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El rabino negó el robo, pero después, ante la evidencia innegable, Rabino Henry Sobel
aceptó y se ofreció a pagar la prenda. Además admitió que había cometido el mismo
delito en otras ocasiones en tiendas como Gucci y Giorgio Armani. Sobel pasó la noche en
la cárcel de Palm Beach y luego fue liberado tras pagar una fianza de tres mil dólares
($3.000). «Nunca tuve la intención de robar ningún objeto en mi vida», dijo al salir de la
comisaría. Tras el incidente renunció de manera temporal a su cargo ante la comunidad
judía de Sao Paulo.
Sobel fue internado en el Hospital Israelita Albert Einstein, de Sao Paulo, con síntomas
de «descontrol emocional y alteraciones del comportamiento»; padecía de insomnio y
había usado medicamentos hipnóticos sin moderación. Esto pudo causarle confusión
mental y amnesia.
1
René Kruger y Daniel Beros (Traductores y editores), Ulrico Zuinglio. Una antología, La Aurora-
ISEDET, Buenos Aires, 2006, p. 270.
1
Y debe estar trastornado, porque además del robo hizo algo que dejó perpleja a la
comunidad judía, como fue pedirle perdón al Papa Benedicto XVI en su visita a Brasil
(2007). Esto supone la aceptación de una jerarquía espiritual del Papa sobre la jerarquía
judía; algo inédito en la historia de ambas religiones.
«Ni yo mismo entiendo por qué lo hice», afirmó Sobel cuando lo interrogaron acerca de
las razones del robo. Pero acerca de su solicitud de perdón al Papa, nada se sabe.
Esta tragedia de Sobel —me refiero a lo de la corbata, porque lo del perdón al Papa no se
cómo interpretarlo— me remitió de inmediato a la historia de Acán, en el Antiguo
Testamento, quien participó en la toma de Jericó y se dejó tentar por un lindo manto
babilónico, además de otras cosas de más valor, como doscientas monedas de plata y un
lingote de oro que pesaba medio kilo (Jos 7:21). Pensé en Acán no porque el tamaño de
su robo haya sido igual al del rabino. Los más de seiscientos dólares que costaban las
corbatas no son comparables con la barra de oro hurtada por Acán. La comparación vale
por el factor humano y psicológico que se encuentra tras los hechos. Ambos
sucumbieron ante la belleza de una seda, de Louis Vuitton para el rabino y de
elaboración babilónica para Acán, y ambos pensaron que nadie los iba a descubrir, ni la
cámara escondida de la tienda gringa, ni la mirada penetrante del Señor en Jericó.
Lejos esté de mí juzgar la conducta de Sobel; mucho menos cuando su médico ha dicho
que padece de un trastorno que «desdobló su personalidad». Ni juzgo la de Acán; eso lo
hizo Dios en su momento. Sólo me quedo pensando en la fragilidad humana que se
resquebraja ante una seda que alucina o ante un pedazo de oro abandonado por un
pueblo vencido. ¿Para qué una corbata más en el armario del rabino a cambio de su
reputación ganada con tanto riesgo? ¿Para qué una manta de seda en la tienda de Acán a
cambio de la derrota de su pueblo ante los ejércitos enemigos? ¿Para qué un poco más a
riesgo de perderlo todo?
Pablo —teólogo por excelencia—, describe el conflicto entre nuestro pensar y nuestro
obrar cuando exclama: «Así que descubro esta ley: que cuando quiero hacer el bien, me
acompaña el mal. Porque en lo íntimo de mi ser me deleito en la ley de Dios; pero me doy cuenta
de que en los miembros de mi cuerpo hay otra ley, que es la ley del pecado. Esta ley lucha contra la
ley de mi mente, y me tiene cautivo. ¡Soy un pobre miserable! ¿Quién me librará de este cuerpo
mortal?» (Ro 7:21-24). «El pecado aliena al hombre, en el sentido de que le compromete
en un destino que contradice sus aspiraciones profundas y la vocación a la que Dios le
llama. Esta contradicción es la que Pablo pone en evidencia, mostrando que el hombre
desea el bien y lo quiere, pero sin éxito, puesto que no logra con total éxito evitar el
2
Ls citas bíblicas son tomadas de la Nueva Versión Internacional (NVI).
