Sei sulla pagina 1di 19

El último hablante de una lengua

ancestral de la Amazonía
Por NICHOLAS CASEY 29 de diciembre de 2017
Volver al artículo principalComparte esta página

 Share
 Tweet
 Email

Continue reading the main storyFoto

Amadeo García García, la última persona que habla taushiro con fluidez, en Intuto,
Perú.CreditBen C. Solomon/The New York Times
Read in English

INTUTO, Perú — Amadeo García García se dirigió río arriba en su canoa


y se adentró al campamento oculto y repleto de trampas donde su
hermano Juan agonizaba.

Juan se retorcía de dolor y se sacudía incontrolablemente a medida que


aumentaba su fiebre, pues luchaba contra el paludismo. Mientras
Amadeo lo consolaba, el hombre enfermo balbuceaba palabras que ya
nadie más en la Tierra entendía.

“Je’intavea’”, dijo aquel día sofocante de 1999: “Estoy muy enfermo”.

Hablaba en taushiro. La lengua, un misterio para lingüistas y


antropólogos por igual, era hablada por una tribu que desapareció en la
selva de la cuenca del Amazonas en Perú hace generaciones, con la
esperanza de salvarse de los invasores, cuyas armas y enfermedades la
habían llevado al borde de la extinción.

Una curva del “río salvaje”, como lo llamaban, albergaba a los dos
hermanos y a los otros 15 miembros restantes de su tribu. El clan
protegía su pequeño asentamiento con un círculo de fosas profundas,
habilidosamente ocultas bajo una delgada cubierta de hojas y ramas.
Conservaban jaurías de perros de ataque para evitar que los foráneos se
acercaran. Incluso para finales del siglo XX, pocas personas habían visto
a los taushiro o escuchado su lengua más allá de algún cazador
ocasional, unos cuantos misioneros cristianos y los recolectores de
caucho armados que llegaron por lo menos dos veces a esclavizar a la
pequeña tribu.

Pero al final fue inútil. Sin rifles ni medicinas, se estaban muriendo.

Un jaguar mató a uno de los niños mientras dormía. Dos hermanos más
fallecieron a causa de mordeduras de serpiente. Un niño se ahogó en una
corriente. Un joven se desangró hasta morir mientras cazaba en la selva.

Después llegaron las enfermedades. Primero el sarampión, que se llevó a


la madre de Juan y Amadeo. Finalmente, una cepa mortal de paludismo
asesinó a su padre, el patriarca de la tribu. Enterraron su cuerpo en el
piso de su casa antes de que la estructura fuera incendiada por completo,
según la tradición taushiro.

Cuando Amadeo llevó a rastras hasta la canoa a su hermano agonizante


ese día, eran los únicos que quedaban, los últimos de una cultura que
alguna vez contó con miles de personas. Amadeo fue a un pueblo
distante, Intuto, donde había una clínica. Una multitud se reunió en el
pequeño muelle del río para ver quién era el extraño agonizante, vestido
solo con un taparrabo hecho de hojas de palma.

Pronto Juan dejó de temblar y se puso rígido. Perdía y recobraba la


conciencia; finalmente, alzó la vista hacia Amadeo.

“Ta va’a ui”, dijo por último. “Estoy muriendo”.

La campana de la iglesia retumbó esa tarde para informar a los aldeanos


que aquel visitante inusual había muerto.
“Lo extraño fue lo callado que estaba Amadeo”, dijo Tomás Villalobos,
un misionero cristiano que estuvo con él cuando murió Juan. “Le
pregunté: ‘¿Cómo te sientes?’, y me dijo: ‘Ya se acabó todo para
nosotros’”.

Amadeo lo dijo con pausas, en un español vacilante, la única manera en


que podría comunicarse con el mundo a partir de ese momento. Ya nadie
más hablaba su lengua. La supervivencia de su cultura de pronto se
había reducido a un solo hombre.

Una carga inesperada

La historia humana puede rastrearse a través de la propagación de las


lenguas. Los fenicios se extendieron a través de las antiguas rutas
comerciales del Mediterráneo; llevaron el alfabeto a los griegos y la
alfabetización, a los europeos. El inglés, que alguna vez fue una pequeña
lengua que se hablaba en el sur del Reino Unido, ahora es la lengua
madre de cientos de millones de personas en todo el mundo. Los
dialectos chinos son hablados por más de mil millones de habitantes.

Sin embargo, todo el destino del pueblo taushiro ahora recae en este
último hablante, una persona que jamás esperó tener una carga como
esa y que ha pasado gran parte de su vida abrumado por eso.

“Así le pasa a Amadeo: casi nadie lo entiende cuando habla su lengua”,


dijo William Manihuari, mientras veía a Amadeo, que pescaba solo
desde una canoa.

