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De la edad de la Tierra (http://www.alpoma.net/tecob/?

p=727)

El 26.05.07, en Geo, Obsolescencia, por alpoma

Algunos de mis recuerdos más tempranos y asombrosos son los relacionados con los momentos en
que empecé a tomar conciencia de las escalas de tiempo y espacio. Primero llegó la hora de percibir
el espacio como algo mucho más grande que la casa o las calles cercanas, el mundo parecía que era
mucho mayor que aquello percibido a diario. Recuerdo que, con apenas cuatro años, mi juguete
favorito era una pequeña bola del mundo metálica, que se podía desenroscar por el ecuador para
separar los hemisferios. La pobre, de tanto manosearla y golpearla, había empezado a abollarse.
Comenzaban los años años ochenta y, para aquella época, la bola se había quedado anticuada, motivo
por el que, seguramente, pasó de ser un elegante elemento de escritorio a convertirse en juguete para
el “nene”. De tanto marear la bola, terminé por hacerme pronto con una idea de lo grande que es el
mundo, ayudado por mapas y atlas diversos. Más allá de mi calle, de mi barrio, había otro mundo,
decenas de miles de kilómetros de diversidad apasionante.

Llegó más tarde la revolución del tiempo. El paso de las horas y los días, que parecía algo
intrascendente, casi circular, sin mucho horizonte hacia el pasado o al futuro, se amplió, de repente,
casi hasta el infinito, en un solo día. Una tarde otoñal, mi padre compró en una librería el primer
fascículo de una colección sobre los océanos cuyo motivo central, como figura publicitaria y, además,
como proveedor del material gráfico, era un héroe de la época, Jacques Cousteau. Entretenido
pasando las hojas del fascículo, de repente, el pasado lejano y el futuro distante me visitaron y, así, en
cosa de minutos, comprendí que el tiempo era muy viejo, mucho más que mis propios recuerdos y
que, además, podía extenderse hacia adelante de manera inconmensurable. Una magnífica lámina a
todo color mostraba centrales eléctricas y hogares en el fondo de los océanos que los humanos
construirían en el futuro, dentro de muchos, muchísimos años. Mi escala temporal se rompió
definitivamente. Pero, pocas páginas más adelante, descubrí otra cosa, algo más sorprendente. Otro
gráfico, igualmente muy bien realizado, mostraba que el universo, el Sol, la Tierra y la vida misma, no
habían existido siempre. Habían evolucionado durante miles de millones de años. Las dos ideas, a
saber, que el tiempo es muy “viejo” y que todo cambia, evoluciona, no se me borraron de la mente
desde entonces. Creo que todavía tengo aquel fascículo enterrado entre un montón de papeles en la
biblioteca, no hay tiempo para buscarlo pero, para hacerse una idea, la imagen era muy similar a la
que aparece a continuación.

Un proceso similar, aunque mucho más largo y, desde luego, más interesante, sufrió el conocimiento
humano, hasta lograr darse cuenta de la verdadera escala del universo y de su edad. En los tiempos en
que el Antiguo Testamento debía ser tomado al pie de la letra cualquiera que aventurara algo que
fuera en contra de la “palabra de dios”, con seguridad tendría problemas serios. No puede extrañar,
por tanto, que los buscadores de nuestro pasado no desearan mirar más allá de los libros sagrados a la
hora de contar el tiempo en reversa. Correspondía a teólogos y filósofos desmenuzar el tiempo pasado
sólo contando con un arma, las escrituras. Muchos pasaron décadas intentando saber en qué
momento dios había creado el mundo. Contaron los años que vivieron profetas, patriarcas y demás
personajes bíblicos pero, claro está, los cálculos no llegaban a coincidir mucho aunque, al menos,
todos parecían llegar a la conclusión de que nuestro universo no era muy viejo, si acaso, sólo tenía
unos cuantos miles de años a la espalda. Otros, más osados, intentaron averiguar cuándo llegaría el fin
del mundo, armados esta vez con arcanas interpretaciones del Apocalipsis.

Algunos intentos de medir la edad de la creación utilizando las sagradas escrituras han pervivido en el
tiempo. Para el arzobispo irlandés James Ussher, que vivió entre los siglos XVI y XVII, el creador había
decidido dar forma a su obra la tarde del 22 de octubre del año 4004 antes de Cristo. Anteriormente,
el mismísimo Kepler había aventurado como fecha de nacimiento del cosmos el domingo 27 de abril
del 4977 antes de Cristo y, por su parte, Joseph Justus Scaliger miró hacia atrás para localizar una
fecha inicial para el nuevo calendario que deseaba establecer, utilizando la conocida como fecha
juliana, fijando su inicio el primer día de enero del año 4713 antes de Cristo, sin recurrir a escritura
sagrada de ningún tipo. El astrónomo del siglo XVII Johannes Hevelius pensaba que, según sus propios
cálculos, el universo era más joven, pues habría nacido el 24 de octubre del 3936 antes de Cristo, una
fecha cercana a la que Isaac Newton calculó, el 3500 a.C. Siglos más tarde, la ciencia demostró, sin
ninguna duda posible, que la Tierra, el Sistema Solar y, nuestro universo, son muchísimo más viejos. A
pesar de eso, los creacionistas más descerebrados siguen aferrándose a las viejas ilusiones de la
literalidad de sus obras sagradas.

