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LAS CATALINARIAS

Durante los doce ensayos que componen la obra, Montalvo va realizando una despiadada crítica
a la figura de Veintemilla al que tacha de inculto y salvaje. Va elaborando también una
descripción de la sociedad ecuatoriana de su tiempo, sin ahorrar críticas a otros políticos o a
sectores del clero. Encontramos además numerosas referencias a la sociedad europea de la
época, que Montalvo conocía muy bien por haber residido varios años en España y Francia.
También son frecuentes las citas a obras literarias y a episodios mitológicos para completar la
crítica a Veintemilla.

El título lo toma de Cicerón y su famosa peorata hacia Catilina ("¿Hasta cuándo Catilina,
abusarás de nuestra paciencia?"); extrapolándola la política ecuatoriana; algo así como arengado
y preguntando a Ignacio de Veintemilla: "¿Hasta cuándo Ignacio, abusarás de nuestra
paciencia?". Cada capítulo contiene, a su vez, "el mote de la empresa de Don Fernando el
Católico": "Tanto monta, monta tanto".

Temas tratados

La primera catilinaria trata de la libertad, las leyes, la disciplina y el orden, a la vez que, muy
sagazmente, da lecciones léxicas al discutir algunos fenómenos fonéticos o al exponer palabras
mal usadas. En la segunda define lo que es tirano y tiranía. En la tercera instiga a que el pueblo,
especialmente el de Guayaquil, se levante y deponga al gobierno. Hace también un recuento de
los dictadores hipanoamericanos. La cuarta catilinaria acomete contra Urbina y Borrero. La
quinta catilinaria es moralista; dice Montalvo que "Cada vicio es una caída del hombre" y luego
analiza algunos de ellos. En la sexta, Montalvo defiende el propósito de su obra, y discute el
concepto de civilización y barbarie.[6]

En la séptima catilinaria, con espíritu didáctico, presenta las ventajas de la educación, y analiza
el sistema educativo, comparándolo con aquel de otros países. Nota que "el clero ha sido factor
positivo en el desarrollo de la educación en muchos países, mas no en el Ecuador donde por el
contrario ha servido de óbice al desarrollo libre del pensamiento".[7] Termina esta catilinaria
reproduciendo un discurso de su autoría en el que se aboga por los derechos de la mujer. En la
octava, además de continuar tratando el tema de la educación, se preocupa de recalcar los bienes
de la cultura. En la novena se refiere a los centros de educación. En la décima y undécima
enviste con fervor contra Borrero. En la útlima catilinaria discurre sobre las edades, elogia la
juventud, e instruye al soldado con agudo proselitismo de ganarse la volutndad de éste para
derrocar al gobierno.[8]

Montalvo procuraba ser justo y no acusaba a sus adversarios de delitos que no cometieron. Por
poner un ejemplo, cuando se enteró en Ipiales de rumores de un asalto a los fondos públicos, por
parte de Veintemilla, escribió a su fraternal amigo Rafael Portilla: "Es preciso que seamos
exactos en los cargos: deseo saber a ciencia cierta qué hay en esto, con las cantidades fijas. No
olvide por nada este punto ni lo exajeren [sic], ni lo desfiguren".[9]

Entre los numerosos pasajes de esta obra que vituperan a Veintemilla, podemos destacar la
segunda catilinaria. Montalvo distingue entre los tiranos y los simples malhechores, afirmando
que Veintemilla pertenece a este segundo grupo, por las cosas que hace y sus cualidades de
bribón. Luego se refiere a los pecados capitales, indicando que Veintemilla sufre de cada uno de
ellos:

Soberbio. Si un animal pudiera rebelarse contra el Altísimo, él se rebelara, y fuera a servir de


rufián a Lucifer. “Yo y Pío IX”, “yo y Napoleón”, éste es su modo de hablar. (Catilinarias, p.
24)

