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LA INOCENCIA DE LOS PERROS

Algunas veces me sorprendo preguntándome por qué me gustan los perros.

Mi casa y mi ropa están llenas de pelos de chucho, mis horarios están condicionados por las horas y
tiempos en los que deben salir a pasear, salgo a la calle con lluvia, nieve o sol para que hagan sus
necesidades tres veces al día, limito mis vacaciones a los lugares donde son admitidos y, algunas
mañanas, mi cama amanece invadida de animales que creen que somos una manada y, como tal,
cualquier lugar es bueno para dormir juntos.

Algunas de mis amistades y familiares me preguntan qué hago con tanto perro (3). Otros comentan
que por qué rescatar animales habiendo niños que lo necesitan más, como si fuesen cuestiones
excluyentes. Y por eso a veces me detengo a hacer el sano ejercicio de reflexionar sobre por qué hago
lo que hago.

La respuesta es, quizá, muy personal, pero igualmente la comparto con vosotros. Quizá así podáis
entenderme.

Hace más de 25 años que decidí hacer uso práctico de las enseñanzas filosóficas para ser mejor
persona, convencida de que son las personas que luchan consigo mismas por vencer sus defectos y
desarrollar mejor sus virtudes las que pueden hacer que el mundo sea un lugar un poco mejor.

Dicho así podría parecer presuntuoso, pero no es así. ¿De qué otra forma se puede cambiar el mundo
si no es desde las personas que lo conforman? No hablo de ser personas de éxito, triunfadores de la
vida o superiores de retos, como se habla ahora tanto en el mundo empresarial y corporativo; hablo,
sencillamente, de ser buenas personas, más valientes, más generosas, más solidarias, más
comprensivas y compasivas…

En esos 25 años el camino ha sido a veces más fácil y a veces no tanto. Ha habido logros y también
fallos, cosas que he aprendido y otras que no he llegado a comprender. He conocido gente que ha sido
un faro para mí, y otros con los que entendí mis propios defectos. Sea como sea, es un camino que no
ha llegado a su fin y del que aún me queda mucho por recorrer, especialmente en algo crucial para
mí, lo cual me lleva de nuevo a la cuestión de los perros.

El mundo a veces duele. Duele ver la maldad, la violencia física y psíquica, el desprecio de unos seres
humanos hacia otros, y duele… a mí me duele darme cuenta de que no estoy libre de ser parte causante
de ese dolor.

Conforme uno va despertando, es inevitable verse mejor en el espejo, y percatarse de que uno no es
todo lo inocente que debiera, que también hace sentir mal a otros, que ofende o daña, y de pronto es
como si la línea que separara dentro de uno lo bueno de lo malo dejase de estar tan definida, porque
no siempre tenemos razón ni somos los buenos.

Tener perro me devuelve la imagen de la inocencia. Un perro siempre es limpio por dentro, su escasa
mente no le permite tramar maldades, ni guardar rencores, ni odiar a nadie. Un perro no desarrolla la
violencia a menos que su dueño lo lleve a ello. Un perro no entiende de banderas, ni de colores de
piel, ni de diferencias de género, ni de cuentas de banco o lugar de nacimiento. Un perro aprende a
obedecer en contra de su instinto por ti, te observa todo el tiempo y se esfuerza al máximo para saber
cómo entenderte.

Un perro descansa siempre a tus pies y vela por el lugar donde estás. Te reconoce como parte del
grupo. Se siente triste si no estás y alegre cuando regresas, aunque solo haga cinco minutos que te has
ido.

No tienen dobleces, no engañan, no traicionan, no dañan intencionadamente. Solo te quieren y buscan


tu compañía todo el tiempo, no se torturan pensando por qué te fuiste o por qué les regañaste; te
quieren y te aceptan, eso es todo.

Con esto no digo que quiero a los perros porque los perros me quieren, o que los quiero porque sé
que no me van a dejar. No. Quiero a los perros porque cuando no soy todo lo buena persona que
debería ser, cuando la falta de inocencia del mundo (o la mía propia) me hacen daño, verlos a ellos
me recuerda el camino

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