Cuando la presión religiosa se relajó y, por fin, comenzaron a buscarse pruebas reales sobre la edad de
nuestro mundo, la cosa cambió radicalmente. En el siglo XVIII Georges Louis Leclerc, Conde de Buffon,
ideó el primer método científico que, aunque primitivo, podía hacer pensar que la Tierra era muy vieja.
Partió de la idea de que nuestro planeta nació como una esfera gigantesca de “barro” fundido por las
altas temperaturas. Si se tomaban mediciones de cuánto tiempo tardaba una esfera metálica al rojo en
enfriarse hasta temperatura ambiente y se realizaba el mismo cálculo con una “pelota” del tamaño de
la Tierra, resultaba que el mundo tenía… ¡cha channnn! ¡Setenta y cinco mil años! ¡Imposible! gritaron
los guardianes de las escrituras, ¡blasfemia! La verdad es que se quedó muy corto, pues su método era
demasiado simple y alejado de la realidad, pero abrió el camino para buscar la respuesta adecuada por
medio de la ciencia y no de la superstición.

Los fósiles, que empezaban ser expuestos y admirados por entonces, también causaban problemas.
Que si el asunto del diluvio no parecía muy serio, que si los fósiles pertenecían a especies que no se
“salvaron”, que si… Se empezó a comprender que la vida evoluciona, que las especies no fueron
“creadas” en su forma conocida, sino que cambiaban a lo largo del tiempo, posiblemente un tiempo
medido en millones de años. Llegados al siglo XIX la cuestión se había aclarado bastante, nuestro
mundo había vivido mucho, muchísimo tiempo, la Biblia no tenía razón, pero todavía no se conocía su
edad aproximada. A finales de ese siglo, el genial William Thomson, Lord Kelvin, retomó la idea del
Conde de Buffon armado con su mejor artillería, la termodinámica. Thomson basó sus cálculos en la
idea de que nuestra estrella, el Sol, habría nacido a la vez que la Tierra. Además, pensó que la teoría de
Hermann von Helmholtz, sobre el origen de la energía emitida por el Sol era correcta –quedaba mucho
para descubrirse la fusión nuclear– así que, termodinámica en mano, concluyó que el Sistema Solar
tenía unos varios millones de años de edad. Con el tiempo, mejoró sus cálculos, hasta pensar que se
había pasado un poco, así que publicó nuevos resultados, inferiores a cien millones de años. A pesar
de que el registro geológico y la biología evolutiva ya por entonces indicaban que aquellas cifras no
eran correctas –incluso Darwin tomó la cifra como buena– nadie tenía la intención de meterse con un
cálculo realizado por el más insigne de los científicos de la época.

Nadie, hasta que los hechos chocaron contra Kelvin y desvelaron la realidad. El descubrimiento de la
radiactividad por Henri Becquerel ofreció la pista definitiva, permitiendo que Ernest Rutherford,
utilizando el método de Thomson pero ya basado en premisas adecuadas, descubriera que el mundo
era mucho más “viejo”. Con los años, la tecnología de datación por medio de radioisótopos se ha
perfeccionado tanto que ya nadie con un mínimo de sentido común puede afirmar que nuestro mundo
tenga menos de cuatro mil quinientos millones de años. Otra cosa es la edad del universo, cifrada hoy
día en unos quince mil millones de años, cálculo basado en el fenómeno de expansión del cosmos
partiendo de un punto infinitamente pequeño en el instante del Big Bang, expansión descubierta por
Edwin Hubble al comprobar que la luz que nos llega de las estrellas se “desplaza” hacia el extremo rojo
del espectro visible, señal de que se alejan de nosotros porque el espacio que nos separa se expande.
Al igual que el sonido de un ferrocarril suena diferente al acercarse a un observador que al alejarse –
debido al efecto Doppler–, así la luz de las estrellas nos enseña que, el universo, es mucho más viejo
de lo que pueda nadie calcular acudiendo al Antiguo Testamento. La percepción del tiempo y el
espacio ha cambiado mucho a lo largo de los siglos. Ahora, ya sabemos dónde estamos, lo inmenso y
maravilloso que es el cosmos, lo asombroso de las escalas de tiempo, medidas en eones, hemos
comprendido que, más allá de nuestra calle, de nuestra vecindad, se extiende un universo grandioso.

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