“Y cuando muera no quedará nadie”, agregó José Sandi, un niño de 12


años que también lo observaba.

Las aguas del Amazonas peruano alguna vez fueron un vasto almacén
lingüístico, un lugar donde en cada curva del río se podía encontrar un
dialecto diferente, a menudo completamente inteligible para las
personas que vivían tan solo a unos kilómetros. No obstante, en el
último siglo, al menos 37 lenguas han desaparecido tan solo en Perú,
perdidas en el choque constante de la expansión nacional, la migración,
la urbanización y la búsqueda de recursos naturales. Quedan 47 lenguas
en Perú, según los cálculos de los académicos, y casi la mitad de ellas
están en riesgo de desaparecer.

Llegué a la avanzada del río de Intuto —a diez horas en lancha desde la


ciudad más cercana—, para averiguar cómo fue que los taushiro, al igual
que muchas otras culturas, habían llegado a su fin. El viaje comenzó por
documentos lingüísticos y bosquejos históricos olvidados. Incluso me
llevó a Puerto Rico, un lugar azotado por los huracanes, donde una
misionera cristiana jubilada buscó entre las últimas fotografías
existentes de los taushiro, casi derramando lágrimas mientras las veía
por primera vez en años.

Y me trajo aquí, a la ribera de un río pardo y limoso, donde toda la


experiencia acumulada del pueblo taushiro se mecía a solas en una
hamaca: un hombre de alrededor de 70 años cuya memoria estaba
desvaneciéndose y cuyo dominio de la lengua se le iba olvidando porque
no tenía con quién hablarla.

“En cualquier momento podría desaparecer; mi vida terminará, pero no


sabemos cuándo”, dijo Amadeo estoicamente. “Los taushiro no
pensamos en la muerte. Simplemente seguimos adelante”.

Sabe que eso no es cierto, que los taushiro ya no pueden seguir adelante.
Eso lo exaspera, y a veces se pregunta qué tan culpable es de eso, o si la
extinción de su pueblo es importante realmente.

“A veces ya no me importa”, dijo.

Los taushiro estuvieron entre los últimos cazadores-recolectores del


mundo, vivían como refugiados en su propio país, vagaban por los
pantanos de la cuenca del Amazonas con cerbatanas llamadas pucuna y
pescaban en pequeños botes llamados tenete. Si querían contar, en su
lengua solo tenían palabras para los números uno, dos, tres y muchos. Y
para cuando nació Amadeo, su población había disminuido tan
drásticamente que no tenían nombres en el sentido tradicional: el padre
de Amadeo simplemente era iya, o padre, su madre iño, o madre, su
hermana y hermano ukuka y ukuñuka.

Las lenguas generalmente se transmiten a través de las familias, pero


Amadeo desintegró la suya décadas antes de darse cuenta de cuáles
serían las consecuencias para su cultura y su lugar en la historia. Aún
tiene cinco hijos esparcidos por toda América. Pero después de que su
esposa lo dejara en los ochenta, los llevó a un orfanato cuando aún eran
muy jóvenes, pensando que eso era más seguro que una vida en la que
los traficantes secuestran a los niños o se pierden en la guerra. Ninguno
de ellos vivió con él después de eso. Jamás aprendieron su lengua.

“Las lenguas que están en esa situación crítica, muchas veces parece que
ya tienen su destino sellado; es decir: resulta difícil recuperar una lengua
en esa etapa”, dijo Agustín Panizo, un lingüista del gobierno que intenta
documentar el taushiro. “Amadeo García quiere que el taushiro regrese.
Lo quiere, sueña con él, lo anhela y sufre al saber que es el último
hablante”.

Ahora Amadeo vive solo en una casa de madera detrás de la torre de


agua del pueblo y pasa muchos de sus últimos días bebiendo.
Desesperado por hablar y escuchar a lo que sea en taushiro, se sienta
solo en su porche por la mañana, recitando la única literatura que se
escribió en su lengua: los versos de la Biblia traducidos al taushiro por
misioneros que buscaban convertir a la tribu hace años.

“Ine aconahive ite chi yi tua tieya ana na’que I’yo lo’”, leyó en voz alta
una mañana. Era la historia de Lot, del Génesis. Lot y su familia se
vuelven los únicos sobrevivientes de su ciudad cuando Dios destruye
Sodoma y Gomorra. Lot pierde a su esposa cuando ella voltea a ver la
destrucción, desobedeciendo a Dios.

Amadeo vive junto a los habitantes de Intuto, pero no con ellos; a


menudo pasa por donde están en un estupor silencioso. Mario Tapuy, un
hombre de 74 años que conoció a Amadeo cuando era niño y vivía en la
selva, dijo que muchas veces había intentado sacar a Amadeo del bar
para que les enseñara su lengua a otros.

