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El ministro irreconocible: Entre el fuero y el desafuero - Milton Acosta

Cuando Ananías ordenó que le cambiaran la sonrisa a Pablo, es decir, que le


dieran una bofetada, Pablo se embejucó de tal manera, es decir le molestó
tanto, que le dijo a Ananías unas palabras no muy amables: “¡Hipócrita, a
usted también lo va a golpear Dios! ¡Ahí está sentado para juzgarme según la
ley! ¿Y usted mismo viola la ley al mandar que me golpeen?” (Hc 22:3). Pablo
está dispuesto a sufrir por el evangelio (Fil 3:10–11), pero no tolera este tipo de
abuso.

La reacción de Pablo se debe a que no reconoció al funcionario. Para su


sorpresa, quien lo había mandado a abofetear no era otro que ¡el Sumo
Sacerdote! Pero, para colmo de las ironías, el Sumo Sacerdote, se ha salido de
la ropa, del fuero de su cargo, y de su nombre: “Ananías” es un nombre hebreo
que significa “Yavé muestra su gracia”. Es casi como la Dulcinea del Quijote,
que de dulce muy poco tenía, pues dejó a Don Quijote en un estado de
agotamiento emocional, desesperanza melancólica y listo para morirse.[1]
Pablo no reconoció al Sumo ni como agente de la ley, ni como máxima
autoridad religiosa y civil, ni como Ananías. Poco respeto le inspiró quien lo
maltrataba.

Al saber que se trataba de SSSS (Su Santidad el Sumo Sacerdote), Pablo pide
disculpas citando la Escritura: “Hermanos, no me había dado cuenta de que es
el Sumo Sacerdote, porque está escrito: ‘No hables mal del jefe de tu pueblo’.”
(Hc 22:5; Ex 22:28). La sensación que le queda al lector es ambigua: por un
lado tiene la conducta reprochable del Sumo Sacerdote, que amerita la
reacción de Pablo; pero por otro lado tiene la Escritura, según la cual estas
personas merecen respeto.

En Oseas encontramos algunas otras denuncias de alto calibre dirigidas a los


sacerdotes del antiguo Israel: “pandilla de sacerdotes”, “salteadores”,
“ladrones”, “infames”, “adúlteros”, “mentirosos” (Os 6:9–7:4). Cero diplomacia.
Todo eso es más y peor que lo que le dijo Pablo a Ananías siglos después. La
complicación en Oseas es que hay una mezcla de voces: narrador, Oseas y
Dios. ¿Quién dijo qué? y ¿qué importa? Esas son las dos preguntas que nos
hacemos. La manera como se presenta el texto en la Biblia, indica que fue
Oseas o Dios, pero de todos modos hay un narrador que probablemente
recopiló las palabras de Oseas, pues el libro comienza relatando en tercera
persona.

Sin disculpar los insultos, en ambos casos el ministro de Dios es irreconocible


por sus actos. Es decir, si un ministro religioso, en vez de hablar de Cristo, la
gracia de Dios, el arrepentimiento y el perdón, cada vez que predica no habla
sino de dinero con el fin de sacarle dinero a la gente, entonces el tal ministro
es un ladrón, pandillero, salteador, infame y mentiroso. ¿Por qué? Pues porque
eso es lo que hacen los ladrones, pandilleros y atracadores; ni más ni menos.
No son insultos fortuitos, son ganados, y bien ganados.

Uno de los blancos de la Ilustración fueron las instituciones religiosas y sus


representantes. Meslier denunciaba a principios del s. 18 que “nadie se puede
oponer a la monarquía absoluta, las pretensiones eclesiásticas, las creencias
populares, ni a lo que el llama ‘la tirannie des grands de la terre’, sin sacrificar
su propia paz y comodidad, y sin experimentar intimidación y reprensión
masiva.” El citado Meslier, además dice que el trabajo principal de los ministros
religiosos es mantener a la gente en el error.[2] La veracidad de todo esto se
tendrá que estudiar caso por caso, de una religión a otra y de un ministro a
otro. Es decir, no se los puede acusar a todos ni defenderlos a todos. El punto
es sencillamente que para todo hijo de la Ilustración, el ministro religioso es de
entrada sospechoso.

Lucas y Oseas reconocen parte de lo que dice Meslier, que los sacerdotes y
ministros tienen una plataforma natural para el abuso: la credulidad de mucha
gente, los problemas de la vida y la aura de infalibilidad y poder de tales
cargos. Pablo es también un ministro religioso, pero víctima de otro ministro de
un rango superior. Con disculpa y todo, y sin querer queriendo, Lucas al
contarnos el episodio, da cuenta de un Sumo Sacerdote irreconocible, que
abusó de su fuero religioso y se salió del forro. Oseas igualmente denunció, y
sin pedir disculpas, otros abusos de ministros.

Lo mínimo que se puede concluir de todo esto es lo siguiente: (1) si usted es un


feligrés, recuerde que es una víctima potencial de los ministros abusadores; (2)
si usted es un ministro, recuerde dos cosas: para muchas personas y sin haber
hecho nada, usted es sospechoso; y, por ser humano, tener una investidura
eclesiástica, sufrir los descalabros de la economía, tener credibilidad delante
de los crédulos (que no es lo mismo que creyente), usted es un potencial
abusador. ¡Cuídese! ¡Y cuídese mucho! No sea que se vuelva irreconocible; y
(3) ¿Será que los ministros necesitan que de vez en cuando alguien los regañe
y les jalen las riendas? ¿Se debe esperar un cambio de sonrisa para exponer al
ministro desaforado?

©2008Milton Acosta

[1]Donald Capps, "Religion and Humor: Enstranged


Bedfellows," Pastoral Psychology 54, no. 5 (2006): 436.

[2]Jonathan I. Israel, Enlightenment contested (Oxford:


Oxford University Press, 2006), 41, 102.

http://pidolapalabra1.blogspot.com/2008_10_01_archive.html

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