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Los cristos de nuestras tierras - Emilio Antonio Núñez

Acerca de España dijo un poeta: «la raza española está pronta y preparada. El
Capitán Cervantes está al timón, y la bandera de Cristo está enarbolada».
También se ha dicho que el americano de sangre india «aún ora a Cristo y aún
habla español». Esto último es ciertamente innegable; el reinado de Cervantes
aún permanece entre nosotros, aunque no todos seamos sus más fieles
súbditos. El tema de orar a Cristo despierta ciertos interrogantes, uno de los
cuales es, ¿a cuál Cristo oran los latinoamericanos? Porque la verdad es que
aunque hay muchos cristos de fabricación humana, hay solamente un Cristo
verdadero y auténtico, escondido detrás de altares que bien podrían llevar la
leyenda «al Cristo desconocido», porque hay miles y miles que lo adoran sin
conocerlo.

EL CRISTO ESPAÑOL

Es cierto que Cristo llegó a nosotros por vía española -esa España que, dotada
de un sentido de misión, una mística singular del espíritu ibérico, conquistó y
colonizó gran parte del Nuevo Mundo. «Por primera y última vez en la historia
de la cristiandad, dice John MacKay, «la espada y la cruz formaron una alianza
ofensiva con el objeto de llevar el cristianismo -o al menos lo que se
consideraba como tal- a tierras extrañas».

Encabezando está empresa estaba Cristóbal Colón, el almirante genovés,


quien, capitalizando sobre la tradición que rodeaba a su histórico homónimo,
alegaba ser un verdadero «portador de Cristo». Pero de nuevo preguntamos
¿cuál? Y la respuesta debe ser ni más ni menos que aquel austero, de
vestimenta medieval, el de los fríos e inflexibles escolásticos, el Cristo de
España.

¡Cuan extraño les debe haber parecido a los aborígenes americanos el Cristo
de los conquistadores! Ese «Dios blanco» que muere por toda la humanidad,
estableciendo una religión con autoridad suprema en la ciudad de Roma y con
el Rey de España entre sus devotos -el mismo rey que envía a un grupo de sus
súbditos, de apariencia guerrera, a descubrir y someto- tierras misteriosas y
distantes del otro lado del océano. En el nombre de Dios y del rey, estos
hombres de Castilla -rubicundos como el sol y montados en briosos caballos-
matan indios a diestra y siniestra, les quitan sus tierras, violan a sus mujeres, y
transforman a aquellos que sobreviven a la matanza en esclavos del Rapa y del
gran imperio español

«En muchos casos», dice Sante Uberto Barbieri, «el espíritu de la espada era
mas fuerte y más poderoso que el espíritu de la cruz. Para muchos. Cristo no
era un Salvador que había dado su vida por ellos, sino un tirano celestial que
destrozaba vidas para su gloria, a través de la conquista de tierras ajeas.»

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A excepción de las obras de caridad de parte de algunos sacerdotes misioneros
–como Fray Bartolomé de las Casas- el colonizador hizo muy poco en la esfera
social y económica. De haber existido, esos esfuerzos hubieran ayudado a
borrar las impresiones negativas adquiridas por los indios en su primer
encuentro. Tal vez hubiese sido distinta para ellos la semblanza del Cristo en
cuyo nombre habían perdido todo, incluyendo su libertad. Y no solamente los
indios, sino también la nueva raza que surgió de la unión de estos dos pueblos.
También estos fueron objeto de persistente opresión y humillación por parte de
los seguidores y defensores de aquel Cristo.

Este ciertamente no era el Cristo que había sido anunciado con sones de
trompetas -¡de oro por parte de los reformistas del siglo XVI. No. El Cristo de
los reformistas había quedado atrás en España, para ser atacado sin tregua por
Ignacio de Loyola, luego aplastado por Carlos V y Felipe II, y por último
consumido en las llamas implacables de los autos de fe, tos ignominiosos
hechos de la Inquisición. Aunque otros países europeos pudieron despabilarse
del largo sueno con el despertar convulsivo de la Reforma, España permaneció
inalterable e inerte, y su religión no experimentó los dolores de parto de una
nueva era.