Avaricia: Dicen que ésta es pasión de los viejos, pasión ciega, arrugada, achacosa: excrecencia
de la edad, sedimento de la vida, sarro ignorable que cría en las paredes de esa vasija rota y
sucia que se llama vejez. Y este sarro pasa al alma, se aferra sobre ella y le sirve de lepra.
Ignacio Veintemilla no es viejo todavía; pero ni amor ni ambición en sus cincuenta y siete años
de cochino: todo en él es codicia; codicia tan propasada, tan madura, que es avaricia, y él, su
augusta persona, el vaso cubierto por el sarro de las almas puercas. (Catilinarias, p. 25)

Lujuria: El sueño, suyo es; no hay sol ni luz para este desdichado: aurora, mañana, mediodía,
todo se lo duerme. Si se despierta y levanta a las dos de la tarde, es para dar rienda floja a los
otros abusos de la vida, para lo único que necesita claridad, pues su timbre es ofender con ellos
a los que lo rodean. Da bailes con mujeres públicas, y se le ha visto al infame introducir rameras
a su alcoba, rompiendo por la concurrencia de la sala. (Catilinarias, p. 26)

Ira: La serpiente no se hincha y enciende como ese basilisco. Un día un oficial se había tardado
cinco minutos más de lo que debiera: presentóse el joven, ceñida la espalda, a darle cuenta de su
comisión: verle, saltar sobre él, hartarle de bofetones, fue todo uno. La ira, en forma de llama
infernal, volaba de sus ojos; en forma de veneno fluía de sus labios. Y se titulaba jefe supremo
el miserable: jefe supremo que se va a las manos, y da de coces a un subalterno que no puede
defenderse! Viéndole están allí, en Quito: eso no es gente; es arsénico amasado por las furias a
imagen de Calígula. (Catilinarias, pp. 26-27)

Gula: Ignacio Veintemilla da soga al que paladea un bocadito delicado, tiene por flojos a los que
gustan de la leche, se ríe su risa de caballo cuando ve a uno saborear un albérchigo de entrañas
encendidas: carne el primer plato, carne el segundo, carne el tercero; diez, veinte, treinta carnes.
¿Se llenó? ¿Se hartó? Vomita en el puesto, desocupa la andarga, y sigue comiendo para beber, y
sigue bebiendo para comer. (Catilinarias, p. 28)

Envidia: Ignacio Veintemilla, más rey y más inteligente que ese monarca, no la abraza. Censura
a Bolívar, moteja a Rocafuerte, le da una cantaleta a Olmedo. La ignorancia, la ignorancia
suprema, es bestia apocalíptica: el zafio estampa su nombre, sin tener conocimiento ni de los
caracteres; no sabe más, y hace sanquintines en los hombres de entender y de saber. Que se haya
burlado de mí, cogiéndome puntos en El regenerador, riéndose de mis disparates, estaría hasta
puesto en razón; pero, afirma que si él hubiera estado en Junín la cosa hubiera sido de otro
modo; que Sucre triunfó en Ayacucho por casualidad, no porque hubiese dado la batalla
conforme a las reglas del arte; que Napoleón I perdió la corona por falta de diplomacia, y otras
de éstas. (Catilinarias, p. 29)

Pereza: Ignacio Veintemilla cultiva la pereza con actividad y sabiduría; es jardinero que cosecha
las manzanas de ceniza de las riberas del Asfáltico. Ese hombre imperfecto, ese monte de carne
echado en la cama, derramándosele el cogote a uno y otro lado por fuera del colchón, es el mar
Muerto que parece estar durmiendo eternamente, sin advertencia a la maldición del Señor que
pesa sobre él. Su sangre medio cuajada, negruzca, lenta, es el betún cuyos vapores quitan la vida
a las aves que pasan sobre el lago del Desierto. Los ojos chiquitos, los carrillos enormes, la boca
siempre húmeda con esa baba que le está corriendo por las esquinas: respiración fortísima,
anhélito que semeja el resuello de un animal montés; piernas gruesas, canillas lanudas,
adornadas de trecho en trecho con lacras o costurones inmundos; barriga descomunal, que se
levanta en curva delincuente, a modo de preñez adúltera; manazas de gañán, cerradas aún en
sueños, como quienes estuvieran apretando el hurto consumado con amor y felicidad; la uña,
cuadrada en su base, ancha como la de Monipodio, pero crecida en punta simbólica, a modo de
empresa sobre la cual pudiera campear este mote sublime: Rompe y rasga, coge y guarda. Este
es Ignacio Veintemilla, padre e hijo de la pereza, por obra de un misterio cuyo esclarecimiento
quedará hecho cuando la ecuación entre los siete pecados capitales y las siete virtudes que los
contrarían quede resuelta. (Catilinarias, pp. 32-33)

