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Ciudadanos imaginarios.: Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana -tratado de moral pública-
Ciudadanos imaginarios.: Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana -tratado de moral pública-
Ciudadanos imaginarios.: Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana -tratado de moral pública-
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Ciudadanos imaginarios.: Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana -tratado de moral pública-

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About this ebook

El siglo XIX mexicano, visto de prisa y sin mucha atención, parece una comedia de equivocaciones, donde nada es lo que debería ser. Es un tiempo extraño y confuso donde las leyes se veneran más cuanto menos se cumplen, donde los demócratas arreglan elecciones, los militares hacen carrera por la indisciplina, los empresarios alimentan
LanguageEspañol
Release dateOct 10, 2022
ISBN9786075644080
Ciudadanos imaginarios.: Memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana -tratado de moral pública-

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    Ciudadanos imaginarios. - Fernando Escalante Gonzalbo

    Ciudadanos imaginarios: memorial de los afanes y desventuras de la virtud y apología del vicio triunfante en la República Mexicana: tratado de moral pública, Fernando Escalante Gonzalbo

    Segunda edición, junio de 2020

    Primera edición impresa, 1992

    Primera edición electrónica, septiembre de 2022

    Portada de María Eugenia Vidales

    Ilustración de José Guadalupe Posada

    D. R. © El Colegio de México, A. C.

    Carretera Picacho-Ajusco núm. 20

    Ampliación Fuentes del Pedregal

    Alcaldía Tlalpan

    C. P. 14110

    Ciudad de México, México

    www.colmex.mx

    ISBN impreso 978-607-564-180-5

    ISBN electrónico 978-607-564-408-0

    Conversión gestionada por:

    Simon and Sons ITES Services Pvt Ltd, Chennai, India.

    +91 (44) 4380 6826

    info@simonnsons.com

    www.simonnsons.com

    ÍNDICE

    PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

    AGRADECIMIENTOS

    PREFACIO

    INTRODUCCIÓN. MORAL PÚBLICA Y DE ORDEN POLÍTICO

    La moral como problema

    Origen y fundamento de la moral

    Racionalidad y moral

    Moral: modelos y prácticas

    El modelo cívico y la moral pública

    El ciudadano como hipótesis

    La estructura de la moral pública

    La naturaleza del orden político

    Indicaciones de método

    EL ORDEN RURAL

    La otra política

    La comunidad como modelo

    La política campesina

    EL ORDEN SEÑORIAL

    El lugar de las haciendas

    La moral señorial

    La política señorial

    EL PODER DE LOS INTERMEDIARIOS

    Las ruinas del Estado

    El uso privado de la autoridad pública

    El modelo patrimonial

    El poder de los intermediarios

    EL SISTEMA DE LA RECIPROCIDAD

    Reciprocidad y orden político

    Transigir con el crimen

    Reciprocidad y extorsión

    La virtud de Porfirio Díaz

    IGLESIA, RELIGIOSIDAD Y VIDA PÚBLICA

    La Iglesia independiente

    La debilidad de la Iglesia

    Espíritu de cuerpo

    Las vacilaciones del liberalismo

    EJÉRCITO Y ESTADO

    El ejército triunfante

    La escuela de las revoluciones

    La corrupción del ejército

    CIUDADANÍA Y ESTADO

    Autoridad, obediencia y Estado

    Las ambigüedades de la ciudadanía

    La ciudadanía armada

    PATRIMONIO DE PILLOS (I)

    Menosprecio de la política

    El problema fiscal

    La crisis de confianza

    El botín del Estado

    PATRIMONIO DE PILLOS (II)

    Una vieja costumbre

    Las razones de la corrupción

    El sistema de la corrupción

    LA VIDA PÚBLICA

    La clase política

    La opinión pública

    La participación popular

    A MANERA DE CONCLUSIÓN

    ANEXOS

    Ciudadanos imposibles (2002)

    El problema de la participación ciudadana (2002)

    La democracia difícil. Clientelismo y ciudadanía en México (2003)

    Íntima tristeza reaccionaria (y progresista) (2010)

    Se dice ciudadanizar (2016)

    La mística de la mampara (2018)

    BIBLIOGRAFÍA

    SOBRE EL AUTOR

    Para Beatriz

    per occulta virtú che da lei mosse,

    d’antico amor sentí la gran potenza.

    DANTE, Purgatorio, XXX, 38.

    PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN

    Éste es un libro sobre la manera de hacer política y la manera de entender la política en México en el siglo XIX. No es sorprendente que haya similitudes con el presente —y por eso puede ser útil también para entenderlo. Pero en general será menos por tratarse de México, y más por tratarse de la política. Estoy convencido de que hay muy poco de excepcional, poco o nada que no sea parecido a lo que sucede en otras partes. No lo había tampoco en el siglo XIX.

    Es un libro escrito hace veinticinco años, algo más, pero ha seguido teniendo lectores, y quiero pensar que eso significa que el argumento sigue teniendo interés. No obstante, en cierto sentido éste no es el mismo libro, porque no se puede leer de la misma manera. En los últimos treinta años el país ha cambiado mucho, ha cambiado notablemente la idea de la política, y en particular la idea que nos hacemos de la ciudadanía: para decirlo mal y pronto, en lo que se refiere al ideal cívico hemos pasado del entusiasmo al desencanto, a la más perfecta indiferencia. Y por eso el argumento del libro ha sido interpretado de maneras muy distintas, porque ha sido leído, inevitablemente, según el ánimo del momento.

