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«¡Venid!

»: Invitación del padre Santoro a sus amigos antes de ser asesinado


en Turquía

«La mía es una invitación además de una reflexión», decía en una carta

ROMA, martes, 7 marzo 2006 (ZENIT.org).- Pocos días antes de ser asesinado en
Trebisonda (Turquía), el sacerdote italiano Andrea Santoro había escrito a sus
amigos y colaboradores de Roma.

Exactamente al mes de su muerte, el diario católico italiano «Avvenire» publicó el


domingo pasado la misiva, reconociendo en ella «el amor por el pueblo turco», «la
dificultad del testimonio diario en una tierra donde el Islam dicta su ley», «el
ofrecimiento total de la existencia al ideal cristiano y el presagio del sacrificio».

El padre Santoro, de 60 años, murió mientras oraba arrodillado en los últimos


bancos de su iglesia de la localidad del Mar Negro; recibió dos disparos por la
espalda –mientras se oyó el grito de «Alá es grande»-- presuntamente de parte de
un joven que reconoció haber actuado movido por la rabia suscitada tras la
publicación en prensa occidental de las viñetas sobre Mahoma.

Sacerdote «fidei donum» de la diócesis de Roma, su desaparición ha causado una


fuerte conmoción. Benedicto XVI se ha referido varias veces al testimonio de amor
del padre Santoro.

El obispo vicario del Papa para la diócesis de Roma, el cardenal Camillo Ruini, al
presidir en la Basílica romana de San Juan de Letrán los funerales por el sacerdote
–el pasado 10 de febrero--, anunció su intención de abrir el proceso de beatificación
y canonización convencido de que en el padre Santoro se dan los elementos
constitutivos del martirio.

Durante su última visita a Roma, el padre Santoro envió una breve carta al Papa –
fechada el 31 de enero— en nombre de algunas fieles de su parroquia en
Trebisonda, y se unía a éstas invitando al Pontífice a visitarles en la localidad turca.
Benedicto XVI indicó la publicación de dicha carta (Zenit, 8 febrero 2006).

Pocos días antes había escrito otra a sus amigos de Roma. Por su interés, la
publicamos íntegramente.

***

Queridísimos:

Deseo comenzar con las cosas buenas, porque es justo alabar a Dios cuando hay
serenidad, y no sólo invocar el sol cuando hay lluvia. Además es justo ver la brizna de
hierba verde también cuando estamos atravesando una estepa.

He aquí, por lo tanto, algunas briznas de hierba verde. Algún día antes de ir a Italia, en
la hora de la visita en la iglesia, se presentó un nutrido grupo de muchachos más bien
voceadores y ruidosos. Estoy acostumbrado: para lograr silencio y respeto basta con
acercarse, recordarles que la iglesia es, como la mezquita, un lugar de oración que Dios
ama y en el que se complace, Un grupito de 4-5 chavales, de unos 14-15 años, se me
acercaron y empezaron a hacerme preguntas: «¿Pero estás aquí porque te han
obligado?». «No, he venido de buena gana, libremente». «¿Y por qué?». «Porque me
gusta Turquía. Porque había aquí una iglesia y un grupo de cristianos sin sacerdote, y
entonces me puse a disposición. Para favorecer las buenas relaciones entre cristianos y
musulmanes...». «¿Pero estás contento?» (usaron la palabra mutlu, que en turco quiere
decir feliz). «Claro que estoy contento. Ahora os he conocido, ahora estoy más contento
todavía. Os aprecio». En ese momento los ojos de una muchacha se iluminaron, me
miró con profundidad y me dijo con arrojo: «También nosotros te apreciamos». Decirse
«te apreciamos», dentro de una iglesia, entre cristianos y musulmanes me ha parecido
un rayo de luz. Bastaría esto para justificar mi venida. ¿El reino de los cielos no es tal
vez parecido a un granito de mostaza, la más pequeña de todas las semillas? Lo echas y
después le dejas hacer... ¿Y no es tal vez verdad que «si amas conoces a Dios» y le das a
conocer, y que si no amas, aunque poseyeras la ciencia o hablaras todas las lenguas, o
distribuyeras bienes a los pobres, no eres nada más que un tambor que resuena?