«El otro Cristo español» al cual grandes místicos españoles tales como San
Juan de la Cruz y Fray Luis de Granada alababan en magníficos poemas, fue
muy lento en hacer su peregrinaje al nuevo continente. Si en realidad tuvo
seguidores aquí desde el principio del período colonial, su influencia no le
suficiente para contrarrestar la del Cristo adicional.

Sin embargo, muchos misioneros trabajaron larga y duramente para que su


Cristo fuera aceptable a la mentalidad de la raza oprimida, pero en su celo de
adaptarse a la cultura india no pudieron evitar la aparición del sincretismo
religioso; la mezcla de conceptos se hizo presente en la práctica de la fe. Ellos
toleraban -y aun estimulaban- la mezcla del cristianismo español con las
creencias y prácticas de la religión local Tanto Cristo, la Virgen, así como los
santos, no hacían mas que aumentar las filas de las deidades del panteón
americano. Incontable cantidad de indios continuaban adorando sus anteriores
dioses, encarnándolos en las imágenes traídas por el catolicismo. Detrás de
estos santos de cutis blanco y ojos azules, la presencia poderosa y mágica de
los dioses y las diosas regionales se irguió desenfrenada e indisputadamente
en la experiencia religiosa de sus devotos.

LA IMAGEN DE CRISTO

Las imágenes de Cristo, de por sí muy prominentes en la religión de los


colonizadores, resultó muy provechosa para la Iglesia en su tarea de
adoctrinación en las Américas. Era mucho más fácil exhibir una estatua que
dilucidar un dogma; en el lugar de los ídolos nativos se pusieron imágenes

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europeas para desterrar creencias religiosas de varios siglos de existencia. Y
una vez más, el sincretismo religioso se manifestó. No era difícil dar a las
esculturas y pinturas de Cristo un color oscuro, aun reteniendo facciones
faciales europeas. Hay muchos cristos mestizos -y hasta negros- en nuestra
América hispana que perduran hasta hoy.

Aquí Cristo se volvió madera o piedra, tela o papel -frecuentemente arte


magnífico-tallado y pintura, visible en espléndidos altares, en nichos especiales
en hogares, en celdas monásticas, en cruces de caminos y en cimas de
montanas. Las sombras de la imagen de Cristo cubrieron todo el continente.

EL CRISTO NIÑO

La omnipresente figura de Cristo despertó hondos sentimientos en la gente;


después de todo. Cristo es poco más que un niño indefenso en los brazos
protectores de su madre -tan dulce e inofensivo como cualquier niño pequeño.
¿Cómo podía El ser un tirano o un déspota? Aunque El no pudiera liberar a la
gente de sus nefastas cadenas. El era igualmente incapaz de haberlos forjado
con sus pequeñas y débiles manos.

El es el niño que no puede hablar, únicamente María, que lo sostiene y lo


protege puede, a veces, entender sus balbuceos. Este pequeño infante Dios es
incapaz de reprender a los patrones blancos por sus abusos de poder, su
desmedida codicia y lujuria o sus abrumadoras injusticias perpetradas contra la
gente conquistada y humillada. Privado del magnífico don de la palabra no
representa un peligro para nadie, ya sea poderoso o débil o pequeño. No hay
nada que El pueda hacer para impedir a unos u otros de cometer pecados: El
es meramente la imagen de un niño que siempre sonríe, indiferente a la
enorme tragedia que lo rodea. Mientras se construye una nueva raza y un
nuevo mundo por la fuerza, bajo la pesada mano de los déspotas, el niño Cristo
permanece serenamente silencioso.

Por lo tanto, el simple indio, subyugado por tos intermediarios blancos del
poder, y tratado como un niño por sus conquistadores, consciente o
inconscientemente se identifica con el niño Cristo y escapa a buscar refugio en
los brazos de su tierna y amante madre. No es de sorprenderse que la
veneración de María lograra una posición más prominente que la adoración de
Cristo. Los oprimidos buscan a la madre, a María, y no a su hijo Jesús.

