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LOS TOTALITARISMOS

(Tzvetan Todorov: El hombre desplazado)


1. LA EXPERIENCIA TOTALITARIA
El totalitarismo puede ser descrito, y lo ha sido, desde diferentes puntos de vista: filosófico o político, económico o
sociológico. Por mi parte, sin tener que escoger entre estas perspectivas, querría situarme en el interior de la conciencia de los
individuos en un Estado totalitario y evocar la imagen que se hacen del régimen bajo el que viven. El plano en el que me sitúo es el de
la vivencia común, que tiene que ver con la psicología colectiva en sus relaciones con la política. Para establecerlo, me baso en mi
propia experiencia y en la de las personas que me han comunicado la suya. Cierto es que, desde mi partida de Bulgaria, he leído lo
que diversos autores tenían que decir acerca del totalitarismo, y eso ha influido seguramente en mi manera de evocar y de comprender
el pasado.

RASGOS CONSTITUTIVOS
Tres grandes características del régimen se manifiestan ante quienquiera que trate de analizarlo: 1) se ampara en una
ideología; 2) se sirve del terror para orientar la conducta de la población; y 3) la regla general de la vida es la defensa del interés
particular y el reino ilimitado de la voluntad de poder. Me parece indispensable mantener separadas estas características: el
totalitarismo corresponde al conjunto de estos rasgos y no únicamente a la ideología, que era, en lo que a mí concierne, comunista,
mientras que en otros casos era nacionalsocialista. Algunas palabras ahora para precisar estos rasgos:
1) La ideología. El contenido del ideal, la imagen de la sociedad perfecta en este mundo, presentada como el objetivo de la
sociedad real, absorbe influencias remotas: la del milenarismo cristiano, la de los utopistas del Renacimiento y la ya más próxima de
los primeros pensadores del socialismo. Es de justicia acoplar a ésta el nombre de Carlos Marx, fundador del movimiento comunista.
Es en él en quien se encuentran los principales ingredientes de la doctrina, tanto económicos como sociales.
Cuando se vive en una sociedad totalitaria, se tiende a subestimar la importancia de la ideología, que parece no ser otra
cosa que pura palabrería, música celestial, máscara y mentira, sin la menor relación con la vida real. «Ellos» nos hablan de un porvenir
radiante para tratar de hacernos olvidar la mediocridad del presente, «ellos» evocan el poder del pueblo para ocultar su avidez
personal de riquezas y de privilegios. Además, basta un mínimo de memoria para darse cuenta de que el contenido de la ideología, o al
menos de la interpretación concreta de los grandes principios, varía considerablemente de un momento a otro, pese a que siempre
sean presentados como inmutables por ser los únicos verdaderos.
Sin embargo, esta confrontación cotidiana con la mentira de las grandes consignas y con las palabras huecas corre el riesgo
de ocultar el verdadero papel de la ideología. Ante todo, algunos dominios están regidos por principios que se derivan de ella (pese a
los compromisos con el principio de realidad), como sucede con una gran parte de la vida económica. De ahí viene la socialización de
los medios de producción o de la tierra, la primacía otorgada a la industria pesada, etcétera. Y, claro, esto es lo que explica los
resultados invariablemente catastróficos de esta economía, al estar gobernada por los grandes principios políticos en vez de por la
preocupación de la eficacia. Más importante aún es que la evocación de la ideología, cualquiera que sea su contenido, es
indispensable en tanto que gesto ritual. Los países totalitarios pueden estar sometidos al poder de una persona o al de una casta. Sin
embargo, y eso es esencial, ese poder jamás debe reconocerse como tal, so pena de desaparecer. La referencia ideológica es como
una cascara vacía, pero sin esa cascara no puede mantenerse el Estado.
2) El terror. ¿Quién descubrió que el terror podía convertirse en el medio para dirigir cotidianamente un Estado y obligar a la
población a hacer lo que quieran sus dirigentes? La respuesta es menos evidente aquí que para el ideal comunista. Puede decirse que,
en cierta medida, Hobbes preparó el terreno al identificar el miedo a la muerte como la primera y principal pasión humana (al saberlo, el
tirano puede sentir la tentación de basar en ella su autoridad). La Revolución francesa practica ya una forma de terror de Estado. Los
