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Pedofilia sagrada – Escándalo y vergüenza, o cuando el nombre de Cristo es pisoteado.

Por: Dr. Álvaro Pandiani*

Hace ya casi dos años que nos acercamos a este tema tan escabroso de la pedofilia, esa parafilia (es decir,
activación sexual ante estímulos considerados no normales) definida como “fantasías o comportamientos
sexuales que involucran a niños, generalmente prepúberes, y que van desde mirar o tocar hasta la
realización de prácticas sexuales. Las víctimas pueden ser de ambos sexos, pero con más frecuencia son
niñas. En cuanto a la edad, suele depender de las preferencias del pedófilo” (Trastornos sexuales, Parafilias,
Paidofilia; en Farreras Rozman, Medicina Interna; decimosexta edición, Elsevier, Barcelona, 2009; Pág.
1604). En aquella oportunidad comentamos, en dos columnas consecutivas que salieron bajo el título de
Execrable, el artículo La delgada línea roja, publicado en iglesiaenmarcha.net, que surgió por la necesidad
sentida de emitir opinión, desde nuestra óptica cristiana, sobre aquel aluvión, aquel verdadero brote epidémico
de casos de abuso sexual infantil, que salió a la luz pública cuando promediaba el año 2008, y que impactó a
la opinión pública por los hechos en sí, y por el desenlace fatal de algunos de los casos, con muerte de varias
víctimas, y de uno de los culpables.

En aquel momento recogimos el término execrable, dicho por un periodista de televisión en alusión a uno de
los pedófilos convictos, y lo utilizamos como uno de los principales ejes de nuestra meditación. Nos
detuvimos en la consideración de los múltiples sinónimos de execrable (abominable, detestable, aborrecible,
odioso, repugnante, depravado, atroz, horrible, malo, ominoso, lamentable, nefando, inconfesable,
incalificable, intolerable), de los que se desprende su significado, y entre otras reflexiones dijimos que el
abuso infantil era peor “cuando el invasor es alguien de la propia familia, el padre o quién ocupa el lugar de
tal; alguien que debería ser el depositario de toda la confianza del niño/a, el que provee a sus necesidades
(materiales y emocionales) y le protege de los peligros externos de un mundo poco conocido, pero que se
transforma en cambio en un usurpador de la intimidad de su cuerpo, que el niño/a conoce también poco,
pero que ya se le ocurre complejo, y propio”. ¿Qué decir entonces, cuando el pedófilo es un ministro de
Dios? ¿Qué pensar cuando el culpable de tan nefando crimen resulta ser un hombre que se supone consagrado
al servicio de Cristo? ¿Cómo reaccionar si la persona que ha exhibido semejante conducta enferma y malsana
es alguien de quién se esperaría que fuera ejemplo y modelo de los más elevados principios morales y normas
éticas, en imitación de su Sublime Maestro? ¿Qué creer, cuando el responsable del abuso sexual perpetrado
contra niños es un supuesto portador del mensaje de amor, perdón y salvación de Dios? ¿Cuando es una
persona en quién adultos y niños han depositado su confianza? ¿Un hombre en cuyas manos los creyentes
entregarían sus vidas, y a quién muchos defenderían con sus vidas? ¿Un guía y consejero, que está presente y
forma parte íntima de la vida de muchas personas, en sus momentos de alegría y de tristeza?

¿Hacia dónde mirar, dónde depositar la fe, cuando el autor de tan repudiable crimen es un sacerdote católico,
o un pastor evangélico?

Si en oportunidad de tratar este tema cuando los pedófilos resultaron ser padres o familiares de las víctimas,
nos hicimos muchas preguntas, la mayoría de las cuales quedaron como interrogantes que deben mover a
reflexión, cuanto más deberemos reflexionar en este caso, cuando quienes han incurrido en aberrantes hechos
de abuso sexual infantil fueron hombres supuestamente consagrados al más excelso de los servicios, al más
sublime de los ministerios: el servicio a Cristo, manifestado en una vida de consagración y servicio a los
demás; un servicio a Cristo y al prójimo que, siempre se supone, nace de vocación, llamamiento y amor.

