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Luciano Lutereau

Santiago Thompson

LAS MUJERES
NO SON LAGARTOS

Ensayos sobre el malestar


contemporáneo

Non Liquet
Ediciones
Lutereau, Luciano: Thompson, Santiago.
Las mujeres no son lagartos -1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Non
Liquet, 2016.
72 pp.; 20x13 cm.
ISBN 978-987-19207-08-3
I. Título. 1. Ensayo
CDD A863

Esteban Aiuto
Editor

Contacto
nonliquet.editorial@gmail.com
A Lío Messi
“Para morir de amor hay que
tener tiempo.”
André Maurois
Índice

Introducción

La época del psicoanálisis . . . . . . . . . . . . . . . 9

Lazo social

La sociedad depresiva . . . . . . . . . . . . . . . . 15

El sujeto de la ciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Intimidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23

La vida erótica

Mujeres que se conmueven ante sí mismas . . . . . 29

Las mujeres no son lagartos . . . . . . . . . . . . . 33

“Me la sube” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Ya no quedan amantes . . . . . . . . . . . . . . . . 39

La destitución masculina . . . . . . . . . . . . . . . 43

Prime time . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47

Clínica de las redes sociales

Tecnogoces . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53

Tindergarchen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57

Los usos de Facebook . . . . . . . . . . . . . . . . . 61

El amor WhatsApp . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67
Introducción
La época del psicoanálisis

Cernir el alcance de nuestra época desde el psicoaná-


lisis parece una tarea destinada al fracaso. O, al menos,
extemporánea, en la medida en que otras disciplinas
tendrían esa reflexión a su cargo. Sin embargo, establecer
ciertas coordenadas relativas al horizonte de la subje-
tividad de nuestro tiempo parece una condición incluso
para el ejercicio del psicoanálisis.
En particular, es notorio que las afirmaciones rela-
tivas a la época siempre supongan un “nosotros”
como precedente. “Nuestra época”, “Nuestro tiempo”,
“Nuestros días”, son diferentes expresiones que deli-
mitan la contemporaneidad, lo que requiere una suerte
de apropiación. Y, por cierto, desde el psicoanálisis hemos
visto proliferar los más diversos términos para dar
cuenta de ese supuesto conjunto: “niño generalizado”,
“forclusión generalizada”, “perversión generalizada”. En
efecto, parece que lo “generalizado” es el signo de una
marca del sujeto actual.
Como ha destacado S. Askofadé, en su libro Clínica
del sujeto y el lazo social (2015), la expresión “perversión
generalizada” no se encuentra en la obra de Lacan. En
todo caso, puede deducírsela a partir de la afirmación
relativa al “niño generalizado” –pronunciado “Discurso

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LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

de clausura de las jornadas sobre la psicosis en el


niño” (1967)– que enfatiza un destino que trasciende
la cuestión de la infancia: el del sujeto que desestima
el goce al servicio del cual actúa, solidario del imperio
de la ciencia como dispositivo que no sólo produce un
saber sino también objetos de consumo. Lo que se gene-
raliza son diferentes formas de goce que, en potencia,
ponen en cortocircuito el lazo social. No se trata sólo de
la ciencia, sino de la de la ciencia en el marco del capi-
talismo. No obstante, más allá de lo que se generalice,
¿qué implica este movimiento de elevación a lo general
como rasgo de la época?
En un artículo publicado en el Magazine Littéraire,
Michel Foucault sostenía que la modernidad comenzaba
con Kant. A partir de este momento, el presente histórico
pasaría a tener un interés relevante para los filósofos.
Hegel llamaba a la lectura de periódicos la “plegaria
realista de la mañana”. Por lo tanto, en la medida en
que la filosofía se propone dar cuenta de la época, podría
decirse que esta última divide al pensamiento, ya sea
porque lleva a la impugnación o bien a una crítica de lo
instituido, como un modo de orientación hacia el porvenir.
Ahora bien, con Hegel también podría decirse que
concluye el proyecto moderno. El pensamiento hegeliano
incluye también un anti-modernismo fundamental, que
se anticipa en diferentes cancelaciones, sea el “fin de la
historia”, “el carácter de pasado del arte”, etc. En última
instancia, de acuerdo con Arthur Danto, la pregunta por
lo posmoderno comienza cuando se trata de pensar lo
que viene “después del fin”.
En este punto, cabría destacar que entre las dife-
rentes formas caducas de nuestro tiempo se encuentra
el estilo. La historia del arte lo demuestra: ¿qué estilo
no se encuentra a disposición en el arte contempo-
ráneo? La pluralidad de estilos se acompaña de mucho

10
La época del psicoanálisis

más que la pérdida de la novedad. Antes que el furor de


lo nuevo, es el valor de la excepción lo que ha caído en
desuso. En la apertura de sus Escritos, Lacan citaba a
Buffon, con la sentencia “El hombre es el estilo”, singu-
laridad asociada incluso a que el estilo dependa de la
satisfacción pulsional.
En el pasaje del siglo XIX al siglo XX, ese lugar de
excepción lo ocupaba la histérica. El síntoma histérico
ponía en jaque el lazo social. Era la otra cara del sujeto
universal del discurso filosófico. Sin embargo, el sujeto
“generalizable” de nuestro tiempo se encuentra lejos
de la pretensión de universalidad. Por ejemplo, Dora
(esa histérica puntual que Freud atendió durante un
breve tiempo) podía ser el paradigma de la histeria;
pero en el caso del sujeto de lo general se trata de un
movimiento diverso: ya no se trata de leer la estructura
en aquello que la pone en cuestión (el sujeto “en” la
estructura), sino de un rasgo que puede ser distribuido
para todos –y todas–.
Es lo que escuchamos en diversas consultas actuales:
“Tengo derecho a ser feliz”, “Me lo merezco”, etc. He aquí
diversos indicadores de una queja que ya no reclama desde
un lugar de excepcionalidad, sino desde la pertenencia a
una supuesta conformidad. Los pacientes freudianos se
debatían con los efectos de la castración, los de nuestro
tiempo primero deben salir airosos respecto de la frus-
tración. Todos dañados, todos traumados, todos víctimas.
Este libro se encuentra dedicado a investigar una
pendiente contemporánea del psicoanálisis. Y lo hace a
través de tres direcciones: por un lado, a través de una
reflexión en torno al sujeto del siglo XXI; luego, a partir
de la consideración de la diferencia sexuada; por último,
en lo que llamamos una “clínica de las redes sociales”,
sin la cual es impensable la más reciente psicopatología
de la vida cotidiana.

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Lazo social
La sociedad depresiva

En su libro ¿Por qué el psicoanálisis? (1999) E. Roudi-


nesco establece una coordenada propia del mundo
contemporáneo: la destitución del sujeto dividido por
el individuo. El conflicto psíquico, corazón de la subje-
tividad descubierta por Freud, se diluiría en el marco
de una afectividad difusiva y triste. La sociedad de los
deprimidos, siempre disconforme y acosada por la psico-
farmacología, sería la comunidad en la que el individua-
lismo se realiza no sólo como egoísmo (el detalle cínico
sería un aspecto menor) sino a partir de cierta “reivin-
dicación normativa”.
“Tengo derecho a ser feliz”, es un enunciado habitual
en nuestros días; o bien, mucho más terrible, “me lo
merezco” pareciera el dicho que consolida la forma actual
de la locura. De acuerdo con Lacan, loco no es el mendigo
que se cree rey (esa fantasía puede ser incluso una forma
de sostener el deseo) sino el rey que se cree rey. Dicho
de otro modo, la locura de esta creencia radica en su
inmediatez, en el hecho de que desconoce la mediación
simbólica que, por ejemplo, ubica en un pueblo la decisión
última de derrocarlo o incluso decapitarlo. Ahora bien, en
nuestros días el loco ya no es un caso de infatuación, sino
que acusa recibo de otro furor: ¿quién podría realmente
decir que se merece aquello que le tocó en suerte? Radi-
calicemos la pregunta: incluso si en efecto se lo merece,

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LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

