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Ángel
Balzarino
La fama de Clodomiro
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BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
biblioteca.digital.aj@gmail.com
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La fama de Clodomiro
Ángel Balzarino, Argentina
Edición Digital Gratuita
distribuida por Internet
Editor:
Aquiles Julián, República Dominicana.
Email: aquiles.julian@gmail.com NICARAGUA
MEXICO Coeditores: Radhamés Reyes-Vásquez
Fernando Ruiz Granados HONDURAS CHILE
José Solórzano Dardo Justino Rodríguez Claudio Vidal
José Eugenio Sánchez VENEZUELA Eliana Segura Vega
ARGENTINA Milagros Hernández Chiliberti Astrid Fugellie Geza
Mario Alberto Manuel Vásquez Tony Rivera Chávez URUGUAY
Francisco A. Chiroleu REPÚBLICA DOMINICANA Marta de Arévalo
Patricia del Carmen Oroño Ernesto Franco Gómez APLA Uruguay
Fernando Sorrentino Eduardo Gautreau de Windt PERU
Ángel Balzarino Félix Villalona Luis Daniel Gutiérrez
Claudia Martín Trazar Ángela Yanet Ferreira Nicolás Hidrogo Navarro
ESTADOS UNIDOS Cándida Figuereo Juan C. Paredes Azañero
José Acosta Enrique Eusebio COLOMBIA
Aníbal Rosario Julio Enrique Ledenborg Ernesto Franco Gómez
José Alejandro Peña Vaugn González Julio Cuervo Escobar
César Sánchez Beras Efraím Castillo SUIZA
ESPAÑA Oscar Holguín-Veras Tabar Ulises Varsovia
Henriette Wiese Edgar Omar Ramírez HOLANDA
Giulia De Sarlo Carmen Rosa Estrada Pablo Garrido Bravo
María Caballero Roberto Adames PUERTO RICO
Elena Guichot Valentín Amaro Mairym Cruz-Bernal
Teresa Sánchez Carmona Alexis Méndez ECUADOR
Losu Moracho Juan Freddy Armando Anace Blum
Rocío Parada Sélvido Candelaria COSTA RICA
EL SALVADOR Ramón Mena Moya
Manuel Sigarán Primera edición: Junio 2010
Santo Domingo, República Dominicana
BIBLIOTECA DIGITAL DE AQUILES JULIÁN es una colección digital gratuita que se difunde por la Internet y se dedica a
promocionar la obra narrativa de los grandes creadores, amplificándola y fomentando nuevos lectores para ella. Los derechos de
autor de cada libro pertenecen a quienes han escrito los textos publicados o sus herederos, así como a los traductores y quienes
calzan con su firma los artículos. Agradecemos la benevolencia de permitirnos reproducir estos textos para promover e interesar
a un mayor número de lectores en la riqueza de la obra del autor al que homenajeamos en la edición.
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Índice
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BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
biblioteca.digital.aj@gmail.com
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Ángel es un apasionado cultor del cuento, ese modelo formal que es lo más parecido
en su intensidad, concisión, resonancia, manera de atraparnos, a lo que la poesía
representa. Y su dedicación al género ha ido acumulando una bibliografía
significativa. Sus cuentos, de factura primordialmente realistas, exploran las
tensiones y esperanzas, las frustraciones y rivalidades, los eventos y fatalidades que
hilvanan las vidas pueblerinas, esas en que las circunstancias personales se
dimensionan y ocupan la atención y el interés de los vecinos a falta de otra cosa que
hacer y son el tema de las infaltables habladurías y cotilleos.
Ese diálogo, en ocasiones ríspido, crítico, áspero y que puede comportar un rechazo y
una aversión del escritor a la época, cultura, circunstancias y personas con las que
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interactúa y coincide, puede incluso ser inadvertido para el propio escritor, que llega a
sentir que su obra y su vida transcurren en un espacio ajeno a la vida cotidiana de sus
semejantes y al mundo en que físicamente se desenvuelve. Más no por inconsciente
para él mismo, deja de ser obvio para quien quiera percibirlo.
Escribimos desde unos valores, desde una tradición, desde una cultura, desde una
sociedad. No somos simples repetidores o voceros de ellos; más tampoco podemos
sustraernos a su influjo. Ellos nos constituyen y por ellos percibimos el mundo.
Las palabras, la sintaxis, los temas, la semántica, las técnicas tienen vínculos
profundos con valores, tradiciones, culturas, sociedades específicas. No son categorías
puras, ajenas al diario vivir. Al seleccionar una palabra, al trabajar unos temas, una
técnica, estamos insertándonos dentro de una tradición, declarando nuestra
procedencia, operando desde una manera de entender el mundo e insertarse en él.
¿Hay entonces una escritura fantástica o de época? Más bien hay ardides, recursos,
disfraces, estrategias discursivas de las que el escritor se vale para dialogar con su
época de manera indirecta. En el fondo, nadie puede desprenderse de sí mismo. De
ahí el postulado de fondo de mis palabras: toda literatura es realista en tanto dialoga
con la realidad. La estrategia, el ardid, puede no serlo, pero es sólo eso: un ardid, un
recurso, una forma de sostener ese diálogo que para el escritor es conveniente y con la
cual se siente cómodo. Podemos leer el Ulises o las Crónicas de Narnia; a Bradbury o a
Saramago; a Cortázar o a Agata Christie; a Simenon o a Mailer; Bajo el Volcán, de
Lowry o El Siglo de las Luces, de Carpentier. El relato es un recurso que enmascara un
discurso. Y podemos también dejarnos engatusar por el ardid del escritor, y creerle.
Pero él escribe para alguien y siempre será el portador de una visión del mundo, de un
significado, de unos ciertos valores, de una sociedad y una manera de ser e insertarse
que dialoga con nosotros y nos amplía y enriquece y contradice y cuestiona y expande
y refuta y nos sacude y nos completa. Como nos hace Ángel Balzarino con sus cuentos.
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Habíamos ido a la estación media hora antes de la llegada del tren, como si por
nada del mundo quisiéramos perderlo, prácticamente todos los habitantes del pueblo
enterados de la partida de la señorita Malbrán. Y algunos por cierto tímido afecto,
otros por una encarnizada aversión, la mayoría por viva curiosidad, fuimos cubriendo
los espacios del andén que poco a poco resultaron insuficientes para albergar a tantas
personas.
Ella había contribuido para que ocurriera así, varias semanas antes, al
encender una llama excitante cuando, con tono despectivo, dio el aviso una tarde en el
almacén del turco Fazuli:
-Ésta será una de las últimas veces que compraré aquí.
-¿Por qué, señorita Malbrán? ¿Acaso no está conforme?
-No se trata de eso. Es que debo viajar -la breve pausa pretendió incentivar la
expectativa-. Me voy a la Capital.
Sobrevino un azorado silencio. El dueño del negocio, detrás del mostrador, y
las cuatro mujeres que estaban eligiendo mercaderías o hablando entre sí, volvieron la
mirada hacia ella, en actitud de clara interrogación. Demasiado insólita la noticia
como para ser admitida llanamente. Ella jamás había traspuesto el perímetro del
pueblo y durante los últimos años ni siquiera abandonaba la deteriorada casa paterna,
salvo para comprar alimentos o ir a la iglesia o asistir a algún velatorio, casi sin hablar
con nadie y gobernada siempre por una inexplicable premura, al parecer sin el menor
interés por otro objetivo que permanecer recluida en su austero confinamiento. No
contestó las premiosas preguntas -si había decidido efectuar un paseo, si tenía algún
familiar enfermo, si pensaba mudarse del pueblo-, ni tampoco se preocupó en
mirarlos. Ajena, cayendo en el árido mutismo que le era habitual, continuó la tarea de
recoger los paquetes amontonados sobre el mostrador y ponerlos en su canasto de
mimbre. Después sacó un billete de la cartera y se lo tendió al hombre; sin agradecer
recibió el vuelto, hierática, parsimoniosos los ademanes, sin duda perfectamente
estudiados para tornar más enrarecida la atmósfera o divertirse con el juego
fascinante de ser el foco central de la atención. Por fin, llevando el canasto rebosante
de mercaderías, se encaminó lentamente hacia la puerta de salida; antes de trasponer
el umbral, volvió la cabeza hacia ellos -quietos, a la espera, desconcertados- y
entonces dijo a modo de saludo:
-Voy a la Capital para casarme.
Fue el punto de partida, la declaración de esa especie de fiebre que habría de
propagarse por todos los rincones de La Florida, afectando a hombres y mujeres, en
un ineludible contagio que provocaba estupor, un raudal de bromas hirientes o franco
rechazo. Ella tuvo el cuidado de aseverar en diversos sitios su firme determinación, tal
vez para desvirtuar los maliciosos rumores: la tienda donde adquirió una nutrida
gama de vestidos, blusas y medias; eligiendo con voluptuosa lentitud los anillos de
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Sí. Trato de imaginar que nada ha ocurrido. Los tres juntos. Como siempre.
¿Recobrar así fragmentos del pasado? No. Sin duda ya no podré. Rehuir el presente,
más bien. Aliviar el peso espantoso de la realidad. ¿Soy culpable? Sólo quería acabar
con la rutina y el aislamiento. Estaba agotada. Casi veinte años convertida en una
máquina. Lo mismo, día tras día: las tareas de la casa, el almacén y, sobre todo,
Sebastián. Librarlo del castigo de los otros chicos, atenuar el fastidio de las maestras,
resguardarlo del menosprecio general. Lisandro siempre quiso llevarlo a un instituto
donde le brindaran la atención necesaria. Me opuse. Por cariño de hermana como
por un sentimiento de lástima y respeto. Soportaba un permanente acoso. Creí que
algo de comprensión y ternura hubiera evitado su belicosidad. Pero a medida que
una gordura fofa le deformaba el cuerpo, comprobé que la pasividad y el silencio eran
una simple máscara. El rencor, como una rama seca ante el leve chispazo, iba a
estallar abruptamente. Y sucedió cuando conocí a Marcial Ugarte. ¿Impedirlo?
¿Renunciar a la libertad, rechazar para siempre al único hombre que resultaba
portador de un cambio? No quise hacerlo. Mi paciencia había llegado al límite.
Estaba harta de postergaciones y renunciamientos. Lisandro no tardó en censurar mi
conducta. ¿Con qué derecho? Demasiado tiempo vegetando en la oscuridad. Callada,
con los dientes apretados. Ya era hora de vivir sin ataduras ni rendir cuentas a nadie.
Ajena a la inquietud de Lisandro y los intempestivos ataques de Sebastián, me
sublevé. Otra persona de improviso. Vital. Arrebatada por un desconocido fervor.
Capaz de reír, de tararear alguna canción por momentos. ¿Todo obedecía a un juvenil,
quizá absurdo enamoramiento? A ellos les pareció una burla o una traición
imperdonable y se mostraron cada vez más hostiles frente al hombre que había
logrado encandilarme. Traté de eludir cualquier roce, las palabras hirientes, el
desgaste de agrias discusiones. De mil modos procuré hacerles entender que todos
podíamos vivir en un clima de concordia, sin resquemores. Luché para no perder el
universo de promesas y sueños y felicidad que él me ofrecía como un regalo. Fue
inútil. No llegué a disfrutarlo. Todo se desvaneció una semana antes del casamiento.
