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Jappe, A. (2015) ¿TRABAJO ABSTRACTO O TRABAJO INMATERIAL?

En la fase actual de la evolución social y económica, el trabajo se denomina con frecuencia


“posfordista”, y es identificado a menudo con un supuesto predominio del trabajo
“inmaterial” o “informático”. ¿Cuáles son los instrumentos teóricos que permiten
comprender esta realidad? ¿Puede decirse que las categorías elaboradas por Karl Marx, que
tan útiles han sido para comprender no sólo la realidad de su tiempo, sino también las de la
época fordista, son aplicables todavía a la realidad posfordista? Con independencia del juicio
que cada uno pueda emitir sobre la validez de la teoría de Marx, ésta tiene, sin discusión, la
particularidad de ser el único intento de pensar la realidad capitalista en su conjunto, como
totalidad, mientras que los restantes enfoques económicos han renunciado a tal pretensión y
se interesan únicamente en cálculos cuantitativos sobre factores y autores ya presupuestos.
En rigor, a partir de la escuela marginalista, surgida, y no por azar, en la época en que Marx
presentó su crítica de la economía política, la denominada ciencia económica burguesa
abandonaba el concepto mismo de “valor”, elemento cardinal de la teoría económica de Marx
pero también de la economía política burguesa anterior a él.
Asistimos, desde hace al menos diez años, a una recuperación masiva de los conceptos de
Marx. Su muerte anunciada en 1989 ha durado mucho menos que la vida de tantos otros. No
obstante, este resurgir de los temas marxianos, tanto en la Universidad como en los ámbitos
de la militancia, se ha centrado en lo esencial en el concepto de plusvalor, y, en consecuencia
sobre la denuncia de la explotación, que desemboca en peticiones de justicia distributiva. Los
diferentes neomarxismos tratan de discutir dónde se origina ahora el plusvalor, dado que la
fábrica clásica no parece ser ya el elemento central. La teoría del capitalismo cognitivo, que
propone una lectura nueva con respecto al paleomarxismo, siempre dispuesto a celebrar al
proletario de manos callosas, pasa a menudo por ser ese tipo de marxismo posfordista. Pero
en el marxismo posmoderno la “lucha de clases” ya no se interpreta como factor inmanente de
la sociedad de la mercancía, como modalidad de distribución del plusvalor en el seno del
modo de producción capitalista. “La lucha de clases” vuelve a proponerse simplemente con
nuevos actores en un intento de salvar lo esencial del marxismo tradicional, cuyo horizonte
era una emancipación en el interior de las categorías capitalistas más que emanciparse de las
categorías capitalistas de base.
¿Y si la utilidad de las categorías marxianas para comprender el capitalismo posfordista
residiese más bien en un enfoque en el que el concepto central no es ya la plusvalor sino
el valor?
Para saber si todavía son válidas las categorías marxianas de valor, mercancía, dinero y
trabajo abstracto, de una naturaleza dual de la mercancía y del trabajo que la produce, y del
fetichismo de la mercancía, conviene llevar a cabo primero un esfuerzo para aclarar el
significado de estos conceptos en la teoría crítica de Marx. No se trata, claro está, de hacer la
exégesis de un texto sagrado, sino de ver para qué pueden servirnos todavía estos conceptos
en la actualidad. Es probable que se llegue entonces a la conclusión de que estas categorías
captan mejor la realidad social actual de lo que lo hacían hace 150 años, en el momento de
su elaboración, porque ahora les es dado desplegarse en su esencialidad y no necesitan
realizar tantos pactos con los restos de la sociedad preburguesa como en tiempos de Marx.
Este enfoque podría permitir evitar un doble escollo, es decir, tanto la afirmación de que nada
ha cambiado con el posfordismo (como afirma el véteromarxismo, fijado en el paradigma de
la fábrica), como la de que ya hemos salido del capitalismo. Esto último es lo que sostiene la
apologética burguesa con su ideología de la sociedad terciaria, basada en la presunta
autorrealización de todos los trabajadores en trabajos creativos y autogestionados, no menos
que la teoría del capital cognitivo, según la cual solo falta la traducción política de la nueva
realidad productiva en la que ya ha quedado eliminada la separación entre productores y
medios de producción.