¿quién podría decir que lo tiene porque ha hecho méritos,


y no por la generosidad, más o menos azarosa, de algún
Otro (el azar mismo)?
Pensemos una última situación. Concedamos el
mérito y el reconocimiento como causa de la realización
del individuo, pero resta aún la otra variable: la feli-
cidad. ¿Quién podría reclamar ser feliz? Porque este
es el aspecto olvidado en la enunciación de este tipo de
frases, que la ampliación progresiva de derechos civiles
no produce una mayor libertad subjetiva. Desde ya que
este alegato no tiene como objeto inculpar a los derechos
por sí mismos, sino delimitar el desvanecimiento de
la imputación del sujeto. Creerse con derecho (donde
importa menos el derecho que la locura de la creencia)
lleva una posición de reivindicación del estilo “Nadie
puede prohibirme”. De esta manera, si la sociedad se
ha vuelto depresiva es porque no sólo ha desbancado
el universo de las prohibiciones (y las represiones atri-
buidas) sino fundamentalmente al Otro como instancia
que puede darle al sujeto la cifra última de un malestar
cuya causa no posee.
Por el contrario, el correlato del sujeto deprimido es
algo peor que la represión. Si, con Lacan, entendemos que
lo que no está prohibido se vuelve obligatorio, no puede
extrañar que al sujeto dividido por el deseo se le oponga
el sujeto de la performance. Esta última se verifica en
diferentes niveles: por un lado, si la causa del padeci-
miento no proviene del encuentro con el Otro, entonces
debe estar en alguna fibra última del cuerpo biológico (y
por esta vía tenemos el desarrollo de las disciplinas del
cerebro y las neurociencias); por otro lado, la búsqueda
permanente de ser diferente conduce a la máxima homo-
geneización, tal como se comprueba en la proliferación
de técnicas de autoayuda y diversos caminos espirituales
ofrecidos para que cada uno se encuentre consigo mismo

16
La sociedad depresiva

(aunque el verdadero yo de cada sujeto sea el saldo de


una identificación con una imagen ideal proveniente de
otra cultura, eventualmente oriental).
Ser uno mismo, ser como se es, ser original, he aquí
las posiciones locas y delirantes del individuo de nuestro
tiempo, demasiado empastadas con la ambición de ser
y menos con el devenir. Para concluir, detengámonos
brevemente en última mención: la pretensión de origi-
nalidad es algo tan extraviado como la demanda de ser
feliz. En última instancia, es una fantasía anoréxica la
suposición de que se pueden tener ideas propias. Acaso,
¿no vienen del Otro las ideas que nos sorprenden, incluso
cuando ese Otro puede ser una intuición repentina, un
sueño, un chiste oído al pasar? La otra cara de esa apro-
piación frenética y narcisista de las ideas es el desa-
rrollo creciente de juicios por robo de autoría, como lo
desarrolla H. Maurel-Indart en su libro Sobre el plagio
(2011). Hace unos años, Charly García decía en una
entrevista: “El que roba a uno es un pelotudo, el que le
roba a todo el mundo es un genio. El estúpido cree que
el genio tiene que inventar algo”. Sólo restaría agregar
que la afirmación de Charly es una variación de otra
de Stravinsky (“Un buen compositor no imita, roba”)
que, a su vez, es una variación de otra de O. Wilde (“El
talentoso toma prestado, el genio roba”) y así sucesiva-
mente. Por eso, cabría decir mejor que genio no es el que
inventa grandes cosas, sino aquel que puede disfrutar de
la genialidad de los otros sin sentirse opacado.

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El sujeto de la ciencia

La ciencia tiene una incidencia permanente en la vida


cotidiana. Y no menos ambigua, siempre que aquellos
“datos” que hoy se revelan como definitivos, un tiempo
después pasan a ser puestos en cuestión y, eventual-
mente, confrontados por sus contrarios. Por ejemplo,
hasta hace cinco años la yema de huevo era el terror
para quienes padecen de colesterol alto… actualmente,
científicos de una universidad norteamericana demos-
traron que, en realidad, no.
Massachusetts. Wisconsin. Michigan. He aquí
diversas entidades que, cual sedes de aspiración divina,
alojan investigadores encargados de demostrar hasta lo
más disparatado. Valga el caso de un artículo reciente
que anunciaba el descubrimiento del supuesto gen de la
infidelidad. Con irrisoria perversidad, podríamos pensar
en aquel científico que llegó apurado al laboratorio con el
pedido de auxilio a sus compañeros para poder regresar
a su domicilio esa noche. O bien, otro artículo igualmente
riguroso expresaba que los hombres infieles suelen ser
más tontos que los otros. Con idéntica mala intención,
podríamos barruntar la tontería de quienes confiesan
sus pecados en una encuesta semejante.
Lo cierto, a partir de la observación anterior, radica
en señalar que la malicia no es caprichosa, dado que lo
elidido para el sujeto que la ciencia presupone es el goce

19
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

que lo causa. De ahí que Lacan pudiera establecer una


equivalencia entre el discurso histérico y el saber cien-
tífico. El sujeto referido al saber, desconoce la satisfacción
que fundamenta esa elaboración epistémica.
Esta indicación puede corroborarse en el más trivial
de los hechos. Cualquier fumador está más que advertido
respecto de los daños que produce el cigarrillo. Y, sin
embargo, lo sabe pero no lo sabe. Este sujeto se encuentra
confrontado ante un saber sin consecuencias. “Lo sé,
pero aun así” podría ser la desmentida fundamental
que instituye la posibilidad del conocimiento científico.
Por eso, en última instancia, se trata de un saber impo-
tente, que meramente se presta a justificar prácticas, a
construir motivos, a rechazar el acto que, en su origen,
implicó la aparición de un sujeto en lo real.
De este modo es que puede entenderse que Lacan
dijera que el sujeto cartesiano es un precedente del
sujeto del inconsciente. En el pasaje de la primera a la
segunda de las Meditaciones metafísicas, Descartes pone
en duda los diversos saberes adquiridos para delimitar
la evidencia de que, en el acto de pensar, existe. “Pienso,
existo” es un enunciado cuya indubitabilidad es tan
incuestionable como vacía, porque no produce ningún
conocimiento específico. La certeza del sujeto (como
sujeto de la certeza) lo divide respecto de lo que puede
ser sabido. El sujeto descubierto por Descartes, podría
decirse, es tal que sólo sabe que no sabe (por eso es “del
inconsciente”) o, para decirlo con un giro socrático, sabe
que no sabe nada (pero porque él es esa misma “nadi-
ficación”).
En esta misma dirección, podría recordarse el modo
en que G. Canguilhem (en la conferencia “Máquina y
organismo”) invertía la relación entre ciencia y técnica,
para establecer que esta última no es una mera apli-
cación de aquella. La elaboración de saber, en la historia

20
El sujeto de la ciencia

de la ciencia, tiene como condición las modificaciones (y


problemas surgidos) en los medios de producción. En
todo caso, la consideración vulgar y corriente de que la
ciencia “descubre” realidades es un prejuicio que reprime
los servicios que la ciencia presta a intereses particu-
lares. Para demostración grosera de este incidente cabe
recordar el modo en que el hallazgo de la medicación
que hoy se llama “para” la esquizofrenia tuvo inicial-
mente un origen diverso vinculado con la epilepsia, o la
comunicación más reciente del padre del TDAH: “Es una
enfermedad ficticia”.
En este punto, sólo resta tener presente la verdad
que institucionalizan ciertas ficciones, y las condiciones
psíquicas que, en nuestro tiempo, absolutizan cualquier
enunciado que diga “científicamente probado”. El aval
irreflexivo que se otorga a la ciencia en estos días expone
el modo en que nos servimos del saber, menos como causa
(sobre el sentido de algún síntoma) que como excusa (que
autoriza cualquier perversión).

