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Domingo XI T. O. (C)
viendo en ella una mujer, sigue teniendo esperanza para ella, sigue creyendo
que ella puede vivir de verdad como una mujer, es decir, como un ser de
comunión, de pureza, de amor, y no como una simple mercancía en la
economía del egoísmo de los hombres. Ella, con sus gestos de amor hacia
Jesús confiesa que Jesús es especial, que no es como los demás, que en Él ha
llegado a nosotros la inocencia y la pureza de Dios, que está libre de todo
egoísmo; y que esa pureza y esa inocencia, en vez de condenar, perdona y
salva.
El evangelio de hoy nos provoca a plantearnos dos series de cuestiones.
1ª) ¿Tengo esperanza para mí? ¿Creo que el Señor me puede sacar del
círculo fatídico de mis pecados? ¿Hago gestos de amor hacia Jesús? ¿Le
beso los pies? ¿Unjo su cabeza con un perfume caro? Es decir, ¿hago cosas
por amor a Jesús que, si no fuera por amor a Él, no haría nunca? Pienso en
pequeños sacrificios, en ese plus de bondad, de autodominio, de
mansedumbre, de paciencia, de oración, que se puede poner en todo en
cualquier ocasión. “En todo lo que podáis, ofreced un sacrificio en acto de
reparación por los pecados con que Él (Cristo) fue ofendido y de súplica por la
conversión de los pecadores”, dijo el ángel a los pastorcillos de Fátima. Y el
Papa Benedicto XVI acaba de recordar la validez permanente de esta
invitación.
2ª) ¿Cómo miro a los pecadores, a aquellos que hacen el mal, o facilitan
hacer el mal, o declaran que el mal es un bien (como ocurre con el aborto)?
¿Los miro como Simón miraba a esa mujer o como la miraba Jesús? ¿Sigo
viendo en ellos un ser humano, un hombre o una mujer, o los veo sólo como
agentes del mal? ¿Tengo esperanza para ellos o los doy por irremisiblemente
perdidos?
Que el Señor nos conceda mirar siempre a los hombres con su mirada,
que es la mirada de Jesús; que nos conceda también la esperanza traducida
en gestos de amor a Cristo, para que su amor triunfe en nosotros y en todos.
Que así sea.