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De Edimburgo 1910 a Lima 1972.

Cambios de paradigma
en el desarrollo de la misión
Por C. René Padilla

Si la verdad del cristianismo dependiese de la fidelidad con que los cristianos lo han plasmado en
la historia, poco se podría decir a su favor. Aunque la historia de la iglesia abunda en páginas que
ilustran la dinámica del Evangelio para la transformación personal y social, también abunda en
páginas que muestran la facilidad con que los cristianos han transformado el Evangelio del Reino
de Dios —las buenas nuevas del reinado de Dios de justicia y shalom inaugurado por Jesucristo—
en una religión puesta al servicio de los reinos de este mundo dominados por intereses ajenos al
propósito de Dios.

Uno de los ejemplos más claros de la utilización del cristianismo con propósitos indignos se da en
la vinculación entre el imperialismo de Occidente y la labor misionera tanto católica romana como
protestante en los últimos siglos y hasta nuestros días. Nadie ignora que la empresa de conquistar
y colonizar América en el siglo 16 dio por sentado que la extensión del imperio regido por el rey
Fernando y la reina Isabel era equivalente a la extensión del Reino de Dios. Y en nombre de ese
ideal supuestamente cristiano, avalado por el Papa, se cometió toda suerte de atrocidades y
atropellos contra las naciones vencidas.

Es necesario reconocer, sin embargo, que el drama de la evangelización vinculada al imperialismo


también tiene una versión protestante. En efecto, salvadas las diferencias de actores y
circunstancias, la expansión de los Estados Unidos en el siglo 19 repitió la prepotencia de la
conquista española del siglo 16 y, como ésta, halló justificación en un supuesto “destino
manifiesto” de origen sobrenatural, que supuestamente acompañaba al conquistador.
Obnubilados por la idea del destino manifiesto, la gran mayoría de los líderes eclesiásticos
protestantes estadounidenses respaldaron las guerras expansionista de su país como un
instrumento necesario para el establecimiento de un “imperio de justicia” favorable a la
evangelización a nivel global. El concepto de destino manifiesto, sin embargo, no fue peculiar de
los Estados Unidos, sino que se constituyó en uno de los pilares de la expansión colonial de varios
de los países europeos especialmente hacia fines del siglo 19 y durante las primeras décadas del
siglo 20. Especialmente durante la era imperial, después de 1880, la alianza entre misión y
colonización era aceptada sin mayores cuestionamientos, y se daba por sentado que la obra
misionera era obra del país colonialista –obra estadounidense, británica, francesa, belga o lo que
fuese, según el país del que procedieran los misioneros.

La Conferencia Misionera Mundial de Edimburgo, cuyo centenario se celebra este año, se llevó a
cabo en junio de 1910, en plena época de florecimiento del destino manifiesto y del clímax de la
idea del progreso, propia de la modernidad, en el mundo occidental. Ya en 1900 se había realizado
la Conferencia Misionera Ecuménica en el Carnegie Hall de Nueva York, diseñada para pastores y
líderes eclesiásticos y tenía como foco la movilización de la iglesia. La Conferencia en Edimburgo,
por su parte, quería ser una conferencia de estrategia misionera —una manera de proyectar desde
los Estados Unidos la visión y el compromiso misioneros a otros países cristianos, especialmente a
Gran Bretaña, Alemania, Francia y Bélgica. La meta era “la evangelización del mundo en esta
generación”, como rezaba el lema que el Student Volunteer Movement (Movimiento de
Voluntarios Estudiantiles) adoptó en 1889. Desde la perspectiva de John Mott, uno de los
principales inspiradores y promotores de la Conferencia de Edimburgo y su moderador, esa meta
era alcanzable porque la iglesia contaba no sólo con la dedicación de miles de voluntarios
dispuestos a sumarse a la tarea de la evangelización, sino también con recursos provistos
providencialmente por Dios, incluyendo los logros de la ciencia moderna, poder financiero y el
apoyo de gobiernos cristianos. En palabras de Bosch, desde este punto de vista “la misión
occidental era un poder indiscutible. La misión cristiana se amparaba bajo el signo de la conquista
del mundo”.