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Intimidad

La intimidad no tiene una definición inequívoca. Ni


siquiera podría decirse que se opone a lo público. En
todo caso, muchas veces son ciertas barreras psíquicas
las que delimitan su experiencia; fundamentalmente, la
vergüenza y el pudor.
Entre los niños siempre es notorio el momento en que
alguna de estas coordenadas subjetivas se hace presente
por vez primera. Y, curiosamente, es en relación al uso
del lenguaje que se ponen de manifiesto antes que tocar
el cuerpo propio. Un niño puede deambular desnudo sin
dificultades y, sin embargo, mostrarse refractario a decir
algo a sus padres frente a otros.
De este modo, la esfera de lo íntimo tiene como
ámbito de circunscripción y vigencia cierta disposición
enunciativa. Es un modo de hablar, que también se
verifica en otra práctica que los niños ejercitan con
particular fruición a partir de cierto momento: el
contar secretos.
Un secreto, como tal, no dice nada. Es un modo
de decir. En efecto, diferentes juegos infantiles sacan
provecho de esta coyuntura (como el teléfono descom-
puesto). Porque la otra cara del secreto es la promesa:
si el secreto admite el cuchicheo (decir algo sin sentido)
se debe a que la palabra que vale es la que se pone en
acto. Quien dice o recibe un secreto; mejor dicho, ese

23
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

particular entre-dos que es un secreto, queda inmedia-


tamente comprometido.
El decir del secreto produce una intimidad irrescin-
dible. ¿Cuántas veces no hemos atesorado la palabra
de un prójimo, a sabiendas de que “eso” que debemos
guardar y cuidar en realidad sólo concierne a esa persona
y, desde nuestro punto de vista, es irrelevante? En una
sociedad volcada al chisme y a hacer saber acerca de lo
privado, ¿no cabría afirmar que la dimensión de la inti-
midad se encuentra puesta en cuestión?
Suele decirse que en nuestros días se exhibe lo íntimo
(por ejemplo, en redes sociales). Sin embargo, este
planteo es algo reduccionista y simple. En todo caso, hay
un discurso público acerca de la propia persona. Porque lo
íntimo no se opone a lo público. Esta confusión presupone
una equivalencia entre lo íntimo y lo doméstico. En
cambio, la intimidad es un tipo de lazo social. Uno de los
lazos sociales más debilitados en la sociedad contempo-
ráneo, pero no inexistente.
Pongamos un ejemplo. El psicoanálisis es una
práctica fundada en la intimidad. Freud decía que lo
propio del dispositivo analítico radica en establecer un
tipo de conversación diferente a la de todos los días. A
diferencia de la comunicación ordinaria, el decir en un
análisis tiene un estatuto diferente: el que habla no inter-
cambia información con el analista (no dice “nada”, en
este sentido) sino que recupera la posición desde la cual
habla, y así la pierde. O, mejor dicho, pierde su posición
en la medida en que la consigue. En esto consiste lo que
Lacan llamaba “destitución subjetiva”. He aquí lo más
propio del “diálogo” (“dia”: a través; “logos”: discurso) que
propicia el análisis.
Pero el psicoanálisis no es un caso excepcional. En
realidad, el discurso amoroso se caracteriza por una inti-
midad semejante. Por eso R. Barthes decía (en sus Frag-

24
Intimidad

mentos de un discurso amoroso) que aquél se caracteriza,


hoy en día, por su “extrema soledad”. ¿No es palpable el
modo en que eventualmente los amantes se anticipan
en lo que van a decir, como si pudieran leerse el pensa-
miento? ¿No es siempre gracioso escuchar el modo de
hablar de los amantes, con sus singulares epítetos y
formas de lenguaje? Sin duda, también el discurso del
amor se separa del hablar cotidiano. Y, sin embargo,
estos no son buenos tiempos para el amor. Lacan mismo
sostenía esta idea, en una conferencia de 1972, cuando
afirmaba que el capitalismo se desentiende de “las cosas
del amor”.
No son buenos tiempos, los de hoy en día, ni para el
amor ni para el psicoanálisis. No por nada en el corazón
del psicoanálisis se encuentra el fenómeno amoroso (con
el nombre conceptual de “transferencia”). Ahí donde cree-
ríamos que hay una intimidad exacerbada, en realidad
se comprueba una pluralización de modos de comu-
nicación, que sirven para decir mucho, pero carecen
de consecuencias. Nos hemos vuelto todos comunica-
dores, escritores, artistas, estetas de lo doméstico… y
pocos son los que consiguen un lazo de intimidad con el
prójimo. Porque en última instancia la intimidad siempre
compromete con el otro, pero también con uno mismo,
en la medida en que dispone a dejarse transformar por
la palabra.

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La vida erótica
Mujeres que se conmueven ante
sí mismas

En una célebre novela escrita a cuatro manos, por


A. Bioy Casares y Silvina Ocampo, con el inquietante
título Los que aman, odian (1949) se afirma lo siguiente:

“Hay todavía un tratado por escribir sobre el llanto


de las mujeres; lo que uno cree una expresión de
ternura es a veces una expresión de odio, y las
más sinceras lágrimas suelen ser derramadas por
mujeres que sólo se conmueven ante sí mismas.”
 
Si esta frase hubiera sido suscrita por un varón,
seguramente sería tildado de machista, patriarcal, y
otras gentilezas del feminismo acrítico. Es lo que podría
ocurrirle a Freud, si recordáramos una sentencia de su
ensayo Introducción del narcisismo (1914):

“Con el desarrollo puberal, por la conformación


de los órganos sexuales femeninos hasta entonces
latentes, parece sobrevenirle un acrecimiento del
narcisismo originario; ese aumento es desfavorable
a la constitución de un objeto de amor en toda la
regla, dotado de sobrestimación sexual. En parti-
cular, cuando el desarrollo la hace hermosa, se esta-
blece en ella una complacencia consigo misma que

29
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

la resarce de la atrofia que la sociedad le impone en


materia de elección de objeto.”

Desde un punto de vista general podría acusarse la


posición freudiana de “prejuiciosa” o “retrógrada”; pero
esto sólo ocurre cuando los enunciados de Freud se leen
de manera literal y no se presta atención a lo que dice
“entrelíneas”. El inventor del psicoanálisis no sostiene
la diferencia entre hombres y mujeres a partir de espe-
cificaciones biológicas, sino respecto del modo en que la
sociedad ofrece caminos para la realización simbólica de
lo sexual. La “mujer amante” –de acuerdo con el título de
una célebre canción popular– no es algo “bien visto” y es
para los hombres que se establecen vías para la puesta
a prueba de la masculinidad. Ser hombre es un simple
ejercicio de exposición; ante el fracaso, se es un hombre
atrofiado (el “maricón” con que se regodean los adoles-
centes). Para las mujeres esta bivalencia no corre, de
ahí que puedan encontrar también una mayor compen-
sación en la singularidad. Si para el varón la “masa” (en
el sentido freudiano de la agrupación por identificación
horizontal) es el modelo del grupo, para las muchachas
cuenta una mayor tolerancia ante la diferencia. En cierta
medida, que una mujer no se apoye en vías simbólicas
para demostrar su feminidad no es simplemente una
“atrofia”.
Por lo tanto, de la observación de Freud se desprenden
dos consideraciones: por un lado, el desarrollo puberal
implica un acrecentamiento de libido yoica que el aparato
psíquico debe realizar un esfuerzo por elaborar; así
quedan motivadas ciertas angustias hipocondríacas que
muchas veces se advierten en los jóvenes y que no deben
confundirse con lo que actualmente se llaman “ataques
de pánico” (y que Freud llamaba “neurosis actuales”).
Por otro lado, el varón y la muchacha tienen vías dife-

30
Mujeres que se conmueven ante sí mismas

rentes para realizar este cometido: para el primero, la


puesta a prueba de la potencia es la vía privilegiada.
Ya sea a través de la competencia fálica, pero también
a partir del enamoramiento (con el consecuente empo-
brecimiento yoico). Desde el punto de vista freudiano,
este tipo de elección amorosa es privativa del varón o,
mejor dicho, el enamoramiento es un tipo de elección por
la vía fálica, esto es, que sitúa en el otro la causa de la
consistencia del yo. De ahí el particular desvalimiento
que vive el enamorado.
Para la muchacha, en cambio, es la complacencia en
el propio cuerpo la vía de para poder domesticar algo de
ese exceso libidinal; y, en todo caso, el partenaire ocupa
más bien un lugar de confirmación de ese amor. A esto se
refiere Freud cuando sostiene que, para el tipo de mujer
narcisista, “su necesidad no se sacia amando, sino siendo
amadas, y se prendan del hombre que les colma esa nece-
sidad”. Dicho de otra manera, las mujeres narcisistas se
aman a sí mismas a través del amor del otro. Es lo que
suele llamarse “amar el amor”, conocido fenómeno propio
de la adolescencia; y, para algunas mujeres, condición
erótica de toda la vida.

