su práctica de los sacramentos; y de otras cosas más.
Pero esta revisión puede llevarse a cabo, además de punto por punto, concentrándose
en un elemento particular de la vida espiritual que se revele como más idóneo y mejor que
los demás para unificar todos los datos. Y es éste el camino que tenemos intención de
recorrer. Basados en la autoridad de la experiencia de los santos y de los grandes maestros
de espíritu, que a menudo han enfocado y desarrollado su enseñanza global sobre el
fundamento del tema de la oración, - piénsese, entre otros, en el caso de santa Teresa de
Jesús y de San Juan de la Cruz -, hablaremos sólo explícitamente de la oración, persuadidos
de que encierra en su interior un reflejo adecuado de la riqueza del conjunto.

3. LO ESPECÍFICO DE LA ORACIÓN CRISTIANA

La oración de Jesús
Comencemos considerando, en general, lo que especifica la oración cristiana, en
cuanto es propiamente cristiana. y digamos que la característica que la distingue consiste en
que se deriva enteramente de la oración de Jesús y se ajusta fielmente a ella.
Lo enseña el evangelista Lucas cuando relata los orígenes de la oración de los
discípulos: “Acaeció que, hallándose Él orando en cierto lugar, así que acabó, le dijo uno de
sus discípulos: Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñaba a sus discípulos (Lc
11, 1). Ningún cristiano puede aprender a orar sin hacer suya la petición de aquel discípulo.
Lo confirma el hecho de que la oración es fuente de salvación: si Jesús es el verdadero
y único salvador del mundo y de la historia, sólo él puede ser el auténtico orante, sólo el
puede orar de manera enteramente salvífica: todos los demás tienen que hacer que la propia
oración tenga sus raíces en la suya.
Por lo demás, se ora de modo correcto solamente con la oración querida por Dios, esto
es, con la oración infalible, la que permite que Dios nos escuche en todo, únicamente cuando
se ora en el nombre del Señor. Y esto no significa en modo alguno en lugar de Jesús, ni
siquiera simplemente en su compañía, sino dentro de él, dentro de su realidad de orante, de
tal manera que se forme una sola realidad con él y con su oración.
Ora cristianamente quien deja que el Señor cambie con toda verdad, o sea, en el
Espíritu Santo, la propia oración personal en la del orante, como fuente perenne de
inspiración, sostén, verificación, orientación y alimento de todo lo que ella es. Lo afirma Jesús
mismo en la declaración, amarga y entusiasta a la vez, que refiere Jn 16, 23-24: “En verdad,
en verdad os digo: Cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dará. hasta ahora no habéis
pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis para que sea cumplido vuestro gozo”

Características de la oración específicamente cristiana


Verificada la dependencia radical que tiene la oración cristiana de la de Jesús, se sigue
de ahí que, para comprender lo que es específico de la oración cristiana, es preciso
detenerse en la oración de Jesús y considerar cuáles son sus aspectos más importantes.
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La respuesta, aunque sea un poco esquemática, comporta cuatro indicaciones.


la originalidad de la oración de Jesús deriva esencialmente del hecho de que tal
oración:
1. se dirige a Dios en su identidad última, la del Padre de Jesús en el Espíritu,
resultando por eso mismo totalitaria;
2. corresponde plenamente a la identidad última de Jesús, verdadero Hijo divino en
versión humana, hasta tal punto que forma una sola cosa con su vida, o sea, que es
incesante;
3. se lleva a cabo constantemente en el Espíritu, dentro de una estructura de
obediencia que la hace genuinamente de respuesta;
4. concuerda perfectamente con la calidad de “primogénito entre muchos hermanos”
(Rom 8, 29) que compete a Jesús, y que viene a compendiar plenamente todas las demás,
solidaria con ellas, es decir, exquisitamente eclesial.
Éstas son las características que distinguen a la oración de Jesús: éstas son, por
consiguiente, las propiedades de la verdadera oración cristiana.

Oración totalitaria (al Padre)


En la oración que Jesús dirige a Dios no le llama Padre en el sentido general y genérico
del vocablo, es decir, como sinónimo de presencia amorosa y providencial, sino en el sentido
único e irrepetible que designa una relación con él que defina a Dios en lo más vital de su
identidad última, es decir, como Padre suyo. Si es fácil comprobar que la oración que
practicaba Jesús concuerda claramente con lo peculiar de la oración hebrea ordinaria, es aún
más patente que aquella sobrepasa la piedad de Israel en la medida en que Jesús supera
todo lo que le había precedido y preparado. La oración de Jesús lleva a cabo una comunión
con Dios en su verdad más íntima, en la raíz secreta de su ser, en el misterio de la fuente y
origen de toda la divinidad. No realiza una unidad cualquiera con él, sino la más profunda
que puede darse.
Acontece otro tanto reflejamente en la oración cristiana. Lo que Jesús ha convertido en
oración es la obediencia sin condiciones, es la voluntad intransigente de entregarse al Padre
totalmente, sin reservas o límites. En su adhesión a Jesús, el orante cristiano hace de la
oración el instrumento privilegiado, y la expresión, del abandono ¡limitado de sí en las manos
de Dios, por la disponibilidad más absoluta. No entrega algo, sino todo él mismo, persuadido
de que sólo se salvará verdaderamente lo que se entrega enteramente. No se abre a un don
cualquiera de Dios, sino que acepta que Dios se ofrezca a Sí mismo como don.
Por tanto, no es parcial o fragmentaria, sino radical y totalitaria.
Si se considera que "nadie sabe lo que Dios hará de él si corresponde a su gracia" (san
Ignacio de Loyola), el carácter absoluto de semejante encuentro con Dios dista mucho de ser
sencillo y cómodo. Esta comprobación confirma que es imposible orar de manera
auténticamente cristiana allí donde falte un sumergirse en la oración del Señor: una oración
tan comprometedora sólo se puede realizar en su nombre.

Oración incesante (mediante el Hijo)


La oración de Jesús implica una característica enteramente filial que corresponde a su
identidad de verdadero Hijo trascendente de Dios Padre, hecho hombre.
Pues bien, las primeras expresiones del prólogo del Evangelio de san Juan (Jn 1, 1)
revelan, de manera particularmente incisiva, qué significa ser Hijo del Padre divino, cuando
se dice que el Verbo desde el principio es decir, constitutivamente, "estaba junto a Dios"

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Es propio del Hijo estar ante Dios, con una presencia que le define a Dios y a él mismo.
Es el arrojarse perenne e incesantemente, como insinúa el pros con el acusativo, en los
brazos del Padre, el vivir de él: y la oración de Jesús constituye la forma eminente y más
viable de la versión en términos humanos de este estatuto radical de comunión-abandono
con Dios que le permite decir: "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10, 30). Es, por tanto,
incesante, cómo y por qué el ser filial define a Jesús establemente. Y es verdad que Jesús,
antes y mucho más que hacer oración, es la misma oración: no en el sentido de que
identidad se agote en la oración, sino en el sentido de que la oración define lo más íntimo de
su realidad.
Igualmente, y como consecuencia, la oración cristiana expresa el ser filial que el cre-
yente asume de Jesús, y que le permite estar ante el Padre en el dinamismo de una tensión
incesante hacia el Reino.
El cristiano no es solamente un sujeto que ora. Su relación de dependencia respecto a
Jesús le capacita para transformarse él mismo en oración como y con Jesús, gracia a una
especie de transustanciación que le lleva a vivir sine intermissione, y por tanto filialmente,
ante el Padre.

Oración de respuesta (en el Espíritu Santo)


Los escritos del Nuevo Testamento, y especialmente el evangelio de Lucas, atestiguan
que la oración de Jesús se realiza bajo la guía y por la moción del Espíritu Santo: y, por
consiguiente, dejándose animar enteramente desde lo alto, para asumir en todo el ca rácter
de una respuesta a las iniciativas de Dios. Este dato se deriva también de Jesús: ser Hijo
quiere decir existir en virtud de un perenne acoger al Padre. Se comprende, por tanto, que la
oración de Jesús no consista tanto en buscar y encontrar a Dios, cuanto en dejarse más bien
buscar y encontrar por él.
Gracias a su unidad con la oración de Jesús, también la oración cristiana se realiza en
el Espíritu Santo y exige una estructura idéntica de respuesta dócil y obediente. En ella
también el recibir precede al dar, el escuchar es anterior al hablar, el dejarse encontrar va
delante del buscar, lo pasivo es más importante y constructivo que lo activo.
Es lo que se comprueba, por ejemplo, en la estructura de la lectio divina, que consta de
un sucederse de fases que empieza por lo pasivo, para entrar en algo activo que tiende a
concluir de nuevo en lo pasivo: que empieza por la lectio y por la meditatio, esto es, por un
escuchar y un recibir, para pasar a la oratio, esto es, a un hablar que es un dar, y luego ter -
mina con la contemplatio, forma eminente de acogida. O bien, en la meditación discursiva:
plasmada en un esquema de escucha-respuesta (momento previo de acogida de la palabra
de Dios, y momento posterior de adhesión personal a sus interpelaciones) y en modo alguno,
como hay quienes se inclinan a pensar erróneamente, de petición-espera (exposición previa
de problemas y deseos a la consideración de Dios, y espera posterior de una respuesta
suya).
Quien habla primero no es el hombre, sino Dios. La respuesta que se espera es la del
hombre, no la de Dios. Si aquel olvida o descuida la propia estructura de respuesta, la ora-
ción se convierte en un intento imposible y blasfemo de echar a Dios fuera de su trascen -
dencia, de hacerlo salir de su ocultación (Deus absconditus) y se convierte en magia.
Desgraciadamente, "religión y oración se presentan, de ordinario, como manifestación
de la búsqueda de Dios por parte del hombre", señala un autor; "el hombre se dirige a Dios
en la oración y espera, en la incertidumbre, la respuesta de la divinidad". Pero "en la Biblia
resulta, antes bien, lo contrario: es Dios quien viene en busca del hombre, quien pri mero le
dirige la palabra y quien espera la respuesta del hombre. No es Abraham quien descubre al
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Dios vivo y verdadero, sino que es Dios quien llama a Abraham (Gn 12, 1-2). No es Moisés
quien descubre al Dios de los Padres, sino que es Dios quien llama a Moisés y le habla (Ex
3, 4-6). No son los profetas quienes, por propia iniciativa, hablan de Dios, sino que es Dios
quien ha escogido al pueblo de Israel y se ha comprometido a favorecerlo como Dios
presente y amigo (Dt 7, 6-8). En esta perspectiva, la oración ya no se convierte tanto en un
dirigirse a Dios, cuanto, más bien, en un responder a Dios". Por esto, según el espíritu de la
Biblia, espíritu de la oración cristiana en cuanto tal, "orar significa, ante todo, ponerse en
actitud de escuchar a Dios, acoger la palabra que El, por adelantado, nos ha dirigido. Nuestro
orar viene siempre en un segundo momento: primero está la iniciativa de Dios que se revela,
que nos habla, que interviene".
Hay que hacer notar que la estructura de respuesta que tiene la oración es lo que hace
que siempre sea posible, en cualquier situación interior, aun en los momentos de mayor
lejanía respecto a Dios, o de mayor aridez: si sucede a menudo que nosotros no tenemos
nada que decir a Dios, él siempre tiene una infinidad de cosas que decirnos.

Oración eclesial (con la Iglesia)


La oración de Jesús refleja su estatuto existencial de uno para la multitud, del nuevo y
definitivo Adán, de recapitulación de toda la humanidad y de cada uno. Nunca es privada,
incluso cuando es solitaria. Siempre es universal, católica.
Sus momentos de oración, explica un autor, preceden siempre a un gesto, y a un gesto
importante" no sólo para él mismo, sino para todos los hombres, "El evangelio de Lu cas, en
particular, destaca la oración de Jesús en momentos en los que él va a realizar una
experiencia excepcional, como la del bautismo (Le 3, 21), la de la pasión (Le 22, 41-44), y
sobre todo en los que prepara algo decisivo para los discípulos. Jesús ora antes de escoger
y llamar a los doce (Le 6, 12-13), antes de provocar el acto de fe de Pedro en Cesárea (Le 9,
18), antes de transfigurarse delante de Pedro, Santiago y Juan (Le 9, 28), antes de enseñar a
los suyos a orar (Le 11, 1), antes de la tentación a la que será sometido Pedro (Le 22, 32)",
La oración de Jesús le une al Padre uniéndole a los hombres.
Lo mismo sucede en la oración cristiana. "El Espíritu Santo que suscita la oración",
escribe A. de Bovis, "une a todos los cristianos en un solo cuerpo (1 Cor 12, 12-13), en una
sola y única oración, la de Jesús. Solidarios los unos con los otros, gracias a Cristo en el
Espíritu, todos somos un cuerpo en oración. Por esto, lo que el creyente vive y en lo que se
convierte en la oración, no lo vive ni llega a serlo sólo para sí, sino para el cuerpo de Cristo,
la Iglesia". Y "toda oración, realícese como se realice, lleva en sí esta dimensión eclesial".
Esta es la razón por la que la modalidad objetiva más completa y rica de oración es la
litúrgica: expresión máxima de la oración realizada en la Iglesia y por la Iglesia, sacramento
de toda la humanidad.
Por lo demás, la oración es respuesta de fe, y no hay fe sin la mediación, en última
instancia, de la Iglesia, realizada en unidad con la Iglesia, abierta y dirigida a cuanto cree la
Iglesia, hecha posible por la presencia previa de la Iglesia, sea la que sea la forma concreta
que asume tal vinculación a la Iglesia, históricamente, para cada uno. Y no hay que olvidar
que la auténtica oración cristiana tiene como objetivo satisfacer los deseos de Dios ("hágase
tu voluntad"), no los propios, y Dios quiere que se realice el reino, que es la recapitulación de
todo y de todos en Cristo. Por lo que hay que decir que toda oración realiza, recibiéndola de
las manos de Dios, la comunión con los hermanos.
San Lucas traza un cuadro ideal de la comunidad primitiva al escribir que los primeros
cristianos "eran asiduos a la enseñanza de los apóstoles en la comunión, en la fracción del
pan y en la oración" (Hch 2, 42). Estas características rebasan el espacio y el tiempo. Hoy
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también, quien ora bien, ora, incluso en la oración más solitaria, además de con perse -
verancia y en estrecha dependencia de la celebración eucarística, en el corazón de una ín-
tima comunión con los hermanos y con la Iglesia y, a través de ella, con toda la humanidad.

Síntesis
Lo específico de la oración cristiana se resume, pues, en ser enteramente trinitaria y
eclesial por ser chstológica: en responder, en el Espíritu y con la Iglesia, como hijos en el Hijo
encarnado, al Padre.
Regla suprema de la oración del creyente es la doxología conclusiva de las plegarias
eucarísticas, proclamada por el celebrante en nombre de toda la asamblea, y por ella ratifi-
cada: "Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu
Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos, Amén".

4. LAS MODALIDADES COMPLEMENTARIAS DE LA ORACIÓN CRISTIANA

La tradición espiritual de la Iglesia, basándose en las Escrituras, suele distinguir cuatro


modalidades de oración, que se relacionan entre sí formando un solo conjunto. Son respec -
tivamente: la oración de adoración y alabanza, de acción de gracias, de súplica e intercesión
y de petición de bienes temporales. Todas son legítimas y necesarias individualmente, pues
corresponden a una relación esencial del hombre: las dos primeras, a la relación con Dios; la
tercera y la cuarta, a la relación con los hombres y con el mundo. Cada una tiene su propia
razón de ser con las otras.