La noche era opresiva. Sin poder dormir por el calor y los mosquitos, me
levanté. Di unas vueltas por el patio. El tapial y las plantas impedían cualquier soplo
de aire. Fui hasta la vereda con la esperanza de obtener un poco de alivio. Pasé unos
minutos allí, observando sin curiosidad la calle y las casas a oscuras, cuando algo
logró quitarme la pesadez del sueño. El hombre que avanzaba por la vereda de
enfrente. Agazapado, los pasos presurosos. Me di cuenta en seguida que procuraba
ocultarse. Al cruzar bajo la luz de la calle, lo reconocí. El idiota de los Oliver. ¿Qué
hacía allí, a medianoche? Me quedé tras la puerta para vigilar con mayor
tranquilidad. Presentí alguna cosa bastante grave. Más que por su andar decidido,
por el puñal en la mano derecha. Me sacudió un latigazo de alarma. Todos en el
barrio conocíamos su carácter arrebatado. Golpear a los chicos que le hacían gestos
de burla o tirar cascotes contra las vidrieras en un momento de histeria, eran ya
habituales. Un asilo hubiera sido el lugar indicado para él, pero la familia se negaba a
internarlo. Por fin se detuvo ante la casa de la esquina. La observó, algo vacilante,
como si buscara una entrada. ¿Qué se proponía? Con un mal augurio, corrí al
dormitorio y llamé a Elisa. Sin atender sus protestas, la conduje hacia la puerta de
calle mientras le explicaba lo ocurrido. Entonces vimos que él saltaba la verja del
jardín y se perdía entre las plantas. Allí vive el novio de Yolanda, irá a visitarlo, muy
pronto serán cuñados, comentó ella con evidente malestar. Sí, puede ser, aunque
resulta bastante raro que entre sin llamar y armado de un puñal. Eso la despabiló
completamente. Tenemos que hacer algo, rápido. No tuve tiempo de responderle.
Una súbita exclamación, parecida a un llanto estridente o un grito de rabia o dolor,
desalojó la quietud de la noche. Instintivamente nos abrazamos en procura de mutuo
resguardo. Quedamos, así quietos, en tensa espera. Cuando superamos el estupor,
corrimos hasta el teléfono para avisar a la policía.
voces para efectuar algunas preguntas. Antonio Rivas, el hombre que llamó por
teléfono, ya más tranquilo, dijo que él y su mujer habían visto al muchacho Oliver
entrar en la casa de Marcial Ugarte. Llevaba un puñal. Eso los sobresaltó. Pocos
minutos después quedaron paralizados por un grito. Fue todo lo que pudo decir.
Debió suspender el relato por culpa de los otros, que empezaron a opinar sobre ese
muchacho al que en el barrio llamaban el idiota o el loco. No tuvieron reparos en
resaltar sus defectos: demasiado irritable y violento, un riesgo para todos que
anduviera libre por la calle, que sin duda había cometido una barbaridad en casa de
Ugarte... Aturdido, los interrumpí con un grito. Hice una seña a Lozano y, sacando las
armas, nos abrimos paso. Al cruzar la puerta enrejada del jardín, lo vimos salir de la
casa. Por impulso de una tempestad, tembloroso el cuerpo descomunal, sosteniendo
el puñal en gesto amenazador. Lo conocía desde chico y siempre pensé que su
deficiencia mental no resultaba peligrosa, sino más bien era motivo de compasión.
Supe que me había equivocado. Reflejaba una actitud virulenta, desarregladas las
ropas, el cabello alborotado sobre la cara. Grité para detenerlo. Inútilmente. No
pareció oírme ni tampoco ver al grupo que cubría la calle. De un empujón hizo caer a
Lozano y continuó la marcha. Los hombres y mujeres comenzaron a dispersarse.
Asustados. Tratando de evitar cualquier ataque. Entre gritos de sorpresa y terror.
Comprendí la necesidad de impedir que las cosas se agravaran más aún. Tuve un
segundo de turbación. Pero en seguida se impuso el sentido del deber. Levanté el
arma. Disparé. Creí hundirme en un remolino al ver tambalearse el cuerpo del
muchacho. Dio unos pasos en círculo, como buscando un apoyo. Por fin se desplomó.
Poco a poco, pasado el peligro, la gente lo fue rodeando. El silencio reflejó una mezcla
de consternación y respeto. Entonces entré en la casa de Ugarte. Luego de un breve
recorrido, lo divisé sobre una cama. Completamente quieto. Alrededor, claros signos
de lucha por la ropa y varios objetos en desorden. Al inclinarme sobre él sentí una
garra fría. Me faltó el aire. No por comprobar que el hombre estaba muerto sino por
descubrir en el pecho, donde una mancha rojiza cubría la camisa, la perforación de
una bala. Quise gritar. Para expresar una rabiosa protesta o destruir la telaraña que
hacía todo incomprensible: la presencia de la gente, el muchacho Oliver armado de un
puñal, mi disparo, Ugarte muerto... Por eso sin duda personal más capacitado que yo
podrá averiguar lo ocurrido realmente aquella noche. Por mi parte no tengo nada más
que informarle, señor juez.
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Cuerpo en llamas
Tuvo esa sola consigna cuando lo vio. Sin darle tiempo para efectuar un gesto de
defensa, se abalanzó sobre él. Abruptamente. Dotado de un vigor y decisión casi
desconocidos. La barra de hierro describió un círculo. El primer golpe fue en la
espalda. Los otros, en las piernas, el pecho, en todo el cuerpo. Arrebatado por el
ansia de venganza y liberación. Hasta detenerse. Exhausto. Con una súbita ráfaga
de inquietud y horror, aunque no pudo definir si era por la visión del cuerpo sucio de
tierra y sangre, o por la amenaza, apenas audible, pero demoledora:
-Me vas a pagar esto. Te aseguro que te voy a reventar.)
salto. Guiado por las llamas y luchando por superar el aturdimiento, buscó los
cuerpos queridos. Vamos. Hay que salir de aquí. Procuró arrastrarlos a pesar de la
creciente debilidad y la irritación de los ojos y el calor que ya le quemaba la piel. Un
intento supremo. Efímero. Frustrado por el repentino derrumbe de la casilla. El
estruendo se confundió con las expresiones de dolor y espanto. Quedó inmovilizado
por el peso de los cartones y maderas. Cuando el fuego se extendió por la ropa, pudo
levantarse. Violentamente. Moviendo los brazos, en un instintivo acto defensivo,
con el único afán de apartar el fuego que lo cercaba. Muy pronto comprendió que
era inútil. No sólo porque las llamas devoraban la casilla y rescatar a sus hermanos
iba a resultar una tarea infructuosa, sino también porque el fuego ya había
alcanzado su cuerpo. Y sin rumbo, como si no supiera o no pudiera hacer otra cosa,
comenzó a correr. Alocadamente.)
Remotos y fascinantes
fragmentos de la memoria
Ahora despertaba un sentimiento de ternura o de infinita piedad cuando
deambulaba por el pueblo a pasos nerviosos o, deteniéndose de pronto, efectuaba
raras contorsiones con los brazos y el cuerpo mientras recitaba un poema o hacía la
representación de una escena teatral. Nosotros, los que la conocíamos desde la niñez y
habíamos compartido juegos, estudios y los sueños que pretendíamos concretar
cuando fuéramos grandes, la observábamos impotentes, lastimados por su figura
escuálida y cubierta con ropas deshilachadas y bastante sucias, con el deseo de reflejar
algún signo de protesta o indignación al no poder hacer nada para librarla del ya
imbatible desvarío.
No. Nadie hubiera imaginado algo así. Sobre todo porque desde muy chica
parecía tener marcado un destino luminoso y de notable relevancia, cuando empezó a
demostrar una especial cualidad para recitar un poema o interpretar diversos
personajes en las obras representadas en la escuela para el 25 de Mayo, 9 de Julio y
las fiestas al final de los cursos de cada año. Poco a poco resultó infaltable en la
realización de cualquier acto. El ardor y seriedad con que desempeñaba el rol
asignado llegó a definir su vocación. Aunque destinataria de los elogios y las
felicitaciones, sin duda era su madre quien más disfrutaba de esa situación. La
perspectiva de que llegara a convertirse en una gran actriz la colmaba de orgullo y
justificaba la desmesurada cantidad de libros que compraba en la única librería del
pueblo con el propósito de inculcarle el gusto por la lectura y el conocimiento por las
disciplinas artísticas.
Las incontables actuaciones en la escuela y después en el salón del Club Social
con el grupo de teatro independiente que había formado, nos hicieron creer que se
marcharía a la capital o a una ciudad importante donde iba a tener mayores
posibilidades. Pero todo se derrumbó. Abruptamente.
Fue después de la muerte de la madre. Si bien de pronto, al perder el pilar que
siempre le había brindado apoyo y orientación, se encontró desvalida y sin saber qué
hacer, la presencia del padre comenzó a tener inusitada vigencia. Entonces nos
percatamos del desdén y aun el desprecio que le merecía lo que ella realizaba, no sólo
porque jamás había presenciado alguno de sus trabajos sino por el tono despectivo
con que solía responder a cualquier comentario sobre ella. Ya está demasiado grande
para esas pavadas. Es hora de que haga algo provechoso. El camino que con tanta
obsesión la madre quiso trazarle quedó bruscamente trunco y ella ya no tuvo el valor
ni la determinación para romper las ligaduras, alejarse de la sombra nefasta del
padre, intentar suerte en otro lugar, luchar abiertamente para poder cumplir su
auténtica vocación. Nuestras ansias de ver su nombre en grandes titulares y su figura
embelleciendo las revistas y alguna película quedaron definitivamente perdidas el día
en que empezó a trabajar en la tienda del padre.
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Como si fuera una propiedad de todos los habitantes, tal vez por el afecto y la
admiración provocados por tantos momentos de emoción y alegría que nos había
regalado, no pudimos aceptar verla allí, detrás del mostrador y trajinando con telas y
clientes, bajo la dura y vigilante mirada del padre. Al principio tratamos de sacarla
de esa rutina exasperante, le pedimos que regresara al grupo de teatro independiente,
prometimos ayudarla para realizar sus aspiraciones. En vano. Adusta, con un
creciente desapego por cuanto ocurría a su alrededor, rechazaba con secos
monosílabos cualquier ofrecimiento. Cada vez más nos asaltó la idea de considerarla
una prisionera. Aislada. Indefensa. Y así, con la impotencia de no poder modificar
algo que ella ya parecía aceptar como una fatalidad, nos convertimos en testigos de su
paulatino desmejoramiento.
A través de rumores y comentarios pudimos develar el modo como se
desarrollaba su vida: el clima hostil que imperaba en la casa; las repetidas discusiones
con el padre entre llantos y gritos furibundos; el rostro resplandeciente de él cada vez
que se entregaba a la tarea de quemar una pila de libros en el fondo del patio; la
marcha sigilosa de ella por la noche hasta la librería donde, por algunas horas, la
dueña le permitía saciar la urgente necesidad de leer. Pero los signos de desequilibrio
empezaron a notarse a través de la conversación con los clientes, ya que en vez de
referirse a la operación comercial, prefería decir algunos versos del Canto General o
parte del monólogo de Hamlet.
Al morir el padre, ya parecía una anciana con sus cuarenta y tres años. La piel
extremadamente pálida, con una delgadez que insinuaba la forma de los huesos, la
mirada perdida en algún punto indefinido. Sin noción de la realidad, regresó al
tiempo en que daba cauce a su incipiente vocación, cuando se mostraba plena de
vitalidad. Después de permanecer tantos años enclaustrada en la casa, empezamos a
verla cruzar otra vez las calles. Presurosa. Observando todo con ansiedad y aun
deslumbramiento, como si tratara de adaptarse a un sitio totalmente nuevo que
descubría poco a poco. Hasta que, deteniéndose en cualquier esquina, revivía a través
de gestos y palabras alguna de aquellas interpretaciones realizadas en la infancia.
Y para eso comenzamos a esperarla. Ávidos por recuperar una época que tanto
nos había regocijado. El poema La bailarina de los pies desnudos. La escena en que
Yerma mata a su marido. Los primeros versos de Hojas de hierba. Nos bastaba pedir
y ella, luego de unos segundos en que trataba de encontrar en algún punto recóndito
de su mente la respuesta adecuada, nos complacía. Generosa. Entusiasta. Entonces
nuestros aplausos y gritos exultantes resultaban no sólo una muestra de
agradecimiento sino más bien el modo de premiarla, de atenuar el sentido de la
frustración que la había marcado con un estigma indeleble y reconocer las cualidades
descubiertas años atrás. Nuestro propósito quedaba colmado cuando dejaba aflorar
una sonrisa. Dulce. Gratificante. Que parecía otorgarle un fugaz momento de lucidez,
orgullosa y feliz por la retribución que recibía, disfrutando el privilegio de representar
el papel de la actriz que siempre quiso ser.