LOS SIETE TRATADOS

De la nobleza

Montalvo inicia este tratado afirmando que, aunque todas las razas humanas tienen grandes
diferencias, su origen es único.[3] Toma como referencia a Montesquieu y su estudio sobre la
influencia climatológica en el desarrollo de los rasgos distintivos de las razas, aunque no
concuerda con su criterio de que todas las diferencias raciales sean provocadas, simplemente,
por cambios del clima.[4] Esto sirve de introducción a su estudio sobre la nobleza:
Puesto en controversia el origen único de la especie humana, no habría cosa que dificultar en
orden a la desigualdad de las clases, y la nobleza de la sangre vendría a ser prerrogativa natural
y esencial en las que la reclamasen y poseyesen a justo título. Si admitimos empero una sola
cuna para todos los mortales, el principio de la nobleza lo hemos de buscar en otra parte.[5]

En seguida estudia diferentes nociones de nobleza a lo largo de la historia. Empieza refiriéndose


a "los fundadores de las primeras noblezas del mundo", es decir aquellos a quienes "el vuelo de
la inteligencia y la fuerza del corazón los levantaron al primer peldaño en esa alta gradería que
los hombres han fabricado para ponerse unos sobre otros", aunque luego nota que la nobleza
sale de la plebe y vuelve a ella, por lo que formula una pregunta retórica: "Cuántos
descendientes de reyes componen hoy la hez del pueblo en las naciones de la tierra?".[5]

Menciona que ciertos nobles tuvieron orígenes humildes, como en el caso de Temístocles en
Atenas y Camilo en Roma. Luego afirma: "la nobleza tiene, pues, origen noble, como que ha
nacido del talento y el valor, prendas de la naturaleza humana". Después se refiere al hecho de
que la nobleza a veces se fundamenta en la riqueza:

En nuestros tiempos las riquezas son el fundamento de la nobleza: el mundo ha pasado por la
cola de un cometa y ha perdido la vista: ahora no vemos como veían los antiguos, esos
patriarcas venerables que cabalgaban en asnos y andaban el pie desnudo.[6]

Y exclama "Ah, si se les corrompieran las riquezas a los ricos!". Según Montalvo, la nobleza
puede ser adquirida, y se la puede perder por el mismo caso: "Todo el que incurre en caso de
menos valer aplebeya su sangre: el infame no puede ser noble: hay también incompatibilidad
entre el señorío y la dignidad. Los que dan principio a su enriquecimiento con lucros
despreciables, grangerías [sic] ruines, no son, no pueden ser nobles".[7]

En definitiva, para Montalvo, la verdadera nobleza, la nobleza digna, la nobleza que debe ser
admirada, elogiada y distinguida, nace del ser humano y no con el ser humano; se hace, no se
hereda.[8] Según sus propias palabras, "En estas consideraciones se fundó, sin duda, la más sabia
de las sectas de filosofía, cual era la de los estoicos, para sentar este principio: No hay más
nobleza que la de las virtudes".[7]

De la belleza en el género humano

Inicia este tratado estableciendo que es imposible definir la belleza: "Belleza material es lo que
simpatiza a los ojos y llena el corazón, pudiéramos decir; pero éstos son efectos de la belleza, y
no la belleza misma".[10] Luego analiza su relatividad: cada pueblo, cada raza, cada época
histórica e incluso cada edad tiene su modelo de belleza.

