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TÍTULO PROGRAMA: POLÍTICA Y GOBIERNO.

SUBPROGRAMA 5: PROCESOS
POLÍTICOS EN ESPAÑA. CÓDIGO 0901009.

Los actores políticos en el sistema español actual: partidos,


grupos de presión y movimientos sociales.
Sesión 1 – Los partidos políticos, la transición y las relaciones con el
electorado.
Se aspira a lo largo del curso a ofrecer los instrumentos necesarios para una mayor
profundización en el estudio de la evolución de los principales partidos y del sistema de
partidos, así como de su relación con los grupos de presión y los movimientos sociales.
En esta primera sesión se trata de interpretar el comportamiento de los partidos
políticos desde 1977 hasta la actualidad, tanto en su relación con el electorado como en
su vida interna, así como las características del sistema de partidos que se ha ido
configurando.
En la segunda y tercera sesiones trataremos su relación con los grupos de presión y
los movimientos sociales, respectivamente.
Se nos ofrecen tres lecturas para centrar el tema que, lamentablemente, a fecha de
la escritura de estas líneas no he tenido acceso. Sin embargo, no me es ajeno que la
primera de ellas (Gillespie, Richard (1995), “Faccionalismo, la izquierda y la transición a la
democracia en España”, pp. 67-89) versa, primordialmente, sobre la situación de la
izquierda en el momento transicional y su evolución; así pues, lo he sustituído por De la
Cierva, Ricardo (1983), “Historia del socialismo en España”, pp. 244-273. Barcelona,
Planeta.
La segunda lectura (López Nieto, Lourdes (1999), “La construcción de un partido
abierto: AP/PP”) hace lo propio con la derecha y lo he sustituído por Tusell, Javier (2003),
“La oposición en los noventa”, pp. 269-275, en Javier Tusell (coord.), “La transición a la
democracia y el reinado de Juan Carlos I”, Madrid, Espasa.
La tercera lectura (Oñate, Pablo (1998), “Consenso e ideología en la transición
política española”) hará especial referencia al proceso de transición política y a un
aspecto ciertamente controvertido y de bibliografía amplia y contradictoria. Me he basado
en Tusell, Javier (2003), “La transición a la democracia (1975-1982)”, pp. 39-194 del tomo
arriba mencionado; De la Cierva, Ricardo (1997), “La transición y sus protagonistas” pp.
1065-1075 en “Historia Total de España”, Madrid, Fénix.; García-Trevijano, Antonio
(1994), “Clave constitucional de la democracia”, pp. 271-300, de su libro “El discurso de la
República” Madrid, Temas de Hoy; el artículo de Sanromá Altea, José “El secreto de la
Constitución” p. 101 del Anuario “El Mundo”, 2003; McDonough, Peter y otros (2000), “The
cultural dynamics of democratization in Spain”,Nueva York, Cornell University Press.
La Izquierda.- En el tardofranquismo ciertos movimientos del PSOE se realizan bajo
la vigilancia de la policía, pero con cierta tolerancia. Felipe González sufre una breve
detención en Madrid a fines de enero de 1971, pero dentro del régimen cundía cada vez
más la convicción de que había que permitir la reconstrucción de un socialismo más o
menos domesticado y el trato policial a los socialistas no tenia nada que ver con el que
todavía se aplicaba a los comunistas.
Para oponerse a los intentos comunistas de monopolizar la oposición, el PSOE
vertebra el 11 de junio de 1975 un nuevo colectivo heterogéneo, la Plataforma de
Convergencia Democrática, con la obsequiosa colaboración del grupo democristiano de