31
Las mujeres no son lagartos

En el tramo final del seminario La angustia (1962),


Lacan presenta una particularidad de ese objeto que
calificó como su único invento, el objeto a. Este objeto no
es un objeto “objetivo”, no se lo encuentra en la realidad
ni tiene materialidad alguna.
En efecto, su estatuto es el de ser un indicador con
el que establecer la relación entre el sujeto y el Otro. La
afirmación capital de este seminario radica en sostener
que sólo se accede a la dimensión de la alteridad,
aizándola: el Otro, en su radical ajenidad, es reducido a
un rasgo parcial que causa el deseo, un aspecto específico
y fijo que funciona como condición para la satisfacción
del sujeto.
Diversos antecedentes de este objeto a se encuentran
en la obra freudiana: la noción de fijación, la recuperación
de goce que implica la degradación en la vida amorosa
(por la cual, por ejemplo, una mujer es entrevista como
un par de senos, unas bonitas piernas, o incluso algo más
esquivo como una mirada…), etc.
Ahora bien, el rasgo propio que Lacan destaca en este
seminario, como una particularidad del objeto a, es el de
ser “cesible”. En este punto, el modelo del objeto pasa
a ser el objeto anal, como don ofrendado al Otro. ¿Qué
quiere el Otro de mí? Ese objeto que puedo retener, pero
también entregar de manera compulsiva. La angustia

33
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

relativa a la “hoja en blanco”, de la que Lacan habla en


este contexto, es una clara demostración de este carácter
cesible del objeto a. Sin embargo, este modelo no es
excluyente, ya que con mayor precisión Lacan reconduce
esta situación a la relación entre los sexos.
En la relación sexual, el hombre tiene su erección
como ofrenda al Otro sexo. En este marco, Lacan hace
de la detumescencia el signo de lo cesible. De ahí que
la angustia ante el Otro, para el varón, siempre pueda
ser interpretada en función del temor de no poder. Y la
potencia, como tal, encuentre su límite en la castración
efectiva (la eyaculación). Esta coyuntura no es obligatoria
para la mujer.
En el escrito “Del Trieb de Freud” Lacan sostiene,
de acuerdo con la angustia en el centro del complejo de
castración, que el objeto puede ser equivalente a la cola
que el lagarto suelta en una situación de desvalimiento.
De este modo, entonces, ¡las mujeres no son lagartos!
que podrían desprenderse de ese apéndice que es su cola
y continuar a salvo luego del encuentro con el Otro del
deseo. Si bien es parcializada por el deseo del varón, la
mujer no puede responder a esta coyuntura más que con
su propio cuerpo… en su conjunto. De esto se desprende
que la evitación del deseo sea una estrategia corriente (no
necesariamente histérica) en varias mujeres, expuestas
con mayor intensidad a una angustia difícil de interpretar.
Esta observación conduce a otra indicación enigmática
de este seminario, la de que las mujeres se angustian
más que los hombres. Lacan retoma esta referencia de
una mención de Kierkegaard en el libro El concepto de la
angustia. Y es sólo a partir del esclarecimiento precedente
que puede entenderse que esa angustia femenina, que no
tiene en su núcleo el complejo de castración, también sea
la vía de acceso hacia Otro goce, un goce que tendría en
el falo su condición, pero no su razón última.

34
“Me la sube”
La incompatibilidad del deseo con la
palabra

“El deseo es incompatible con la palabra” repetimos


a partir de Lacan. Repetimos, muchas veces, sin darle
a esta afirmación todo su alcance clínico. Que ese deseo
no sea articulable, ¿supone meramente que su objeto no
es designable? Podemos conformarnos con decir que el
deseo se trasluce en la demanda. Sin embargo podemos
darle otra dimensión si lo oponemos a lo que sucede con
lo que llamamos amor.
Proponemos entonces pensar amor y deseo como
opuestos en el campo de la palabra. El amor es perfec-
tamente compatible con la palabra. Podemos afirmar
incluso que el amor es la palabra de amor. La enunciación
de un “te quiero”, o más aún, de un “te amo” se eleva
muchas veces por si sola a la dimensión de acto. Acto
que no puede ser suplido por ninguna demostración en
tal sentido. Es usual que quienes se resisten a enunciar
tales frases se justifiquen con subterfugios que nunca son
convincentes. La aversión misma de algunos a enunciar
tales frases revela su dimensión de acto. El corto de
Martín Piroyansky No me ama juega todo el tiempo
con esta dimensión del amor. Sigamos las tribulaciones
del joven protagonista respecto de su novia: “¿Me ama?

35
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

Ahora que lo pienso nunca me lo dijo. Es decir, me lo


dijo con gestos, actitudes, simplemente estando conmigo,
pero nunca me lo dijo así, diciéndolo con la boca, con las
palabras ‘Te amo’. O sea, yo soy el que dice ‘te amo’ y ella
lo sabe recibir, se sabe meter dentro de mi ‘te amo’, lo
digo y es como que es suficiente para los dos, pero no lo
dice. Y eso es una gran diferencia. […] si me amara, me
lo diría”. Así empieza el drama subjetivo del personaje,
en tono de comedia.
De igual modo, un “te quiero” o un “te amo” preci-
pitado pueden, paradójicamente, poner fin a una
relación. Y es aquí donde cobra todo su peso el hecho
de que todo lo dicho, aun lo que se oferta, es demanda.
Quien recibe una declaración de amor debe al menos
acogerla (como la chica del corto mencionado). Repetida,
la declaración de amor deviene con frecuencia un
reclamo de reciprocidad. Estamos inmersos en el plano
del reconocimiento subjetivo. Y, como afirma Lacan en
sus Escritos, reconocerse como sujeto es lo opuesto a
reconocerse como deseante.
En el campo del deseo, esta relación entre lo que se
demuestra y lo que se declara se invierte. Declaraciones
tales como “te deseo”, “te tengo ganas”, “como te daría”
y similares naufragan entre lo obsceno y lo trivial. La
obscenidad, justamente, es un buen observable a la hora
de dar cuenta de la incompatibilidad del deseo con la
palabra. Injuria el entre-dos donde circula el deseo. Por
otro lado, declarar el deseo, incluso sin el pasaje al acto
de lo obsceno, es simplemente inocuo. Contrariamente
a la declaración de amor, la declaración del deseo, para
producir efecto solo podría manifestarse entre líneas, al
modo de la imposible fórmula que propone Lacan: “Te
deseo aunque no lo sepa”.
Lo que queremos destacar, sin embargo, es que el
deseo esencialmente no se declara, sino que se da a ver.

36
“Me la sube”

Y no solamente en la mostración que implica el acting


out. Se da a ver, sin que el sujeto pueda apropiarse de lo
que da a ver, en las manifestaciones corporales del deseo.
La excitación, la tensión manifiesta, son signos inequí-
vocos, para el partenaire, de que hay allí un deseo en
juego. Que este se declame o no es absolutamente acce-
sorio, y a veces, directamente perturbador: “Los besos
no se piden, se roban” dice el saber popular, llevando
a términos llanos la tan mentada incompatibilidad del
deseo con la demanda. El deseo es tan resistente a la
declamación como sensible al encuentro cuerpo a cuerpo.
El tropiezo del señor K, haciéndose atropellar mientras
su mirada se perdía en la joven Dora, es el exponente
clásico de este carácter no domesticable del deseo. La
erección no solo presta instrumento al goce de la parte-
naire, sino que es signo del deseo que causa una mujer. Lo
que ella ve en el homenaje del deseo masculino –afirma
Lacan en su seminario 10– es que eso le pertenece. Este
anclaje corporal del deseo hoy se inscribe en la lengua
popular como una división entre lo que “me la sube” y
“me la baja”. Lo cual, dicho sea de paso, da la razón a
Freud cuando dice que la libido es masculina: el intento
militante de imponer el “me la seca” –y más aún, el “me
la moja”– fracasó ampliamente. Para hombres y mujeres,
el subibaja del falo.