Indudablemente el servicio cristiano debe estar impregnado e inspirado por el amor. Pero como hoy en día el
“amor” reconoce muchas acepciones y significados, volvamos a definiciones bíblicas del amor; muchas
pueden ilustrarnos al respecto, pero citaremos dos: en primer lugar, la que surge de las palabras de Jesús
cuando dijo: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Juan 15:13);
segundo, lo que afirma el apóstol Pablo, quién dijo: “El amor no hace mal al prójimo” (Romanos 13:10). El
amor cristiano es sacrificio a favor de los demás; el amor cristiano es procurar el bien del otro, antes que el
propio. Por lo tanto, la satisfacción de los propios apetitos, y de apetitos sexuales de los más bajos y
retorcidos, mediante la invasión alevosa de la intimidad del cuerpo, la mente, las emociones y el alma de un
niño, es totalmente indigna de un ministro de Dios. Es obvio que todos estaremos de acuerdo en eso.

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Ahora bien, esta situación es una realidad que ha golpeado a distintas comunidades, y su extensión
virtualmente epidémica se expresa en el siguiente párrafo: “El tema de los abusos sexuales por parte de
sacerdotes reaparece en todo el mundo… El escándalo no es exclusivo de Brasil, sino que ha sacudido por
etapas en las diócesis católicas de España, Francia, Italia, Alemania, Austria, Polonia, Gran Bretaña,
Irlanda, Estados Unidos, México, Costa Rica, Puerto Rico, Colombia, Argentina, Chile…”
(balascontrapiedras.entodaspartes.net/2010/04/04/3567). Como se desprende del pasaje citado, el problema ha
afectado de forma aparentemente predominante a la Iglesia Católica Romana.

Y luego de decir esto, debemos preguntarnos varias cosas. En primer lugar, si la “epidemia” de casos de
abuso sexual infantil por sacerdotes católicos, que ha tomado estado público y escandalizado por lo menos al
mundo occidental en esta primera década del siglo 21, es un fenómeno relativamente reciente; el sentido
común y un mínimo conocimiento de la naturaleza humana, que incluya una noción de las profundidades que
puede alcanzar la perversión del hombre, sugiere que no. Esto se confirma al leer en el artículo referido lo
siguiente: “Jason Berry y Gerald Renner publicaron recientemente en español una nueva obra: Votos de
silencio. El abuso de poder durante el papado de Juan Pablo II. En ese libro, Berry y Renner contabilizaron
que durante el último medio siglo se presentaron casi once mil quejas por abuso sexual; los destinatarios
fueron 4392 sacerdotes en Estados Unidos” (solo en Estados Unidos). Entonces, si la epidemia no es un brote
reciente, sino que es en realidad una endemia, un mal crónicamente presente, ¿por qué no salió antes a la luz
pública? ¿Cuál es la causa de la sorpresa que provoca el escándalo causado por hechos aparentemente
inesperados, e incluso impensables? La respuesta es una: el ocultamiento. Leemos en el artículo citado: “Las
mismas leyes canónicas que interpretan estas conductas como pecados secretos, prescriben procedimientos
que tienen como finalidad evitar escándalos y amonestar al pecador, llevando políticas pastorales que se
traducen en cambiar a los transgresores de parroquia, de diócesis, y hasta de país. Aún los documentos más
recientes del papa tienden a conservar esta política de la reserva, del secreto y de la exclusividad del juicio
reservada a la Congregación para la Doctrina de la Fe”; y también nos dice que: “El sacerdote español
Aquilino Bocos, actual superior general de los Misioneros Hijos del Corazón de María (claretianos), en
declaraciones al semanario católico Vida Nueva, reconoció que la Iglesia Católica ha sido remisa a la hora
de condenar, aplicar medidas eficaces e impedir que se puedan repetir los abusos sexuales de los sacerdotes,
y que siguió una política de silencio y ocultamiento de los hechos por el deseo de mantener limpio el
prestigio de las instituciones, y llevada por su tradicional misericordia hacia los culpables”.

Entonces, por principios, por legislación religiosa, por conceptos tan espirituales como la misericordia, el
cuidado pastoral de los culpables y la amonestación para conducirlos al arrepentimiento, junto a criterios tan
mundanos como la preservación de la imagen y el prestigio institucional, y evitar el escándalo y la vergüenza
(no enteramente objetables; tampoco inobjetables), se siguió una política que podríamos describir como
“tapar todo hasta que fue humanamente posible”. Y llegó un momento en que fue humanamente imposible
seguir ocultando la situación, lo que nos recuerda palabras de Jesús, una afirmación que no por parecer
sencilla, deja de cumplirse una y otra vez: “Nada hay oculto que no haya de ser descubierto, ni escondido
que no haya de ser conocido y de salir a la luz” (Lucas 8:17).