¿Cuál es la característica principal del capitalismo? Sin duda algunos, por lo menos los que
proceden del marxismo tradicional en cualquiera de sus formas, afirmarían de inmediato: ser
una sociedad de clases, una sociedad en que reina una división entre propietarios de los
medios de producción y los que solo poseen su fuerza de trabajo, una división que conduce
a la lucha de clases como motor de la evolución social. Pero en mayor o menor medida todas
las sociedades históricas se han basado en un acceso desigual a los recursos, en una forma de
estratificación social jerarquizada y en los conflictos subsiguientes. El plusvalor, cuya
existencia sería, según las interpretaciones más corrientes de Marx, el rasgo distintivo del
capitalismo, no se explica en rigor sin el valor. La plusvalía capitalista no es la renta feudal,
no es el campesino que tiene que entregar una parte de la cosecha al propietario de las tierras.
La verdadera particularidad de la sociedad capitalista moderna es el papel central del valor y
su autonomización, en virtud de la cual la producción misma de bienes de uso y de servicios
pasa a ser un mero apéndice de la producción de una entidad fetichista: precisamente el valor.
Muchos creen conocer la teoría de Marx. Pero en general se pasa con excesiva rapidez sobre
su teoría del valor. Marx inicia su obra principal, El Capital, no con la lucha de clases, ni
tampoco con la plusvalía, sino con un análisis minucioso de la mercancía, del trabajo que la
produce, del valor, del dinero y del fetichismo. Y no trata estas categorías como factores
simplemente dados, naturales, evidentes, suprahistóricos, neutrales. Y en esto reside la
diferencia con sus predecesores Smith y Ricardo. El capítulo primero de El Capital no es una
suerte de definición preliminar de algunos términos, que estaría viciada además por una
obscuridad de estirpe hegeliana, como el misterioso fetichismo. Por el contrario, la potencia
crítica de la visión de Marx está precisamente en el hecho de analizar estas categorías de base
–y, en consecuencia, todo el edificio social construido sobre ellas– como
categorías históricas y destructivas. Históricas quiere decir que, en su forma desarrollada,
estas categorías pertenecen solo la sociedad capitalista, no a toda forma de sociedad humana,
y que son pues superables en cuanto tales. No menos importante, aunque no suele tenerse en
cuenta, es que se trata también de categorías destructivas: la dinámica que estas categorías
ponen en marcha acaba por amenazar la propia existencia del hombre en sociedad y sus bases
naturales. Es precisamente el haber descrito estos mecanismos lo que hace que la teoría de
Marx sea tan actual 150 años después o, mejor dicho, lo que da lugar a que conquiste siempre
nuevos motivos de actualidad. El capitalismo, tal como se ha configurado a partir de finales
del siglo XVIII, se distingue de las sociedades precedentes por su carácter dinámico, por su
crecimiento continuo y por su tendencia a convertirse en el dueño de la propia sociedad que
lo creó, para acabar llevando finalmente a los resultados catastróficos que contemplamos. Y
la teoría del valor de Marx es la única explicación coherente de esta dinámica
autorreferencial.
Según Marx, todo trabajo tiene necesariamente dos lados: por una parte, produce siempre
algo, sea material o inmaterial, útil o inútil, bello o feo. En cuanto tal, es un trabajo concreto.
Al mismo tiempo, cualquier trabajo es siempre un gasto de energía humana indiferenciada,
un gasto de “músculo, nervio y cerebro” que puede medirse como pura duración, como pura
cantidad de tiempo, y en cuanto tal el propio trabajo concreto es también un trabajo abstracto.
En su condición de trabajo abstracto, no crea ningún objeto o servicio sino solo una forma
social: el valor. El trabajo reducido a puro tiempo, sin consideración alguna por lo que se
hace en ese tiempo, crea el lado “valor” de toda mercancía. El otro lado de la misma
mercancía es su valor de uso. El valor no tiene nada de natural; es un modo puramente social
de considerar los productos. Es una proyección, un modo de calcularlos. Pero se trata de un
modo inconsciente, que se presenta a los actores sociales como algo ya existente y previo a
cualquier acto productivo: en esto reside el fetichismo de la mercancía de que habla Marx, y
no en una mistificación del origen de la plusvalía.
