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Literatura europea y Edad Media latina, p. 458.
moderna, no sería más que “historia” pero no expresión de conocimiento puro. En suma, bien
podríamos encontrar a la modernidad en lo que tendría de diferente con respecto a la Edad
Media en lo siguiente: buscar el saber en la inmediatez del pensamiento y evitar todas las
formas de mediación, la principal de las cuales sería la de la exégesis que haría del
conocimiento un ejercicio de mera comprensión de la tradición, de la tradición que sólo vale
como autoridad, pero que no es más que esas historias que ya desde las juveniles Regulae
Descartes habría contrapuesto al genuino conocimiento2.
Para el caso de la filosofía novohispana, por su parte, esta estrategia de definir lo
moderno en función de aquello que la distingue de manera más nítida respecto al pensamiento
medieval visto así, de una manera sintetizada, y de la escolástica en particular, parece aún
más conveniente en la medida en que, como hemos visto en el capítulo anterior, el resultado
hermenéutico a que arribó la historiografía filosófica sobre el siglo XVIII novohispano nos
mostró que aquello que se identifica como el momento de la modernidad no fue más allá de
una renovación de la escolástica, y esto aun en lo que se podría tomar como una modernidad
más franca en el pensamiento ecléctico de Gamarra; en general, hemos visto que la
caracterización histórica de la filosofía dieciochesca en la Nueva España había encontrado
en esa forma la racionalidad propia de su modernidad.
Por otro lado, aquí conviene que recuperemos la orientación de nuestra investigación a la que
hemos caracterizado como “arqueológica” en cuanto que nos dirigimos a la exposición del
archivo epistémico que constituye la producción del saber novohispano en la modernidad.
Sobre este particular diremos, en principio, que no es asunto de la arqueología dedicarse a
una recuperación interpretativa de la filosofía novohispana en el nivel de lo que llamaremos
el sistema de lo doctrinal y de lo verdadero que en el plano discursivo aparecerían enunciadas.
Ésta sería una tarea que le corresponde de manera más adecuada a una recuperación
hermenéutica de la textualidad. El motivo arqueológico se dirige, más bien, al sistema de las
prácticas que han producido la discursividad de ese conjunto de textos y doctrinas que
componen esa modernidad. Como hemos visto, igualmente aquí, lo que es relevante para
nuestra investigación radica en las condiciones de existencia —podríamos decir de
producción— de un saber.
2
Cf. Reglas para la dirección del espíritu, p. 72
Cierto es que no se puede realizar una analítica arqueológica de un saber que se ha
manifestado y que existe para nosotros en la forma de textualidad escrita sin ninguna
aplicación hermenéutica, pero lo que reiteramos conforme a lo que en el capítulo primero
expusimos bajo la noción de una crítica del conocimiento como una crítica histórica de la
forma —más bien que de los contenidos— del conocimiento es que ese aspecto hermenéutico
no podría ser finalidad en sí mismo precisamente porque en esta distinción que aplicamos a
un saber en, por un lado, sus sistema de verdades, esto es, su dimensión doctrinal, y, por otro,
al sistema de sus prácticas constitutivas, éstas ya quedan bajo una mirada diferente de la que
la hermenéutica aporta: se trata de la mirada arqueológica.
Además de esto, conviene recordar que un estudio de la filosofía novohispana siempre
se ha de encontrar bajo la previa orientación exegética de la tradición filosófica europea a la
que ella pertenece. En efecto, hemos observado que no es posible hablar de la filosofía
novohispana como si con ella tratáramos real e históricamente del comienzo de la filosofía
mexicana, a no ser que realizáramos un ejercicio de abstracción histórica y, con base en ello,
le atribuyésemos a la filosofía mexicana un acontecimiento que le es ajeno, pues el
pensamiento filosófico novohispano pertenece, y en no poco medida, a la tradición filosófica
europea, casi como una extensión de ella. No es difícil ni por supuesto polémico mostrar que
en el pensamiento novohispano, al que se aplica la exégesis, en el nivel del sistema doctrinal
de sus verdades enunciadas es preciso tener como referente su pertenencia a la tradición
europea, pues en lo que concierne a la exposición doctrinal, la filosofía novohispana tiene
muy poco de diferencial y más bien podríamos decir que su comprensión depende de la
manera en que en ella se ha efectuado el sistema de verdades de la filosofía europea que le
es contemporánea.