No deja de llamar la atención la conjunción recién mencionada de motivos espirituales, o con apariencia de
tales, y motivos eminentemente mundanos, para el secretismo con que se procuró manejar estos casos, que al
tomar estado público derivaron en escándalos, los que se intentó evitar. Como mencionamos, el intento por
impedir le vergüenza pública no es enteramente objetable, bien que es censurable no haber enfrentado el
problema con honestidad y transparencia, poniendo énfasis en primer lugar en la atención, la rehabilitación y
el bienestar de las víctimas, sin dejar de lado la aplicación del correctivo adecuado a los culpables. Parece
natural, casi instintivo, reaccionar ocultando, procurando esconder aquello que sabemos puede exponernos a
la vergüenza ante los demás; pues la vergüenza hiere el orgullo y denigra, y además entorpece nuestra
capacidad para desenvolvernos, para funcionar bien en lo que hacemos. La Iglesia es una Institución que dice
representar a Dios ante la humanidad y ser portadora del mensaje de la Divinidad para todos los hombres y
mujeres. Dentro de tal mensaje están incluidos la denuncia del pecado, el anuncio del amor de Dios en Cristo
Jesús, y mostrar el ejemplo de una nueva vida; una nueva vida que incluye un decálogo moral, el cual exalta
la pureza de la conducta y las intenciones, y un patrón de comportamiento sexual muy concreto. Para la
Iglesia, por lo tanto, el escándalo público derivado de los casos de abuso sexual infantil es desastroso, pues

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mina las bases de su imagen y perturba profundamente su capacidad de desenvolverse, de funcionar bien
como Institución portadora del mensaje de Dios para la humanidad.

Y esto no afecta solo a la Iglesia Católica Romana; afecta también a las Iglesias del Protestantismo, a nuestras
Iglesias Evangélicas, las que asimismo se presentan ante la sociedad como portadoras del auténtico mensaje
del evangelio de Cristo.

Por eso, todo esto debe movernos a la reflexión; a todos. Los católicos hace tiempo que vienen reflexionando;
también debemos hacerlo los evangélicos. Con esa reflexión continuaremos en la próxima columna.

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que
se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor
universitario.

http://www.rtmuruguay.org/2010/07/pedofilia-sagrada-1.html

Escándalo y vergüenza, o cuando el nombre de Cristo es pisoteado.

Por: Dr. Álvaro Pandiani

En la columna anterior finalizamos expresando la necesidad de reflexionar que nos impone la consideración
de los hechos de pedofilia cometidos por ministros religiosos, y los escándalos derivados de la toma de estado
público de tales situaciones.

Parece que los católicos han abordado ya desde hace algunos años la reflexión que intenta arrojar luz sobre
estos problemas, sus causas, y la forma de superar la difícil posición en que quedan la Iglesia, los ministros
religiosos, y sobre todo los creyentes. Los creyentes, que deben enfrentarse a la vergüenza de formar parte de
una comunidad religiosa que ofrece semejantes ejemplos de perversión e hipocresía; y que también deben
enfrentarse a la incertidumbre que provocan las mencionadas perversión y hipocresía, nada menos que en sus
pastores. Pero volviendo a los católicos, tal vez porque hace ya varios años que sus sacerdotes se han visto
envueltos en escándalos por casos de pedofilia, varias publicaciones han abordado el tema, intentando ofrecer
respuestas a las acusaciones y críticas llegadas desde afuera, así como mirar hacia el interior para analizar el
problema con franqueza, en procura de una solución.

En el artículo Diez mitos sobre la pedofilia de los sacerdotes (www.unav.es/capellania/fluvium/textos/