Tapuy, quien habla su propia lengua indígena, el kichwa, dijo que se


había dado cuenta hace años de que el futuro de los taushiro se reduciría
a Amadeo, independientemente de que él quisiera esa responsabilidad o
no.

“Se lo dije muchas veces”, dijo Tapuy. “Él escucha, pero no lo registra en
su cerebro”.

Llegué a Intuto con una lingüista llamada Juanita Pérez Ríos, que había
conocido a Amadeo durante años y me lo presentó ese día. Por la tarde,
Amadeo quería hablarle a su hijo Daniel, que vive en Lima, y Pérez le
prestó su teléfono. Habían pasado muchos meses desde la última vez que
habían hablado.

“Me caí en la jungla”, le dijo Amadeo a su hijo. “Estoy cojeando un


poco”.

“Debes ser cuidadoso”, le dijo Daniel.

Los dos hablaron en español, lo cual a veces es difícil para Amadeo.

“Mis hermanos me dijeron que te has estado emborrachando un poco”,


lo reprendió Daniel. “Debes dejar de hacer eso ya”.

Después hubo una pausa.

“Te quiero mucho, ¿entiendes?”, dijo Daniel. La llamada terminó.

Amadeo se sentó en su casa durante algunos minutos, mirando la noche


mientras los sonidos de la selva se escuchaban cada vez más. Se podía
oír a las familias que cocinaban la cena en la distancia.

“Dicen que me quieren, pero jamás vienen”, dijo.


Continue reading the main storyFoto
Amadeo pescando cerca de Intuto. La Amazonía peruana fue alguna vez un
almacén lingüistico vasto, pero en el último siglo al menos 37 lenguas han
desaparecido tan solo en Perú. CreditBen C. Solomon/The New York Times

Una era de caucho y esclavitud

Los problemas comenzaron con el caucho.

Los taushiro y otros grupos indígenas habían cultivado desde hacía


mucho una sustancia blanca y pegajosa que salía de ciertos árboles y con
eso cubrían su ropa y la hacían impermeable. Pero para el siglo XIX, los
europeos también habían descubierto la utilidad del caucho, lo que
desató una fiebre.

Las empresas europeas y estadounidenses bajaron a las selvas y


esclavizaron a las poblaciones indígenas para apoderarse del caucho
mientras construían enormes palacios en las tierras que habían dejado
atrás. La mortal Era del Caucho había comenzado en la Amazonía.

En muchas zonas, hasta el 90 por ciento de la población indígena murió


por las enfermedades y los trabajos forzados, dicen los investigadores.
Miles se mudaron a las ciudades recién asentadas. Pero los taushiro,
junto con muchas otras tribus, tomaron otra ruta: decidieron
desaparecer.
Los primeros recuerdos de Amadeo sobre el asentamiento taushiro
oculto de Aucayacu siguen estando en la bruma de un lugar donde se
desconocía la escritura y no se mantuvo registro alguno, ni siquiera de su
nacimiento, que según él ocurrió en algún momento de los años
cuarenta. Su primer recuerdo es el de haber caminado desnudo a través
de la selva durante una tormenta, mientras la lluvia le corría por todo el
cuerpo.

El contacto con el mundo exterior era escaso y a menudo violento.

Primero llegó un recolector de caucho en busca de esclavos. Con


machetes y rifles encontró Aucayacu con cuatro de sus hombres y le
ordenaron a la tribu que trabajara. Amadeo y su familia pasaron días
extenuantes drenando el caucho de los troncos de los árboles y
formando con él bloques que el comerciante vendería río abajo.

El recolector obligó a la hermana casada de Amadeo a que tuviera


relaciones sexuales con él; después casi la mató a golpes con un pedazo
de madera. Su esposo le arrojó una lanza y jamás volvieron a verlo por
ahí de nuevo.
Poco después, otro recolector de caucho tomó su lugar. Quizá después de
enterarse del destino de su predecesor, el nuevo recolector decidió dar su
rifle a cambio de trabajo, en vez de apuntarlo hacia los taushiro.

También les dio algo más. Puesto que no podía distinguirlos entre sus
trabajadores, los puso en una fila y les dio nombres en español:
Margarita, Andrés, Magdalena, César, Antonio. El niño más pequeño era
Amadeo. Como no tenían apellido, a los taushiro les dieron dos: García
García.

El cristianismo

Un día, el suelo comenzó a temblar y el mundo dio otro paso hacia


Amadeo.

No era un terremoto, sino el equipo de pruebas de la Occidental


Petroleum Corporation, una empresa estadounidenses que había llegado
a Perú. El caucho había decaído desde hacía tiempo en el Amazonas.
Ahora los extranjeros iban tras el petróleo.

