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La familia y la institución de lo social.

Los universales que la fundan


y las tensiones que enfrenta en la contemporaneidad.

Ma. Luisa Murga Meler

Llevar a cabo la propuesta de discusión acerca de la familia es una tarea que implica el
reconocimiento que el campo que se pretende abarcar es muy vasto y que la referencia a la
familia trae consigo una amplísima gama de formas de comprenderla y abordarla. Por ello
mismo y por la asunción de una postura que deriva de reconocer que en el estudio de lo social
siempre nos enfrentamos a la imposibilidad de abarcar y comprender la totalidad de la red de
relaciones entre los procesos y la tenue graduación de sus repercusiones recíprocas, partimos del
principio de que ante la complejidad de los fenómenos sociales las aproximaciones que los
presentan como unívocos y plausibles de explicación desde una sola perspectiva llevan consigo
la tendencia a buscar soluciones finales que siempre implican la clausura del pensamiento y la de
la autonomía de los sujetos.
De tal suerte que en este trabajo se presenta una propuesta de reflexión sobre algunos de
los aspectos de la familia como institución y de lo que, en su forma, transmite. Esta propuesta se
elabora desde una concepción de lo social que se articula con nociones provenientes de la
antropología y otras de la psicología social apoyada en los conceptos que el psicoanálisis aportó
a las ciencias sociales y que se refieren a este campo particular. Además, es pertinente aclarar
que al hablar de institución no lo hacemos como si ésta fuera una figura radicalmente estable,
monolítica y portadora de una racionalidad sin fracturas; más bien con la noción de institución
hacemos referencia a entramados relativamente estables que, a pesar de la experiencia de
totalidad que engendran, intentan acotar la infinita posibilidad de tensiones y apuestas que los
vínculos colectivos entrañan. Al trabajar con esta noción también se pretende reconocer que al
amparo de las instituciones y de la racionalidad que engendran, siempre habrá un amplio
espectro de experiencias singulares diferenciales que incorporan y expresan de manera
radicalmente única los entramados simbólicos que se hacen presentes.
Con base en estas consideraciones iniciales el trabajo se orienta a la presentación de lo
que, desde cierta perspectiva teórica, se plantea como los universales que la familia expresa en su
carácter de institución y que, como tales, implican las derivaciones particulares que esta
formación puede adquirir en los distintos contextos culturales. Y a partir del análisis propuesto,
se llevará a cabo el esbozo de algunos temas que quizá sea importante reflexionar acerca de la
actualización de lo que hoy la familia transmite y aquello que la colocaría en el estado de “crisis”
que para algunos autores incluso es signo de su desaparición.

Lo universal social de la familia

De la familia se ha dicho, metafóricamente, que es la “célula de la sociedad”, el punto de


partida y articulación de toda sociedad humana (Malinowsky, 1921, p. 94) y con esa metáfora, en
algunos casos, se han elaborado profusos esquemas con los que se busca tanto teorizar acerca de
ella como postular diversas formas de aproximación terapéutica, sociológica o pedagógica. Se la
piensa como unidad susceptible de ser reconocida como generalización de una forma particular y
a partir de ello es que se la caracteriza como “extensa” o “ampliada”, “monoparental” o
“nuclear” y en otros casos posiblemente “disfuncional” y quizá “rota” o “mutilada”; todos
calificativos para una unidad que se ha pretendido reconocer como «única», como «natural» y a
la que se le adjudica haber pasado por un proceso de evolución desde las formas más elementales
y primitivas –en las que aparentemente la poligamia se mezclaba con estructuras abigarradas de
parentesco– hasta las supuestas formas “civilizadas” de la familia nuclear de nuestros días. Por
otro lado también aparece como un objeto sujeto a la mirada y al control de las expectativas de
un Estado moderno que sostenido en determinaciones disciplinarias comienza su vigilancia a
partir del siglo XVIII.
Por ejemplo, durante los años setenta, en el centro de otro elaborado debate acera de su
cuestionable universalidad y de sus también cuestionables bondades fue declarada funesta,
"matriz colonizadora" y trasmisora de vicios. Con el agregado de que entre estos periodos casi
siempre se ha sacado a la luz su estado de crisis, ya sea porque se dice ha dejado de cumplir su
rol tradicional o bien porque éste mismo la pone a contracorriente de algunas estrategias