El año 1910 es memorable en la historia del Protestantismo no sólo por la Conferencia Misionera
Mundial de Edimburgo, sino también porque en ese año se inició la publicación de The
Fundamentals (Los Fundamentos), una obra en doce tomos que tenía como propósito dar
“testimonio de la verdad” (como rezaba el subtítulo) en clave dispensacionalista, en
contraposición con posiciones consideradas “modernistas” o “liberales”. Entre 1910 y 1915 esa
obra se difundió ampliamente y sirvió como leña que alimentó el fuego de la controversia
fundamentalismo/modernismo —una controversia que ocupó los titulares de las noticias religiosas
a lo largo de la década de 1920 en los Estados Unidos y, por reflejo, en muchos otros países.

En el fondo, la polarización entre fundamentalistas y modernistas tiene que ver con diferencias en
la interpretación del Reino de Dios y, consecuentemente, en la manera de entender la misión
cristiana. Para usar la terminología de Ralph Winter, es una polarización entre quienes entienden
la misión como misión de la iglesia y los que la entienden como misión del Reino.

Para los fundamentalistas, la tarea misionera consiste en la proclamación del Evangelio orientada
a la expansión de la iglesia, con el consecuente incremento en el número de miembros.
Fuertemente influenciados por el dispensacionalismo y la escatología premilenarista, mantienen
que el Reino de Dios será establecido con la segunda venida de Cristo, y que el tiempo presente
tiene como objetivo misionero la predicación del Evangelio en todas las naciones. Se concibe la
misión principalmente en términos geográficos: consiste en una cruce de fronteras desde el
Occidente cristiano hacia los “campos misioneros” del mundo no cristiano o pagano con el
propósito de salvar almas y plantar iglesias. Hablar de misión es hablar de evangelización
transcultural. Los agentes de la misión son exclusivamente los “misioneros” europeos o
norteamericanos, con uno que otro australiano o sudafricano, la mayoría de ellos afiliados a
sociedades misioneras denominacionales o interdenominacionales (las “misiones de fe”). Las
calificaciones para ser misionero varían, pero se da por sentado que, aparte de la experiencia de
conversión a Jesucristo, el primer requisito es sentirse “llamado al campo misionero”. Se considera
que la respuesta positiva al llamado de Dios a ser misionero, como en el caso del llamado a ser
pastor, es el llamado supremo, la vocación más alta que un cristiano puede recibir en el servicio a
Dios. Por supuesto, no es para todos los cristianos, sino sólo para un grupo selecto. Y se rechaza
“el Evangelio social” como una posición teológica modernista, inaceptable porque no toma en
cuenta que la única solución para los problemas sociales radica en la difusión del mensaje de
salvación por medio de Jesucristo. Esa era la visión de la mayoría de misioneros transculturales
que plantaron las primeras iglesias evangélicas en muchos países, incluyendo los
latinoamericanos. No sorprende que aun hoy el énfasis unilateral en la predicación del Evangelio
sea una de las características más distintivas del movimiento evangélico alrededor del mundo.

En contraste con esta posición misionológica, lo que propone la misión del Reino es que la
evangelización debe ir acompañada por la reforma social, de modo que la voluntad de Dios se
cumpla más allá de la iglesia —en la tierra como en el cielo. La misión del Reino mantiene que éste
no pertenece al futuro ni es ultramundano, sino una realidad presente introducida en la historia
por Jesucristo, y una realidad que se manifestará en toda su plenitud en el futuro.

A pesar de sus debilidades, el concepto de misión que caracteriza al movimiento misionero


tradicional inspiró, y en muchos casos todavía continúa inspirando, a miles de misioneros
transculturales a cruzar fronteras geográficas con el propósito de difundir las buenas nuevas de
Jesucristo. Así se han escrito algunas de las páginas más conmovedoras de la historia de la iglesia y
se ha formado un movimiento cristiano de alcance global, con congregaciones prácticamente en
todos los países del mundo. Por otra parte, es necesario reconocer que la identificación de la
misión de la iglesia con la misión transcultural —una identificación ejemplificada claramente por la
Conferencia Misionera Mundial de Edimburgo en 1910— resultó en la ratificación de una posición
respecto a la misión cristiana que la redujo a la tarea de salvar almas y plantar iglesias, una tarea
llevada a cabo por misioneros enviados desde los países cristianos a los campos misioneros del
mundo, cumpliendo representativamente la responsabilidad de toda la iglesia.