…/igl17.htm), el autor contesta a una serie de ataques, que se presentan como “mitos”, lo que podría
interpretarse se trata de creencias u opiniones generalizadas, surgidas de críticas concretas y puntuales,
reiteradas hasta ser consideradas explicaciones válidas del fenómeno. Frente a la afirmación: “Es más
probable que sacerdotes católicos, en comparación con otros grupos de hombres, sean pedófilos” (que nos
parece bastante gratuita e infundada), el autor responde, entre otras cosas, que: “no hay evidencia de que la
pedofilia sea más común entre el clero católico, que entre los ministros protestantes, los líderes judíos, los
médicos, o miembros de cualquier otra institución en la que los adultos ocupen posiciones de autoridad
sobre los niños”. Destacamos en esta aseveración la mención de los ministros protestantes, que a nosotros nos
importa por tratarse también de ministros religiosos cristianos, que pueden verse implicados en casos de
pedofilia; de hecho, la aseveración del autor del artículo los involucra, afirmando indirectamente que la
pedofilia es tan común entre ellos como entre el clero católico. La comparación entre clero católico y
protestante nos lleva a lo que constituye una de las grandes diferencias entre ambos grupos: el celibato de los
sacerdotes católicos.

En respuesta a afirmaciones tales como que “el estado célibe de los sacerdotes conduce hacia la pedofilia”, y
“si los sacerdotes se casaran, desaparecerían la pedofilia y otras formas de conducta sexual desviada”, el
autor del artículo dice: “el perfil de los abusadores sexuales de niños nunca incluye adultos normales que se
sienten atraídos eróticamente hacia los niños como resultado de la abstinencia”, y agrega: “el hecho es que
hombres heterosexuales sanos no suelen caer en la atracción erótica hacia los niños como resultado de la

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abstinencia”. Deal Hudson, el autor del artículo, cita bibliografía de soporte para estas afirmaciones.
Afirmaciones que desarrollan un poco más lo expresado en la primera que citamos, la que desvincula la
abstinencia sexual impuesta por el celibato obligatorio de los sacerdotes, de la pedofilia. Tal vez la
abstinencia sexual obligada pudiera dar cuenta de los deslices sexuales de algunos sacerdotes, lo que se llama
fornicación, y de hecho la historia de la Iglesia Católica registra incontables ejemplos de sacerdotes que
incurrieron esporádicamente en fornicación, e incluso que llegaron a mantener con mujeres relaciones de
concubinato. Pero a priori no parece que tenga fundamento el que la abstinencia, por sí sola, conduzca a un
comportamiento sexual que se nos antoja tan perverso como la pedofilia. Es más, también están en contra de
explicar estas conductas solo por la abstinencia los hechos de pedofilia en que incurren personas casadas, o
que están en pareja, tales como los que discutimos en 2008, y que recordamos en la columna anterior. Incluso,
no parece que la abstinencia explique siquiera todos los casos de deslices sexuales de los que recién
hablábamos; prueba de ello es la infidelidad epidémica en que incurren quienes están en pareja, lo que,
cuando ocurre dentro del matrimonio, llamamos adulterio. Nosotros, cristianos protestantes, debemos
reconocer con franqueza que, así como algunos sacerdotes católicos pueden ser fornicarios, también algunos
pastores evangélicos llegan a ser adúlteros; y también pedófilos, aunque públicamente los pastores
evangélicos no estén tan en el tapete por tales execrables actos.

La explicación parece estar en una realidad innegable, a la que ya aludimos: la naturaleza humana puede
llegar a inauditas profundidades de perversión.

La última de las aseveraciones de Deal Hudson adelanta otro de los puntos urticantes de este debate; cuando
dice que los hombres heterosexuales sanos no suelen caer en atracción erótica hacia niños, indirectamente
está diciendo que esto sí puede suceder en hombres homosexuales enfermos; esto es una afirmación muy
fuerte, no obstante lo cual está en sintonía con uno de las argumentos sostenidos por la Iglesia Católica para
“explicar” los hechos de pedofilia entre sacerdotes. Homosexualidad e Iglesia siempre es un tema crítico, pues
como más de una vez hemos afirmado, los principios bíblicos sobre sexualidad no varían ni variarán, y por
más que la sociedad y la cultura cambien, las normas morales cristianas son inflexibles en cuanto al tema
sexual. Desde la Biblia, la sexualidad es una fuente de placer y felicidad, y un medio de procreación, válido
únicamente en el marco exclusivo de una relación matrimonial entre un hombre y una mujer. Introducir la
cuestión de la homosexualidad como una respuesta o justificación, al escándalo de la pedofilia en la Iglesia, es
una apuesta muy fuerte de parte del catolicismo romano, que atiza el fuego de un debate encendido y
escabroso.

