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Sumario
6. La muerte cristiana
Introducción
Pero antes de emprender esta tarea, hay que describir los principales
elementos de los que parecen proceder las ansiedades actuales. Hay que
reconocer que, en nuestros días, la fe de los cristianos se ve sacudida no
sólo por influjos que deban ser considerados externos a la Iglesia. Hoy
puede descubrirse la existencia de una cierta «penumbra teológica». No
faltan algunas nuevas interpretaciones de los dogmas que los fieles
perciben como si en ellas se pusieran en duda la misma divinidad de Cristo
o la realidad de su resurrección. Los fieles no reciben de ellas apoyo alguno
para la fe, sino más bien ocasión para dudar de otras muchas verdades de la
fe. La imagen de Cristo que deducen de tales reinterpretaciones, no puede
proteger su esperanza. En el campo directamente escatológico deben
recordarse «las controversias teológicas largamente difundidas en la
opinión pública, y de las que la mayor parte de los fieles no está en
condiciones de discernir ni el objeto ni el alcance. Se oye discutir sobre la
existencia del alma, sobre el significado de la supervivencia; asimismo, se
pregunta qué relación hay entre la muerte del cristiano y la resurrección
universal. Todo ello desorienta al pueblo cristiano, al no reconocer ya su
vocabulario y sus nociones familiares»(493). Tales dudas teológicas ejercen
frecuentemente un influjo no pequeño en la catequesis y en la predicación;
pues cuando se imparte la doctrina, o se manifiestan de nuevo o llevan al
silencio acerca de las verdades escatológicas.
Por esta fe, como Pablo en el Areópago, también los cristianos de nuestro
tiempo, al afirmar esta resurrección de los muertos, son objeto de burla (cf.
Hech 17, 32). La situación actual en este punto no es diversa de la que
Orígenes describía en su tiempo: «Además, el misterio de la resurrección,
por no ser entendido, es comentado con mofa por los infieles»(510).
Este ataque y esta burla no consiguieron que los cristianos de los primeros
siglos dejaran de profesar su fe en la resurrección, o los teólogos
primitivos, de exponerla. Todos los símbolos de la fe, como el ya citado,
culminan en este artículo de la resurrección. La resurrección de los muertos
es «el tema monográfico más frecuente de la teología preconstantiniana;
apenas existe una obra de la teología cristiana primitiva que no hable de la
resurrección»(511). Tampoco tiene que asustarnos la oposición actual.
1.2.3. Hay que tener una concepción del hombre y del mundo,
fundamentada por la Escritura y la razón, que sea apta para que se
reconozca la alta vocación del hombre y del mundo, en cuanto creados.
Pero hay que subrayar todavía más que «Dios es el "novísimo" de la
creatura. En cuanto alcanzado es cielo; en cuanto perdido, infierno; en
cuanto discierne, juicio; en cuanto purifica, purgatorio. Él es aquello en lo
que lo finito muere, y por lo que a Él y en Él resucita. Él es como se vuelve
al mundo, a saber, en su Hijo Jesucristo que es la manifestación de Dios y
también la suma de los "novísimos"»(515). El cuidado requerido para
conservar el realismo en la doctrina sobre el cuerpo resucitado no debe
olvidar la primariedad de este aspecto de comunión y compañía con Dios
en Cristo (esa comunión nuestra en Cristo resucitado será completa, cuando
también nosotros estemos corporalmente resucitados), que son el fin último
del hombre, de la Iglesia y del mundo(516).
1.2.5. Finalmente hay que advertir que en los Símbolos existen fórmulas
dogmáticas llenas de realismo con respecto al cuerpo de la resurrección. La
resurrección se hará «en esta carne, en que ahora vivimos»(518). Por tanto,
es el mismo cuerpo el que ahora vive y el que resucitará. Esta fe aparece
claramente en la teología cristiana primitiva. Así San Ireneo admite la
«transfiguración» de la carne, «porque siendo mortal y corruptible, se hace
inmortal e incorruptible» en la resurrección final(519); pero tal resurrección
se hará «en los mismos [cuerpos] en que habían muerto: porque de no ser
en los mismos, tampoco resucitaron los que habían muerto»(520). Los
Padres, por tanto, piensan que sin identidad corporal, no puede defenderse
la identidad personal. La Iglesia no ha enseñado nunca que se requiera la
misma materia para que pueda decirse que el cuerpo es el mismo. Pero el
culto de las reliquias por el que los cristianos profesan que los cuerpos de
los santos «que fueron miembros de Cristo y templo del Espíritu Santo»
han de ser «resucitados y glorificados»(521), muestra que la resurrección
no puede explicarse independientemente del cuerpo que vivió.