Otra brizna de hierba. Una tarde, a principios de diciembre, estaba en la calle con mi
furgoneta. Debía girar, puse el intermitente e inicié la maniobra. Venía un coche
rapidísimo. Tuvo que frenar para no embestirme. Uno bajó y empezó a gritar.
Conociendo la irascibilidad de los turcos, sobre todo si están bebidos, proseguí,
temiendo malas intenciones. Me di cuenta de que me seguían. Al llegar a la plaza me
cerraron el camino. Me encontré con la puerta abierta, uno que me lanzó un puñetazo,
otro que me arrancaba del asiento y otro más que quería arrastrarme. Me ha durado la
marca de aquel puñetazo algunos días y el hombro, forzado, a veces aún me duele.
Intervino la policía: estaban bebidos y se hizo un atestado en su contra. Volví a casa
aturdido, preguntándome cómo se podía llegar al enfurecimiento. Me vinieron a la
mente las peleas que acaban con un muerto, las violencias cometidas contra una
muchacha sola, la diversión sádica contra cualquier pobre desgraciado. Debo deciros la
verdad: tuve miedo y durante algunas noches no dormí. Seguía preguntándome: ¿Por
qué? ¿Cómo es posible? Una semana después, hacia la tarde, sonó el timbre de la
iglesia. Fui a abrir: eran tres jóvenes de unos 25-30 años. Uno me preguntó: «¿Se
acuerda de mí?». Le miré bien y reconocí al que me había tirado del hombro. «He
venido a pedirle perdón. Estaba bebido y me he comportado muy mal. Padre,
perdóneme». «Está bien –le dije--, estate tranquilo. Pero no lo vuelvas a hacer, a nadie
más». Entonces me pidieron visitar la iglesia. Seguía pidiéndome excusas a cada paso.
Vio una página del Evangelio expuesta en la vitrina: «Amad a vuestros enemigos», y
entonces entendió por qué le había perdonado. Después me dice: también entre nosotros
hay un dicho: «echa flores a quien te arroja piedras». Y siguió: «Tuvimos un accidente
algunos días después de golpearle. El coche ha quedado destrozado, uno está aún en el
hospital y nosotros estamos magullados. Entre nosotros se dice que si uno hace mal a
una persona y después muere no puede presentarse a Dios. Porque Dios le dice: es a esa
persona adonde tienes que ir. ¿Entre ustedes, padre, es igual?». «También nosotros
decimos que no basta con dirigirse a Dios, sino que hay que reparar el mal hecho al
prójimo. Decimos, sin embargo, también que si el inocente ofrece su dolor por el
culpable, obtiene de Dios el perdón por quien ha hecho el mal, como Jesús, que ofreció
su vida inocente para salvar a los pecadores. Jesús se hizo cordero para los lobos que le
despedazaban y oró: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen. Con su cruz
partió la lanza». En ese punto miraron la cruz. El tercero que iba con ellos era un vecino
mío de casa; les había indicado la iglesia y se había hecho su mediador. Estaba feliz de
enseñarles la iglesia y de haber obtenido la reconciliación con el sacerdote a quien
conocía. Salió también una invitación a cenar, a la vuelta de Italia. ¡Veremos si el
puñetazo ha producido también un buen plato de cordero asado!

¿Otra brizna de hierba? Un viernes, en la iglesia, un grupo de chavales había sido


particularmente maleducado e insolente. Otros tres, mayores, lo presenciaban de lejos.
Al final me pidieron hablar. Con mucha educación me hicieron todo tipo de preguntas,
escuchando con respeto mis respuestas y planteando con cortesía sus objeciones. Nos
despedimos. A la mañana siguiente un joven llamó: reconocí a uno de aquellos tres. Me
dio bombones: «Padre, acepte mi regalo. Le pido excusas por esos chavales
maleducados de ayer».

En otra ocasión entraron dos muchachas: «Padre, ¿me reconoce?», me dice una. «¡Sí,
claro!». «Usted una vez me dijo que Jesús nunca usó la espada. ¿Es así?». «Sí, es así».
«Mahoma –me dice-- la utilizó, es verdad, pero sólo como última posibilidad...». «Jesús
–le respondo-- ni siquiera como última posibilidad. Os envío como corderos en medio
de lobos, dijo, y Él mismo se hizo cordero para ganar a los lobos. Si contra la violencia
usas la violencia, se hace doble violencia. Mal más mal, igual a doble mal. Se necesita
el doble de bien para contener el mal. Si se desata un incendio, ¿qué haces? ¿Echas
leña?». «No, agua». «Eso es, precisamente. Pero no es fácil. Sin embargo, esto es el
Evangelio. En las manos de Jesús no está la espada, sino la cruz...». Me siguió atenta,
pero trastornada. ¿Por qué me maravillo? ¿Cuántos cristianos están no sólo trastornados,
sino que ni siquiera miran ya la cruz? No acogen ya la sabiduría, la fuerza, la victoria de
la cruz. Se han convertido a la espada: en la vida pública y en la privada. Si lo hace un
musulmán, en el fondo no es extraño: sigue a su fundador. Pero si lo hace un cristiano,
no sigue al propio Fundador, aunque tenga cruces por todas partes, en el cuello, en casa,
en cada campanario.

