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3.1 Concepto
La supremacía constitucional es la especial característica de la Constitución, consistente en
poseer superior valor jurídico, en tanto condición de validez de todas las otras normas de
derecho, sobre las que prevalece en caso de contradicción. Se refiere en concreto al deber que
pesa sobre las instituciones de respetar los límites formales y sustanciales que la Constitución
establece.1
Para que la supremacía constitucional no sea un principio puramente doctrinario y alcance
vigencia y eficacia practica, el sistema jurídico que la afirme debe proporcionar los medios para
garantizar su respeto, es decir, lograr que el movimiento de toda actividad que se desarrolle en
el Estado, ya sea que se realice por los órganos de éste, o por los miembros de la sociedad
política, se produzca dentro de las bases sentadas por la ley fundamental.
El ataque a la supremacía constitucional puede provenir tanto de un órgano del Estado
como de cualquiera de los integrantes de la sociedad política.
Desde otra perspectiva, la actividad inconstitucional, esto es, contraria a la Constitución,
puede atropellar el cuadro organizativo trazado en la Ley Fundamental que determina la
composición de los órganos, su respectiva esfera de competencia y los trámites que ha de
cumplir en su gestión. A esta infracción se le denomina INCONSTITUCIONALIDAD DE FORMA;
o contradecir la sustancia del ideal del Derecho que la Constitución traduce y los derechos que
se aseguran a todos los ciudadanos, dicha vulneración se denomina INCONSTITUCIONALIDAD
DE FONDO.
El principio de la supremacía constitucional comprende la necesidad de hacerla efectiva
frente a toda otra norma jurídica, pero reviste especial interés y complejidad hacerla efectiva
respecto de la ley puesto que las demás normas (reglamentos, decretos, sentencias) se fundan
en preceptos legales. Esta cuestión se ha prestado a un ardoroso debate porque surge junto
con la afirmación del postulado de la “soberanía del parlamento”, esto es, del superior valor de
la ley como manifestación de la voluntad general dictada por los representantes elegidos por el
pueblo. Pero si se pretende conseguir la real supremacía de la Constitución hay que partir del
supuesto de que por sobre la ley y las cámaras legislativas se halla una autoridad superior, la de
la carta fundamental.
3.2 CLASIFICACIÓN
1 PRIETO SANCHÍS, Luis (2009): “Justicia Constitucional y derechos fundamentales” Madrid, ed. Trotta, pp.
148
normas del Ordenamiento, es que éstas son “fundamentales” para la perpetuación del orden
político que un pueblo se ha otorgado en determinado momento histórico.
Concluiremos entonces que por el contenido que es propio de las normas
constitucionales, aparecen éstas, en relación con las demás normas jurídicas, revestidas de una
supremacía que se denomina material.
2 ARAGON, Manuel: “Sobre las nociones de supremacía y supra legalidad constitucional” en Revista de Estudios
3 «Estas leyes son llamadas 'fundamentales' no en el sentido de que pueden hacerse independientes de la voluntad
nacional, sino porque los cuerpos que existen y actúan por ellas no pueden tocarlas. En cada parte la Constitución
no es obra del poder constituido sino del poder constituyente. Ninguna especie de poder delegado puede cambiar
nada en las condiciones de su delegación». SIEYES: ¿Qué es el tercer Estado?, citamos de la traducción española
editada por Aguilar, Madrid, 1973, pp. 76 y 77.
4 GARCÍA PELAYO, Manuel: Derecho constitucional comparado, Ob. Cit., p. 262. FRIEDRICH, Kart: Teoría y realidad
de la organización constitucional democrática, Fondo de Cultura Económica, México, 1946, pp. 126, 218 y 219.
5 El mismo Cromwell explicó que había que dar una regla permanente, inviolable, frente a las cambiantes
resoluciones mayoritarias del Parlamento. FRIEDRICH, Karl: Ibídem, p. 219; y BRYCE, James: Constituciones
flexibles y Constituciones rígidas, 2ª edición, IEP, Madrid, 1962, p. 99.