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Ellos, al acecho
Sí. Como si fuera la única que estoy aquí. Tuvo la repentina certeza de ser el
centro de la atracción de ellos. Traspasada por las miradas lacerantes. Vos tenés la
culpa. Usás la ropa tan ajustada que volvés locos a los hombres. Aunque era
justificado el reproche de su madre, le causaba regocijo el hecho de despertar interés,
admiración, envidia, cada vez que marchaba por la calle o entraba a cualquier sitio.
Creo que ésa puede ser. Vigilala bien. Comprendió que resultaba innecesario el
consejo del Fito. Apenas ascendieron al vagón ella tuvo la virtud de destacarse entre
los otros pasajeros. Alta, tensos y grandes los pechos, exhibiendo provocativa las
piernas desnudas. Como si se tratara de un desafío, no bajó la cabeza ante la fijeza con
que se dedicaban a observarla los dos muchachos apostados junto a una de las
puertas. Sí. Todos quieren obtener una sola cosa. Pero debió admitir que ninguno
como ellos se había atrevido a revelarle su propósito tan abiertamente, sin disimulo.
Si Ezequiel estuviera aquí ya les hubiera dado una trompada. Sería la conse-
cuencia lógica del malhumor y furia que siempre experimentaba por las palabras
insinuantes y las miradas procaces de quienes pasaban a su lado, trastornado por
unos celos casi enfermizos que, si bien le conferían el halago de saber cuánto la
amaba, por momentos le otorgaban el carácter de una prisionera, sin el menor asomo
de libertad. Si te molesta tanto cómo me visto y lo que me dicen por la calle, será
mejor que busques otra compañía. La amenaza solía contenerlo, indicarle que el amor
no le daba derecho a utilizarla como propiedad privada, sujeta a sus gustos y
caprichos. Blanca y limpia y perfumada. Era fácil imaginarla así, cuando sus ojos
voraces ya habían logrado despojarla de la diminuta pollera y la blusa fina y escotada.
Conocer algo nuevo. Mejor. Esa fascinante perspectiva le produjo no sólo un
repentino hormigueo en todo el cuerpo, sino también, de pronto, lo llenó de bronca y
desazón al considerar que siempre había tenido que sacarse las ganas con la Graciela
o la Turca Zamaro, pues nunca tuvo dinero para aspirar a otra cosa. Casi
acostumbrándose a eso. Por necesidad o desesperación. Desde aquel atardecer en
que, junto al Cholo Lamberti y los hermanos Piacenza, había penetrado sigilosamente
en la casa vieja y con escasa iluminación, donde, luego de una espera en la que se
mezclaban el deseo, la ansiedad y el miedo, se encontró a solas con la mujer en el
cuarto saturado de olor a tabaco y perfume. Vamos, no puedo estar con vos toda la
noche. Impaciente al notarlo tan indeciso y avergonzado, lo ayudó a desvestirse y
después lo guió en el acto breve, arrebatador, que no llegó a depararle el anhelado
placer sino más bien una sensación de tristeza y extrema laxitud. Fue similar las veces
siguientes. Sin poder definir si era por el clima casi asfixiante o la voz plena de
urgencia o la piel sudorosa y arrugada por la caricia de tantas otras manos. Para
conseguir mujeres hermosas y un auto y cualquier cosa que te guste, se necesita plata.
Mucha plata. El Fito insistía con el único medio que iba a liberarlo no sólo de la
frustración y desesperanza que ya habían comenzado a gobernarlo al recorrer todos
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los días la ciudad buscando y vendiendo cartones y botellas para ayudar a su madre en
los gastos, sino también permitirle abandonar alguna vez el mísero reducto de madera
donde vivían amontonados como ratas y tener dinero para disfrutar las mujeres más
atractivas. Si querés, puedo ayudarte a vivir de otra manera. De vos depende. La
propuesta llevaba implícita una seductora promesa de poder y esplendor. Presintió
la oportunidad tan anhelada. Sobre todo por comprobar encandilado cómo el Fito
había dejado atrás el estado de pena e indigencia que compartieron en el barrio y
podía andar orgulloso en una moto reluciente, estar acompañado por una mujer
distinta cada semana, disponer siempre de un abultado fajo de billetes, como si fueran
las cosas más naturales del mundo. Entonces no dudó. Estoy decidido. Decime lo que
tengo que hacer. Al notar que el tren aminoraba la marcha no pudo definir si
experimentaba alivio por librarse del feroz acecho de ellos o cierta desazón al concluir
esa especie de juego cargado de sugerencias, gestos contenidos, miradas que parecían
trasuntar turbios secretos, del cual resultaba la principal protagonista. Excitada.
Gozosa. Como si hubiera estado haciendo el amor. Le resultó fácil imaginar la
reacción entre sorprendida y horrorizada de su madre y, sobre todo, de Ezequiel, si les
confesara lo que había llegado a sentir durante el viaje. Tené mucho cuidado ahora.
No la pierdas de vista. Y conservá la calma. Desde que habían comenzado a trabajar
juntos, casi un mes atrás, resultaban rutinarias las palabras del Fito cuando llegaba el
momento de actuar. Pero ahora eran inútiles. No sólo porque ya había aprendido
todos los trucos del engaño y la sagacidad para obtener con éxito el botín
apetecido, sino más bien porque ninguna presa logró despertarle tanto interés y
codicia como esa muchacha. Tenerla. Sólo para mí. El único anhelo, el trofeo que
hubiera compensado tantos años de tristeza y desolación y, sobre todo, borrado el
sabor amargo que casi siempre le dejaba cada fugaz encuentro con la Turca o la
Graciela. Sí. Ahora empezaré a tener lo que siempre fueron sólo sueños. Al lado del
Fito pudo adquirir un reconfortante sentimiento de fuerza y seguridad, cada vez más
dispuesto a conquistar cualquier objetivo, sin temor, como si le bastara tender la
mano para lograrlo. Aferrando el bolso, marchó presurosa hacia una de las puertas.
Sofocada. Impaciente por respirar aire puro. Debía tener enrojecida la cara, reflejando
la ráfaga de excitación y goce que la había arrebatado. Desvió la mirada hacia los
causantes de ese estado. No. Nunca llegarán a saber lo que me hicieron sentir. Luego
desaparecieron de su visión, cubiertos por los hombres y mujeres que, como si
hubieran recibido una orden, se movilizaron con premura al detenerse el tren. Más
que por propia voluntad, traspuso la puerta por la presión de los otros cuerpos.
Vamos. No hay que perder tiempo. La voz del Fito sonó seca y perentoria. La orden
que no admitía réplica. Sí. Para eso estamos aquí. Para trabajar. Procuró desplazar el
hecho de haberse dejado embargar por el deslumbrante placer de quitarle la ropa a la
muchacha y sentir la suave tibieza de su piel y poseerla sin apuro, olvidado de todo,
con el deseo de prolongar indefinidamente ese momento. Apurate. El grito del Fito y
la mano imperiosa sobre un hombro le hicieron avanzar entre la gente, forcejeando
con rudeza por abrirse paso, los ojos clavados en la presa elegida. Al descender del
tren la vio alejarse por el andén. Debés actuar con serenidad y rapidez. Tomar el
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Benjamín
Al fin lo vio: sentado entre los arbustos, dejando caer en acompasados golpes la
piedra que tenía en una mano sobre otra aferrada por las piernas, la mirada clavada
en algún punto lejano, al parecer absorto o sin interés por cuanto pasaba a su
alrededor. Oculta detrás de un árbol, se dedicó a vigilarlo, más que asombrada, con
una especie de feliz descubrimiento. Es difícil creer que pueda cometer un daño. No.
Rechazando disgustada los comentarios maledicientes que desde hacía algunos meses
trataban de inculcarle la culpa de hechos reprochables ocurridos en el pueblo. El
sobrino de doña Eulogia Burgos o más bien el idiota de Benjamín, como lo llamaban
todos, se había ido convirtiendo poco a poco en la cabeza visible por los vidrios rotos
de alguna ventana, la encarnizada paliza a perros y gatos o, peor aún, el asalto y
sometimiento a varias muchachas. Ella no pudo admitirlo. Se sublevó contra el
creciente estado de resquemor, de instintivo ánimo vengativo que manifestaban
todos. Tal vez se trataba de compasión, de solidaridad por ese muchacho que se
hallaba solo, desprotegido ante el acoso de los otros, o un atisbo de nostalgia al evocar
el tiempo pasado en la escuela donde él era desplazado de los juegos o se
transformaba en el centro de las pullas injuriosas o simplemente permanecía en un
rincón. Temblando de miedo. Agobiado. No creo que haya cambiado tanto. Una fiera,
como dicen. Nunca fue capaz de rechazar un ataque o evitar las burlas.
Con lentitud abandonó el precario escondite. Cierto temor pareció agudizarse a
cada paso. Por el encuentro. Difícil. Impredecible. No llegó a imaginar una palabra o
gesto. Al pisar una rama seca él dio vuelta la cabeza. De un salto se levantó, hostil.
Quedó paralizada cuando lo vio avanzar amenazadoramente hacia ella.
Salieron. Al llegar a la verja del jardín, Jorge se detuvo. Abstraído un momento; luego
marchó con rapidez hasta el cuarto ubicado en el fondo del patio, donde se
acumulaban herramientas y muebles viejos y múltiples objetos que habían dejado de
utilizarse.
-¿Será necesario llevarla?
-Tal vez sí -extrajo del armario la escopeta que usaba cuando salía de caza con
los amigos; después de cargarla, procuró ocultarla debajo del saco-. Esto también
puede ser una cacería. Y quiero estar preparado.
de culpa, corrosivo, fue creciendo no sólo a medida que recorrían las calles y entraban
en los negocios y visitaban varias amigas de Mirian, con frustrante resultado, sino
también por el interrogatorio, las dudas de Eduardo.
-¿Será realmente Benjamín el culpable de lo que pasa?
-Es el más sospechoso.
-Las chicas atacadas no están seguras. Todo ocurre muy rápido.
-En el pueblo nos conocemos todos. Desde chico, él se comporta de manera
rara y agresiva. Debería estar internado en un asilo.
-La tía nunca quiso separarse de él.
-Cuando mate a alguien todos sabrán lo peligroso que es.
Puede ser ella ahora. Golpeada. Tal vez ultrajada. Trató de relegar semejante
conjetura, cerrados los puños, sin ánimo para hablar, abrumado por el peregrinaje
que sólo lograba acentuar la inquietud y desorientación. Hasta que, al cruzarse con el
Beto Lamberti, ocupado en repartir mercaderías en su triciclo, surgió una tímida
esperanza.
-Sí. La vi hace un rato. Iba hacia el arroyo.
-Mirá.
Desvió la cabeza hacia el punto que indicaba la mano tendida. Casi sin
sorpresa, abrumado por la indignación. No me equivoqué. Es él. Y lo tranquilizó
palpar el arma.
-Dale. Hay que apurarse.
Continuaron la marcha por el escarpado sendero que apenas se insinuaba en el
bosquecito, agazapados, tratando de evitar cualquier ruido. Sí. La distancia es buena.
No podré fallar. Cerró fuertemente las manos en la escopeta.
-Ahora.
-Apuntá bien.
-Sí. Nunca llegará a tocarla.
Apoyó el arma sobre unas ramas. Apretando los dientes, clavó la mirada en las
figuras que corrían junto al arroyo: Mirian, con evidentes signos de fatiga; Benjamín,
anhelante, en febril persecución. Nunca. Nunca.
La noche, ellos, yo
-¡No! ¡No!
El grito, casi autoritario en la voz de él, entre temeroso y suplicante en la de
ella, surgió como la única defensa contra las cuatro o cinco figuras -sombras apenas
definidas en la oscuridad de la noche- que desde un zaguán y desde atrás de un árbol y
desde el fondo de un baldío se abalanzaron hacia la calle y Los rodearon. Cortándoles
el paso. Amenazantes.
-¡Quietos! Se acabó el paseo.
El desconcierto transformándose de pronto en pánico, la rigidez como reflejo
de impotencia o expectativa. Se apretaron más fuerte las manos, los cuerpos pegados
en procura de transmitirse confianza o un hálito de coraje. Efímeros el silencio y la
calma. Una de las siluetas se precipitó ágil y rotunda sobre él. De un tirón doloroso,
ella sintió desprenderse la otra mano, tibia, protectora.
