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y la política
de la santidad americana
Estrictamente hablando, las hagiografías o vidas de los santos no son biografías históricas. Su finalidad, aparte
de fomentar o resumir los procesos jurídicos de beatificación y canonización, era deleitar e instruir —delectare et
docere— a los fieles de la Iglesia con las virtudes admirables de quienes, con la ayuda del Espíritu Santo, practi-
caron el camino de perfección predicado por Cristo y sus apóstoles. Pese a ello, para el investigador contempo-
ráneo una hagiografía es también una fuente inagotable de información histórica, sociológica y antropológica que
puede ser evaluada críticamente incluso sin la necesidad de ingresar al espinoso tema relativo al origen natural
o sobrenatural de las experiencias visionarias y poderes taumatúrgicos de los santos. No es la evidencia científi-
ca de lo milagroso lo que el historiador investiga sino los modelos de santidad, los modos de percepción y/o las
categorías de análisis empleadas por los hagiógrafos del pasado. La corta vida de santa Rosa de Lima (1586-1617)
es un caso particularmente ilustrativo de cómo la búsqueda de perfección espiritual tiene una dimensión social, Fig. 1 Angelino Medoro, Retrato
religiosa y política que difícilmente puede ser aislada del contexto cultural urbano en el que transcurrió la vida de santa Rosa muerta, 1617, Lima,
basílica-santuario de Santa Rosa
terrenal de la santa.
Según el cronista franciscano Buenaventura Salinas y Córdoba a menos de un siglo de que el conquis-
tador Francisco Pizarro fundara en 1535 la Ciudad de los Reyes, capital de los reinos del Perú, ya contaba con
cuarenta iglesias que anualmente ofrecían al cielo más de 300.000 misas y entre los dominicos, franciscanos,
agustinos, mercedarios y jesuitas, sin mencionar a las decenas de monjas enclaustradas, más del 10% de su
población vestía el hábito religioso (Brading, 1991, p. 351). Por sus ricos templos los cronistas conventuales des-
cribían a Lima como una nueva Roma americana —como una ciudad monasterio—, y por su célebre y precur-
sora Universidad de San Marcos, como una nueva Salamanca. Entre 1614 —tres años antes de la muerte de
santa Rosa— y 1630, la población de Lima creció de 25.454 habitantes a 40.000 y eran tantos los procesos
de beatificación abiertos en Roma para evaluar las vidas de los siervos y siervas de Dios muertos en la Ciudad de
los Reyes o en el Perú que, en 1683, Francisco Antonio Montalvo aseguraba que con los nombres de tantos bie-
naventurados podía escribirse una larga loa o «letania limana» (Montalvo, 1683, p. 67). La propia santa Rosa
recibió el sacramento de la confirmación del prelado español santo Toribio Alfonso de Mogrovejo (1538-1606)
—quien fuera nombrado arzobispo de Lima en 1579—, sería amiga del lego mulato dominico limeño san Martín
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de Porras (1579-1639) y seguiría de cerca la labor misionera desempeñada en el Perú por el franciscano español
san Francisco Solano (1549-1610), célebre por los sermones que predicó, crucifijo en mano, en la Plaza Mayor
de Lima desde donde denunció los pecados públicos de la ciudad por los que sería castigada con terremotos y
lluvias de fuego.
La pintura virreinal americana suele representar a santa Rosa como a una monja perteneciente a la orden
de santo Domingo de Guzmán, pero en realidad ella jamás abandonó su situación de beata laica. Esto explica
que siempre residiera en casa de sus padres o con la familia Maza-Uzátegui (hoy el convento de Santa Rosa
de las Monjas, en Lima) donde murió y vivió los últimos tres años de su vida. Al igual que las begardas en la
tardía Edad Media, la profesión beateril intentaba retornar a la vita apostólica de la primera comunidad cristia-
na a través de un extremo ascetismo devocional que se encontraba a medio camino entre la vida conventual y
que de las piedras [Dios] puede hacer hijos de Abraham, de los indios, piedras pulidas con el martillo de
ingentes trabajos durante dos siglos, instituirá hijos de la Iglesia fuertes y vigorosos que sean Príncipes
de sus hermanos sobre toda esta tierra americana
(Navarro, 2001, p. 92)
No eran los tesoros auríferos del Perú sino sus santos predestinados los que desde el Nuevo Mundo restaurarí-
an a la vieja Europa con una nueva Iglesia apostólica americana.
La proyección universalista del culto a la primera santa americana explica las interpretaciones que se
hicieron del milagro acontecido en su cuna, a los tres meses de nacida, cuando el rostro de la párvula se trans-
figuró —literalmente— en una rosa con ojos, nariz y boca. El incidente no pasó desapercibido. Fue pintado
en repetidas ocasiones tanto en el Perú como en Nueva España y sus panegiristas se basaron en esta bizarra
Santa Rosa de Santa María, cuyas virtudes hizo acallar todas las universidades de Europa que promovían
acaloradas cuestiones sobre si los americanos debían considerarse como entes racionales
(Córdova y Urrutia, 1877, p. 132)
En 1816 el Congreso emancipador de Tucumán declararó a santa Rosa —máximo emblema criollo de religiosi-
dad virreinal peruana— patrona de la independencia americana.
BIBLIOGRAFÍA
Brading, 1991; Busto Duthurburu, 1978; Córdova y Urrutia [1839], 1877; Cuadriello, 2003; Hanssen [1664], 1929; Huerga, 1978; Lohmann Villena, 1947;
Meléndez, 1681; Millar Carvacho, 2000; Monasterio de Santa Rosa de Santa Maria (MSRSM), 1617-1618; Montalvo, 1683; Mujica Pinilla, 2001; Mujica
Pinilla, 2002; Mujica Pinilla, 2003; Navarro, 2001; Parra, 1670; Ramos Gavilán, [1621], 1988; Stevenson, 1825; Tibestar, 1955; Vargas Ugarte, 1934.