Esta doble naturaleza de la mercancía y del trabajo que la produce no da lugar a una
coexistencia pacífica, sino a una contradicción violenta. El trabajo abstracto no es la suma de
los trabajos concretos, no es una abstracción mental. Una bomba o un juguete pueden tener
valores de uso muy diferentes, pero en tanto que valores son iguales siempre que haya sido
necesario el mismo tiempo para fabricar esos objetos y sus componentes. El valor es una
abstracción que se hace visible en el dinero. En efecto, en su condición de objetos que tienen
un precio, las mercancías conocen solo el más y el menos, pero ninguna diferencia cualitativa.
Deben tener uno u otro valor de uso, porque tiene que responder a una u otra necesidad que
lleve a pagar por ellas, pero este valor de uso acaba por ser un simple soporte del lado
abstracto, del lado valor de la mercancía. Es el lado abstracto el que decide el destino de la
mercancía y de su productor. El sastre artesanal de la época preindustrial – por poner un
ejemplo – empleaba una hora en confeccionar una camisa, y el valor de esta camisa era, pues,
el correspondiente a una hora (en este ejemplo se hace abstracción, para simplificar, de las
materias primas, de los instrumentos de trabajo etc., que se traducen igualmente, así como
sus componentes, en tiempo de trabajo). Pero, tras la introducción de los telares mecánicos,
se hizo posible producir una camisa en diez minutos y se creaba así un nuevo estándar de
producción impuesto por la competencia. El artesano, que no podía recurrir a un telar
mecánico, seguía empleando una hora para hacer su camisa, pero después, al tratar de
venderla en el mercado, descubría que su camisa, cuyo valor de uso no había cambiado, tenía
sólo una sexta parte de su valor anterior, es decir, que su hora de trabajo como sastre “valía”
ahora solo diez minutos. Su hora concreta equivalía, pues, a diez minutos abstractos, y la
naturaleza doble de su camisa había dejado de ser una categoría filosófica para convertirse
en una amenaza muy concreta a su existencia física. Este pequeño ejemplo sintetiza una
buena parte de la dinámica y la tragedia del capitalismo.
Cada valor de uso es distinto de los demás. Por el contrario, el valor es siempre
cualitativamente igual y solo conoce cambios cuantitativos. Allí donde el valor domina la
producción – es decir, allí donde los productos adquieren de manera habitual y masiva la
forma social de mercancías – ésta deja de basarse en la satisfacción de necesidades
preexistentes, como sucedía en las sociedades preindustriales (tales necesidades podían
también ser absurdas y su satisfacción podía depender de jerarquías injustas, pero este es otro
asunto). El caso es que a partir de entonces la única finalidad de la producción pasa a ser el
valor: Se trata de obtener la mayor cantidad posible de valor, y en consecuencia de dinero.
La producción de valores de uso pasa a ser una mediación fastidiosa, un mal necesario, un
mero trámite para la multiplicación del dinero. Transformar un euro en dos presupone
aumentar el trabajo vivo productivo. La acumulación tautológica de trabajo ya realizado, de
trabajo muerto, se convierte pues en la finalidad verdadera de la economía capitalista. Los
propietarios mismos del capital no son los gestores de este proceso, sino solo los ejecutores.
El verdadero sujeto de este proceso es el capital y su necesidad constante de crecer (mientras
que todas las sociedades precedentes eran esencialmente estáticas). Esta dinámica ciega y
autorreferencial, privada de contenido propio, se condensa en el paso de la modalidad del
cambio mercancía – dinero – mercancía a dinero – mercancía – dinero, que no tendría sentido
alguno si no fuera un dinero – mercancía – más dinero. En efecto, mientras tiene sentido
cambiar un par de zapatos por una cantidad de patatas que tienen el mismo valor (mercancía
contra mercancía con la mediación del dinero), puesto que de este modo se satisfacen dos
necesidades, no tendría ningún sentido invertir diez euros para comprar una mercancía que
se revende después al mismo precio. Al final del proceso el resultado debe ser una mayor
cantidad de valor, y por ende de dinero, ya que de otra forma el proceso se consideraría un
fracaso. En el primer caso, el objetivo es la satisfacción de las necesidades, y el dinero es el
medio. En el segundo, el objetivo pasa a ser la multiplicación del dinero por medio del
plustrabajo, y la satisfacción de las necesidades es el medio para llegar a ello. Una locura
inimaginable en todas las sociedades anteriores (aunque ya se encontrara en ellas algún
elemento precursor).
