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Fuegia

Eduardo Belgrano Rawson

Al Norte no había montañas ni bosques sino estepas con buenos pastos y un río
llamado Agrio. Los canaleses raramente llegaban ahí, pues era dominio de los
parrikens. Estos detestaban a los canaleses, le tenían horror al agua, se habían
olvidado de navegar y comían poco pescado. Se relamían, en cambio, por un
insignificante conejo llamado coruro, debido a lo cual eran conocidos como
"tragacoruros" por sus vecinos del Sur.
Cierto día llegó a Río Agrio un promotor de espectáculos. Se llamaba Bongard y
venía en busca de algunos caníbales para presentar en la Exposición Universal de
París. Después de bastante trabajo, logró capturar a una familia de parrikens.
Acostumbrado al acoso de escenógrafos y utileros, Bongard resolvió que llevaría
también a sus perros y sus pieles de guanaco, además de un kauwi completo y
hasta una canoa inservible que halló tirada en la playa.
Los parrikens hicieron furor en París, aunque no movían un dedo en favor del
espectáculo. Para desilusión de Bongard, se negaron de entrada a cumplir el
programa, según el cual tirarían al blanco, encenderían fuego con pedernal y
plumón de ganso y tallarían una piragua frente al público. Tampoco hubo modo de
hacerlos armar su propio kauwi, por lo que Bongard llamó a un carpintero. Aunque
luego se declaró satisfecho, el resultado no era muy claro. El kauwi del carpintero
local tenía un aspecto equívoco, mezcla de wigwam cheyenne con bungalow
africano.
Por la mañana, cuando las mujeres barrían el pabellón, los parrikens estiraban un
rato las piernas y curioseaban a través de las rejas del boulevard Sabathier. Desde
ahí se veían los parroquianos del Café Chaumontel. Un negro antillano lustraba de
mesa en mesa. Los parrikens ardían de curiosidad: no habían visto un negro en su
vida y mucho menos un negro como aquél. El negro pegaba un corcovo en cuanto
ellos sacaban la nariz. Los apuntaba con el cepillo y sus clientes parpadeaban
sorprendidos al descubrir a los parrikens. Cuando lograba olvidarse de ellos el negro
lustraba con mucho ritmo, tamborileaba con el cepillo y todo el mundo le festejaba
el concierto. Luego los parrikens volvían adentro; más tarde llegaba la gente y la
Exposición cobraba color.
Los caníbales de Bongard ocupaban un sector con palmeras y un estanque
cristalino. Las orillas estaban cubiertas de musgo y en medio del agua reposaba una
flor del Paraguay. Los visitantes tomaban el té bajo una glorieta celeste. Era una
escala encantadora en pleno pabellón de Sudamérica, siempre que no se pelearan
los perros o que los parrikens dieran la nota con alguna cochinada. Bongard se
deshizo finalmente de los perros y empezó a dejar sin comer a los parrikens que
culearan en público o mearan en el estanque. Repartió un poncho boliviano a cada
uno, para remediar su manía de soltarse el quillango en el momento menos
pensado. Los parrikens ya no se pasaban las horas tirados. El espectáculo fue
mejorando, hasta que un día Bongard consiguió que los propios caníbales
atendieran las mesas con sus ponchos bolivianos. Pero ya nada alcanzaba para
competir con las funciones de teatro, los desfiles de modelos, los números de
acrobacia y los concursos de orquídeas que se ofrecían en los demás pabellones.
Una tarde tocó la banda del acorazado Dugueselin y el francés descubrió que sus
mesas estaban vacías. Mientras los fuegos artificiales reventaban el cielo y llenaban
de horror a sus artistas, Alain Bongard decidió que había llegado la hora de buscar
nuevos rumbos. Dedicó una mirada final a su glorieta celeste y se largó para
siempre.
Al día siguiente, el negro del Café Chaumontel esperó inútilmente a sus
enemigos. La Exposición duró hasta el otoño y a su término se desarmaron los
pabellones y se perdió todo rastro de los parrikens. Al poco tiempo fueron vistos en
el puerto de Vigo. Habían oído que para llegar a su isla era preciso viajar a
Montevideo. Se pasaban el día en el muelle, por si alguien quería llevarlos. Cuando
atracaba algún barco, una mujer se apartaba del grupo y preguntaba con indecible
dulzura: "¿Muntivideu?"