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derivadas de posturas teóricas e ideológicas. Sin embargo, más allá de todos estos calificativos y
denostaciones la familia como hecho ha trascendido las épocas y su importancia en términos, no
sólo de la formación de las nuevas generaciones, sino de la construcción del vínculo colectivo
radica en que es una de las instituciones en las que se articula la sociedad. Acerca de esto último
nos explicamos más ampliamente.
Desde la perspectiva de lo biológico la familia humana, en su carácter de hecho, cumple
con las condiciones de la alianza que este orden le impone, es decir, biológicamente la especie
humana requiere como todas las demás una cierta garantía de continuidad en el orden de las
especies y en ese nivel el humano cumple con su papel en lo que se refiere a los patrones
genéticos heredados. Hembras y machos se acoplan biológicamente y en ocasiones procrean y
otorgan los cuidados a los vástagos que darán continuidad a la especie. Esta alianza que la
naturaleza impone es indiferente a la forma en cómo se lleve a cabo y en este punto en particular
es en el que la familia humana trasciende lo biológico. Es decir, con la familia humana el orden
de la cultura interviene y no se conforma sólo con garantizar, a nivel biológico, la posibilidad de
una suficiente deriva génica que induzca la variabilidad requerida que logre sostener el
mantenimiento de la especie de homínidos a los que denominamos hombres.
Con su intervención la cultura proporciona la forma a la alianza biológica y con ella se
definirá quiénes serán los hombres y las mujeres que podrán o no llevarla a cabo en cada
sociedad. Si en lo biológico la naturaleza es casi indiferente a la forma que adquiere la alianza
entre machos y hembras de homínidos, en cuanto a la reproducción de la especie, para el caso de
la cultura esta indiferencia no es admisible. En el orden de la cultura es necesario que se atienda
a las condiciones simbólicas en las que se pone de manifiesto la cualidad distintiva de cada
sociedad y la que sus miembros deberán tener no sólo presente, sino llevar “tatuada” de manera
significativa en las formas que adquiere su constitución como individuos miembros de dicha
sociedad. Por tanto, socialmente, se prescribe la forma que adquirirá esa alianza, la que lleva a la
procreación no sólo de nuevos individuos sino, particular e importantemente, de “nuevos
miembros de la sociedad”. En este sentido la familia es la institución encargada de hacer posible
la llegada de nuevas generaciones de miembros de cada sociedad y que serán conformados de
acuerdo a las condiciones que la institución de la sociedad requiere para su propia reproducción.
Además el humano, en términos de especie, se diferencia del resto debido a que su
condición, al momento de nacer, lo coloca frente al medio con un cierto grado de prematuración

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que lo hace dependiente de los cuidados que reciba para lograr “sobrevivir”. Esto es, luego de su
nacimiento, este individuo requiere de un conjunto de cuidados sin los cuales su destino como
sujeto humano se pone en entredicho y esta condición implica que en el orden de lo social, de la
cultura, se establezcan las condiciones que posibiliten que cada miembro de la especie
“complete” su desarrollo en el ámbito que socialmente se le proporcione con el fin de
constituirse efectivamente como “humano”. De manera que para el caso que nos ocupa −la
familia humana− la forma de la alianza ofrece la posibilidad de establecer parte del continente
dentro del cual el individuo de esa especie se podrá constituir. Por lo tanto desde la perspectiva
del orden social tanto la forma en la que se llevará acabo la alianza como el conjunto de cuidados
que el cachorro humano requiere, aparecen como lo que es la familia en su carácter de institución
y en ese sentido la función admite la forma imaginaria que le otorga lo que en cada conjunto
social se ha definido y que involucra las regulaciones que en el universo simbólico adquirirán las
cualidades particulares del contexto en donde se lleve a cabo.
De manera que la familia como institución de la sociedad o más específicamente como
señala Castoriadis (2001, p. 124) como institución segunda de lo social forma parte del
entramado con el que se articula e instrumenta la institución primera de la sociedad. Dice el autor
La institución primera de la sociedad es el hecho de que la sociedad se crea a
sí misma como sociedad, y se crea cada vez otorgándose instituciones
animadas por significaciones sociales específicas de la sociedad considerada:
específicas de la sociedad egipcia faraónica, de la sociedad hebraica,[....] de la
sociedad francesa o norteamericana actual, etc. Esta institución primera se
articula y se instrumenta a través de instituciones segundas.