Otra pequeña y delicada brizna. En el avión, de regreso de una reunión con el obispo en
Iskenderun, había junto a mí dos ancianos esposos y una joven muchacha, elegante y
graciosa. Los dos ancianos eran más bien descuidados e inexpertos. La joven, con
mucha delicadeza, les abrochó a los dos los cinturones, se agachó al suelo a recoger
algo que se había caído, se prodigó en toda forma, no con respeto, sino con veneración.
Él seguía desgranado su rosario musulmán, acompañando las manos con los labios
pronunciando los 99 nombres de Dios. Ella, a su lado, callada y con el velo puesto, daba
la idea de sentirse contenta junto a su marido en oración.

Ahora os hago entrever algo de las estepa en la que a veces me resulta fatigoso caminar,
pero en la que con gusto me doy por entero, buscando ser yo mismo una brizna de
hierba, aunque a veces me siento una rosa llena de punzantes espinas. Cuando advierto
que para defenderme de las espinas saco las mías, me pongo bajo la cruz, la miro y me
vuelvo a proponer seguir a «mi» Fundador, aquél que no usa ni espada ni espinas, sino
que sufrió la una y las otras para despedazar la espada y quitarnos las espinas del
resentimiento, de la enemistad, de la hostilidad. Le pido que me de la gracia de «su»
Espíritu para tener a raya el mío.

Empecemos por los niños. Junto a los sonrientes, afectuosos, respetuosos, se ha


intensificado en estos últimos meses una nube de lanzadores de piedras, de
perturbadores, de «pequeños provocadores» de todo tipo. Los niños son el espejo del
mundo de los adultos. En casa, en la escuela, en televisión se dicen frecuentemente de
nosotros, cristianos, mentiras y calumnias. El resultado no puede ser sino la mofa de
esos «pequeños» a quienes Jesús quería consigo, pero en relación con los cuales alertaba
a cuantos les «escandalizan», esto es, cuantos son para ellos «motivo de tropiezo y de
inducción al mal». Me he acordado de cuando, de niño, oía «hablar mal» de la única
familia protestante de mi pueblo, o de cuando oía decir que «todos los turcos hacen
cosas turcas». El mal que se recibe a veces te vuelve a poner ante los ojos el mal
realizado, si bien olvidado. En otros momentos me vienen a la mente las palabras de
Job, sufriente, figura de la pasión de Cristo: «Toda la reunión me acorrala... Hasta los
chiquillos me desprecian... me hacen burla» (Job, 16,7 y 19,18). Estamos estudiando
una estrategia aún mayor de afabilidad y acogida, de silencio, de sonrisa, de persuasión.

Una familia de musulmanes –se habían hecho cristianos antes de que yo llegara a
Trebisonda— me habló del llanto de sus niños en la escuela cuando se decía toda clase
de mal de los cristianos. Hablaron de ello con el maestro recibiendo excusas y un
compromiso de mayor honestidad y corrección. Un padre de familia, registrado como
musulmán en el documento de identidad (en Turquía en el carné de identidad se anota la
religión), desea regresar a la fe cristiana de sus antepasados. Pero se enfrenta con los
insultos y las amenazas de algunos de su pueblo. «Si me atacan y yo respondo, ¿soy aún
cristiano?», me preguntaba preocupado y pensativo. «Sí –le respondía-- porque el Señor
comprende tu debilidad. Pero recuerda que a nosotros, cristianos, no nos es lícito el “ojo
por ojo, diente por diente”. Nosotros somos discípulos de Aquel que lleva las llagas por
todo su cuerpo y que dijo a Pedro: “Mete la espada en la vaina...”». Contra el pecado
Jesús erigió como baluarte su cuerpo sacrificado y su sangre derramada. El cristianismo
nació de la sangre de los mártires, no de la violencia como respuesta a la violencia. Un
joven, que por motivos sinceros y rectos se había acercado a la iglesia, no resistió a la
hostilidad de los amigos, de los familiares, de los vecinos de casa y a las «diligencias»
de la policía que, aún garantizándole plena libertad («Turquía es un Estado laico, eres
libre», le dijeron), le preguntaba en cualquier caso por qué iba, qué sucedía en la iglesia
y si conocía a fulano o mengano... Una señora cristiana de nacionalidad rusa, casada con
un musulmán y madre de un niño, me contaba las vejaciones de la suegra, el desprecio
de los parientes por «pagana e idólatra» y los repetidos empujes a hacerse musulmana.
En cuanto leyó, al entrar en la iglesia, una frase escrita en ruso, se le iluminó el rostro.
Le di una Biblia en ruso y otros libros de oración también en ruso. Se sintió por fin
«libre» y «verdaderamente» hermana.