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mal.»3 Siglos después, Lutero enseñaba, sobre la base de los textos paulinos, que el ser
humano es justo y pecador al mismo tiempo; es al mismo tiempo santo y profano; es
tanto hijo como enemigo de Dios. Es, en lenguaje de hoy, un ser capaz de lo justo y de lo
injusto; de lo razonable y de lo absurdo; de defender la vida de los torturados y de
hurtar una corbata en Louis Vuitton. Lutero fue el primero en expresar de esta forma la
paradoja de la gracia que coexiste con el pecado; fórmula polémica tanto ayer como hoy.
Bajo el amparo de esta teología, la espiritualidad protestante nos propone varias virtudes
cardinales para el peregrinaje cristiano, entre ellas la humildad, la compasión y el
compromiso. La humildad ligada al reconocimiento del pecado personal y estructural y a la
conciencia de nuestra vulnerabilidad; la compasión dispuesta al acompañamiento
amoroso de quienes caen presa del mal; y el compromiso con la construcción de un
mundo mejor que nos libra, por cierto, del perfeccionismo individualista (santidad
narcisista). Pablo, en una pieza maestra de teología pastoral, enseña: «Hermanos, si
alguien es sorprendido en pecado, ustedes que son espirituales deben restaurarlo con una actitud
humilde. Pero cuídese cada uno, porque también puede ser *tentado. Ayúdense unos a otros a
llevar sus cargas, y así cumplirán la ley de Cristo. Si alguien cree ser algo, cuando en realidad no
es nada, se engaña a sí mismo. Cada cual examine su propia conducta; y si tiene algo de qué
presumir, que no se compare con nadie. Que cada uno cargue con su propia responsabilidad» (Gá
6:1-5).
El justo —hecho justo por la gracia de Dios— se sabe pecador, pero al mismo tiempo se
siente impelido a crecer cada día «a la plena estatura de Cristo» (Ef 4:13). En este proceso
de crecimiento, permanente y siempre imperfecto, el ser humano se humaniza, alcanza
su verdadera estatura y madurez, sin desatender su responsabiliad de construir un
mundo según el anhelo de Dios (Reino de Dios), donde la plenitud de vida sea una
realidad para todo lo creado. Con suma razón dice Ballester que «Dios, lejos de
deshumanizar, personaliza» y agrega con ingenio que «el justo no es el que vive en otro
mundo, sino el que vive de otra manera».5
3
Martin Gelabert Ballester, Salvación como humanización. Esbozo de una teología de la gracia, Paulinas,
Madrid, 1985.
4
Hans Kung, La justificación, Herder, Barcelona, 1965.
5
M. G. Ballester, Op. Cit.
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Esta espiritualidad, humilde, compasiva y comprometida nos libra de esa otra
espiritualidad, arrogante, insensible e indiferente que ha ganado, por desgracia, el terreno
de la religiosidad cristiana de este tiempo.
Al presentar el pecado como condición propia de los seres humanos, como lo hace
Lutero, la santidad queda, entonces, en el terreno de las condiciones humanas concretas.
Nada de abstracciones. No nos humanizamos por ser más pecadores —que no se
entienda mal a los reformadores— sino por ser más semejantes a Jesús. La gracia hace
posible nuestro seguimiento del Maestro. Aquí, en nuestra condición terrenal, el pecado
nos acompañará por siempre, pero esto no niega el futuro que se aproxima: la plena
liberación del pecado (del mal y del malo). Por eso es válido afirmar que la auténtica
dimensión humana es escatológica y que en esta tierra somos peregrinos solidarios con
destino futuro (Hb 1:13-16). ¡Es el Reino de Dios que se aproxima!
Rabino Sobel, desde aquí mi saludo. Le pido a Dios por su recuperación. Lo de las
corbatas no lo define a usted. En la memoria de sus amigos —y Dios entre ellos— hay
otras cosas más: su lucha valiente por la justicia, su amor por la vida, su corazón abierto
y solidario, sus treinta y cinco años de servicio a su comunidad judía, en fin. Que el
Señor nos sane, a usted de su alteración emocional y a nosotros de la falta de
misericordia. El Señor es su pastor; que nada le falte.
Harold Segura
San José, Costa Rica
Junio 27 de 2007