Además las instituciones segundas, que no secundarias –como el lenguaje, el individuo y


la familia– son en un modo abstracto transhistóricas ya que por ejemplo si bien cada lenguaje es
diferente, no hay sociedad sin lenguaje. Y de igual modo es posible reconocer que en cada
sociedad se instituye un tipo diferente de individuo, pero no existe sociedad sin esta institución.
Para el caso de la familia encontramos que si bien su organización y contenido específicos son
cada vez otros, no puede haber sociedad que no asegure la reproducción y la socialización de la
generación siguiente, y la institución encargada de eso es la familia, cualquiera que sea su
forma (Castoriadis, p. 124). Por lo tanto la familia es parte del entramado en el que cada sociedad
se articula y se instrumenta en un proceso en el que ninguna institución se encuentra
completamente aislada del resto y que, como ya lo había señalado antes Durkheim, entre

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instituciones de la sociedad existe un principio de solidaridad que implica que por efectos de su
articulación dinámica, las transformaciones que se lleven a cabo en cada una de las instituciones
afectarán al resto en grados de variabilidad diversa. Ya que si bien la sociedad es una totalidad,
ésta no es estática ni monolítica sino que esa totalidad, en sus partes, se mantiene articulada de
mil maneras y de este proceso la familia es parte constituyente y constitutiva.
En este sentido la familia, como ese conjunto de modos de hacer y decir relativo a la
reproducción y socialización de las nuevas generaciones de cada sociedad se enfrenta a las
transformaciones que se producen en otras instituciones. Por ejemplo aquella que refiere a la
concepción particular de individuo y que se articula con la referencia a la noción, también
particular e instituida, de hombre y mujer; en este caso la solidaridad entre estas instituciones
implicará obligadamente que en las modalidades de regulación que hacen presente a la familia,
las transformaciones que se efectúen en la concepción de individuo (hombre y mujer) producirán
efectos particulares en las modalidades que adopte la familia como institución, ya que en ella −en
principio− se lleva a cabo la reproducción y la socialización del individuo al que refiere su propia
institución.
Por tanto es pertinente señalar que si bien la familia efectivamente mantiene una relativa
unidad, el cambio o la dislocación de algunas significaciones y de algunos patrones normativos
externos a ella y presentes en la sociedad considerada (occidental contemporánea o medieval o
colonial) quizá puedan llegar a exigir la reformulación de algunas de las regulaciones que la
hacen presente y en este sentido es que la referencia a la supuesta crisis y posible desaparición de
la familia puede ser más bien el intento de concebir a los procesos sociales y a los procesos
singulares como si formaran parte de una causalidad directa y simple en el orden de una
ideología que representa a la condición humana como necesariamente libre de conflictos, libre de
antagonismos y siempre orientada en sus cambios dentro de los límites impuestos por un orden
preestablecido. Sobretodo cuando se toca el tema acerca de la supuesta vigencia que se le asigna
a la forma del lazo social que la familia representa y a lo que ella transmite.

La transmisión en (de) la familia

Como decíamos una de las interrogantes que actualmente se formulan en torno de la familia y
que involucra su carácter de institución es aquella que se refiere a la vigencia de lo que trasmite