    Varias veces en estos años he planteado de nuevo la idea básica del libro, para discutir sus implicaciones. Y pienso que esas revisiones importan, y en algún sentido aclaran el significado del libro —el que tiene para mí, al menos. Por eso he querido sacar una nueva edición incluyendo unos cuantos de esos textos posteriores escritos para públicos distintos, algunos publicados con motivo polémico, otros más exploratorios, alguno inédito. Y pienso que no es ocioso decir algo aquí sobre el contexto en que escribí el libro, el contexto en que se leyó.

    El motivo fundamental del libro, que corresponde al título, es el contraste entre las representaciones culturales y las prácticas políticas.¹ En particular, por supuesto, las representaciones de la ciudadanía, que era una de las claves del lenguaje político del siglo XIX (de hecho, una de las claves del lenguaje político moderno). Para verlo basta con el repaso más superficial de los documentos: en la prensa, en los discursos, en las proclamas de los pronunciamientos están siempre los ciudadanos, y siempre adornados con toda clase de virtudes: patriotismo, responsabilidad, abnegación, valor. Según la ocasión, los textos hablan de los mexicanos, los vecinos, los habitantes, pero cuando se refieren a los ciudadanos, el tono es otro —si se dice ciudadano, el registro es casi casi épico.

    Desde luego, era una imagen desorbitada de la ciudadanía. En buena medida, una idea literaria, que correspondía al lenguaje del republicanismo de los clásicos griegos y latinos, que se había puesto de moda nuevamente con la Revolución francesa, y con las guerras de independencia de América. Como es lógico, esa idea chocaba con las prácticas políticas de la sociedad mexicana que por contraste parecían inevitablemente corruptas, inmorales, primitivas, si no es que salvajes. Por eso era tan frecuente que políticos, periodistas, escritores, se quejasen de la inmoralidad de los mexicanos. Hay que decir que la misma imagen, igualmente desorbitada, aparecía en el lenguaje político de casi cualquier sociedad occidental del siglo XIX, y era igual de fantasiosa, desorbitada, literaria, en Francia, en España o en Estados Unidos, donde las prácticas habituales parecían igualmente corruptas, primitivas.

    El problema, lo que deploraban todos, no era sólo la rutina de las prácticas clientelistas, corporativas, comunitarias, sino los constantes cambios de gobierno, los golpes de Estado, los pronunciamientos, todo lo que hizo que esos años, hasta bien pasado el medio siglo, se llamasen en los libros de texto los años de la anarquía. La verdad es que no había anarquía ninguna. La violencia mexicana de ese tiempo no era nada comparada con la de Argentina, por ejemplo. Pero sobre todo, si se mira bien, lo que llama la atención en el periodo es precisamente el orden —de eso se trata el libro: es un intento de reconstruir el orden político de las sociedad mexicana del siglo XIX tal como era vivido por los diferentes sujetos sociales.

    Hay algunos hechos notables que suelen pasarse por alto, como la regularidad con que se convocaban las elecciones, o que, con todos los cambios de gobierno, el Congreso sólo fuese disuelto una vez en ese medio siglo —y que sólo hubiese un intento de gobierno propiamente militar, el de Paredes Arrillaga. En todo eso se nota el orden. Pero sobre todo se deja ver en esas prácticas tan poco cívicas, y que tanto amargaban a la clase letrada. Los campesinos, los hacendados, clérigos, soldados, no se comportaban como ciudadanos romanos, como los ciudadanos romanos que imaginaba Tito Livio, pero seguían pautas normativas bastante claras, había sistemas normativos para cada grupo, había reglas también para ordenar las relaciones entre los diferentes grupos sociales —una cultura de las relaciones sociales, según la llama Claudio Lomnitz. Y algo más. Ese orden no era la guerra de todos contra todos, pero tampoco el imperio de la inercia. En todo momento hay una intensa participación política: particularista, de intereses muy locales, pero que tomaba en cuenta el escenario nacional.

    Siempre me llamó la atención un pronunciamiento de los ópatas de 1828. Exigían la recuperación de sus tierras. Pero lo interesante es el lenguaje en que lo pedían. Porque se llamaban a sí mismos la nación ópata, y decían que para ellos no había habido independencia, porque la tierra la seguían teniendo los mismos de antes. Es claro que han asimilado el lenguaje político letrado, y que saben emplearlo, y darle un contenido concreto. Es un ejemplo entre muchos.

    En resumen, los ciudadanos que invocaban a cada paso los escritores, los políticos, eran imaginarios: no había cincinatos ni brutos (no los había en la Francia de Robespierre ni en los Estados Unidos de Jefferson, dicho sea de paso). Ahora bien, la fijación con ese ideal de la ciudadanía impedía ver el ejercicio concreto de la ciudadanía. Impedía ver que tras el aparente desorden había una sociedad activa, exigente, que protestaba, denunciaba, que exigía lo que consideraba sus derechos. Y como es natural, buena parte de aquellos prejuicios, de los ideales y fantasías de entonces, pasaron a la historiografía, porque muchas de aquellas ideas han seguido vivas, retóricamente, hasta la fecha, con el resultado de que no se han podido ver como ciudadanos, ni siquiera como propiamente políticos los modos de participación del siglo XIX.