Donde prevalece la doble naturaleza del trabajo, prevalece pues también el lado abstracto del
trabajo, y donde éste predomina, se instaura una acumulación de valor indiferente al propio
contenido. En el fondo, si entendemos por riqueza aquello que sirve a la vida humana, la
producción capitalista solo produce “riqueza” de forma accidental. La única riqueza que le
interesa verdaderamente es el valor, y el valor no es otra cosa que un modo social fetichista
de expresar el tiempo pasado: una fantasmagoría, como dice precisamente Marx. Una gran
cantidad de riqueza en sentido concreto (material o inmaterial) puede coincidir pues con una
cantidad muy pequeña de valor y viceversa. Por esto es posible que incluso se llegue al
abandono de la riqueza “concreta”, si no contribuye suficientemente a la acumulación
autorreferencial de trabajo muerto y, en consecuencia, de dinero. (Aquí el término “riqueza
concreta” se emplea en un sentido puramente formal, es decir como cualquier tipo de bienes
o servicios. Desde el punto de vista de la economía, también las bombas, los desechos o la
actividad del policía son “valores de uso”, es decir riquezas concretas). Y esta acumulación
es tan destructiva porque es por definición – y no por cualquier maldad moral o psicológica
de los capitalistas – indiferente a sus contenidos. Quizás mejor definición del trabajo
abstracto es la que nos ofrece John Maynard Keynes cuando afirma que, desde el punto de
vista de la economía nacional, cavar agujeros y después llenarlos de nuevo puede ser una
actividad completamente sensata. Nos ofrece también este ejemplo: “Si el Tesoro se pusiera
a llenar botellas viejas de dinero y las enterrase a una profundidad adecuada en minas de
carbón abandonadas, y si éstas se rellenaran después hasta la superficie con desechos
ciudadanos y se permitiera a la iniciativa privada, de acuerdo con los bien conocidos
principios del dejar hacer, desenterrar de nuevo los billetes…no debería haber paro y,
teniendo en cuenta los efectos secundarios, la renta real y también la riqueza-capital de la
sociedad se harían probablemente mucho mayores. Claro está que sería más sensato construir
casas o similares; pero si para hacerlo se encontraran dificultades políticas o prácticas, lo
primero sería desde luego mejor que nada”1. Pero sus seguidores ven en ello tan sólo una
elegante paradoja, y no una denuncia, aunque sea más bien involuntaria, del mecanismo
central de un modo de producción absurdo.
En el capitalismo, el trabajo abstracto se ha convertido en el vínculo social, en el objetivo de
la sociedad, y no ya en un medio para otros fines. Se trata de proceso que Karl Polanyi ha
descrito como “desincrustación” (disembedding) de la economía de la sociedad en que se ha
originado. El capitalismo no se basa solo en la explotación, que existía también en las
sociedades esclavistas o feudales. El capitalismo es una sociedad en que el trabajo no sirve
ya para consolidar las estructuras sociales que se han formado sobre otras bases (tradición,
dominación política o libre acuerdo), sino una sociedad en que el trabajo se autonomiza y su
dinámica anónima, no controlada por nadie, pasa a ser ella misma la base de las relaciones
sociales.