revolucionarios rusos de los años sesenta del siglo XIX (Tkatchev, Netchaiev) consideran la utilización sistemática del terror. El mérito
de haber sistematizado estas ideas y de su puesta en práctica corresponde indiscutiblemente a Lenin, fundador del primer Estado
totalitario, y a sus camaradas bolcheviques. Fueron ellos quienes articularon unos cuantos principios muy simples: la intimidación de la
población en su conjunto (Trotski: la revolución debe ser conducida como una guerra, «matando a algunos individuos aislados, se
aterroriza a millares»). Esta función será confiada a un organismo particular, llamado en sus orígenes la Cheka, la Comisión
extraordinaria (Dzerjinski: «Nuestro aparato tiene ramificaciones en todas partes. El pueblo lo teme»). El mantenimiento del terror será
legitimado por una fraseología guerrera: «lucha de clases», «dictadura del proletariado».
El enemigo es la gran justificación del terror. El Estado totalitario no puede vivir sin enemigos. Si no los tiene, se los inventa.
Una vez que éstos han sido identificados, no merecen piedad alguna. Máximo Gorki, primer «clásico» de la literatura soviética, es el
autor de esta fórmula brutal: «Si el enemigo rehusa rendirse, hay que aniquilarlo». Para facilitar la tarea, se empieza por des-
humanizarlo: los epítetos habituales que se le dedican son «gusano» o «parásito» (los nazis procederán igual con los judíos o con sus
enemigos políticos, al igual que se servirán de la misma macabra utilización del adjetivo «extraordinario»: Sonderkommando,
Sonderbehandiung). Eso permite a los policías o a los guardianes de los campos declarar: «Nosotros, los comunistas, estamos orgu-
llosos de matar a un enemigo», o «un enemigo menos, un pan más para la patria». Ser enemigo es una tara incurable y hereditaria. Un
antiguo habitante de los campos tendrá siempre la prioridad para una nueva estancia. Los hijos de la clase enemiga, la «burguesía», o
de su variante campesina, los «kulaks», son igualmente enemigos. La calidad de enemigo no se pierde, aunque puede transmitirse a
los demás, pues los enemigos son contagiosos: los amigos, o la esposa, o el marido, de un enemigo son igualmente enemigos.
La ideología nazi es muy diferente de la ideología comunista, pero la máquina del terror está igualmente presente en todas
partes. Se insiste a veces en el hecho de que los judíos eran perseguidos no por lo que hubieran hecho sino por ser lo que eran:
judíos. El poder comunista no procede de otro modo: exige la represión (o, en los momentos de crisis, la eliminación) de la burguesía
como clase. La simple pertenencia a esta clase es suficiente, no es necesario hacer nada., y los hijos de los burgueses quedan
marcados por el sello de la infamia. La Gestapo era, sin duda, más brutal y más cruel que la Stasi, pero ésta le aventajaba en la
cantidad: de una población activa de diez millones de personas, la Alemania del Este contaba con unos cien mil agentes permanentes,
doscientos mil contractuales y casi un millón de colaboradores ocasionales...
Sabido es que el terror es una amenaza bien real de muerte o de represión. Una vez instalado en la sociedad, la transforma
profundamente. En ninguna sociedad se alegran espontáneamente los hombres del bien ajeno; por el contrario, es la desdicha de unos
lo que regocija a otros. En la sociedad totalitaria, el medio de hacer sufrir a los demás —el terror— está puesto a la disposición de
todos; más aún, se estimula y se alaba el recurso a tal medio. Para hundir en la desdicha a mi prójimo (mi jefe, mi subordinado, mi
rival, mi vecino, mi hermano), basta con denunciarlo a los órganos del Partido o de la Seguridad estatal (hay permeabilidad entre una y
otra institución). A partir de entonces, no será ya ascendido, o será privado de trabajo, expulsado de su alojamiento, deportado a
provincias, encerrado en un campo, asesinado tal vez. «Cualquiera que quisiera, por una u otra razón, causar la perdición de alguien,
podía hacerlo», dice un antiguo detenido en los campos búlgaros. El mal extremo puesto a la disposición de todos, tal es la innovación
del sistema totalitario.
3) El reino del interés. Para quien vive en un régimen totalitario, la vida no se desarrolla evidentemente según los principios
codificados en las consignas oficiales, sino según otras reglas muy diferentes: es un combate sin cuartel por apoderarse de una mejor