2.2. «En el último día» (Jn 6, 54), cuando los hombres resucitarán
gloriosamente, obtendrán la comunión completa con Cristo resucitado. Esto
aparece claramente porque la comunión del hombre con Cristo será
entonces con la realidad existencial completa de ambos. Además, llegada
ya la historia a su final, la resurrección de todos los consiervos y hermanos
completará el cuerpo místico de Cristo (cf. Apoc 6, 11). Por eso, Orígenes
afirmaba: «Es un solo cuerpo, el que se dice que resucita en el juicio»(525).
Con razón, el Concilio XI de Toledo no sólo confesaba que la resurrección
gloriosa de los muertos sucederá según el ejemplo de Cristo resucitado,
sino según el «ejemplo de nuestra Cabeza»(526).
3.1. Los cristianos primitivos, sea que pensaran que la parusía estaba
cercana, sea que la considerasen todavía muy distante, aprendieron pronto
por experiencia que algunos de ellos eran arrebatados por la muerte antes
de la parusía. Preocupados por la suerte de ellos (cf. 1 Tes 4, 13), Pablo los
consuela recordándoles la doctrina de la resurrección futura de los fieles
difuntos: «los que murieron en Cristo, resucitarán en primer lugar» (1 Tes
4, 16). Esta persuasión de fe dejaba abiertas otras cuestiones que tuvieron
que plantearse pronto; por ejemplo: ¿en qué estado se encontraban entre
tanto tales difuntos? Para esta cuestión no fue necesario elaborar una
respuesta completamente nueva, pues en toda la tradición bíblica se
encontraban, ya hacía tiempo, elementos para resolverla. El pueblo de
Israel desde los primeros estadios de su historia que nos son conocidos,
pensaba que algo de los hombres subsistía después de su muerte. Este
pensamiento aparece ya en la más antigua representación de lo que se llama
el sheol.
Así Jesus crucificado promete al buen ladrón: «Yo te aseguro (_ìÞv): hoy
estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). El Paraíso es un término
técnico judío que corresponde a la expresión «Gan Eden». Pero se afirma,
sin describirlo ulteriormente; el pensamiento fundamental es que Jesús
quiere recibir al buen ladrón en comunión consigo inmediatamente después
de la muerte. Esteban en la lapidación manifiesta la misma esperanza; en
las palabras «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está
en pie a la derecha de Dios» (Hech 7, 56), juntamente con su postrema
oración «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hech 7, 59), afirma que espera
ser recibido inmediatamente por Jesús en su comunión.
En Jn 14, 1-3, Jesús habla a sus discípulos de las muchas moradas que hay
en casa de su Padre. «Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar
volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también
vosotros» (v. 3). Apenas puede dudarse de que estas palabras se refieren al
tiempo de la muerte de los discípulos, y no a la parusía, la cual en el
Evangelio de Juan pasa a un segundo plano (aunque no en la 1 carta de
Juan). De nuevo, la idea de comunión con Cristo es central. Él no es sólo
«el Camino, [sino] la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Debe advertirse la
semejanza verbal entre ìováß (moradas) y ìÝvåév (permanecer). Jesús nos
exhorta, refiriéndose a la vida terrena: «Permaneced en mí, como yo en
vosotros» (Jn 15, 4), «permaneced en mi amor» (v. 9). Ya en la tierra, «si
alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a
él, y haremos morada (ìovÞv) en él» (Jn 14, 23). Esta «morada» que es
comunión, se hace más intensa más allá de la muerte.
Sería completamente falso afirmar que Pablo ha tenido una evolución, por
la que habría pasado de la fe en la resurrección a la esperanza de
inmortalidad. Ambas cosas coexisten en él desde el principio. En la misma
carta a los Filipenses en la que expone el motivo por el que se puede desear
el estado intermedio, habla, con gran alegría, de la espera de la parusía del
Señor, «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo
glorioso como el suyo» (Flp 3, 21). Por tanto, el estado intermedio se
concibe como transitorio, sin duda deseable por la unión que implica con
Cristo, pero de modo que la esperanza suprema permanezca siempre la
resurrección de los cuerpos: «En efecto, es necesario que este ser
corruptible [es decir, el cuerpo] se revista de incorruptibilidad; y que este
ser mortal se revista de inmortalidad" (1 Cor 15, 53).