Así pues, concediendo —por la evidencia de la cosa misma— que la filosofía
novohispana no presenta ningún diferencial sustantivo con respecto a la filosofía europea en
su dimensión doctrinal, en su sistema de verdades, esa escasa diferencia que la haría no sólo
un capítulo minúsculo sino quizá hasta prescindible dentro de la historia general de la
filosofía, sí la podemos encontrar de manera relevante al atender la dimensión de sus
prácticas formadoras de saber, donde la singularidad de la filosofía novohispana sí nos sería
dada por la arqueología, pues ya no tendríamos que remitir la elaboración discursiva del
pensamiento filosófico novohispano a la contemporaneidad doctrinal de la filosofía europea,
sino que, precisamente, lo que estamos buscando es lo que tiene de propia la forma de
constituirse el saber novohispano en las prácticas creadoras de su saber, las cuales se han de
mostrar desde sí mismas. A manera de síntesis, podemos decir que la diferencia sustantiva
entre la modernidad europea del racionalismo cartesiano y la modernidad novohispana que
expone sus mismos temas de manera más bien pedagógica que propiamente filosófica, dicha
diferencia, decimos, no radicará en el sistema de verdades expuestas, que pueden ser
prácticamente las mismas, sino en la manera en que, por ejemplo, en el siglo XVIII se
concebían los espacios de expresión de la filosofía. Esto ya no es competencia de ninguna
exégesis sino de una arqueología.
Si lo que en conformidad con la normalización historiográfica sobre el siglo XVIII
de la filosofía novohispana se tiene por modernidad es una continuidad renovada de la
escolástica, parece justo, en consecuencia, que veamos la racionalidad de lo moderno a la luz
de su contraste con la racionalidad de lo escolástico.
3
Discurso del método, p. 96
del método del abandono del estudio de las letras, pues la racionalidad moderna parece
comenzar de manera definitiva justamente ahí donde terminaría la erudición y los libros.
Cierto es que aquí podríamos ver que se trata nada más que de la consabida recusación
que el racionalismo moderno hace de la autoridad como uno de sus gestos más distintivos en
esa evocación del libro del mundo; sin embargo, parece que hay algo más relevante que eso,
algo en lo que no se trata sólo de romper el hábito sumiso ante la autoridad de los libros para
buscar las cosas mismas que bien pudieran estar ausentes en el libro, pues al final de cuentas
toda la sabiduría libresca parece que no expresa otra cosa sino “historias”, pero no “ciencia”4.
Esta cosa más relevante para la formación del conocimiento tiene que ver con una distinción
que parece obvia pero que, en el fondo, nos lleva a diferenciar dos prácticas del conocimiento
y se trata de lo siguiente: a diferencia del estudio de las letras, en donde el libro es la finalidad
en sí misma, el libro del mundo y el libro del sí mismo tienen la peculiaridad de no tratarse
de una textualidad que esté necesitada de exégesis que haga de la letra conocimiento efectivo.
Si hay alguna expresión en la que podamos guardar el gesto primero de la racionalidad
moderna sería precisamente en el rechazo de implicar la interpretación en el conocimiento
pues la interpretación se precisa ahí donde no está la claridad inmediata y, como tal, evidente,
de lo conocido, esto es, ahí donde el conocimiento debe ser mediación.