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izquierdas capitaneado por don Joaquín Ruiz-Giménez. Pero la presión comunista es
cada día más fuerte. Muchos de los universitarios que se han apuntado al PSOE cultivan,
con más o menos seriedad pero con invariable radicalismo, la teoría y la praxis marxista,
si bien forman también entre los nuevos reclutas vanos intelectuales y profesionales
socialdemócratas, algunos de ellos formados en universidades anglosajonas, que sin
descartar el análisis marxista de la historia, la economía y la política, parecen más
inclinados a dotar al nuevo PSOE de una ideología práctica para el poder, alejada del
dogmatismo e impregnada de positivismo. Hasta que el 20 de noviembre de 1975 muere
el general Francisco Franco y comienza una nueva fase, más acelerada, de la transición,
que el PSOE vivirá intensamente bajo la bandera de la ruptura.
En la primavera de 1976 se filtra con claridad, desde el Gobierno, una situación
política insostenible entre el inmovilismo del presidente Carlos Arias, testamentario de
Franco, y el evolucionismo netamente democrático que impulsan el vicepresidente Fraga y
el ministro de Exteriores Areilza. Adolfo Suárez González pretendió entrevistarse en abril
con Felipe González, a lo que éste se negó. Admitió en cambio un encuentro con el
vicepresidente y ministro de la Gobernación Fraga quien le propuso un sistema
bipartidista de tipo canovista, con un partido conservador y un partido socialista a quien
Fraga, como antaño Cánovas a Sagasta, cediera en su momento —un lejano momento—
el poder. No se entendieron. Fraga recalcó que él era el poder y su interlocutor nada.
Felipe González le anunció que, dentro de pocos años, Fraga podría depender de él más
que ahora él de Fraga, que exigía el mantenimiento de los comunistas en las tinieblas
exteriores. Eso sí, el ministro de la Gobernación concedió permiso para varios actos
públicos del socialismo y el diálogo quedó abierto.
Pero no se reanudaría en las mismas circunstancias hasta que después de las
elecciones de 1982 se vio cumplida la premonición de Felipe González, empeñado en
designar a Manuel Fraga Iribarne como líder de la oposición. Poco después, el 10 de
agosto de 1976, Felipe González se entrevista por primera vez con el hombre que había
rechazado poco antes, pero que ahora, jefe del Gobierno, era el arbitro y el motor visible
de la transición. Se entendieron a fondo. El populismo franquista y el socialismo se
acercan y se comprenden. Suárez expone a González el diseño del proceso para
desmontar el franquismo, con expresa legalización del PCE.
En diciembre de 1976, los socialistas celebran en Madrid su XXVII Congreso tras los
trece del exilio, que definía al PSOE como «partido de clase y por tanto de masas, marxista
y democrático” opuesto a “cualquier camino de acomodación al capitalismo” y, con resabios
del primer programa de Marx-Iglesias, pretendía superar el sistema capitalista de
producción “mediante la toma del poder político y económico, la socialización de los medios
de producción, distribución y cambio por la clase trabajadora». Como reconoce un
distinguido militante, el profesor Maravall, luego ministro, «esta socialización afectaría en
una primera etapa a los diez grandes bancos y a cincuenta de las doscientas mayores
empresas». Para ello el PSOE utilizaría conjuntamente la actividad parlamentaría y las
movilizaciones populares. Y aprobaba la táctica de ruptura democrática consagrada en
Suresnes. La Mesa del Congreso ahogó el griterío de la izquierda socialista a favor de la
República y mandó retirar una bandera tricolor, pero exhibió generosamente una teoría de
puños en alto. Felipe González tuvo que tragarse la inclusión del marxismo en los ideales
socialistas pero consiguió, previa amenaza de dimisión, descartar la adopción de la
dictadura del proletariado como objetivo. Aun asi la homologación marxista y
tercermundista del PSOE renovado le alejaba de la semejanza con la socialdemocracia
europea y provocaba en el seno del partido la pugna de dos corrientes, una radical-marxista
y otra templada socialdemócrata, por la que apostó decididamente Felipe González,
reelegido sin problemas como secretario general. La crisis tendría que estallar pronto.