Por otro lado, para Montalvo no puede haber belleza sin virtud: "Por desgracia la belleza no es
hermana de la virtud, ni siquiera de la bondad. Si no fuese poner tacha impía, sería yo capaz de
afirmar que hubiera sido mejor que sin virtud no reconociésemos belleza de ningún linaje".[11]

Para terminar, en su opinión la belleza no sólo es material; para el alma creyente, para el espíritu
que anhela la perfección, está la belleza de Dios.[12] Este tratado, por las metáforas y
descripciones que contiene, es quizá el más logrado artísticamente de todos.[13]

Réplica a un sofista seudocatólico

En el libro número 1 de su revista El Cosmopolita, Montalvo, al comentar su primera visita a


Roma, hizo referencias a la historia antigua de la ciudad, presentándola como modelo de moral
y virtud. Esto molestó a ciertos católicos ecuatorianos, quienes aseguraban que virtud sólo había
dentro de la religión católica.[14] Así, este tratado fue escrito como defensa a las acusaciones de
sus detractores, quienes lo llamaron hereje, anticatólico y anticlerical. En él, Montalvo responde
categóricamente que ni es hereje, ni anticlerical, sino creyente pero denunciador del mal
clero.[15]

En su opinión, sólo el fanatismo y la torpeza pueden poner un abismo entre la virtud antigua y la
moderna, entre la virtud pagana y la cristiana: "Bien se me alcanza que la pura y limpia virtud,
virtud del cielo, está en la ley cristiana, ley de Dios; mas si los antiguos griegos y romanos
practicaron gran parte de ella, diremos que no fue virtud, porque el Redentor no había aún
venido al mundo?".[16]

En vez de propender mover el mundo hacia adelante, Montalvo deja notar que si por el fuera,
regresaría al pasado. En un tropo nos dice que "la sociedad humana es una escalera" y que como
"escala sin escalones no puede haber en la sociedad humana si suprimimos las clases sociales,
no pude existir la sociedad humana". De estos juicios se desprende claramente la inhabilidad de
mirar al futuro y sugerir cambios: hay siempre como constantes el esplendor del pasado y la
oscuridad del presente.[17]

A veces en este tratado se refiere a las nuevas corrientes sociales e ideológicas europeas, aunque
no las profundiza, como en el siguiente caso:

Achacar a la Roma antigua la invención del socialismo, es lo mismo que achacarle la esclavitud.
El socialismo por un encadenamiento misterioso de las ideas y las cosas, tiene su cuna en el
despotismo, quien lo creyera; y no podía, por ley de la naturaleza, haber nacido en un pueblo
que adoraba la libertad, la cultivaba y la gozaba como su bien mayor, más verdadero y
presente.[18]

En cuanto al tema del mal clero, lo ataca por simoníaco y afrodisíaco, dando luego un ejemplo
de lo que es un "buen cura" con el episodio del cura de Santa Engracia. Aunque el ataque es
general, las citas individualizan a ciertos miembros del clero que sirven de prototipos: el cura
que negó sepultura para el cadáver de su hermano, y el que siguió con látigos a ciertas mujeres
que le pidieron que rebajase alguna parte de los derechos de un entierro. En ningún otro tratado
o escrito se preocupa tanto Montalvo como en éste de reiterar su creencia en Dios y en los
mandamientos.[15] Finaliza el tratado diciendo:

Pudiera yo honrarme en el silencio respecto de cargo tan gratuito como temerario, de afirmar
que soy enemigo de Jesucristo, yo que no puedo oír su nombre sin un delicado y virtuoso
estremecimiento de espíritu, que me traslada como por ensalmo al tiempo y a la vida de ese
hombre celestial. Enemigos, no los tiene Jesucristo: los malos cristianos, los católicos de mala
fe son los que los tienen.[19]

Del genio

Comienza este tratado defendiéndose de los ataques de un purista de la lengua que lo había
criticado por usar el galicismo genio, cuando el castellano tiene el vocablo ingenio. Para
Montalvo, existen dos conceptos diferentes que deben expresarse con dos palabras distintas, y
para explicar lo que es el genio recuerda que en la antigua filosofía griega, particularmente en la
aristotélica, existía la palabra "entelequia", la misma que "unas veces quiere decir Dios, otras
significa forma: cuando la vierten por movimiento, cuando por abismo: ahora es inmortalidad,
luego indicará el infierno".[19] Explica después que con la palabra "genio" pasa algo semejante:
"La entelequia de los antiguos tiene hoy uno como heredero de lo vasto, alto, profundo,
desconocido y misterioso: este es el genio".[20]

