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I. Fibromialgia
Y, sin embargo, la FM es mucho más que todo eso, y habremos de trascender las
descripciones objetivas, los datos fríos e incontrovertibles, las muy serias y no
fácilmente objetables hipótesis etiopatogénicas, las detalladas explicaciones y los
rigurosos estudios que colman las páginas de las publicaciones científicas de intachable
pedigrí biomédico a fin de comprender algo más acerca de este conglomerado
sintomático que, con una denominación diagnóstica afortunada, impacta en lo clínico y
lo asistencial y desborda en lo social y cultural.
Si Verdú (2003; pág. 209) desvela como una de las marcas del cambio de milenio la
introducción en la vida cotidiana de la enfermedad como la gran fantasía que explica y
justifica cualquier tipo de malestar social e individual, no hace sino profundizar en una
reflexión que Illich (1974; págs. 634-5) anticipa en treinta años al poner en evidencia el
anhelo posmoderno de un diagnóstico médico que permita la elusión del esfuerzo y la
responsabilidad que conlleva la incorporación a la mayoría de edad. Reflexión que, por
otro lado, es deudora del Freud que se arriesgaba a desvelar ya en sus Lecciones
Introductorias (1916) los beneficios de síntomas neuróticos que, al constituirse en
enfermedad, equilibran conflictos biográficos, legitiman el lamento y la huida, y
procuran dulces salidas (o, al menos, no tan amargas) a miserias y sufrimientos que
requerirían de una heroica lucha para ser enfrentados:
“Es muy posible que la solución del conflicto por la formación de síntomas no
constituya sino un proceso automático, estimulado por la inferioridad del individuo
ante las exigencias de la vida y en el que el hombre renuncia a utilizar sus mejores y
más elevadas energías. Pero si hubiera posibilidad de escoger, debería preferirse la
derrota heroica; esto es, la consecutiva a un noble cuerpo a cuerpo con el Destino”
(Freud, 1916; pág. 2362).
Lejos de la ilusión ilustrada de una era moderna en la que quedase atrás la minoría de
edad propia de las tinieblas medievales; lejos también de la visión psicoanalítica que
observaba en la infancia un pozo de conflictos, la posmodernidad ha apelado a la
puerilización general como atajo democrático hacia la felicidad en masa (Verdú, 2003;
pág. 58). Y el malestar, la infelicidad, la contrariedad, el displacer, el infortunio
corriente han dejado de observarse como consustanciales a la vida, para transformarse
con suma facilidad en enfermedades diagnosticables y, claro está, tratables (Ramos
García, 2007). Pues no se dispone de una cultura mentalizante capaz de proveernos de
palabras con las que construir una narración vital en la que se incluya la frustración.
Porque toda aflicción remite al relato rígido de una enfermedad para la que debe existir
un remedio a consumir. Y porque todo ello se halla, por supuesto, bajo la advocación
del canon y la ortodoxia del modelo biomédico y del reduccionismo organicista que,
naturalmente, no sólo es el único científico, sino que encaja con interesante precisión
con los modelos políticos neoliberales y con la economía de mercado (Tizón, 2002).
Parece quedar fuera de toda corrección política la posibilidad de hacer balance de una
situación vital para llamarla desgracia; se desdeña con horror la eventual idea de una
lectura no tecnificada del infortunio en la vida humana; y se prefiere impulsar con ardor
“su desplazamiento hacia malestares del cuerpo y/o la etiqueta depresiva”, y fomentar el
ocultamiento “bajo el manto médico” de “lo mal-vivido cotidiano”. Y así,
inevitablemente, “los usuarios quejumbrosos buscan mejorar su salud mediante
interminables escaladas de cuidados médico-psicológicos” (Rendueles, 2009; pág. 237)
en las que el soma, que recibe y transmite casi siempre lo que no puede expresarse con
palabras (Wallin, 2007; pág. 201), no deja de asumir un crucial protagonismo como
escenario en el que toma forma concreta e inapelable la aflicción.