    Pero hay un matiz que conviene tener presente. Esos ciudadanos imaginarios, que no existían en la práctica, existían sin embargo en los discursos, en la prensa, existían sin duda en la cabeza de la clase política y de buena parte de la sociedad también —existían en la imaginación de la gente. Y conviene tener presente lo que se conoce como el Teorema de Thomas: si algo es real en la imaginación de la gente, es real en sus consecuencias. Quiero decir: todos ellos pensaban que eran posibles esas virtudes, que eran deseables, pensaban de hecho que existían en el mundo civilizado (en el que imaginaban como el mundo civilizado, se entiende). Sólo que les parecían imposibles en México, de modo que se acomodaban con lo que había. No es difícil, leyendo los documentos, encontrarse con Lorenzo de Zavala o Valentín Gómez Farías, por ejemplo, haciendo el elogio de las virtudes cívicas en la prensa mientras estaban arreglando, en su correspondencia, la elección de la semana siguiente. No era hipocresía. En todo caso, llamarlo hipocresía no es más que plantear en otros términos el mismo problema. Porque el hecho es que ese ideal, la ciudadanía imaginaria, espejo de virtudes, cumplía con una función en el espacio público, servía para justificar las instituciones, para denunciar prácticas, para articular ideas y proponer leyes.

    La ciudadanía era un ideal que servía para ordenar el lenguaje político.

    En aquel momento, en los primeros años noventa del siglo XX, cuando apareció la primera edición del libro, el interés del tema no era sólo histórico (aunque hubiese alguna novedad en el esquema de interpretación). Eran los primeros años de lo que se dio en llamar la transición democrática, en los que surgió de nuevo con fuerza el lenguaje del republicanismo clásico, y con él la imagen del ciudadano como modelo de virtudes. Sin forzar mucho las cosas podría decirse que el lenguaje político tenía similitudes significativas con el de principios del siglo anterior, en especial en una idea desorbitada, literaria, de la ciudadanía, que era la clave de bóveda de la retórica. Y obviamente era una idea que no se correspondía con las prácticas políticas habituales de la sociedad mexicana. En general, en esos años, se optó por negar la realidad.

    En los setenta, con los gobiernos de Luis Echeverría y José López Portillo, comenzó la larga crisis del régimen revolucionario. En diferentes planos, con diferente ritmo, fue una transición productiva, fiscal, administrativa, una transición política, que terminó provocando una gravísima crisis de legitimidad. El lenguaje del nacionalismo revolucionario, cuyos motivos básicos eran el Pueblo, la Nación, la Revolución, terminó de desacreditarse por los excesos retóricos, la rigidez de los rituales, los escándalos de corrupción —al final, para hacer un chiste bastaba con transcribir literalmente las frases de cualquier político. En su lugar se impuso poco a poco el modelo cultural del neoliberalismo, es decir, el lenguaje de los individuos, los intereses, la racionalidad, la eficiencia.

    En un primer momento, sin embargo, el impulso democrático encontró su idioma en el republicanismo clásico: ciudadanía, civismo, interés público, cuya sonoridad dio una aureola épica al momento. No era excepcional, no pasaba sólo en México. En el resto del mundo también, la desaparición del campo socialista, la caída del Muro de Berlín, ocasionó una crisis en las izquierdas, que se resolvió con el recurso del lenguaje republicano como fórmula de sustitución —la reivindicación de lo público contra la mirada privatista del neoliberalismo.

    Es importante anotar que la democratización no se presentaba como un programa político, en todo caso no como programa de partido, sino como una exigencia de la ciudadanía. El vehículo privilegiado para expresar esa exigencia no eran los partidos, sino la Sociedad Civil. Esa opción conceptual, ideológica, tiene importancia porque condiciona mucho de lo que viene después.

    La expresión, Sociedad Civil, se había empezado a usar con frecuencia en todas partes, sobre todo como resultado de la crisis cultural de la izquierda. A falta de un sujeto revolucionario, como hubiera sido el proletariado, en la nueva sociedad industrial, la izquierda encontró en la Sociedad Civil un nuevo sujeto histórico que se organizaba fuera de los partidos, en lo que se llamaron los Nuevos Movimientos Sociales. Era también el sujeto insurgente en los países del socialismo real. En México en los primeros años ochenta tenía sobre todo un uso académico, en referencia explícita a la obra de Gramsci, pero se puso en boga sobre todo como consecuencia del terremoto de 1985.

    Aclaremos, por si acaso, que la Sociedad Civil es una comunidad imaginaria exactamente igual que lo son la Nación o el Proletariado. Tiene una existencia real, objetiva, indudable, para quienes la invocan, pero es una elaboración imaginaria, lo mismo que sus atributos.

