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Inicio de la Vida

Dr. Luis E. Ráez

Con todos los adelantos de la tecnología moderna, no debería quedar duda


alguna (como ocurría a comienzos del siglo pasado) de que la vida humana
empieza con la unión del óvulo y el espermatozoide en el tercio externo de
las trompas de Falopio de la madre. Es sólo cuestión de tiempo para que el
ser humano crezca y desarrolle todas sus capacidades y potencialidades en
los siguientes nueve meses de vida (y el resto de años fuera del útero de la
madre). La dignidad humana que Dios le dio el día de la fecundación es
única, universal e irrenunciable, y acompañará al ser humano en todas las
etapas de su vida. Por ello, siempre debe ser respetada y considerada como
la fuente originaria de los llamados «derechos humanos».

La vida humana se inicia en el momento de la concepción

La dignidad del ser humano es única, universal e irrenunciable. Ésta es la


base fundamental de los llamados «derechos humanos» y no una arbitraria
definición judicial o legislación humana. Sólo en la medida en que las
diferentes legislaciones de nuestros países sean un reflejo de la ley natural
que se deriva de este Plan de Dios para nosotros, estaremos realmente
haciendo del mundo un lugar más humano y divino. Todo hombre abierto a
la verdad con la luz de la razón y la gracia de Dios puede llegar a descubrir
en la ley natural escrita en su corazón (Cf. Rom 2,14-15) el valor sagrado
de la vida humana desde su inicio hasta su término.

La Iglesia Católica siempre ha hablado claramente en la promoción y


defensa de la vida humana. En el momento de la unión del óvulo materno
con el espermatozoide paterno ocurre el proceso de fecundación. La ciencia
ha demostrado que desde el momento de la fecundación, el cigoto (célula
surgida de esta unión) combina los cromosomas del óvulo y el
espermatozoide, creando una realidad completamente nueva. Sólo horas
después de surgir, el cigoto comienza una intensa actividad celular de
especialización, que permite determinar qué parte de esta microscópica
realidad terminará convertida en el cerebro, el corazón, la columna
vertebral o los músculos del nuevo ser humano. Sus dimensiones
microscópicas no cambian el hecho de que este nuevo ser es un ser humano
plenamente nuevo e independiente. Desde ese instante el nuevo ser ya es
una unidad en cuerpo y alma, única e irrepetible, tiene toda la información
genética necesaria para seguir desarrollándose hasta llegar a ser una
persona adulta.
El Papa Juan Pablo II nos ha recordado en reiteradas ocasiones la
inviolabilidad del derecho a la vida del ser humano inocente desde el
momento de la concepción hasta la muerte. Este embrión humano no es un
animal ni un simple conjunto de células. Tiene una dignidad especial: en
primer lugar, porque Dios lo creó a su imagen y semejanza para ser el
administrador de la creación (Gén 2,7); y en segundo lugar, porque el
Señor Jesús, mediante el misterio de la Anunciación-Encarnación, se hizo
hombre y elevó nuestra condición de creaturas a hijos de Dios. El pensador
peruano Luis Fernando Figari lo explica con claridad en un texto titulado
«La dignidad del hombre y los derechos humanos»: «La dignidad
fundamental, y más aún fundante, del hombre proviene de ser la persona
humana creada por Dios como interlocutor personal suyo e invitado a
participar desde su estructura óntica en la dinámica creacional. Las palabras
'imagen y semejanza', a las que estamos tan acostumbrados, portan en sí la
entrada al misterio de la dignidad humana (...) La dignidad de la creatura
humana quedará aún más claramente manifestada por la irrupción del
Verbo Eterno en el tronco humano, asumiéndolo y elevándolo, en un
proceso misterioso e indescriptible en la magnitud de su grandeza». Esta
dignidad del ser humano única, universal e irrenunciable, no puede ser
negada o relativizada según las circunstancias sociales o el momento
histórico que se viva.

El embrión humano es una unidad bio-psico-espiritual desde su


concepción. Por ello, su cuerpo también debe ser respetado. Juan Pablo II
recordaba enérgicamente a la Asociación Médica Mundial en 1983 que es
preciso «tener presente la unidad de sus dimensiones corporal, afectiva,
intelectual y espiritual». «Cada persona humana, en su singularidad
absolutamente única, está constituida no sólo por su espíritu, sino también
por su cuerpo. Así, en el cuerpo y por el cuerpo, se llega a la persona
misma en su realidad concreta», agregó.

Las enseñanzas del Santo Padre hoy más que nunca necesitan repetirse: «El
Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la Dignidad de la
persona humana y el Evangelio de la Vida son un único e indivisible
evangelio. 'Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos' (1 Jn 1,3):
Anunciad el Evangelio de la Vida» (Evangelium Vitae 66).

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