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en relación con las actuales formas de los vínculos sociales, los valores y las redes normativas
que se hacen presentes por el momento socio-histórico que vivimos. En este caso la pregunta por
la vigencia y adecuación de los contenidos que la forma de la familia transmite en las sociedades
contemporáneas, tiene diversas acepciones; ya que en algunos contextos se plantea la
imposibilidad de que la familia se adecue a las exigencias modernas de libertad y diversidad que
aparentemente el mundo contemporáneo plantea. Que los “roles” de padre y madre tendrán, en
este caso, que modificarse. Por otro lado también se formulan cuestionamientos acerca de cómo
la familia se ha desarticulado “como célula social” permitiendo que se lleguen a producir las
trasgresiones que día a día pueden documentarse en hechos de violencia. Cuestiones todas que
nos presentan la concepción de la familia como si sólo por ella misma, casi aislada en su
condición de célula autoengendrada, fuese capaz de producir los cambios que en diversos
ámbitos se constatan a nivel de las redes de relaciones sociales más amplias. A este respecto es
preciso tener en cuenta que si consideramos a la familia como ese modo de hacer y decir en
cuanto a los procesos de reproducción y socialización de las nuevas generaciones de cada
sociedad, tenemos que señalar cuáles son las condiciones que, como pre-requisitos, se establecen
socialmente para definir cómo se compone y las relaciones que, en forma de articulación
institucional, la ponen en juego con otras regulaciones sociales, ya que la familia en el contexto
social no está aislada.
En este sentido la alianza a la que referimos anteriormente, aquella que la naturaleza
impone y la cultura retoma, interviene a manera de señalar esas condiciones, esos cómo y
quiénes formarán la alianza. Dicha intervención la reconocemos, en este contexto, como una de
las construcciones sociales más importantes y que como hecho articula el orden social. Nos
referimos, en este caso, a la denominada Ley de la prohibición del incesto. Ley que en su
formulación no sólo prohíbe sino que prescribe un tipo particular de alianza social y una forma
específica de intercambio. Esta Ley universal establece, en lo general y en palabras de Lévi-
Strauss, que las personas consideradas como padres e hijos(as), o hermano y hermana, incluso
nominalmente, no pueden tener relaciones sexuales y mucho menos pueden casarse uno con
otro,(Lévi-Strauss, 1982, p. 34) con Castoriadis (1989, Vol. 1, p. 241) diremos además que esta
Ley y su enunciado de regla remite a un sentido organizador de una infinidad de actos humanos,
que hace levantar en medio del campo de lo posible la muralla que define lo lícito y lo ilícito,

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que crea un valor, y vuelve a disponer todo el sistema de las significaciones, dando como
ejemplo a la consanguineidad un contenido que «antes» no poseía.
Al intervenir con una forma particular de alianza la Ley no solamente busca regular ciertas
relaciones sino que es con toda justicia la instauración del orden social, en el que el sentido
particular que se otorga a los actos atraviesa el conjunto de regulaciones que permiten a cada
sociedad articular la experiencia singular y colectiva. La Ley interviene a modo de garantizar la
coherencia social por medio del intercambio. En su forma general propone a la vez que prohíbe y
además al definir una regla de obediencia general el grupo afirma su derecho a vigilar lo que
considera legítimamente como un valor esencial y el intercambio se instaura al señalar que en
cada familia las mujeres que la forman tendrán que cederse a otro grupo, dice Lévi-Strauss:
La prohibición del incesto es menos una regla que prohíbe casarse con la
madre, la hermana o la hija, que una regla que obliga a entregar a la madre, la
hermana o la hija a otra persona. Es la regla de la donación por excelencia
[...] constituye una regla de reciprocidad. La mujer que se rechaza y que os
rechaza es por ello mismo ofrecida.[....] La prohibición equivale a una
obligación y la renuncia despeja el camino para un reclamo.[....] La alianza
con la instauración de los grados prohibidos restringe a la filiación en su
afirmación del principio unilineal y viceversa, ambas, naturaleza y cultura
establecen un compromiso de dos modos. (Lévi-Strauss, 1949, pp. 89, 98, 558,
564, 567).

Si pensamos a la familia biológica como la relación que se establece –y la forma que


resulta– cuando un hombre y una mujer procrean 1, el problema del incesto no encuentra sentido
ni solución en su interior, porque desde la perspectiva con la que estamos abordando el tema es
necesario considerar que lo que se pone de relieve es que, en principio, en el ámbito de la cultura
la familia biológica no está sola y debe recurrir a la «alianza» con otras familias para
perpetuarse. Básicamente porque lo que está en juego es el orden de lo social y esto no sólo en
cuanto a las posibilidades de reproducción de los individuos de la especie sino en términos de la
formulación y sostenimiento del sentido mismo de lo social; ya que con la instauración del
intercambio que, como acto social total involucra los ámbitos de posibilidad de creación
colectiva –tanto en sus facetas económica, moral como jurídica–, se lleva a los individuos a la
constitución de un orden en el que una pluralidad de familias tendrán que reconocer que existen
otros lazos además de los consanguíneos, que la descendencia natural sólo es posible a través del

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Decía Lévi-Strauss: “La unión de un hombre y una mujer y los hijos de ambos”.