Entre los perforadores se corrió la voz de que un grupo indígena estaba


oculto en uno de las afluentes del río Tigre. La corporación Occidental
envió un avión y un vigía con binoculares para ubicar a la tribu.

Fue la primera vez que Amadeo vio a alguien volar. Era 1971.

“Estaban tan cerca del suelo que podía ver sus rostros que nos
observaban”, dijo Amadeo.
Con las coordinadas de los taushiro en mano, el contacto fue inevitable.
Pero en vez de enviar a uno de los suyos, la empresa petrolera recurrió a
un grupo de evangelistas cristianos para darles una misión inusual.

El Instituto de Lingüística de Verano había sido fundado cuatro décadas


antes por un ministro evangélico que quería traducir la Biblia a cada una
de las lenguas que aún se hablaban. Para los años setenta, el grupo se
había convertido en una presencia común en las selvas de América
Latina, a menudo bajo contratos del gobierno para programas de
alfabetización.

El contacto —seguido de la conversión— era la meta de los lingüistas


cristianos. A veces la misión resultaba mortal.

En 1956, después de arrojarle regalos al pueblo waorani, el cual no había


sido contactado, una tribu alojada en una ribera en Ecuador asesinó con
lanzas a cinco misioneros. Sin dejarse intimidar, el instituto envió a una
hermana de uno de los cinco misioneros muertos para que una vez más
intentaran contactar con los waorani, quienes dejaron que la extranjera
y su familia vivieran entre ellos. Así convirtieron a la tribu.
En 1971, Daniel Velie se acercó a los bordes del asentamiento taushiro y
pasó a través de las trampas y los perros que ladraban. Desde la parte de
atrás de una canoa sacó un dispositivo pesado para hacer las primeras
grabaciones de su lengua.

Pero los taushiro no estaban en condiciones de hablar.

Una enfermedad había arrasado la aldea. Cuando Velie llegó, siete


taushiros estaban agonizando. Sacó un botiquín de primeros auxilios y
les dio penicilina, el primer antibiótico que los taushiro habían tomado.
Cuando se recuperaron, Velie anotó las primeras 200 palabras de un
glosario taushiro.

Con ademanes, el grupo le expresó su agradecimiento al misionero. Pero


Velie quería algo a cambio. Terminó por pedirle a Amadeo —que habría
tenido entonces veintitantos años— que regresara con él y comenzara a
enseñarle la lengua a otros.

“Dijeron que sí, que Amadeo iría; estaban muy agradecidos de que los
salvaran”, explicó Nectali Alicea, la lingüista que pronto pusieron a cargo
del proyecto taushiro en el instituto de lenguas. “La medicina fue la
clave”.

Alicea era una joven puertorriqueña egresada de Ciencias Sociales. Ya se


había embarcado en misiones a México como parte de su instrucción con
el instituto, que le enseñó las estructuras de las lenguas en su
campamento de verano anual en Oklahoma. Para Alicea, como con
muchos de los misioneros, las lenguas eran un puente al cristianismo.
“No puedes evangelizar en español”, dijo.

Una de sus fotografías de 1972 muestra a Amadeo subiendo a un avión


por primera vez, camino a las instalaciones del instituto afuera de la
ciudad peruana de Pucallpa. Un nuevo mundo de primeras experiencias
se abría para él: de caminos y aceras, de pollo, que jamás había comido.
Amadeo durmió en el suelo, pues no estaba acostumbrado a las camas.
Durante días enteros, Alicea tomó dictado de su lengua como
preparación para conocer a los taushiro en la selva.

Llegó a su campamento secreto aquel junio con un médico misionero de


Georgia, su esposa y su hijo para una visita de dos semanas. Los taushiro
les dieron la bienvenida a ellos y a la tecnología de grabación que
trajeron, junto con la medicina, los machetes y la comida.

“El padre me abrazaba y no me soltaba”, escribió Alicea en su diario,


acerca de uno de los hombres taushiro. “Olvidaría mi tierra y me
quedaría aquí, dijo”.

Comenzó a seguir algunas de sus conversaciones, aprendiendo suficiente


taushiro para preguntarle a un hombre del clan por qué jamás nadaba. A
pesar de vivir al lado del río, los taushiro evitaban incluso caminar por
ahí y se lavaban desde la seguridad de una canoa. El hombre explicó que
bajo el agua acechaban boas constrictor a la espera de atacar.

Alicea y los misioneros que la acompañaban se quitaron sus prendas


hasta quedar en ropa interior y entraron al río, riendo y salpicándose.

“Cuando nos vieron en el agua, algo cambió”, dijo Alicea, y agregó que el
suceso había provocado que los taushiro cuestionaran sus antiguas
creencias. “Nos preguntaron cómo lo hicimos. Y les respondimos:
‘Porque tenemos un Espíritu más fuerte que la boa’”.