Adoración y alabanza
La oración de adoración y de alabanza nace del estupor agradecido por la infinita
grandeza de Dios, manifestada en sus obras.
Tiene antecedentes espléndidos en el Antiguo Testamento, sobre todo en los salmos, y
en varios textos de índole profética, sapiencial e histórica. Cabe recordar el cántico de
Moisés de Ex 15, 1-18 y Dt 32, 1-43, el cántico de los tres jóvenes de Dn 3, 32-90, el himno
del Sirácida 42, 15-25 y 43, 1- 37. Prosigue en el Nuevo Testamento con el Magníficat, el
Benedictus, las frecuentes doxologías paulinas y los himnos de la liturgia celestial del libro
del Apocalipsis.
Esta forma de oración expresa la maravilla de la criatura que abre los ojos a la pro-
fundidad insondable del Creador (el Deus absconditus que se convierte en revelatus), lle-
gando a congratularse con Dios por ser Dios.
Y concentra la atención de orante sobre Dios, enseñándole a dejarse en la sombra a sí
mismo y al mundo, o a verlos únicamente en él (cognitio matutina): hasta el punto de que
constituye la modalidad de oración más cercana a la contemplación celestial.

Acción de gracias
La oración de acción de gracias, o de eucaristía, brota al percibir la munificencia de
Dios para con las criaturas.
En el Nuevo Testamento ocupa un lugar de primer plano, proporcionado a la gratui-dad
de la relación amorosa de Dios con el mundo. Aunque no queda recogida formalmente en el
Padre nuestro, es presentada existencialmente, de manera en extremo incisiva, en el
comportamiento habitual de Jesús (cf. Mt 11, 25-27; Me 14, 23). En las cartas de Pablo pa-
rece que compendia toda verdadera oración.

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Es tal su centralidad que incluye la modalidad precedente. Lo hace notar G. Moioli,


precisando que la oración "se expresa y, por tanto, se configura en dos tipos de actos fun -
damentales: la eucaristía y la petición", porque se habla "de eucaristía, esto es, de agrade-
cimiento, suponiendo que en ella se pueden incluir sin dificultad expresiones como la ala-
banza, la bendición, la confesión, etc."
Su ámbito es vasto sobre manera. Hay que "dar gracias por lo que se ha conseguido
sin haberlo pedido, por lo que se ha pedido y se ha conseguido, y también por lo que se ha
pedido y no se ha conseguido". Es una exigencia del saber que el verdadero bien de la
criatura se halla solamente en lo que el Creador propone e introduce en su vida.
Y hay que dar gracias por todo lo que se es y se tiene. Creer en Dios, en efecto, sig-
nifica "creer que él es la fuente de toda realidad y que, consiguientemente, todo lo que de -
cimos que es nuestro, toda nuestra experiencia, sobre todo gozosa, es don suyo, un don que
él no está obligado a darnos y que no tenemos que dar por descontado. El agradeci miento y
la oración de acción de gracias constituyen una forma fundamental de la existencia cristiana,
porque sencillamente son las consecuencias de un modo cristiano de ver la realidad en sus
aspectos profundos: como un don del que no se dispone a voluntad".

Súplica e intercesión
La oración de súplica e intercesión indica el paso a la oración de petición, y representa
su forma más elevada, en cuanto tiene como objeto propio los bienes definitivos: la comunión
con Dios y el perdón de los pecados.
Se suele distinguir entre súplica, que designa una petición hecha a favor de sí mismo e
intercesión, para indicar una petición presentada en provecho de otros. No obstante, esta
terminología no tiene un valor absoluto.
En ambos casos se busca conseguir el don escatológico de gozo (amor fruens = amor
realizado). Lo atestigua la invitación de Jesús: "pedid y recibiréis, para que sea cumplido
vuestro gozo" (Jn 16, 24). "El contenido de todas nuestras exigencias, de todos nuestros
deseos, es la dicha, la felicidad: todos y cada uno de nuestros particulares anhelos buscan
fragmentos de felicidad. San Juan, con san Mateo, nos dice: pedidle a Dios todo; bus cad
siempre la felicidad; el Padre tiene el poder y la bondad de otorgarla. Con san Lucas, san
Juan afirma: todos los bienes singulares son fragmentos de esta única realidad que se
expresa en el gozo. El gozo, en último término, no es más que Dios mismo, el Espíritu San to.
Buscad a Dios, pedid el gozo, el Espíritu Santo, y lo habréis conseguido todo".

Petición
Existe finalmente la oración de simple petición, orientada como la anterior a pedir, pero
dirigida a bienes y valores terrenos.
Dado que está unida al interés inmediato del orante, se presenta como la modalidad
más espontánea y fácil de oración. Pero no es por esto menos importante que las anteriores.
El Padre nuestro la coloca en una posición subordinada, dentro de la fórmula sobria y
discreta: "danos hoy nuestro pan de cada día"; pero, entre tanto, la incorpora. Santo Tomás
de Aquino la incluye en la definición general de oración, diciendo que la oración es la eleva -
ción de la mente a Dios para alabarle y pedirle cosas convenientes para la salvación eterna
(petitio decentium a Deo).
El sustantivo latino oratio sugiere la idea de un decir y, precisamente, de un pedirle.
Como las peticiones orales se hacen con la boca, el término se relaciona con la palabra os,
boca.

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En el lenguaje corriente de los autores cristianos oratio significa principalmente, y al-


guna vez exclusivamente, petitio, petición, Orare est petere, afirma Rábano Mauro.

5. PROBLEMAS Y VALORES DE LA ORACIÓN DE PETICIÓN

La oración de petición, en el sentido pleno de su acepción, y por tanto incluyendo


también las modalidades de súplica e intercesión, suscita hoy especialmente numerosas
dificultades.

Legitimidad
Algunas se refieren a su fundamento. Hay quien dice: ¿qué sentido tiene pedir, si Dios
sabe ya lo que necesitamos?
San Agustín da una respuesta espléndida con su célebre frase: Deus non dat nisi
petenti, ne det non capienti. Dios sólo da a quien pide, para no dar a quien no recibe. "Pue de
resultar extraño, explica el santo, que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras ne-
cesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor
no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede descono -
cerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear,
para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en
efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante.
La petición no tiene como finalidad informar a Dios, ni siquiera inducirle a que venga a
nuestro encuentro, sino disponernos a recibir sus dones. Orar equivale a decir, ante todo,
que sí a la acción salvadora de Dios: un sí que puede requerir que se rectifique o suprima el
objeto de la petición. En este sentido, aprende a vivir bien, dice san Agustín, quien aprende a
orar (rede novit vivere qui recte novit orare).
"La oración, comenta el cardenal Ratzinger, separa en nuestra vida la luz de las tinie-
blas y realiza en nosotros la nueva creación. Nos hace criaturas nuevas. Por esta razón es
tan importante que en la oración abramos con toda sinceridad nuestra vida entera a la mirada
de Dios, nosotros, que somos malos, que tantas cosas malas deseamos. En la oración
aprendemos a renunciar a estos deseos nuestros, nos disponemos a desear el bien y nos
hacemos buenos hablando con aquel que es la bondad misma".
La realidad del tránsito pascual que se realiza en la oración, de un morir a sí mismos
para decir que sí a Dios, encuentra un eco fiel en la clásica definición formulada por san Juan
Damasceno: la oración es la elevación de la mente a Dios. Es elevación, esto es, paso del
mundo inferior del hombre al mundo superior de Dios. Y atañe a la mente, sinónimo de la
totalidad del hombre.

Validez
Otra objeción pone en duda el significado de la oración de petición. Si a menudo hay
que rectificar o incluso olvidar la petición humana, ¿no es más razonable, se dice, no pedir
nada? ¿No se sigue de ahí, por lo menos, que la petición constituye una modalidad inferior
de oración especialmente cuando se piden bienes terrenos?
Hay que responder resueltamente que no. En primer lugar, porque, si fuera así, no la
habría puesto en práctica Jesús ni habría hecho que otros la pusieran en práctica. Y, des-
pués, porque la existencia de la oración de petición responde a una exigencia de la consti -
tución intrínseca del hombre.
La petición, en efecto, lejos de arrinconar las cualidades del hombre, entre las que se
cuenta el disponer de sí, responsablemente, o sea, la libertad, las exalta. La escritura enseña
Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 9
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 10

que Dios "fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío" (Sir
15, 14). Entonces, "lo que pide el cristiano, al pedir esto o aquello, no queda anulado, sino
relativizado, o reorientado en la perspectiva escatológica". Como el hombre no puede
renunciar a ser criatura que tiene sus proyectos, es justo que pida también bienes tempora -
les. Como el hombre sabe que Dios es la salvación, pero no conoce el modo como se llevará
a cabo en la situación presente, es preciso que esté disponible ante cualquier desenlace que
Dios quiera.
"En tal sentido, añade Moioli, el pedir, o sea, el orante mismo, se purifica indefinida -
mente y se hace auténtico: cada vez más lejano no sólo de la magia, sino también de todo
pasivismo, más o menos quietista, igual que de toda agresividad, que lleva en sí inevitable -
mente el germen de la rebelión, cuando comprobara que no había sido escuchado; o del todo
cerrarse apriorísticamente a las libres intervenciones de Dios en la historia y en la naturaleza,
sin exceptuar el milagro".

Oración y praxis
Hay un tercer orden de dificultades que concierne a la relación de la oración con la
praxis.
Lo plantea polémicamente E. Bianchi al preguntar: "¿No es quizá verdad que para
muchos cristianos es más fácil orar que trabajar? Detrás de muchas oraciones en las que se
pide a Dios que intervenga, ¿no hay quizás mucha ruindad, mucho miedo, mucha comodi-
dad, es decir, todo lo que impide que hagamos nosotros lo que queremos que Dios realice?
De esta manera, en vez de construir el mundo, en vez de estar en los puntos de tensión en
los que se juega el futuro del mundo, el cristiano se ha ido retirando cada vez más, con el
pretexto de orar a su Dios y se ha pertrechado con una buena conciencia que le asegura que
ha hecho el mayor esfuerzo que podía: pedir a Dios que intervenga".
La falta clara de moderación de estas palabras permite comprender que las dificultades
valen, no para la oración de petición en sí, sino, a lo sumo, para sus deformaciones. Entre
tanto, es ciertamente más fácil pasar a la acción que ponerse realmente a orar. Y lue go, la
verdadera oración, lejos de librar del compromiso práctico, lo produce vitalmente: no se
puede encontrar al Dios de los hombres sin ser arrastrados por su loco amor a los hombres.
En realidad, en el miedo a que la oración debilite la praxis está en juego una reduc ción
antropológica que es típica de la era iluminista y postiluminista. La esboza lúcidamente G.
Moioli cuando escribe: "Se pasa lógicamente del presupuesto de la no objetividad de Dios a
la afirmación de que o no tiene sentido o es prácticamente ingenuo entender la ora ción como
un dirigirse a un Tú o a un El. Y de aquí se llega a la reinterpretación de la ora ción. En dos
direcciones: o en la de tomar conciencia de lo real, de la autotransparencia, del logro del
sentido de la profundidad del hombre y de su misterio, de su totalidad, etc.; o bien en la línea
ético-pragmática de hacerse cargo de la propia responsabilidad respecto a sí mismo, a la
historia y al mundo. En ambos casos, el nombre, cuando ora, queda como interlocutor de sí
mismo: la oración es un momento para tomar conciencia ('contemplativa1 o teórica), o para
determinarse éticamente de varias maneras (toma de conciencia 'práctica')".

6. NECESIDAD DE LA ORACIÓN

La tradición cristiana, amaestrada por el magisterio de Jesús que enseñó "la necesidad
de orar siempre, sin cansarse" (Le 18 1; cf. Ef 5, 20), no ha cesado nunca de insistir sobre la
necesidad de la oración.

Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 10


GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 11

Entre los innumerables testimonios de hombres espirituales de toda época y condición,


bástenos mencionar dos voces, una que pertenece a Occidente y otra que viene de Oriente.
La primera voz es la de san Alfonso M. de Ligorio, quien escribe el libro Del gran medio
de la oración, enfocándolo desde la persuasión de que "quien ora ciertamente se salva, y
quien no ora ciertamente se condena" y aclara: "Todos los bienaventurados, excepto los
niños, se han salvado por orar. Todos los condenados se han perdido por no haber orado; si
hubieran orado no se habrían perdido. Y ésta es, y será, su mayor desesperación en el
infierno, el haber podido salvarse con lo fácil que era pedir a Dios sus gracias y no tener ya
ahora tiempo los desdichados de pedírselas. Si bien algunos detalles corresponden a la
mentalidad de la época, la afirmación central del texto es indiscutible y categórica: sin ora-
ción, no hay salvación.
La segunda voz procede de las páginas de El peregrino ruso, que establecen un prin -
cipio general de igual alcance: "El cristiano debe, ciertamente, hacer muchas obras buenas,
pero, en primer lugar, debe orar, porque sin la oración nada bueno, en general, podrá reali -
zar. No puede encontrar el camino que lleva al Señor, no puede entender la vida, no puede
crucificar la carne; con todas sus pasiones y toda su sensibilidad intactas, no puede ver en -
cenderse en su corazón la luz de Cristo, no puede ser feliz y vivir en unión con Dios. Nada de
esto puede realizarse sin la oración continua".
Se comprende, entonces, que hay que entender la oración no tanto como un deber,
sino, más bien, como un derecho y una necesidad irrenunciable del espíritu. No en vano, en
una de sus definiciones más acertadas, la llama respiro del alma. Quien vive respira: quien
no está muerto espiritualmente, ora. Para usar otra imagen: "si se cree se ora; de igual ma -
nera que quien se echa al agua, no puede hacer más que nadar".

7. LAS CONDICIONES ASCÉTICAS DE LA ORACIÓN

Dado que la oración es encuentro y comunión con Dios, lo que constituye una barrera
entre el hombre y Dios obstaculiza por eso mismo la oración. Se deduce de ahí que el espí-
ritu puede hacer verdadera oración sólo si se alejan los impedimentos que la estorban, y sólo
si se cultivan las disposiciones que la alimentan.
Lo atestigua firmemente santa Teresa de Jesús: "El no ha de forzar nuestra voluntad,
toma lo que le damos, mas no se da a Sí del todo, hasta que nos damos del todo". Lo rea-
firma san Juan de la Cruz: "Y, vaciando de esta manera el alma a todas las cosas, que es,
como habremos dicho, lo que puede hacer de su parte, es imposible que deje Dios de hacer
lo que es de la suya en comunicársele, a lo menos secretamente. Más imposible que dejar
de dar el rayo del sol en lugar sereno y descumbrado; pues que, así como el sol está ma -
drugando y dando en tu casa para entrar si destapas el agujero, así Dios, que en guardar a
Israel no dormita (Sal 120, 4), ni menos duerme, entrará en el alma vacía y la llenará de
bienes divinos".
En los capítulos séptimo y octavo de su Tratado sobre la oración de corazón el jesuíta
J. P. Caussade resume las condiciones ascéticas de la oración en cuatro clases de pureza,
que llama respectivamente: pureza de conciencia, o exclusión del pecado; pureza de cora-
zón, o desasimiento de lo que no es Dios; pureza de espíritu, o dominio de los pensamientos
y de las imaginaciones; y pureza de la acción, o sumisión de la libertad al querer de Dios.
Esta enseñanza expresa una tradición constante de los maestros de espíritu y puede
tomarse, por tanto, como un compendio válido de las disposiciones para la oración. He aquí
algunos pormenores.