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parte del pastel. El cinismo interesado y la voluntad de poder son las reglas que rigen la vida cotidiana en tal sociedad; son las que
salen a la luz una vez levantada la pantalla de la ideología. Este rasgo no es exclusivo de los regímenes totalitarios, pero alcanza en
ellos una potencia desconocida en otras partes; el sistema es incomprensible si no se tiene esto en cuenta.
El reino incondicional del interés no remite a la ideología de Marx, ni siquiera a la política de Lenin. En cambio, está instalado
desde la toma del poder por Stalin. El totalitarismo, tal como ha existido en Europa oriental, se parece a esa segunda fase del Estado
soviético (en esta parte del mundo, todos los ritmos se han acelerado, y 1948 corresponde en ella a 1934 en Rusia: Stalin está ya en el
poder cuando se instauran las «democracias populares»). Sabido es que Stalin liquidó rápidamente a toda la vieja guardia bolchevique,
a todos los que creían aún en las ideas. El comunista típico ya no es un fanático, sino un arribista. Está dispuesto a cambiar de
convicciones por encargo; a lo que aspira es al éxito y al poder personal, no a la victoria lejana del comunismo. Marx, Lenin y Stalin son
las tres hadas que se han inclinado sobre la cuna del Estado totalitario y quienes lo han provisto de sus principales virtudes.
La instalación de este modo de vida cínico y egoísta corresponde a una concepción del hombre y de la sociedad cuya
genealogía no sería difícil de establecer, y que no está muy lejos la psicología de Nietzsche con esta declaración: «todo cuerpo es-
pecífico aspira a hacerse dueño del espacio entero y a extender y a aplicar su fuerza (su voluntad de poder) al rechazo de todo lo que
resista a su expansión». Puede verse aquí una descripción bastante precisa de la lucha subterránea a la que se entregan los diferentes
agentes del poder en la sociedad totalitaria.

LOS ENCANTOS OCULTOS


¿Cómo deberá proceder un individuo ordinario que desee ascender en la escala social? Tratará de entrar en el Partido y se
pondrá a la disposición de los que tienen el poder, dando pruebas de una total sumisión y de un celo extremado. Si lo logra, tendrá
algunas pequeñas ventajas materiales y, sobre todo, gozará de privilegios simbólicos y aumentará su poder sobre los demás, con
capacidad incluso de acelerar o frenar sus carreras y hasta de decidir sobre el desarrollo global de sus vidas. Si se eleva aún más en la
jerarquía del Partido, tendrá acceso a nuevos privilegios: residencias de vacaciones reservadas, alojamiento de calidad, automóvil,
tiendas especializadas, viajes al extranjero. Si llega a la cima del Partido-Estado, influirá en la vida de millones de personas. En
cambio, si no logra entrar en el Partido, le quedará la vía de la delación y de la calumnia para poder así gozar de su poder, al menos en
situaciones concretas.
El totalitarismo es una maquinaria de una temible eficacia. La ideología comunista propone la imagen de una sociedad mejor
y nos incita a aspirar a ella, pues el deseo de transformar el mundo en nombre de un ideal es parte integrante de la identidad humana.
Al mismo tiempo, reina en esta sociedad la ley de la supervivencia del más apto, y el goce del poder se afirma en ella como verdad
última de la condición humana.
Además, la sociedad comunista priva al individuo de sus responsabilidades: siempre son «ellos» los que deciden. Ahora
bien, la responsabilidad es un fardo a menudo difícil de llevar. ¿No soñamos todos secretamente, en algunos momentos, en volver a
ser niños y dejar a los padres el cuidado de tomar las decisiones? La felicidad del prisionero y la angustia del que recobra la libertad no
son invenciones arbitrarias. La atracción por el sistema totalitario, sentida inconscientemente por numerosos individuos, proviene de un
cierto miedo a la libertad y a la responsabilidad El homo soviéticus se identificaba automáticamente con lo que afirmaba la autoridad y
eso le tranquilizaba. Pero ningún otro homo ignora del todo esa tentación.