Alicea sacó una Biblia.

Años antes, los taushiro habían recibido nombres cristianos. Ahora


adoptarían el cristianismo.

Continue reading the main storyFoto


Amadeo afuera de la casa de madera donde vive solo. CreditBen C. Solomon/The
New York Times

Una vida de aislamiento

Cuando Amadeo, el más joven de los taushiro, llegó con una niña
llamada Margarita Machoa y declaró que sería su esposa, hubo un
suspiro de alivio en Aucayacu. El linaje de los taushiro continuaría.
“Se enamoró de mí”, dijo Amadeo, y recordó cómo él y Margarita habían
jugado con sus muñecas después de conocerse.

Amadeo era un adulto. Margarita tenía 12 años.

Poco después, Amadeo terminó en la cárcel, arrestado por pedido del


padre de la niña. Dijo que Margarita era demasiado joven para darle a
Amadeo su consentimiento.

Al final, fue Alicea, la lingüista, quien fungió de mediadora para negociar


la liberación de Amadeo, argumentando que la ley peruana les permitía a
los hombres indígenas casarse según sus costumbres. Convertir el clan al
cristianismo era posible, creía Alicea, pero había límites para los
cambios.
“Era típico entre los nativos; lo había visto con los candoshi, con el
pueblo sharpas”, dijo Alicea. “Había niñas muy jóvenes con el hombre
más viejo. Por lo menos este caso era mejor”.

En cuestión de meses, Margarita estaba embarazada del primer hijo de


Amadeo, una niña a la que llamaron Margarita. La bebé fue la primera
de cinco.

Amadeo y Alicea continuaron su trabajo grabando la lengua taushiro,


combatiendo la presión de los misioneros de pasar a otros grupos.
Amadeo le había dado a Alicea un nombre taushiro, ukuka, o hermana, y
ella lo llamó ukuañuka, o hermano menor.

Durante el nacimiento de su último hijo, también llamado Amadeo,


Alicea le cortó el cordón umbilical al lado del río. Los dos se estaban
haciendo inseparables, trabajaban muchas horas para documentar las
palabras en taushiro.

“Ella le preguntaba: ‘¿Cómo se llama esto?’”, recordó Amadeo. “‘¿Cómo


dices uña? ¿Cómo dices dedo?’”.

Amadeo les enseñó a sus hijos las costumbres del clan, sobre todo a
David, Daniel y Jonathan, quienes se estaban haciendo ágiles con las
cerbatanas y las lanzas. Temprano por las mañanas, los llevaba a
recolectar hojas de palma que habían dejado cerca de los nidos de
termitas un día antes. Las hojas estaban cubiertas de insectos: carnada
para pescar, una técnica que los taushiro habían utilizado durante
generaciones.

Sin embargo, los peligros de la selva siempre estaban presentes.

“Mi padre decía antes de que nos fuéramos a dormir: ‘Recuerden, un


tigre puede venir por ustedes’”, dijo Jonathan, utilizando una palabra
común para decir jaguar.

La cultura taushiro, particularmente su lengua, aisló a la esposa de


Amadeo, Margarita, que venía de una tribu distinta y no podía
comunicarse con nadie en taushiro. Ni siquiera podía hablar con su
propio esposo, excepto en español deficiente. Pasó largos días sola con
sus hijos, a veces gritándoles o golpeándolos por su frustración.

“Puesto que se casó joven, no maduró”, dijo su hija, también llamada


Margarita, quien recuerda que su madre la empujó de la canoa cuando
ella apenas podía nadar. “No es lo mismo jugar con una muñeca que
jugar con alguien de carne y hueso”.

En 1984, después de que nació su quinto hijo, Amadeo llevó a la familia


a una aldea donde trabajó en una construcción durante varios meses.
Los vecinos dijeron que la pareja discutía con frecuencia. Podían oír los
gritos de Margarita cuando Amadeo la golpeaba.

Margarita, dijo su hija, había comenzado una relación con un hombre de


su edad. Cuando Amadeo se enteró, la atacó de nuevo.

Fue la última golpiza que soportó.

“Se fue esa noche y no dijo nada”, contó su hija.

Dejando la selva

La partida repentina de su madre devastó a la familia. Sin ella, Amadeo


se convirtió en el único cuidador de cinco niños. La división de trabajo
entre géneros había sido estricta entre los taushiro: los hombres pasaban
el día cazando comida y las mujeres criando a los niños.

“Yo no sabía nada sobre cómo cuidarlos”, dijo Amadeo.