En la conceptualización que Fonagy lleva a cabo (v. gr. Fonagy, 2001), esta capacidad
de mentalización requiere, en el proceso de constitución del psiquismo, de un otro capaz
de ofertar al sujeto en desarrollo una actitud mentalizadora. Así, a partir del
establecimiento de una relación de “apego seguro” entre el niño y el cuidador, habría de
desplegarse una sofisticada propuesta comunicacional en la cual este último fuese capaz
de: 1) Transmitir al niño que se da cuenta de su estado mental, que lo registra, que no lo
ignora. 2) Transmitir en ese mismo gesto un mensaje de legitimación de tal estado
mental. 3) Atemperar y dotar de sentido a ese estado mental, de forma que lo que se
devuelve al niño es la sensación de que tal estado puede contenerse, que no es
desbordante. Efectivamente, esto quiere decir que el cuidador debe reflejar el estado
mental del niño, pero no exactamente, sino metabolizadamente. Esa contención exitosa
tiene un efecto positivo en el sentimiento de seguridad del niño, y en su capacidad
reflexiva. En contraste con esto, si el cuidador devuelve una actitud de rechazo del
sentimiento del niño, o bien transmite, con una actitud excesivamente preocupada, una
sensación de ansiedad y desbordamiento, se habrá producido un fracaso en esa tarea
materna, perdiéndose la oportunidad de que el niño internalice una representación
manejable y sana de sus estados mentales (Fonagy, 2001; págs. 175-6). Un fracaso que
puede conllevar, desde luego, la tramitación somatizada del mundo emocional (Wallin,
2007).
Ya a finales del siglo XIX, Freud (1894) explicaba la histeria –con su impresionante
panoplia de síntomas somáticos- desde la importancia causal de la articulación
defensiva del yo ante la representación psíquica intolerable y traumática, generadora de
sufrimiento. El elemento patógeno fundamental sería el intento de neutralización de la
representación intolerable, y no tanto la representación en sí. La desventura neurótica
devendría entonces tal como consecuencia de la imposibilidad para convivir con ideas y
afectos que, desmesurados e intolerables, habrían de reprimirse, disociarse,
arrinconarse, expulsarse del campo de la conciencia: pues, en caso de tener acceso a
ella, provocarían un dolor tan intenso, una tensión tan brutal, que resultaría
insoportable. La represión resultaría, sin embargo, un remedio fracasado, ya que sólo
con la reasimilación de esos cuerpos extraños -que toman sentido y se tornan aceptables
cuando se concilian con la propia historia y el propio psiquismo- se hace posible el
acceso a una convivencia con el propio malestar sin la explosión de síntomas, ya en el
ámbito del vivir cotidiano.
Nasio (2007) insistirá en esa idea en su aproximación al dolor físico al subrayar que la
clínica de orden neurótico habría de ser comprendida a partir de la defensa. Esto es,
como el resultado de la “expulsión” de una representación, una idea, un afecto, del
espacio mental que es accesible al sujeto. Si ese contenido psíquico puede integrarse
con el resto de la experiencia mental dándole un sentido, no se producen síntomas.
Mientras que si, por el contrario, ese contenido es encapsulado y expulsado del campo
psíquico, puede tener lugar una tramitación a través del cuerpo de ese contenido. De
forma que “más que sufrir un dolor de sumisión al malestar, el yo sufre un dolor de
protesta contra ese malestar” (Ibíd.; pág. 37).
En primer lugar, el hecho de que la cultura no tiñe de igual modo a todas las
enfermedades. Hay ciertas enfermedades cuya morfología es especialmente sensible a la
cultura que las acoge, que se conectan de un modo particularmente intenso con la
cultura, y que desarrollan una significación en la que lo cultural pesa muchas veces más
que la esencia natural de la patología concreta; todo lo cual va a resultar por completo
determinante tanto para la forma en que la sociedad se habrá de comportar con los
afectados como para la manera en que cada uno de los portadores del diagnóstico vivirá
la enfermedad.
Por otra parte, un segundo aspecto de importancia: la evidencia de que todas las
enfermedades, sin excepción, se conforman subjetivamente, tomando una cierta
configuración en el plano experiencial que vendrá determinada por la manera en que los
individuos comprenden y viven la enfermedad.
Y finalmente, la vertiente social del conocimiento médico acerca de los trastornos, que
no viene dado en exclusiva por la naturaleza de los mismos, sino que se construye y
desarrolla teniendo en cuenta las demandas de los afectados y de las partes interesadas.
