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Universidad de Huelva
Era una lástima que cuando se fuera no pudiese llevarse el río anudado a la garganta
como una estola de agua. Le era difícil imaginar la vida sin aquel caudal cuya
tumultuosidad o mansedumbre marcaba las estaciones, el decurso del tiempo.
El río era su memoria. Le bastaba fijar los ojos en la corriente oscura que, atrapando el
reflejo del sol, se lo llevaba y convertía en un líquido mercurial, para evocar la historia de
cuanto la circundaba.
[...] [263]
El río era reconfortante, un gran manso animal doméstico, pero también era su
criatura mítica: la serpiente con alas verdes sobre cuyo lomo cabalgaría muy pronto
cuando al fin saliera a descifrar los acertijos que la rodeaban desde la infancia (pág. 17).
Esperaba ver a sus padres al entrar en Waslala. Esperaba que el lugar contara entre sus
atributos las premoniciones que les hicieran presentir el olor de la hija aproximándose.
No vio a nadie. Caminó aturdida entre veredas que serpenteaban en medio de setos
fragantes, macizos de flores, arbustos, naranjos, limoneros, troncos sobre los que crecían
descomunales plantas de pitahaya cargadas de frutos color púrpura intenso (pág. 308).
En Waslala se profesaba la noción de haber sido elegidos para una misión que
trascendía lo individual, para experimentar un modo de vida que, de ser adoptado por los
demás, no sólo cambiaría la faz de Faguas, sino la faz de la tierra. Sin embargo, la puesta
en práctica de aquellos conceptos abstractos que se sustentaban en una firme creencia en
la bondad humana, demostró estar llena de obstáculos. Los poetas sostenían que así tenía
que ser al inicio, que no nos desanimáramos. Afirmaban que lo ideal, al tornarse
concreto, inevitablemente sería imperfecto, porque quienes lo ponían en práctica eran
seres humanos criados con valores discordantes (pág. 315).
Waslala era considerada el último reducto del orden, lo único que podría devolverle a
Faguas la perspectiva de una manera alternativa de vivir. O, quizá, como pensara Joaquín
era tan sólo el recurso colectivo final, agotadas todas las otras ilusiones. Era [267] un
juego de espejismos del que nadie en Faguas escapaba. Y ella era parte de ese juego.
Siempre lo había sido. Lo hubiera sido aun sin proponérselo (pág. 182).
Así mismo supone una reposesión del Eros, como parte
fundamental de la identidad, un Eros salvador capaz de conciliar los
contrarios:
Era ella, Melisandra, la que viéndola ahora no requería mucha imaginación para
calibrar el desgarramiento, el dolor, el precio que debía haber pagado por sus opciones.
La madre la dejaba libre para el perdón o la condena; la respetaba no como hija, sino
como una mujer que le reconoce a otra la futilidad del consuelo, la inevitable soledad de
la especie. Porque sería ella sola, a fin de cuentas, Melisandra, quien juzgaría aquello
(pág. 327).
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