Con sus familiares en Aucayacu disminuyendo a causa de la edad o las


enfermedades, Amadeo decidió irse del campamento y dirigirse a las
instalaciones del instituto cerca de Pucallpa, a varios cientos de
kilómetros de distancia. No se dio cuenta de que sus hijos se iban de la
selva para siempre.

En la ciudad, Amadeo se hundió en la desolación y el alcoholismo. El


licor estaba disponible en el pueblo.

“Se emborrachaba, insultaba a la gente”, dijo Mario Tapuy Paredes, un


amigo de entonces.

Aun así, Amadeo se aferró al proyecto que había anclado la mayoría de


su vida adulta y documentó el taushiro con los misioneros. Él y Alicea
habían avanzado más allá de un diccionario básico y libros de gramática
hasta llegar a las primeras traducciones de la Biblia, incluyendo partes
del Génesis y secciones de libros del Nuevo Testamento, como los
Evangelios.

Sin embargo, para que la lengua sobreviviera más allá de los libros,
necesitaba hacerlo a través de los hijos de Amadeo; si de por sí no estaba
claro que pudiera mantenerlos a salvo, parecía menos posible enseñarles
taushiro.

Un día, cuando Amadeo estaba afuera de la casa, una mujer se acercó a


Margarita, entonces de 9 años, para ofrecerle comida. Ella siguió a la
mujer a un taxi, que se alejó a toda velocidad con ella. Alicea llamó a la
policía, que rescató a la niña antes de que partiera en el bote donde su
secuestradora planeaba llevársela a una red de trata de niños.
El secuestro conmocionó a Amadeo. Abrumado, decidió finalmente
poner a los niños en un orfanato.

Fue una época solitaria y problemática para ellos pero en 1989, un


trabajador social visitó a Alicea con una petición. Como tenían 40 niños
el orfanato estaba saturado, y los insurgentes senderistas de Perú
estaban llevando a cabo masacres en ciudades cercanas.

¿Acaso Alicea podría adoptar a los niños taushiro?, preguntó el


trabajador del orfanato. Alicea, entonces de alrededor de 50 años, se
convertiría así en la madre de los cinco últimos niños taushiro del
mundo.

Pero había un obstáculo. Su propia madre, de alrededor de 70 años, se


estaba enfermando en Puerto Rico. Alicea quería regresar a cuidarla.

Esto confrontó a la lingüista con la decisión más difícil de su carrera:


salvar la lengua y la cultura taushiro o salvar a los niños que había
conocido desde su nacimiento y a los que había llegado a amar.

Todos se dieron cuenta de las contradicciones.

Primero Amadeo, uno de los últimos de su pueblo, quien había pasado


su vida adulta tratando de asegurarse de que perdurara su lengua, había
renunciado a sus propios hijos, con lo que virtualmente garantizó que
jamás lo transmitirían.

Luego Alicea, quien se había dedicado durante casi dos décadas a


documentar y preservar el estilo de vida taushiro, estaba llevando a los
pocos descendientes que quedaban a un país distante, para que fueran
criados en una cultura completamente distinta que borraría eficazmente
a la suya.

“Antes que nada, era cristiana ”, dijo y explicó que su obligación


principal era el bienestar de los niños.

La decisión de Alicea de llevar a los niños a Puerto Rico sigue siendo


impactante para los lingüistas que saben del taushiro, quienes
argumentan que su decisión garantizó su extinción.

“Jamás he escuchado una historia equivalente en ninguna otra parte; en


cualquier círculo académico, eso se habría considerado un suceso poco
ético”, dijo Zachary O’Hagan, un estudiante del doctorado en Lingüística
en la Universidad de California, Berkeley, que ha hecho investigación
con Amadeo en Perú.

“Cuando una lengua como esa desaparece, has perdido un punto de


referencia clave para estudiar qué propiedades universales existen en
todas las lenguas”, dijo O’Hagan.
Sin embargo, Alicea dijo que era poco probable que Amadeo les hubiera
enseñado taushiro a sus hijos bajo esas circunstancias. Añadió que, en
ese entonces, no imaginó un futuro en el que Amadeo sería el último de
su tribu.
En 1990 adoptó a los niños y les puso su apellido. La familia se mudó al
otro lado del hemisferio.

“Me encanta la lengua”, dijo Alicea. “Pero amo a la gente más que a la
lengua. Con la bendición de Dios, esos niños tuvieron un futuro”.

Continue reading the main storyFoto

Temprano por la mañana en Intuto CreditBen C. Solomon/The New York Times

Choque cultural

El cambio fue enorme para los niños.

Habían nacido en una tribu aislada en la Amazonía y los abandonaron


en un orfanato. De pronto, los transportaron a una mancomunidad de
Estados Unidos, con calles llenas de vehículos que se detenían en la hora
pico y altos edificios en San Juan.
El ruido de la música en los clubes nocturnos se extendía durante toda la
noche. Vieron el Caribe por primera vez. Alicea se convirtió en su guía en
el nuevo mundo y los llevó de vacaciones a Nueva York. Sus fotos de
principios de los noventa muestran a los niños taushiro jugando en la
nieve.