37
Ya no quedan amantes

La aplicación para celulares Lulu es utilizada por las


mujeres para ranquear a los varones con los cuales han
tenido citas, encuentros sexuales o relaciones amorosas.
Los tags inlcuyen categorías tales como: #Buenoen-
laCama #PanicoalCompromiso #NuncaSeQuedaA-
Dormir #NenedeMama. Una práctica que en los orígenes
de Internet era privativa de los varones (la oferta de la
prostitución on-line siempre tuvo su sección de reviews
de los usuarios) se reinventa y son las mujeres las que
toman la delantera… impunemente. Sin ser acusadas
de discriminación, ni de promover la violencia de género,
las mujeres pasan del comentario en el grupo de amigas
al grupo de amigas global.
El término “amante” soportó siempre una signifi-
cación afectiva, pero también sacrificial. Hoy ha entrado
en desuso, y son las mujeres quienes lo han enterrado.
Como oportuno relevo, de la mano del infaltable “amigo
gay”, se han apropiado del término “chongo”, acuñado
en la comunidad homosexual argentina. Cabe observar,
en tal sentido, como la influencia de tal comunidad en
la regulación de los lazos heterosexuales se filtra en el
lenguaje. El término “chongo”, incluso, está dejando su
lugar al aún más explícito “garche”. Hace veinte años
se hablaba de “amante”. Antes aún, la “querida” era
el término usado para nominar a la mujer “no blan-

39
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

queada”. Si la “amante” y la “querida” anudaban el deseo


al amor, el “chongo” y el “garche” remiten directamente a
la conjunción entre deseo y goce. Las amantes “como las
de antes” entraron en desuso. Las fantasías ligadas al
masoquismo femenino que alimentaban otrora la libido
masculina, están hoy en jaque a falta de este compo-
nente sacrificial.
Tales términos, como es evidente, suponen una
objetivación del varón: ya no solo el hombre toma a la
mujer como objeto, sino que él mismo es explícitamente
reducido a un objeto. Y –como afirma Lacan en su semi-
nario 10– toda exigencia de a en la vía de esa empresa
del encuentro con el partenaire no puede sino desenca-
denar su angustia, “precisamente porque no hago de
él más que a, porque mi deseo lo aíza, por así decir”.
Agrega que es ciertamente “por eso por lo que el amor-
sublimación permite al goce condescender al deseo”. El
pasaje del “amante” al “chongo” da cuenta, a nivel de la
palabra, de una pérdida respecto del amor en su función
de velo, que hace soportable el encuentro. Incluso el viejo
“verso” –término que también ha perdido algo de poesía,
al ser degradado hoy al “chamuyo”– implicaba la trama
de un engaño. Se salvaba el obstáculo con palabras de
tinte amoroso que ocultaban un fin erótico. Es la lógica
del antiguo Don Juan. Hoy el chamuyo es, muchas veces,
simplemente un código, con el cual se hace humor. La
página de Facebook “Te quiere garchar”, procede a una
divertida enumeración de las ruinas del chamuyo, bajo
el formato “si (hace/dice x), te quiere garchar”.
Cabe traer aquí una viñeta clínica: una joven
mantenía encuentros periódicos con un varón casado,
quien le relataba, para su pesar y aburrimiento, los
dilemas que le producía la situación y el daño que
le podría ocasionar a ella al ilusionarla, dado que no
estaba en sus planes separarse. Ella le responde “no te

40
Ya no quedan amantes

enrosques, sos un chongo”. Su partenaire, literalmente,


desapareció luego de ese encuentro. Algo de la fantasía
masculina, la lógica del Don Juan mencionada, que
incluye el engaño entramado a la conquista y se anuda
a la suposición de un padecer en el encuentro del lado
de la mujer, se quebró con una aclaración tan precisa.
Del lado de los varones, este cambio de posición en
la mujer tiene un efecto desorientador. El colectivo "Ni
una menos", entre otras cuestiones, es un síntoma del
extravío del varón contemporáneo a la hora de sostener
las insignias masculinas frente a una mujer. El así
llamado "femicidio" es su manifestación salvaje. Aparece
muchas veces como una reacción frente al abandono,
que de algún modo es tributario de la pérdida de cierto
sesgo sacrificial de la mujer en las parejas constituidas.
En otros tiempos, un hombre que cumpliera con ciertos
aspectos básicos (trabajar, proveer, ser fiel) podía consi-
derarse justo merecedor del amor. Una eventual sepa-
ración estaba justificada usualmente por faltas graves en
tal sentido: una infidelidad, dejadez en el sostenimiento
del hogar, violencia física. Hoy una mujer abandona a un
hombre simplemente porque tiene ganas... o porque le
gusta otro. El humorista Tute refleja en un dialogo este
estado de cosas: “¿Porque me dejas?” –protesta él– “¿hice
las cosas mal?”. Ella responde implacable “No, pero hubo
otro que las hizo mejor”.

41
La destitución masculina

Hace unos años, la publicidad de una conocida marca


de cigarrillos mostraba a un hombre que, al encontrar
a una joven cuyo automóvil estaba detenido junto a un
puente, hacía gala de su saber técnico, reparaba el motor
y, luego, la invitaba al placer de fumar juntos contra la
balaustrada. El acto estaba consumado. Mientras que
una propaganda reciente, esta vez de una célebre marca
de chicles, muestra a un joven que se jacta de conducir
helicópteros, pero que, cuando surge la situación de tener
que demostrarlo, devela la farsa y se confiesa ante la
muchacha: no sabe conducir helicópteros, pero así y todo
su deseo lo autoriza a ese encuentro.
Han pasado unos treinta años entre una imagen y
la otra. La conclusión es difícil de evitar: el hombre de
nuestro tiempo ya no se regodea en la potencia fálica
como estrategia de aproximación al Otro sexo. Incluso
podría decirse ¡todo lo contrario!, el varón contempo-
ráneo se destituye del falicismo y hasta juega con su
ridiculización. Dicho de otra manera, pocos hombres
hoy tendrían éxito (al menos, eso parece) desde una
posición como la de H. Bogart. El héroe (o, mejor dicho,
el antihéroe) de nuestros días está más cerca del lúcido
y desgarbado Woody Allen.
¿Qué consecuencias tuvo este cambio de posición? En
resumidas cuentas, el hombre de hoy tiene poco para

43
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

ofrecer, se escabulle del reproche: “Nada te prometí”;


por lo cual tampoco se siente en deuda con el Otro sexo.
La dimensión del pacto (enunciada en el sintagma “Tú
eres mi mujer”) cedió su lugar a la destitución del riesgo.
El hombre contemporáneo elige tener poco para perder;
y deja la dimensión de la expectativa (que siempre
defrauda) a las mujeres, para quienes la pérdida no se
inscribe necesariamente en el complejo de castración.
“No esperes nada de mí, nada de mí”, dice una canción
de Babasónicos.
La destreza fálica hoy es campo fértil para las
mujeres, mientras que los varones han comenzado
a padecer síntomas típicos que, en otro tiempo, eran
considerados femeninos: celos, temor a la pérdida de
amor, preocupación por la imagen física, etc. El hombre
enamorado de nuestro tiempo (suelen quejarse algunas
mujeres), recurre a estrategias impropias: dar a ver
su deseo de manera esquiva, seducir a partir de la
sustracción, diferir el encuentro, etc. De aquí el lamento
generalizado, en la actualidad, de que los hombres “son
histéricos”. A propósito, en cierta ocasión un analizante
contaba la siguiente anécdota: ante la situación de estar
con un amigo piropeando mujeres en la vía pública, una
de ellas respondió con una sonrisa y se acercó, a lo cual
este muchacho dijo a su compañero: “Rajemos, que dan
bola”. Hemos pasado del hombre que tenía que asumir la
división subjetiva de la vergüenza en el encuentro cuerpo
a cuerpo con una mujer, al varón que goza de la escena
que se construye y sostiene a la distancia.
Desde el punto de vista del psicoanálisis lacaniano,
podría decirse que el varón actual ya no se sitúa desde
los semblantes de amo o de saber para encarar al Otro
sexo. Estas formas discursivas han dado paso a otras: la
posición histérica que, en estos casos, interroga la femi-
nidad en busca de saberes supuestos (como ocurre con

44
La destitución masculina

la aparición de “Escuelas de seducción”); o bien, even-


tualmente, la posición de objeto que busca la división
del sujeto cuya verdad sea una marca: “No quiero que
lleves de mí nada que no te marque”, dice una canción
de Jorge Drexler.