¿Cuál es, qué forma toma el argumento? En el artículo que venimos siguiendo, frente al “mito” que afirma
“La homosexualidad no está conectada con la pedofilia”, el autor responde: “Es tres veces más probable que
los homosexuales sean pedófilos que los hombres heterosexuales”. Este mismo argumento, que la pedofilia
en los sacerdotes surge de la homosexualidad oculta de algunos de ellos, es manejada también por el cardenal
Tarcisio Bertone, secretario de estado del Vaticano, en el artículo Grupo de víctimas de sacerdotes
pedófilos en EEUU cuestiona al Vaticano (www.espectador.com/1v4_contenido.php?id=179367); Bertone
dijo: “Han demostrado muchos psicólogos, muchos psiquiatras, que no hay relación entre celibato y
pedofilia, pero muchos otros han demostrado, y me han dicho recientemente, que hay relación entre
homosexualidad y pedofilia”. Se apunta, entonces, a la existencia de un vínculo entre homosexualidad y
pedofilia. Es fácil imaginar la reacción que semejante argumento provoca en la comunidad gay, la cual ha
logrado que la sociedad, por lo menos públicamente y con la connivencia de los medios de comunicación,
considere su opción sexual tan válida como la heterosexual, a despecho de la inflexibilidad e “intolerancia” de
la Iglesia, que no acepta la opción homosexual como válida y la sigue calificando como pecado (y acá
agregamos que esto último no incluye solo a la Iglesia Católica Romana, sino a todas las Iglesias apegadas a
la Biblia). Sorteando la complacencia de la sociedad actual en este tema, el argumento de la Iglesia Católica
arroja descrédito sobre quienes practican la homosexualidad, poniendo en entredicho su “moralidad”, desde
hace poco considerada como respetable (aunque es dudoso que esta “conquista” sea aceptada por todos); en
suma, “ensucia” a los homosexuales pues los vincula, en virtud de su condición de tales, con un crimen
execrable: la pedofilia.

No cabe duda que este argumento de la Iglesia resulta ser una estrategia brillante: embiste contra la
comunidad gay, poniendo en tela de juicio la validez de su opción sexual, y la respetabilidad como personas

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de quienes la integran, e intenta exculpar la pedofilia de algunos de sus sacerdotes, responsabilizando de la
misma al carácter homosexual de tales sacerdotes pedófilos. La pata renga de este argumento es justamente
eso: la existencia de sacerdotes homosexuales. ¿Cómo explican esto los pensadores católicos? Volviendo al
artículo de Deal Hudson, nos encontramos con que este autor dice: “Hay una activa subcultura homosexual
dentro de la Iglesia. Esto se debe a varios factores. La confusión que se ha dado en alguna ocasión en la
Iglesia como resultado de la revolución sexual de los años 60, el tumulto posterior al Concilio Vaticano II, y
una mayor aprobación de la homosexualidad por parte de la cultura. Todo esto hizo que se creara un
ambiente en el cual homosexuales varones activos fueron alguna vez admitidos y tolerados en el sacerdocio.
La Iglesia se ha apoyado también más en la psiquiatría para valorar la idoneidad de los candidatos al
sacerdocio, y para tratar a los sacerdotes que tenían problemas”. En pocas palabras, hay aquí una aceptación
explícita de la presencia de homosexuales integrando una estructura eclesiástica que, como institución,
combate la homosexualidad, basándose en sus principios (que compartimos, en cuanto estén fundados en la
Santa Biblia). El autor invoca la concurrencia de factores externos (revolución sexual de los años 60, cambio
cultural en la consideración de la homosexualidad), y factores internos (impacto del Concilio Vaticano II, el
hecho de recurrir al apoyo de psiquiatras – no necesariamente cristianos, o apegados a principios cristianos,
suponemos – en la selección de candidatos al sacerdocio), y así explica la presencia de homosexuales entre el
clero. Restaría ver si existen estudios no tendenciosos, llevados adelante por investigadores realmente
objetivos – todo lo imparciales que se pueda – que avalen la mencionada vinculación entre homosexualidad y
pedofilia.

