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De un encuentro afortunado

Hilario Cid Vivas - Psiquiatra, psicoanalista

En 1970, asistía a las clases de literatura que en la Facultad de Filosofía y Letras de la Facultad de Granada, impartía el
profesor Juan Carlos Rodríguez. Recomendó como paradigma de lo que es la Crítica, entre otros libros, Introducción al
psicoanálisis, de Freud. Estudiante de medicina y alumno interno en un hospital quirúrgico, la lectura de aquel libro cambió por
completo el destino de mi vida. Descubrí que existía aquello que Freud llamaba el inconsciente. Esa perspectiva subvertía
radicalmente la concepción que el ser humano puede tener de sí mismo, ubicando además en esa Otra escena, la causa de
tantas cosas que hasta entonces aparecían oscuras, misteriosas o inexplicables.

Este encuentro llega en un momento clave de mi vida, pues la cirugía no colmaba mis expectativas, y aparecía en un primer
plano tanto que la relación médico-paciente era un continuo malentendido como que el cuerpo, para el ser humano, era algo
bastante distinto a una lección de anatomía.

Desde un primer momento, el psicoanálisis aparece para mí como una práctica. La lectura de Freud me convencía de la
efectividad de lo que promovía. Lo tuve claro al poco tiempo del encuentro de la obra de Freud. Decidí ser psicoanalista. El
problema fue que además de Freud,vía Althusser, se había introducido un tal Lacan. Mi decisión era la de ser un psicoanalista
lacaniano.

Había que empezar como hay que empezar, o sea psicoanalizándose. No era fácil en la España de los setenta encontrar un
psicoanalista. Pero que además fuese lacaniano era sencillamente imposible. Quizá hay que ser muy «ingenuo» para no darse
cuenta de esto. Yo tardé diez años en darme cuenta.

Mientras tanto, hice lo que pude. Me «analicé» con quien pude, hice psiquiatría y trabajé como psiquiatra. Freud y Lacan eran
las referencias en mi práctica cotidiana con mis pacientes. Y lo más interesante era que en esa práctica cotidiana el
psicoanálisis funcionaba.

Había otros colegas con inquietudes parecidas y fuimos uniéndonos en grupos de trabajo que multiplicaban actividades y
contactos.

Por fin me di cuenta de que Lacan existía en carne y hueso, que había formado a una gran cantidad de psicoanalistas y que yo
podía seguir mi formación con discípulos directos de Lacan. Mereció la pena.

La formación de un psicoanalista exige una largo recorrido y de hecho, aunque uno lleve su análisis hasta el final, la
formación de un analista es una formación continuada. Siempre se puede ir un poco más allá. El psicoanálisis, en tanto
teoría, lo es de una práctica viva, en continuo movimiento. Es lo que leí en la obra de Freud y capté en la enseñanza de
Lacan.

Desde que empecé a interesarme por el psicoanálisis conocí un fenómeno


realmente curioso. Aun sin necesariamente haber leído nada de un
psicoanálisis, aun sin haber tenido ninguna experiencia de ningún
tipo con el psicoanálisis uno puede odiarlo a muerte. Podemos
entender que uno haya hecho un tratamiento psicoanalítico y se
sienta defraudado y se convierta en antipsicoanálisis. Incluso es
bastante comprensible que tras horas y horas de estudio sobre
psicoanálisis uno concluya que es un fraude, que no hay nada peor.
Pero que sin tener la menor noción de la teoría o la práctica
psicoanalítica uno desee que el psicoanálisis desaparezca,
admitamos que es un poco fuerte. Y sin embargo es así. Y desde el
principio.

Que el psicoanálisis despierte odios no impide que no cese de


propagarse, y cuando parecía que podía extinguirse llegó un Lacan
que le ha dado fuelle para mucho tiempo.

No sólo odio despierta el psicoanálisis. El amor es otra pasión que


puede despertar. Eso me pasó en mi encuentro con laIntroducción al
psicoanálisis. Ese amor por el psicoanálisis me hizo entender que
hay cosas a las que merece dedicar toda una vida y desear
transmitirles a otros ese valor.
Tyche de Antioquía- Mármol, copia del original de bronce- Eutíquides, 300
A.C.

Jacques-Alain Miller, Bernard-Heri Levy (Comp.): La regla del juego –


Testimonios de encuentros con el psicoanálisis, Gredos, Madrid, 2008,
página 62.

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