45
Prime Time

Si la popularización de la píldora anticonceptiva


separó reproducción y sexualidad para siempre, el HIV
conjugó muerte y sexualidad durante dos décadas. Hoy
el avance de la ciencia convirtió una enfermedad mortal
en una enfermedad crónica. Y en el consultorio emergen
sus consecuencias: nadie quiere morir, pero abundan
quienes están dispuestos a arruinarse en cierta medida
la vida. El descuido en los encuentros sexuales es
moneda corriente. Queremos ocuparnos de uno de los
fenómenos más evidentes de la vida sexual contempo-
ránea en nuestra ciudad: de la mano de los cocteles anti-
virales y la “pastilla del día después” muchos varones
prefieren “no ponérselo”, aun asumiendo riesgos en
encuentros furtivos.
Cuando le son requeridos, los varones ponen en
primer plano argumentos que tienen que ver con el
placer: “no me voy a poner una bolsa”, “es incómodo”, “no
puedo acabar con eso”. Una analizante confiesa, aver-
gonzada, haber consentido que el varón en cuestión no
se cuide por temor a que no quiera volver a estar con
ella. Otra cuenta, indignada, que el chico que conoció “no
llevó forros” y “quería hacerlo sin”, negándose a acos-
tarse con él.
Podemos encontrar para este fenómeno sustento en
la búsqueda de un goce corporal que no se obtendría de

47
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

otro modo, así como, a nivel de aquello que despierta


el deseo, la transgresión a la norma como causa en sí.
Pero hay algo más que está en juego allí, del lado del
varón, en el plano del amor… propio. El varón prefiere
arriesgar, en ocasiones, poco menos que su vida, antes
de poner en riesgo los semblantes de la potencia. Si, en
alguna de las formas de la inhibición masculina, la pene-
tración coincide con la detumescencia –lo que se llama
en la lengua popular eyaculación precoz, y que Lacan
prefiere llamar detumescencia precoz– el “ponérselo”
parece duplicar este momento. En todo caso, implica
ciertamente una ruptura de la sinergia del cuerpo que
se agrega a la que implica el encuentro sexual. Deten-
gámonos en este punto.
Lacan aborda en el seminario 18 (1971) la dimensión
de instrumento del falo, y lo separa del pene comparando
la relación de ambos con la división del cuerpo que
requiere la utilización de un instrumento. Se refiere al
canto, el tañido de la flauta y al manejo del palo de golf.
Hay en estos casos una división del cuerpo que implica
una ruptura de la sinergia corporal y, por lo tanto,
un disciplinamiento del cuerpo. En el cuanto hay un
desdoblamiento del cuerpo, hay que “dividir dos cosas
que son completamente distintas, pero que suelen ser
absolutamente sinérgicas, a saber, la impostación de la
voz y la respiración”. Se pregunta, en tal sentido, si hay
todavía en algún lado un saber del instrumento falo. Este
saber sobre el manejo del instrumento abre la dimensión
de la performance en el encuentro sexual. No solo se trata
de tener sino de “saber usarlo”.
Mientras el órgano “se determina por la ley, es decir,
por el deseo, es decir, por el plus-de-gozar, es decir, por
la causa del deseo, es decir por el fantasma”, la función
del falo implica al cuerpo como instrumento, y está
ligado a la dimensión de la performance. El pene queda

48
Prime Time

del lado de lo que del cuerpo responde a la “sinergia


del deseo” sostenida en el fantasma. Se abre, entonces,
una disyunción entre la performance y el deseo por la
intrusión del falo en el encuentro entre los sexos. Por un
lado, una vertiente que implica el dominio del cuerpo;
por la otra, el soporte erógeno que responde al deseo.
El falo como instrumento eleva el soma a la dimensión
del semblante, mientras que el órgano sexual que hace
lo que quiere, menos sujeto al semblante que al plus-
de-gozar, menos sujeto a la voluntad que al deseo del
ser hablante.
Es evidente que el “ponérselo” intensifica tal
disyunción y hace tambalear, en muchos casos, la escena
armada. El varón de hoy puede permitirse cualquier
riesgo, menos el riesgo de no poder.

49
Clínica de las redes sociales
Tecnogoces

Un grupo de personas se reúne de manera regular,


dos veces por semana, para correr por los bosques de
la ciudad. No se conocían antes del inicio de la rutina,
algunos ni siquiera se conocerán después. Otros inter-
cambian teléfonos, arman un grupo de WhatsApp, se
saludan para los cumpleaños por Facebook. Dos de ellos
se enamoran, constituyen una pareja y deciden casarse.
Con el mismo método se nuclean bailarines, pati-
nadores, defensores de animales, simpatizantes de un
partido político. Las nuevas tecnologías ofrecen la posi-
bilidad de encuentros inéditos. Es un “hecho”. Ahora
bien, ¿por qué el psicoanálisis pareciera que adoptó, en
más de una ocasión, una actitud melancólica ante estas
formas de relación entre los cuerpos?
He aquí un curioso prejuicio, el de sostener que lo
“virtual” cancela la mediación corporal. Pero, ¿no fue el
psicoanálisis, justamente, la disciplina que descubrió un
cuerpo pulsional que estaría fuera-del-cuerpo? Que bien
podemos gozar de la mirada y la voz, objetos separables
del cuerpo. La reducción a la “materialidad” que even-
tualmente hipoteca diversas elaboraciones analíticas
concluye en falsos problemas, el más básico de todos:
interrogar si acaso es posible un análisis por Internet.
En este punto, un viejo planteo freudiano demuestra
su actualidad. En “Consejos al médico”, Freud sostiene

53
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

que el analista debe “acomodarse al analizado como el


auricular del teléfono se acomoda al micrófono”.
De este modo, ¡Freud inventó el psicoanálisis
“virtual” mucho antes de existir Skype! La economía
libidinal desborda la presencia física del organismo. La
pregunta, entonces, debería estar más bien en el tipo de
intimidad que se construye en un análisis, y no tanto
en la presencia de la realidad de los cuerpos (diferente
de la presencia real de la pulsión). ¿De qué modo se
construye intimidad con las nuevas tecnologías, cuando
el cara a cara es sustituido por un decir más esquivo y
transitorio, menos apoyado en semblantes definidos y
fáciles de reconocer?
La interpretación lacaniana de la sociedad
contemporánea introdujo una idea controversial: el
capitalismo pondría en cuestión el lazo social. En
efecto, puede suscribirse un cambio sustancial entre el
capitalismo “clásico” y su forma más reciente, basada
en el consumo de servicios, que arroja al sujeto a la
liquidez, el vacío, el aislamiento, el hiperindividualismo,
y otros términos de moda. No obstante, ¿no hay modos
novedosos de comunidad en los encuentros fugaces
de nuestro tiempo (en un aeropuerto, en una sala de
espera, etc.), comunidades como las mencionadas al
principio (de aquellos que pueden no tener nada en
“común”) y que, aun así, producen efectos subjetivos?
Que haya una crisis de los semblantes tradicionales,
¿autoriza a hablar de una crisis del lazo social, de la
forma tan ligera con que se lo hace en el psicoanálisis
de nuestro tiempo? Sin duda es una reducción banal (y
romántica) la de fijar al gadget como único partenaire
del sujeto contemporáneo.
Todo lazo social se vehicula desde un semblante. En la
enseñanza de Lacan, la noción de semblante justamente
es la respuesta al problema de pensar una corporalidad

54
Tecnogoces

que no se confunde con el cuerpo físico. De ahí que una


de las figuras básicas del semblante, según Lacan (en
la primera parte del seminario De un discurso que no
fuera del semblante), sean las pasiones: ¿en qué parte
del cuerpo está el “enrojecimiento” de la vergüenza?
Asimismo, los semblantes se realizan desde diferentes
posiciones. Se puede hacer lazo desde la impostura del
amo, a partir de la queja histérica, como encarnación del
saber, o bien causando el deseo. Todo lazo hace posible
una relación con el Otro a través de un cuerpo instituido
por ese lazo mismo (para retomar el caso anterior, no es
la misma la vergüenza que se tiene ante el saber: por no
saber; que aquella que indica el cumplimiento de la regla
analítica: por un saber no sabido); ahora bien, ¿cuáles son
los semblantes que facilitan las nuevas tecnologías? En
efecto, ¿podríamos decir que las tecnologías destituyen
las posiciones discursivas en el seno del capitalismo?
Por lo demás, parafraseando un conocido poema de A.
Ginsberg, desde nuestro punto de vista diríamos: “Hemos
visto las mejores interpretaciones (en el sentido analítico)
de la cultura contemporánea en Twitter”.