4. La realidad de la resurrección en el contexto teológico actual
4.1. Se entiende fácilmente que partiendo de esta doble línea doctrinal del
Nuevo Testamento, toda la tradición cristiana, sin excepciones de gran
importancia, haya concebido, casi hasta nuestros tiempos, el objeto de la
esperanza escatológica, constituido por una doble fase. Cree que, entre la
muerte del hombre y el fin del mundo, subsiste un elemento consciente del
hombre al que llama con el nombre «alma» (øõ÷Þ), empleado también por
la Sagrada Escritura (cf. Sab 3, 1; Mt 10, 28), y que ya en ella es sujeto de
retribución. En la parusía del Señor que sucederá al final de la historia, se
espera la resurrección bienaventurada de «los de Cristo» (1 Cor 15, 23).
Desde entonces comienza la glorificación eterna de todo el hombre ya
resucitado. La pervivencia del alma consciente, previa a la resurrección,
salva la continuidad y la identidad de subsistencia entre el hombre que
vivió y el hombre que resucitará, en cuanto que gracias a ella el hombre
concreto nunca deja totalmente de existir.
4.2. Como excepciones frente a esta tradición, hay que recordar a ciertos
cristianos del siglo segundo que, bajo el influjo de los gnósticos, se oponían
a la «salvación de la carne», llamando resurrección a la mera pervivencia
del alma dotada de cierta corporeidad(528). Otra excepción es el
thnetopsiquismo de Taciano y de algunos herejes árabes que pensaban que
el hombre moría totalmente de modo que ni siquiera el alma pervivía. La
resurrección final se concebía como nueva creación de la nada, del hombre
muerto(529).
4.4. Todas estas teorías deberían discernirse con una consideración serena
del testimonio bíblico y de la historia de la tradición tanto con respecto a la
escatología misma, como con respecto a sus presupuestos antropológicos.
Pero además puede preguntarse con razón si puede despojarse fácilmente a
una teoría, de todos los motivos que le dieron origen. Ello debe tenerse
especialmente en cuenta, cuando de hecho una determinada línea teológica
ha nacido de principios confesionales no católicos.
Además habría que atender a las desventajas para el diálogo ecuménico que
nacerían de la nueva concepción. Aunque la nueva tendencia ha nacido
entre algunos teólogos evangélicos, no corresponde a la gran tradición de la
ortodoxia luterana que también ahora es prevalente entre los fieles de esa
confesión. Entre los cristianos orientales separados es todavía más fuerte la
persuasión acerca de una escatología de almas que es previa a la
resurrección de los muertos. Todos estos cristianos piensan que es necesaria
la escatología de almas, porque consideran la resurrección de los muertos
en conexión con la parusía de Cristo(536). Más aún, si miramos fuera del
ámbito de las confesiones cristianas, hay que considerar a la escatología de
almas es un bien muy común para las religiones no cristianas.
Por otra parte, no puede suponerse que sólo las categorías hebreas hayan
sido instrumento de la revelación divina. Dios ha hablado «muchas veces y
de muchos modos» (Heb 1, 1). No puede pensarse que los libros de la
Sagrada Escritura en los que la inspiración se expresa con palabras y
conceptos culturales griegos, tengan, por ello, una autoridad menor que los
que han sido escritos en hebreo o arameo.
5.1. El Concilio Vaticano II enseña: «El hombre, uno en cuerpo y alma, por
su misma condición corporal reúne en sí los elementos del mundo material,
de modo que por él llegan a su culmen y elevan al Creador su voz en una
alabanza libre. [...] No se equivoca el hombre, cuando se reconoce superior
a las cosas corporales y no sólo como una partícula de la naturaleza o un
elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad supera al
universo: retorna a esta profunda interioridad cuando se vuelve al corazón,
donde le espera Dios que escruta los corazones, y donde él mismo decide
sobre su propia suerte ante los ojos de Dios. Por tanto, reconociendo en sí
mismo un alma espiritual e inmortal, no se engaña con una ilusión falaz,
que fluya sólo de las condiciones físicas y sociales, sino que, por el
contrario, alcanza la misma verdad profunda de la realidad»(538). Con
estas palabras, el Concilio reconoce el valor de la experiencia espontánea y
elemental, por la que el hombre se percibe a sí mismo como superior a
todas las demás creaturas terrenas y, por cierto, porque es capaz de poseer a
Dios por el conocimiento y el amor. La diferencia fundamental entre
hombres y aquellas otras creaturas se manifiesta en el apetito innato de
felicidad, que hace que el hombre rechace y deteste la idea de una total
destrucción de su persona; el alma o sea «la semilla de eternidad que lleva
en sí, al ser irreductible a la sola materia, se subleva contra la
muerte»(539). Porque este alma inmortal es espiritual, la Iglesia mantiene
que Dios es su Creador en cada hombre(540).