Así, cabría concluir que las enfermedades, y especialmente algunas enfermedades, son
padecidas por los pacientes y comprendidas por los médicos de un modo que,
básicamente, viene determinado en función del escenario cultural en que esas
enfermedades son sufridas, diagnosticadas y tratadas. Algo de importancia radical en la
modernidad líquida (Bauman, 2000), en la que los grandes relatos agonizan (Lyotard,
1979), la identidad de los ciudadanos desfallece, y la enfermedad, estructurada y
rotulada a través de la etiqueta diagnóstica, como microrrelato legitimador, explica y
determina de forma creciente la vida, sus avatares y sus malestares.
Si, socialmente, un trastorno no existe hasta que no recibe un nombre (Ibíd; pág. 7); si
gracias al diagnóstico el paciente “sabe al fin lo que le pasa”; si al acceder a una
denominación validada por la ciencia el sufrimiento queda objetivado y encuadrado en
unos límites; si el rótulo médico legitima y autentifica el malestar relatado por el
paciente; si el diagnóstico cumple esas funciones positivas, no es menos cierto que
puede asimismo conllevar otros efectos menos evidentes y probablemente no tan
beneficiosos para el sujeto etiquetado (Hadler, 1997).
Porque las palabras crean realidad, los nombres afectan a las cosas nombradas y los
diagnósticos, parafraseando a Bateson, pueden sacar a los pacientes de los territorios
para confinarlos en un mapa. O, en ocasiones, en un teatro del cuerpo (Wallin, 2007;
pág. 426). El sufrimiento humano, y más aún, el sufrimiento que, sin clara explicación
médica, se ubica en el cuerpo, no puede entenderse sin tener en cuenta el contexto
interpersonal del paciente que lo vive. No puede abordarse sin atender a los aspectos
psicológicos, sociales y relacionales que lo matizan. No debe enterrarse bajo una
etiqueta diagnóstica que condena al individuo sufriente a una narrativa rígida; que lo
convierte en sujeto pasivo sin control alguno sobre el proceso. Una narrativa desde la
que se obturan todas las salidas, y desde la que se cierra la puerta a la subjetividad
(Diéguez, 2009).
Al igual que conviene no olvidar la importancia que puede cobrar lo certero y brillante
de la etiqueta elegida para nombrar al síndrome en cuestión, ya que puede sugerirse o no
gravedad con el rótulo, o bien evocar con él una denominación de origen de
consecuencias nada desdeñables. El caso del Síndrome de Fatiga Crónica (SFC), tan
asociado desde siempre a la FM (a pesar de reivindicar constante y denodadamente su
singularidad), es perfectamente ilustrativo. Esta denominación, que se incluye con el
código G93.3 en la CIE 10, editada por la OMS en 1994, ha sido criticada con dureza
por su aroma trivial por aquellos que han defendido tradicionalmente que un cuadro tan
severo merecía “un mejor nombre” (Kotz, 2011). Se propugnaba y se propugna así el
término Encefalomielitis Miálgica, no sólo más impactante, sino con el matiz añadido
de que implica la presencia de un factor inflamatorio cuyo origen sugiere un sistema
inmunitario desbordado. Esta tesis se vio fortalecida por el hallazgo de un extraño
retrovirus (el xenotropic murine leukemia virus-related virus, o XMRV) cuya presencia
en algo más del 60% de una muestra de pacientes con SFC llegó a merecer incluso un
artículo en Science en 2009 (Lombardi, Ruscetti, Das Gupta et al., 2009). Los mass
media, incluyendo al New York Times (Grady, 2009), se hicieron eco rápidamente de un
trabajo que alimentaba las pretensiones científicas de un colectivo potente y que asistía
triunfal a un estudio ya definitivo para rubricar la autenticidad del SFC. Algo que
explica la resistencia, la frustración y la desolación con que se vivió, dos años más
tarde, la puesta en cuestión del trabajo y el acto de contrición de Science, que pidió a sus
autores la retirada de un artículo que “nunca debió aceptarse” (Alberts, 2011;
Silverman, Das Gupta, Lombarda et al., 2011).
Como ya se ha señalado, del mismo modo que se plantea que las relaciones de apego
seguro promueven la mentalización, y que la capacidad de mentalización facilita el
establecimiento de relaciones de apego seguro, ha de pensarse que los déficits en la
capacidad de mentalización facilitan la tramitación somatizada de los afectos dolorosos
y la vivencia aún más negativa de los estados de enfermedad.