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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 12

1. Desasimiento del pecado


Se llama pureza de CONCIENCIA -y corresponde al primero y segundo de los tres
modos de humildad que propone san Ignacio en la segunda semana de los Ejercicios Espi-
rituales (nn. 165-166)- a la actitud del individuo que toma posición contra toda forma de pe-
cado, mortal o venial, comprometiéndose con firme determinación de la voluntad a no
consentir en la más pequeña ofensa de Dios, cueste lo que cueste, "ni porque la vida me
quitasen", dice el santo.
Se trata de instaurar una mentalidad que rechace pronta y enérgicamente el pecado,
capaz de inducir a quien cae en la culpa de fragilidad, a detestarla inmediatamente, pidiendo
perdón a Dios.
Se llama pureza de conciencia porque aborrece la doblez espiritual, la falta de since-
ridad consigo mismo, la atmósfera crepuscular de las medias verdades tan grata al poder de
las tinieblas, y la fácil absolución de las propias faltas, sin que por esto se fomenten los es -
crúpulos.

2. Desasimiento de las criaturas


Se llama pureza de CORAZÓN, o castidad espiritual, a la oposición del espíritu a los
afectos desordenados, y a la ausencia de apego a los valores creados que impiden la adhe-
sión a Dios.
San Ignacio de Loyola la llama indiferencia, no para devaluar los valores terrenos, sino
para proclamar que se subordinan al valor absoluto de Dios y que no son indispensables
para el éxito final de la vida. "El hombre, enseña el santo, es criado para alabar, hacer reve -
rencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas
sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución
del fin para que es criado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar dellas cuanto le
ayuden para su fin, y tanto debe quitarse dellas cuanto para ello le impiden. Por lo cual es
menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la
libertad de nuestro libre albedrío y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de
nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida
larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que
más conduce para el fin que somos criados".
San Juan de la Cruz se sirve de una célebre imagen: "Porque eso me da que una ave
esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asido se
estará a él como al grueso, en tanto no lo quebrare para volar. Verdad es que el delgado es
más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no lo quiebra, no volará".

3. Dominio de la mente
Se llama pureza de ESPÍRITU, o de mente, al dominio de los pensamientos y de la
imaginación, a la capacidad de controlar los recuerdos, malos, inútiles o inoportunos: la hi-
giene mental excluye, por un lado, el dejarse absorber excesivamente por el trabajo, la an-
siedad de actuar, el rumiar pensamientos nocivos, el evadirse con imaginaciones fantásticas
y, por otro, favorece el recogimiento.
Como la oración lleva a cabo la entrega de la criatura al Creador, para orar se requie re
poseerse, con un dominio que comienza por los propios pensamientos.
No se trata, naturalmente, de un dominio fácil, ni de una conquista que se realiza de
una vez por todas. El control de la mente está sujeto a fuertes fluctuaciones, que dependen
de las condiciones físicas y psicológicas, y de las situaciones en que cada uno vive. Sin
embargo, la pureza facilita el que se solucionen muchos problemas crónicos de la oración y,
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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 13

en primer lugar, el de las distracciones: éstas, en efecto, como dice F. W. Faber, hay que
combatirlas antes de que se presenten, esto es, con la estrategia de la prevención.

4. Rectitud de intención
Se llama, finalmente, pureza de ACCIÓN, o también de intención, al desprenderse el
individuo en su compromiso operativo de otros fines que no sean procurar cumplir la voluntad
de Dios.
Es reproducir la disposición profunda de Jesús que no busca la propia complacencia
(cf. Rm 15, 3), para cumplir lo que es del agrado del Padre (Jn 8, 29).
La ascesis en las disposiciones necesarias para la oración garantiza que ésta sea un
encuentro de amor. "Muchos, dice san Juan de la Cruz, no querrían que les costase Dios
más que hablar. Pero hasta que de ellos salgan a buscarle, aunque más voces den a Dios,
no le hallarán, porque así le buscaba la Esposa de los Cantares, y no le halló hasta que salió
a buscarle. De donde, el que busca a Dios queriéndose estar en su gusto y descanso, de
noche le busca, y así no le hallará. Pero el que le busca en el ejercicio y obras de las virtu -
des, dejando aparte el lecho de sus gustos y deleites, éste le busca de día y así le hallará;
porque lo que de noche no se halla, de día aparece".

8. FORMAS Y GRADOS DE LA ORACIÓN CRISTIANA

Como la oración está en el centro del conjunto de la vida espiritual, toma sobre sí toda
su complejidad. Es necesario, por tanto, distinguir sus formas y niveles: desde el nivel básico
de la oración difusa a los que, desde la oración vocal, ascienden a los grados superiores,
hasta la contemplación infusa.
No hay que forzar esta clasificación: cada una de sus formas se compenetra conside-
rablemente con las demás, hasta el punto de que no se han de trazar entre ellas unos lími tes
demasiado rígidos, ni establecer un orden demasiado geométrico. Hablando de las moradas
de la vida interior, que corresponden a otros tantos grados de oración, santa Teresa de Jesús
advierte: "No habéis de entender estas moradas una pos de otra como cosa en hilada. Las
cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud, anchura y grandeza. Importa
mucho a cualquier alma que tenga oración, poca o mucha, que no se arrincone ni apriete.
Déjela andar por estas moradas arriba y abajo y a los lados; no se estruje en estar mucho
tiempo en una sola pieza".
No obstante, las diferencias y la gradualidad son reales y vamos a considerarlas,
tratando primeramente de las formas ordinarias de oración -que comprenden la oración di-
fusa, la oración vocal y la oración mental- y luego, de las formas que introducen y constituyen
la contemplación; lo haremos siempre en clave de teología espiritual, o sea, basándonos con
fines mistagógicos en las enseñanzas de los santos y de los maestros de espíritu.

9. LA ORACIÓN DIFUSA Instancia de fondo

Instancia de fondo
Para justificar la oración incesante, H. U. von Balthasar hace notar: "Pablo invita a la
comunidad a orar 'sin cesar1 (1 Ts 5, 17); a vivir 'orando en todo tiempo en espíritu, con toda
suerte de oraciones y súplicas, y para ello velando con toda perseverancia y súplica de todos
los santos, y por mí1 (Ef 6, 18-19). Varias veces emplea un término que significa detenerse
constantemente, establemente, en algo, estar cercano: 'perseverad' en la oración (Col 4, 2);
'sed perseverantes1 en la oración (Rm 12, 12). El mismo Pablo ora 'día y noche, con
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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 14

insistencia' por los suyos, para completar lo que falta a su fe (cf. 1 Ts 3, 10), ora en todo
momento por ellos (cf. 2 Ts 1, 11) para que se cumpla todo el bondadoso beneplácito de Dios
(cf. también Rm 1, 9-10; 1 Col 4; Ef 5, 20; Fil 1, 4; 1 Ts 1, 3; 2, 13; etc.). En esto él es sólo el
eco de Jesús que narra la parábola de los ruegos de la viuda ante el juez inicuo para hacer
ver que hay que orar siempre, sin cansarse (cf. Le 18, 2). Mientras que en Lucas vemos que
Jesús ora en los grande momentos de su vida (bautismo, llamada de los discípulos,
transfiguración, monte de los olivos, cruz), Juan nos lo muestra en continuo coloquio de
oración con el Padre: él mira constantemente al Padre para hacer lo que el Padre hace y le
manifiesta en el amor (cf. Jn 5, 19-20); hace continuamente lo que es del agrado del Padre
(cf. Jn 8, 29); sabe que el Padre le escucha 'siempre1 (cf. Jn 11, 42), lo que presupone que
está resonando continuamente una oración del Hijo al Padre. Ni siquiera la cruz hará que se
interrumpa este coloquio (cf. Jn 16, 32)".
No se puede negar que el Nuevo Testamento formula con una insistencia impresionante
una invitación urgente a la oración continua. La realización de tal llamada se pone por obra,
instaurando el estado de oración que se llama corrientemente oración difusa.

Formas en que se ha presentado históricamente


A la exigencia de la oración incesante, en efecto, se ha respondido a lo largo de la
historia de dos formas: una exclusiva y otra inclusiva.
La primera forma -propia de pocos o reducida a algunos momentos privilegiados, co mo
tandas de ejercicios espirituales, retiros, etc.- es la vía del desierto, que consiste en tomar al
pie de la letra la invitación de Jesús a dejarlo todo y quedarse solos con él (cf. Mt 19, 21; Le
18, 22). "Hacer el desierto significa aislarse, apartarse de las cosas y de los hombres,
obedecer a Dios que nos manda interrumpir el trabajo y aceptar cierta inactividad en benefi -
cio de la contemplación", explica C. Carretto. Se deja todo cuidado terreno para hacer de la
oración el propio trabajo.
La segunda forma, accesible a todos y que se pide también a quien está llamado a la
vía del desierto, se verifica en cambio poniéndose sencillamente, como Jesús y con Jesús,
en presencia de Dios para no salir ya de ahí. Es vivir habitualmente bajo la mirada de Dios,
dócilmente abiertos a su acción, trasladando a la relación con el Señor la tensión recíproca
de ser y actual típica de las personas que se aman intensamente. Es la verificación más
realista de la oración que es respiro del alma: sin pausas y transformándolo todo en oración.
Como ocurre en la respiración física, también la oración difusa une momentos fuertes
de intensa conciencia con momentos más virtuales e implícitos, pero nunca desfallece. Igual
que la respiración, vivifica todo lo que hace. Es el instrumento privilegiado e insustituible de la
gracia de unidad de la vida con la fe, del trabajo con la oración, de la acción con la con -
templación: permite que la actividad, la comida y el descanso, la distensión, el compromiso,
etc., se conviertan en materia prima de un modo de orar distinto del que es propio de los
tiempos fuertes de la oración, pero es igualmente real. En este sentido, se ha dicho acerta-
damente que la oración, antes y mejor que un conjunto de actos (por otra parte, siempre
indispensables), está constituida por "un modo particular de estar", el modo de quien está
siempre junto a Dios, del modo y por la razón por la que Dios está siempre junto al hombre.

El duro soporte de la oración difusa


La oración personal se convierte en oración difusa cuando logra entrar en la sangre
hasta tal punto, que nos damos cuenta de repente de que estamos en oración, sin que se-
pamos cómo hemos empezado a orar.

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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 15

Pero este modo de estar, que hace del creyente un perpetuo orante, sólo se conserva si
con frecuencia se hace explícita la relación con Dios. Y esto ocurre multiplicando las ora-
ciones breves.
"La expresión oración breve, explica O. Pesch, significa de hecho lo que en otros
tiempos se llamaba jaculatoria. La oración breve consiste en expresar con pocas palabras,
en una frase concisa, los efectos concretos que produce en mí una situación determinada, lo
que hace que me sienta gozoso, agradecido, angustiado, desmoralizado, culpable, y así
sucesivamente". Se pueden emplear con esta finalidad fórmulas fijas, tomadas de la tradición
de la Iglesia (Escritura, liturgia, usos de los santos y del pueblo cristiano); o también se
puede intentar decir con palabras propias lo que se quiere comunicar a Dios, o a Jesús he -
cho presente por la resurrección, o a los santos, que participan de la resurrección de Jesús.
Estas oraciones breves se llaman jaculatorias, son lanzadas (iaculatae) como flechas
hacia el cielo; o también orationes furtivae -expresión que agradaba a las primeras genera-
ciones de frailes predicadores que las empleaban en sus largos viajes- pues las pronuncia -
ban casi siempre furtivamente; o también actos anagógicos, en cuanto tendían a elevar al
orante a Dios. La tradición oriental, especialmente la hesiquiástica recomienda, entre otras
muchas, la oración de Jesús, u oración del nombre, o del corazón, que consiste en repetir un
número ilimitado de veces el nombre de Dios o de Jesús, o exclusivamente en una invo -
cación que lo contenga.
"Ora sin interrupción, señala Orígenes, quien une la oración a sus obras cotidianas, y a
la oración las obras que hacen al caso, dado que también las obras rectas, el poner en
práctica lo mandado, pertenecen al ámbito de la oración". Esto se puede hacer únicamente
con una clase de oración que se puede practicar con facilidad en cualquier lugar, circuns -
tancia o momento: esto es precisamente lo que se encuentra en la oración breve.
Lo afirma, con su estilo pintoresco, san Francisco de Sales: "mirando bien, no es na da
dificultoso este ejercicio, porque se puede entrelazar en todos nuestros negocios y ocu -
paciones, sin que por eso se estorben; por cuanto (sea en la celda espiritual, o sea en estos
asaltos interiores) no se hacen sino pequeños y cortos divertimientos, los cuales no estorban
de ninguna manera, antes sirven mucho al progreso

Las condiciones de la oración difusa


Está bien claro que la vida se transforma en oración si se dan determinadas condi-
ciones; la primera y más importante la constituye cabalmente la repetición frecuente de la
oración breve.
Y así, la práctica de la oración breve resulta indispensable desde dos puntos de vista.
En primer lugar, porque es precisamente el alimento de la oración total. En efecto, "en
este ejercicio de la celda espiritual y de las oraciones jaculatorias se funda la gran obra de la
devoción", sigue diciendo san Francisco de Sales; "puede suplir la falta de todas las otras
oraciones; pero la suya casi no puede ser reparada por ningún otro medio".
En segundo lugar, como verificación del amor que se tiene a Dios. En realidad, "como
los que están enamorados de un amor humano y natural tienen casi todos los pensamientos
en la cosa amada, lleno el corazón de ella, la boca llena de sus alabanzas".
Pero se requiere taxativamente que las prácticas de piedad propiamente dichas con-
serven el primer puesto y ocupen el espacio que necesitan en la economía general del es-
tado de vida de cada cual.
Si se observan las dos condiciones, la oración asidua se convierte en una gozosa
realidad: el recuerdo del Señor resucitado se hace vivo y constante, la sensación de su pre -
sencia incesante hasta el fin de los siglos se consolida, y toma cuerpo la invitación de Pablo:
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"Todo lo que hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando
gracias a Dios Padre por El" ( Col 3, 17; cf. Ef 5, 20).
Para llegar ahí basta que el alma tome conciencia, sugiere santa Teresa de Jesús, de
"representarse delante de Cristo y acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Hu-
manidad y traerle siempre consigo y hablar con El, pedirle para sus necesidades y quejarse
de sus trabajos, alegrarse con El en sus contentos y no olvidarle por ellos, sin procurar ora-
ciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidades".

Ventajas y actualidad
Es evidente que la oración breve, alma de la oración difusa, tiene mucho valor.
"De hecho, carece de inconvenientes prácticos: la oración breve es cuestión de se-
gundos y no hace 'perder tiempo'. Ni siquiera se da en ella el problema del recogimiento o de
la distracción. Sobre todo: ¿qué otra posibilidad tiene el cristiano, enfrentado con las exi-
gencias actuales de la vida de trabajo, de convertirse en un gran hombre de oración, más
que la oración breve?"
Aún más: "su espontaneidad, y sobre todo la posibilidad de emplear fórmulas variadas,
su tono personal, la libera del riesgo de lo artificioso y de la rutina. Y dado que se puede
hacer a menudo durante el día, queda resuelto también el problema de la buena y útil
distribución regular, sin que la existencia de un programa fijo introduzca el peligro de una
costumbre vacía".
Por otra parte, la actualidad de la oración difusa queda resaltada al cotejarla con dos
objeciones que se hacen corrientemente a la práctica, en general, de la vida de oración.
Alguien dice que, para orar, es preciso sentir la necesidad de hacerlo, tener ganas, so
pena de hacerse hipócritas, inauténticos, artificiales: como si la oración fuera, no un ali mento
básico sino una obra artística ligada a la inspiración del momento. La oración conti nua, por el
hecho de que se está poniendo en práctica siempre, desmiente y disipa este pernicioso
sofisma.
Otros dicen que no hay tiempo para orar, que se querría hacerlo, pero que los com -
promisos de la vida lo hacen imposible. La oración difusa, por medio de la oración breve,
atestigua afortunadamente que este reparo no tiene consistencia.

