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Piloto en la tempestad

No pocas penas margaron los últimos tiempos de Bolívar. Las incomprensiones

políticas y los divergentes intereses animaron muchos odios e intransigencias. El

antagonismo o la oposición era, por regla general, entre gente de buena fe pero con

ideas y fines que ellos consideraban irreconciliables. Había, además, grupos de

enemigos radicales del Libertador, los cuales cada vez más enconados, no vacilarían en

intentar hasta el asesinato.

En los conciliábulos conspirativos de 1828, en Bogotá, uno de los vehementes

confabulados iba a componer estos versos de malévolo ingenio:

“Si a Bolívar la letra con que empieza

Y aquella con que le quitamos,

Oliva- de la paz, símbolo- hallamos.

Eso quiere decir: que la cabeza al tirano, y los pies, cortar debemos

Si es que una paz durable apetecemos”.

Por causa de la crisis conocida en Venezuela con el nombre de La Cosiata,

Bolívar tuvo que salir de Lima hacia Caracas, en agosto de 1826. El no veía la ciudad de

su cuna desde hacía cinco años.

José Antonio Páez, caudillo en rebeldía contra la Constitución y contra el

Gobierno central con sede en Bogotá, era el jefe de los departamentos venezolanos.

Francisco de Paula Santander, encargado de la presidencia grancolombiana, nada hizo

para que desapareciera la tensión existente entre neogranadina y venezolana. Es justo

decir que si entonces Páez y su gente no querían la república grande porque la capital no

estaba en Venezuela, los neogranadinos de aquel tiempo tampoco la querían porque no

les gustaba estar mandados por venezolanos. Además, Venezuela necesitaba del
subsidio monetario de aquella otra parte de la república, ésta consideraba tal hecho

como un perjuicio.

Es bien grotesca la paradoja: el peligroso pleito separatista entre las secciones de

esa Gran Colombia sucede, precisamente, cuando Bolívar desde el Perú se halla

empeñado en promover la unidad superior, la que debía surgir del Congreso de Panamá:

una Hispanoamérica solidaria.

Con toda la celeridad que era posible, se vino el Libertador a tratar de dominar y

apaciguar las pasiones divisorias. Lo consiguió superficial y transitoriamente. Páez

volvió a acatar al gobierno y la ley de la gran república.

De todos modos, la situación política seguía en progresiva convulsión. La

demorada ausencia de Bolívar en el Sur, sirvió para que se fueran aglutinando de

Bolívar en el Sur, sirvió para que se fueran aglutinando en Colombia sus enemigos,

movidos por regionalismos y por conveniencia de menos cuantía.

Para disipar la tormenta política era necesaria una reforma en la estructura del

régimen; con tal objeto se convocó a una convención especial que se reuniría en Ocaña.

Nada se pudo hacer allí. Las pugnas anárquicas y disolventes seguían creciendo para

destruirlo todo.

Forzado por los hechos de tan dramáticos momentos, y aclamado por los pueblos

que en él tenían un protector sincero, Bolívar hubo de asumir el mando general. Se le

dio el título que en ocasiones graves, como esa, era usado por los romanos: Dictador.

Aclaremos que este gobierno de Bolívar no fue como los muchos regímenes de

oprobio, que después ha padecido América, llamados también “dictaduras”. Estas, más

propiamente, son tiranías, vale decir: autocracias personalistas, rapaces, sanguinarias,

interminables, corruptas y envilecedoras. El gobierno “dictatorial” de Bolívar se

sometía al derecho, se autodeclarada transitorio y fijaba previamente el término para su


corta duración. Al asumir el mando, el Libertador hizo lo que no ha hecho ninguno de

los “dictadores” americanos: garantizar la reunión de los legítimos representantes de la

nación en una fecha precisa.

Del modo como habla un padre, Bolívar habló a todos sus conciudadanos en esta

dolorosa emergencia: “Me obligó a obedecer estrictamente vuestros legítimos deseos.

No retendré la autoridad suprema sino hasta el día que me mandéis, y si antes no

disponéis otra casa, convocaré dentro de un año la representación nacional.

Compadezcámonos mutuamente del pueblo que obedece y del hombre que manda

solo”.

Bolívar aprovechó la “dictadura”, que en efecto suspendía al Congreso por cierto

lapso – y que concentraba en sus manos una parte apreciable del poder, no la totalidad-

para tomar medidas importantes, deseadas por el pueblo. Así, entre otras cosas, ordenó

activar todo lo concerniente a la abolición de la esclavitud, impulsó la instrucción

pública, también mandó hacer su último intento por hacer tangible y concreta la

Revolución.

Los enemigos, actuantes en Bogotá, cada día más fanáticos prepararon con

minuciosidad un plan de subversión y muerte, el cual estallaría el 25 de septiembre en la

noche. Antes habían proyectado varias veces asesinarlo, pero siempre fracasaron.

Esa triste noche septiembrina llegaron los conjurados al palacio presidencial.