LOS GRUPOS Y EL INDIVIDUO


La sociedad totalitaria es una dictadura pseudoideológica. Cada uno de estos tres términos describe un ingrediente de ella
indispensable. El resultado de su interacción es el reparto de la población en varios grupos bien distintos. En la cima están todos los
miembros del aparato (Partido, Estado, policía, ejército), los privilegiados, la nomenkiatura. En el otro extremo se sitúan los enemigos,
manifiestos o latentes, escogidos en función de sus actividades personales o de su pertenencia social. Entre ambos, la mayoría, las
masas, los que soportan «únicamente» los inconvenientes comunes a todos.
La ideología comunista afirma que estas sociedades están desprovistas de clases. Tiene parcialmente razón, pues los
grupos en cuestión se parecen más a las castas de algunas sociedades tradicionales que a las clases propias de los países capitalistas
del siglo XX. La principal diferencia entre los grupos no está en el estatuto económico, puesto que el Estado es prácticamente el único
patrono, y desde este punto de vista todos están bajo el mismo techo. Como ocurre con las castas, las diferencias son ante todo
políticas, en el más amplio sentido de la palabra, y consisten en la atribución de un cierto número de derechos y de privilegios.
El principio de igualdad es constantemente atacado en estos países que lo postulan. Cuesta trabajo imaginarse todos los
dominios de la vida que están sometidos a la política de los privilegios. Así ocurre con la educación de los jóvenes. No todo el mundo
tiene el derecho de ir a la universidad ni a la escuela de su elección. Así ocurre con el alojamiento: se asignan los pisos (la crisis de la
vivienda es permanente) en función de un abanico de criterios políticos y sociales. Así ocurre con el aprovisionamiento: los almacenes
para los miembros del Comité Central no se confunden con los asignados a los miembros del Politburó, y aún menos con los siniestros
espacios, vacíos en sus tres cuartas partes, reservados al resto de la población. Lo mismo pasa con la circulación: hay calles abiertas a
todos, otras sólo a algunos. En cuanto a los viajes al extranjero, algunos no tienen derecho, otros sólo pueden ir a los países
hermanos, unos tienen acceso a las divisas y otros no.
Estas nuevas castas tenen varios rasgos en común con las castas tradicionales. Una jerarquización minuciosa y compleja
caracteriza a unas y otras. Pues no hay únicamente tres grandes castas. Cada una de ellas se subdivide a su vez en varias subcastas
bien delimitadas. Ser miembro del Partido no es suficiente, hay que progresar luego hacia el Comité Central y después hacia el
Politburó (miembros suplentes y titulares, secretarios y vicesecretarios) . Ser policía no asegura sino un pequeño poder; ser miembro
de la policía política es ya una posición más envidiable. En Bulgaria, ésta se llamaba la Seguridad del Estado y pertenecer a ella
confería un poder temible. No a todos les bastaba con eso: al cabo de un cierto tiempo, se creó una tercera policía, la UBO, verdadera
aristocracia de la represión que tenía particularmente por tarea vigilar a los miembros de la Seguridad... Por otra parte, como en las
castas tradicionales, la pertenencia es hereditaria: los hijos de los privilegiados son automáticamente unos privilegiados, y la práctica
de la endogamia perpetúa la identidad de la casta. De ahí la evolución natural de estas sociedades hacia el principio monárquico de la
transmisión del poder: la esposa de Ceaucescu, el yerno de Breznev, el hijo de Kim II Sung, la hija de Zivkov, el hermano de Castro,
son naturalmente designados para sucederles en la jefatura del Estado.
Sin embargo, lo que diferencia a las nuevas castas de las antiguas y les aproxima, al contrario de lo que ocurre con las
clases, es la posibilidad de cambiar de casta. Este paso no es fácil, pero existe. Por una parte, es posible bajar de clase. Sobre todo,
se puede aspirar a elevarse de una casta a otra: de ser un enemigo pasar al grupo relativamente tranquilo de las masas, o de las
masas al más ambicionado de la nomenkiatura. Por esta razón, la sociedad totalitaria es, como las sociedades democráticas y a la
inversa de las culturas tradicionales, un mundo competitivo que atiza las ambiciones personales. Se puede partir de cero y llegar a la
esfera del poder supremo, basta para eso con la comprensión de las reglas del juego.
Los grandes medios de la promoción son sencillos: servilismo con los superiores y delación de los demás. La delación no
implica un defecto personal o pasajero, es un factor estructural de la sociedad totalitaria. Para el poder significa la garantía de que nada
se le escape. Sus agentes nunca serán suficientes para desarrollar esa tarea. Puesto que hay que vigilar a la población entera, es
preciso que ésta se vigile a sí misma. Para los individuos, es el medio de ascender en la escala de los poderes. Delatar al prójimo es
una forma de eliminar rivales, por no hablar de la satisfacción inmediata que depara decidir los destinos ajenos. Poco importa que la
delación sea pura calumnia o que contenga elementos de verdad (lo que no es difícil, puesto que nadie está enteramente satisfecho