Cuando les resultó evidente que habían echado mano a los mejores campos del
mundo, los criadores de toda la isla resolvieron cruzar sus mediocres ovejas con
padrillos europeos. Para entonces ya nadie soñaba con transformar a los lugareños
en sus pastores perfectos. En realidad, a los parrikens les sobraban condiciones
para el puesto: corrían treinta kilómetros de un tirón, podían dormir al sereno en
invierno y resistían sin probar bocado como el más bruto de los galeses. Pero nada
aborrecían más en el mundo que el trabajo de ovejeros, de modo que los criadores
olvidaron por fin el asunto y junto con los padrillos importaron pastores de Escocia,
quienes trajeron hasta los perros.
Los criadores tenían sus propias ideas sobre el tipo de ovejas que requería
Sudamérica. Ante todo, se proponían trasladar las virtudes de la oveja europea a
sus salvajes productos malvineros. Así compraron una gran variedad de carneros
que nunca se aclimataron: no pasaba semana sin que algún padrillo vistoso bajara
meneando el culo por la planchada. El más célebre de todos fue Tiberio, hijo de
Mameluke y Pretty Maid y nativo del condado de Wesley. Aunque llegó con varios
kilos de menos, los entendidos le vieron todas las condiciones impuestas por el
Manual del Ovejero a un padrillo superior: porte aplomado, cabeza con pelo fino,
cuello imbatible, patas abiertas, lomo generoso y prometedores testículos .
Los dominios de Tiberio iban desde la cordillera hasta el mar. Al cabo del tiempo,
aquel sitio contaría con embarcadero privado y un ferrocarril hasta el Atlántico.
Tendría también unos imponentes galpones de esquila y más adelante vendría el
teléfono y un convertible Panhard Levassor que brillaría todas las tardes junto al
invernadero. Pero hasta entonces sólo había dos millones de hectáreas con aquellas
ordinarias ovejas que clamaban por buenos padrillos.
Se llamaba Quartermaster. En setiembre, cuando los gansos negros entraban en
celo, era el mejor lugar de la isla. Los parrikens partían por las colinas en busca de
pájaros, como espíritus mañaneros entre la bruma. Nadie sabía muy bien adónde se
dirigían. Para el otoño volverían mucho más gordos, con sus collares de huesos de
benteveo. Los de collares más largos serían los más gordos de todos y algunos
traerían collares de cuatro vueltas.
Sus encuentros con los criadores todavía eran pacíficos. Los criadores parecían
inquietos por la soberbia con que cruzaban sus campos. Los parrikens se veían
pasmosamente serenos y tenían una mirada que corría por el cuello.
Empezó a crecer la sospecha de que el negocio caminaría mejor con la isla
desocupada. Los criadores finalmente se preocuparon por aquellas figuras que
transitaban a peligrosa distancia de los carneros. Por el momento, los parrikens sólo
iban tras los guanacos, que bajaban hacia la costa en invierno y volvían a la
montaña en verano. Eran demasiados guanacos para la paciencia de los criadores,
cansados de lidiar con los alambres tumbados y la voracidad de aquellas criaturas.
Cuando sacaron la cuenta del pasto que consumían, redoblaron sus esfuerzos para
eliminarlos y pronto las enormes manadas dejaron sus campos y se perdieron en la
Cordillera del Humo.
Los problemas empezaron al poco tiempo. Los parrikens se comieron un padrillo
Rambouillet y colgaron la cabeza en un alambrado. Su dueño se lanzó tras ellos y
esa misma noche, mientras los bandidos roncaban, pudo meterles sus perros
adentro del kauwi. Estos pusieron tanto entusiasmo que el dueño del Rambouillet
no debió gastar ni una bala. Pero una semana después aparecieron trescientas
ovejas desgarronadas. Estas cosas se hicieron costumbre. El Grisú vibraba de
historias: alguien había dejado en la costa una vaca marina adobada con cianuro y
los parientes de los finados, como desquite, le robaron quinientas ovejas y les
rompieron las patas. Un parroquiano enseñó varias fotos que mostraban a los
parrikens en plena comilona sobre una ballena varada. Al parecer la fiesta llevaba
unos días, pues muchos dormían cómodamente entre los pliegues de grasa
mientras otros se alejaban cargados de carne. Un tipo llevaba un pedazo de lomo
sobre los hombros, con la cabeza asomada por un agujero. Otra foto dejaba ver a
dos parrikens boca abajo, comiéndose la ballena entre un enjambre de perros.
Ya no se ahorraban palabras sobre la falta de devoción, la estupidez y el
desapego al trabajo de aquella gente. Los armadores ingleses sacaron a relucir otro
asunto: toda la isla era un nido de vulgares rateros de playa. Denunciaron sus
costas como las peores del mundo y los aseguradores doblaron las primas. El caso
del Talismán vino a confirmar este punto. Dos sobrevivientes del naufragio cayeron
en manos de los parrikens. La policía de Río Agrio halló una tarde a las víctimas en
la Ensenada del Negro. Sólo uno estaba con vida. Los parrikens le habían cortado
los labios.
Con la misma elocuencia que usaban para lamentarse por la crueldad del clima, la
ruindad del suelo, el abandono oficial y la falta de créditos, los ovejeros pidieron
que los parrikens fueran declarados Calamidad Nacional. Pero su tono quejoso había
cambiado. Mandaron una advertencia al gobierno. Mientras los parrikens siguieran
allí, era de balde que se hablara de paz y progreso.