Ultimaron a cuatro centinelas y al edecán Ferguson. En su criminal acometida hicieron

ruido. Manuela Sáenz acompañaba a Bolívar, quien estaba algo enfermo. Ella lo ayudó

a saltar por una ventana. Luego, con gran entereza, salió a detener a los facinerosos;

discutió con éstos, y así ganó tiempo el Libertador para ponerse a salvo-

A raíz de esa ocurrencia, la salud de Bolívar flaqueaba de modo notorio. El

siempre había sido muy resistente a las fatigas y la intemperie. Aunque físicamente no
era robusto, era fuerte y sano. En las campañas vivía al igual que los soldados, sin

reservarse ningún privilegio. En general se alimentaba frugalmente, prefería la arepa de

maíz al pan de trigo, comía más legumbres que carne; casi nunca probaba dulces, pero

sí muchas frutas. Le gustaba a Bolívar hacer ensaladas y se preciaba de hacerlas mejor

que nadie, decía que eso lo había aprendido en Francia. No fumaba, detestaba el olor a

tabaco; no bebía licor. Nadie lo vio nunca borracho.

La ingratitud llenó el espíritu del Libertador de aflicción y desencanto. Los

sectores más influyentes – para ese momento de la gran Colombia que él había formado

no lo amaban. En Venezuela era aborrecido por los alzados gobernantes, los cuales

llegaron hasta prohibirle que pudiera regresar a su tierra natal.

No existe congoja mayor que verse arrojado del país donde se ha nacido y por el

cual se han hecho todos los sacrificios. No puede él sufrir pena más honda que

contemplar cómo aquellos que le deben el ser, la libertad y la dicha, lo niegan,

calumnian, escarnecen y difaman.

Conforme a lo prometido, el Libertador entregó el mando en enero de 1830. En

su mensaje de despedida, señala con sincera desesperanza que ha sido enorme el estrago

de la guerra: apenas se consiguió la autonomía política. Dice que es inmenso el saldo

negativo de las pasiones desatadas, especialmente en comparación con lo logrado. El

precio por la Independencia resultó excesivo; la intransigente desorientación de sus

compatriotas impidió un avance mayor.

Desprendido de la responsabilidad del mando, cansado y enfermo, Bolívar

quería marcharse a Europa, o por lo menos a las Antillas que estaban más cerca –él

esperaba que Jamaica le diera Asilo-. Los grupos dominantes de Nueva Granada y de

Venezuela lo repudiaban; en sus planfetos lo agredían y vituperaban sin respeto ni

piedad. Su salud seguía de mal en peor. Los adversarios parecían determinados a no


ahorrarle ningún sufrimiento. Se llegó a comunicarle oficialmente que las autoridades

de la Venezuela insurrecta habían dispuesto que cualquiera de los destacamentos

fronterizos podía fusilarlo si intentaba pisar territorio venezolano. Se le hizo saber,

además, que el gobierno separatista de Venezuela nunca trataría con Nueva Granada

mientras Bolívar permaneciera allá.

Para julio se encontraba el Libertador en el importante puerto de Cartagena. Ahí

lo alcanza, primero como un espantoso rumor, la noticia, luego confirmaba, del vil

asesinato de su fiel camarada Antonio José de Sucre, el más puro y eminente de sus

oficiales, a quien él miraba como su probable sucesor.

La carta de condolencia a la viuda del gallardo cumanés, posiblemente es

la pieza más conmovedora del nutrido epistolario Bolivariano: “No concibo, señora,

hasta dónde llegará la opresión penosa que debe haber causado a Ud. Esta pérdida tan

irreparable como sensible; únicamente me atrevo a juzgar por mí mismo lo que pasará

por su esposa que lo ha perdido todo de un golpe y del modo más bárbaro. Tono

nuestro consuelo, si es que hay alguno se funda en las torrentes de lágrimas que

Colombia entera y la mitad de la América deben a tan heroico bienhechor. Por mi

parte, reciba Ud. La expresión más sensible de mi profundo dolor por la muerte de un

amigo, el más digno de mi eterna gratitud por su lealtad, su estimación y los servicios

que le debíamos. Dispénseme Ud., señora que deje de continuar esta carta, porque no

sé cómo expresar lo que mi ternura siente por Ud. Y por mí”

En los escritos del Libertador, donde –conforme a su excelente metáfora- estaba

su “su alma pintada en el papel”, se encuentran muchas autodefiniciones de su tarea.

En todas ellas, con cierta melancolía poética, están expresados el signo y la magnitud de

su papel histórico, el drama del “hombre solo” como se llamó tantas veces. Cuando

hacia 1820 se mira a sí mismo, considera que nadie lo sobrepasa como “arquitecto de
castillos en el aire”. En su mejor momento se vio “metido a alfarerote repúblicas”.

Para la crisis de 1830, cuando la Patria y la vida van como en tumbos hacia el caos, la

imagen –dice- es la de “un navío combatido por las tempestades y las olas: sin timón,

sin velas, sin palos, ¿qué podrá hacer el piloto?; necesita de quien remolque al buque y

lo lleve al puerto. Yo soy este piloto que nada puedo”. Ahora, en el prematuro ocaso de

la vida, su visión es la del torturado en la faena ardua e inútil que una y otra vez las olas

tornan vana: la del hombre que ara en el mar. Así concebía él –en la pesimista

proximidad de la muerte- que había sido su existencia.

Pero no estaba en lo cierto. ¡No había arado en el mar! Dejaba a América una

lección: su vida, sus esfuerzos, sus ideas. Cuando las lecciones son buenas son positivas

e inmortales.

Bolívar vivirá por siempre en la conciencia y el corazón de sus compatriotas

justos y esforzados.

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