5.4. Aceptando fielmente las palabras del Señor en Mt 10, 28, «la Iglesia
afirma la continuidad y la subsistencia, después de la muerte, de un
elemento espiritual que está dotado de conciencia y de voluntad, de manera
que subsiste el mismo "yo" humano, carente mientras tanto del
complemento de su cuerpo»(545). Esta afirmación se funda en la dualidad
característica de la antropología cristiana.
6. La muerte cristiana
También es natural que el cristiano sufra con la muerte de las personas que
ama. «Jesús se echó a llorar» (Jn 11, 35) por su amigo Lázaro muerto.
También nosotros podemos y debemos llorar a nuestros amigos muertos.
Por la vida santa, a la que la gracia de Dios nos llama y para la que nos
ayuda con su auxilio, la conexión original entre la muerte y el pecado como
que se rompe, no porque la muerte se suprima físicamente, sino en cuanto
que comienza a conducir a la vida eterna. Este modo de morir es una
participación en el misterio pascual de Cristo. Los sacramentos nos
disponen a esa muerte. El bautismo, en el que morimos místicamente al
pecado, nos consagra para la participación en la resurrección del Señor (cf.
Rom 6, 3-7). Por la recepción de la Eucaristía, que es «medicina de
inmortalidad»(561), el cristiano recibe garantía de participar de la
resurrección de Cristo.
No faltan hoy sectas que rechazan la invocación de los santos, realizada por
los católicos, apelando a su prohibición bíblica; de esta manera, no la
distinguen de la evocación de los espíritus. Por nuestra parte, a la vez que
exhortamos a los fieles a invocar a los santos, debemos enseñarles la
invocación de los santos de manera que no ofrezca a las sectas ocasión
alguna para tal confusión.
7.3. Con respecto a las almas de los difuntos que después de la muerte
necesitan todavía purificación, «la Iglesia de los peregrinos desde los
primeros tiempos del cristianismo [...] ofreció también sufragios por
ellos»(575). Cree, en efecto, que para esa purificación «les aprovechan los
sufragios de los fieles vivos, tales como el sacrificio de la Misa, oraciones y
limosnas, y otros oficios de piedad, que los fieles acostumbran practicar por
los otros fieles, según las instituciones de la Iglesia»(576).
7.4. La «Institución general del Misal romano» después de la renovación
litúrgica posconciliar explica muy bien el sentido de este múltiple
consorcio de todos los miembros de la Iglesia, que alcanza su culminación
en la celebración litúrgica de la Eucaristía: por las intercesiones «se expresa
que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia tanto celeste
como terrena, y que la oblación se hace por ella y todos sus miembros vivos
y difuntos, los cuales están llamados a participar de la redención y de la
salvación adquirida por el Cuerpo y la Sangre de Cristo»(577).
8.1. Cuando el magisterio de la Iglesia afirma que las almas de los santos
inmediatamente después de la muerte gozan de la visión beatífica de Dios y
de la comunión perfecta con Cristo, presupone siempre que se trata de las
almas que se encuentren purificadas(578). Por ello, aunque se refieran al
santuario terreno, las palabras del Salmo 15, 1-2 tienen también mucho
sentido para la vida posmortal: «Yahveh, ¿quién morará en tu tienda?
¿quién habitará en tu santo monte? - El que anda sin tacha»(579). Nada
manchado puede entrar en la presencia del Señor.