Camilena Kippa
con su madre

Bueno: la isla se llenó de fantasmas. Cada tanto, algún forastero preguntaba por
ellos. Periodistas, profesores de historia, gente por el estilo. Querían averiguar la
suerte de Camilena Kippa y de Tatesh Wulaspaia, mientras tomaban toda clase de
notas acerca de los misioneros de Abingdon o de Beltrán Monasterio. Pero su
principal objetivo era la matanza de Lackawana. Muchos los escuchaban
incrédulamente, convencidos de que a las víctimas se las había llevado la gripe o
sus propias desavenencias. Sostenían que Camilena Kippa sobrevivía en una caleta
perdida junto a un hombre treinta años más joven. Pero todo era bastante difuso y
los forasteros terminaban el día comiendo una fritada en el Grisú, en compañía de
algún comedido que los llevaría hasta Lackawana.
La bahía quedaba cerca de Río Agrio y sus visitantes siempre llegaban con tiempo
para ver la bajamar. Había veinte metros de diferencia entre marea y marea y
durante el reflujo Lackawana se transformaba en un sitio extraño. El fondo del mar
emergía rápidamente y el agua retrocedía por canales profundos. Algunos capitanes
aprovechaban entonces para limpiar el casco y los barcos tumbados en el barro
parecían los restos de una tragedia. Con un caballo habilidoso se podía llegar sin
problemas hasta el islote Grappler, pero convenía estar muy atento al bramido que
anunciaba el retorno del océano. En el pasado, este islote había sido el rincón
preferido de los lobos forasteros. Al empezar cada año, los parrikens marchaban a
Lackawana para su célebre cacería. Mucha gente aseguraba que Thomas Jeremy
Larch los había agarrado en este sitio.
De vez en cuando estallaba la polémica. Por algunas semanas, Los diarios metían
bastante ruido. Durante uno de aquellos bochinches, un cura piadoso escribió a
Buenos Aires: "¿De qué sirve remover todo esto? Ya no resucitaremos a los pobres
desgraciados. Y aquellos que los mataron ya no están entre nosotros, pero ahora
convivimos con sus descendientes. Querido padre: no le temo a la verdad. Pero
prefiero decirla entre líneas, para no faltar a la caridad".
Durante la temporada de esquila, Los criadores triplicaban su gente. Los
fondeaderos se llenaban de cargueros matriculados en Liverpool. También recibían
curiosas visitas, como una goleta fletada para estudiar el paso de Venus o alguna
goleta polar que huía del pack. El Grisú desbordaba de capitanes gritones que
organizaban almuerzos a bordo. Sólo así alguien podía salvarse del capón a la
parrilla o del infaltable puchero de oveja, a cambio de un Irish stew o de un Foie de
mouton sauce bordelaise. Los capitanes de Liverpool daban pequeños paseos en
break hasta Punta de los Apuros. Allí había un torrero con quien charlaban un rato.
Este jamás olvidaba mostrar su trofeo: un reloj con dedicatoria del Almirantazgo
Británico por sus servicios a los barcos procedentes del Pacífico.
Punta de los Apuros era un paraje siniestro. A lo largo de medio siglo el torrero
había sido testigo de incontables desgracias que se obstinaban en hacerle recordar.
Ahora estaba achacoso y ya no servía para ese trabajo. Subía despacio par la
escalera, mientras la marejada castigaba su faro amenazando con arrancarlo. En los
contados días sin viento el viejo sacaba una silla al balcón y daba unos cabezazos al
sol. A través del estrecho se divisaba la Isla de la Mujer y las lanchas a vapor que
acechaban a los veleros. Con tiempo calmo, estos veleros eran arrastrados por la
correntada y únicamente las lanchas podían zafarlos.
Pero la tarifa de los lancheros era extorsiva y los capitanes tozudos terminaban
sobre las rocas. Desde el faro reververaban los techos de Río Agrio y el imponente
contorno del islote Grappler. El torrero había contemplado este panorama millones
de veces, pero nada sabía de una matanza.
A menudo, en mitad de la noche, era sacudido par los chorlitos que se estrellaban
contra los cristales. Odiaba estos despertares, porque no hay escena más lúgubre
que una tormenta nocturna contemplada desde la torre de un faro. Pero igual se
levantaba, por si la nubazón ya cubría la linterna. En tal caso no volvía a la cama.
Ponía la pava en el fuego y sorbía un mate tras otro. Su mayor obsesión era ésta:
que la luz matinal le trajera la imagen de un barco sobre la costa, destrozado por
culpa de su faro del carajo.
Alguna gente palidecía al saber que Thomas Jeremy Larch seguía en la isla,