EL SUFRIENTE

Otra imagen generalizada es la del Cristo doliente. Una característica principal


del catolicismo hispanoamericano ha sido la del Nazareno que ha sufrido dolor,
crucifixión y muerte. Una característica de la «cristianización» en esta parte de
las Américas fue la extensa implantación de la cruz -el símbolo religioso
empleado por los españoles en la conquista de las conciencias de sus nuevos
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súbditos. Era la religión del crucifijo, del Cristo que muere, impotente, clavado
en una ignominiosa cruz. Mientras que es cierto que el dogma oficial afirma la
resurrección de Cristo, esa enseñanza parece no llegar a las masas: el punto
predominante del año eclesiástico no es el Domingo de Resurrección, sino el
Viernes Santo, cuando se ve a Cristo como un prisionero, flagelado, coronado
de espinas, clavado en una cruz, y colocado en un ataúd donde reposa año tras
año por los siglos.

La imagen de Cristo es la de un Cristo denotado. Los indios huyen de El con


terror y la nueva raza, una mezcla de dos comentes de sangre, nace en la
derrota.

Hispanoamérica no sólo ha llorado con Cristo. Ha llorado -y en mayor grado-por


El. Sus palabras en el camino del Calvario han sido olvidadas hace mucho
tiempo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras y por vuestros
hijos».

Sin embargo, y a pesar de sus aparentes contradicciones, es a través de la


imagen del Cristo que se buscan favores. A un mismo tiempo se le tiene
compasión y se le teme, inspirando compasión y fe. En extremas emergencias
es posible buscar la imagen de Cristo, aunque es mejor si la petición puede ser
dirigida a uno de los más milagrosos. En su novela El Señor Presidente, Miguel
Ángel Asturias presenta una clara interpretación de la fe en la imagen de Cristo
de las masas latinoamericanas, al poner las siguientes palabras en la boca de
una mujer pobre:

«Te tengo mucha lástima; por eso fui a pedir un favor al Jesús de la
misericordia. Quizás El haga un milagro para ti. Esta mañana, antes de ir a la
penitenciaría, fui a prender una vela para El y decirle: Mira, hombre negro, aquí
estoy contigo y no es por nada que tú eres el Papito de todos nosotros, así que
escucha bien ahora. TÚ tienes el poder para asegurar que esa chica no se
muera y le pedí ese favor a la Virgen antes de levantarme esta mañana y
ahora te molesto por la misma cosa, de manera que aquí tienes una vela de
oración, y ahora me voy y cuento con Tu poder, pero volveré para recordarte
mi oración».

La oración de esta mujer no podría ser más sincera, ni su confianza más fuerte.
Así es como ora nuestra gente; así es como han orado por siglos a un Cristo
que está crucificado, muerto y sepultado.

EL CRISTO DE LAS MINORÍAS

El Cristo que es un extraño para las masas no ha tenido más éxito con los
grupos minoritarios en nuestro continente. No pocos ricos y poderosos han
descubierto que es muy cómodo creer en la imagen del Cristo que sufre
pacientemente en la cruz, mientras mantienen silencio absoluto frente al
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sufrimiento y la pobreza de las masas que los rodean. Durante quinientos años
sus labios han permanecido sellados, sin decir una palabra acerca de lo que la
gente quiere oír.

Es muy fácil tolerar a un Jesús de Nazaret que no irrita a sus adoradores,


llamándoles la atención a sus pecados o picaneando sus conciencias
encallecidas por su mal comportamiento. Todo lo que se requiere es arrojarle
unas limosnas de tanto en tanto, y llevarlo sobre los hombros una vez al año
en las procesiones de Semana Santa, donde todos pueden ver. Seguramente
está clavado en la cruz, sellado en el sepulcro, guardado detrás de las paredes
de la iglesia, encerrado en un ataúd de cristal, o reducido a la impotencia en la
seguridad de un convento o un monasterio. A El no se lo encuentra en la
intimidad de tos hogares, involucrándose en la vida de los demás. Su mundo es
el santuario, su paz sepulcral perturbada solamente cuando, en raras
ocasiones, es sacado para ser admirado, compadecido y llorado por las
multitudes.