10 ORACIÓN Y ACCIÓN

El mandato de orar incesantemente se presenta como algo muy importante, y al mismo


tiempo difícil, al relacionarlo con el compromiso, igualmente ineludible, de actuar o trabajar.
Desde siempre la praxis cristiana se enfrenta con el binomio acción y contemplación,
trabajo y oración, actividad humana y adoración de Dios. Desde siempre el pensamiento
cristiano deshace la trampa de "un dilema bien conocido, que es falso como la mayor parte
de los dilemas teóricos. Por un lado, están los partidarios del desierto absoluto para quienes
el encuentro místico se da únicamente rompiendo con todo, exclusivamente en el momento
de la oración solitaria. Por otro lado, como reacción enteramente normal, están los que ado -
ran rabiosamente la vida, los que estrujan ansiosamente los acontecimientos cotidianos para
encontrar a Dios en la esencia que así obtienen, pues ya no cuentan con una manifesta ción
suya diferente".
¿Qué relación hay entre los dos términos de la cuestión? ¿Se unen armónicamente o
hay ruptura entre ellos?
¿Pueden ligarse oración y trabajo hasta tal punto que realicen, de hecho, el imperativo
categórico que transforma la vida en oración? En caso afirmativo, ¿de qué modo?
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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 17

Distinción
Lo primero que hay que decir es que el problema es real, porque los dos términos son
distintos, sin lugar a dudas. El trabajo no es oración. Puede llegar a serlo, tiene que llegar a
serlo; pero por sí mismo no lo es. La acción no coincide automáticamente con la oración. Y
viceversa, la oración constituye, de por sí, una realidad distinta de la acción.
Que la acción no coincide con la oración lo prueba el hecho evidente de la oposición
que existe con frecuencia entre una y otra. Con el ímpetu desarmonizador de la concupis-
cencia, el tesón en el trabajo tiende demasiado eficazmente a distraer de la oración al hom -
bre.
Que la oración es una realidad de la acción lo prueba el hecho, igualmente manifiesto,
de que la oración y la recta intención no bastan para cambiar la calidad intrínseca de una
acción, de un trabajo o de un producto y pueden también degenerar en evasión del com-
promiso en la acción. Un proyecto o un resultado de baja calidad o de escaso redimiendo no
quedan mejorados por la sola presencia de la buena intención que los anima, y una falsa
concepción de la contemplación puede inducir a dejar a un lado responsabilidades que, en
cambio, hay que asumir.

Unidad
Los elementos distintos, sin embargo, quedan armonizados en la unidad. Los no
idénticos confluyen al combinarse. La acción pide encontrarse con la oración, porque la ple -
garia es una respiración incesante y se respira para vivir: no se deja de respirar para trabajar.
Para aclarar esta relación puede servir la analogía del pan eucarístico hecho cuerpo de
Cristo. O también, la del alma y la materia convertida en cuerpo por su presencia.
De igual manera que el espíritu no es materia, sino que la trasciende, la oración se
presenta como una realidad distinta de la acción y tiene un valor superior.
Pero del mismo modo que el espíritu no llega a ser plenamente él mismo sino porque
se encarna en la materia, así también la oración llama a la acción y la produce, expresando
en ella el impulso de amor que procede de su estar junto al indomable amor de Dios. Lo
atestigua el "celo1 de los santos, que son activos porque son contemplativos, a menudo ge-
niales y siempre concretos, cuando responden a las exigencias históricas del momento.
Y viceversa (ésta es la cuestión), como la materia no llega a ser cuerpo fuera de la
animación que produce en ella el espíritu, así también la acción no se transforma en oración
si no se deja impregnar por lo que la hace convertirse en oración.

Caridad
La que está en grado de realizar semejante prodigio de tansustanciación es la caridad,
entendida, en sentido exquisitamente neotestamentario, como libre obediencia filial al Padre,
modelada sobre la de Cristo.
La síntesis se realiza en el amor, porque como explica santa Teresa de Jesús la ora ción
"no está en pensar mucho, sino en amar mucho", pues es un coloquio e intercambio de amor.
De modo que "orar no es simplemente hablar ni siquiera pensar solamente; orar es, sobre
todo, amar". Y el amor, a su vez, se reduce a obedecer (cf. Jn 4, 34; 8, 29).
En concreto, la oración se convierte en oración cuando se la toma como aquello que
Dios quiere, cuando se hace porque Dios lo quiere, cuando está dirigida a lo mejor de sí por
amor a Dios: como sucedió exactamente en Jesús, y por su fuerza.
"La vocación del amor, explica un autor, es absoluta, no tolera ninguna excepción, urge
de tal manera que no realizarla equivale a arruinarla por completo". Pues bien, ama quien
Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 17
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 18

hace todo lo que Dios quiere, adhiriéndose radicalmente al querer de Dios. Ama quien lo
hace porque Dios lo quiere, sin que haya ninguna otra razón básica más que este querer de
Dios. Ama quien lo hace del modo mejor posible, tal como lo exige la excelencia de Dios.
No hay ningún espacio de la vida que no pueda y no deba estar colmado por esta
voluntad, que es verdadera y perfecta oración. Por tanto, "la única condición que se nece sita
es un corazón que ama". Y cuando más vigorosa y explícita sea esta obediencia de amor,
tanto más profunda y continua será la transustanciación de la acción en oración.

Libertad
De acuerdo con lo que reconoce constantemente la tradición de la Iglesia, el elemento-
clave de la unidad de la vida interior con la acción exterior se encuentra, por tanto, en la recta
intención. Esto significa que, en última instancia, la síntesis se decide en el terreno de la
libertad, de la conformidad del hombre con el valor infinito de Dios que se manifiesta en el
valor pequeño de las obras.
Como siempre, la palabra decisiva corresponde a la voluntad humana, a su posibilidad
de decir que sí a la iniciativa de Dios. Poro esto supone muchas cosas. Por una parte, en el
planto de lo subjetivo, exige que se cumplan las condiciones requeridas para poner por obra
la oración continua. Por otra, en el plano objetivo, hay que percibir la capacidad intrín seca de
las obras humanas para ser mediación de amor.
Si la acción no se transforma en oración sin la voluntad de obedecer, ésta no se tra duce
en oración si no implica la acción.

11 LA ORACIÓN VOCAL

Naturaleza específica
Comencemos precisando que, mientras la oración difusa consiste esencialmente en un
estado de oración, las dos formas de oración que se llaman vocal y mental están constituidas
por actos y prácticas concretas.
La oración vocal, comparada con la oración mental, se define por los elementos que la
distinguen de ella.
Su denominación induce a pensar que se trata de una oración en la que los pensa-
mientos y los sentimientos interiores se expresan por medio de palabras pronunciadas sen-
siblemente, mientras que la oración mental los deja ocultos en la interioridad.
Pero E. Ancilli precisa que la costumbre "ha dado un significado algo diferente a estas
divisiones, porque en la práctica, como hizo notar santa Teresa (Camino de perfección, caps
22, 24 y 25; Castillo interior, Moradas primeras, 1, 7), la oración no se llama vocal o mental
por el hecho de tener la boca abierta o cerrada, ni deja de ser mental por el hecho de que en
ella el alma esté en coloquio con Dios también de modo sensible; si este coloquio es el fruto
espontáneo de su meditación, no es más que una parte de la oración mental, aunque
casualmente se exprese oralmente. Por consiguiente, entendiendo dicha división en un
sentido más práctico que lógico, diremos que la oración vocal es aquella que se hace em-
pleando una fórmula preestablecida, mientras que la mental es la que se hace espontánea -
mente, expresando sentimientos que brotan actualmente del corazón".
Por eso, la esencia de la oración vocal está en hacer personalmente propia una fór mula
de encuentro con Dios tomada de otros.
Son tres los elementos que la componen: 1. la comprensión de la fórmula, la percep ción
de lo que significan las palabras con la carga de ideas y afectos que comunica; 2. el hacerla
propia o personal; 3. eventualmente, su formulación oral.
Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 18
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 19

Y el requisito que resulta más importante es el segundo. "En la oración vocal auténtica
se ha de instaurar una unión muy estrecha entre lo que el espíritu ve, comprende, siente en
sí mismo, y las expresiones de la fórmula de que se sirve. Es preciso que entre el espí ritu y
la fórmula brote y exista una unión vital; si así no fuera, las fórmulas no serían más que
expresiones mecánicas, muertas; tanto si oramos vocalmente, como si oramos mentalmente,
tenemos que orar con el corazón, dice san Agustín (Enarr. in Ps 118, 29, 1)".

Valores
Por tratarse de una oración que no se crea, sino que sólo se recibe y reproduce, se
puede tener la impresión de que la oración vocal vale menos que las otras. En cambio, es
digna de consideración y de igual aprecio.
En primer lugar, goza de un lugar eminente y predominante en la liturgia, que consti tuye
asimismo el culmen de la oración de la Iglesia: y esto no es ciertamente poco.
Y después, garantiza ventajas de gran valor y de actualidad. En particular, las cuatro
siguientes:
1. La facilidad con que se pone en práctica. Las fórmulas de la oración vocal están
siempre a disposición: basta pensar en las posibilidades que hay de rezar el rosario. Encajan
bien en cualquier momento, también, y especialmente, en los menos idóneos para la oración,
cuando el corazón no sabe qué decir, está árido, frío, quizás también turbado, y siente el
peso de las tentaciones o de la fragilidad congénita. Lo atestigua santa Teresa del Niño
Jesús: "Algunas veces, cuando mi alma se halla en tanta sequedad que me es imposible
formar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio el Padrenuestro y el
Avemaria. Estas oraciones, así rezadas, me gustan mucho, y me alimentan el alma más que
si las recitara precipitadamente un centenar de veces".
2. La ductilidad de las expresiones, la multiplicidad de las fórmulas permiten expresar
muchas resonancias del alma. El que ora encuentra, dentro de la variedad que ofrecen con
sus matices los numerosos textos, la posibilidad de hacer explícitas mociones interiores
preciosas que, de otro modo, no llegarían a expresarse y serían escasamente eficaces.
3. La ampliación de perspectivas. La oración vocal dilata los horizontes de la oración
personal, obliga a darse cuenta de exigencias, necesidades, valores, dimensiones de la
Iglesia y de la humanidad que el individuo ni siquiera sospecharía, probablemente. Las ora -
ciones vocales tomadas del pasado transmiten al que ora un portentoso capital de experien -
cias espirituales acumuladas en los siglos. Las del presente le ayudan a actualizar la propia
oración en el contexto concreto del mundo en que vive.
4. El afianzamiento de la pobreza de espíritu. Esta clase de oración obliga a salir del
círculo restringido de los propios pensamientos, de las propias preocupaciones, de los pro -
pios modos de sentir, para entrar en contextos más amplios: por esto mortifica el orgullo y
favorece el desapego de sí mismos, o sea, la pobreza de espíritu. Las fórmulas "no quieren
ser solamente una ayuda para la debilidad de nuestra fantasía, para nuestra incapacidad de
hablar y pensar (también con esto), sino que quieren servir, introduciéndonos en la oración
de los demás, para el desposeimiento que tiene que ser, por su misma naturaleza, la verda -
dera oración. Amparándonos en la oración de los demás, objetivando nuestra oración, nos
despojan de nosotros mismos y nos ponen, al mismo tiempo, unas normas, ya que las peti-
ciones que hacemos a Dios son exhortaciones dirigidas a nosotros mismos; hemos de aco-
ger estas peticiones, adherirnos a ellas, aceptarlas como verdaderas peticiones nuestras.
Las del Padrenuestro son aleccionadoras; no pueden convertirse en peticiones nuestras sin
que se produzca un cambio en nosotros mismos".

Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 19


GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 20

Dificultades y remedios
a) Sin embargo, a pesar de ser más fácil, tampoco la oración vocal está exenta de di-
ficultades y peligros.
Ante todo, está expuesta de modo particular al riesgo de la esclerosis a que conduce el
automatismo, que tiene lugar cuando la fórmula se transforma en una sucesión mecánica de
palabras pronunciadas sin que haya una participación personal.
Luego, no permite fácilmente (al menos, cuando se hace en común) detenerse en los
pensamientos y afectos que conmueven y comprometen, y que producirían mucho fruto.
En tercer lugar, no se salva del peligro de las distracciones.
Son éstas las dificultades que se experimentan, por ejemplo, en el rezo de la Liturgia de
las Horas o del rosario.
b) ¿Qué hacer para superar estos obstáculos? Los autores espirituales proponen va rios
remedios.
El primero y más general consiste en cultivar las disposiciones ascéticas que se do-
minan: pureza de conciencia, de corazón, de espíritu y de acción; se pueden resumir en el
requisito de un recogimiento habitual.
El segundo propone que se reciten las fórmulas con tal lentitud que la mente pueda
seguir cuando se pronuncia con los labios.
Otro recurre al segundo y tercer modo de oración que recomienda San Ignacio en los
nn. 238-260 de sus Ejercicios Espirituales, y aconseja dos cosas: tomar de cuando en
cuando los textos de las oraciones vocales más comunes como objeto de las propias medi-
taciones, tratando de redescubrir su riqueza de contenido; recitarlas muy lentamente de
cuando en cuando para participar más intensamente en ellos.
Para san Ignacio, efectivamente, el "segundo modo de orar es contemplar la signifi -
cación de cada palabra de la oración" (n. 249). A tal fin, es preciso que quien ora "teniendo
los ojos cerrados o hincados en un lugar, sin andar con ellos variando, diga Pater, y esté en
la consideración de esta palabra tanto tiempo cuanto halla significaciones, comparaciones,
gustos y consolación en consideraciones pertinentes a la tal palabra; y de la misma manera
haga con cada palabra del Pater noster, o de otra oración cualquiera quien de esta manera
quisiere orar", (n. 252).
El tercer modo de orar es "por compás". "Con cada anhélito o resollo, explica el san to,
se ha de orar mentalmente, diciendo una palabra del Pater Noster, o de otra oración que se
rece, de manera que una sola palabra se diga entre un anhélito y otro, y mientras dure el
tiempo de un anhélito a otro, se mire principalmente a la significación de tal palabra, o en la
persona a quien reza, en la bajeza de sí mismo, o en la diferencia de tanta alteza a tanta
bajeza; por la misma forma y regla se procederá en las otras palabras del Paternóster" (n.
258).

12 LA ORACIÓN MENTAL

Naturaleza específica
Ya hemos visto que la oración mental se distingue de la oración vocal por el hecho de
que expresa afectos, pensamientos y sentimientos personales, sin emplear fórmulas prees-
tablecidas. Por este motivo, constituye "la oración más personal, en la que más destacan las
características, las tendencias y las necesidades de la persona".
Sin embargo, en cierto sentido, toda oración vocal ha de ser también mental, si no
quiere dejar de ser verdadera oración: la oración debe comprometer personalmente. Lo
recuerda santa Teresa de Jesús, cuando dice: "Rezar el Paternóster y Avemaria, o lo que qui-
Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 20
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 21

siereis, es oración vocal. Pues mirad qué mala música hará sin lo primero (la oración mental);
aún las palabras no irán con concierto todas veces".
Aquí hablamos de la oración mental en sentido exclusivo, como distinta formalmente de
la vocal. Y tomamos como tema central su forma más común, que se denomina meditación
discursiva.