    En las semanas y meses posteriores al terremoto de 1985, para contar la historia del desastre se hizo necesario poner nombre a un nuevo sujeto, como figura heroica de esos días. Se dijo que el Estado no había sabido reaccionar, y que ante la inacción de las autoridades, la gente se había hecho cargo del rescate. Es un relato inexacto, pero resultaba atractivo. La nación era imposible, el Pueblo era un término demasiado cargado moralmente, culturalmente, sobre todo porque había que incluir a lo que llamamos clase media —la presencia de estudiantes de las universidades privadas más caras fue una de las novedades. Pero decir sencillamente la gente sonaba a poco. Así fue que vino a quedar como Sociedad Civil. No era el Estado, no eran los partidos políticos tampoco. El concepto remitía a un campo semántico amplio y ambiguo, de límites imprecisos, que sobre todo podía aureolarse de la neutralidad de lo que no es político. No político, no partidista, y por lo tanto de miras generales, puramente éticas. La asociación es inconsistente, pero eficaz.

    En el uso que vino a ser habitual, la Sociedad Civil era por definición digna de confianza: virtuosa, no partidista. Sobre todo eso, no partidista. Las organizaciones de la Sociedad Civil eran las que recogían las causas de interés general (a diferencia de otras organizaciones, los sindicatos, por ejemplo). Eso tuvo como consecuencia que el auge de la Sociedad Civil tuviese como contraparte inevitable el descrédito de los partidos, y el de la política en general.

    En ese contexto adquirió las connotaciones que tiene para nosotros la palabra ciudadano, y que tienen consecuencias que no son triviales. Algunas aclaraciones, para lo que sigue. Primera: la idea de la ciudadanía, lo ciudadano, la Sociedad Civil, forman parte del lenguaje de la transición democrática, se emplean sobre todo cuando se trata de la participación, y por esa vía se asocian a los motivos típicos del republicanismo clásico. Pero también forman parte del movimiento antiestatal y antipolítico, individualista, de la tradición neoliberal. Simplificando mucho, eso quiere decir por el anverso el ciudadano es quien se sacrifica por el bien público, y por el reverso es quien exige servicios de buena calidad porque paga sus impuestos.

    Algo más. La palabra ciudadano, como sustantivo, remite en primer lugar a una definición legal, y en ese sentido es una categoría formal, objetiva, y en principio moralmente neutra: son ciudadanos quienes cumplen con los requisitos, y no importa si son buenas o malas personas, egoístas, cobardes o lo que sea. Pero es mucho más frecuente que se emplee como adjetivo, como en participación ciudadana, consejo ciudadano y similares. Y en ese uso está la carga ideológica, cultural, de la palabra. Ciudadano, como adjetivo, implica una serie de virtudes, que no podemos suponer que sean las de todos los que califican como ciudadanos. Así sucede, por ejemplo, que haya formas de participación política de ciudadanos mexicanos que no cuentan como participación ciudadana. Ciudadano como adjetivo supone una valoración, califica —y eso dio una coloración moral muy característica a la conversación pública.

    Entre las virtudes ciudadanas, según la imagen que se hizo en México en el fin de siglo, tiene especial importancia la imparcialidad. Si algo se califica de ciudadano se quiere decir sobre todo que no obedece a ningún partido político, que no es partidista. Pero también se quiere decir que no pertenece al Estado. Es decir, corresponde a una esfera superior, desligada de cualquier forma de política.

    No es obvio lo que eso significa. En la tradición republicana hay una arraigada desconfianza hacia las facciones, que se corresponde con la idea de que haya un interés público objetivo, único. El problema, por supuesto, estriba en que semejante idea es incompatible con una definición moderna de la democracia, y con más razón en el México de esos años, cuando una de las exigencias más importantes, eje de todo lo demás, era la de elecciones limpias, entre partidos competitivos, capaces de gobernar, con la posibilidad real de la alternancia en el poder.

    Esa particular idea de la ciudadanía carga con un lastre particular a la transición democrática: la desconfianza hacia los partidos, como facciones, grupos interesados, que con facilidad se traduce en desconfianza hacia las instituciones representativas, dominadas por los partidos, y deriva finalmente en desconfianza hacia la política en general. Esa ambigüedad es fundamental para la cultura política del fin de siglo.

    Desde los inicios de la transición en los años ochenta hay muestras muy evidentes de ese sesgo antipolítico. En particular, en la creación de mecanismos de participación o de control como alternativas a la representación parlamentaria. Es lo que genéricamente se viene a llamar ciudadanización, que consiste en la integración de órganos ciudadanos, como el consejo de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, más adelante el Consejo General del Instituto Federal Electoral, el del Instituto Nacional de Acceso a la Información y otros, que se hacen cargo de vigilar al Poder Ejecutivo, con una autoridad distinta de la de los otros poderes —una autoridad que proviene de su calidad moral.

    En su origen, está claro que la idea de crear esos organismos autónomos, ciudadanos, fue una consecuencia de la abrumadora mayoría del PRI en las cámaras, que hacía que no fuesen creíbles como mecanismos de control. Para acreditar su talante democrático, su voluntad de diálogo, su transparencia, el gobierno tenía que crear otras instituciones porque el Congreso no servía para eso. Por otra parte, para la oposición, para quienes promovían el cambio de régimen, la vía parlamentaria parecía imposible por su lentitud.