Asegura que el genio, como fuerza creadora, no es facultad universal. El genio es un don
rarísimo "con que Dios mejora a los predestinados de su amor", mientras que "ingenio es
talento, inteligencia repartida".[21] Dice:

El ingenio puede ser modesto, humilde, y hasta bajo: el genio es sublime, siempre sublime; y
sublimidad no existe sin grandioso atrevimiento, fuerza incontrastable, ímpetu irresistible. El
ingenio es juicioso, tímido muchas veces: su vuelo no traslimita el espacio de una apocada
sensatez: el genio se agita en una como demencia celestial, bate las alas impetuosamente y,
encendidos los ojos, se dispara.[22]

Montalvo a lo largo de su ensayo revisa la historia antigua y moderna, para citar genios y
hombres de ingenio, tanto propicios como infaustos.

Los héroes de la emancipación de la raza hispanoamericana

Como su nombre lo indica, este tratado está dedicado a exaltar la memoria de aquellos quienes
lucharon en las Guerras de Independencia Hispanoamericana, en especial Simón Bolívar.
Montalvo se preocupa por dar brillantez a dos aspectos: el mérito de los bravos que lucharon
con arrojo por ver a sus patrias libres, y la importancia de una libertad amplia y
desinteresada.[23]

Nuestra dicha es haber conquistado la libertad, pero nuestra gloria es haber vencido a los
españoles invencibles. No, ellos no son cobardes; no, ellos no son malos soldados; no, ellos no
son gavillas desordenadas de gente vagabunda: son el pueblo de Carlos Quinto, rey de España,
emperador de Alemania, dueño de Italia y señor del Nuevo Mundo.[24]

Compara a Bolívar con grandes figuras, como son Alejandro, César, Eneas, El Cid, Pirro,
Aquiles, inclusive Napoleón y Washington, y asegura que es menos conocido porque en el siglo
XIX el español ocupaba un lugar relegado en las letras europeas y porque Bolívar no tuviera los
vates que ensalzaron la obra de Napoleón.[25]

Los banquetes de los filósofos

En este ensayo, anota los alimentos preferidos por los antiguos y relata los banquetes de reyes y
de los filósofos griegos. En un pasaje se pregunta "Pudieron los antiguos salir airosos en sus
comidas y banquetes sin la papa?" para luego hacer una exaltada apología de aquel tubérculo. [26]
Del mismo modo, no deja escapar la oportunidad de polemizar, y nuevamente ataca al clero. No
puede concebir que mientras las muchedumbres padecen de hambre, el clero viva en la
opulencia.[27]

Para el profesor Antonio Sacoto Salamea, es el menos logrado de los tratados tanto
estéticamente como por su contenido, a la vez que observa que parece un intento de análisis de
los Diálogos de Platón.[28]

El buscapié

Montalvo desde hace un tiempo tenía en mente imitar a Cervantes, y consecuentemente escribió
su novela Capítulos que se le olvidaron a Cervantes. El buscapié, que sirvió luego de prólogo
para la mentada novela, tiene como objetivo explicar que al imitar a Cervantes, no se propone
igualarle o competir con él, sino simplemente ofrecerle un tributo. Se nota a lo largo de este
ensayo la batalla interior que llevaba Montalvo, quien, a todas luces, quiere presentarse humilde
y disculparse: se refiere a su obra como una "osadía" y también como "nuestra obrita".[29]

Por otro lado, El buscapié contiene varios comentarios críticos. Por ejemplo, es uno de los
primeros escritos en referirse al Quijote como una obra de arte y no de casual inspiración: "El
Quijote no es obra de simple inspiración, como puede serlo una oda; es obra de arte, de las
mayores y más difíciles que jamás han llevado a cima ingenios grandes".[30] También nota que
Don Quijote y Sancho no son solamente arquetipos y personajes antagónicos, sino personajes
que se complementan y completan: "Ni Don Quijote es ridículo, ni Sancho bellaco, sin que de la
ridiculeza del uno y la bellaquería del otro resulte algún provecho general".[31

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