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del régimen, nadie es irreprochable). Lo importante es perjudicar a los del entorno. El único problema que plantea la delación es que,
por ser accesible a todos, puedes ser tú también objeto de ella. Eso explica que se formen grupos de ayuda y de solidaridad para so-
correrte en caso de necesidad.
En cuanto al servilismo, es de uso obligatorio con todos los superiores. El «culto de la personalidad» no ha caído del cielo y
no se ha reproducido por azar en todos los países comunistas. Los escritores y los intelectuales han demostrado ser zalameros
particularmente inventivos, y por eso los jefes de Estado les han admitido a menudo en su intimidad. Cada jefecillo procede igual y el
cobista activo puede estar siempre seguro de obtener algunos favores, únicamente limitados por las rivalidades de clanes y de
personas. El uso generalizado del servilismo y de la delación es lo que explica la ruina general de la vida moral y la expansión del cinis-
mo en las sociedades totalitarias.
Si hubiera que encontrar un denominador común a los rasgos característicos de estas sociedades éste estaría en su
oposición a la autonomía del individuo y al mantenimiento de su dignidad. En una democracia, el individuo tiene el sentimiento de
actuar como un sujeto autónomo y, consecuentemente, el de mantener su dignidad cuando se conduce en función de sus propias
decisiones, es decir de su voluntad. Poco importa a este respecto que, en buen número de casos, sea víctima de una ilusión y que esté
en realidad movido por fuerzas inconscientes o por factores económicos y sociales que lo trascienden. El sentimiento de dignidad es el
resultado de la representación que se'hace de su propia acción, y su humanidad comienza con la posibilidad de decir «no». La
autonomía no se confunde con la voluntad de poder ilimitado, sino que exige la libertad del sujeto, no la sumisión o la eliminación de
los demás. Ahora bien, en la sociedad totalitaria (y el término es muy apropiado a este respecto) todo tiende a impedir la autonomía del
individuo, la posibilidad de ser la fuente de su propia conducta. La virtud mayor y mejor recompensada es la docilidad; el principio
menos tolerado, la insumisión.
La doctrina privilegia ya, explícitamente, al grupo en detrimento del individuo, y se otorga los medios de reducir a éste al
privarlo de toda autonomía económica. De ahí el ataque a la propiedad privada, la nacionalización de los medios de producción, la
colectivización de las tierras. De ahí, en otro plano, la preocupación por adoctrinar a los niños desde su más tierna edad (a través de la
escuela y de las organizaciones paraescola-res), la sumisión al poder central que se opone a la solidaridad familiar como fuente de
autonomía incontrolable. Con la misma finalidad, se aconseja fuertemente a las esposas de «los enemigos», o a sus maridos, si es
necesario, que pidan el divorcio, pues la elección del individuo debe plegarse a la del Estado. El terror se abate sobre todos los que se
atrevan a pensar de forma diferente. Una de las peores taras es la conservación del sentido del humor y la propagación de chistes
políticos, en tanto que signo de distanciamiento del poder y, consecuentemente, de autonomía. Por esto es por lo que al totalitarismo
no le gustan los fanáticos, ya que éstos son capaces, en un momento dado, de actuar de acuerdo con sus ideas, en vez de obedecer
exclusivamente a las decisiones del poder central. Prefiere sobre todo a los funcionarios que han demostrado su maleabilidad a través
de retractaciones sucesivas.