Hoy se dice con frecuencia que la teoría de Marx explica bien el capitalismo “clásico” basado
en el papel central de la fábrica y de la producción de bienes materiales, como los tejidos y
más tarde los automóviles. El posfordismo, es decir, la fase que se abre en los años setenta
del pasado siglo, se caracterizaría en cambio por una difusión masiva del llamado trabajo
“inmaterial”, con un fuerte crecimiento de los servicios y de los trabajos vinculados a la
tecnología microelectrónica. Mientras que para los observadores burgueses esto demuestra
que la teoría marxiana ha quedado superada, puesto que ya no existiría un proletariado, los
teóricos del capitalismo cognitivo afirman que las fronteras de la lucha de clases se han
desplazado. Hay autores que, como Antonio Negri, identifican el “trabajo inmaterial” con el
“trabajo abstracto” de que habla Marx. Esto es claramente un grosero equívoco, que pone en
duda la seriedad del que incurre en él. De acuerdo con la definición de Marx, todo trabajo
tiene dos lados, porque todo trabajo se traduce en algún resultado – bien sea material o
inmaterial, un bien o un servicio – apto para satisfacer cualquier necesidad, igual da que sea
importante o absurda. Al mismo tiempo, todo trabajo es un gasto de tiempo cuantitativamente
determinado. Así pues, el trabajo de las enfermeras, del obrero metalúrgico o del campesino
tiene un lado abstracto, mientras que el trabajo del informático o de un asesor empresarial
tiene siempre un lado concreto. El trabajo no es primero concreto, en la fase de la producción,
y luego abstracto, en fase de la circulación; ni se ha hecho “más abstracto” en la época del
desarrollo del capitalismo a causa de la parcelización o la automación. Son planos de análisis
completamente distintos. Hablar de un trabajo “cada vez más abstracto”, de un “devenir
abstracto del trabajo”, como hacen algunos teóricos del capitalismo cognitivo, carece por
completo de sentido. No obstante, es posible hablar de trabajo inmaterial sin referencia al
concepto marxista de trabajo abstracto. De modo que refutar este equívoco no refuta aún toda
la teoría del trabajo inmaterial.
La teoría según la cual hoy la realidad productiva se basa esencialmente en el trabajo
inmaterial afirma asimismo que estas nuevas formas de producción renovarán, o salvarán, el
capitalismo, porque constituyen un nuevo modelo de acumulación que abre nuevos y vastos
potenciales de valorización. En realidad, se trata solo de una nueva versión de la afirmación,
repetida desde hace cincuenta años, según la cual el crecimiento del “sector terciario”
contrapesaría el descenso de la producción industrial, sobre todo en lo relativo a los puestos
de trabajo. Durante mucho tiempo las estadísticas parecieron dar la razón a este análisis:
cuanto más disminuía el número de trabajadores en las fábricas, más aumentaba el número
de trabajadores en los servicios. Pero hay un problema que estos análisis empíricos no tienen
en cuenta: los servicios no son “productivos” en sentido capitalista, es decir no reproducen
el capital invertido, sino que solo lo consumen. Para la crítica de la economía política de
Marx, el problema de si un trabajo es productivo o improductivo no tiene nada que ver con
el contenido de este trabajo, sino con su papel en el ciclo de reproducción del capital. En
términos capitalistas, ensamblar los Ferrari es un trabajo productivo, en tanto que enseñar a
los niños o curar a un enfermo son generalmente trabajos improductivos. Los servicios son,
en lo esencial, “costes” tanto para el capital como para el sistema considerado en su conjunto,
y están sometidos a la misma privatización y racionalización que los procesos productivos
“materiales”. Es algo que se ve todos los días: el desempleo golpea ya todos estos sectores,
y no hay ningún otro sector que sea capaz de absorber a los parados. Servicios como la
sanidad y la educación son esencialmente, desde el punto de vista del capital, “faux frais”,
financiados con los ingresos del capital productivo. Por eso cuando llega una crisis estos
servicios, por útiles que puedan ser desde el punto de vista social, son los primeros en ser
sacrificados. No puede existir un modelo de acumulación basado en la información, el trabajo
intelectual, la cultura o, en general, lo servicios, porque este tipo de actividades crea
demasiado poco valor, y este último sigue siendo el único parámetro en una sociedad basada
sobre la valorización del capital. El capitalismo no se interesa en la “actividad”, en la
“utilidad”, etc., sino solo en la producción de valor. Y para crear valor no basta con haber
trabajado, sino que se necesita asimismo haberlo hecho de un modo que reproduzca el capital
con que se ha pagado el salario recibido.