55
Tindergarchen

Los cambios en la subjetividad de la época van muchas


veces de la mano con cambios en la ciencia y la tecnología.
En su momento la popularización de la píldora anticon-
ceptiva produjo un viraje en el lugar de la mujer: de la
mujer-madre de la que da cuenta Freud, retomada por
Lacan en su relectura del Edipo en la década del ´50, a
la “mujer lacaniana” que asoma en la década de los 60´s,
en consonancia con el flower power. Hoy la red global
dio carta de ciudadanía al placer masturbatorio. Y no
como síntoma, sino como una modalidad asumida por
los sujetos. Ya se escucha abiertamente a varones que
sostienen: “prefiero hacerme la paja a coger”. En Japón,
la palabra hikikomoris da nombre a un estilo de vida que
prescinde del encuentro entre los cuerpos.
Cabe resistir al coro que descalifica la época, y
añora los tiempos ordenados por la función paterna.
Tales juicios de valor hablan más bien de los fantasmas
propios de cada analista. Ponen en palabras un supuesto
neurótico, típico además: el otro goza sin límites,
mientras a mí el goce me estuvo vedado… por el padre.
Les Luthiers hace con tal suposición la base de su canción
“Los jóvenes de hoy en día”. Podemos dejar este paso de
comedia a quienes se ocupan (muy bien, por cierto) de
ello. Ante lo que se llama de modo recurrente la “decli-
nación de la función paterna” emergen otras modalidades

57
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

de anudamiento: ciertamente los tóxicos, que muchas


veces permiten sostener el encuentro con el otro sexo.
Pero también las llamadas “tribus urbanas”: los emos,
rollingas, otakus, etc… que funcionan incluso como esta-
bilizadores de algunas formas de la psicosis temprana.
Las formas de regulación del lazo no desaparecen. Por
el contrario, proliferan.
Las redes sociales se entraman a la posición de cada
sujeto. En tal sentido, la neurosis encuentra allí su
soporte: la injuria obsesiva que procura arrasar con el
deseo del partenaire, el amplio campo que encuentra
la histeria para causar el deseo sustrayendo el cuerpo.
Quien tiene una posición evitativa respecto del otro sexo,
encuentra la encantadora posibilidad de “sentirse acom-
pañado” sin tener que comprometer el cuerpo, mante-
niendo todo el juego en el plano virtual, y postergando
indefinidamente el encuentro. La vida virtual se suma
a la lista de adicciones.
Tinder le dio carta de ciudadanía a aquello que en
Facebook ya sucedía de modo clandestino: mientras
Facebook persigue a sus usuarios para que no contacten
virtualmente a quien no conocen –lo cual, sin embargo,
sucede todo el tiempo– Tinder en base al mismo perfil de
Facebook, incita a ello. Tinder es Facebook saliendo del
placard. En las grandes ciudades, rescata a los sujetos
del anonimato cotidiano. Por otro lado, la aplicación
promueve encuentros con ciertas carencias a nivel de
la ficción del amor: son encuentros muchas veces “sin
historia”. Dos personas hace dos horas no se conocían,
se acuestan y dentro de dos horas no se ven nunca más.
Una secuencia otrora muy osada (es el argumento de
más de una película) hoy es algo cotidiano y no requiere
de vericuetos dignos de llevarse al cine. La propuesta de
Happn extrema la apuesta; se trata de una aplicación
con GPS que posibilita encuentros “aquí y ahora” con la

58
Tindergarchen

cercanía física del partenaire como criterio central. Este


efecto de deshistorización del lazo es un verdadero talón
de Aquiles en el mundo de los encuentros virtuales, y es
generador de evitación y angustia: recordemos que Lacan
definía en “La Tercera” a la angustia como la sensación de
reducirse a un cuerpo. Quizás por ello Facebook se ocupa
de presentar el conjunto muchas veces deshilachado de
de “posteos” de cada usuario como una biografía (timeline,
literalemente “línea de tiempo”). Nos ocuparemos en el
ensayo siguiente de este rescate de la dimensión del
deseo (que implica siempre la historización como ficción)
que Facebook promueve.

59
Los usos de Facebook

Es sugestivo que, a la hora de hablar del deseo


humano, tanto Freud como Lacan hayan elegido dibujar
una red: mientras que el esquema freudiano de Psico-
logía de masas… se presenta como una red sugestiva,
Lacan llamó a su grafo “mi pequeña red”. El deseo
humano sigue siendo el deseo de tener un lugar en el
deseo de los otros… o de algún Otro en particular. No
hay nada más desolador que no causar el deseo de nadie:
es como un muro sin ningún “me gusta”.
El “me gusta” y su interpretación ocupa un tiempo
no menor en los consultorios. Puede ser leído en la más
vasta ambigüedad: como un “me gustás”, por ejemplo.
También está el “me gusta” irónico (como respuesta a
alguna agresión), el “soy tu amigo y te banco”, el ideo-
lógico, el auto-me gusta, el “me gusta” territorial (con el
que el varón “marca” a la que fue su amante en todos
sus posts). Este último hace uso de una propiedad inte-
resante de Facebook: los “me gusta” solo pueden ser
borrados por su autor: no así por el dueño del muro. Es
notable también el “automegusteo”, que opera como un
verdadero complemento narcisista. La reciente plurali-
zación del “me gusta” (me gusta/me encanta/me divierte/
me asombra/me entristece/me enoja) abre un nuevo
campo, que resignifica por mera oposición significante
el ya existente “me gusta”: habiendo un “me encanta”

61
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

(cuyo, icono, además, es un corazón) ya no es lo mismo


poner “me gusta” en la foto de aquel o aquella a quien
se desea. El “me encanta” queda ligado a lo jugado pero
también a lo demasiado explicito, el “me gusta” a cierto
enigma sostenido, pero en ocasiones también quedará
más expuesto su costado de cobardía.
Cabe destacar el aspecto mostrativo de Facebook, que
da lugar a nuevas modalidades de acting out. El acting
está íntimamente asociado al campo del deseo. El deseo
siempre tiene un sesgo ilusorio, de engaño y de ficción.
El acting consiste en una mostración que apunta hacerse
un lugar en el deseo del Otro. En el acting out, lo que se
muestra, se muestra como distinto de lo que es: “Posteo
para todos, con el fin de que vos lo veas”, o bien “Posteo
sólo para vos, para que todos lo vean”. Se trata de una
mostración velada, que siempre tiene el carácter de un
anzuelo tendido para enganchar el deseo del Otro.
Facebook, desde su nombre, es el campo de la
mostración. Las mujeres hacen ostentación de su belleza,
o bien con frecuencia una exaltación de su pareja y de
lo felices que son... siempre sospechosas. Los varones
tienen una palestra donde desplegar sus insignias: el
“aguante” al equipo de futbol, los logros personales, el
culto a barra de amigos. Por medio del muro, el varón
da muestras a la mujer de que es varón, y viceversa.
Lacan ya ubicaba en su seminario 18 que “lo que define
al hombre es su relación con la mujer, e inversamente.
[…] Para el muchacho, se trata en la adultez de hacer
de hombre. Esto es lo que constituye la relación con la
otra parte. […] Uno de los correlatos esenciales de este
hacer de hombre es dar signos a la muchacha de que se
lo es. Para decirlo todo, estamos ubicados de entrada en
la dimensión del semblante”. El juego de los semblantes
encuentra su escenario en Facebook, campo privilegiado
de lo que se da a ver.

62
Los usos de Facebook

Lo que se muestra no se debe confundir con una


pérdida de la privacidad: se trata de lo que alguien decide
mostrar a los otros, o a algún otro particular al que la
mostración está dirigida. Y, en tal sentido, Facebook
ofrece la posibilidad de estar virtualmente en el área
del deseo de todos. Produce efectos cuando la mostración
llega a destino: son comunes las fotos públicas que, más
que anunciar, dan a ver: tatuajes recientes, nuevas
parejas, casamientos, natalicios. “¿Puedo ser más feliz?”
escribe en su muro un padre primerizo, con la secreta
intención de seducir a su secretaria. La novia despe-
chada no perderá la oportunidad de enrostrarle a su “ex”
su nueva conquista, con una oportuna foto de portada.
La alusión indirecta toma en los muros un lugar privi-
legiado. Se sugiere, se da a ver, y rara vez se declara.
Así como el acting out llama a la interpretación, lo que
se muestra llama a que se diga (o a que se “comente”).
El stalker es atrapado por esos anzuelos tendidos para
atrapar el deseo: las exparejas que se espían entre sí, las
amigas que envidian la felicidad de la que declama su
amor al príncipe azulado, las caras felices de las últimas
vacaciones.
El inbox funciona allí como la cara B de lo que se
muestra en el muro. En bambalinas se trama y se habla
“a escondidas” de lo que se da a ver. La impunidad para
mandar mensajes supone también una impunidad de los
receptores para no contestarlos. Lo que llamamos “clavar
el visto” tiene su contracara: el otro puede acercarse sin
los riesgos que implica, por ejemplo, una llamada tele-
fónica. La red de los deseos ofrece cierta economía: un
mensaje no respondido para rechazar a alguien, un toque
para verificar el mutuo interés en Tinder.
Por último, cabe destacar que Facebook ha dado lugar
a toda una serie de “actos virtuales”: te elimino como
amigo, te bloqueo, te vuelvo a aceptar, etc. Con la ambi-