DESDOBLAMIENTOS
Frente a la presión del poder, el individuo adopta una estrategia de desdoblamiento. Consiste ésta, esencialmente, en
disponer de dos discursos alternativos, practicables uno en público y el otro en privado. El discurso público es el mismo que difunden la
televisión, la radio y la prensa, el que se oye en las reuniones políticas. Es el que hay que emplear en todas las circunstancias oficiales.
Se usa el discurso privado en casa, entre amigos, o para todo dominio al que no afecte demasiado la ideología, tal como el deporte o la
pesca.
Los dos discursos, que se caracterizan por una aspiración a la totalidad similar a la que tienen las dos lenguas del bilingüe,
se distinguen entre ellos por su vocabulario, un poco por su sintaxis, pero sobre todo por el principio de su funcionamiento. El discurso
privado puede estar regido por varias exigencias: por la intención de complacer al interlocutor o por lo que se podría llamar la verdad
de adecuación, tendente a conseguir que las palabras describan el mundo o expresen las opiniones del sujeto de la forma más exacta
posible. El discurso público sólo se preocupa por la «verdad» de la conformidad; aquí, la palabra no se confronta con la realidad
empírica ni trata de complacer eventualmente al interlocutor; la única exigencia es que sea conforme a otros discursos ya existentes y
de todos conocidos, a una opinión correcta sobre todo.
Este desdoblamiento no es el único que conoce la sociedad totalitaria. OrweLl inmortalizó otra variante bajo la denominación
de doublethink, doblepensamiento. En 1984, cuenta que el Partido ha introducido una técnica de manipulación de las conciencias que
lleva ese nombre. Por razones inherentes a su forma de dictadura, el Partido enuncia a menudo afirmaciones contradictorias, al mismo
tiempo que declara su completa y constante coherencia. ¿Cómo reconciliar estos dos actos de lenguaje? Por la técnica del
doblepensamiento, precisamente. Consiste ésta, según Orwell, en «saber y no saber, en tener conciencia de ser completamente
verídico aun cuando se digan mentiras cuidadosamente dispuestas, en retener simultáneamente dos opiniones que se anulan entre sí,
en creer en ellas a sabiendas de que son contradictorias, en emplear la lógica contra la lógica, en repudiar la moral en el momento
mismo en que se osa invocarla...».
En pocas palabras, esta «técnica» permite ahorrarse la ley de la no contradicción, encontrar una lógica allí donde reina la
incoherencia. Ante estos datos irreconciliables —los enunciados contradictorios por una parte, y la exigencia de la no contradicción por
otra—, el Partido opta por actuar sobre la segunda, no aceptando las contradicciones, sino acostumbrando a la razón a no percibirlas
como tales cuando eso concierne a la política del Partido. La mayoría de la población, formada por los que no tienen vocación de
héroes o mártires pero que desaprueban al régimen, se refugia en una especie de esquizofrenia social (ya no personal): en público,
fingen aprobar las consignas oficiales y dan muestras de docilidad; en privado, todos coinciden en criticar y en tratar de hacer lo que
les dé la gana. Así es como nos conducíamos mis amigos y yo en la época en que yo vivía en Sofía.
Lo que vengo describiendo, aun cuando parezca que estoy hilando muy fino, no es más que una situación típica. En la
práctica, las cosas son mucho más complejas. La frontera entre lo privado y lo público es además muy movediza. En un momento
dado, el discurso público se extiende a la interpretación de las películas, de los libros, de los hechos históricos, pero no más allá; en
otro momento, cubre también las relaciones personales.
Cuando me encontraba con una persona cualquiera, era excepcional que se produjera un discurso homogéneo por parte de
uno u otro o, situación inversa, que se enfrentaran dos discursos completamente diferentes. En realidad, lo que siempre ocurría era
que una jerarquía del discurso se articulaba en otra jerarquía semejante pero no idéntica. Lo más notable era que el paso de uno a otro
discurso, la elección de los registros verbales, estaba perfectamente dominado por cada uno, sin que esta técnica hubiese sido
aprendida en la escuela, ni siquiera nombrada jamás. Esto permite suponer que, más allá de los discursos, público o privado, cada uno
de nosotros tenía un marco envolvente, una instancia reguladora que decidía la dosis de discurso público o privado, de conformismo y
de lucidez que había que introducir en tal o cual expresión particular.
Todos sabíamos hacer juegos malabares con esos diferentes registros de la palabra, conectar tanto con uno como con otro
circuito, según las necesidades de la ocasión. Los miembros de mi generación, que habíamos crecido tras el advenimiento del
comunismo, y los de las generaciones siguientes realizábamos este ejercicio con más facilidad que nuestros mayores; parecíamos
haber absorbido esta competencia poco después de la leche materna. Sin embargo, nadie estaba libre de un fallo y,
consecuentemente, de la culpabilidad. En medio de la noche, ya a solas, uno se daba cuenta súbitamente de los estragos causados
por esta preocupación de adaptación que debía estar siempre presente, de la automutilación de que era responsable. Uno sentía
crecer en su fuero interno el deseo de salir a la calle para gritar a voz en cuello la verdad, la simple verdad, como un loco, aunque
supiera sin embargo que no iba a hacerlo. Ahí está la diferencia entre el sujeto de los países totalitarios y el de los otros: éste ignora,
no la división introducida en su discurso por la fisura entre público y privado, entre verdad de adecuación y «verdad» de conformidad,