Antes de finalizar, algunas consideraciones pertinentes: en primer lugar, como en varias oportunidades
destacamos, nos hemos acercado a este problema de la pedofilia de los sacerdotes católicos desde nuestra
óptica como evangélicos; no obstante, eso no implica que con esta breve reflexión pretendamos hacer, como
se dice popularmente, “leña del árbol caído”. Parece que otros autores y comentaristas evangélicos sí lo han
hecho, aprovechando la situación para criticar a la Iglesia Católica Romana. No es esa nuestra intención, sino
que esta aproximación nace del deseo de abordar con franqueza un problema terriblemente espinoso y
doloroso, que ha dañado a muchas personas – primera consecuencia negativa a tener en cuenta – y ha arrojado
descrédito sobre la Iglesia Cristiana, y no solo la Católica Romana; otra raya más en el tigre, pero ésta,
pintada con colores fluorescentes.

Segundo y relacionado con el punto anterior, es necesario que nos preguntemos, como también se dice
popularmente, “¿y por casa cómo andamos?”. Si queremos decirlo en términos más bíblicos, nos bastará
recordar a Jesús invitando a arrojar la primera piedra contra la mujer adúltera: nadie pudo. De igual modo, no
creamos que en el conjunto de Iglesias Evangélicas todos nuestros ministros y pastores están libres de este tan
aberrante pecado, ni que están a salvo de cometerlo en el futuro. Ya discutimos que el celibato por sí solo no
parece ser un predisponerte, ni mucho menos un determinante, para que el ministro religioso incurra en
pedofilia. En cuanto a la inmoralidad sexual en general, el sacerdote católico que cae en fornicación tiene su
contrapartida en el pastor evangélico que incurre en adulterio. En cuanto a aberraciones sexuales como el
abuso infantil, aunque a priori parezca que la experiencia de vida matrimonial y familiar del ministro
protestante, frente a la aparente soledad impuesta por el celibato al sacerdote católico, pone a aquel a cubierto
de incurrir en este hecho execrable, los hechos desmienten esto. Como ya se mencionó, lo que impresiona es
que, por lo menos en estos últimos años, los hechos de pedofilia de ministros evangélicos no están tan en el
tapete desde el punto de vista mediático. ¿Son más pedófilos los sacerdotes que los pastores?; los católicos
dicen que no, y nosotros no tenemos estadísticas. Tan solo impresiones subjetivas surgidas de la observación
simple.

En tercer lugar, debemos reiterar una vez más que lo más importante de todo este asunto es el estado en que
quedan las víctimas de este abuso sexual perpetrado por ministros religiosos. ¡Qué terrible que, mientras
desde grupos cristianos, tanto católicos como evangélicos, hay personas y asociaciones que procuran trabajar
en la asistencia psicológica, social y espiritual de estos niños y sus familias, cuando el abuso infantil viene
desde otros victimarios, paralelamente, algunos ministros cristianos sean victimarios! ¡Qué contradicción!
Indiscutiblemente debemos brindar nuestro apoyo material, espiritual y en oración a quienes por llamado y
vocación se dedican a ayudar a estas personas. Y también recordemos que el visceral rechazo provocado en
una víctima de abuso sexual hacia el abusador, cuando éste es un ministro del evangelio, puede redundar en
rechazo al mismo evangelio de Cristo, lo que puede tener consecuencias temporales, y eternas.

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Por último, miremos al victimario, al abusador. Y aunque nos den ganas de matarlo, recordemos que “siendo
aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). Estamos de acuerdo con el cuidado pastoral de
los culpables; estamos de acuerdo con un castigo ejemplar, pero que los guíe al arrepentimiento, no a la
destrucción. Y no es que seamos indulgentes con quienes en definitiva “son de los nuestros”; ellos parecen de
los nuestros, pero no lo son. Como escribió el apóstol Juan: “salieron de nosotros, pero no eran de nosotros,
porque si hubieran sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que se
manifestara que no todos son de nosotros” (1 Juan 2:19).

Por lo tanto, y ya que ellos no se comportaron como verdaderos cristianos, hagámoslo nosotros: en la oración,
en el amor, en la pureza, en un comportamiento ético, y en continuar testificando a nuestra generación y a
nuestra sociedad, que hay verdaderamente en Cristo Jesús una nueva vida, diferente, fresca, sublime, que
conduce a una eternidad con Dios, definitivamente lejos de estas miasmas de perversión e inmoralidad que
nos azotan el rostro cada día.

Que así sea.

* Dr. Alvaro Pandiani: Columnista de la programación de RTM en el espacio “Diálogos a Contramano” que
se emite los días martes, 21:00 hs. por el 610 AM. Además, es escritor, médico internista y profesor
universitario.

http://www.rtmuruguay.org/2010/07/pedofilia-sagrada-2.html

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