8.2. La Iglesia cree que existe un estado de condenación definitiva para los
que mueren cargados con pecado grave(589). Se debe evitar
completamente entender el estado de purificación para el encuentro con
Dios, de modo demasiado semejante con el de condenación, como si la
diferencia entre ambos consistiera solamente en que uno sería eterno y el
otro temporal; la purificación posmortal es «del todo diversa del castigo de
los condenados»(590). Realmente un estado cuyo centro es el amor, y otro
cuyo centro sería el odio, no pueden compararse. El justificado vive en el
amor de Cristo. Su amor se hace más consciente por la muerte. El amor que
se ve retardado en poseer a la persona amada, padece dolor y por el dolor se
purifica(591). San Juan de la Cruz explica que el Espíritu Santo, como
«llama de amor viva», purifica el alma para que llegue al amor perfecto de
Dios, tanto aquí en la tierra como después de la muerte si fuera necesario;
en este sentido, establece un cierto paralelismo entre la purificación que se
da en las llamadas «noches» y la purificación pasiva del purgatorio(592).
En la historia de este dogma, una falta de cuidado en mostrar esta profunda
diferencia entre el estado de purificación y el estado de condenación ha
creado graves dificultades en la conducción del diálogo con los cristianos
orientales(593).
9.2. Sin que sea posible exponer aquí separadamente todos los aspectos con
que los diversos reencarnacionistas exponen su sistema, la tendencia de
reencarnacionismo, prevalente hoy en el mundo occidental, se puede
reducir sintéticamente a cuatro puntos(595).
9.2.3. La meta final se obtiene por los propios méritos. En cada nueva
existencia, el alma progresa en la medida de sus propios esfuerzos. Todo
mal cometido se reparará con expiaciones personales, que el propio espíritu
padece en encarnaciones nuevas y difíciles (negación de la redención).
Al pecado del primer hombre sigue la promesa de salvación (cf. Gén 3, 15),
que, según la exégesis tanto judía como cristiana, había de ser aportada por
el Mesías (cf. en conexión con la palabra óðÝñìá los LXX: á_ôüò y no
á_ôü).
Jesús es el verdadero «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn
1, 29). El perdón del pecado, obtenido por la muerte y resurrección de
Cristo (cf. Rom 4, 25) no es meramente jurídico, sino que renueva al
hombre internamente(602), más aún lo eleva sobre su condición natural.
Cristo ha sido enviado por el Padre «para que recibiéramos la filiación
adoptiva» (Gál 4, 5). Si con fe viva creemos en su nombre, él nos da «poder
de llegar a ser hijos de Dios» (cf. Jn 1, 12). De este modo entramos en la
familia de Dios. El designio del Padre es que reproduzcamos «la imagen de
su Hijo, para que sea él el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,
29). Consecuentemente el Padre de Jesucristo se hace nuestro Padre (cf. Jn
20, 17).
11.3. Porque hay que esperar la resurrección hasta el fin de los tiempos,
existe mientras tanto una escatología de almas. Por esta razón, para
bendecir el sepulcro se dice una plegaria «para que cuando su carne [del
difunto] sea puesta en él, el alma sea recogida en el paraíso»(611). Con
términos bíblicos, tomados de Lc 23, 43, se recuerda que hay un retribución
«inmediatamente después de la muerte» para el alma. También otras
fórmulas de plegarias confiesan esta escatología de almas; así el Ordo
exsequiarum contiene esta oración que se dice para colocar el cuerpo en el
féretro: «Recibe, Señor, el alma de su siervo N., que te has dignado llamar
de este mundo a ti, para que liberada del vínculo de todos los pecados, se le
conceda la felicidad del descanso y de la luz eterna, de modo que merezca
ser levantada entre tus santos y elegidos en la gloria de la
resurrección»(612). Una oración por el «alma» del difunto se repite otras
veces(613). Es completamente tradicional y muy antigua la formula que
debe decirse por el moribundo, cuando parece estar ya próximo el momento
de la muerte: «Marcha, alma cristiana, de este mundo, en nombre de Dios
Padre todopoderoso que te creó, en nombre de Jesucristo el Hijo de Dios
vivo que padeció por ti, en nombre del Espíritu Santo que fue infundido en
ti; esté hoy tu lugar en la paz y tu habitación junto a Dios en la Sión
santa»(614).
Las fórmulas que se utilizan en tales oraciones incluyen una petición que
no sería inteligible, si no hubiera una purificación posmortal: «No padezca
su alma ninguna lesión, [...] perdónale todos sus delitos y pecados»(615).
La referencia a los delitos y pecados debe explicarse de los pecados
cotidianos y de las reliquias de los mortales, ya que en la Iglesia no se hace
oración alguna por los condenados.
Conclusión