En círculos intelectuales. Cristo es fácilmente transformado en un mero


símbolo, o forma de expresión. Se lo observa desde varios ángulos y se lo
presenta como un líder espiritual, un maestro o filósofo, un reformador social o
quizá un descarriado visionario que equivocó el camino en su deseo sincero de
liberar a la humanidad.

Algunos lo respetan y lo admiran ofreciendo miles de cumplidos, mientras otros


lo pasan por alto con total indiferencia o burla. Algunos meramente lo toleran,
manifestando una actitud de solícito paternalismo. Sienten lástima por El
porque lo ven, como diría Rubén Darío, aún caminado por las calles «flacucho y
débil». Para ellos El es el Cristo que, según Amado Nervo, golpes vanamente a
las puertas, buscando un lugar donde poder descansar:

Cristo: De todas partes,


La ciencia moderna te arroja
Sin compasión. Tú
No tienes dónde vivir. Señor!
(Hospitalidad)

Como siempre, también están aquellos que niegan la realidad de la existencia


de Cristo. Naturalmente no están involucrados en ninguna averiguación acerca
del Jesús histórico. Para otros. El posiblemente puede pertenecer al pasado,
pero no al presente, y ciertamente no al futuro. Ellos creen que viven en una
era poscristiana y no ven en Cristo la respuesta a la angustia del hombre
contemporáneo.

ELCRISTO DEL PROTESTANTISMO

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Si el Cristo católico-romano llegó a nosotros por vía de España, el Cristo
protestante llegó de otras naciones europeas-tales como Inglaterra, Alemania,
Francia y los Países Bajos- y de Estados Unidos. Como consecuencia de esto
muchos han llegado a identificar protestantismo con el imperialismo occidental
o sistemas capitalistas -lo que bien merece un estudio por separado. De aquí
en más y en términos generales, basta con decir que el Cristo protestante fue
heredado de los reformadores religiosos del siglo XVI -aunque El no se originó
con ellos, ni fue interpuesto por ellos.

Los reformadores consideraban a las Sagradas Escrituras como su máxima


autoridad, refiriéndose a ellas exclusivamente en todas las cuestiones de fe y
colocándolas delante y por encima de la autoridad de la Iglesia. Su grito de
guerra era: «Solamente las Escrituras, solamente Cristo, solamente gracia, y
solamente la fe como un medio de justificación ante Dios».

En lugar de buscar a Cristo en la sombra de los altares, en antiguos


pergaminos de tradición eclesiástica o en las filosóficas escrituras teológicas de
los escolásticos, los reformadores se volvieron al Texto Sagrado. La Reforma
fue un retorno a la Biblia, un esfuerzo determinado de redescubrir al Cristo del
Nuevo Testamento.

Esto sugiere el segundo tema central de la Reforma: El mensaje de salvación


que tiene como centro y circunferencia a la Persona y la obra de Jesucristo. El
es elevado al lugar de preeminencia, y no solamente en teología sino en la vida
y adoración de la iglesia también. El es el Cristo que, por la encamación,
participa en la historia y experiencia de la humanidad. Ataviado en carne y
sangre humana. El vive con los hombres, El se identifica completamente con
ellos, sufriendo con y para ellos y, finalmente, muriendo por ellos. Pero también
es el Cristo de la Resurrección; por consiguiente, el énfasis está en el Cristo
que vive eternamente y que trascendiendo tiempo y lugar, está sin embargo
presente en su obra de redención en el mundo de hoy.

Una tercera característica de la Reforma fue su tendencia al individualismo. Los


reformadores pugnaron por la libertad de conciencia, proclamando que cada
hombre poseía la irrestricta lucha de la libre consideración a todas las
cuestiones relacionadas con asuntos de fe.

La enseñanza del sacerdocio universal de tos creyentes enfatizó la libertad del


individuo para buscar a Dios y acercarse a su Palabra, sin la intervención de la
autoridad humana. Se dejó al individuo a solas con Dios en el santuario de su
conciencia, guiado por la luz de la Revelación divina.

Este individualismo protestante también se manifiesta en la dimensión secular


del cristiano para quien -consciente de su dignidad personal ante Dios, la
iglesia y el estado- todas las vocaciones son sagradas. Así, el individuo puede y
debe glorificar a Dios en cualquier trabajo o profesión honorable, no solamente
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en el aislamiento de la celda de un convento. Tampoco tiene el sacerdocio el
monopolio sobre lo sagrado. A los ojos del Creador, todas las vocaciones son
sagradas.