A diferencia, pues, de los libros del estudio de las letras, el libro del mundo no es un
texto que haya que interpretar; en él no se encuentra ninguna bruma que oculte un sentido
que sería una verdad ajena a la luz natural de la razón. La ruptura cartesiana con las letras
parece darnos una dirección en el camino del método: el conocimiento genuino no puede ser
obra de un pensamiento exegético, sino de uno cuyas verdades son certezas inmediatas. Tal
es el celebérrimo primer precepto cartesiano: “… no admitir jamás como verdadera cosa
alguna sin conocer con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación
y la prevención y no comprender, en mis juicios, nada más que lo que se presentase a mi
espíritu tan clara y distintamente que no tuviese motivo alguno para ponerlo en duda.5 Lo
que para la modernidad resultaría cuestionable de la racionalidad escolástica-medieval sería
la necesidad de la lectura y de la interpretación, pues lo que en esa forma del conocimiento
4
Descartes, R. Reglas para la dirección del espíritu, p. 74.
5
Descartes, R. Discurso del método, p. 106.
se interpone es un momento de mediación que de antemano anula esta transparencia de la
certeza de lo evidente. Aun en la metáfora del libro del mundo se entenderá que es un libro
que, en sentido estricto, no es dado para ser leído sino que es la contraposición con respecto
a toda textualidad que precise de la mediación interpretativa. A esta firmeza de la certeza
absoluta es a lo que la modernidad habrá de conceptualizar como intuición, la concepción
inmediata de lo verdadero ante la mediación de la exégesis de las letras. La interpretación
retornará a la filosofía cuando el tema de la finitud se plantee como despojada de esta
fundamentación pura y absoluta del saber en su certeza inmediata y aparezca el problema del
ocultamiento.
¿Qué habría sido, pues, la configuración exegética del pensamiento a los ojos del
racionalismo moderno y por qué la modernidad comienza su andanza histórica en el saber en
la realización de un acto de rechazo de la interpretación? En general debemos preguntarnos
lo siguiente: ¿por qué hay una concepción del conocimiento que se sostiene en la lectura y
en la exégesis? Vamos a comenzar con lo que de manera fundamental busca romper este
racionalismo, y destacaremos que lo que para la racionalidad moderna habría que cuestionar
del pensamiento exegético sería su carácter de introducir la mediación en el conocimiento,
que para este sistema de pensamiento implica una anulación de la forma de conocimiento
propio de la razón natural, la intuición por la evidencia inmediata del entendimiento.
En un texto muy representativo de este racionalismo propio del pensamiento
moderno, el Tratado teológico-político, Spinoza introduce la noción de esta inmediatez del
conocimiento natural dado por el entendimiento en la que será una polémica frente a la
exégesis teológica:
Dado, pues, que nuestra alma, por el simple hecho de que contiene objetivamente, en sí
misma, la naturaleza de Dios, y participa de ella, tiene poder para formar ciertas nociones,
que explican la naturaleza de las cosas, y enseñan la práctica de la vida, con razón podemos
afirmar que la naturaleza del alma, así concebida, es la primera causa de la divina revelación.
Efectivamente, todo lo que entendemos de forma clara y distinta, nos lo dicta, como acabamos
de indicar, la idea de Dios y su naturaleza; no con palabras, sin duda, sino de un modo más
excelente, que está en plena consonancia con la naturaleza del alma, como habrá
experimentado en sí mismo quienquiera que haya gustado la certeza del entendimiento.6
No vamos a recoger esta consideración de Spinoza en torno al tópico del rechazo del
racionalismo moderno de la autoridad, sino como expresión de rechazo, primariamente, de
la concepción propia del pensamiento exegético pues, en efecto, el marco en el que Spinoza
resalta la “certeza del entendimiento” ante las “palabras” no es tanto la nulidad de la autoridad
cuanto más bien, o principalmente, la idea de que el conocimiento verdadero tenga que pasar
por una exégesis, esto es, por la mediación del lenguaje. La cuestión spinozista es aquí
concerniente a la “teología”, el conocimiento de Dios por la mediación de la exégesis, de
aquí la necesidad con la que se hace puntual la contraposición del entendimiento ante las
palabras, tanto como para Descartes el estudio de las letras se había convertido en aprendizaje
de “historias” y no de la ciencia verdadera. Lo que Spinoza cuestiona a ese saber designado
como teología es la índole misma de las fuentes de su conocimiento —las profecías—, que
no expresan sino una revelación “con palabras o con figuras”7 y, por tanto, un conocimiento
inferior al de la certeza (que es el saber del entendimiento a partir de la determinación pura
de su luz natural), que es dado a la “imaginación” y que depende, en su manifestación, de
meros “signos”8. Y aquí nos encontramos con el fondo del problema: no se trata sólo de
elaborar una hermenéutica crítica9 que ignore la riqueza del diálogo hermenéutico; lo que
Spinoza comienza haciendo es una consideración de los límites de la exégesis misma para la
concepción del conocimiento, que en principio no puede ser teológico precisamente por ser
una mediación de la escritura, interpretación de signos y figuras que resultan ajenos a la
certeza inmediata del entendimiento.