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Las crónicas del socialismo pasan como sobre ascuas el resonante fracaso de la
ruptura en el referéndum del 15 de diciembre de 1976, que constituyó el momento estelar en
la vida política de Suárez, después que hubo propuesto audazmente y logrado el harakiri de
las Cortes de Franco al aprobar por gran mayoría su propio suicidio ritual. El pueblo español
barrió a socialistas y comunistas que habían preconizado la abstención en el referéndum, y
respaldó abrumadoramente a Suárez en su orientación de reforma. Desde aquel
momento España vivió pendiente de las primeras elecciones de la nueva democracia.
Tras fusionarse con el PSP de Tierno Galvañ, Felipe González anunció en mayo de
1978, su propósito de «desembarazarse del "marxismo”, presionado por el designio
estratégico que apoyaba al PSOE desde fuera, y concretamente por la social democracia
alemana, que ya se había desembarazado del marxismo en su programa-retractación de
Bad Godesberg, una generación antes. Sin embargo, al perder las elecciones de 1979 el
Partido Socialista, contra sus manifiestos anteriores, se echaba en brazos del Partido
Comunista para aprovechar juntos los resultados de las elecciones municipales. Fue una
renovación del pacto del Frente Popular, sin que esta vez una izquierda burguesa sirviese
de coartada. Los apoyos estratégicos del PSOE vieron con ojos airados este
hermanamiento municipal con los comunistas. Convencidos de que la decepción electoral
fue provocada por la política de consenso y por la timidez en asumir la línea tradicional del
PSOE, el ala marxista del partido, sin embargo, montó una ofensiva contra la línea
socialdemócrata y moderada de Felipe González, que estalló a mediados de mayo de 1979
en el XXVIII Congreso del partido. Ganaron aquellos y Felipe González presentó su dimisión
como primer secretario. Los representantes de la Internacional y el SPD advirtieron a los
vencedores pírricos del Congreso que nada tenían que esperar de ayuda política y económica
exterior. Un congreso extraordinario, pocos meses después, reconquistaban para Felipe
González la dirección del PSOE, de forma indiscutible y casi por aclamación.
La crisis por degradación de la UCD fue aprovechada mediante una moción de
censura donde Felipe González se vengó de Adolfo Suárez con acoso sangrante y
consiguió desmoralizarle definitivamente, los socialistas consiguieron virtualmente la
entrega de RTVE a cambio de cesar en su ofensiva. Mientras tanto la UCD, cada vez más
dividida, generaba graves desconfianzas en la Iglesia, por su conducta irresponsable en
torno a la ley del divorcio. La política de reforma militar dirigida por el vicepresidente
Gutiérrez Mellado enfrentó a la UCD con sectores muy sensibles del estamento militar; y
una política económica poco coherente y demasiado preocupada de la aprobación
socialista apartó de la simpatía centrista a un sector que debería constituir su ámbito
político natural, los empresarios españoles. El estallido del descontento militar, la
desintegracion de la UCD y la moderación progresiva del PSOE, le llevaron al poder en
1982.

La Derecha.- La historia de AP, y después, CD, es la historia de un partido que no


consiguió credibilidad y que dependió del reconocimiento de UCD para su legitimidad
democrática, cuestión que aprovechó Suárez para negarle el pan y la sal, vituperarlo o
ningunearlo según los casos. Nada nuevo en política pues de forma simililar actuó
González con el PC (salvo en el reconocimiento democrático, paradógicamente, mucho
más cuestionable en el PC que en AP).
Desplazado a la derecha por la audacia de Adolfo Suarez, Manuel Fraga Iribarne
calculó mal la situación y marchó hacia las elecciones de 1977 al frente de una Alianza
Popular que, con importantes apoyos de la derecha financiera, no consiguió convencer a
los españoles de que su vocación populista dominaba sobre la apariencia nostálgica.
Quedó muy relegado y con una decepción enorme.
Durante la discusión constitucional los socialistas rechazaron sistemáticamente como