Los pacientes que adolecen de este déficit muestran un modo básico de vínculo que se
corresponde con lo que se da en denominar un patrón de apego ansioso, en el que
destaca una búsqueda constante de cuidado en el entorno. Esa búsqueda constante, esa
demanda de cuidados que nunca son del todo suficientes ni del todo satisfactorios,
aumenta de una forma exponencial en situaciones de malestar o estrés. En estos
pacientes cuyo estilo relacional está vinculado con alteraciones en la regulación de los
afectos, la enfermedad, más si ésta tiene un rótulo irrefutable, puede constituirse en una
vía regia para fundamentar la demanda de cuidados, lo cual conlleva que el consultorio
médico se constituya en el escenario donde articular esa demanda.
Si el clínico se centra en el síntoma físico, bien para tratar de erradicarlo, bien para
dudar de su misma existencia, o para poner en cuestión el malestar acompañante, se
produce entonces una desatención acerca del sufrimiento psíquico, de la necesidad de
atención, de la comprensión del malestar emocional que el paciente trae, produciéndose
una espiral en la que la queja y la demanda del paciente se siguen del desgaste, la
impotencia y el rechazo por parte del clínico, lo cual incrementa la vivencia de
abandono del paciente.
En todos los casos hay un sufrir físico, en todos los casos despunta la frustración por la
ineficacia de múltiples tratamientos médicos en los que se habían depositado
desmesuradas expectativas, y en todos los casos es posible, también, identificar
elementos psicológicos y emocionales relevantes. En ocasiones resulta más que
razonable hipotetizar que es lo psicógeno lo que está generando un síntoma que se ubica
en el cuerpo. Otras veces resulta llamativa la respuesta del psiquismo ante el problema
médico. Pero siempre se aprecia que los factores emocionales están desempeñando un
papel crucial –muchas veces invisible- en la forma en que se vive la enfermedad, en la
manera en que ésta compromete a la globalidad de la vida de la persona, en el modo en
que los síntomas fluctúan en intensidad o en las variaciones relativas a la tolerancia
hacia ese cuerpo doliente.
Aunque los pacientes “ya saben” en que consistirá el trabajo grupal (ya que esto es algo
que se les ha explicado en las entrevistas individuales previas, en las que se ha decidido
su inclusión en el grupo), explicamos cuál es el elemento que vincula a los miembros
del grupo. Eludimos inicialmente una propuesta explicativa de sus problemas que sea
antagónica a la que ellos traen, pero sí enfatizamos el hecho de que el encuentro se
produce en un Centro de Salud Mental, con profesionales de Salud Mental que
trabajamos desde una perspectiva psicológica. Nuestra idea será la de un trabajo que
enfatice lo psicológico y lo emocional, así como la influencia de estos elementos en sus
vidas. No ofreceremos una solución, “no les daremos nada”. El objetivo es que desde un
trabajo conjunto consigamos avanzar. Ellos son el motor del cambio, y se les anima a
hablar, a pensar, a discutir; a comunicar (muy especialmente) lo que les disgusta o
desconcierta del grupo, de las cosas que se hablan en él, de lo que hacemos los
terapeutas, de lo que dicen o hacen otros miembros del grupo, de las cosas que suceden.
Y se explicita lo esencial de su compromiso de cara al grupo. En él se embarcan de
inicio 10 pacientes –en un formato de grupo cerrado y de tiempo limitado, con un claro
predominio femenino en estos años-, y de cada uno de ellos, de su constancia y
esfuerzo, depende su propia terapia y la de los demás. Se marca en el encuadre la
necesidad de que, cada semana, concurran al menos cinco miembros del grupo. Con
menos de cinco, “no hay grupo”, y dejaremos en suspenso el trabajo hasta la semana
siguiente.