Si atendemos a lo que el racionalismo pone en el principio de la reconfiguración de
la práctica del conocimiento, podremos advertir que su proposición inmediata es
concerniente a una renuncia, más aún, un rechazo del saber remitido a la dimensión del
lenguaje: con el mismo denuedo con que Descartes ha dejado atrás el estudio de las letras,
Spinoza, por su parte, desestima el conocimiento por las palabras, que no son más que
símbolos y figuras de un saber que en lugar de estar fundado en la certeza, se concibe a sí
6
Tratado teológico-político, pp. 77s.
7
Ibíd., p. 79.
8
Ibíd., p. 98. Spinoza matiza la “certeza” de la revelación bíblica mediante la distinción entre certeza
“matemática”, que es la propia del entendimiento, y certeza “moral”, que es la de la imaginación de los profetas.
9
Como sería la estimación gadameriana de la hermenéutica de Spinoza. Cf. Verdad y método, pp.
mismo en la inmediatez del entendimiento, y es a esto a lo que conceptualizará como
conocimiento por la luz natural de la razón.
Más adelante veremos, si bien someramente, que la “razón” no es una determinación
exclusiva de la formación moderna del conocimiento cuando veamos la racionalidad propia
de la escolástica medieval. Por lo pronto, importa destacar que la manera en que la
modernidad singulariza su concepto de conocimiento asimila a su noción de conocimiento
racional este de la inmediatez del entendimiento y su certeza, esa transparencia que la sola
razón se puede dar a sí misma de manera absoluta y plenamente transparente. Por otra parte,
vemos que aquí, en el comienzo de la racionalidad moderna, esta estimación del
conocimiento natural inmediato aún no se enfrenta a la pregunta kantiana por los límites del
conocimiento de la razón pura desde la consideración crítica de la finitud; aquí el
racionalismo moderno está despejando el conocimiento de la mediación, propia de la
escolástica y del pensamiento medieval en general.
El conocimiento, según lo que hemos visto, no es algo que se dé en el espacio de la
exégesis y de la lectura, lo que, como ya hemos indicado, no sólo se trata de la deposición
racionalista de la autoridad sino que, incluso como ulterior el fundamento de ésta, lo que
cuestiona es, precisamente, toda práctica de conocimiento que no se funde en la certeza para
sí mismo del entendimiento con su luz natural. La lectura y la exégesis han sido desplazadas
y en su lugar aparece la dimensión de la certeza del entendimiento, en cuya definición misma
se implica el no precisar de interpretación ni mediación alguna, pues el conocimiento no se
ha de encontrar en ninguna tradición escrita a la que haya que dedicar la labor exegética como
tampoco en una revelación histórica10. Y es en este sentido que, finalmente, el saber filosófico
en la modernidad ha buscado depreciar a la teología como la instancia del saber más alto,
pues de manera consecuente con el rechazo de la mediación –las letras, las palabras, los
signos y las figuras-, la teología se presentará como un saber dedicado a la exégesis de las
escrituras, cuyo valor epistémico quedaría, así, por debajo del conocimiento cierto de la
inmediatez del entendimiento. De aquí el ensayo spinozista de “abordar el verdadero método
de interpretar la Escritura”, que “no es diferente del método de interpretar la naturaleza”, a
fin de “liberar nuestra mente de los prejuicios de los teólogos”11. Aquí aparece, en contraste
10
Cf. Spinoza, B., Op. cit., pp. 117-135.