Etimología
En el Antiguo Testamento se menciona la práctica de la meditación con términos que se
relacionan con la raíz haga; ésta significa: murmurar a media voz o susurrar. Se insinúa la
idea de un pronunciar oralmente para memorizar y asimilar, como hacían los antiguos, una
enseñanza (besoretá), por medio de la cual se establece la comunión entre Dios y el hombre.
Equivalen en griego a “meletáo-meléte” que significan cuidarse de, discurrir, procurar;
solicitud, ejercicio, estudio. En latín se emplean meditari-meditatio, con significados afines.
La tradición cristiana ha asociado a menudo y de buena gana la ¡dea que subyace en
esos términos a las metáforas de la mensa verbi y de la ruminatio. Meditar, dicen los Padres,
quiere decir masticar la Palabra de Dios para alimentar el espíritu. Meditar significa rumiar,
esto es, absorber lenta y profundamente, y purificar el alma: significado sugerido por el hecho
de que Lv 11, 3 y Dt 14, 6 clasifican a los rumiantes entre los animales puros.

Importancia
No hay ningún maestro de espíritu que no insista en la necesidad de la meditación
discursiva para el progreso del espíritu.
San Francisco de Sales dice a Filotea (=el alma amante, enamorada de Dios): "sobre
todo te aconsejo la (oración) mental y cordial, y particularmente la que se hace a la vida y
muerte de Nuestro Señor. Mirándole a menudo por medio de la meditación, toda tu alma se
llenará de él; aprenderás de su doctrina, y formarás tus acciones al modo de las suyas. Esto
es bien consideres, Filotea; y créeme, que no podremos ir a Dios Padre sino por esta puerta".
Por eso, "si sucediese pasarte toda la mañana sin este ejercicio sagrado de la mental
oración, o por muchos negocios o por otra causa (procurando cuanto te sea posible no ocu -
par este tiempo en otra cosa), procurarás reparar esta falta después de comer en alguna
hora. Y si, en todo el día, no pudieres hacer este ejercicio, repararás esta pérdida multipli -
cando las oraciones ordinarias y leyendo en algún libro de devoción con alguna penitencia
que supla esta falta; y con esto resuelve el enmendarte al día siguiente y continuar tu ejerci-
cio devoto".
El padre De Guibert afirma que el camino ordinario para llegar a la purificación y ele -
vación de la mente consiste "precisamente en este trabajo, tantas veces penoso, de la me-
ditación. Es por haberse aplicado a ella demasiado a la ligera por lo que muchas almas ve -
getan en una piedad sentimental y superficial; es por haber querido demasiado pronto li-
brarse de las dificultades de este trabajo, y llegar al reposo de la oración simplificada, por lo
que la oración de estas almas, a pesar de una buena voluntad innegable y a menudo, de una
verdadera generosidad, no pasa de ser vacía, distraída, ineficaz e incapaz de procurarles
una fuerte e íntima unión con Dios".
Existe una "antigua convicción entre los maestros de espíritu, según la cual no hay
progreso en el camino hacia Dios y no se profundiza en la fe sin la meditación. Es difícil
sostener lo contrario".
Lo prueban dos observaciones que están al alcance de todos.

Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 21


GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 22

Primera: el deterioro de la meditación es una de las señales más visibles y constantes


del deterioro de toda la situación espiritual de un sujeto. Quitando este ladrillo, se desmorona
toda la pared.
Segunda: cuando dos personas se quieren de verdad, son felices cuando conversan de
corazón a corazón, con calma y tranquilidad; si no se quiere meditar, no hay excusas que
valgan, ni siquiera la aridez: falta el amor y, por tanto, se desvanece la sustancia de la vida
espiritual.

Formas de meditación
Muchos autores espirituales insisten en la distinción que hay entre una forma de me-
ditación llamada reflexiva, y otra que llaman simplificada.
La forma de meditación reflexiva tiene lugar cuando prevalece la reflexión, cuando uno
se propone "orar como si estuviera mirando atentamente un cuadro, para ver todos sus
detalles y descubrir su belleza". En concreto, se toma "un texto de la Escritura o la exposición
de un misterio, y se va examinando trocito a trocito con la inteligencia y el corazón. Se le
analiza para descubrir su alcance espiritual y sacar de él al final conclusiones para la pro pia
vida personal. Este ejercicio se lleva a cabo en la presencia de Dios, para subrayar que no es
una mera labor de análisis literario o exegético, sino una reflexión que tiene que poner en
evidencia el misterio de la fe arraigarlo más profundamente en nuestro corazón y en nuestro
espíritu u".
La meditación simplificada, en cambio, que ya está cerca de la oración de simplicidad,
tiene lugar cuando la reflexión se reduce a bien poco, gracias a la facilidad con que uno
queda cautivado por la presencia de Dios. "Quien ya está habituado a reflexionar, quien ha
aprendido a amar la meditación, dice O. Pesch, ve al fin las cosas en términos cada vez más
simplificados. Se puede llegar a un momento en el que ya no es necesario reflexionar sobre
muchos detalles y proponerse un objeto específico. A quien ora puede bastarle una simple
frase, una expresión central que, de cuando en cuando y con suma sencillez, va repitiéndose
a sí mismo; por ejemplo, "el Reino de Dios está cerca", "convertíos y creed en el Evangelio".
Todo lo demás, todas las peticiones y reflexiones ya no se tienen en consideración
explícitamente. Están presentes de una manera más profunda, más sencilla. Se puede dar
incluso el caso de que ya no se necesite decir algo o pensar en alguna cosa, sino que basta
tener conciencia de que se está allí delante de Dios".
La meditación simplificada ocupa un nivel más elevado que la anterior. Pero las dos
formas de meditación no se suceden necesariamente, y con frecuencia se alternan. Hay
momentos en los que espontáneamente se sintoniza con Dios y resulta natural poner en
práctica la meditación simplificada. Pero hay otros, cuando aún en los principios, o tal vez ya
adelantados pero sometidos a la prueba de la aridez, en los que se requiere la meditación
reflexiva. No hay que tener miedo a pasar tranquilamente de la una a la otra, según los ca-
sos. En la gradualidad de la oración, el paso a las formas superiores no anula la utilidad, y a
veces la necesidad, de las inferiores. Lo ilustra el cuadro de las relaciones entre las mora das
presentado en el Castillo Interior de santa Teresa de Jesús.

Elementos esenciales
La meditación discursiva, se verifica en una escala variada de modulaciones en cada
uno de los que la practican, consta de una estructura objetiva rigurosa, basada en tres ele -
mentos fijos que se suceden.
En primer lugar, se encuentra la reflexión, que pone en relación al orante con un valor,
que hay que acoger, o con su contrario, que hay que rechazar. Después, está el afecto, esto
Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 22
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 23

es, la resonancia que produce en el orante la percepción del uno o del otro. Finalmente,
viene la resolución, que hace que pase a la vida práctica cuanto se ha meditado.
"Leyendo el Evangelio, propone como ejemplo un autor, nos topamos con una máxima
que llame la atención de un moco particular. Parece que tiene algo muy personal que
decirnos y dejamos que actúe sencillamente en nosotros, dejamos que penetre en nosotros,
y resulta que, al final, ciertas cosas se nos presentan con más claridad. Descubrimos cosas
que tenemos que hacer y otras que tenemos que omitir; y llegamos así, espontáneamente, a
algunas conclusiones, además de dirigirnos a Dios para pedirle luz y fuerza".
El primer paso lo realiza la inteligencia, abriéndose a la percepción del valor o de su
contrario, representados por una realidad concreta. El segundo paso lo da la voluntad,
abriéndose al atractivo de valor y dejándose impregnar por él, o cerrándose a su contrario y
rechazándolo. El tercer paso lo lleva a cabo también la voluntad, orientando la vida hacia la
aceptación del valor o hacia el rechazo de su contrario, comenzando por implorar la ayuda de
Dios. En esta sucesión lógica, la reflexión queda legitimada en función del afecto y el afecto
se encarna en lo concreto de la vida por medio del propósito que se apoya en una petición.
Queda claro que el corazón de la meditación se halla en el segundo elemento, en aquel
movimiento de apertura a Dios y de rechazo del mal, que los autores espirituales suelen
llamar la moción de los afectos. Se reflexiona para suscitar la moción de los afectos. Se
toman propósitos y se suplica para permitir que la moción de los afectos pueda dar sus
frutos.

La moción de los afectos


Se comprende fácilmente qué significa moción: quiere decir poner en movimiento, hacer
salir de la inmovilidad, del estancamiento, de la inercia. Pero, ¿qué son, propiamente los
afectos? ¿Qué se entiende con esta palabra?
a) Nos ayuda a comprenderlo una analogía, tomada de un texto bíblico que a menudo
se cita en sentido acomodaticio y que, sin embargo, está basada en una experiencia in-
negable.
El texto de que hablamos es el versículo 4 del salmo 39, empleado durante muchos
años, en la traducción latina de la Vulgata -in meditatione mea exardescet ignis (la Nueva
Vulgata dice: exarsit)- para comprobar e ilustrar la eficacia de la meditación, como si quisie ra
decir: gracias a la meditación, el fuego del amor de Dios se inflama; mientras que, en rea -
lidad, tiene un significado muy distinto. Como se deduce del versículo precedente -"el cora-
zón me ardía por dentro"- las palabras citadas se han de traducir (como lo hace la versión
oficial española de la Liturgia de las horas): "pensándolo me requemaba". Y son sencilla-
mente la expresión del enojo del salmista ante la impunidad de los malvados. El fuego de
que se trata, es el fuego de la rebelión contra el gobierno misterioso de Dios, tan distinto de
cuanto esperaba el hagiógrafo, que le empuja a rebelarse y a pecar con su lengua (v. 2). De
modo que el versículo encierra "el significado precisamente opuesto al de la meditación as-
cética que enciende en el cristiano el fuego del amor de Dios". El significado genuino del
versículo es el pleito con Dios por su modo de actuar, el de la turbación al pensar en ello, el
de decirle: cuanto más lo pienso, más me enfado. De ninguna manera, el otro.
Y, sin embargo, el citarlo equivocadamente, la sensibilidad creyente ha puesto de
manifiesto una intuición feliz: porque el texto aclara inmediatamente qué es la moción de los
afectos que constituye el alma de la meditación, haciendo ver cómo actúa en el enfado del
salmista.
b) La palabra afecto se deriva del verbo latino afficere: afectar, conmover, impresionar,
causar algún sentimiento en alguien, inquietar. Se llama afecto a la resonancia del espíritu
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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 24

ante un valor o ante su contrario, percibidos como tales. Se llama afectividad a la capa cidad
de sintonía o distonía activa del hombre con lo que capta como estimulante o degradante.
Hablamos de capacidad activa de comunión o de ruptura porque el hombre es libre, no
se limita a soportar los impulsos, sino que puede fomentarlos o reprimirlos.
Cuando la resonancia es positiva, se desarrollan los afectos de la atracción y del amor.
Cuando, por el contrario, es negativa, se producen los afectos del miedo, del furor, del odio.
Unos y otros son verdaderos afectos: reacciones profundas del espíritu. Los produce una
percepción. Acaban manifestándose en gestos, actos y decisiones.
La moción de los afectos es central en la meditación: por esto empieza con la reflexión
y concluye con el propósito. La lógica de la meditación es la misma, en sentido positivo o en
sentido negativo, que la del salmista. Como quien rumia las ofensas recibidas, alimenta y
agranda la amargura y la cólera, así el orante que medita acerca de la tragedia del pecado o
sobre las propias infidelidades aprende a detestar el mal y a no tener piedad consigo mismo.
Como quien reflexiona largamente acerca de los beneficios que ha recibido de una persona,
aumenta y acrecienta la gratitud hacia ella, quien se detiene a considerar los dones de Dios
se enardece en el agradecimiento y amor a El.
El salmista decía: cuanto más lo pienso, más me enfado. Aquí se dice: cuanto más
comprendo el horror del pecado, tanto más me decido a combatirlo.
c) Empero, hay que precisar ulteriormente que la unión del alma y cuerpo, típica del
hombre, comporta la conexión inseparable, dentro de la distinción recíproca, de dos formas o
niveles distintos de afectividad, determinados respectivamente por la preponderancia del
componente material o del componente espiritual.
De igual manera y dado que hay en el hombre dos niveles mutuamente relacionados de
conocimiento (o dos facultades para la verdad), lo sensitivo y lo intelectivo, así también hay
dos niveles mutuamente relacionados de afectividad (o dos facultades para el bien), la
sensible y la espiritual. Refiriéndose a estas últimas, se habla, desde el punto de vista psi-
cológico, de un querer emotivo y de un querer racional. San Francisco de Sales los distingue,
llamando afectos a las reacciones de la actividad espiritual y pasiones a las reacciones de la
afectividad sensible.
De igual manera y dado que los dos niveles de conocimiento, a pesar de ser recípro -
camente irreductibles, están siempre unidos, de tal modo que el conocimiento humano es
constantemente sensitivo-intelectivo e intelectivo-sensitivo así también la afectividad sensible
está siempre unida a la afectividad espiritual, de tal modo que los sentimientos (= reacciones
de la primera) van siempre unidos a las voliciones (= reacciones de la segunda), y las
voliciones están siempre impregnadas de sentimientos.
De igual manera y dado que la unidad del conocimiento sensible con el intelectivo no
borra en modo alguno su diferencia, hasta el punto de que las percepciones del uno están a
menudo en contradicción con las del otro (baste pensar en la famosa experiencia del bastón
que parece roto en el agua), así también las dos afectividades, aun estando unidas, son tan
distintas que con frecuencia entran en conflicto: es la experiencia de las tentaciones de gula,
de lujuria, de pereza, etc.
Digamos, por tanto, que: -afectividad sensible, productora de sentimientos, significa la
resonancia activa del hombre en la que prevalece lo material, dirigido hacia lo biológico y
orientado a la alimentación y al bienestar-malestar físico (ámbito del instinto de conservación)
o a la reproducción (instinto sexual), ligados siempre al instinto de agresividad; -afectividad
espiritual, productora de voliciones, significa la resonancia activa del hombre en la que
prevalece el componente espiritual, orientado hacia los valores arraigados en la materia, pero
metamateriales o totalmente inmateriales.
Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 24
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 25

Y aquí es preciso distinguir ulteriormente entre afectividad espiritual inmanente, es-


pecificada por la orientación hacia los valores creados (la que se manifiesta en la pasión por
el arte, por la ciencia, por la política o cualquier otro valor profano no meramente material,
que quizás degenere en ambición desenfrenada, fanatismo ideológico y cosas semejantes); y
afectividad espiritual transcendente, determinada por la orientación hacia el valor increado,
Dios, y concretada en la atracción por la santidad y en el disgusto por el pecado.
d) La meditación comprende de por sí, en cuanto moción de los afectos, tanto la
afectividad sensible (los sentimientos), cuanto la afectividad espiritual (las voliciones) en su
doble modalidad. Pero la oración mental se dirige a Dios y, por esto, el aspecto directa mente
interesado es el de la afectividad espiritual trascendente, Esto significa que se medita para
alimentar el amor a Dios y el odio al pecado.