-¡Miguel!
Apenas una exhalación en la boca repentinamente cubierta por los dedos
ásperos. Después las garras tenaces de los brazos inmovilizándola. Pero no le
preocupó tanto debatirse, estéril y enmudecida, sino aquello que le ocurría a él en
algún rincón de la calle penumbrosa, sólo imaginado por el sonido de los golpes y el
furor de las palabras y los repetidos y fuertes quejidos. Cuando la quietud
sobrecogedora reveló el fin de la lucha, tomó conciencia de ser arrastrada sin
miramientos y depositada sobre el colchón de pastos duros y húmedos. Las figuras
parecieron multiplicarse ominosas a su alrededor. Cada vez más débil, vencida por
férreos tentáculos. Sin poder evitar el arañazo de la mano que desgarró el vestido.
(No, eso no. No seas mala. No soy, sabés que te quiero. Sí, sí, eso decís, pero
nunca me das el gusto. Siempre lo hice, Miguel, menos eso. Ves que tengo razón.
Nada más porque no está bien hacerlo antes de casarnos. Nosotros nos vamos a casar
y será lo mismo. No, mamá y el padre Santiago dicen que no, no es lo mismo y yo...
Sos vos la que no quiere. Sí, yo quiero complacerte, pero no está bien. Entendeme, por
favor. Y casi todas las noches, en el pasillo o en un rincón del comedor solitario y
apenas iluminado, el frenético deseo de él trataba de superar la barrera creada por la
confusión o el miedo o un imbatible sentimiento de culpa. Tené paciencia, por favor,
ya lo haremos, todo lo que quieras, la voz en urgente susurro para aplacar la
arremetida de la boca ávida y las manos que diestramente desabrochaban la blusa y se
deslizaban con placentera lentitud por los pechos suaves. Basta. Basta. Está bien, no
te molesto más, la brusca separación, el malestar estallando en el latigazo de palabras
refulgentes, te aviso que me estoy cansando y a lo mejor dentro de poco dejarás de
verme por aquí. No, te lo ruego, no. Ya lo sabés, andá pensando en lo que vas a hacer.
Y luego de marcharse, la acosaba la amenaza de perderlo, mientras recordaba el roce
de los dedos queridos y se repetía con rabia que la próxima vez iba a ser más buena y
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le daría el gusto con tal de no verlo enojado, aunque fuera sucio, un pecado, sí, lo
amaba demasiado y nunca resistiría vivir sin él.)
-¡Apurate!
-No vamos a estar toda la noche esperando.
-Sí. Acordate de nosotros.
Palabras apenas balbuceadas, imperativas en el tono, que le hicieron imaginar
la furia desfigurando los semblantes tragados por la oscuridad.
-Calma. Esperen un momento -diferente, casi parsimoniosa la voz del que
manipulaba con delectación sobre ella-. Todos nos vamos a divertir. Sin apuro. Será lo
mejor.
¿Dónde estás, Miguel? No podés abandonarme ahora. ¿Qué te hicieron? No
soportaré esto. Tampoco tendré valor para mirarte después a los ojos. Sucia. Con una
mancha que nunca podré quitarme. No. No dejes que ocurra. ¿Estás herido,
desmayado? Necesito verte. Por favor. Miguel. Miguel. Nada más que algún remoto
sonido -el ladrido de un perro, el golpe de una puerta, la marcha indefinida de un
vehículo- logró quebrar el letargo del pueblo y se confundió con el jadeo de ellos en la
espera cortante como el filo de un puñal y el desgarro de la ropa convirtiéndose en
jirones por imperio de las manos afanosas. Por fin, el aire cálido rozó los pechos y
después la cintura y por último el comienzo de los muslos desprotegidos. Ahora.
Ahora. Una idea liberadora se impuso contundente al atenuarse la presión sobre una
pierna. El golpe de la rodilla estrellándose contra el otro cuerpo quedó desplazado por
un brusco, rabioso quejido. Las siluetas se agolparon. Abrumadoras. Muy cercano,
percibió el aliento cargado de alcohol y tabaco.
-Parece que te gusta jugar. Te vamos a dar el gusto. Ya vas a ver.
Miguel. Vení, por favor. ¿Dónde estás? Contestame. Ahora. No puedo esperar
más. Y violentamente, sin tiempo para el rechazo, sintió en la boca los labios
húmedos, ásperos, tan enardecidos como las manos -distintas de las otras, aquellas
familiares, apartadas tantas veces por imposición o en resguardo del honor-, que
luego del lento recorrido abarcaron por fin la redondez de los senos en una
arrebatada, dolorosa caricia. No. Así no. Vos debías ser el primero, Miguel. El único.
Sí. Tuvo un escalofrío, erizada la piel por el miedo y la certeza de no poder impedir el
hecho previsto, tangible ya. No lo permitas, Miguel. Ayudame. No puedo. Por favor,
no me dejes. No. No. Y los dientes mordieron la boca intrusa en exasperada pugna o
como torva manifestación de dolor por la fuerza que abruptamente invadió su cuerpo.
(Hace tres días que no viene tu novio. ¿Están peleados? No. La otra noche
hablaban fuerte. ¿Qué pasó? Nada importante. Lo de siempre. ¿No habrás...? No,
mamá. No sé si ese muchacho te conviene. Creo que sólo le interesa divertirse con vos.
No digas eso. Me quiere y yo también. Vamos a casarnos. Ojalá. Pero debés tener mu-
cho cuidado. Por una equivocación podrás arrepentirte toda la vida. Y se debatía en la
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mayor incertidumbre sobre cómo actuar, insegura de cada palabra y cada gesto,
menos del impetuoso sentimiento que la dominaba. Nos amamos y no debe haber
secretos entre nosotros. Nada de lo que hagamos puede ser malo y reprochable. Se
esforzaba por hallar justificativos, por conferirse una cuota de seguridad para
complacer los requerimientos de él, indiferente a cualquier comentario o sugerencia
de los otros. El ardor y la impaciencia suelen ser pésimos consejeros. Lo urgente
ahora, tal vez mañana lo considerarás sin importancia o será motivo de
remordimiento. Debes conducirte con mucha prudencia. Sí, padre. Pero nosotros nos
queremos. Precisamente por eso debe existir mutuo respeto y tienen que organizar la
vida en común libre de sombras y asechanzas. Nada consiguió otorgarle sosiego,
marcar un rumbo definido. Sintiéndose culpable por el alejamiento de él, tres días en
desoladora vigilia, con el creciente temor de la ruptura definitiva. No quiero pasar por
esto otra vez. Si vuelve, haré lo que me pide. No puedo perderlo. Nunca lo soportaré.
Nunca.)
(Malo. ¿Por qué? Tres días sin venir ni avisar nada. No pude. Tuve mucho
trabajo. Tanto como para olvidarte de mí. No. ¿O acaso estabas enojado? Tampoco.
La última vez te fuiste disgustado. Ahora estoy aquí y será mejor olvidar todo. ¿Qué te
parece si vamos al cine esta noche? Eufórica de improviso por concluir la desgastante
espera, creyó que era el momento de llevar a cabo la promesa rumiada con serenidad,
dispuesta a obrar sin ligaduras. Sí. Aunque mamá y el padre Santiago me crean la
peor mujer del mundo. No importa. No se enojará otra vez por mi culpa. Y mientras se
encontraban en el cine no le interesó demasiado el espectáculo desarrollado en la
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La espera de Josefina
Llegaba al pueblo cada quince o veinte días, encorvada y sin prestar atención a
lo que ocurría a su alrededor, cruzando las calles con pasos firmes y rápidos,
reveladores de un propósito definido. Sabíamos cuál era. Desde un año atrás. Al
principio nos desconcertó, casi estuvimos a punto de proferir una protesta; pero, con
el correr del tiempo, se hizo cada vez más natural, una costumbre ya incorporada a la
historia del pueblo. Algunos la detenían en su marcha presurosa. ¿Cómo se
encuentra, doña Fina? ¡Qué gusto verla por aquí, Fina! Había un tono de ternura y
bondadosa comprensión en cada saludo, que ella apenas se molestaba en responder
con monosílabos o una leve sonrisa, sin mirar a los hombres y mujeres que le daban
una afectuosa palmada en los hombros, únicamente preocupada por arribar al
destino fijado. Sólo frente a los chicos variaba de actitud. Era suficiente que alguno
de ellos la viera acercarse por el angosto camino bordeado de eucaliptos para dar el
aviso y muy pronto, cuando ella entraba en el pueblo, un grupo la rodeaba entre risas
y gritos de euforia y animación. Sonriente, procuraba aplacar el bullicio y la presión
de los cuerpos impetuosos extrayendo de su amplio canasto naranjas o mandarinas o
tortas fritas, que distribuía en un ademán de sembrar prodigiosas semillas. Era la
única o mejor compensación que ella había encontrado para que siguieran
escuchándola con el mismo fervor de aquella primera vez cuando uno de ellos le
preguntó cómo montaba Esteban, pues deseaba convertirse en domador como él, y
entonces los había subyugado con una historia plena de coraje, placer y tinte
aventurero. Poco a poco, saciada la curiosidad o ya sin interés por el relato, el grupo
de chicos fue reduciéndose. Por el temor de ser abandonada o perder ese medio para
rescatar un deslumbrante fragmento del pasado, quiso conquistarlos con diversos
regalos. Ellos demostraron cada vez menos atención a las palabras y sólo querían
apropiarse de los deliciosos productos; y simplemente satisfecha con tenerlos un rato
a su lado, sin importarle o advertir el creciente desapego, ella se hundía en el gozoso
laberinto de los recuerdos. Cuando el canasto quedaba vacío y los chicos se disper-
saban, seguía la marcha, abstraída, con gestos vagos y murmurando palabras sobre
un tiempo lejano, dolorosamente perdido.
Nos abrumaba verla así. A todos los que la habíamos conocido veinticinco
años atrás. Antes del nacimiento de Esteban, y de las fulgurantes hazañas de uno de
los domadores más famoso de la zona, y de las esporádicas visitas que ahora
realizaba al pueblo. Tan marcado el cambio con la mujer fuerte y decidida y de
aspecto casi viril, que no podíamos eludir cierto sobrecogimiento, tal vez por
comprobar los estragos provocados por el dolor y los años.
Llegó en compañía de sus padres. Los tres en una chata cargada de múltiples
objetos: camas, un ropero, herramientas, ollas y cubiertos, frazadas. La imagen que
por entonces se repetía con frecuencia: la gente que por diversos medios y desde los
más apartados lugares llegaba a La Florida para instalarse en los terrenos adquiridos
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de don Bruneri, la voz estalló en grito desaforado que hizo enrojecer y callar de
pronto a quienes cuchicheaban con las miradas aviesas clavadas en su cuerpo. Sí.
Estoy esperando un hijo. Mío. Únicamente. Y como para recalcar la posesión
exclusiva, cruzó las manos sobre la prominencia que mantenía combadamente tensos
la camisa y el pantalón. No reflejó tristeza, dolor o arrepentimiento; más bien una
presión desafiante, la seguridad de alguien dispuesto a permanecer invicto y sin
claudicar ante los más sórdidos embates y sufrimientos.
Entonces comprobamos la dimensión de esa mujer. Y empezamos a prodigarle
cierto respeto que, con el paso del tiempo, se transformaría en admiración y ternura.
Porque la entereza con que había trabajado desde el arribo a la colonia pareció
duplicarse para afrontar la gravidez. Más aún por el modo de ocurrir: secreto, en una
especie de grave confabulación, con un tinte prohibido. La falta de explicación creó
numerosos interrogantes: saber cuál de los hombres que trabajó en el campo de ellos
era el responsable; si ella tuvo un fugaz enamoramiento o había sido sometida,
engañada con la promesa de matrimonio; o más bien, sublevándose contra el
aislamiento de su mundo, ella quiso alcanzar unos instantes de amor y felicidad.