Por lo que se refiere a la informática, es preciso decir que sus productos representan, en
general, dosis homeopáticas de trabajo humano y, en consecuencia, de valor. Así un software,
una vez inventado, puede ser reproducido millones de veces sin que sea apenas necesario
recurrir de nuevo a la fuerza de trabajo, por lo que la suma de todas sus copias no representa
más que una pequeña cantidad de valor. La informática, que es el corazón de la revolución
de lo inmaterial, lejos de constituir un nuevo estadio del capitalismo caracterizado por
ulteriores aumentos de productividad, conduce más bien a la crisis, porque al reducir mucho,
hasta un grado históricamente inaudito, el empleo del trabajo vivo, reduce también la
producción de valor. El posfordismo es todo menos un nuevo modelo de acumulación. Su
existencia se basa más bien en la financiarización, es decir en el crédito y el “capital ficticio”.
El déficit de acumulación real se compensa con su simulación, es decir con una explosión de
crédito de dimensiones astronómicas, y el crédito no es otra cosa que un consumo anticipado
de un ingreso futuro que podría no producirse nunca.
Con todo, el posfordismo existe, sin duda, como realidad sociológica, como el conjunto de
las nuevas formas de trabajo basadas en la flexibilidad, la movilidad y un incremento del
nivel de formación, etc. Pero no contiene en cuanto tal un potencial de emancipación, como
afirman los teóricos de la “multitud”, sino que asistimos, antes bien, a la reificación de la
entera personalidad y a la absorción de sus facultades críticas. Así pues se roza el absurdo
cuando se habla en sentido positivo de la “autovalorización” de estas nuevas figuras de
trabajadores. De hecho el problema reside propiamente en el devenir-valor de todo, en la
total reducción del individuo a economía en un mundo en el que solo lo que tiene un “valor”
merece existir. La “autovalorización” no es, en definitiva, más que una completa
autosumisión a los imperativos económicos, pero esta vez en una forma “autogestionada”.
Esto demuestra que en sí misma la cuestión de la propiedad jurídica de los medios de
producción, en la que el marxismo tradicional ha pretendido ver siempre el núcleo de la
cuestión social, no es tan central, porque existe una forma fetichista, la del valor, que es
previa a estas cuestiones de distribución del valor ya presupuesto. El trabajo inmaterial se
basa en la indiferencia de la forma hacia el contenido, como cualquier trabajo en el
capitalismo. Pero la cuestión principal es sobre todo qué se produce y según qué criterios, no
sólo quién obtiene el mayor beneficio de ello.
Afirmar que el trabajador inmaterial, que por lo general es un trabajador denominado
autónomo, se encuentra ya tendencialmente más allá de la lógica capitalista termina por ser
un elogio paradójico de lo que en alemán se llama el “Ich-A.G.” – el Yo-Sociedad Anónima
–. Se trata del individuo aislado que reúne en él las formas tradicionales del patrón y del
asalariado y que debe sobrevivir en la jungla del mercado por medio de una rigurosa
autoexplotación, esclavo no ya de un patrón de carne y hueso, sino directamente de la mano
invisible del mercado, sin nadie a quien dirigir sus reivindicaciones. El “Yo-S.A.” no es,
como podría creerse, un concepto polémico y peyorativo creado por los adversarios de estas
evoluciones. En realidad, se creó en 1999 en Alemania como término positivo por parte de
la comisión “Hartz”, la misma que formuló las propuestas, con posterioridad convertidas en
leyes, para impulsar a los parados alemanes a convertirse en trabajadores “autónomos”,
ofreciendo servicios baratos2. De hecho, esta política, que ahora ya practican otras
autoridades no alemanas, se basa en el cálculo, cínico pero realista, de que el único trabajo
que aún pueden encontrar los parados es el de hacer de criados para los pocos vencedores de
la competición económica actual. En una época en que se paga más por las tecnologías que
por las personas, muchos están dispuestos a pagar por el gusto de tener criados, a condición
de que cuesten suficientemente poco poco. En teoría el Yo-S.A., que en 2002 fue declarada
la “no palabra del año” por la Sociedad de la lengua alemana, es simplemente un término
técnico para referirse a un parado que funda una actividad económica y recibe por hacerlo
una ayuda pública. Pero en realidad condensa todo el espíritu de una época, y para colmo de
la paradoja, los teóricos de la “intelectualidad de masa” elogian este hallazgo típicamente
neoliberal.