Consecuencias prácticas
Estas aclaraciones llevan a consecuencias importantes.
1. El valor de la meditación no se mide por la intensidad o complejidad de la reflexión,
sino por la fuerza de decisión que comunica al espíritu.
"La mejor meditación no es aquella en la que se reflexiona más, sino aquella en la que
el espíritu queda más y mejor empapado de sentimientos y afectos, y ama más". Lo esencial
para avanzar por este camino, explica santa Teresa de Jesús, "no está en pensar mucho,
sino en amar mucho; y así lo que más os despertare a amar, eso haced".
Lo que cuenta es la moción de los afectos y por tanto, "la parábola de la meditación es
la parábola del amor. La meditación no puede detenerse en la inteligencia, en la investigación
de los aspectos, en el estudio de los significados ocultos, porque la ciencia enorgullece; la
candad, por el contrario, construye. Por medio del ver y del oír hay que llegar al tocar (1 Jn 1,
1), al contacto con Dios, a la adhesión a cuanto hacen las Personas divinas. Es verdad que
la llama del amor se alimenta tanto más cuanto más profundo es el conocimiento. Pero no
tenemos que detenernos demasiado con este pretexto en la búsqueda intelectual, de tal
manera que quede poco tiempo para el afecto y falle la parte más fundamental, que es la
adoratio, por habernos perdido en las fantasías y las vacuidades de la gnosis".
2. Puesto que la meditación tiene como objetivo mover la voluntad, el trabajo intelec tual
que la introduce tiene que interrumpirse en cuanto comienza a producirse la moción; y ésta
tiene que poder expansionarse libremente.
Por esto, el modo de hacer, adoptado para la meditación en común, de dividir en tres o
cuatro puntos la presentación de un texto con intervalos fijos, puede ayudar al que está
comenzando a meditar o en momentos de aridez; pero a menudo causa más daños que
ventajas. Cuando una idea comienza a comprometer al orante, el añadir otros pensamientos
se convierte en un obstáculo: el que ora tiene que poder detenerse en lo que le conmueve,
en el momento en que le conmueve.
3. Es justo servirse cada día de lo que se sabe que es más útil en aquel día. Es pro -
vechoso guiarse en la meditación por los principios de un sano y juicioso pragmatismo: sin
mariposear de un texto a otro, y aun defendiendo firmemente el principio del primado de las
Escrituras (cf. Dei Verbum, n. 25), es necesario que el texto esté al servicio del hombre, y no
el hombre al servicio del texto.
Así pues, mientras un recurso fomente la moción de los afectos, se utiliza; cuando ya
no es así, conviene servirse de otros.
Sobre todo a los principiantes, que necesitan una disciplina mental, les resulta prove -
choso el mismo libro de meditación de forma continuada; pero no tiene que convertirse en
una cadena.
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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 26

Los consejos del director espiritual son útiles para saber qué elegir.
4. Se empieza reflexionando sobre la Palabra de Dios, tomada en su acepción más
amplia: por consiguiente, no sólo sobre los textos bíblicos, sino también sobre los de la tra-
dición espiritual cristiana; y no sólo sobre los libros, sino también sobre hechos y aconteci-
mientos personales, o comunitarios, o universales, que se presentan con una carga, aunque
sea mínima, de energía espiritual, capaz de mover la voluntad y de despertar el amor.
Si es verdad que la vida propia y ajena es un perenne ofrecimiento de amor de Dios a
los hombres, todo puede convertirse en materia provechosa de meditación.
5. Cuando se comprueba que un texto es muy apropiado para mover la voluntad, hay
que usarlo establemente para la meditación.
La moción de los afectos no acontece solamente durante la meditación, sino también en
muchas otras ocasiones: mientras se escucha un sermón, leyendo un libro, en una con -
versación, etc. Anotando el pensamiento que la ha hecho surgir, se puede disponer de un
material excelente para meditar provechosamente.
Una colección de pensamientos de esta índole, o algún libro cuya eficacia se ha ex-
perimentado ya, son los instrumentos más idóneos que se han de usar en los períodos de
aridez.
6. El resultado de una meditación lo determinan, en fin de cuentas, la concreción y la
firmeza de los propósitos.
Cuando la moción de los afectos es auténtica, se encarna forzosamente en un propó-
sito. Su solidez se mide, no por la cantidad de los sentimientos, sino por la firmeza de las
decisiones.
San Francisco de Sales dice que el fervor en el amor de Dios -que él llama
devoción-"no consiste en la dulzura, suavidad, consuelo y sensible ternura", sino "en una
voluntad constante, resuelta, pronta y activa, en el ejecutar todo aquello que supieren ser
voluntad de Dios". Santa Teresa del Niño Jesús comenta: "No desprecio los pensamientos
profundos que alimentan al alma y la unen a Dios. Pero, desde hace mucho tiempo, he
comprendido que no debe el alma apoyarse en ellos ni hacer consistir la perfección en el
hecho de recibir muchas luces. Los más bellos pensamientos nada son sin las obras".
Es cierto que, donde actúa el sentimiento, es fácil amar. Pero es verdad igualmente
que, donde falta el sentimiento, el amor se ve obligado afortunadamente a apoyarse más
directamente en Dios, ganando por eso en hondura. Tiene razón santa Teresa de Jesús: "El
amor a Dios no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar
en todo a Dios".

La índole inconfundible de la meditación


El hecho de que la meditación tienda fundamentalmente a consolidar en el que ora la
voluntad de adherirse a Dios en todo, excluye que su realización práctica se confunda con
otras cosas semejantes. En particular, la distingue claramente del estudio, de la preparación
de los sermones o de las clases de contenido religioso, de la lectura espiritual, del escuchar
homilías, de las reuniones en las que se reflexiona sobre temas espirituales, y de la lectio
divina.
La meditación se distingue, ante todo, del estudio, porque mientras éste es para
aprender, aquélla se desarrolla en el campo de la dimensión afectiva. El estudio tiende a
enriquecer la mente, no a mover los afectos, hasta tal punto que puede hacer captar un valor,
sin que lleve a aceptarlo. La meditación, en cambio, si bien tiene necesidad de la refle xión,
no busca la ciencia, sino que el corazón lo entienda: por esto también, se hace sobre textos

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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 27

que comprometen con facilidad, no en libros de carácter altamente científico o, en cualquier


caso, de ardua comprensión.
Sucede a veces que el estudio se transforma explícitamente en meditación: es el caso
del aprendizaje de cosas que deleitan y que, de repente, se detiene porque está lleno de
reclamos que tocan el corazón. El estudio entonces se convierte en meditación. Pero nunca
tiene que suceder lo contrario.
Meditación, por un lado, y preparación de sermones o clases de catecismo, por otro,
son "dos cosas incompatibles. Para enseñar y predicar es preciso explicar clara y ordena -
damente, hacerse un pequeño esquema y llegar a unas conclusiones. La meditación no sirve
para esto, porque es libre por definición; tiene ya una función como estado de ánimo. Es
verdad que todos los carísimas tienen que servir al cuerpo místico; sin embargo, la utilidad
que proporciona la meditación es necesariamente remota. Y un fruto remoto e importante de
la meditación es la autenticidad, que se manifiesta en el sermón: la gente se da cuenta en-
seguida de que 'ése señor' está convencido de lo que dice. Por tanto, el predicar, o la reli -
giosa que explica la doctrina cristiana, no se pregunten qué es lo que puede sugerir aquel
pasaje a los demás, ni comiencen a pensar en cómo lo podrán explicar".
La meditación se diferencia también de la lectura espiritual comunitaria y de las homi-
lías o conferencias que se escuchan.
En primer lugar, estos dos modos de hacer implican una sucesión indispensable de
pensamientos que no dejan que el oyente pueda detenerse en la moción de los afectos en la
medida y del modo necesarios.
Después, tocan temas y argumentos que, a veces, sirven más para informar que para
conmover, o que están lejos de lo que se necesita interiormente.
Por fin, aun cuando comprometen, son más pasivos y descansados que la meditación:
hasta tal punto de que a menudo y de buena gana se los prefiere.
Sustituir con frecuencia la meditación personal por un simple sermón es dañoso: si no
se recupera el efecto de la meditación, reflexionando personalmente sobre los pensamientos
que más conmueven, se va olvidando progresivamente el encuentro de tú a tú con Dios.
La meditación tampoco se puede sustituir por encuentros espirituales de grupo, que ya
conocían y apreciaban los antiguos, denominados collationes, o conferencias, y que hoy
están en auge para comentar entre varios la Biblia o intercambiar experiencias espirituales.
La razón estriba en que esta manera de actuar dispensa al orante del indispensable
coloquio personal que es propio de la oración mental. Aunque el ponerse cara a cara con
Dios, anticipo del encuentro absolutamente individual que acontece al morir, es una empresa
que a veces se asemeja a la lucha de Jacob con el ángel (cf. Gn 32, 25-31), nadie puede
prescindir de ello.
Finalmente, la diferencia que hay entre la meditación discursiva y la lectio divina resulta
más articulada, pero igualmente motivada.
En lo que se refiere a la lectio de cuño monástico o litúrgico, es obvia la distinción, de
igual modo y por la misma razón por la que se admite pacíficamente que lo individual se
distingue de lo comunitario.
En lo que respecta a la lectio individual, en cambio, las diferencias están más difumi-
nadas. Desde luego, los momentos clásicos de la lectio, meditatio, oratio y contemplado,
típicos de la lectio divina, están presentes también en la meditación personal. Pero en la
lectio estos momentos gozan de plazos mucho más amplios. Y de por sí, aun sin excluir
textos de los Padres o de los doctores de la Iglesia, la lectio se concentra en la Escritura,
mientras que la meditación se extiende con mayor libertad por todos los campos, según las

Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 27


GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 28

exigencias del momento. Por este motivo está bien meditar sobre los textos litúrgicos, pero
no hay que creer que es obligatorio hacerlo.

La cuestión de los métodos


A lo largo de la historia se ha procurado que la práctica de la meditación resulte pro-
vechosa; para lograrlo se han propuesto muchos métodos, a menudo marcados por las pe -
culiaridades de los ambientes de donde procedían, pero ricos de los elementos de valor uni -
versal.
Recordemos tres de ellos, vinculados a la época de oro del desarrollo de esta forma de
oración.
1. El método ignaciano, desarrollado por san Ignacio de Loyola.
A decir verdad, el santo explica cuatro modelos, que consisten respectivamente: en la
aplicación de las tres potencias de la memoria, inteligencia y voluntad (Ejerc. Esp., nn. 45-
54), en la contemplación imaginativa de los misterios de la vida de Jesús (nn. 101-109), en la
aplicación de los cinco sentidos (nn. 65-71; 121- 126) y en la propuesta de tres modos
distintos de oración (nn. 238-260).
Pero el método más unido a su nombre es el primero que sugiere en la semana de
apertura de los Ejercicios. Después de una preparación que consiste en pedir la gracia de
hacer una buena meditación, el orante se aplica a ejercitar las tres potencias. Después de
escoger un hecho bíblico o de experiencia personal, pone en movimiento la memoria, tra-
tando de recordar las circunstancias; el entendimiento, comparándolo con la propia vida; y la
voluntad, prorrumpiendo en efectos y formulando propósitos enérgicos y prácticos. La ora-
ción termina con un coloquio con Dios o con los santos, seguido de un breve examen de
conciencia acerca del modo como se ha llevado a cabo la práctica de oración que acaba de
concluir.
No falta ninguno de los elementos clave de la meditación. Son de admirar el orden y la
concreción del procedimiento, y el robusto marco que garantizan la preparación y la con-
clusión.
2. El método salesiano, desarrollado por san Francisco de Sales.
Deliberadamente sencillo y breve, pues está pensado para que se beneficien de él los
simples fieles, consta de tres partes, rematadas por una conclusión.
Las tres partes son: la preparación, o sea, el ponerse en la presencia de Dios, invocar a
Dios y a los santos, y proponerse considerar un misterio de fe.
Las consideraciones, o actos de la inteligencia que pretenden "levantar el corazón a
Dios y a las cosas divinas", y que producen el resultado previsto si se realizan con gran li -
bertad de espíritu.
Los efectos, o movimientos de la voluntad, que han de convertirse "en resoluciones
especiales y particulares" para la corrección y enmienda del orante. Entre los afectos y las
resoluciones se inserta un coloquio.
La conclusión da lugar a actos de agradecimiento, de ofrecimiento y de súplica, y
prepara una colección de pensamientos y afectos que se tendrán presentes durante el día, el
llamado "ramillete espiritual".
Un excelente ejemplo práctico del método se halla en los caps. 9-19 de la primera parte
de la Introducción a la vida devota, modulados en consonancia con los cuatro elementos
propuestos. El santo insiste especialmente en el ramillete de los propósitos: "Sobre todo, es
menester, Filotea, que al salir de la meditación tengas en la memoria las resoluciones y
deliberaciones que habrás tomado, para practicarlas cuidadosamente en aquel día. Este es
el mayor fruto de la meditación".
Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 28
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 29

3. El método sulpiciano, formulado por J. J. Olier y que depende en gran medida del
cardenal De Bérulle, del padre Condren y del mismo san Francisco de Sales.
Consta también de los tres elementos de la preparación, del cuerpo de la oración y de
la conclusión.
La preparación es, ante todo, remota: pide una vida de recogimiento y de sólida pie dad;
después, próxima: por la noche, antes de dormirse, se escoge el punto sobre el que se
meditará y reflexionará; por fin, inmediata: ponerse en la presencia de Dios, recitar el acto de
dolor e invocar al Espíritu Santo.
El cuerpo de la oración está compuesto, a su vez, de tres elementos:
- la adoración, el "poner a Jesús delante de nosotros", que considera en Dios, en Jesús
y en un santo aquellos afectos, palabras y acciones que se relacionan con el tema de la
meditación, suscitando afectos de adoración, admiración, alabanza, acción de gracias, ale-
gría y compasión;
- la comunión, el "poner a Jesús en nuestro corazón", que lleva al convencimiento de
que es necesario practicar determinas virtudes, expresando afectos de contrición por el pa-
sado, de humillación por el presente y de deseos para el porvenir, pidiendo a Dios que nos
los conceda;
- la cooperación, el "poner a Jesús en nuestras manos", o sea, se formula un propó sito
y se renueva el propósito del examen particular.
La meditación termina dando gracias a Dios por las luces recibidas, pidiendo perdón por
las culpas cometidas al realizar la meditación, suplicando a Dios que bendiga los propó sitos
que se han tomado y componiendo el ramillete espiritual necesario para el día, que hay que
poner bajo la protección de María.

La estructura de la meditación
Comparando los tres métodos propuestos, brota una estructura básica muy precisa y
concreta.
Es necesario cuidar la preparación remota, exigida por la continuidad de la oración
continua con la oración mental, y por la unidad de la fe con la vida.
Es necesario contar con la preparación próxima, porque, sin un mínimum de previsión,
el tiempo asignado para la meditación transcurre tratando de disponerse para la oración.
Es indispensable ponerse en la presencia de Dios, premisa irrenunciable para los
afectos y el diálogo. Y, para hacerlo con facilidad, es preciso aprender a vivir continuamente
delante de Dios.
Hay que fijar la mente en puntos bien determinados, que comprometan y que, por tanto,
hay que escoger con tiempo y no dejarlos a merced de la buena suerte del momento.
Es preciso aprender a hablar familiarmente con Dios.
La moción de los afectos tiene que terminar con un propósito preciso, de lo contrario se
agota en un piadoso sentimiento, útil pero insuficiente.
Durante la jornada es necesario mantener vivos los afectos y los propósitos. Lo exige
una vez más la unidad de la fe con la vida.
Finalmente, es necesario orar verdaderamente, expresar realmente a Dios nuestra
admiración, gratitud, arrepentimiento, entusiasmo y nuestras necesidades espirituales y
materiales.
Hay que hacerlo todo con calma, paciencia y perseverancia, según los sabios consejos
de san Francisco de Sales: "Y si tu espíritu halla bastante gusto, luz y fruto en algunas de
estas consideraciones, te detendrás en ellas sin pasar adelante. Mas si no hallas el fruto que

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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 30

deseabas en la una de las consideraciones, después que hayas detenido un poco en ella,
pasarás a otra; yéndote poco a poco y simplemente en esta obra, sin afligirte ni acongojarte".
"Si te sucede, Filotea, sentir desabrimiento y desconsuelo en la meditación, ruégote no
te inquietes, sino que antes abras la puerta a las palabras vocales, lamentándote tú misma
de ti misma a tu Dios. Confiesa tu indignidad, ruégale que te ayude. Otras veces toma un
libro y léelo con atención, hasta que despierte tu corazón y vuelva en sí; hiere alguna vez tu
corazón con algún movimiento de devoción exterior. Y si, después de todo lo dicho, no
hallares consuelo, por grande que sea el desabrimiento, no por eso te desasosiegues, sino
antes continúa en tener una humildad devota delante de Dios. Nos es honra en extremo
grande el estar cerca de El y a su vista".