El ajuste fue distinto para cada uno de los niños mientras se asentaban
en San Lorenzo, el hogar de Alicea en el centro de la isla. Margarita, la
más extrovertida, hizo amigos nuevos rápidamente. Amadeo hijo, el más
joven, de 6 años, adoptó un acento puertorriqueño. Sin embargo, sus
facciones indígenas eran una curiosidad para sus compañeros de clase.
En vez de decir que era taushiro, les dijo a sus amigos que su padre era
japonés.

David, el mayor de los cinco y uno de los que recordaban mejor la vida
en la selva, fue el primero en meterse en problemas.

A medida que pasaban los años, comenzó a enardecerse. En la


secundaria sus profesores temían sus arrebatos. Alicea comenzó a notar
que faltaba dinero de su cartera.
Una noche, Alicea lo enfrentó en la sala. Eso provocó un altercado que
terminó cuando ella llamó a la policía.

“Quiero que decidas si quieres quedarte aquí, si quieres ser


estadounidense o peruano”, recordó haberle dicho. “Lo amaba y aún lo
amo”.

Dos de los hermanos, Jonathan y Daniel, decidieron regresar con su


padre.

Los años en soledad habían sido difíciles para Amadeo. Cada vez más
dependiente del alcohol, que solo estaba disponible en los pueblos,
Amadeo se quedó en Intuto y vivió recluido, aún durmiendo en el suelo
como lo había hecho en Aucayacu. Ahora cazaba con un rifle en vez de
una cerbatana e iba a la selva la mayoría de los días para cazar algo que
pudiera vender.

“Cuando salíamos, él acampaba solo”, recordó Jorge Choclón, quien a


veces cazaba con Amadeo. “Esa era su comportamiento. Y no le gustaba
la sociedad”.

Sin embargo, esperando en el muelle en 1994 la llegada de Jonathan y


Daniel, Amadeo se llenó de esperanza otra vez. Padre e hijos, reunidos
otra vez, se abrazaron.

Aunque no podían hablar la lengua, Amadeo estaba ansioso por llevar de


regreso a sus hijos a las tradiciones de su pueblo. Él y Jonathan
despertaban a las 5:00 para cazar y regresaban después del atardecer.
Llevó a los niños a lo que quedaba del asentamiento taushiro en
Aucayacu, donde solo sobrevivían su padre y algunos familiares.

Jonathan se sentía ajeno al lugar, incapaz de comunicarse con nadie ahí.

“Mi abuelo solo podía decir mi nombre”, recordó. “Yo me había


acostumbrado a Puerto Rico. Ahora me sentía más de allá. Lloré toda la
noche”.

La oportunidad de aprender taushiro parecía perdida. Los chicos eran


adolescentes y ya habían pasado la edad en la que los niños
generalmente aprenden rápidamente la lengua de sus padres. El español
aún era la lengua que escuchaban en la escuela la mayor parte del día y
en Intuto aún había un estigma cuando se trataba de las lenguas
indígenas.

“Apenas podía decir algunas palabras… madre, padre, eso era todo”, dijo
Jonathan.

La llegada de David, el hermano mayor, en 1996, trajo nuevos desafíos.


Villalobos, el misionero cristiano que dirigía la escuela en Intuto, dijo
que la furia de David lo había seguido hasta Perú. El chico rara vez hacía
la tarea y se sabía que llevaba un cuchillo por el pueblo; una vez
amenazó con apuñalar a uno de sus compañeros de clase, dijo Villalobos.

Además, Amadeo seguía bebiendo.

Un día, José Álvarez, un misionero, fue a visitar a Amadeo a su casa en


las afueras del pueblo. Amadeo le dijo en español que estaba enfermo,
pero después de un momento Álvarez dijo que se dio cuenta de que
Amadeo estaba intentando decir que estaba deprimido, sin poder
encontrar la palabra correcta. Amadeo comenzó a llorar; fue la primera
vez que Álvarez lo vio expresar sus emociones.

“Habló llorando de sus hijos, de que no querían venir a verlo, de que no


querían saber casi nada de él ni de sus orígenes taushiro, la lengua ni la
cultura”, escribió Álvarez en una carta entonces.

Álvarez agregó: “Sentí en esos momentos el profundo dolor que


probablemente sentía ese hombre, el último taushiro, de que la saga de
su gente definitivamente acabaría con él”.