63
LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

güedad que supone como acto para sí (los analizantes


se justifican: “la saque de mis amigos para no quedarme
mirando lo que postea”) y como mostración hacia el otro:
donde el acento está en que el otro se entere de que fue
“eliminado”.
El deseo es en esencia engañoso. Requiere de ficciones,
escenas, montajes, historias. Y la mediatización de las
redes –en cuanto pone los cuerpos a distancia y permite
un espacio para la edición– se abre, entonces, como un
campo fértil. Confesiones íntimas, dichos que sugieren,
fotos de perfil y de portada. Los sujetos preceden a una
verdadera creación de un yo virtual. Un obsesivo, decep-
cionado por un encuentro poco feliz, daba cuenta de su
rebelión contra este campo engañoso: “a la foto de perfil
tenés que descontarle el impuesto a las ganancias,
aportes jubilatorios, etc…”. El sujeto solo es sujeto en
cuanto historizado, en una escena que siempre es de
ficción. La “biografía” virtual proporciona la posibilidad
de escribir la propia historia para los otros, y espiar la
vida de los otros a través de la ventana indiscreta de
Facebook.

Mucho se ha dicho sobre la soledad del sujeto en la


web, pero es un hecho que, poco a poco, los encuentros
amorosos tienden a iniciarse en una red social. A veces
con alguien desconocido, a veces con alguien apenas
conocido en la vida cotidiana. La crítica que desde el
psicoanálisis se hace con frecuencia al mundo virtual
toma el sesgo predominante del prejuicio ante aquello
que se desconoce. Los intercambios virtuales, muchas
veces, permiten hacer lazo donde de otro modo no habría
nada.
El valor de mediación de las redes sociales, incluso
mediación de un deseo decidido, no es desechable. No olvi-
demos que ya Lacan propuso pensar el deseo como un

64
Los usos de Facebook

campo abierto a una mediación, poniendo allí el acento


en el registro imaginario. Y en ese sentido, Facebook y
otros medios virtuales abren un amplio campo para el
encuentro entre los deseos.

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El amor WhatsApp

En junio de 2007, Steve Jobs se vanagloriaba de


haber reinventado el teléfono con el famoso iPhone. Sin
embargo, no fue sino hasta la aparición de la aplicación
WhatsApp que la diferencia entre el popular Nokia
1100 y un celular con conexión a internet fue sensible
para todos. Haciendo uso de la web, el WhatsApp le dio
a los así llamados smartphones una cualidad distintiva
en el plano de la conexión en red con otros, en cual-
quier momento en cualquier lugar. Es decir: a partir
del apogeo de la aplicación, quien no tiene un móvil con
conexión a Internet “se queda afuera” de ciertos círculos.
Esta reinvención del celular llegó al uso cotidiano de la
palabra: hoy la mayoría de las personas ya no preguntan
por el teléfono del otro, sino que se preocupan por
incluirlo en sus contactos de WhatsApp. En términos
llanos: quedó en desuso el “me pasás tu celular”, y se va
imponiendo el “te paso mi WhatsApp”.
En las relaciones amorosas el WhatsApp, con
su sola presencia, introduce una nueva lógica.
Nos acostumbramos en el consultorio a relatos de
“conversaciones”, agitadas incluso, que meramente han
tenido lugar en un chat. En ocasiones, los pacientes se
ven tentados a proceder a una lectura del chat para el
analista. Por otro lado, la aplicación ha dado lugar a una
verdadera neurosis virtual en el campo amoroso: toda
una serie de indicios sobre el otro alimentan las propias
fantasías. La contemplación silente del estado del otro

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LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

es uno de los nuevos fenómenos del amor WhatsApp.


“Estuviste online y no me mandaste ni un mensaje”
es un reproche habitual. Las deducciones aventuradas
hechas a partir de la “última hora de conexión” pueblan
los consultorios. Una última hora de conexión a altas
horas de la noche, por ejemplo, invita a inferencias que
llegan a la suposición de infidelidad.
La relación al celular del otro divide las parejas:
algunos se lo prestan como muestra de confianza y
entrega –“no tengo nada que ocultar, miralo”–, otros
consideran la requisa del celular como el equivalente a la
violencia de género. Espiar los chats del partenaire ante
un eventual descuido, generalmente cuando el otro está
en la ducha, es una tentación constante en las parejas
donde reina la desconfianza.
Los mensajes que irrumpen en una pantalla
bloqueada son un modo particular de mostración: quien
usa a un tercero para montar un acting, descuida su
celular y deja que los mensajes emerjan en su pantalla.
Un varón de treinta años cuenta como el mensaje de
un tercero se presenta de madrugada en la semana en
que estaba programado que conozca al grupo de amigos
de ella: la aparición del mensaje en cuestión llevó a
una discusión que tuvo como consecuencia concreta la
suspensión de tal encuentro por unos cuantos meses. El
acting aquí funciono sosteniendo lo que el deseo tiene
de complicidad con lo clandestino ante la demanda del
varón de ser “blanqueado”.
El “Estado” funciona muchas veces como mensaje,
más o menos cifrado, para el partenaire del momento.
Un joven comenta que antes de iniciar el chat con una de
las chicas que frecuenta, siempre chequea el estado del
WhatsApp y el último post en Facebook, que funcionan
en ella como un hint para su entorno.
Mientras que el viejo MSN suponía “iniciar” y

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El amor WhatsApp

“cerrar” una sesión, es decir, conectarse y desconectarse,


el WhatsApp implica un continuo cotidiano. Incluso
en las configuraciones de privacidad más cerradas,
la aplicación informará al resto de sus contactos si el
usuario está “en línea”. Mientras el MSN –e incluso
el Messenger de Facebook– permitía “aparecer como
desconectado” el WhatsApp le dirá a los demás que en
este momento estás en línea chateando con alguien…
que no son ellos. La popularidad de la aplicación
tiene aún otro efecto extendido: esconderse tiene
consecuencias. Quien elija no hacer saber la última
hora de conexión, y, sobre todo, quien deshabilite los
famosos tildes azules –que indican que el mensaje ha
sido leído–, provocará reacciones en su entorno. “Dime
como configuras tu WhatsApp, y te diré quién eres…
y cuanto me quieres” parece ser el lema. La aplicación
permite esconderse, pero lo que no se puede ocultar es
el haber elegido esconderse. En tal caso la elección es no
exponerse, no solo a que el otro sepa de uno, sino a saber
del otro. Una mujer comenta que eligió la configuración
más restrictiva en su WhatsApp luego de una ocasión
en que su marido salió con sus amigos y ella se pasó la
noche mirando su última hora de conexión.
Las “capturas de pantalla” y la posibilidad de reenviar
los audios crean todo un nuevo campo, que abarca desde
los “escraches virtuales” (páginas como “Así no me vas a
coger, pelotudo” se nutren de capturas de chats) hasta la
posibilidad de compartir con las amigas el intercambio
con el chico de turno. La voz deviene editable –cada audio
se puede enviar o descartar– y archivable. Las novias
desdichadas ya no releen o queman cartas de amor:
escuchan y releen los restos de su amor WhatsApp... o
eliminan el chat para siempre.
Los chats, finalmente, se han impuesto como una
forma de intercambio predominante cuando la presencia

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LUCIANO LUTEREAU / SANTIAGO THOMPSON

de los cuerpos no es imprescindible. La objeción al


medio (“no son cosas para hablar por acá”) cae por
su propio peso. Hoy todo se “habla” por WhatsApp.
Muchas relaciones, aún aquellas estables y monógamas,
terminan por medio de chat. Algunas incluso concluyen
con la ausencia de respuesta a un mensaje: lo que se
conoce como “clavar el visto”.
Retomando una triada lacaniana: si Tinder (incluso
desde su sugerente ícono) pone en primer plano el goce
y el encuentro entre los cuerpos, y si en Facebook –reino
del “me gusta” y sus derivaciones– lo que prima es la
captura del deseo, el WhatsApp pone en primer plano
la demanda… de amor.

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