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proceso social de afinidad y que para relacionar a los hombres entre si es necesario superponer
los vínculos naturales por los vínculos de la alianza regida por el intercambio y la regla.
Lo anterior significa que cada familia tendrá que reconocer que su unicidad se agota en los
márgenes que le impone la necesaria ruptura de esa misma unicidad. Que para la sociedad cada
familia tiene que enfrentar la paradoja de su propia existencia esto es: para que haya sociedad es
necesario que se formen familias, pero para que la sociedad subsista se requiere a su vez que
cada familia se rompa para permitir que se formen otras; de lo contrario parte del proceso social
de autoalteración (de creación de su propia temporalidad e historicidad) se obtura y con ello
también las condiciones que permiten a los sujetos encontrar sentido a su experiencia.
En este contexto la familia tal y como la reconocemos de manera general en la actualidad,
es decir como familia conyugal (padre, madre e hijos), es un hecho social universal sólo en su
forma de alianza ya que en las diversas sociedades es posible reconocer una concepción
diferencial de su valor y por consiguiente de la “funcionalidad” misma de la familia. Ya que, por
ejemplo, en otros contextos esa misma unidad quizá conserve su vigencia legal solamente al
residir en grupos más vastos –este es el caso de lo que en México se llamó el calpulli de los
náhuas2 y que en algunos pueblos todavía opera −con sus variantes− como apoyo a un cierto tipo
de formación en determinadas circunstancias. En este caso la universalidad de la familia
conyugal reside en que frente al orden biológico la forma prevaleciente de intervención cultural,
en relación con el entorno que se hará cargo de la prematuración física y psíquica del cachorro
humano, postula esa misma formación.
La familia conyugal, entonces, se coloca en la posición de proveer la esfera primera que
permita al individuo constituirse en sujeto. En este terreno la cultura ofrece también las formas
que adquirirán las funciones que es preciso llevar a cabo. El lazo social que invita y espera a
cada nuevo individuo se pone en forma a través de las funciones que socialmente se reconozca
serán el sostén de las relaciones de dependencia recíproca que se instauran. De manera que al
hablar de un individuo que nace en el contexto social que lo reclama, estaremos hablando de
aquel que arriba en términos del conjunto de redes de relaciones que lo anteceden en cuanto a la
temporalidad que es propia de ese orden, que es una forma particular de historicidad y que se
orienta fundamentalmente desde la base que el intercambio proporciona.

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Congregados de varias familias conyugales que unidas hacían frente a las vicisitudes de la vida económica y
política de la época.

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Ese individuo forma parte del contexto y a partir de la esfera primera que se construye en
torno a él. Esa esfera se configura desde lo que socialmente se ha definido como la legalidad a la
que pertenece, en la que se define su ascendencia y el conjunto de donaciones que lo acompañan.
En términos funcionales se incluyen también los cuidados que es necesario tener para subsanar la
precariedad de su condición y que se relacionan con la forma que adquiere la función que
universalmente, en lo general, se ha definido como de lo materno.
Porque lo materno atiende a la forma de la alianza que se impone desde lo biológico, ya
que por efectos de su propia condición en el contexto el cachorro humano queda colocado frente
a la “madre” y hasta un determinado punto en cierto grado de dependencia fisiológica y
psicológica; por ello es que, de esta relación inicial, adquiere la designación de lo materno. En
este caso lo materno es también efecto de la articulación de lo funcional y lo imaginario de cada
cultura. Por ejemplo, si en algunas culturas prescinden de asignar participación efectiva al varón
en la procreación de sus descendientes o en otros casos se le prescribe socialmente no sólo
acompañar a la mujer en el parto sino que además deberá “fingir” que pasa por los mismos
procesos y sufrimientos que la mujer; tenemos que para el caso de la definición de quiénes y
cómo se harán cargo de la socialización de cada individuo la cultura también impone sus
diferencias.
Aquí es donde las categorías definidas como padre o madre adquieren su diferenciación
particular. Estas categorías son más que individuos reales, como tales hablan no sólo de lo
funcional sino de lo imaginario y lo funcional puestos en forma culturalmente. Esto es, madre o
padre como categorías pueden retomar la referencia concreta que señalan los sexos biológicos
−mujer-madre; hombre-padre− pero sin embargo lo natural no dispone de elementos para definir
una identidad y por tanto la sociedad lo recibe obligadamente para recuperarlo de manera
arbitraria en y por la institución que es institución de la norma que indicará quiénes serán
llamados en los términos que la categoría señala y cuáles serán las operaciones lógicas que
habrán de diferenciarlos en el conjunto del resto de las categorías. De manera que en este caso la
categoría madre sólo por su referencia a lo biológico no es la que obligadamente ni de manera
unívoca delimita la esfera de lo materno.
Por tanto si continuamos la reflexión en el orden de las instituciones y su articulación
funcional-imaginaria, entonces podremos señalar que esa esfera materna se conforma con las
tensiones y coincidencias propias de la articulación que se lleva a cabo entre lo que socialmente