    Ciudadano es adjetivo. Lo que en primer lugar acreditaba a cualquiera de los miembros de esos órganos ciudadanos era que no militase, y normalmente que no hubiese militado nunca en un partido político, y desde luego que no fuese funcionario público, e idealmente que nunca hubiese sido funcionario público. En la práctica eso significaba que la participación política, en la política institucional, era un estigma. Aparte de eso, importaba que fuesen personalidades más o menos conocidas, para que su reputación añadiese credibilidad a las instituciones. Todo lo anterior tuvo como consecuencia que los órganos ciudadanos, sobre todo los de los primeros diez o quince años, se integrasen a partir de una pequeña élite, un pequeño conjunto de notables, en general periodistas, académicos, líderes de organizaciones civiles, algunos abogados, un conjunto de notables que son una especie de sinécdoque de la Sociedad Civil.

    En su uso habitual, como sustantivo, la palabra conserva resonancias del ideal moral que hay en el adjetivo. Es claro que la ciudadanía es una condición formal, que no necesita, de hecho no admite otras calificaciones aparte de lo que establece la ley. Pero el sentido común dice que la condición ciudadana supone también un modo de conducta. No sé si parezca una minucia, no lo es. Es obvio en el lenguaje ordinario. Se puede decir: el ciudadano depositó su voto, el ciudadano manifestó su desacuerdo, pero no se puede decir: el ciudadano asaltó una tienda, el ciudadano lanzó un cóctel molotov, el ciudadano apaleó a la policía. Bien, se puede decir, pero con intención irónica. El ciudadano participa, pero no de cualquier modo: participa en las elecciones, obedece la ley, es tolerante, respetuoso del derecho de los demás. En cambio, las expresiones más tradicionales de la política popular: particularista, clientelista, en las lindes de la legalidad, no cuentan como prácticas ciudadanas. Eso significa que hay un enorme campo de acción política, de ejercicio de los derechos ciudadanos, que no se ve o no se reconoce como político. Algo similar a lo que sucedía en el siglo XIX.

    En ese contexto escribí Ciudadanos imaginarios, en ese contexto se ha discutido. No es un texto político, en el sentido estrecho de la palabra, pero el argumento tiene indudables implicaciones políticas, y sería absurdo fingir que no importan. En su momento se leyó como una crítica del presente —del programa democratizador. Más de uno tomó la idea de la ciudadanía imaginaria como una reiteración de la idea de Porfirio Díaz, de que México no estaba preparado para la democracia. También hubo quien dijo que, con los estándares de esa idea de la ciudadanía, tampoco la había en ese tiempo en ninguna otra parte: que era exactamente lo que yo decía en el libro.

    Los textos que he añadido al final, a manera de apéndices, han sido escritos en los últimos veinte años (la fecha está anotada a pie de página en todos los casos). En todos ellos trato de explicar qué quiero decir con la expresión ciudadanos imaginarios, y qué implicaciones tiene eso. Y necesariamente aventuro algunos de los usos posibles del argumento del libro para entender el presente. Aparte de eso, he dejado el texto intacto. Tuve la tentación de corregirlo, pero no creo que tenga sentido. Hoy escribiría un libro diferente, aunque no sé qué tan diferente, pero nada me garantiza que pudiera ser mejor en ningún sentido.

    Chimalistac, Ciudad de México, 25 de febrero de 2019

    ¹ En lo que sigue reproduzco, con algunas variaciones, la explicación del contexto del libro tal como la expuse en mi libro Retrato de grupo con credencial de elector. Imágenes de la democracia: 2006, 2009, 2012, México, INE, 2018.

    AGRADECIMIENTOS

    Este libro, como todos, es una obra colectiva. Lo bueno que en él haya se debe a la colaboración, acaso involuntaria, de una enorme cantidad de gente. Sólo menciono, para no ser pesado, mi gratitud hacia unos cuantos.

    Le agradezco a Javier Elguea la exagerada confianza que tuvo siempre en mi trabajo, y sin la cual acaso me hubiese quedado a medio camino. A Ernesto Azuela Bernal su lucidez y su amistad, porque sin eso ni siquiera hubiese empezado.

    Le agradezco también a Josefina Z. Vázquez su generosidad y su tolerancia para guiarme en mis primeros tropiezos por el siglo XIX. A Luis F. Aguilar su buen humor y su paciencia, a Francisco Zapata su minuciosa atención hacia mi trabajo, y a don Rafael Segovia todo lo que no hace falta que escriba aquí.

    Del otro lado del mar, agradezco al Instituto Universitario Ortega y Gasset, a Ignacio Sotelo, José Álvarez Junco y María del Carmen Iglesias, porque con ellos empecé a imaginar todo esto.

    Aquí al lado, a Pilar Gonzalbo Aizpuru por todos los libros que no escribió, y a Florentino Escalante Gallegos que antes de que yo pensara en escribirlo me contó mucho de lo que hay en estas páginas.

    A David Peña Alfaro, porque lo mío es suyo siempre, y a Pablo Herrera, que estuvo conmigo.

    A Leticia, por ser; a Boris, porque siempre está; y a Beatriz, por todo lo que está más allá de mi trabajo.