Las dificultades actuales de la meditación


La meditación, que ya es en sí misma una práctica que requiere esfuerzo, encuentra en
el contexto cultural de hoy unas dificultades especiales. Podemos hablar esquemáticamente
de:
- Tendencia desmedida a lo espontáneo.
Se piensa fácilmente que se es tanto más auténticos cuanto menos ligados se está a
métodos; por lo que se los considera como obstáculos que hay que alejar, más que como
ayudas que hay que utilizar.
Es un hecho que, a medida que aumenta la madurez espiritual, disminuye la necesidad
de aplicar rigurosamente los métodos, y que éstos no han de convertirse en una jaula. Pero
la espontaneidad en la meditación es un punto de llegada, no de partida. Durante mu cho
tiempo es indispensable emplear algún método, aunque sea elemental. Y, de todos modos,
no es lícito confundir la validez de un instrumento para la oración con sus posibles abusos.
-Tendencia al activismo.
Por una parte, se considera con facilidad que los compromisos apostólicos son mucho
más importantes que la meditación y se echa mano abusivamente del principio de "de jar a
Dios por Dios", para legitimar su abandono. Por otra, se valora la meditación más como una
técnica de higiene mental o terapia psicológica, como forma de adiestramiento autógeno, que
como forma de oración.
Quien no supera estas inclinaciones, pierde el sentido de la primacía de los valores
espirituales y se hace incapaz, no sólo de meditar, sino simplemente de orar.
- Tendencias a la distracción
Muchos contemporáneos tienden a aborrecer el silencio del recogimiento. Arrastrados
por un volumen incontrolable de informaciones, se pierden fácilmente, confundidos, en una
existencia 'de destellos múltiples1.
Es preciso reajustar y planificar eficazmente los propios centros de interés, superando
la convicción de que la madurez consista en acumular cuantitativamente (y toscamente)
experiencias, más que en profundizar cualitativamente en las que se tienen.
- Tendencia a la superficialidad.
Domina la sensación de la prisa. La inflación de palabra escrita a la que estamos ex -
puestos, engendra la costumbre de leer apresurada y epidérmicamente: mientras los ojos
recorren las líneas, el pensamiento resbala sobre los significados.
Hay que redescubrir la lectura "plena" de los antiguos, la que permite llegar a la raíz de
las cosas. Lo que importa es leer menos y con más concentración.
- Tendencia a trastocar el papel de Dios.
El espíritu de dominio sobre la materia, de iniciativa respecto al ambiente, de autosu -
ficiencia en la vida, alimentado por el gigantesco desarrollo tecnológico de los últimos dece -
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nios, mientras favorece una disminución general de la capacidad de escuchar, empuja a


pensar que la meditación consiste, en el mejor de los casos, en una serie de propuestas (de
petición, de alabanza, de acción de gracias, etc.) que el orante presenta a Dios, esperando
que El reaccione proporcionalmente.
En cambio, la estructura de la oración se basa en la dinámica opuesta. Por esto, lo
primero que hay que hacer en la meditación es ponerse en la presencia de Dios y escuchar
su palabra.
Vienen después el hablar y el decidir, y se configuran como respuesta a una iniciativa
divina previa, que con su alteridad, a veces crucificadora, da garantías al hombre ante las
ilusiones.

13. EL PASO A LA CONTEMPLACIÓN

Características generales
Los grandes maestros de espíritu unen los niveles de la oración con los grados de la
vida espiritual.
Según el padre Lallemant, "cada uno tiene que ser fiel a la oración propia del grado y
del estado de vida espiritual en que se encuentra". De manera que "hay tres clases distintas
de oración: la meditación, u oración discursiva, propia de los principiantes que se hallan en la
vía purgativa; la afectiva, propia de los que progresan y están en la vía iluminativa; y la
contemplación y la oración de unión, propia de los perfectos que se hallan en vía unitiva". El
padre Surin explica: "¿Para quién es la oración discursiva? Para los principiantes. ¿Para
quién es la oración afectiva? Para los proficientes. ¿Para quién es la contemplación? Para
los perfectos".
La terminología y las clasificaciones varían con frecuencia en los distintos autores, pero
coinciden claramente en la idea de que se da un progreso en la oración, debido a la
presencia de ciertas características y a la ausencia de otras. "La ley de todo progreso
espiritual consiste en pasar progresivamente de lo plural a lo singular (o sea, de la pluralidad
de nuestros deseos a la adhesión a la sola persona de Jesús) y de lo activo a lo pasivo (esto
es, de la acción de llevar a la acción de recibir)".
En las primeras fases de la vida espiritual prevalece el esfuerzo del que ora, en la
oración predomina el trabajo de la inteligencia y de la facultad discursiva, la conciencia de la
acción de Dios se presenta débil y ocasionalmente. A medida que se avanza, el que ora va
entrando en una oración menos trabajosa, más sencilla y fructífera, más sensible y dócil a la
iniciativa de Dios: en este sentido concreto, más pasiva.
Poco a poco, se ponen a su lado y sustituyen a la oración discursiva "la oración afec-
tiva, en la que los actos de la inteligencia disminuyen, y con poco esfuerzo se logra que la
voluntad actúe como le corresponde; y la oración de simplicidad, en la que los actos de la
voluntad se simplifican en su formulación, pero ganan en intensidad. Se pasa a la forma bá -
sica de la contemplación que se llama adquirida.

La oración afectiva
La oración afectiva, explica Royo Marín, "es aquella en la que predominan los afectos
de la voluntad sobre el discurso del entendimiento. Es como una meditación simplificada en
la que cada vez va tomando mayor preponderancia el corazón por encima del previo trabajo
discursivo".
Se llama así, precisa más analíticamente otro autor, "a una oración mental en la que
son numerosos los afectos, o tienen mucho más peso que las consideraciones y los razo-
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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 32

namientos. No faltan las consideraciones (porque es muy necesario seguir pensando), pero
son menos variadas y prolongadas. En este grado hay generalmente como base una ¡dea
dominante, que no excluye, sin embargo, un buen número de otras ¡deas secundarias, me -
nos visibles. Pero esta idea dominante despierta afectos muy vivos. Este grado, por tanto, no
se diferencia de la meditación más que en la magnitud. Es un discurso menos variado y
menos manifiesto, que da mayor cabida a los afectos del amor, de la alabanza, de gratitud,
de respeto, de sumisión, de contrición, etc., y a las resoluciones prácticas. La intuición de la
verdad sustituye parcialmente al razonamiento; y resulta fácil al alma cuanto se refiere a la
parte intelectual".
Desde el punto de vista psicológico, la oración afectiva facilita el comprometerse,
disminuyendo la ruda fatiga de la meditación discursiva. Desde el punto de vista espiritual,
favorece una unión más íntima y profunda con Dios, animando poderosamente a la práctica
de las virtudes.
Se trata, por consiguiente, de una forma de oración apetecible. Pero es menester entrar
en ella en el momento justo: ni demasiado tarde ni demasiado pronto. El que ora no de be
provocar a la fuerza los afectos hacia los que no se siente inclinado, sino entregarse a ellos
cuando siente su atractivo.
Además, importa mucho controlar la gula espiritual, "que impulsa a buscar en la oración
afectiva la suavidad de los consuelos sensibles en vez de estímulo y aliento para la práctica
austera de las virtudes cristianas. Dios suele castigar este afán egoísta del alma sensiblera,
retirándole sus consuelos y sumergiéndola en la aridez y sequedad más desoladora para que
aprenda a rectificar la intención y vea por experiencia lo poco que vale cuando Dios se le
retira".

La oración de simplicidad
Con la oración afectiva se está en los umbrales de la contemplación adquirida: con ésta
otra se entra de lleno en ella.
La oración de simplicidad -que santa Teresa de Jesús llama oración de recogimiento
activo y adquirido, para distinguirla del recogimiento infuso- se denomina también oración de
simple mirada, de simple presencia de Dios o de simple visión de fe.
Como sugieren sus nombres, consiste esencialmente en mirar y amar; o sea, en hacer
cuanto revela la respuesta de un campesino de Ars a su cura acerca del modo como rezaba
a Dios: "je l'avise et II m'avise, yo le miro y El me mira". Denominada también ora ción de
simple intuición, "no es más que una lenta serie de miradas al mismo sujeto", e in cita a
estados "que a veces reciben el nombre de oración del corazón, para indicar que no están
dominados por las consideraciones". Los llama así el padre De Caussade en su Tratado
sobre la oración del corazón.
Dada su simplicidad, esta forma de oración se puede mantener durante toda la jornada,
unida a la oración asidua. "Aun ocupados en nuestros quehaceres ordinarios, nos unimos a
Dios, le miramos y le amamos. En las oraciones litúrgicas y en las vocales cuidamos más de
la presencia de Dios que del sentido de las palabras y procuramos manifestarle nuestro
amor. El examen de conciencia se simplifica; con una mirada rápida echamos de ver las
faltas apenas cometidas y nos dolemos al punto de ellas. El estudio y las obras exteriores de
celo las hacemos con espíritu de oración en la presencia de Dios y con ardiente deseo de
darle gloria: ad maiorem Dei gloriam. Ni aun siquiera las obras más ordinarias de jan de estar
penetradas del espíritu de fe y de amor, y de convertirse en hostias ofrecidas frecuentemente
a Dios".

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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 33

La oración de simplicidad, empero, no es siempre dulce y sabrosa: a menudo va unida


a estados dolorosos de aridez prolongada.

Las tres señales del paso


Para verse libres de ilusiones, conviene aprender a discernir cuándo es el momento en
que hay que dejar la meditación discursiva (oración típica de la ascética en sentido particular)
para entrar en la contemplación (oración típica de la mística en sentido particular).
San Juan de la Cruz propone tres criterios que son aptos para indicar que es oportuno
pasar de una a otra forma de oración.
El primero consiste en comprobar que se va haciendo cada vez más difícil la medita ción
discursiva, por el hecho de que la comunicación más directa con Dios que se va instaurando
hace superfluo y embarazoso reflexionar por largo tiempo.
El segundo lo proporciona la imposibilidad que tiene el que ora de hallar gusto y sa -
tisfacción en las personas con quienes se encuentra o en las cosas que tiene entre manos.
El tercero, que es también el más seguro, procede del hecho de que sólo se encuen tra
satisfacción en la intimidad afectuosa con Dios.
La primera y segunda señales son necesarias, pero insuficientes: en efecto, la inca-
pacidad de meditar podría ser efecto de negligencia o de indolencia; el disgusto por las
criaturas podría ser efecto del orgullo o de una anomalía psíquica. La tercera es decisiva y
hay que verla unida a las otras dos.

Contemplación adquirida y dones del Espíritu Santo


Al poner en práctica la oración afectiva y de simplicidad, el camino del creyente llega a
la vida mística, tomada en sentido estricto. "Los escritores más recientes entienden por vida
mística una vida espiritual en la que domina el influjo de los dones del Espíritu Santo. Es la
vida espiritual que ha llegado a tal altura que requiere una moción habitual del Espíritu de
Dios. Su actividad es tan sublime que ya no bastan las virtudes para desarrollarla, sino que
es preciso recurrir al influjo de los dones divinos dados al alma in adiutoríum virtutum, como
dice santo Tomás".
La contemplación remite a los dones del Espíritu, en todos sus niveles, no sólo en
cuanto contemplación infusa, sino incluso como contemplación adquirida, precisamente
porque es también verdadera contemplación, en la que tiene lugar ampliamente una infusión
de luz y de fuerza de lo alto.
Y, entre los dones del Espíritu, le son provechosos sobre todo los de inteligencia, de
ciencia y de sabiduría. Se comprende fácilmente por qué.
El don de inteligencia permite al alma -que se adhiere a las verdades reveladas por fe,
sin comprenderlas- penetrar en sus profundidades y alcanzar de alguna manera su signi-
ficado. Se trata de entender (=intus-legere) fundado en una intuición (=intus-ire).
El don de la ciencia garantiza al juicio del que ora el percibir exactamente las relacio nes
de lo divino con lo humano. Se habla de ciencia para significar que se es capaces de pasar
de los principios supremos de la vida, percibidos a través de la inteligencia, a las par-
ticularidades de la existencia concreta.
El don de sabiduría, finalmente, consiste en poder saborear (sapere significa gustar) las
cosas de Dios como consecuencia de la intensa familiaridad con su trascendencia. Su parte
eminente es "el momento afectivo de la chantas, del ardiente amor de Dios" que pre para
para la "cognitio experimentalis Dei, para aquel contacto, intelectual y afectivo a la vez, con

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Dios uno y trino, con el que se entra por la gracia santificante, en una misteriosa relación de
parentesco, de participación de naturaleza".

14. LA CUMBRE DE LA CONTEMPLACIÓN

Propiedades de la contemplación infusa


Como hemos afirmado repetidas veces, el progreso de la oración hacia las formas más
altas de su realización tiene como característica el hecho de que la iniciativa divina y su
impacto sobre el creyente prevalecen de forma creciente, la oración se simplifica y aparece
una percepción de Dios, que va acompañada con frecuencia de fenómenos extraordinarios
de orden cognoscitivo y operativo.
Al madurar, la oración se convierte en más pasiva (menos laboriosa) y más rica, se
simplifica y, a menudo, se transforma en experiencia de Dios. Se hace menos masculina
(menos discursiva, elaborada, apoyada en la acción humana) y más femenina (más intuitiva,
directa, basada sobre la acción de Dios).
Estos elementos comienzan a vislumbrarse en la meditación simplificada, umbral de la
contemplación, y brotan en la oración afectiva y de simplicidad (= contemplación adquirida).
Y llegan a prevalecer en la oración llamada de contemplación infusa.
La contemplación infusa, en efecto, consiste en un estado de "conocimiento y de amor
infundidos directamente por Dios", en una inmersión en él que "produce un conoci miento
nuevo de Dios en la inteligencia, un conocimiento experimental, basado en el gusto divino, y
un amor muy intenso y suave en la voluntad".
Es la forma más completa y rica de vida mística en sentido estricto. Es la que tras-
ciende todo saber discursivo, incluido el teológico, por lo que "aunque en sí esto es, acerca
del objeto, el místico no sepa nada de Dios que no pueda conocer el teólogo con su investi -
gación especulativa, él tiene, sin embargo, un conocimiento más íntimo y profundo de los
misterios divinos". Es el conocimiento marcado por una percepción casi experimental y di-
recta de la presencia y de la acción de Dios, de tal manera que "ateniéndose a las confesio-
nes personales de las almas místicas, la nota esencial del fenómeno místico se podría
formular así: Dios se revela a través de su acción en el alma de tal modo que ésta se da
cuenta de semejante presencia, de tal contacto divino. La mística es Dios que se hace ínti mo
al alma, actuando en su centro, atrayendo en sí todas sus fuerzas, iluminándola y en-
cendiéndola con una luz y un ardor sobrenatural. El hecho místico se nos presenta como la
conciencia del contacto con Dios, como la experiencia viva de la presencia de Dios que ilu-
mina, inflama, embriaga".