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se reconoce como el campo de lo materno y el de lo paterno. Es decir funcionalmente es posible
que se reconozca que cada madre, en cada conjunto social, será aquella responsable de llevar a
cabo una serie de operaciones concretas con las que se permita sostener, en el nivel de lo
deseable señalado por la institución, el desarrollo y la socialización de cada individuo. En este
caso, otra vez, se retoma arbitrariamente lo que señala el orden biológico. Funcionalmente es
necesario que un individuo de la especie humana sea alimentado y su integridad física protegida
en orden de permitirle su crecimiento, situación a la que se agrega que dichas operaciones
pueden incluir o no el acunarlo, proveerle de ropas adecuadas, enseñarle a hablar o a caminar3.
En el orden de la cultura además estas mismas concepciones conllevan la asignación a esa
función de una parte de la transmisión del vínculo social que necesariamente está presente en su
puesta en forma, en aquella que adquiere no sólo la función de lo materno sino que se actualiza
en la relación madre-hijo. Ya que esa madre, ahora sí, caracterizada socialmente como tal y
colocada ella misma en el lugar de madre, actualiza la relación de intercambio que como hija –
quizá además como hermana– se puso en forma al haber sido “cedida” como mujer, y ella, a su
vez, haber renunciado a sus parientes interdictos. Con esa renuncia accede a la espera de la
plenitud de la realización y a la disponibilidad. De esta manera lo que esa figura transmite es la
cualidad del intercambio en términos del valor de los dones implicados en él, en donde no sólo
está presente la prohibición sino también la prescripción que conlleva la Ley de la prohibición
del incesto, en la que además de los otros parientes interdictos se coloca también ese mismo hijo
para quien la madre sólo estará disponible en ese carácter y ella misma tendrá que remitir su
realización plena sólo a ese ámbito específico. La prescripción que se hace presente es la de
poder reconocerse como madre e hijo separadamente y en la relación que involucra la presencia
de otras figuras y funciones.
En el caso de lo paterno ocurre que en la construcción de la esfera de lo materno participa
articuladamente y no precisamente por oposición. En cada cultura esa figura paterna llevará a
cabo las funciones puestas en forma que el conjunto ha definido. A lo paterno le corresponden
también ciertas operaciones destinadas al cuidado del individuo (su desarrollo y socialización 4) y
a su vez la transmisión del vínculo, que se produce por efectos de la misma lógica de la
prohibición y el intercambio. Donde es posible reconocer que en el llamamiento a la renuncia de

3
Aquí se incluyen todas aquellas "funciones" que la sociedad le ha asignado a cada sexo en la división del trabajo,
cuya discusión en términos de "género" debemos dejar para otra ocasión.
4
Aquí opera lo mismo que para la madre en cuanto a la división sexual del trabajo señalada líneas arriba.