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mayoría mecánica el acuerdo mayoritario UCD/AP y lograron, gracias a su audaz presión
sobre Suárez, que se concretaba en las impúdicas reuniones constituyentes de Abril y
Guerra, una huella constitucional mucho más importante que su propia entidad
parlamentaria.
En las elecciones de 1979, se hundía Alianza Popular (presentada con la etiqueta de
Coalición Democrática) al bajar de 16 a 9 diputados. Era tal la degradación de UCD que
los líderes que contaban se desvivían por merecer la sonrisa de los socialistas, y un
elogio de Felipe González se cotizaba en el partido y en el Gobierno como una
condecoración, mientras cualquier acercamiento a Manuel Fraga se interpretaba como
pecado político nefando.
Gracias al vacío y al desencanto creado por la UCD, el resultado de las elecciones
celebradas el 28 de octubre de 1982 es conocido. Conquistó el PSOE la mayoría absoluta,
con más de diez millones de votos, 202 diputados y una abrumadora mayoría en el
Senado, mientras desaparecía la UCD, apenas apuntaba con dos escaños el centrismo
suarista, se hundía el partido comunista, se afianzaban, sin avanzar mucho, los
nacionalismos, y se configuraba como primer partido de la oposición la coalición AP-PDP,
con la cifra de 106 escaños y el incremento más espectacular de toda la historia electoral
española.
El Consenso e ideología.- Para Javier Tusell, la prensa no escatimó las críticas, sin
darse cuenta de la dificultad de los problemas a los que debía enfrentarse Adolfo Suarez.
Demostró ser una buena persona, guiada por intereses que superaban lo individual y que
tenían muy en cuenta las necesidades objetivas de los españoles; al recopilar sus
discursos aseguró “Pienso que en mi actuación pública no he hecho daño a nadie”. Para
Garrigues, Suarez aplicaba la máxima de Maquiavelo “mantener siempre en suspenso y
asombrados los ánimos de sus súbditos. Tierno Galván, por su parte, le atribuye “ninguna
ideología política”. Pero eso, dice Tusell, no impidió en absoluto que tuviera ieas muy
claras respecto al resultado final de su acción política y, además, le hizo aprender las
virtudes en que se basa la convivencia loberal y democrática, al mismo tiempo que lo
hacía la propia sociedad española. Por otro lado, tenía algo que faltaba en la oposición:
sentido del Estado (de su fuerza y de sus debilidades) y capacidad de concordia. Carrillo,
extrajo de su primera conversación secreta con él el convencimiento de que en nada
sustancial difería de cualquier político europeo que conociera.
Para la composición de su gobierno, renunció a la incorpoación de la vieja
generación reformista (Fraga y Areilza). La mayor parte del mismo procedió del grupo
“Tácito”, el más representativo de esa zona intermedia entre el régimen y la oposición
característica de la época del tardofranquismo. Tras el verano de 1976, Suárez se mostró
propicio a colaborar con otras fuerzas políticas y si afirmó que “todo gobierno que aspire a
ser útil en servicio de la paz civil tiene que respetar las leyes”, inmediatamente añadió que
que bía también “esforzarse porque en ellas se reconozca la realidad del país”.
Finalmente, Suarez hizo una apelación a la necesidad de considerar España como una
tarea común -”vamos a intentarlo juntos”- en la que debía presumirse la recta intención de
todos los grupos y en la que el diálogo debía ser el presupuesto esencial de toda
convivencia. Sustituyó el tenso clima en las relaciones con la oposición por otro mucho
más cordial. Conjuró el peligro esencial para la naciente democracia: una parte del
ejército, en especial sus altos mandos, mediante el cese-dimisión del vicepresidente
general De Santiago, su pase inmediato a la reserva sin tan siquiera seguir los requisitos
legales establecidos y su sustitución por el general Gutiérrez Mellado, que no era político,
pero í de talante liberal y en ello se diferenciaba de la mayoría de los tenientes generales
y generales de división que se situaban en la extrema derecha.
En la presentación de la Ley para la reforma política, Suárez dió la sensación que el