Gratuidad de la contemplación infusa


La contemplación infusa, como constituye una forma de experiencia de Dios, suscita la
gran cuestión de si es posible experimentar la acción de Dios sobre el creyente (la gratia
oblata), o comprobar la presencia del estado de gracia que sigue a la aceptación de tal ini-
ciativa (la gratia accepta). En el sentido más estricto, se llama místico al individuo que goza
de un conocimiento casi experimental de Dios y de las realidades divinas presentes en el
hombre. Pero, ¿es posible una percepción de ese género? Si Dios y lo divino no son objeto
adecuado de conocimiento reflejo, sino sólo términos de un asentimiento de fe, ¿cómo se
puede pensar que se tiene una intuición psicológica de ello?
Es posible hacerlo porque la realidad de tal forma de experiencia resulta innegable ante
la fuerza de los hechos. Por más que los grandes doctores de espíritu y los mismos que se
benefician de tales experiencias insistan en decir que se va a Dios únicamente en pureza de
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fe, sin exponerse a los juegos del sentir, todos están de acuerdo en admitir la realidad y la
importancia de los fenómenos místicos en el sentido que hemos explicado.
Comprobar que la comunicación de Dios trasciende el plano de la comprensión psi-
cológica no equivale a excluir que Dios puede darse generosa y liberalmente a alguien de tal
manera que su conciencia refleja lo pueda percibir. Dios puede hacerlo y a menudo lo ha
hecho. No se discute la posibilidad, pues está garantizada por una multitud de testimonios de
que así ha sido.
Pero no se trata de un don gratuito, unido a la misión de una persona, y que depende
de las decisiones soberanas de la libertad de Dios.
Es cierto que la contemplación adquirida es una disposición que favorece la contem-
plación infusa. Es igualmente seguro, dice san Juan de la Cruz, que "la causa por la que hay
tan pocos que llegan a tan alto estado de perfección de unión con Dios" hay que buscarla en
la escasa disponibilidad de los hombres a dejarse levantar por Dios. "No es porque Dios
quiera que haya pocos de estos espíritus elevados, que antes querría que fuesen to dos
perfectos, sino que halla pocos vasos que sufran tan alta y subida obra. Que, como los
prueba en lo menos y los halla flacos -de suerte que luego huyen de la labor, no queriendo
sujetarse al menor desconsuelo y mortificación- de aquí es que, no hallándolos fuertes y
fieles en aquello poco que les hacía merced de comenzarlos a desbastar y labrar, echa de
ver que lo serán mucho más en lo más, y mucho no va ya adelante en purificarlos y levan-
tarlos del polvo de la tierra por la labor de la mortificación, para lo cual era menester mayor
constancia y fortaleza que ellos muestran".
No obstante, si bien todos están "llamados a la santidad, no todos están llamados a las
experiencias contemplativas propiamente dichas", a la contemplación infusa. "Por consi-
guiente, se pueden distinguir en la práctica dos caminos o dos modos de ir a la perfección:
uno con las experiencias contemplativas propiamente dichas (vía contemplativa), y otro sin
ellas, pero no sin el influjo cada vez más amplio de los dones, esto es, sin la vida mística (vía
común)".
Y no hay que olvidar que las experiencias de la contemplación infusa no hacen menos
indispensables la fe y la oscuridad de cualquier acercamiento al misterio, realizado por el
hombre que aún está en camino, precisamente por estar en él; por esto hemos hablado
repetidas veces de conocimiento cuasi experimental.
Estas aclaraciones muestran que la relación de la vida mística plena, de contemplación
infusa, con la vida ascética en sentido particular, junta la continuidad y la discontinuidad. Hay
una continuidad porque, por medio de la contemplación adquirida, la vida ascética prepara
para la contemplación infusa, y la exigencia de la primacía de la fe sigue siendo taxativa. Hay
una discontinuidad porque los dones de la contemplación infusa son gratuitos y distintos de
cualquier otro; hasta el punto de que es causa incluso de un lenguaje original, distinto de
cualquier otro.

Formas y modulaciones de contemplación infusa


La descripción de los fenómenos de la contemplación infusa, hecho sin duda muy
complejo y estratificado, da lugar a clasificaciones y origina terminologías diferentes entre los
maestros de espíritu, basadas en las distintas experiencias y sensibilidades.
A título de ejemplo, presentamos una sistematización muy corriente que recurre a la
doctrina de santa Teresa de Jesús y distingue cinco grados denominados: recogimiento so-
brenatural, quietud, oración de unión, unión extática o desposorio espiritual, unión transfor-
mante o matrimonio espiritual.

Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 35


GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 36

El recogimiento sobrenatural es un concentrarse en Dios, producido por un don infuso


de lo alto, que produce un gran amor sensible.
La quietud es un estado que compromete a la voluntad, no propiamente a la mente, por
lo que puede perdurar en medio de las ocupaciones más absorbentes.
La oración de unión es aquel grado de contemplación infusa en el que todas las po -
tencias internas están cautivas y ocupadas por Dios.
La unión extática o desposorio espiritual añade al anterior la suspensión de los sentidos
externos y suscita con frecuencia éxtasis y arrobamientos.
La unión de matrimonio espiritual, finalmente, lleva este estar cautivos y ocupados por
Dios hasta el yo profundo, de tal manera que el que ora llega a sentirse una sola cosa con
Dios.
Los cinco niveles se distinguen por el ámbito con que Dios conquista al orante y por la
duración del embeleso producido por la contemplación infusa. Mientras que el recogimiento
absorbe la mente, la quietud cautiva la voluntad, y ambos a menudo duran largo tiempo. La
oración de unión impregna tanto la inteligencia como la voluntad, y tiene una duración más
breve. El desposorio espiritual hace prisioneros también a los sentidos, pero por poco tiempo.
La unión del matrimonio espiritual, en cambio, llega a lo íntimo de la persona, suscitando una
conciencia permanente de la comunión con Dios.
En el capítulo cuarto, dedicado al estudio de los niveles de la vida espiritual, se pro -
porcionarán otras clasificaciones de los mismos fenómenos, considerados en una perspecti-
va más amplia.

15. EL ESPEJO DE LA VERDADERA ORACIÓN

Las cualidades de la experiencia mística


La variedad de las descripciones y de las clasificaciones de los fenómenos de la
contemplación infusa va unida a un acuerdo sustancial acerca de los rasgos esenciales de
esta forma eminente de oración cristiana.
Autores espirituales y maestros de espíritu reconocen unánimemente que la experiencia
mística se distingue en todas sus manifestaciones por una serie de características. Siendo un
poco esquemáticos, encontramos los datos siguientes:
1. El hecho de acercarse a Dios es necesariamente desconcertante.
Quien ve a Dios muere, enseña la antigua sabiduría hebrea (cf. Ex 33, 20; Je 6, 22-23).
La santidad de Dios no puede acercarse a nadie sin que le abrume.
Al compararla con Dios, la belleza de la creación queda reducida a una sombra; y, sin
embargo, cuesta trabajo a menudo soportar su esplendor. ¿Qué sucede si se descubre algo
de la hermosura de Dios, no ya en sombras y reflejos, sino de una forma casi inmediata? No
se convierte como en un trueno que rompe los tímpanos? Hablando de los ángeles, afirma
Rainer María Rilke que si llevase a uno de ellos de improviso en su corazón, moriría, por lo
imponente de su existir, porque lo bello no es más que el primer grado de lo terrible. La be -
lleza pertenece a la esfera de lo angélico, de lo trascendente que es sobrehumano. ¿Qué
sucede si Dios mismo pesa sobre el corazón?
Sobre el místico descansa algo del peso de Dios, y él no puede soportarlo. El res-
plendor de la luz divina es demasiado intenso y quema los ojos: san Juan de la Cruz lo lla ma
tinieblas. El abismo de Dios es demasiado vertiginoso; la mirada no logra fijarse en él: por
esto san Gregorio de Nisa habla de un desmayo causado por la esencia divina. Durante sus
éxtasis san Francisco Javier gritaba: ¡basta! Y el corazón de santa Teresa de Jesús quedó
herido físicamente por ello.
Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 36
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 37

2. La experiencia mística es sumamente iluminadora.


En el momento en que se manifiesta, la gloria de Dios sobrepasa la gloria de toda
criatura: ante la suprema realidad del Ser divino, el espíritu humano percibe la relatividad
total de lo demás. No es que se quite esplendor o valor a las criaturas. Sólo se destruye la
falacia de un mundo en el que el brillo de lo finito ofusca, a los ojos del hombre, la luz fontal
de lo infinito; en el que las innumerables llamacitas de los goces sensibles ocultan la gran
noche estrellada que domina en lo alto.
Todas las cosas vuelven a la verdad: Dios sobre todo, todo desde Dios.
Envueltos por una luz suprema, los místicos se convierten en "los guías más seguros
para ayudar a mirar dentro de la realidad y más allá de la realidad", en los verdaderos mis-
tagogos, "como los primeros exploradores que entraron a escondidas, en la Tierra prometi da
y después regresaron para relatar lo que habían visto: una tierra que mana leche y miel".
3. La contemplación infusa es resueltamente rectificadora.
El acercarse a la infinita Alteridad de Dios confunde y desorienta al espíritu, que carece
de términos de comparación para entenderla o de medios para captarla. Nace en el alma la
reacción religiosa de la turbación. Es la experiencia de lo "terrible" evocado por el Dies ¡rae,
donde se canta el Rex tremendae maiestatis. Pertenece al orden de la metafísica, y brota de
la absoluta desproporción que hay entre la grandeza de Dios y la nada de la creatura.
Pero no tiene nada que ver con un miedo vulgar, ni va unido al terror del castigo. Y
produce efectos de vida: deshace la pretensión del hombre de bastarse a sí mismo, le saca
de su centro, lo desaloja de sí mismo.
4. La percepción casi experimental de Dios es causa también de una actitud de ado-
ración sin límites.
El místico capta algo de la infinita excelencia de Dios, que infunde respeto por su ab-
soluta y suprema perfección. En su presencia, le arrastra la oleada de una estima inmensa e
incondicional.
5. El aproximarse a Dios produce una purificación extraordinaria.
Los santos saben lo que es verdaderamente el pecado, no los pecadores, dice el
cardenal Ratzinger. Puesto que el pecado es despreciar la voluntad de Dios, sólo quien
comprende cuánto merece que se le ame, se da cuenta de su gravedad. En verdad, "sólo
comprendemos el bien si lo hacemos, y sólo comprendemos el mal si lo evitamos.
Cuando la santidad de Dios se acerca a una criatura, le hace gritar como a Pedro
"apártate de mí, que soy hombre pecador" (Le 5, 8). Pero la reacción de horror por la propia
indignidad que impulsa al hombre pecador a huir del Dios santo, se transforma enseguida en
sed de purificación: el alma que ama no puede refrenar el deseo irresistible de unirse a Dios,
abismo de amabilidad, que se presenta también como terrible. Y así, la atracción de Dios se
convierte para ella en un fuego devorador.
6. La experiencia de Dios es increíblemente fascinante.
En el espíritu de los místicos, limpios y brillantes por la purificación y liberados de los
vínculos caducos, estalla el huracán del amor. Es ésta la realidad que rebosan sus obras.
Absorbidos por una fuerza inmensa de gravitación, se pierden ciegamente en las tinieblas
divinas.
7. Y Dios se convierte en descanso: el conocimiento místico hace dichosos ¡limitada-
mente, prodiga una alegría que supera y trasciende cualquier otro contento.
La sobreabundante felicidad divina los colma más allá de cuanto puede imaginarse.
Han encontrado en Dios el unum necessarium.

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GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 38

8. Pero Dios dilata su amor, los hace hallar una capacidad nueva y mayor de comu -
nión, los deja siempre saciados y siempre hambrientos: la contemplación mística es insa-
ciable.
Ella une, según la profunda concepción de san Gregorio de Nisa, la éxtasis y la kíne-
sis, el reposo y el movimiento. El alma que asciende no se detiene jamás; va de arranque en
arranque, a través de arranques que no terminan nunca. Es pregustar la visión beatífica,
eterno descubrimiento de esplendores incomparables, en la que, por fin, se conoce a Dios y,
no obstante, nunca se acaba de conocerle: siempre es el ser más conocido y el más ignora-
do.

Repercusión sobre la verdadera oración


Las ocho características de la contemplación infusa están presentes en toda auténtica
oración, virtual, implícita y parcialmente. La verdadera oración es siempre una realidad que
desconcierta, ilumina, rectifica, lleva a adorar, purifica, fascina, hace dichosos e incita a una
comunión más profunda.
Por eso el hecho de que los místicos manifiesten sus experiencias tiene importancia no
sólo para ellos o para quien los dirige, sino para todo aquel que quiere orar. Cada cual
encuentra allí, como en un espejo, lo mejor de la propia oración.

Índice del capítulo:

Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL


1. SIGNIFICADOS Y PROBLEMAS
Las dos acepciones de la mística
Las dos acepciones de la ascética
Relación de la mística con la ascética

2. VIDA MÍSTICA Y ORACIÓN

3. LO ESPECÍFICO DE LA ORACIÓN CRISTIANA


La oración de Jesús
Características de la oración específicamente cristiana
Oración totalitaria (al Padre)
Oración incesante (mediante el Hijo)
Oración de respuesta (en el Espíritu Santo)
Oración eclesial (con la Iglesia)
Síntesis

4. LAS MODALIDADES COMPLEMENTARIAS DE LA ORACIÓN CRISTIANA


Adoración y alabanza
Acción de gracias
Súplica e intercesión
Petición

5. PROBLEMAS Y VALORES DE LA ORACIÓN DE PETICIÓN


Legitimidad
Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 38
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 39

Validez
Oración y praxis

6. NECESIDAD DE LA ORACIÓN

7. LAS CONDICIONES ASCÉTICAS DE LA ORACIÓN


1. Desasimiento del pecado
2. Desasimiento de las criaturas
3. Dominio de la mente
4. Rectitud de intención

8. FORMAS Y GRADOS DE LA ORACIÓN CRISTIANA

9. LA ORACIÓN DIFUSA Instancia de fondo


Instancia de fondo
Formas en que se ha presentado históricamente
El duro soporte de la oración difusa
Las condiciones de la oración difusa
Ventajas y actualidad

10 ORACIÓN Y ACCIÓN
Distinción
Unidad
Caridad
Libertad

11 LA ORACIÓN VOCAL
Naturaleza específica
Valores
Dificultades y remedios

12 LA ORACIÓN MENTAL
Naturaleza específica
Etimología
Importancia
Formas de meditación
Elementos esenciales
La moción de los afectos
Consecuencias prácticas
La índole inconfundible de la meditación
La cuestión de los métodos
La estructura de la meditación
Las dificultades actuales de la meditación

13. EL PASO A LA CONTEMPLACIÓN


Características generales
La oración afectiva
La oración de simplicidad
Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 39
GIORGIO GOZZELINO, En la presencia de Dios. 40

Las tres señales del paso


Contemplación adquirida y dones del Espíritu Santo

14. LA CUMBRE DE LA CONTEMPLACIÓN


Propiedades de la contemplación infusa
Gratuidad de la contemplación infusa
Formas y modulaciones de contemplación infusa

15. EL ESPEJO DE LA VERDADERA ORACIÓN


Las cualidades de la experiencia mística
Repercusión sobre la verdadera oración

Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL / 40

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