11
Ibíd., p. 195.
con el teólogo como intérprete de la Escritura con un método no crítico sino supersticioso12,
la figura del filósofo como “intérprete” de la naturaleza, cuyo método puede abarcar toda
formación del conocimiento verdadero.
12
En el contexto limitado al Tratado teológico-político, por “superstición” no se habrá de entender otra cosa
sino la pretensión de un conocimiento no natural, revelado, en el que los hombres suponen saber más de lo que
el orden natural de las cosas, dado al entendimiento, manifiesta como verdadero, pero que, en el fondo, en un
conocimiento que no va más allá de la luz natural de la certeza intelectual sino que es inferior a ella por ser
conocimiento por la mera imaginación.
en la recurrencia al lenguaje como ese lugar de mediación en el que se despliega el ejercicio
del conocimiento.
Veíamos líneas arriba que para el racionalismo moderno la conclusión de la crítica al
pensamiento exegético se dirigía en no poca medida a la recuperación de la soberanía del
saber filosófico “puro” frente a la teología; pues bien, para la racionalidad escolástica lo que
comienza como primer problema del orden del conocimiento es, precisamente, el de la
necesidad de una ciencia superior a la filosofía, esto es, la teología, que en lo esencial ha de
ser una interpretación del contenido de la fe revelada en el medio discursivo del
entendimiento humano. Así, Tomás de Aquino comienza su Suma de teología preguntando
por la necesidad de una ciencia distinta de las ciencias filosóficas13, y el primer problema que
se plantea es el de la aparente suficiencia de las ciencias filosóficas (que son humanas) que
abarcarían incluso el saber teológico: “No cabe más ciencia que la del ser, puesto que
solamente se sabe lo verdadero, que se identifica con el ser. Ahora bien, las ciencias
filosóficas tratan de todos los seres, incluso de Dios, y por ello una de las partes de la
filosofía se llama teología o ciencia de Dios”14.
Aquí es donde aparecerá la necesidad de introducir en el conocimiento un aspecto de
mediación: la presencia de una trascendencia con relación a la capacidad de comprensión
humana, un exceso en el saber que la sola luz natural de la razón humana no podría alcanzar15,
y que es, para la teología no filosófica, la doctrina sagrada que ha sido revelada y que, como
tal, no siendo perteneciente al orden de la pura razón humana, precisa de una ciencia teológica
irreductible a las ciencias filosóficas: “Por consiguiente, la teología que se ocupa de la
doctrina sagrada difiere en género de aquella otra teología que forma parte de las ciencias
filosóficas”16. La insuficiencia de la filosofía, que es la misma que la insuficiencia de las
ciencias filosóficas ante la revelación de la doctrina sagrada, implica la necesidad de esa
teología no filosófica; ahora bien, no es sólo que en el campo del conocimiento se elabore
una disciplina más en el mismo plano epistémico, sino que se presenta la necesidad de un
saber que atienda a ese exceso, así ontológica como correlativamente epistemológica, en el
conocimiento humano. La teología puede ser vista así, entonces, como esa necesidad superior
13
Tomás de Aquino, Suma teológica, q. 1, art. 1.
14
Ibíd., p. 59
15
Ídem.
16
Ibíd., p. 60.
de la mediación en la racionalidad epistémica escolástica., pues a diferencia del racionalismo
moderno, el racionalismo medieval señala ese aspecto por el cual la inmediatez de la sola
razón no basta para el conocimiento:
Pues bien, por ambos conceptos [certeza y dignidad de la materia] excede la doctrina sagrada
a las otras ciencias especulativas. En cuanto a la certeza, porque las otras ciencias la tienen
de la luz natural de la razón humana, que es falible, mientras que ésta la toma de la luz de la
ciencia divina, que no puede engañarse. En cuanto a la dignidad de la materia, porque ésta
trata principalmente de cosas que por su elevación sobrepujan la capacidad del entendimiento,
y, en cambio, las otras ciencias sólo estudian lo que el entendimiento señorea.17
A
17
Ibíd., p. 66.
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