6 En las colonias norteamericanas la idea de unas reglas jurídicas superiores al Derecho ordinario aparece desde un
principio en el siglo XVI. Los colonos, como sabemos, solían establecer en un contrato suscrito por ellos mismos
(covenant) las condiciones de su propio gobierno, y las «cartas» de libertades, privilegios y organización
los colonos como argumento para rechazar los impuestos exigidos por Inglaterra, empleando
para ello las teorías del Juez Coke, arguyendo el principio general de la Constitución inglesa: los
tributos deben ser aprobados por los representantes del pueblo, por tanto no se sienten
obligadas (las colonias) a satisfacer los acuerdos de un Parlamento inglés en donde no tienen
representación alguna. A medida que progresa el enfrentamiento con Inglaterra, se abandona
incluso tal razonamiento que, además pocos efectos podía tener en la metrópoli, donde ya no
regían las ideas de Coke, sino las de Blackstone de la soberanía del Parlamento; se acude, en su
lugar, a las doctrinas iusnaturalistas del pacto social (especialmente a las de Locke) y se niega la
competencia de la Corona inglesa sobre las colonias no ya en virtud de los principios de la
Constitución británica, sino de los derechos fundamentales del pueblo americano. Y así, en la
Declaración de Independencia de 1776, como dice muy bien García Pelayo, «ya no se apelará al
common law, a los derechos de los súbditos británicos o a las franquicias de la Constitución
inglesa, sino exclusivamente “a las leyes naturales y de Dios”»7. En dicha declaración se dirá,
pues, «que todos los hombres han sido dotados por el Creador con ciertos derechos inalienables, entre los que
están la vida, la libertad y la persecución de la felicidad. Que todos los gobiernos han sido instituidos entre los
hombres para asegurarles estos derechos». Razones que no sólo sirvieron para fundamentar el derecho
a la independencia sino que contienen también la afirmación de que por encima de los poderes
del Estado están los derechos de los hombres, derechos que aquél, en consecuencia, habrá de
respetar. Aquí reside la base teórica de la supra legalidad constitucional, que no es otra que el
genuino concepto de Constitución: la limitación de los poderes del Estado encaminada a
garantizar la libertad de los ciudadanos.
La idea de supra legalidad está presente, pues, desde el primer momento, en el
constitucionalismo norteamericano. En las Constituciones de los nuevos estados aparece, en
forma expresa (en el preámbulo de la de Massachusetts, por ejemplo) o tácita, esta concepción,
amparada en las doctrinas pactistas de que la Constitución es la norma jurídica suprema;
noción además fortalecida por el hecho de que el nacimiento de la Constitución americana
coincide con el nacimiento del Estado. A ello se unirá además la desconfianza existente en las
ex colonias hacia los Parlamentos, motivada, sobretodo, por la pasada experiencia de
enfrentamiento con el Parlamento inglés; desconfianza que influirá a la hora de elaborar la
Constitución federal de 1787, la que nace como una norma superior al Derecho ordinario y
dotada, por ello, de una cláusula de rigidez expresa en su Art. 5°.
Sin embargo, el rango del producto normativo de esa voluntad soberana es inseparable
del contenido de la norma misma, es decir, la Constitución no es Constitución sólo por
provenir del poder constituyente, sino por cumplir la finalidad a la que necesariamente ha de
dirigirse la voluntad del poder constituyente, o lo que es igual, soberano; la cual no puede ser
otra que la de limitar al poder constituido dividiéndolo y proclamando la existencia de unos
derechos fundamentales; exigencias ambas que han de considerarse como presupuestos
administrativa que recibían de los reyes de Inglaterra (si las colonias pertenecían a la Corona) o de sus señores (si
eran de dominio particular) a veces sólo consistían en la confirmación del pacto originario. Estas «cartas» poseían
un rango superior al de las normas aprobadas por las Cámaras legislativas de las respectivas colonias. El más
conocido de esos contratos, entre los primitivos, es el de los Pilgrimfathers, celebrado a bordo del «Flor de Mayo» el
11 de noviembre de 1620, que dará origen a la fundación de New Plymouth. Otro ejemplo es la carta concedida a
la colonia de Connecticut por Carlos II, la que tuvo como base el contrato primitivo celebrado por los propios
colonos («Fundamental Orders»). En tal sentido BRYCE señala: «Los comienzos de las Constituciones rígidas se
encuentran en el siglo XVI. Los primeros pobladores de las colonias británicas en América del Norte vivieron
bajo gobiernos creados por cartas reales inalterables por las legislaturas coloniales. Así llegó a hacerse familiar la
idea de un instrumento superior a la legislatura y a las leyes». BRYCE, James: Constituciones flexibles..., Ob. Cit., pp.
98 y 99.
7 GARCÍA PELAYO: Derecho constitucional comparado, Ob. Cit., pp. 328 a 330.
teóricos, indiscernibles, del concepto de supra legalidad, pues ésta no es consecuencia
únicamente del carácter formal de la Constitución, sino que más bien se trata de una exigencia
debida a su especial sentido material, a su concreto contenido político, o si se quiere, a la
pretensión de legitimidad que encarna.
Por fin, el Juez Marshall de la Corte Suprema de Justicia de los EUA, dio el
fundamento decisivo de la supremacía constitucional al emitir su voto en el caso “Marbury vs.
Madison”. Al respecto dijo: “O la Constitución es la ley suprema, inmutable por medios ordinarios, o está
en el nivel de las leyes ordinarias, y como otras, puede ser alterada cuando la legislación se proponga hacerlo. Si
la primera parte de la alternativa es cierta, entonces un acto legislativo contrario a la Constitución no es ley; si la
última parte es exacta, entonces las constituciones escritas son absurdos proyectos por parte del pueblo para
limitar un poder ilimitable por su propia naturaleza. Ciertamente, todos los que han sancionado constituciones
escritas, las consideran teoría de cada uno de los gobiernos. Una ley de la legislatura que repugna a la
Constitución, es nula”.