    Aquel defecto de sociabilidad que es general en las posesiones españolas, los odios que dividen las castas más aproximadas entre sí, y por efecto de los cuales se ve llena de amargura la vida de los colonos, vienen únicamente de los principios de política, con que desde el siglo XVI han sido gobernadas aquellas regiones. Un gobierno ilustrado en los verdaderos intereses de la humanidad podrá propagar las luces y la instrucción, y conseguirá aumentar el bienestar físico de los colonos, haciendo desaparecer poco a poco aquella monstruosa desigualdad de derechos y fortunas: pero tendrá que vencer inmensas dificultades, cuando quiera hacer sociables a los habitantes, y enseñarlos á tratarse mutuamente como conciudadanos.

    ALEJANDRO DE HUMBOLDT,

    Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España

    PREFACIO

    El día en que hizo su espectacular ingreso a la Academia de Letrán, alguien le preguntó a Ignacio Ramírez qué era lo que más le gustaba de México: Veracruz, dijo, porque por Veracruz se sale de él.¹

    Es posible que estuviera haciendo una broma. Pero muchos otros de sus contemporáneos lo pensaron en serio. Escritores, políticos, militares, hombres casi todos de prestigio, y muchos de los más íntegros, de los más empeñosos de la pequeña élite del siglo pasado.

    Poco después del triunfo de la Revolución de Ayutla, un acongojado Comonfort escribía: No se necesita más que dirigir una ojeada sobre la actualidad para conocer que la República es un edificio de arena que por todas partes amenaza desmoronarse.² Según uno de sus colaboradores, Comonfort estaba entonces altamente disgustado y, en sus palabras, al saltar las trancas […] para meterse en una diligencia y marcharse fuera del país

    No era el único. Por ese mismo tiempo, después de entrevistarse con Comonfort, José López Uraga escribía:

    desde luego conocí que ni había gobierno, ni Ministerio, ni plan político, ni esperanza alguna para este pobre país; después volví los ojos a los elementos de reacción y eran tan prostituidos, tan miserables y cobardes, que, lo confieso, me propuse salir del país y sacar a mi familia; no pensé ya sino en ella.

    Comonfort tomó el camino de Veracruz muy poco más tarde y regresó, sin embargo, para ocuparse del Ministerio de Guerra durante la invasión francesa. Murió en un combate, cerca de Querétaro. López Uraga no llegó a salir; se pronunció contra el gobierno dos días después de escribir aquello.

    Lo interesante no son los destinos individuales de ninguno de ellos, sino la insistente sensación de fracaso de todos. Su decepción, su pesimismo.

    Confieso ingenuamente que una profunda tristeza se ha apoderado de mi ánimo, al recordar la inutilidad de los esfuerzos que hice…⁵ Es ahora José María Iglesias, cerca ya de su muerte y bien asentado el gobierno del general Díaz. Después de haber ocupado todos los cargos posibles, desde escribiente a diputado, ministro de casi todas las carteras y presidente de la Suprema Corte de Justicia. Vuelto, él también, del exilio para morir en México. Separado por completo de la política, á la que he llegado á cobrar verdadero horror, […] espero pasar con resignación, al lado de una esposa y de unos hijos tiernamente amados, los últimos días de mi vida.

    No es extraño que la familia parezca un refugio. Lo curioso es que la política produzca horror.

    Pero así pasaba. Producía horror y desaliento. Como algunos personajes de Rabasa, muchos eran los que pensaban que este país no tenía remedio. Muchos se verían retratados en ese Pepe Rojo que confesaba: Necesito emigrar a un país más civilizado, en donde la libertad haya sido mejor comprendida y practicada…⁷ Y si anhelaban tomar el camino de Veracruz es porque de ahí se iba a los países civilizados, la gran ilusión del XIX.

    Casi todos, cuando les daba por recapitular su historia, o la historia del país, venían a dar en algo parecido:

    Al ver —decía Alamán— esta completa extinción del espíritu público, que ha hecho desaparecer toda idea de carácter nacional: no hallando en Méjico mejicanos, y contemplando á una nacion que ha llegado de la infancia á la decrepitud, sin haber disfrutado mas que un vislumbre de la lozanía de la edad juvenil ni dado otras señales de vida que violentas convulsiones, parece que habria razon para reconocer con el gran Bolívar, que la independencia se ha comprado á costa de todos los bienes que la América española disfrutaba…

    Un desencanto que tenía también, por supuesto, consecuencias políticas. El doctor Mora veía, en 1827, que el pesimismo y el temor lo minaban todo: la confianza pública ha decaído demasiado, y está a punto de perderse.⁹ Los capitales huían, los prestamistas aprovechaban el descrédito del Estado, y eran pocos los que creían que tuviese sentido pagar impuestos, obedecer las leyes o incluso defender el territorio.