La lengua taushiro se había reducido a sus últimos cinco hablantes:


Amadeo y cuatro miembros de la familia que se aferraban
desesperadamente a la vida en su campamento en Aucayacu. Incluso ese
pequeño número estaba a punto de colapsar.

El primero en morir fue un hermano de Amadeo que desde hacía mucho


no podía caminar, ya que había quedado paralizado años antes, tras la
mordedura de una serpiente. Después, la tía de Amadeo despertó un día
con dolor de garganta, fiebre y erupciones enrojecidas en todo el cuerpo,
los primeros signos de sarampión. Los misioneros se habían ido del
campamento hacía años y ella murió sin tratamiento.

Después llegó el paludismo. A finales de los noventa, una cepa mortal


comenzó a avanzar río arriba al norte de Perú. El padre de Amadeo se
enfermó y murió. Ahora únicamente quedaba Juan, el último hermano
de Amadeo, que vivía en soledad en las ruinas del asentamiento donde
había crecido, con perros como compañía.

En 1999 Amadeo arrastró a su hermano agonizante desde la canoa y los


dos hablaron en taushiro por última vez.

“Ellos me dijeron: ‘No llores; tu hermano está con el Señor’”, recordó


Amadeo.

Continue reading the main storyFoto

Amadeo en el río Tigre. Sus cinco hijos están repartidos por toda
América. CreditBen C. Solomon/The New York Times

Una carrera contra el tiempo

Casi veinte años después, Amadeo caminó a través de un cementerio


cubierto de vegetación, el lugar donde había enterrado a su hermano. La
cruz de madera se había caído. El nombre de Juan García apenas se veía
donde lo habían grabado en uno de los extremos.

“Cuando me muera, yo también estaré aquí”, dijo Amadeo ese día, más
tarde. “Soy viejo y desapareceré en cualquier momento”.

Sin embargo, incluso en el ocaso de la vida de Amadeo, algunos tienen la


esperanza de que alguna parte de la lengua taushiro persista después de
su muerte.

Este año, el Ministerio de Cultura de Perú decidió seguir con el trabajo


que comenzó Alicea. Trabajando con Amadeo, lingüistas del gobierno
han creado un base de datos de 1500 palabras taushiro, 27 historias y
tres canciones. Tienen planes de hacer que las grabaciones de Amadeo
estén disponibles para los académicos u otras personas interesadas en la
lengua.

Es una carrera contra el tiempo… y contra la memoria de Amadeo, que a


veces le falla después de tantos años de no tener nadie con quién hablar
en taushiro.

Sin embargo, los lingüistas involucrados en la obra dicen que incluso si


el taushiro muere con Amadeo, por lo menos se conservará un registro
de la lengua.

“Es la primera vez que Perú ha hecho este tipo de gesto”, dijo Panizo, el
lingüista que encabeza el proyecto.

En febrero pasado, el gobierno llevó a Amadeo en avión a Lima y le dio


una medalla por su contribución a la cultura peruana. La atención
repentina fue impactante para Amadeo, junto con las calles abarrotadas
de Lima y las entrevistas con los medios locales.

Aun así, sonrió mientras una multitud se reunía para celebrar una
ceremonia que honraba a varios activistas indígenas que hablaban sus
lenguas. Los funcionarios del gobierno dieron apasionados discursos
acerca de la importancia de preservar las 47 lenguas indígenas que
quedan en el país. Amadeo dijo algunas palabras en taushiro.

Aunque sabía que no les había transmitido su lengua a sus cinco hijos, se
consoló con el hecho de que estaban a salvo. No habían sufrido el
destino de sus familiares, quienes habían muerto en la selva. Uno de
ellos, Daniel, incluso estuvo en la audiencia ese día para verlo.

Después de la ceremonia, los dos se abrazaron. Daniel le presentó a


Amadeo a su hija de seis años; fue la primera vez que Amadeo veía a su
nieta.

“Solo quiero estar orgulloso de mi padre, de la tribu que fuimos, en la


que nací, donde vivimos”, dijo Daniel, que trabaja como obrero en Lima.
Una tarde, este verano, Amadeo se sentó sol y comenzó a hablar su
lengua; decía una oración en taushiro y después la traducía al español,
antes de repetir el proceso. Se hacía tarde, los grillos y las ranas se
escuchaban cada vez más, y Amadeo alzó la voz por encima de esos
sonidos.

“Soy taushiro”, dijo. “Tengo algo que nadie más en el mundo tiene. Un
día, cuando esté muerto, espero que el mundo lo recuerde”.
Juanita Pérez Ríos y Andrea Zárate colaboraron con este reportaje desde Intuto y
Waldemar Serrano Burgos, desde San Lorenzo, Puerto Rico.

AMAZONÍA, IDIOMA, INDÍGENAS AISLADOS, TAUSHIRO

Potrebbero piacerti anche