Algunos quieren creer también en las virtudes liberadoras del compartir en la red, del free
software, etc. Sin duda, es estupendo poder descargar tanta música sin pagar, o consultar los
libros de bibliotecas lejanas. Pero ¡resulta difícil convertirlo en un paradigma de sociedad!
¿Para qué sirve el file-sharing en situaciones en que no hay ni casas, ni tierra, ni alimentos?
Ver en este sector más bien marginal de la reproducción social la palanca de una
transformación general o de una “reapropiación colectiva de los recursos”, después de siglos
de privatización de los recursos, significa confiar demasiado en la virtualización del mundo
y convertir la red en la realidad suprema, y a sus trabajadores en el ombligo del mundo. Y si
a causa de las privatizaciones o de las catástrofes naturales se multiplican los black-out y deja
de haber electricidad, ¿qué queda de la revolución digital?
La figura del trabajador posfordista que pone en juego el “capital cognitivo” del que él mismo
sería el propietario, y que solo tendría que liberarse de los lazos políticos que le impiden ser
efectivamente dueño de lo que ya produce, a fin de cuentas no es más que una versión
posmoderna del viejo marxismo tradicional. Este no ha puesto nunca realmente en duda las
categorías centrales de la sociedad capitalista, es decir la mercancía, el valor, el trabajo
abstracto y el dinero, sino que solo ha pretendido obtener mejores condiciones para los
vendedores de la fuerza de trabajo. Sus epígonos posfordistas se han limitado sencillamente
a desplazar el foco de lo material a lo inmaterial. Pero si es así, ¿dónde se sitúa hoy el
antagonismo social? La lucha de clases en sentido tradicional parece cada vez más una
defensa de las últimas categorías de trabajadores que luchan, como cualquier otro sujeto de
la competencia, para sobrevivir en el mercado. Otras veces, este concepto se extiende
arbitrariamente a otras formas de conflicto, como, por ejemplo, las revueltas en la periferia
francesa. ¿Significa eso que tenía razón Toni Blair cuando anunciaba “Amigos míos, la lucha
de clases ha terminado” y que ya no existe algo así como una “sociedad”, sino solo
individuos, que pueden triunfar o fracasar según sus méritos, como ya había dicho su
antecesora Margaret Thatcher? ¿O significa, por el contrario, que el desarrollo del
capitalismo ha dado lugar a nuevas formas de antagonismo social que no se limitan solo a las
nuevas formas de explotación, que naturalmente existen?
La sociedad basada en la mercancía, el valor, el dinero y el trabajo tiende cada vez con mayor
evidencia a la creación de una humanidad superflua. Esto ha sido desde el principio una
contradicción fundamental del capitalismo, contenida en su núcleo y que, en cuanto tal, es
ineliminable: solo el trabajo vivo, la utilización de la fuerza de trabajo, crea valor. Y, al
mismo tiempo, la competencia lleva a emplear máquinas y tecnologías que sirven
precisamente para disminuir el empleo de trabajo vivo y permiten que cada trabajador
individual produzca más para su empleador. Pero la ventaja inmediata para el poseedor de
capital que primero recurre a las tecnologías nuevas se ve muy pronto anulada por la
competencia, lo que a largo plazo produce una disminución del beneficio de todo el sistema.