Por una parte, es preciso aclarar que la justificación del abordaje grupal en este tipo de
patologías no atiende en nuestro caso sólo a cuestiones de eficiencia o de ahorro. Siendo
éstas importantes en un centro público (y siendo relevante también la necesidad de que
el terapeuta pueda sufrir menos en el encuentro grupal con estos pacientes que en un
formato individual), hay razones técnicas que consideramos básicas. Ciertamente, el
grupo es algo más que la suma de los individuos (Bion, 1959). El efecto multiplicador
de la experiencia grupal, como valor en sí mismo, es sólo uno más de los valores
añadidos de esta propuesta. La igualdad de roles que posibilita el grupo (frente a la
psicoterapia individual) permite el abandonarse a la experiencia de estar con los otros,
lo cual ha de contemplarse como un factor importante en el intento de que se produzca
un desbloqueo y un proceso de rementalización. El grupo facilita más diálogo y apertura
mutua, y abre la puerta a una oportunidad nueva y diferente para explorar el estado
mental propio y el de los demás. Irrumpe una posibilidad no sólo de universalidad y
socialización (Vinogradov y Yalom, 1989), sino de emergencia de elementos en cadena
y de una resonancia (Foulkes, 1964) de los miembros del grupo con los miembros del
grupo, con lo que esto supone de respuesta y afinidad emocional, en la propia
subjetividad, a partir de la experiencia subjetiva de los otros.
El acceso al establecimiento de identificaciones cruzadas entre los miembros del grupo
es de especial interés en un grupo en el que se trabaja con la vivencia del dolor y la
identidad en la enfermedad. Efectivamente, con todo y con que la interpretación es un
recurso fundamental que establece también una forma de vínculo y contribuye a otorgar
una (nueva) identidad al paciente (Bleichmar, 2004), en un espacio grupal, la forma de
reacción ante el dolor de otros miembros del grupo va a tener una gran importancia. En
el abordaje de pacientes con FM, en los que se baraja la posibilidad de una
interpretación hipertrofiada de los estímulos dolorosos por parte del SNC así como de
una disfunción de los sistemas endógenos inhibitorios del dolor, no deben pasarse por
alto trabajos como los que lleva elaborando el grupo de Benedetti (v. gr. Colloca y
Benedetti, 2009). Estos autores, que ya habían demostrado que el efecto placebo no sólo
modifica las representaciones del dolor, sino las mismas bases neurobiológicas tanto de
los circuitos del dolor como de las respuestas inmunológicas, han mostrado ahora cómo
esos efectos pueden producirse por observación de un otro que se enfrenta a un estímulo
doloroso. Lo cual significa que la reacción frente al dolor puede variar de acuerdo a la
reacción que una figura de referencia tenga frente al mismo (lo que habla del
funcionamiento de las neuronas espejo estudiadas por Rizzolatti y Sinigaglia en el
campo del dolor).
Y junto a todo ello, por supuesto, el valor crucial de la vertiente relacional, vincular, en
el plano afectivo y de apego, en el grupo. El grupo se ofrece como una base segura y
continente desde la que explorar las emociones y pensar sobre ellas. Se propone como
un espacio de apego seguro para facilitar un trabajo de mentalización. Se abre como un
lugar de encuentro desde el que propiciar la movilización y abandonar la pasividad y la
queja. Esta idea es la que justifica nuestra propuesta de un grupo de tiempo limitado
pero no tan breve, ya que la construcción de una relación de apego confiable, de una
masa crítica cohesionada, de un grupo con cierta historia e identidad grupal, requiere un
tiempo mínimo.
Asimismo, se requiere por parte de los terapeutas una actitud inicialmente muy activa,
en un intento de ir a buscar y recoger a un grupo de pacientes que inicialmente sólo
suelen hablar de y desde el cuerpo, que despliegan un discurso de queja y frustración,
también muchas veces frustrante. Se asume así un movimiento inicialmente
transferencial hacia el terapeuta, en la expectativa de que puedan irse generando
transferencias laterales entre los miembros del grupo, que habrán de ser agentes
terapéuticos unos de otros (Moreno, 1966). En principio, no obstante, el terapeuta habla
mucho, explica nuevamente que puede esperarse del grupo, anima a emplear este
espacio psicoterapéutico en un hablar acerca de cuestiones emocionales y psicológicas
(más allá del síntoma físico, los tratamientos médicos o los encontronazos por las bajas
laborales), y propone y sugiere temáticas y conflictos que, probablemente, es esperable
que hayan de surgir. La rabia (Camino, Jiménez, de Castro-Palomino et al., 2009) por
no ser creídos o comprendidos, por no recibir ayuda, porque no se les muestra el apoyo
y el afecto que necesitan; la pena, la frustración y la soledad sentidas en el ámbito
laboral o familiar; la exigencia (que sienten proveniente del entorno, y también la que
ellos muestran hacia ese entorno); la sensación de que el fracaso es inasumible, por lo
que la enfermedad resulta preferible y, en ocasiones, mucho más confortable; la
pasividad y el deseo de que “alguien haga algo”, de que “alguien se haga cargo”; la
furia sentida hacia los médicos que no saben y no les ayudan (pero a los que insisten en
demandar esa solución que ya saben que no tienen); el estancamiento en la queja; la
rebelión desde la enfermedad, que se despliega en un deseo de ponerse en huelga. Y la
identidad en la condición de ser un enfermo (“somos enfermos, ¿no?”; “¿somos algo
más?”; “yo no quiero estar con enfermos”; “sólo en un grupo de enfermos me
comprenden”).