Mientras resultaba más sólida la fortaleza de ella, el padre fue cayendo en
sombría desmoralización. Sus visitas al pueblo se hicieron escasas; y el objetivo no
era vender la cosecha, comprar alguna herramienta, jugar a la taba o las bochas, sino
únicamente emborracharse en el boliche de Bottaro. Sin hablar, reconcentrado. Sólo
tuvo una reacción intempestiva la tarde en que Bernardo Prida le dijo que estaba sin
trabajo y con mucho gusto haría alguna changuita en su campo. Se levantó por efecto
de un pinchazo, el vaso de vino convertido en arma temible, la voz ronca gritando
que no le daría ningún trabajo, ni iba a contratar más a nadie, pues él era capaz de
arreglarse solo. Adivinamos que tal actitud tenía relación con lo sucedido a Josefina.
El furor y la intolerancia reflejaban cierta culpa, quizá el remordimiento porque los
hombres que había buscado eran los causantes del engaño, de una ofensa aplastante.
Desmejoró. Cada vez más delgado, brillante la mirada, encontrando en la bebida el
consuelo o la fuerza para sobrevivir. Llegaba al pueblo al caer la tarde y, varias horas
después, dificultosamente montaba el caballo que, por instinto o hábito, lo regresaría
a la casa. Cundieron sombríos presagios. Por eso, la noche en que los Almeida lo
hallaron a dos leguas del pueblo, tendido en el camino, junto al caballo fielmente
quieto, no hubo sorpresa, sino la simple aceptación de algo irrevocable.
Entonces Josefina fue el blanco de todos. Pensamos que se doblegaría. No.
Debimos aguardar casi diecinueve años para comprobar eso, para verla frágil y
desvalida, una sombra deambulando por el pueblo, sin la menor huella de la mujer
fogosa y esplendente. Ni la muerte de los padres, ni convertirse en la única dueña de
una vasta extensión de tierra -que no demoró en arrendar en su mayor parte,
conservando unas pocas hectáreas para cuidar ella-, ni la soledad, lograron abatirla.
Algunos creyeron que la fuerza se la confería el hijo que esperaba; otros, la conquista
de la anhelada libertad (no era otra cosa para quienes habían observado el trato
árido, casi despótico, del viejo Cardone); pero tal vez era el carácter natural, que en
lugar de ceder ante las dificultades, le brindaba mayor pujanza, un ímpetu arrollador.
35
Al fin nació Esteban. Las hermanas De Micheli -una de las familias vecinas
con la que, sin duda para atenuar el desamparo, había empezado a tener una cálida
amistad- se encargaron de buscar al doctor Zelada una fría madrugada de junio. Fue
precisamente el médico quien difundió la novedad, no por ser un hecho insólito o
relevante sino por afectar a esa mujer por quien todos en el pueblo ex-
perimentábamos respeto y cariño.
Poco a poco se hizo habitual verlos llegar al pueblo en sulky, al principio para
realizar ella algunos trámites por el arrendamiento del campo o adquirir ropa y
alimentos y, después de varios años, para llevar a él a la escuela. Como una manera
de testimoniar su orgullo, la plena satisfacción brindada por el hijo (nunca pudo
saberse si había sido la consecuencia de un acto violento o de amor o la simple
evasión por el placer), decidió organizar una gran fiesta para cada cumpleaños. Con
inusitado frenesí compraba los juguetes nuevos y más deslumbrantes que ofrecía el
almacén de ramos generales; adquiría tortas y bebidas y postres en abundancia;
invitaba las familias con las que había establecido una relación más frecuente. La
celebración anual se transformó en costumbre, una cita a la que todos querían tener
el privilegio de acudir, subyugados por el prestigioso halo de alborozo y esplendor.
Hasta que concluyó. Brusca, contundentemente.
Cuando Esteban iba a cumplir dieciocho años. Ya por entonces era conocido
como uno de los domadores más capaces de la colonia. Montar un caballo, a pesar de
lo rudo y levantisco que fuera, resultaba no tanto una hazaña sino más bien una
especie de juego, de gozosa diversión. Su cuerpo delgado era un resorte o figura de
goma al ritmo alocado del animal, pero raramente se producía la caída; después de
una prolongada lucha, él permanecía erguido y victorioso.
Esa habilidad había quedado insinuada muchos años antes, al ir a la escuela o
efectuar cualquier diligencia en el pueblo, solo, agachado sobre el lomo de un caballo
excesivamente grande para él. El temor de verlo rodar entre las patas debido al
brioso galope se desvaneció la tarde en que intervino en una carrera en el campo de
los Almeida. Entonces Ismael Borda le ofreció su alazán. Creo que no hay mejor
jinete para mi caballo, pretendió convencerlo. No hubiera sido necesario. Tal vez era
la oportunidad esperada para demostrar lo que valía. Fue el primer éxito; también el
comienzo del interés de la gente por verlo correr. Y aunque creció en cada nueva
competencia, sin duda nadie puso tanto énfasis y fogosidad como ella, Josefina
Cardone, al realizar las apuestas a favor del caballo que montaba su hijo.
Así pasó algún tiempo. Dos años, tres. Se consolidó el prestigio de él. Los
dueños de caballos de carrera se disputaban el privilegio de tenerlo como jinete. Cada
vez se hizo más ostensible el orgullo de la madre. Pero un día, por cansancio, falta de
atractivo o necesidad de mostrar otras cualidades, abandonó. Y muy pronto corrió la
noticia de que había domado un potro de los Mugna. Tácitamente presentimos que
ello le iba a deparar cierto roce, tal vez un duelo, con alguien que desde hacía varios
años gozaba de merecida estimación como domador: Marcelino Soria. La inminencia
de un enfrentamiento se agudizó aquel día en que (cuando ya Esteban Cardone había
probado en repetidas ocasiones que era capaz de salir airoso de los corcovos y la furia
desatada de cualquier animal) Soria dijo, apoyado en el mostrador del boliche de
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Bottaro, que ese muchachito se estaba metiendo en terreno muy peligroso. El tono
grave, casi sentencioso, tuvo para los que se encontraban allí el significado de un
desafío o amenaza. Sólo quedaba esperar el encuentro, la hora de probar cuál era el
mejor.
Fue en el campo de los Renna. Muchas semanas, aun meses, antes del día
fijado para la gran doma -prometía ser la más importante ocurrida en la colonia,
tanto porque iba a dirimirse la capacidad entre dos hombres como por la presencia
de los potros más salvajes-, las opiniones, el contagioso fervor, el incremento de las
apuestas, hicieron presagiar una fiesta magnífica o un hecho tan singular que todos
estaban ávidos por participar, por ser testigos.
El día elegido coincidió con el del cumpleaños de Esteban. Pareció existir
doble motivo para justificar la euforia de Josefina Cardone. Mientras organizaba la
fiesta de cumpleaños -elegir los regalos, comprar alimentos y bebidas, invitar a los
amigos-, no sólo se dedicó a concretar apuestas a favor del hijo sino también
manifestar abiertamente, con encarnizada violencia, que Soria habría de sufrir una
aplastante derrota. Se regocijaba al decirlo, imaginando el hecho, como si por fin
estuviera a punto de obtener algo esperado con ardor y amarga paciencia. Daba la
sensación -por la voz áspera, la actitud imperativa, el fulgor de los ojos- que ella
procuraba alcanzar por medio del hijo una recompensa personal, de ejercer alguna
oscura venganza.
No sucedió así. Los que estábamos en el campo de los Renna comprendimos
que el veterano domador seguiría invicto por mucho tiempo en la colonia. Todo fue
rápido, sorpresivo. Pero, en el curso de los años, algunas cosas adquirieron una
fijeza inconmovible: el gesto apático del muchacho al penetrar en el perímetro
alambrado donde se efectuaría la doma; la inseguridad borrando la sonrisa triun-
fadora, el desafío habitual; casi el increíble temor de montar el caballo; el cuerpo a
punto de quebrarse al primer salto; por fin, la pérdida del equilibrio, el desmesurado
furor del corcel, la caída de él en la tierra revuelta. Y las múltiples conjeturas -una
descompostura de Esteban; el potro superior a sus fuerzas; la conmoción producida
por la inesperada charla que había tenido con Soria poco antes de la domada; o,
como alguien llegó a sugerir maliciosamente, no pudo soportar la idea de enfrentar a
quien tal vez era su padre-, no lograron aclarar el enigma.
Una sola persona rechazó el hecho: Josefina Cardone.
Primero la reacción perentoria, no, ése no es mi hijo, extremadamente pálida
frente al cuerpo sucio y desfigurado; después cayó en el silencio, quebrada toda
resistencia; por último, ajena, rehuyendo cualquier compañía, abroquelada en la
oquedad de la casa inmensa.
Y durante cinco o seis meses sólo los amigos más cercanos -las hermanas De
Micheli, Zulema Carle, los Bazán- la visitaron casi a diario para ver cómo se
encontraba, llevarle algo de comer, infundirle cierto consuelo. Por ellos llegamos a
saber del estado de abandono e indiferencia por cuanto la rodeaba; y entonces nos
fue gobernando una infinita piedad por ella.
Hasta que un día, bruscamente, apareció en el pueblo: mucho más delgada,
sin peinar, vestida al descuido, como si hubiera salido de la casa por un impulso o
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una idea fija. El alivio por verla de nuevo dio paso muy pronto a la perplejidad, a una
lacerante puntada, cuando su risa sin alegría y las palabras sueltas revelaron que
estaba atrapada por un tiempo ya inmodificable. Nos costó admitirlo. Pero terminó
por ser una grata costumbre ver la figura desgarbada cruzar presurosamente las
calles de tanto en tanto. Y ahora nos sentimos embargados por el dolor y la
compasión cuando repite que está esperando la llegada de Esteban, o cuenta alguna
de sus proezas ante un alborotado grupo de chicos, o ingresa en el almacén de ramos
generales dispuesta a comprar regalos y alimentos para festejar el cumpleaños de él.
38
Y cuando por fin ocurrió, como único acto de defensa, se inclinó hacia adelante
mordiendo el pañuelo. Permaneció así, el rostro apoyado en las rodillas,
procurando atenuar cualquier sonido, hasta que la convulsión de su pecho fue
desplazada por una dosis de malestar y agotamiento.
Levantó la cabeza, algo sorprendido por el ruido del papel rasgado con cierta
violencia y la voz de la mujer, suave y cordial. Observó el rostro sonriente, la
mano tendida, el tentador paquete de caramelos.
-Está bien -debió admitir que podía ser una buena solución; con cuidado, tratando
de evitar el estridente roce del papel, tomó un caramelo-. Gracias.
Pero, al dirigir la mirada hacia el escenario, supo que ya era tarde e inútil. La
orquesta había dejado de tocar. Los músicos, inmóviles, sostenían los instrumentos
en una postura ausente. Le costó aceptar que hubiera concluido el concierto y
atribuyó semejante actitud a una muestra de fastidio y reprobación. No obstante,
todo adquirió un carácter fantásticamente increíble al observar que el director se
hallaba de frente a la platea, con un aire algo desafiante, como si quisiera ejercer
un dominio absoluto.
cruzar la plaza rumbo a la iglesia para asistir a la misa de la tarde. Sólo nos mereció
una sonrisa divertida, pues ese comentario correspondía a la óptica sombría y de
inexorable censura con que observaba cualquier cambio en los hábitos establecidos
por la tradición. Pronto comprendimos que era algo más que una protesta aislada.
Otras solteronas, Zulma Zapattini y las hermanas Blasco, tan agrias y reacias como
ella para aceptar cualquier manifestación de humor y distensión, la apoyaron en la
campaña por erradicar la perniciosa costumbre de congregarse todas las tardes en la
plaza para escuchar la música interpretada por don Batista y observar a una
muchacha bailando de manera desenfadada, con gestos lascivos y dejando parte de
su cuerpo al descubierto en un claro atentado al pudor y la decencia. Además de
difundir sus exagerados argumentos por todo el pueblo en busca de adeptos, no
tardaron en pasar a una acción más agresiva para frustrar el espectáculo: ruidos con
pedazos de lata y madera, gritos de horror en defensa de la moralidad. Se produjeron
forcejeos, discusiones, cambio de improperios con quienes estábamos dispuestos a
defender esos momentos de solaz y beneplácito. Ante el fracaso de sus intentos,
buscaron el apoyo del Padre Joaquín, quien, a través de cada homilía, pidió a los
habitantes que mantuvieran una conducta decorosa, que no perdieran tiempo en
diversiones frívolas, que no hicieran exhibición obscena del cuerpo. Aunque evitó
cualquier referencia concreta, no hubo dudas hacia dónde apuntaban sus dardos. Y
las consecuencias se notaron muy pronto.