El origen del concepto y la práctica de la misión integral que hoy ocupan el centro del escenario
en círculos de la Red Miqueas y de un creciente número de iglesias y entidades evangélicas
alrededor del mundo se remonta a un movimiento global de reflexión teológica evangélica en
cuyo seno sucedió, bajo la dirección de Dios, el redescubrimiento del Reino de Dios. Por lo menos
en el caso de América Latina, es fácil demostrar que este concepto se constituyó en la clave para la
comprensión de las bases bíblicas de la misión cristiana: habiéndose inaugurado en diciembre de
1970, la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL) dedicó su segunda consulta, realizada en
Lima en diciembre de 1972, al tema “El Reino de Dios y América Latina”. A partir de esa consulta,
mucha de la rica producción teológica de la FTL ejercería una influencia marcada en la articulación
de la misión del Reino en términos de la misión integral no sólo en América Latina sino alrededor
del mundo, especialmente en el Mundo de los Dos Tercios.

La nota del Reino de Dios como la nota clave para la comprensión de la misión cristiana y del lugar
de la iglesia en la gran sinfonía del propósito universal de Dios resonó en el Primer Congreso
Internacional de Evangelización Mundial que se realizó en Lausana, Suiza, en 1974. Se la escuchó
especialmente en algunos de los plenarios de oradores vinculados a la Fraternidad Teológica
Latinoamericana y en el de Howard Snyder, un orador con experiencia misionera en el Brasil. Y
resonó con mucha fuerza en el documento intitulado Una respuesta a Lausana, producido por un
grupo ad hoc y firmado por alrededor de 400 de los participantes en el Congreso, incluyendo a
John Stott. En este documento se define el Evangelio como “buenas nuevas de Dios en Cristo
Jesús…. Buenas nuevas del Reino que él proclama y encarna…. Buenas nuevas de liberación, de
restauración, de salud y de salvación personal, social, global y cósmica.”

Para el movimiento evangélico a nivel global, los años que siguieron a Lausana 1974 fueron años
caracterizados por la polarización entre dos posiciones respecto a la misión cristiana. Un polo es el
del acercamiento tradicional, prevalente especialmente en Occidente, con su énfasis en la
salvación de almas y la plantación de iglesias mediante la evangelización entendida como “el
testimonio verbal de la Iglesia”. Guarda relación con un concepto del Reino de Dios como una
realidad espiritual experimentada subjetivamente por los creyentes en Jesucristo. En palabras de
Arthur P. Johnston, “El Reino de Dios es el reinado que Dios ejerce en el presente en las
disposiciones morales del alma con su asiento en el corazón. Dios reina como Rey en la vida de los
‘nacidos de nuevo’”

El otro polo es el acercamiento enfocado en la misión integral como expresión del Reino de Dios
que ya ha ingresado en la historia por medio de Jesucristo, aunque todavía no en su plenitud. Es el
acercamiento que hizo su irrupción especialmente en la Fraternidad Teológica Latinoamericana en
la década de 1970 y en Una respuesta a Lausana en 1974. Y no podemos pasar por alto el
documento que en esa misma línea surgió de la Conferencia sobre la Iglesia en respuesta a las
necesidades humanas que, con el auspicio de la Alianza Evangélica Mundial y con un fuerte
contingente de participantes del mundo mayoritario, se realizó en Wheaton, Illinois, en 1983.
Tomando como punto de partida la visión bíblica del Reino de Dios, ese documento afirma en
términos inequívocos que “el mal no solo se encuentra en el corazón humano sino también en las
estructuras sociales”; que “la misión de la Iglesia incluye tanto la proclamación del evangelio como
su demostración,” y que, consecuentemente, “debemos entonces evangelizar, responder a las
necesidades humanas inmediatas y presionar por la transformación social.”

Este segundo polo, fuertemente influenciado por evangélicos que en la vida diaria encaran las
consecuencias negativas del sistema económico global de injusticia global y local y se han visto así
forzados a tomar conciencia de las necesidades humanas básicas, es el polo que ha tomado forma
institucional en la Red Miqueas. Es el polo que busca ser fiel a la demanda de Dios de “hacer
justicia, amar la misericordia y vivir en humildad delante de Dios” (Miq 5:8) por medio de la
práctica de la misión integral, que es misión del Reino.

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