Permitidme ahora una reflexión en voz alta, a la luz de cuanto os he relatado. Se dice y
se escribe con frecuencia que en el Corán los cristianos son considerados los mejores
amigos de los musulmanes, de ellos se elogia la mansedumbre, la misericordia, la
humildad, también para ellos es posible el paraíso. Es verdad. Pero es igualmente cierto
lo contrario: se invita a no tomarles en absoluto por amigos, se dice que su fe está llena
de ignorancia y de falsedad, que es necesario luchar contra ellos e imponerles un
tributo... Cristianos y judíos son considerados creyentes y ciudadanos de segunda
categoría. ¿Por qué digo esto? Porque creo que aunque es justo y un deber alegrarse de
los buenos pensamientos, de las buenas intenciones, de los buenos comportamientos y
de los pasos adelante, igualmente debe haber el convencimiento de que en el corazón
del Islam y en el corazón de los Estados y de las naciones donde viven
preponderantemente musulmanes debe realizarse un pleno respeto, una plena estima,
una plena igualdad de ciudadanía y de conciencia. Diálogo y convivencia no es cuando
se está de acuerdo con las ideas y las elecciones ajenas (esto no se le pide a ningún
musulmán, a ningún cristiano, a ningún hombre), sino cuando se les deja lugar junto a
las propias y cuando se intercambia como don el propio patrimonio espiritual, cuando a
cada uno le es dado poderlo expresar, testimoniar e introducir en la vida pública,
además de la privada. El camino por delante es largo y no fácil. Dos errores creo que
hay que evitar: pensar que no es posible la convivencia entre hombres de religión
distinta, o bien creer que es posible sólo infravalorando o dejando de lado los problemas
reales, dejando aparte los puntos en los que el chirrido es mayor, ya tengan que ver con
la vida pública o privada, las libertades individuales o las comunitarias, la conciencia
individual o la disposición jurídica de los Estados.

La riqueza de Oriente Medio no es el petróleo, sino su tejido religioso, su alma


empapada de fe, su ser «tierra santa» para judíos, cristianos y musulmanes, su pasado
marcado por la «revelación» de Dios, además de una altísima civilización. Incluso la
complejidad de Oriente Medio no está ligada al petróleo o a su posición estratégica, sino
a su alma religiosa. El Dios que «se revela» y al que «apasionadamente» se sirve es un
Dios que divide, un Dios que privilegia a uno contra otro, y autoriza a uno contra otro.
En este corazón a la vez «luminoso», «único» y «enfermo» de Oriente Medio es
necesario entrar: de puntillas, con humildad, pero también con valor. La claridad va
unida a la bondad. La ventaja de nosotros, cristianos, al creer en un Dios inerme, en un
Cristo que invita a amar a los enemigos, a servir para ser «señores» de la casa, a hacerse
el último para ser el primero, en un Evangelio que prohíbe el odio, la ira, el juicio, el
dominio, en un Dios que se hace cordero y se deja golpear para matar el orgullo y el
odio en sí, en un Dios que atrae con el amor y no domina con el poder, es una ventaja
que no hay que perder. Es una «ventaja» que puede parecer «desventajosa» y perdedora,
y lo es a los ojos del mundo, pero es victoriosa a los ojos de Dios y capaz de conquistar
el corazón del mundo. Decía San Juan Crisóstomo: Cristo apacienta corderos, no lobos.
Si nos hacemos corderos venceremos, si nos hacemos lobos perderemos. No es fácil,
como tampoco lo es la cruz de Cristo siempre tentada por la fascinación de la espada.
¿Habrá quien quiera regalar al mundo la presencia de «este» Cristo? ¿Habrá quien
quiera estar presente en este mundo de Oriente Medio sencillamente como «cristiano»,
«sal» en la comida, «levadura» en la masa, «luz» en la estancia, «ventana» entre muros
levantados, «puente» entre orillas opuestas, «ofrecimiento» de reconciliación? Hay
muchos, pero se necesitan muchos más. La mía es una invitación además de una
reflexión. ¡Venid!

Os dejo dándoos las gracias por la acogida en las tres semanas transcurridas en Roma.
Deseo dar las gracias en particular a muchos párrocos romanos y responsables de varias
realidades estudiantiles que me han invitado a tener encuentros o testimonios.

Doy gracias a Dios por cuantos han abierto su corazón. Pero que esté aún más abierto y
sea aún más valiente. Que la mente esté abierta a entender, el alma a amar, la voluntad a
decir «sí» a la llamada. Abiertos también cuando el Señor nos guía por senderos de
dolor y nos hace saborear más la estepa que las briznas de hierba. El dolor vivido con
abandono y la estepa atravesada con amor se convierte en cátedra de sabiduría, fuente
de riqueza, seno de fecundidad. Estaremos en contacto. Unidos en la oración os saludo
con afecto. Podéis escribir vuestros pensamientos, hacer vuestras preguntas, expresar
vuestras propuestas. Juntos se sirve mejor al Señor.

Don Andrea

Roma-Trebisonda, 22 enero 2006

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

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