    Dolorido, el general Tornel veía a México convertido en el ludibrio y el escarnio del universo.¹⁰ Y muy poco después el ex gobernador de Guanajuato Francisco Pacheco escribía: Esto, amigo mío, se lo llevó el diablo; nuestro país es una torre de Babel, y latrocinio y maldad…¹¹

    Esa sensación, de que todo se lo había de llevar el diablo, la compartían liberales y conservadores, y lo mismo cuando llegaban triunfantes que cuando salían en derrota. Ponciano Arriaga, en el Constituyente de 1856:

    En cuanto a frialdad y desaliento, los siente en verdad al contemplar tantas ilusiones perdidas, tantas esperanzas desvanecidas […] Y si se detiene a examinar la situación del país, siente que están enfermos su espíritu y su cuerpo, que decae su ánimo…¹²

    Algunos había, afortunados, que podían usar del pesimismo, más o menos de buena fe, y culpar de todo o casi todo al enemigo del momento. Así Juan Álvarez, por ejemplo, durante la Revolución de Ayutla, veía cómo el país iba desmoronándose como si fuese de arena, en las manos del funesto general Santa Anna, que la entrega y la vende al extranjero.¹³ Del mismo modo, poco antes, la redacción monárquica de El Tiempo entendía que se iba a la ruina, a la desmoralización, a la anarquía, a la disolución completa de la nación por obra del orden republicano.¹⁴

    Hay que tomar nota de ello. El pesimismo hacía muy fácil desacreditar a cualquier gobierno, y sumamente difícil defender a ninguno. Los vencedores llegaban cada vez repitiendo que había pasado una época fatal donde se había establecido el reinado del desorden y de la inmoralidad¹⁵ y al poco tiempo una acusación parecida les caía encima. Acaso con la misma justicia.

    En todo se veía el fracaso, en todo había razones para el desconsuelo. Por eso eran los políticos, los letrados, tan adictos a la idea de regeneración nacional. Estaban todos convencidos de que había que hacer de nuevo el país, entero. Porque sin eso, sólo podría repetirse la historia sin fin de la caída.

    Es ahora el dictamen acerca de la forma de gobierno que se preparó para llamar a Fernando Maximiliano al trono de México:

    ¿Volveremos a los desmanes de nuestros califas militares; a ser fríos espectadores en la desmembración del resto de nuestro territorio; a la administración de justicia puesta en venduta pública; a los crímenes de un ejército mandado por célebres facinerosos; a la proscripción de la Religión y del culto católico; a los perpetuos amagos de la propiedad; a las extorsiones escandalosas así de los ricos como de los miserables, para henchir diariamente las arcas del erario siempre exhaustas; al derroche del tesoro público para improvisar escandalosas fortunas; a la paralización del comercio y de todos los giros que son la vida de los pueblos; al abatimiento profundo de las artes y profesiones; al imperio del puñal de los asesinos que recorren con el triunfo de la impunidad las grandes y las pequeñas vías de comunicación; al detestable sistema de la leva, que arranca del seno de las familias a los padres, y del trabajo a militares de robustos brazos; […] en una palabra, al último extremo de la miseria y al insondable abismo de la inmortalidad y de la humillación?¹⁶

    La retórica de la pregunta quería una negativa entusiasta. Pero se volvió a ello. A casi todo.

    Sin duda había razones, y muchas, para el pesimismo. Lo que me intriga más, sin embargo, es que casi siempre repose sobre un juicio moral. La inmoralidad estaba, así lo vivían, en la raíz de los males del país. Manuel Siliceo hablaba de un signo maldito que nos persigue y que nos hace víctimas del robo, del pillaje, de la prostitución y de la inmoralidad.¹⁷ Y Carlos María de Bustamante, pesaroso, escribía: lo que más aflige es recordar que los enemigos mayores de esta nación han sido sus propios hijos, sus desmoralizados hijos.¹⁸

    Con la misma tristeza, la misma vergüenza, José Fernando Ramírez en 1847: Todo, todo lo hemos perdido menos el honor, porque éste hace muy largo tiempo que nos dejó.¹⁹

    Algunos intentaron explicar la inmoralidad, darle causas materiales, contra las que algo se pudiera hacer. Y sobre todo se fijaron, los liberales en el peso de la herencia colonial, los conservadores en las consecuencias del espíritu moderno, y ambos en la educación. Pero detrás de su desencanto, de esa avergonzada conciencia de la inmoralidad, estaba siempre una fantasía: la del orden cívico tal como se imaginaba que sería en Europa o en los Estados Unidos.

    Sobra decir que a duras penas podrían unos pocos conocer con alguna certeza lo que ocurría más allá del mar, o al norte de la frontera. Pero estaban, en cambio, los libros, los entusiasmados informes de los viajeros, las creaciones filosóficas y, sobre todo, la necesidad de que la civilización existiera en alguna parte.

    El modelo cultural más persistente fue, sin duda, Francia: la Francia de la Ilustración y los Derechos del Hombre, la del refinamiento y la cortesía. No, por supuesto, la de la Revolución. Para los conservadores de casi todo el siglo, la alternativa era España: una España imaginaria también, modelo de orden y estabilidad, de vida católica y tradicionalista. Para los liberales, los Estados Unidos: una extraña confusión de igualdad natural, de espontaneidad democrática y energía progresista.

    Casi todos creyeron siempre de buena fe que ese imaginario orden era posible, que era un hecho en el mundo civilizado. No sabían, o no querían saber de la violencia de la vida pública española, del autoritarismo francés o de la corrupción en los Estados Unidos. De ahí que el desencanto fuese tan dramático, y que el pragmatismo llevara siempre el estigma de ser una transacción con la barbarie.