Era de esperar que este individualismo produjera una buena variedad de


grupos protestantes. Además, cuando la estructura monolítica de la iglesia
medieval hubo sido fracturada, aquellos que por primera vez respiraban el aire
fresco de la libertad religiosa no quisieron erigir una nueva y vasta estructura
jerárquica a la cual debían someterse. Este accionar estaría completamente
reñido con el espíritu de la Reforma, y cuando ciertos líderes protestantes,
tales como Juan Calvino, procuraron volver al antiguo autoritarismo, se
encontraron con una resistencia decidida de parte de aquellos que había
recibido esclarecimiento por el nuevo día de libertad espiritual.

En cuarto lugar, la Reforma provocó cierto efecto sociopolítico. Por empezar,


dada la estrecha vinculación existente entre la estructura eclesiástica y la
jurisdicción civil hasta ese momento, era inevitable que surgieran conflictos
entre este último y el movimiento reformador Oponerse a la Iglesia era
oponerse también a la autoridad secular.

Por consiguiente, ciertos cambios políticos y sociales tuvieron lugar


rápidamente en esos países donde la Reforma había tenido éxito, acarreando
consigo las semillas de la libertad que algún día germinarían y crecerían, para
beneficio de nuestra civilización.

Habiendo sido conocido a través de las Escrituras, el Cristo de la mayoría de los


protestantes de América latina es un Cristo bíblico. Los protestantes
hispanoamericanos son una comunidad «del Libro» -la Biblia- y su doctrina es
profundamente cristotógica: Cristo es preeminente en teología, liturgia y
servido. En su adoración, la cruz y la tumba están vacías, porque El es el Dios
de la vida y conquistador de la muerte, el Dios que vive ahora y para siempre,
el único mediador entre Dios y el hombre. «Sólo Cristo salva», «Cristo es la
respuesta» y «Cristo es la única esperanza» han sido consignas favoritas de los
protestantes en sus esfuerzos evangelísticos a través del continente.

El individualismo de los protestantes latinoamericanos también se refleja en su


experiencia: a la luz de su conciencia y bajo el reflector del mundo divino, el
creyente protestante disfruta de liberación de enredos eclesiásticos y
jerárquicos en la búsqueda de comunión con su Dios. Su fe no depende de la
autoridad humana. Su relación con Cristo es profunda e intensamente
personal. De aquí que grupos protestantes proliferen en Ibero América; pero la
construcción de un enorme edificio jerárquico con el objeto de aunar y
gobernar a todas las comunidades protestantes estaría en contradicción con el
verdadero espíritu del protestantismo latinoamericano. Las desventajas de la

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pluralidad (son preferibles a aquellas que acarrearía un gobierno eclesiástico
centralizado.

Es innegable que los factores históricos y sociales han servido muchas veces
para acentuar el individualismo en la responsabilidad social protestante (otro
tema interesante para investigación aparte). La verdad es que entre los más
conservadores del protestantismo en Hispanoamérica se ha encontrado una
actitud de indiferencia frente a los serios problemas que mantienen a estos
llamados «países en desarrollo», en agitación.

Hasta ahora, cuando los problemas sociales salieron a la luz, el Cristo de


muchos protestantes iberoamericanos ha sido meramente escatológico -en el
estrecho sentido de la palabra. Con su aparente actitud de indiferencia hacia
los conflictos que preocupan a nuestra sociedad, estos cristianos bien podrían
haber dejado la impresión que» para ellos, todas las dificultades
socioeconómicas debían ser dejadas para que Cristo las resuelva en la próxima
vida, y que poco o nada debiera hacerse ahora para mejorar el mundo en el
cual viven.

Afortunadamente, nuevas brisas han comenzado a hacerse sentir, las que


prometen un cambio en esta postura de negligencia social. Aun el Cristo del
protestantismo conservador ha comenzado a abrir su boca para decir lo que
tan largamente había sido callado en relación a los problemas sociales del
hombre latinoamericano. Ya es hora de que se le permita hablar a El.