Primero comenzó a reducirse el grupo que se reunía todas las tardes en la
plaza. Después faltó Julieta. Súbitamente. Un día, dos, tres. Muy pronto todas las
conjeturas quedaron relegadas por una realidad casi inaceptable: los padres, para
evitar que siguiera bailando y dejara de ser el centro de las habladurías y las
reconvenciones que sin duda los llenaban de bochorno y vergüenza, decidieron
enviarla a la casa de una tía en la capital de la provincia. Por último, don Batista, ya
sin los bríos de tantas otras tardes, con un desánimo que apenas le daba fuerzas para
apretar las teclas, dejaba escapar del acordeón un sonido infinitamente triste y,
alrededor, nosotros, los seis o siete fieles que seguíamos acudiendo a la cita,
empecinados, con la remota pero acuciante esperanza de verla otra vez a ella,
contagiarnos del ímpetu y el goce con que bailaba cada pieza, deslumbrarnos con la
visión de su piel blanca y tentadora.
No. Ya no ocurrirá nada de eso. Ahora, como para revelarnos de que ha
concluido tan regocijante etapa, poco antes de las siete, cuando las primeras
campanadas llaman a misa, aparece Clotilde Macario o las hermanas Blasco o Zulma
Zapattini, o todas juntas, hieráticas y con aire de soberbia, casi sin poder disimular
una sonrisa de satisfacción y orgullo. Con extrema lentitud, como si llevaran a cabo
una ceremonia de la que nadie debía perder ningún detalle, dejan caer algunas
monedas en la caja de don Batista. Súbitamente caritativas. Con el claro propósito de
reflejar un halo de poder y superioridad.
Para nosotros no es más que la forma descarada de aplacar un atisbo de culpa o dar
una ínfima y ofensiva recompensa por los esplendentes momentos que nos han
robado.
42
Hacia la noche
Apenas traspuso la puerta de cristal creyó sufrir una especie de agresión por
las luces, frías y poderosas, que lo obligaron a parpadear varias veces, por el ruido y
el movimiento de los coches que cubrían la calle, por el roce de los cuerpos que,
rápidos y profiriendo un cúmulo de palabras inconexas, cruzaron a su lado.
Permaneció unos segundos quieto, algo aturdido y desorientado por la
brusca evasión del clima -saturado por el confuso olor a remedios y desodorante,
las voces apenas susurradas- que imperaba en el enorme edificio donde había estado
durante casi dos horas. Tal vez sea lo mejor. Tal vez es lo único que necesito ahora.
Comprendiendo que ingresar en una zona grávida de bullicio, casi estruendosa, no
iba a desalojar el estado de zozobra, impotencia y, sobre todo, creciente temor, pero
al menos le ayudaría a ubicar en un plano secundario, lo más lejano posible, las
palabras que ya habían adquirido una vigencia excluyente. Tres, cuatro meses. Sin
duda es la ocasión para apurar un buen trago. Esa necesidad lo urgió a movilizarse,
casi como única alternativa para eludir las palabras proferidas por el doctor Albrecht
en el tono impersonal que sin duda utilizaba siempre para emitir un diagnóstico, por
más cruel que fuera, a pasos zigzagueantes entre quienes cruzaban a su lado,
buscando de tanto en tanto el apoyo de la pared cuando sentía una ráfaga de mareo
o las piernas ya no podían sostenerlo. Le pareció una proeza recorrer las cinco
cuadras hasta llegar al pequeño bar que visitaba desde hacía años y que ahora, más
que nunca, surgía como un anhelado refugio. Me bastó verlo cruzar el umbral para
advertir que algo le pasaba. El hábito me había permitido descubrir su estado de
ánimo o lo que pensaba o las cosas que le disgustaban por medio de una simple
mirada, el gesto de la mano o el tono de la voz. Porque a lo largo de los años no sólo
se había convertido en una visita casi cotidiana, sino también la de mayor relieve -
tanto por el hecho de haber ocupado un alto cargo en el gobierno como por preferir
mi local para reunirse con sus amigos, en otro tiempo, y ahora para saborear un vaso
de whisky, solo y en actitud abstraída-, por lo cual siempre le atribuí un carácter
especial y procuraba, como una forma de tácito agradecimiento, atenderlo
personalmente. Y sobre todo esta vez en que no reflejó ninguna huella de la
apariencia que ostentaba siempre -erguido el pecho, seguro y firme el andar, la
mirada abierta y casi desafiante-, sino la imagen de alguien que por el cansancio, la
debilidad, quizá el desaliento, ya no tenía ánimo ni ganas para realizar el menor
movimiento. Bastante preocupado lo observé mientras recorría, con exasperante
lentitud, el trayecto desde la puerta de entrada hasta la mesa que ocupaba siempre.
Me dispuse a atenderlo de inmediato. Precisamente cuando, desde un rincón del
local, vi levantarse a varios muchachos y en seguida, rotundo, un grito sobrepasó
cualquier otro sonido. Allí está. Comprendió que sin duda, tanto él como los cinco
amigos que hacía casi dos horas permanecían allí en tediosa espera, se vieron
gobernados por el mismo sentimiento al dirigir la mirada hacia el sitio que indicaba
la mano de Cristian: el afán, frenético e irrenunciable, de abalanzarse sobre el
hombre que acababa de penetrar en el local y descargar -sin ataduras y mediante el
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altaneros, como si fueran los dueños absolutos. Por unos segundos quedé inmóvil.
Sin saber cómo acabar con esa situación muchas veces presentida -porque él se
exponía abiertamente y muchos, conociendo su actuación durante el tiempo que
había tenido un alto cargo directivo en el gobierno, sin duda hubieran disfrutado
bastante con darle al menos una buena trompada-, ahora, tal vez por lo intempestiva
y por tener un carácter tan violento, me dejaba estupefacto. Al cabo de unos
segundos, en respuesta al instinto más que a una idea clara y definida, me abalancé
sobre los muchachos mientras profería un grito, rabioso y destemplado, tanto para
superar las voces unidas en una histérica protesta como para imponer mi autoridad,
para demostrarles que no estaba dispuesto a permitir ningún desorden ni atropello
en el local. Fue inútil. Como también el intento, grávido de torpeza debido a la
desesperación y un impulso casi demencial, por separar los cuerpos que, firmes como
pétreas columnas y aferrados por las manos tendidas, llegaban a formar un sólido
cordón. Entonces creí perder las fuerzas, vencido por el desánimo y la impotencia al
comprobar que resultaban estériles todos los esfuerzos por aplacar el recio
avasallamiento de ellos. Y pensé que mi aspecto -sin reflejar otro signo que el de la
derrota, como si no existiera la menor posibilidad de presentar cualquier tipo de
lucha- debía ser similar al del capitán, petrificado en la silla, con los brazos apoyados
sobre la mesa como si temiera caerse, inmutable la cara, los ojos clavados en algún
punto indefinido, en una especie de búsqueda o más bien de silencioso pedido de
ayuda, aislado en el cerco formado por la marcha circular, cada vez más frenética,
acentuada por el bullicio de las voces desparejas y furibundas. Justo ahora.
Precisamente hoy que parece más cansado y viejo que nunca. Por un segundo creí
que el súbito asedio de ellos, descarnado y sin compasión, podría agravar de manera
irrevocable su estado de malestar y deterioro. Al fin logré quebrar la rigidez y, en un
supremo esfuerzo, corrí hasta el teléfono para llamar a la policía. Comprendió que el
alivio -del semblante tieso y de las palabras horadantes del doctor Albrecht-
presentido al estallar el primer calificativo, tajante y demoledor, al ser rodeado por
esos muchachos en horda despiadada, no llegó a concretarse. Cambiar la sentencia
de los pocos meses que habré de sobrevivir por los años, ya fijos, que me atan a un
pasado inmodificable. No pudo definir cuál alternativa resultaba menos profunda,
dolorosa o acuciante. Antes tenía el privilegio de determinar quién iba a morir. Ahora
sólo prevalecen la incertidumbre y el horror mientras aguardo el momento que la
fatalidad decida asestarme el golpe. De improviso la abusiva presencia de esos
jóvenes desconocidos, con las caras enrojecidas y ademanes dictados por el odio y la
bronca, transformando en ruin ultraje cada palabra, hizo aflorar un segmento oscuro
del pasado que siempre permanecía latente, una espina subterránea pero pertinaz
que lo obligó a debatirse entre un sentimiento de orgullo y desazón, de calma y el
bochorno de una culpa despiadada. Aunque no quiso o ya no le importó hacer algo
para rechazarlo. Tal vez sea inútil o llegue demasiado tarde. Protestar y maldecirme
y pretender algún modo de venganza como seguir indagando si por cada uno de los
actos que he llevado a cabo merezco un tiro en la cabeza o soy digno de una
condecoración. Sin duda todo habría sido diferente si aún conservara no tanto un
atisbo de poder -rotundo e envidiable años atrás, ostentado con orgullo y plena
45
La fama de Clodomiro
Por suerte conseguimos ubicarnos en la tercera fila. Bastante cerca de la pista.
No es para disfrutar mejor del espectáculo. Quiero asegurarme de que me veas.
Sacudirte con mi presencia. Vengarme. Alcanzar por fin esa vieja aspiración. Y
ahora, señoras y señores, llegó el momento de presentarles la mayor atracción del
circo Ideal. La figura que despierta el fervor y la admiración de todos los públicos.
El hombre del estómago más grande del mundo. Ya, aquí, con nosotros, el gran
Clodomiro. Después de las palabras del anunciador siempre espero algunos minutos
para salir. Me agrada sentir el marcial redoble de la música. También las voces cada
vez más alteradas. Y los aplausos. Impetuosos, casi histéricos. Signos de
impaciencia por gozar de la función. Y el atractivo central soy yo. Sí. Hace bastante
que lo sé. Cuando mi número empezó a ser el preferido para la gente. Así que
procuré disfrutar de ese privilegio. Pedir más dinero, exigir que mi nombre se
destacara en los carteles, hacerlos esperar en cada presentación. Como hago ahora.
Triunfal. Orgulloso de mi poder. Hasta que decido salir. Fabrico la mejor sonrisa
ante el espejo y me encamino hacia la pista. Realmente no puedo evitar cierta
conmoción al verte. Es increíble el cambio de una persona en dos años. Sólo me
resulta familiar alguna huella de apatía en tu rostro, apenas disimulada por la
sonrisa. Amplia. Deslumbrante. Claro. Te complacen el griterío y los aplausos. Al
fin recibís una recompensa por lo único que supiste hacer bien en toda tu vida:
comer. ¿Cuánto aumentaste? Tal vez setenta, ochenta kilos. Imagino qué pasaría si
llegara a romperse la ropa. El cuerpo descomunal surgiendo de una tensa caparazón.
La gordura convertida en río desbordado. Libre, incontenible. Un espectáculo nuevo.
Cómico o trágico, sin duda llamativo o más exitoso que el realizado todas las noches.
Mientras pasás la mirada por todos los rincones de la carpa aguardo con ansiedad
que me descubras. Y ya tenemos al fabuloso Clodomiro ubicado ante esta mesa de
apetitosa visión. Una mesa ornamentada con abundantes y deliciosos platos: tres
pollos asados, una fuente de canelones a la italiana, huevos rellenos, mayonesa de
aves, budín de arroz, duraznos en almíbar, dos litros de vino blanco, galletitas de
chocolate, merengues. Como ustedes podrán apreciar, aquí hay alimentos para
saciar a seis o más personas. Pero apenas servirán para ocupar un mínimo lugar en
el estómago de Clodomiro. Ya lo verán. Y en el escaso tiempo de una hora. Nada
más. Controlen sus relojes. Todos serán testigos de esta hazaña ofrecida
exclusivamente por el circo Ideal. Ahora. Vamos, Clodomiro. Una verdadera
sorpresa. No sé si me produce agrado, tristeza, desolación. Es la última persona que
esperaba ver entre el público. Después de dos años o más. ¿Por qué vino?