Poco a poco los terapeutas pueden dejar la iniciativa al grupo, a pesar de que, cada día,
resulta difícil entrar en cuestiones de calado psicológico. El grupo va hablando más y
más, sintiendo más y más, mentalizando más y más en ese entorno seguro que les
permite reconocerse y ser de otra manera. Que les proporciona un sentimiento diferente
de estar en el mundo y que pueden interiorizar y llevarse más allá del momento del alta,
que se declara inamovible -a finales de junio- desde el momento de empezar –en
octubre-. La terapia empieza y debe concluir, lo que obliga a enfrentar también la
tristeza (y la rabia) por la conclusión, por la separación, por el “abandono” del
terapeuta.
I.
I es una mujer de cuarenta y tantos años, atractiva, culta e inteligente, que asume desde
un principio que algo de lo psicológico juega un papel más que relevante en su cuadro
de FM. Natural de una pequeña ciudad de un país del Magreb, recuerda que ya un
psicoanalista le dijo, mucho antes de llegar a Europa, que el origen de su dolor era
fundamentalmente psíquico, algo que en su momento escuchó con escepticismo e
irritación.
P.
P se presenta, sin duda, como una militante de la FM. Diagnosticada hace ya años, se ha
implicado muy activamente en uno de los múltiples movimientos asociativos que se
articulan en torno a la defensa de los afectados por la FM, el Síndrome de Fatiga
Crónica/Encefalomielitis Miálgica (SFC/EM) y el Síndrome de Sensibilidad Química
Múltiple. De hecho, a su llegada al grupo es vicepresidenta de una de estas
asociaciones. Vital, locuaz, con vocación de liderazgo, llena de energía, ha dedicado y
dedica muchas horas del día y mucho esfuerzo personal a la reivindicación del
sufrimiento, a la defensa de los derechos y a la demanda de atención sanitaria o legal de
los miembros de su asociación. Se lamenta de su desvalimiento físico, de los dolores
que padece, de su desfalleciente potencial cognitivo, de la incapacidad para superar su
inmenso cansancio… Y se muestra, sin embargo, poderosa, “un huracán”, en su papel
de constante animadora de la vertiente relacional de su colectivo: atiende múltiples
llamadas de pacientes, organiza actividades, contacta a potenciales colaboradores,
programa conferencias, lee constantemente acerca de la FM y de los restantes síndromes
solidarios con ella, diseña y pone en marcha encuentros y jornadas. Mucho más allá de
lo anecdótico, su caso es un ejemplo de una vida que, en gran medida, toma sentido a
partir de la FM.
Poco a poco podrá desvelar algo de su biografía. Hablar de un padre muy perturbado.
De una madre poco protectora. De una hermana con la que ha mantenido y mantiene
una relación de pegazón tan salvadora como enervante y enloquecida. Puede relatar su
frustrada trayectoria como bailarina (otro guiño a un referente de esta causa como es
Manuela de Madre). Su infortunado y finalmente truncado matrimonio. Su desnutrición
emocional. Y el desierto relacional que tanto sufre y del que huye colocándose en el
lugar de atenta cuidadora y guía de los que habitan y se duelen, como ella, en cuerpos
en los que se refugia la aflicción. Una huida que la conduce a otra cárcel: la de la rabia
difícilmente asumible y expresable que se dispara al ser una vez más cuidadora y no
cuidada; al ser tratada con poco mimo y mucha desconsideración por su hermana; al
verse atrapada en un escenario en que se le pide mucho y se le oferta poco.