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PCE no sería admitido en la legalidad. Anunció la apertura de un gran debate nacional
destinado a acomodar las leyes a la realidad del país. Manifestó que el propósito del
gobierno era dar la palabra al pueblo español para reolver el problema político. El Partido
Comunista se dijo opuesto a la fórmula propuesta por el gobierno, a la que achacó eludir
la convocatoria de un proceso constituyente; el partido socialista mostró también su
oposición. La realidad es, sin embargo, que la mayor parte de los grupos opositores
plantearon propuestas formales mientras esperaban, interesados, el momento electoral,
ya inminente. El referéndum, con un 94,4% de votos a favor y una participación de algo
más del 77% daba la sensación, por el número de abstenciones (un caso clamoroso fue
Guipúzcoa), que la senda de la democracia se iniciaba con un apoyo social insuficiente.
P. McDonough, S. H. Barnes y Antonio López Pina se centran sobre los cambios en la
cultura política que acompañaron a los procesos de transición y consolidación de la
democracia en España, cambios que permiten entender la democratización española «de
abajo arriba», aunque sea a costa de poner abrumadoramente de relieve la baja
implicación política de los españoles. Los datos de la investigación proceden de cuatro
encuestas llevadas a cabo entre 1978 y 1990, analizados en un cuidado escenario
histórico, económico, político y social que toma en consideración cuestiones de
legitimidad y trata de explicar la alternancia al socialismo que tuvo lugar en 1982. Según
datos muy conocidos, en 1966 sólo el 35 por 100 de los españoles afirmaba que las
decisiones políticas deberían ser tomadas por personas elegidas por los ciudadanos,
aunque para 1974 el porcentaje había crecido hasta el 60 por 100, y en mayo de 1976,
seis meses después de la muerte de Franco, era ya del 78 por 100. Pese a todo, quienes
creían que la democracia es siempre preferible a cualquier otro régimen no eran más del
50 por 100 en 1980, aunque para 1985 se acercaban al 70 por 100, tres años más tarde
eran el 75 por 100, y para 1992 igualaron, como recuerdan Morlino y Montero, el
porcentaje medio de la Unión Europea: el 78 por 100.

Frente al cándido entusiasmo de Tusell, para García-Trevijano, el tránsito de un


régimen de poder sin libertades políticas, basado en la autoridad de un jefe, a otro
régimen de poder con libertades públicas, basado en la autoridad de varios jefes o, lo que
es lo mismo, el paso del Estado de un partido al Estado de varios partidos, es un asunto
que no puede hacerse ante los ojos del público ni ante testigos: el proceso fue concebido,
en distintas esferas de poder, con el único propósito común de impedir que el creciente
dinamismo de las libertades en España pudiera conducir a la implantación de la
democracia. Eso no quiere decir que carezcan de interés las memorias de las personas
que participaron en los pactos causantes de la transición. Pero sí que ese interés es muy
inferior al que ofrece el análisis imparcial de los tres hechos incontestables que definen
irremediablemente el proceso: la situación de partida (un Reino dictatorial), la situación de
llegada (Constitución de una Monarquía oligocrática en un estado de partidos) y el método
para asgurar el tránsito de una a la otra (el consenso entre los hombres de la dictadura y
los hombres de la democracia).
Abundando en la idea del secretismo, el que fuera por aquel entonces, Secretario
General de ORT, José Sanromá Aldea cita el artículo “La Constitución secreta” del 25 de
octubre de 1977 de F. Tomás y Valiente donde criticaba ue las fuerzas democráticas
olvidaran lo que exige un proceso constituyente: rapidez, concentración y publicidad. Y
concluía: “sin debates públicos, sin intervenciones que puedan provocar adhesiones... la
Constitución se redactará sin pena ni gloria, se habrá perdido la ocasión de educar al
pueblo en torno a las cuestiones contenidas en la Constitución, y ésta se promulgará
entre la indiferencia de la mayoría y el entusiasmo de nadie. Mal comienzo sería”. ORT
recomendó el sí en el Referéndum después de una larga campaña de críticas del
secretismo y de esfuerzos por interesar a los ciuadanos en el debate constitucional. Todo

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mientras les seguían deteniendo y procesando por propaganda ilegal. Para Sanromá, ni
en la versión oficial de la Transición se reconoció el peso de la lucha contra el franquismo
para ganar la democracia, ni se facilitó el protagonismo de la voluntad política popular y,
sin embargo, fue esa lucha y esa voluntad las que hicieron posible la Constitución, para
prolongar su vida hasta hoy.
Para García-Trevijano, las nefastas consecuencias del consenso han sido descritas
en su libro de elocuente título “Pasiones de Servidumbre”, sobre cómo la Constitución
“prolonga su vida hasta hoy”.

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