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los parientes interdictos se invoca la legitimidad del reclamo y su reconocimiento implica
también una espera, una promesa de vínculo y de sentido, que se sostiene en lo que socialmente
se considera como valor fundamental. La esfera de lo paterno articula el reconocimiento de que
es lícito −para el hijo− esperar del conjunto más amplio de la sociedad la compensación a la
renuncia, en forma de prescripción. Con la función paterna se actualiza la condición simbólica de
que, el padre, como hijo o tal vez hermano se resignó a ser rechazado. Se invoca la fuerza del
intercambio en términos de una disponibilidad abierta, de la apertura al advenimiento surgido del
vínculo y la promesa de que para cada sujeto es posible encontrar consuelo en el establecimiento
de vínculos externos a la familia, ya que esa función en su forma cultural particular hará presente
cada vez
que las familias sólo están autorizadas a gozar de una existencia
limitada en el tiempo –corta o larga según las circunstancias– pero bajo
la condición estricta de que sus partes componentes sean desplazadas,
prestadas, tomadas en préstamo, entregadas o devueltas incesantemente
de forma que puedan crearse o destruirse perpetuamente nuevas familias
restringidas. (Lévi-Strauss 1982, p. 47).

Con ello nos permitimos proponer que en la configuración que se produce por los efectos
de la solidaridad entre de ambas categorías –madre y padre– se conforma el ámbito en el que el
sujeto inicia su proceso de constitución psíquica y social, y que es pertinente reflexionar acerca
de que si ha quedado instituido ese conjunto de regularidades tendientes a proveer los cuidados
destinados al nuevo individuo, tal conjunto no es obra exclusiva de una persona o un sujeto y que
es, en su formulación general, obra del continente social que así lo define y que recae
efectivamente en las funciones que padre y madre cumplen en la forma relativamente estable que
las hace visibles y en este caso es en el orden de lo simbólico que, por efectos de la condición
propia de la alianza, se encarna en esos sujetos a los que se denomina padre o madre. Por tanto
cualquiera que sea la diferenciación funcional que asume la forma de la alianza y a pesar de que
la familia esté siempre atravesada tanto por las regulaciones matrimoniales como por las del
parentesco y por las tensiones generadas por la dislocación de las significaciones en el resto de
las instituciones, todavía hoy la familia se puede reconocer como parte del entramado
institucional que opera en la transmisión de la forma fundamental del vínculo social.
Sin embargo es pertinente resaltar que esto es posible sólo si a pesar de la creciente
complejidad funcional de nuestras sociedades actuales, todavía se pueden reconocer tres

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formaciones que han quedado diferenciadas institucionalmente. Que en el conjunto de las
configuraciones sociales y en el ámbito de las regulaciones que las hacen presentes, sea posible
reconocer que lo conyugal no es la familia y por tanto ésta no se agota en aquel. Que la familia
no es el sistema de parentesco, pero en éste la familia se reconoce y finalmente que a la familia la
conforman lo que en cada cultura es posible reconocer simbólicamente como padre, madre e
hijos. Entonces quizá será posible afirmar que en la familia todavía se podrá privilegiar –en sus
relaciones– la diferenciación entre las distintas generaciones y al no confundirla ni agotarla en lo
conyugal su “indispensable ruptura” –referida como la renuncia y la espera– define las
condiciones de posibilidad para la apertura del sujeto al ámbito de los vínculos solidarios en el
contexto más amplio, que a su vez constituyen la alternativa de recrear el lazo social de cuya
representación la familia toma parte.
Ahora bien si tomamos en cuenta lo antes señalado en relación a la forma que adquiere esa
institución que llamamos familia y lo que ella transmite, es pertinente considerar algunas de las
condiciones que actualmente enfrenta en relación con las dislocaciones más importantes que la
sociedad resiente en cuanto a la articulación de sus instituciones, derivadas de la introducción del
régimen que induce la circulación de los flujos económicos que las formas globalizadas del
neoliberalismo traen consigo. Es decir, los efectos que se producen con la superposición
funcional de los requerimientos de esos flujos sobre las condiciones culturales que definen los
marcos normativos en los que se posibilita dotar de sentido a la experiencia singular y colectiva.
En este contexto es posible que la familia, como formación social y continente de las relaciones
filiales que brindan apoyo a la constitución de los sujetos, se encuentre ante la contradicción de
tener que articular coherentemente el discurso que impone ese orden económico y funcional con
los proyectos de vida de sus miembros.
Ya que si como decíamos en su carácter de formación social la familia se sostiene en lo
que representa el valor fundamental que la misma sociedad defiende y que es la forma del
intercambio, al encarar las exigencias de la conmensurabilidad de los flujos de capital que
introducen forzosamente transformaciones en los regímenes de intercambio, la familia se
encuentra tensionada por los efectos que, por ejemplo, pueden llegar a generarse por la actual
condición en la que opera la institución de la empresa y que hace referencia a la flexibilización
de la fuerza laboral. En este sentido quizá la familia tendrá que hacer frente a los requerimientos
que le presente el conjunto de regulaciones basadas exclusivamente en las demandas funcionales