Emergen estas temáticas en su discurso. Progresivamente, el cuerpo pierde cierto
protagonismo.
M.
M tuvo una madre terrible, insensible, fría y ensimismada, que casi ni la miraba. Hasta
que la paciente, periódicamente, se reivindicaba con crisis histeriformes (por completo
inconscientes) más propias de la Salpétriêre, y reparaban en ella, y se la llevaban de
compras, y ella accedía a un pedacito de felicidad. Sólo recuerda el contacto emocional
y el cariño con su madre cuando ésta enferma, y la paciente debe cuidarla en casa hasta
su muerte, casi veinte años después de iniciarse la enfermedad.
Hace años aparece su actual pareja. Y sólo entonces, al tocar este tema, la paciente se
desmorona. Cuando, como tantas veces se hace en el grupo, se recuerda que estamos en
el contexto de un trabajo de tiempo limitado; cuando se insiste en que el grupo se
acabará a finales de junio; cuando se enfatiza una vez más que esta es una oportunidad
(que quizás no se reedite) para hablar de cosas que no es fácil hablar fuera; cuando se
insta a que piensen en cosas que no querrían haber dejado sin hablar cuando el grupo
acabe; es entonces cuando M rompe a llorar y admite que no sabe como salir de donde
está en el plano sentimental. No sabe como romper una relación que considera
fracasada. Se siente paralizada por el terror de intuir que, si ella rompe, su hija, que está
tan bien ahora, pueda verse abandonada por ese padre adoptivo, que ha sido importante
mientras ha estado ahí, y al que se percibe inconsistente y huidizo. Movilizándose, muy
animada, por el caluroso apoyo y por las propuestas constantes del grupo. Apenada y
llorosa cuando éste llega a su fin. “El dolor sigue ahí, pero se siente con mucha mayor
energía, arrastrando una mochila que ya pesa mucho menos”.
A.
A es una mujer de casi 50 años, casada, con dos hijos, afable y comunicativa, que se
presenta en nuestro Centro de Salud Mental planteando que, si bien “ella ha estado mal
desde que se acuerda”, se encuentra aún peor desde hace diez años, desde la muerte
repentina de su madre, con la que tuvo siempre una relación muy complicada y
dolorosa. Con una biografía penosa, con una historia de infancia que dificulta
notablemente la constitución de un psiquismo sólido y saludable, con una madre
descalificadora que la quiso poco y no la trató bien, con un padre que fallece de cáncer
cuando la paciente tenía diez años, “se ha sentido siempre arrollada”, sometida, sin
posibilidades para rebelarse o construir una realidad satisfactoria.
Con un hermano dos años menor, siente que éste fue siempre el preferido de su madre,
que dirigía, en contraste, a la paciente, una mirada siempre dura, despiadada, incluso
sádica; y que le exigía, paradójicamente, a cambio, gratitud y sumisión. Se estructura de
este modo una infancia triste, y una imagen de sí precaria y desfalleciente, destacando el
sentimiento, no sólo de incapacidad y carencia de valor –en lo intelectual, en lo
referente a su atractivo femenino-, sino también de deuda ante el agresor, de obligación
de complacerle, y de prohibición de acceso a los aspectos de disfrute de la vida (en este
sentido, por ejemplo, su vida sexual ha sido pésima, admitiendo que no ha tenido nunca
un orgasmo).
La muerte de su madre, que ingresa en el hospital para someterse a una cirugía banal y
que fallece allí poco después por una infección absurda, deja en la paciente un estado de
ánimo marcado por el desánimo y la ansiedad, y por una intensa culpa. Poco a poco van
haciendo acto de presencia múltiples síntomas físicos, especialmente cefaleas y dolores
musculares. Llega el diagnóstico de FM…
Se muestra escéptica en general cuando se le nombra esa rabia con la que para nada
conecta. Tan escéptica como cuando se intenta poner en relación el sufrimiento laboral
con las variaciones en la intensidad de los síntomas físicos.
No obstante, va siendo más capaz de una cierta asertividad con esa jefa agresiva. Y un
día, en el grupo, cuando todos sus compañeros de terapia comparten el gusto por la
crítica a una figura política a la que ella admira, se planta de modo insólito y en solitario
en una defensa en la que la rabia se canaliza de forma saludable y eficaz.
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