rozagante como un muchacho. A tantos años del episodio de Lackawana, aún vivía
en Río Agrio el matador de parrikens. Cualquiera podía topárselo par la playa, donde
solía pasear con su perro en los días serenos.
Su mucamo parriken los vigilaba desde la casa mientras pasaba el plumero. Se
llamaba Beltrán Monasterio. A veces dormitaban los tres en la galería, pero las
caminatas sobre la costa estaban reservadas al perro.
Decían que Beltrán había sido criado por Larch y que se había vuelto tan fino
como un camarero de la Kosmos Li'~e. Era uno de los pocos ejemplares auténticos
que aún quedaban en la isla. Los invitados aprovechaban para estudiarlo a sus
anchas cuando servía la mesa. Beltrán vivía orgulloso de su peinado impecable y de
su cardigan ajustado. Pero los forasteros parecían esperar otra cosa del último
parriken. Cada tanto lo ponían a prueba. Una vez Larch le rogó que bajara la
calavera del aparador, que tenía junta a sus descoloridos diplomas del British
Museum y de la National Geographic. Todos apostaron que Beltrán perdería el
aplomo, pero éste agarró el cráneo tranquilamente, le pasó una gamuza y lo
entregó con delicadeza. El cráneo llevaba una etiqueta pegada: "Tatesh Wulaspaia.
Recuerdo de Lackawana".
Cuando Larch estaba en vena era capaz de seducir a cualquiera con sus historias
del archipiélago. Si alguien pretendía escarbar su pasado, el propio Larch le
facilitaba la cosa con un prolijo resumen de las fábulas en boga. A través de su
boca, la leyenda negra sonaba ridícula. No daba el tipo de matador. Y sin embargo,
jamás conseguía desvirtuarla del todo. Con el tono reprimido y suave de algunos
tipos violentos, por momentos parecía resuelto a defender su mala fama. Pero la
noche no transcurría en vano y después de caer en contradicciones flagrantes, iba
perdiendo su aureola y al final sólo quedaba como un viejo macaneador.
Para sus dos vecinos más próximos era solamente un buen compañero de pesca.
Vivían al otro lado del río y admiraban a Larch por cosas tan simples como su
pericia para caminar por la orilla sin que las truchas lo vieran. Daban por hecho que
a los ochenta un hombre había purgado sus culpas y se había ganado el derecho a
que nadie lo jodiera. El inglés disponía de mucho talento para tratar con los perros
o para tasar de un vistazo una hebra de lana, de modo que disfrutaban charlando
sobre carnadas y ovejas con una botella en el medio. En cuanto a Beltrán
Monasterio, no le prestaban mayor atención que al zumbido del viento y sólo se
acordaban de él poco antes de retirarse, cuando era preciso llevar al viejo a la
cama. Luego Beltrán se metía en su pieza. Tenía prohibido tirarse en el piso, de
modo que dormía en un catre tendido con un sobado quillango. Se acostaba vestido
y permanecía de espaldas, con los ojos clavados en el tragaluz. En otros tiempos
solía despertarse en el suelo. Pero ahora tenía un perfecto dominio y ya no le
importaba dormir en lo alto. Sobre el tragaluz se juntaba la nieve. Muchas veces, a
través de los vidrios, veía pasar sus recuerdos. Por ejemplo, su madre corriendo a
los perros mientras se doraba la carne, o el estrépito de una fogata al revivir en la
noche. El fuego se consumía con ramas muy pobres que debían reponer todo el
tiempo, hasta que repuntaba de pronto encandilando a la gente. Había un boquete
encima del fuego. Cuando empezaba la nieve, Beltrán miraba los copos que se
metían adentro. A menudo resultaba difícil ubicarse junto a las llamas, pero cuando
alguien conseguía un buen sitio lo dejaban tranquilo. Durante la noche podían pasar
otras cosas. Era normal despertarse con hambre y salir por un pedazo de carne para
poner en el fuego. La carne pendía de un árbol y cualquiera podía servirse. Otras
noches eran muy plácidas y caía mansamente la nieve y los copos entraban por el
boquete y flotaban sobre el rescoldo.

Una tarde pasaron los amigos de Larch por la casa. Primero lo habían buscado en
la playa, pero sólo vieron algunas gallinas que mariscaban en la bajamar. Revisaron
la galería y encontraron al inglés sobre un charco de sangre, tan tieso como su
perro. Presintieron de inmediato que Beltrán Monasterio había partido. Antes de
marcharse había cortado los testículos de su patrón y se los había dejado en la
boca. Nadie volvió a verlo jamás.

©1991 Editorial Sudamericana, Buenos Aires, Argentina

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