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de las instituciones del mercado que, de manera general, demandan una forma particular de
socialización de las nuevas generaciones, en términos de ofrecer al mercado individuos
“fácilmente adaptables” a las condiciones de movilidad que las empresas establecen en cuanto a
la rotación de puestos y tareas que exige la actual organización del trabajo; en la que prevalece la
adecuación funcional de las empresas a las modificaciones que cotidianamente se introducen por
el acceso a las prioridades que definen los flujos financieros de capital. De tal suerte que a la
familia se le requerirán individuos capaces de ser colocados en cualquier posición. Sin importar
“formalmente” las capacidades o deseos de esos individuos se sobrepone el interés de
sobrevivencia del capital financiero, de manera que si a este ya no le son “útiles” a sus fines
inmediatos, esos mismos individuos serán sustituidos por otros en la misma dinámica de los
flujos. Con esto los jóvenes encuentran mucho más problemático colocarse en el mercado laboral
en posiciones medianamente seguras y satisfactorias. El proceso de lograr su autonomía del
circulo familiar se torna más difícil y su dependencia a este se alarga debido a las condiciones de
extrema competencia y desigualdad que se instauran por las transformaciones señaladas.
Con ello quizá se operen transformaciones en los marcos regulatorios que lleven a generar
cierto tipo de repliegue de la familia en la familia misma. Que la tendencia “natural” de la
familia a conservarse, se exacerbe con las virulentas incidencias que imprimen las exigencias del
capital en sus formas contemporáneas y se rehúse toda posibilidad de apertura a causa de la
cancelación de la eficacia normativa de las instituciones con las que se articula. De esta manera
se debilitaría su capacidad de crear espacios de amortiguamiento de las experiencias
heterogéneas de lo singular, encaminada al sostenimiento de la creación de proyectos
imaginarios cuya expresión simbólica encuentre coherencia frente al conjunto y ofrezca sentido a
los sujetos.
Ya que si el centro de gravedad de las instituciones, incluida por supuesto la familia, no se
encuentra en las exigencias funcionales sino que más bien se haya en el ámbito que articula lo
imaginario con lo funcional y este ámbito es el que se obtura por efectos de la sobre posición
funcional que la globalización impone, entonces puede ocurrir que las posibilidades de apertura
que la familia ofrece a los sujetos se debilitan y por tanto la promesa de encontrar consuelo en el
vínculo con otros, fuera de la familia, se torne hasta cierto punto falsa a los ojos de las nuevas
generaciones y la autoridad que ésta tiene que ejercer frente a las mismas, en cuanto a la
contención que la constitución de los sujetos requiere, se debilite produciendo quizá un quiebre

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en las posibilidades de recreación del lazo social tal y como hasta ahora lo hemos tratado en
relación con la vinculación que la familia establece con el resto de las instituciones sociales.
Finalmente también es necesario recordar que ninguna institución recubre completamente
toda la materia psíquica, que la institución encuentra sus límites en lo psíquico y en los efectos
que se producen por la articulación psique-sociedad –por la relación de apoyo que establecen
ambos registros– y que incluso hasta las instituciones del mercado encuentran ahí sus límites por
ser ellas también creaciones imaginarias sociales. De manera que es posible pensar en la
existencia de espacios efectivos de creación de alternativas frente a la desvinculación que
imponen las condiciones de la globalización; ya que los sujetos, “demandados” por la
«necesidad» de habitar un mundo coherente que les permita sostener las exigencias de su propia
condición, siempre buscarán formas de escapar a los diques que la organización económica les
impone y formas de expresión simbólica a sus creaciones imaginarias. Es decir, por efectos de
esa misma demanda a la que se enfrentan, los sujetos quizá puedan imaginar otros modos
posibles de reconstitución del lazo social y con ello encontrar nuevas posibilidades par dotar de
sentido a su existencia y de ello la familia tampoco escapa, es parte constituyente y constitutiva.

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