¿Simplemente por la función o porque todavía se interesa por mí? Se colocó muy
cerca de la pista. Para estar segura de que la vea o más bien para vigilarme. Ésa fue
una de sus manías. La menos soportable mientras vivimos juntos. Hacé esto o
aquello, deberías preocuparte más por nuestro futuro, estoy harta de esta vida
miserable. Gritos y órdenes y reproches. Y yo el único culpable de todo. Siempre.
Vos no tenés capacidad para nada. Una de sus frases favoritas. La utilizaba como un
48
de una prueba le diré mi parecer. El éxito del número dependerá del tiempo que le
lleve consumir la mayor cantidad de alimentos. Cuanto más breve, mejor. Ordenó
traer algunos platos de comida. No podés fallar, Clodo. Tu futuro está en juego
ahora. Por primera vez debía demostrar mi única capacidad: comer. Sin percibir las
agrias palabras de ella. El grupo que estaba alrededor comenzó a gritar mi nombre y
decir palabras de aliento y aplaudir cada vez que terminaba un plato. Me sentí fuerte.
Poderoso. La cocinera se apresurada en depositar la comida sobre la mesa. Nunca
parecía suficiente. La campanita no paraba de sonar. Sólo tenía el imperioso afán de
acallarla. Hasta que el dueño del circo me detuvo. Está bien. Basta. Lo contrato. Sí.
Estoy segura. Ya me viste, aunque pretendas disimularlo. Llegué a conocerte
demasiado bien como para equivocarme. Cualquier gesto resulta revelador. La
sonrisa que ahora comienza a ser más débil, apenas una mueca. Y la forma de comer.
Lentamente. Con desgano. Algo increíble en vos. Acostumbrada a verte llevar a la
boca cualquier clase de comida, siempre apurado, masticando vorazmente. No
puedo admitirlo. Tampoco la gente que ya expresa sus quejas y malhumor. La
función tiene el carácter de un engaño o una burla. Y es por mí. La única razón. El
golpe inesperado. Por la vigilancia de la que te viste libre durante dos años. No sólo
para vos fue un alivio. Yo también quise acabar con ese martirio. Verte comer. Un
lobo siempre hambriento. Me sentí desolada. Rabiosa. Luchando contra un plato de
ravioles o un budín de pan. Vencida. Un día no pude más. Exploté. Calma, señoras
y señores, por favor. Apenas se ha cumplido la hora establecida. Dentro de escasos
minutos el gran Clodomiro dejará esta mesa tan limpia como si recién hubiera sido
fabricada. ¿Qué te pasa, Clodomiro? Comé más rápido. No puedo. ¿Acaso estás
enfermo? No. Entonces apurate. Esta gente vino a ver tu espectáculo. Tenés que
complacerla. No. No puedo. Sí, señoras y señores, todos tendrán oportunidad de
observar el acto más extraordinario efectuado por un hombre. Y sólo Clodomiro es
capaz de hacerlo. Nadie quedará defraudado. Es inútil. Jamás lograré terminar esta
comida. La campanita no suena más. Muerta. Por segunda vez. Y de nuevo por
culpa de ella. Como aquella noche en que me abandonó, No pude tocar su última
comida. La separación le hizo perder todo atractivo. Y empecé a trabajar en este
circo para tratar de olvidarla. Lo conseguí durante algunos meses. Al recibir los
aplausos, la admiración, los gritos entusiastas. Mareado por el triunfo. Queriendo
desalojar el hecho de ser un simple entretenimiento. El gordo que todos quieren ver.
La mayor diversión del circo. Nadie se acercó por otra cosa. Una expresión de
amistad, alguna caricia. Ninguna mujer, después que ella me dejó. Y por eso sentí
tanto su ausencia. Un invencible fracaso. Por fin hoy creí superarlo. Al verla allí. El
regreso esperado con ansia. Muy pronto comprendo que nada será como deseo. Sólo
pretende herirme, demostrarme que ya no tiene ningún interés por mí. Y por
segunda vez me impide comer. Más que la gente que grita y quiere romper todo, ella
me golpea sin piedad. Con su leve sonrisa. Los ojos quemantes. Pero sobre todo por
el modo apasionado de abrazar a ese hombre. Es suficiente. Tengo la prueba que
necesitaba. Todavía sigo importándote, Clodomiro. Malograste tu número por mí.
Es mi venganza. Quiero que me recuerdes siempre. El furor general va creciendo. No
deseo participar en la batalla. Vamos, Juan.
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Rosa
-¡Hoy es el día! -el tono de Rosa expresó cierta zozobra, la sensación de una derrota
ineludible-. ¿Por qué habrán dispuesto eso?
-Así es. Son órdenes superiores -Carmen pareció resignada ante esa certeza-.
Simplemente debemos obedecer.
Se produjo un largo silencio; embargada por la duda, Rosa demoró una respuesta
concreta, como si aún no hubiera contemplado esa posibilidad.
-Tal vez sí. ¡Cuarenta y tres años! -la pesadumbre de Rosa se transformó de pronto
en una ráfaga de orgullo-. Fui la primera que empezó a trabajar en el Control de
Datos Generales. Siempre me encargaron las tareas más complicadas. Nunca tuve
una falla, nadie me ha hecho una corrección.
-Por eso querrán trasladarte. Necesitarán tus servicios en otra parte. Quizá te lleven
al Centro Nacional de Comunicaciones.
-A cualquiera le gustaría estar allí -admitió Rosa sin énfasis-. Pero creo que ya soy
demasiado vieja.
-Precisamente por eso te habrán elegido -dijo Betty con fervor-. Para trabajar allí se
necesita tener mucha experiencia.
-Las cosas están cambiando, Rosa -confirmó Carmen-. Todo se presenta bajo un
aspecto nuevo, casi sorprendente. Es un proceso de reestructuración. Ellos parecen
decididos a dar a cada cosa el lugar que le corresponde. Sin duda comprendieron que
era hora de darte una merecida recompensa.
-Quizá tengan razón -dijo Rosa modestamente-. Cuarenta y tres años de eficiente
labor tienen un gran significado. Aunque nunca me interesó recibir un premio.
Simplemente me limité a trabajar de la mejor manera.
-¡Allí vienen!
Carmen y Betty se vieron contagiadas por ese estado de ánimo; después, con forzada
exaltación, sólo pudieron decir a modo de despedida:
máquinas y pantallas que las luces incandescentes les conferían un aspecto pulcro,
reluciente, casi de implacable frialdad.
Los tres hombres se dirigieron con pasos firmes y decididos hacia la computadora de
mayor tamaño, cuyo material se notaba algo deteriorado por el uso y los años.
-Está. bien .
El hombre de negro
Faltaban apenas cinco minutos para la salida del tren cuando el taxi lo dejó en la
estación. Después de pagar al chofer, deslizó la mirada sobre las personas que se
movilizaban con premura. La detuvo por fin, entre curioso y azorado, en un
hombre vestido totalmente de negro. Apoyado en una columna, lo observaba con
fijeza, como si fuera algún conocido que pretendía saludarlo. Un breve análisis le
reveló que nunca lo había visto y, además, la rigidez de su figura le otorgaba un
aspecto hostil. Prefirió relegarlo. Urgido por el tiempo, fue hacia la boletería. Al
recibir el pasaje para la Capital, lo descubrió de nuevo con los ojos clavados en él.
La certeza de ser desnudado por un escalpelo le hizo crecer el desagrado. Será por
el dinero, conjeturó mientras, en un instintivo gesto de defensa, aferraba
fuertemente el portafolio que contenía el importe de las facturas cobradas en el
pueblo durante toda la semana.
Los rostros, de líneas duras y algo agresivas, se contrajeron en una leve mueca de
preocupación.
-¿Te fijaste? -la voz del hombre calvo fue apenas un susurro-. Acaba de subir al
tren.
-Tal vez sea lo mejor -replicó el otro-. Podremos hacer el trabajo más tranquilos.
Aquí hay mucha gente.
-Vamos.
Sí. No hay duda. Está en el tren por mí. Presuroso se dirigió a la puerta más
cercana. Con desconcierto comprobó que estaba herméticamente cerrada.
Luchando por abrirla tuvo la seguridad de estar apresado en una rara y pertinaz
confabulación.
Y ya sin interés por él, regresó a su asiento. Contempló la puerta indicada; aunque
podría cruzarla sin dificultad, pues el movimiento del tren la obligaba a un
constante bamboleo, esa alternativa lo iba a precipitar de modo irrefutable al
encuentro del hombre apostado en el fondo del corredor, en firme y tranquila
espera. Una extrema flojedad le abarrotó las piernas. El recinto se achicaba más y
más.
-Bueno. No se preocupe -el fallido intento por abrirla la confundió-. ¡Qué extraño!
Es como si estuviera clavada.
55
-Cálmese -ella volvió la mirada hacia el sitio que señalaba el brazo tendido de él-.
Yo no veo a nadie.
-Sí. ¡Aquel hombre vestido de negro! -no pudo contener un grito, exasperado por la
estupidez de la mujer-. Me persigue. ¡Ayúdeme a escapar, por favor!
-Si esto no es una broma, usted se ha vuelto loco. Tal vez necesita un médico.
Adiós.
-No. ¡Espere!
-No pretenda engañarnos -la voz del hombre de piel morena resonó seca,
inflexible-. Lo seguimos durante toda la semana. Cobró muchas facturas en el
pueblo. Sabemos que lleva allí unos cuantos billetes.
Quedó bloqueado por la barrera de los cuerpos fuertes y corpulentos. Con facilidad
Después una navaja brilló lúgubremente en la mano del hombre alto y moreno.
57
Apenas un sueño
Al percibir el gemido, ella sintió que una aguja le perforaba los oídos. Repentino.
Desvaneciendo la frágil quietud de la casa. Haciéndole tomar conciencia de que él
aún estaba allí, petrificado en la cama que compartían desde hacía cuarenta y tres
años, capaz únicamente de efectuar esos esporádicos y lacerantes sonidos, no sólo
para exteriorizar el dolor y dar un fugaz signo de vida, sino también para recordarle,
con el vigor de una feroz puñalada, que debía seguir cumpliendo la tarea de cuidarlo.
Una obligación asumida por imperio del amor, de la feliz y armónica convivencia de
tanto tiempo, de la íntima necesidad de tenerlo cerca y negarse a la impiadosa y cruel
decisión de confinarlo a la pieza de un hospital, a merced de manos extrañas y tal vez
indiferentes. Desde hacía nueve meses. Cuando el diagnóstico resultó incuestionable.
La única salida. Tal vez no tenga sentido desear o esperar otra cosa. De pronto creyó
vislumbrar una luz esclarecedora. Decidida, dio unos pasos hasta la pequeña mesa
atiborrada de cajas y frascos de remedios. A lo largo de los meses llegaron a
resultarle tan familiares que sabía de memoria el grado de eficacia y el momento de
utilizarlos. Sin vacilar aferró uno: el último frasco que le había dado el doctor
Panizza. Sí. Apenas un sueño. Profundo. Liberador. Desenroscó la tapa y vertió el
líquido en un vaso. Después, sosteniéndolo con las dos manos en un gesto de
extremo cuidado, temiendo que se le cayera, se dio vuelta y caminó hasta la cama.
Por unos segundos observó el cuerpo. Tembloroso y jadeante entre las cobijas
desordenadas.
Por fin, con súbita urgencia, llevó el vaso a los labios. Y bebió el líquido marrón. De
un solo trago.
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Debía permanecer ajeno a cualquier otra cosa que no fuera su trabajo. Concluir la
obra. Ahora. El único objetivo. Y arrebatado comenzó a escribir de nuevo. El
martilleo de la máquina de escribir se le hizo intolerable. Su único amor. Más
importante que yo. Después de beber otro vaso se desplomó sobre la cama, sin ánimo
para rechazar el acoso de sombras espectrales. Instintivamente tendió una mano
hacia el teléfono, pero no llegó a levantar el tubo. Era inútil seguir llamando.