    Frente al modelo de la ciudadanía responsable, de los políticos ilustrados, de la ley justa y la democracia en marcha, este país resultaba decepcionante. Sobre cualquier asunto informaba una prensa venal y escandalosa o decidía un magistrado corrupto, se imponía la influencia de un político oportunista, el misterioso amparo de una logia o una camarilla, en el desesperante paisaje de un pueblo distante, incomprensible.

    Lo que me he propuesto, en las páginas que siguen, es explorar las razones de este desencanto. Reconstruir el mundo moral que vieron con la misma aprensión Mora y Alamán, Comonfort, Arriaga y Rabasa. Y explicar, en lo que pueda, por qué no podía coincidir con el modelo que imaginaron.

    Me importa la moral, pues, en muy buena medida porque a ellos les importaba. Y porque creo que no estaban equivocados en eso.

    Cualquiera que se enfrenta a la historia encuentra en ella una mezcla de idealismo y ambición, de entusiasmo y de violencia, de esperanza y mezquindad. El talante optimista de buena parte de la historiografía de nuestro siglo ha querido una historia hecha casi sólo de esperanza, de heroísmo y de progreso. En el siglo pasado ocurría lo contrario; cuesta trabajo, leyendo los textos de entonces, ver en la historia algo más que ambición, estupidez y crueldad.

    Por mi parte sólo he procurado evitar, para ser justo, las abstracciones. Porque no creo que nada serio pueda predicarse de México o Los Mexicanos, ni que haya que contar como logros positivos algo tan inasible como el Progreso, la Libertad o la Soberanía. Y para empezar sólo digo, con Anselmo de la Portilla: nosotros hemos citado la fecha de los documentos, y hemos reproducido sus mismas palabras: no tenemos la culpa de haber encontrado malas cosas que decir.²⁰

    Fernando Escalante Gonzalbo

    ¹ La anécdota la refiere Guillermo Prieto, Memorias de mis tiempos, México, Porrúa, 1985, p. 86

    ² Carta de Ignacio Comonfort a Manuel Doblado, 19 de noviembre de 1855, en Los gobiernos de Álvarez y Comonfort según el archivo del general Doblado, Genaro García, Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, México, Porrúa, 1974, p. 416.

    ³ Carta de Manuel Siliceo a Manuel Doblado, 24 de mayo de 1856, ibidem, p. 488.

    ⁴ Carta de López Uraga al coronel Montes Velásquez, 2 de diciembre de 1855, ibidem, p. 429.

    ⁵ José María Iglesias, Autobiografía, México, INEHRM, 1987, p. 77.

    Ibidem, p. 78.

    ⁷ Emilio Rabasa, La gran ciencia, México, Porrúa, 1985, p. 313.

    ⁸ Lucas Alamán, Historia de México, desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente [1852], México, FCE, 1985, vol. V, p. 904.

    ⁹ José María Luis Mora, El Observador, 6 de junio de 1827, en Obra política I, Lillian Briseño, Laura Solares y Laura Suárez (comps.), México, Instituto Mora, 1986, Obras completas, vol. 1, p. 431.

    ¹⁰ José María Tornel, Breve reseña histórica de los acontecimientos más notables de la nación mexicana [1852], México, INEHRM, 1987, p. 12.

    ¹¹ Carta de Francisco Pacheco al general Santiago Blanco, 26 de agosto de 1855, en La revolución de Ayutla según el archivo del general Doblado, Genaro García, Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, México, Porrúa, 1974, p. 188.

    ¹² Ponciano Arriaga, discurso el 16 de octubre de 1856, en Francisco Zarco, Historia del Congreso Constituyente de 1857, México, INEHRM, 1987, p. 719.

    ¹³ Manifiesto de Juan Álvarez, 1854, en Anselmo de la Portilla, Historia de la revolución de México contra la dictadura del general Santa Anna, 1853-1855 [1856], México, INEHRM, 1987, apéndice, p. XLIII.

    ¹⁴ El Tiempo, Profesión de fe, 12 de febrero de 1846, en Gastón García Cantú (comp.), El pensamiento de la reacción mexicana. Historia documental, México, UNAM, 1986, vol. I, p. 240.

    ¹⁵ Benito Juárez, exposición al Congreso de Oaxaca, 1849, en B. Juárez, Exposiciones (cómo se gobierna), edición de Ángel Pola, México, INEHRM, 1987, p. 219.

    ¹⁶ Dictamen acerca de la forma de gobierno, 8 de julio de 1863, en Ignacio Aguilar y Marocho, La familia enferma, México, Jus, 1969, p. 181.

    ¹⁷ Carta de Manuel Siliceo a Manuel Doblado, 17 de noviembre de 1855, en Los gobiernos de Álvarez y Comonfort, op. cit., p. 414.

    ¹⁸ Carlos María de Bustamante, El nuevo Bernal Díaz del Castillo, o sea historia de la invasión de los anglo-americanos en México [1848], México, INEHRM, 1987, t. II, p. 36.

    ¹⁹ José Fernando Ramírez, México durante su guerra con los Estados Unidos, Genaro García, Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, México, Porrúa, 1974, p. 539.

    ²⁰ A. de la Portilla, Historia de la revolución, op. cit., p. 14.

    INTRODUCCIÓN:

    MORAL PÚBLICA Y DE ORDEN POLÍTICO

    La moral como problema

    Hubo un

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