Los debates marxistas sólo han registrado parcialmente este hecho con la noción de “caída
tendencial de la tasa de beneficio”; y en realidad lo que se ha producido es una caída de
la masa de valor, y, en consecuencia, del beneficio a largo plazo. El aumento exponencial de
la producción material desde hace doscientos años – con las consecuencias ecológicas que
solo ahora empezamos a vislumbrar – ha podido compensar durante mucho tiempo el valor
contenido en cada mercancía singular. Pero hacia mediados de los años setenta del siglo
pasado, es decir con la denominada revolución microelectrónica, los procesos en la
sustitución del trabajo vivo por las tecnologías han sido tan importantes que ningún
mecanismo de compensación podría ser suficiente, menos aún en presencia de mercados
saturados. Desde entonces el capitalismo está definitivamente en crisis y no hace otra cosa
que diferir el redde rationem mediante la financiarización. No ha aparecido ningún modelo
nuevo de acumulación: tan solo se han simulado beneficios. Se sabe que los valores
inmobiliarios y bursátiles han crecido cerca de diez veces más rápidamente que la economía
“real” (naturalmente nadie lo sabe con precisión). Los populismos de izquierda y de derecha
presentan el alza hiperbólica de las finanzas y la especulación como la causa de las
dificultades que atraviesa la economía real, pero la situación es exactamente la inversa: solo
gracias a las finanzas “creativas” y a la especulación se ha podido fingir una prosperidad que
en verdad carece de bases desde hace mucho tiempo. La crisis financiera actual es solo un
síntoma. La causa más profunda de lo que estamos viviendo se debe a la incompatibilidad
entre la lógica del valor y el desarrollo tecnológico, causado precisamente por la lógica del
valor y la consiguiente caída de la rentabilidad. En otras palabras, hay una dificultad extrema
para utilizar el capital de modo provechoso. Mientras el “subconsumo”, caballo de batalla de
los neokeynesianos que vuelven a proliferar, es solo un factor secundario, la
sobreacumulación de capital amenaza la rentabilidad de todo el sistema.
Los nuevos puestos de trabajo, sobre todo en el sector terciario, son, como ya se ha dicho, en
gran parte “improductivos” en sentido capitalista y se financian indirectamente por sectores
efectivamente productivos de capital, que, no obstante, están disminuyendo. Por otra parte,
la experiencia demuestra día a día que en tiempos de crisis tales trabajos se eliminan con
tanto ímpetu como los puestos de trabajo en los sectores tradicionales. La cuestión ya no es,
pues, la de desplazar la fuerza de trabajo hacia nuevos sectores, como sucedió en el tránsito
de la sociedad agraria a la industrial. Ahora estamos asistiendo a que gran parte de la fuerza
de trabajo a escala global pase a ser superflua. Y quien no trabaja no come, es decir, tampoco
resulta útil al sistema como consumidor. Grupos sociales cada vez más amplios, y hasta
países enteros, se convierten en inútiles desde el punto de vista del capitalismo: pasan a ser
un lastre, un peso muerto. Al mismo tiempo se les han retirado todos los medios para
sustentarse por sí mismos, sobre todo en la agricultura. A largo plazo, la sociedad de la
mercancía no sabe qué hacer de la humanidad que la ha creado.
La batalla, entonces, se refiere al mantenimiento o la abolición de un sistema que acaba por
amenazar a todos sus miembros, con los desastres que produce. El hecho de que actualmente
algunos actores económicos consigan todavía obtener grandes beneficios no quita nada a la
crisis que termina por afectar a todas sus categorías de base. Junto al valor acaba también el
dinero “bueno”, fruto de una creación real de valor, y este es el proceso que subyace a la
crisis financiera actual. Sencillamente, no parece que la reproducción social pueda seguir
desarrollándose por medio del valor, la mercancía, el trabajo abstracto y el dinero. A fin de
cuentas, creer que esto pueda funcionar resulta mucho más utópico que pensar en otras
formas de socialización, que en parte ya existen. Hablar hoy de trabajo solo puede significar
hablar de la crisis de la sociedad del trabajo y del hecho de que es precisamente la sociedad
del trabajo la que abole el trabajo. ¿Tiene sentido continuar pidiendo y prometiendo la
creación de puestos de trabajo cuando ya no hay necesidad del trabajo? ¿O se necesita más
bien pensar en garantizar a todos un acceso a los recursos que ya no esté ligado a la mediación
del trabajo y el dinero?
Traducción de Antonio Gimeno.

Notas:
1
John M. Keynes, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, cap.V.
2
Se refiere a la “Comisión para servicios modernos en el mercado laboral” que, bajo el
gobierno socialdemócrata de Gerhard Schröder, presentó una serie de propuestas para llevar
a cabo una profunda reforma de la política laboral en Alemania en nombre de la “eficiencia”.
La implementación de estas propuestas a partir de 2003 se considera un elemento clave en la
reducción de los servicios sociales por parte del gobierno alemán [nota de los editores].
Fuente: https://enelhorizontedelacrisis.wordpress.com/calendario-sesiones-2015/anselm-
jappe-trabajo-abstracto-o-trabajo-inmaterial/

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