Ninguna voz amiga le ayudaría a recuperar las fuerzas, a sobrellevar otra noche de
aislamiento. Durante los últimos meses había notado el progresivo desdén y
cansancio de quienes siempre le brindaron una cálida comprensión. No. Ya nadie
quiere escucharme ni verme. Todos indiferentes a las confidencias por su soledad,
por el hijo perdido que había ahondado la ruptura con el hombre encerrado en el
escritorio, por limitarse a cumplir minúsculos papeles en comedias olvidables,
frustrada la ambición de llegar a ser una actriz famosa. Dormir. Mucho.
Profundamente. La única forma de alcanzar el olvido o la liberación. Abrió el cajón
de la mesa de luz y presurosa extrajo un frasco. Con igual avidez que si tomara la más
deliciosa bebida se llenó la boca con un puñado de pastillas. Lentamente releyó la
página. La tranquilidad por terminar un fatigoso trabajo se confundió con el íntimo
regocijo de haber realizado una obra singular, espléndida. Sí. Tal vez lo mejor que
escribí hasta ahora. Retiró la hoja de la máquina y la colocó junto a las otras, en la
abultada carpeta. Tomó la pipa y volvió a cargarla. Una merecida recompensa. La
encendió y aspiró el humo con voluptuoso placer. Al salir del escritorio tuvo noción
del silencio. Al fin, vencida por el alcohol o el agotamiento, ella se había dormido.
Rápidamente fue hacia la puerta de calle. Con un gozo inefable salió a la noche fresca
y apacible.
62
hacia donde estaba el Cholo. Tropezaron con algunas personas, entre desaforados
gritos de sorpresa y alarma ante la visión de las armas desnudas, al salir a la calle en
vertiginosa carrera. Apurate. Ya perdimos demasiado tiempo. Agrio y pleno de
reproche el tono del Cholo. No trató de justificarse ni de esgrimir una disculpa. Sólo
compartió la preocupación y rabiosa premura por ponerse a salvo, sortear las
numerosas siluetas que dificultaban el paso y llegar hasta el coche donde los
esperaba Santillán. Pero todo pareció tornarse oscuro, incomprensible, producto de
una absurda pesadilla, cuando surgió el grito convertido en orden escueta e
inapelable. Alto. No se muevan. Como ya era habitual, observó que un rictus amargo
reemplazaba la sonrisa y quedaba con el cuerpo rígido, en súbita actitud de rebeldía o
de muda protesta. Vamos. Ya es tarde. Mañana vendremos otra vez. Debía apelar a
su paciencia, utilizar las palabras más tiernas y afectuosas, ofrecer algún caramelo o
barra de chocolate, para que el final del juego no resultara tan doloroso. Aunque
hubiera querido que se prolongara indefinidamente, pues ella disfrutaba tanto como
él de los momentos que pasaban allí, era necesario poner un límite. Cuando recuperó
la sonrisa por obra de las deslumbrantes promesas de otras jornadas de juego más
extensas y divertidas, abandonaron la plazoleta. La colmaba de alivio cada vez que se
restablecía entre ellos una comunicación íntima y jubilosa, aunque siempre le tocaba
ceder ante la voluntad y los caprichos de él. Lo principal es verlo feliz. Y que pueda
tenerlo cerca, para abrazarlo y besarlo. Después de marchar un rato, él soltó su mano
y, libre, comenzó a correr por la vereda, dando saltos y efectuando diestras jugadas
con alguna pelota imaginaria. Faltaban dos cuadras para llegar a la casa cuando, al
doblar una esquina, vio a varias personas moverse en forma desordenada,
profiriendo gritos y palabras incoherentes. No tuvo tiempo de indagar el motivo de
tanta agitación. Quedó paralizada por el seco estampido de un disparo. La reacción
del Cholo fue rápida y contundente. Con el rostro desfigurado por la bronca y
vociferando maldiciones, disparó contra la figura uniformada que pretendía cortarles
el paso. ¿Quién le avisó? ¿Cómo pudo...? Inútilmente procuró encontrar una
justificación a la trampa que de pronto los cercaba. Corré. Dale. Abrumado por la
confusión y el desconcierto -con el policía haciendo fuego parapetado detrás de un
coche, la gente corriendo en busca de un lugar seguro, el horror expresado en gritos
histéricos-, sólo quiso eso. Escapar de allí. Ponerse a salvo. A cualquier precio. Sobre
todo después de escuchar el quejido del Cholo y verlo desplomarse como una especie
de muñeco desarticulado, con los brazos abiertos y una mancha roja en el pecho.
Terminaré igual si no salgo de aquí. Ya. Rápido. Convertida en el tesoro más
preciado, aferró fuertemente contra el pecho la bolsa llena de billetes, y apretó el
gatillo. Una vez y otra y otra. Descontrolado. Sin un blanco definido. A cualquier
figura que pretendiera frustrar su huida. Sebastián. Urgida por el pánico y la
desesperación, procuró alcanzarlo para brindarle su amparo, mientras lo llamaba en
un clamor desolado. Y siguió repitiendo el nombre querido con voz cada vez más
débil, enronquecida, quebrada por el llanto, después que cesaron los disparos y la
gente ya se había dispersado y un silencio ominoso comenzó a cubrir la calle casi
desierta, sin poder apartar los ojos del cuerpo diminuto y quieto de él.
64
El ordenanza
Ya desde que abandonó el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y
la precaria situación económica en que quedaron él y su madre, lo obligó a trabajar),
pareció internarse en un laberinto sin salida; en el primer lugar donde trabajó se
65
Lentamente levantó la bandeja. Bueno, hoy será la última vez... Inició la marcha
con cierto embarazo. El peso de la bandeja lo obligaba a mantener un equilibrio que
nunca tuvo; y esa mañana, más que otras, temió trastabillar -lo que era muy
frecuente- y caerse, porque derramando el café quedaría frustrada, o postergada de
nuevo, su venganza. Debo tener mucho cuidado. Aquí llevo una bomba.
Mientras caminaba pensó que realmente ningún empleo le había resultado más
penoso y desagradable que el de ordenanza en esa empresa; y, como en otras partes,
sólo obedecía a la actitud de los demás. Allí creyó enfrentarse a los seres más
perversos que había conocido, los que hallaron en él -como el juguete nuevo en poder
de un chico- la fuente que los proveía de una diversión incesante, y todos los días la
conseguían de modo distinto: tirando papeles en el piso que él acababa de limpiar, o
haciéndole realizar inútiles diligencias sólo para reírse de sus pasos irregulares, o lo
que era peor y él más temía, causando su caída con una zancadilla cuando llevaba la
bandeja con la cafetera y las tazas.
Quiso también abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se
negó a continuar su fuga constante y disparatada. Permaneció allí, dispuesto a
concluir de una vez con la horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.
Fue el día anterior, cuando observó a su madre depositar veneno sobre las
flores para resguardarlas de los insectos que había en el jardín. Sí. Por fin sabrán
todos de lo que soy capaz. Por eso había sacado un poco del veneno que su madre
guardaba en un aparador y esa mañana lo echó en el café.
Por un momento no supo en cuál de las tres oficinas entrar primero; pero,
como queriendo seguir la rutina ya establecida, se decidió por la del gerente. Sostuvo
la bandeja en una mano y con la otra dio dos golpes en la puerta; y oyendo una voz
familiar, la abrió.
Quedó algo desconcertado. Allí no estaba sólo el gerente, como todas las
mañanas, cuando servía el café, sino también los empleados. Todos: los seis. Y
apenas entró dejaron de hablar y clavaron los ojos en él, casi con una repentina
curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez; y esa fijeza inusitada hizo vacilar
un poco la seguridad que tenía hasta entonces.
-Puede servir el café, Aurelio -le dijo el gerente, en un tono suave y amable que
no era el de costumbre-. Lo tomaremos aquí.
Pero, en seguida, ellos tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café. Y
mientras lo hacían, él deslizó la mirada por sus rostros, ya tranquilo, con un placer
morboso y desconocido. Ya está. Ahora dormirán para siempre. Y tuvo el súbito
impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente que había conseguido
aplacar un poco la carga de angustia y sufrimiento, porque ellos -sólo ellos seis de los
tantos seres que desplegaron un tenaz asalto sobre él- acababan de convertirse en los
destinatarios de la venganza que había estado gestando y esperando a lo largo de
muchos años, y hacerles comprender, finalmente, que por primera vez era más fuerte
y poderoso que todos.
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-Hoy hace un año que usted trabaja aquí. Por eso, para premiar su eficacia y
dedicación, todos nosotros queremos hacerle un obsequio -y tomando un pequeño
paquete que había sobre el escritorio, se lo alcanzó-. Sírvase. Esperamos que sea de
su agrado.
68
Varios de sus trabajos figuran en ediciones colectivas, entre otras: «De orilla a orilla»
(1972), «Cuentistas provinciales» (1977), «40 cuentos breves argentinos - Siglo XX»
(1977), «Cuentistas argentinos» (1980), «Antología literaria regional santafesina»
(1983), «39 cuentos argentinos de vanguardia» (1985), «Nosotros contamos
cuentos» (1987), «Santa Fe en la literatura» (1989), «Vº Centenario del
Descubrimiento de América» (1992), «Antología cultural del litoral argentino»
(1995), «Palabras rafaelinas» (1998), «Palabrabierta» (2000), «Primer Encuentro de
Narrativa – Bialet Massé – Nacional« (2005), Leer la Argentina» (2005).
El cuento «El acecho» fue incluido en el libro «Leer, especular, comunicar», editado
en 2002 por Advance Materials, del Reino Unido.
BIBLIOTECA DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
1. La infancia de Zhennia Liubers y otros relatos / 24. Huasipungo / Jorge Icaza
Boris Pasternak 25. Vasco Moscoso de Aragón, capitán de altura /
2. Corazón de perro / Mijaíl Bulgákov Jorge Amado
3. Antología del cuento chino / varios autores 26. El espejo de Lida Sal / Miguel Ángel Asturias
4. El hombre que amaba al prójimo y otros cuentos 27. Seis cuentos para leer en yola / Aquiles Julián
/ Virginia Woolf 28. Los chinos y otros cuentos / Alfonso Hernández
5. Crónica de la ciudad de piedra / Ismail Kadaré Catá
6. La casa de las bellas durmientes / Yasunari 29. La mancha indeleble y otros cuentos / Juan
Kawabata Bosch
7. Voluntad de vivir y otros relatos / Thomas Mann 30. El libro de la imaginación / Edmundo Valadés
8. Dublineses / James Joyce 31. Cuatro relatos / Joseph Roth
9. La agonía del Rasu-Ñiti y otros cuentos / José 32. El libro de cristal de los Cohén / Aquiles Julián
María Arguedas 33. Cuentistas dominicanos 1 / Aquiles Julián
10. Caballería Roja / Isaak Babel 34. El caballo que bebía cerveza / Joao Guimaraes
11. Los siete mensajeros y otros relatos / Dino Rosa
Buzzati 35. Tres relatos / José Bianco
12. Un horrible bloqueo de la memoria y otros relatos 36. Adán, Eva y los moluscos / Efraím Castillo
/ Alberto Moravia 37. La mosca y otros cuentos / Slawomir Mrozek
13. El tacto y la sierpe y otros textos / Reynaldo Disla 38.Vidrios rotos y otros cuentos / Osvaldo Soriano
14. Una cuestión de suerte y otros cuentos / 39. La amortajada y otras historias / María Luisa
Vladimir Nabokov Bombal
15. Las últimas miradas y otros cuentos / Enrique 40. El amuleto y otras historias / Ciro Alegría
Anderson Imbert 41. Cosas de vieja. Y otros 19 cuentos / Fernando
16. Yo, el supremio / Augusto Roa Bastos Sorrentino
17. El siglo de las luces / Alejo Carpentier 42. Cuatro cuentos / Rosario Castellanos
18. El principito / Antoine de Saint-Exupéry 43. El rostro sin lumbre y otros cuentos / Oscar
19. La noche de Ramón Yendía y otros cuentos / Cerruto
Lino Novás Calvo 44. La fama de Clodomiro / Ángel Balzarino
20. Over / Ramón Marrero Aristy
21. Una visión del mundo y otros cuentos / John
Cheever
22. Todo es engaño y otros cuentos / Sherwood
Anderson
23. Las aventuras del Barón Münchhausen / Rudolf
Erich Raspe