EL CRISTO DE LA NUEVA TEOLOGÍA

Una de las más difundidas reacciones al silencio del Cristo tradicional es la que
ahora comienza a manifestarse tanto entre los círculos teológicos católicos
como protestantes de la política izquierdista de América búsqueda de
comunión con su Dios. Su fe no depende de rica capaz de controlar totalmente
ciertos tipos de personalidad, los nuevos teólogos dejan oír su voz por la
justicia social.

El Cristo que ellos proclaman es antropológico y sociológico; un economista


capaz y un estadista experto; psicólogo de masas, experto en política local y
foránea, teórico revolucionario y reformista social. Ese Cristo disidente, el
activista, el rebelde (hasta violento, diría) que se viste como un labrador
común y habla el complicado lenguaje de los tecnólogos de nuestro tiempo.

La teología de este Cristo -si puede llamarse teología- es decididamente


antropocéntrica. Viene del hombre, es para el hombre, y no va mas allá del
hombre. Establece prioridades dentro del orden del hombre. Establece
prioridades dentro del orden material y busca un reino que es de este mundo,

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consistente en comida y bebida, separados del espíritu. Su objetivo supremo es
la transformación de las estructuras sociales, aunque el individuo no
experimente cambio.

Contrastando con el Cristo individualista o el protestantismo iberoamericano


tradicional, este Cristo de los teólogos de izquierda es tan furiosamente
colectivista, tan obsesionado con las masas que está en peligro de perder de
vista al individuo. En cieno modo, este Cristo es producto de nuestra
civilización ultramoderna que despersonaliza al individuo, aplastándolo debajo
de su enorme maquinaria socioeconómica.

Por consiguiente no debiéramos sorprendernos ante la presencia de un Cristo


de izquierda en América latina. Era inevitable que, tarde o temprano, el Cristo
socialmente inactivo fuera interrumpido en su sueno de los siglos por el
advenimiento de otro Cristo ansioso de hablar y de actuar. Si el reden llegado
pretende ser genuino y auténtico, pues entonces deberá ser aclarado a la luz
del Nuevo Testamento.

¿Por qué a la luz del Nuevo Testamento? Sencillamente porque no hay


documentos con mayor autoridad que ellos acerca del verdadero Cristo. Es en
el Nuevo Testamento donde por primera vez en la historia de la humanidad se
describe a la Persona y la obra de Jesús de Nazarel El testimonio de los
hombres que caminaron con El y lo conocieron últimamente se encuentra en
sus antiguas páginas -la fuente del cristianismo, el manantial del cual
asimilamos las lecciones de su maestro y fundador. Por esta razón el Nuevo
Testamento es la norma o regla que determina la autenticidad o falsedad de
nuestros cristos, la luz que lévela la verdad o el error de nuestra cristiandad, la
espada flameante que separa a los que pertenecen al verdadero Cristo de los
que no lo hacen.

Una nueva señal de esperanza se visualiza ahora en el horizonte de nuestra


Hispanoamérica: Hay un retorno a la lectura de la Biblia en varias comunidades
eclesiásticas. Como resultado, el Libro de ayer, hoy y por siempre está en
manos de muchos, devorado por ojos que están hambrientos de entendimiento
espiritual. En respuesta a esta búsqueda de fe, la majestuosa figura del
histórico, viviente y verdadero Cristo está destinada a surgir de sus sagradas
páginas. Ha llegado el momento del coraje moral para dejar de lado los falsos
Cristos y abrazar al verdadero, el conocido por los escritores del Nuevo
Testamento: Pedro, Pablo. Mateo. Juan, Marcos y Lucas y los demás.

Abandonemos el Cristo español o el anglosajón, el Cristo negro o rubio, mestizo


o nativo Deshagámonos del Cristo de nuestros temores supersticiosos o
nuestro orgullo intelectual y firmemos nuestra declaración de independencia
espiritual, volviéndonos al Cristo que dijo: «la verdad os hará libres. Si el Hijo
os hace libres, seréis realmente libres».

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Apuntes Pastorales Volumen VII – Número 6

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