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zY dénde esta el sujeto? por Eduardo Rinesi Propongo al lector una visita al cementerio. No: No vamos a tomar el subte B en direcci6n a Chacarita, ni peregrinar con patrio- tismo a los recoletos panteones de nuestros estancieros y nuestros generales, Nuestra excursi6n es literaria, Nuestro destino, que gra- cias a eso puede darse el lujo de ser remoto, es Elsinor. Estamos, en efecto, a la altura de la primera escena del quinto acto de Hamlet, de Shakespeare. Mientras nos acercamos y tratamos de elegir un buen lugar desde el cual ver sin que nos vean (es preciso que sea- mos cuidadosos: sabemos cémo le fue al pobre Polonio por no tomar los recaudos necesarios), oimos uno de los més ingeniosos y agudos intercambios verbales de toda la pieza: el que tiene lugar entre el principe, recién llegado de su aventura marina, y el sepul- turero. Enseguida, mientras tomamos finalmente posicién entre unas rocas que nos servirén de escudo y unas lépidas con nombres que suponemos escritos en escandinavo antiguo, asistimos a las cavilaciones de Hamlet y de su amigo Horacio sobre lo efimero de las cosas y sobre el sentido de la vida y de la muerte. Ahora es necesario que nos llamemos a silencio (déjese de tiritar, lector: se hubiera traido un suéter), porque alguien viene. Los dos jévenes también lo han advertido, y se esconden a su vez a un costado de la escena. Allf ven lo mismo que nosotros: la llegada de un cortejo fiinebre solemne aunque raleado (lo que indica, como advierte Hamlet, “que el muerto al que siguen destruy6 su propia vida”), en el que identifican al rey y a la reina, al joven Laertes y a los miembros de la corte. Oyen entonces a Laertes protestar por la falta de ritos sagrados sobre el cuerpo muerto, y no tardan en saber lo que nosotros ya sabfamos: que la tumba que el sepulture- ro habia estado cavando estaba destinada al cuerpo de la bella Ofelia, “¢Qué? jLa bella Ofelia!”, exclama, en efecto, el principe, quien sin embargo logra contenerse y no salir de su escondite. Pero si esa dolorosa revelacién lo ha estremecido, el espectaculo que ahora debe contemplar termina de alterarlo: Laertes -herma- no de la chica~, en medio de estertéreas demostraciones de dolor, se arroja dentro del sepulcro para abrazarla y llorar sobre su cuerpo muerto. A Hamlet le resultan insultantes y grotescas estas exhibi- ciones. Le habia dicho al Primer Actor, dos actos atrés, que "Me ofende en el alma ofr a un robusto actor empelucado hacer jirones 4 GY donde esté el sujeto? una pasion”, y es eso lo que ahora debe soportar que ocurra en el timu- lo donde yace la mujer a la que ama- ba. Fuera de si, Hamlet da un paso adelante y pregunta éQuién es ése cuyo desconsuelo Se exhibe con tal énfasis, cuya expre- [si6n de pesar Conjura a los astros errantes, y los [hace detener su curso Para oirlo llenos de estupor?, agregando de inmediato, como un desaffo sobre cuya importancia tendremos tiempo de insistir, Soy yo, Hamlet el Danés, lo que da lugar a la violenta reac- cién de Laertes, que salta fuera del tmulo de Ofelia y entre gritos e in- sultos comienza a forcejear con Ha- let, hasta que los asistentes logran separarlos. Entonces oimos el siguien- te intercambio de palabras: Hamer Yo amaba a Ofelia; cuarenta mil hermanos No podrian, con toda la suma de su amor, Alcanzar el mio. ¢Qué hards por ella? Ciawo1o jOh! Esta loco, Laertes. Gearauois Por amor de Dios, sed indul- gente con él. Hauer Por la sangre de Dios, dime qué quieres hacer.

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