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sino el sentimiento de no poder escapar, haga lo que haga, a la culpa y a la culpabilidad.
Esto es, paradójicamente, lo que asegura la vitalidad del totalitarismo. Al practicar masivamente el desdoblamiento, la
mayoría de los sujetos del régimen se sienten en paz, por creer que escapan a él en lo que consideran ser su verdadera vida (el
dominio privado). En realidad, al totalitarismo le conviene esta manera que cada uno tiene de consolarse, pues eso le deja las manos
libres allí donde lo desee. Al aceptar la «vida-en-la-mentira», por hablar como Václav Havel, el individuo se hace su cómplice: tal es «el
autototalitarismo de la sociedad». No era, pues, cierto, como se pretendía, que sólo el sistema era «malo», en tanto que los individuos
eran «buenos». Todos estábamos contaminados.
En una sociedad totalitaria ¿quién no tendría nada que reprocharse? El que no hubiera vivido en ella. Como ha observado
Havel, lo propio de las dictaduras totalitarias, a diferencia de las tiranías tradicionales, es que no hay una minoría que oprime a una
mayoría, sino que cada uno se encuentra atrapado, por facetas diferentes de su ser, en el mecanismo de la represión: todos han sido,
en mayor o menor grado, su sujeto y su objeto, simultáneamente víctimas y verdugos. «Cada uno es a la vez prisionero y guardián.»
La frontera pasa por el interior de cada uno, incluidos los miembros del Comité central: en una parte de mi ser, soporto y sufro el
sistema, y desde otra, contribuyo a su mantenimiento. Tal es la trágica condición de vida que el totalitarismo impone al individuo.

2. LOS CAMPOS
Viví en Bulgaria hasta 1963. Los campos de concentración no ocupaban ningún lugar en mi mundo de entonces. Los
confinados en ellos habían vivido, sin embargo, en los mismos lugares que yo y me había hecho culpable de los mismos «crímenes»:
yo llevaba la misma ropa, escuchaba la misma música, contaba los mismos chistes y alimentaba los mismos sentimientos hacia la
policía. Su mundo me era perfectamente familiar, con sus tabúes y sus astucias, sus personajes atractivos o despreciables. Sin
embargo, yo lo ignoraba todo de los campos. Era ya un adulto y no trataba de taparme los ojos ni de taponarme los oídos ante lo que
me rodeaba. Sin embargo, el hecho está ahí: el horror estaba a mi lado, lo ignoraba y no hacía nada porque cesase. Me doy cuenta de
que eso no se debía tan sólo al azar. Yo pertenecía a un medio privilegiado que me ponía al abrigo, en cierta medida, de las
«penalidades» que conocían los demás. Lo que afirmo aquí de los campos lo he sabido mucho tiempo después de su cierre, cuando
soltaron la lengua sus antiguos huéspedes.

FUNCIONES DE LOS CAMPOS


Los campos de concentración son doblemente emblemáticos de los regímenes totalitarios: son a la vez una pieza
fundamental, puesto que encarnan el «infierno real» y son la base al terror; y una quintaesencia concentrada, en la medida en que el
país entero está organizado al modo de un campo de régimen moderado. Una sociedad en la que los campos de concentración sean
impensables no puede ser calificada de totalitaria. Bulgaria, que viene a ser una quinta parte de Francia tanto en territorio como en
población, conoció cerca de un centenar de campos de concentración entre 1944 y 1962, con un número de internados difícil de
evaluar, pero probablemente próximo a las cien mil personas.
Toda sociedad dispone, naturalmente, de un lugar en el que encerrar a los que infringen sus leyes. Pero lo que importa aquí
es saber si la reclusión es decidida por la justicia o por la administración, y si se efectúa en una prisión o en un campo. En los
países del Este, al igual que en la Alemania nazi, era la administración (la policía) la que enviaba a los campos, en tanto que la justicia
dirigía a los condenados a las cárceles. Esta diferencia es crucial, y así lo destacó justamente David Rousset, el antiguo deportado de
Buchenwald que, en los años cincuenta, luchó contra los campos stalinianos. Los internados en los campos se encuentran en ellos sin
haber sido jamás condenados, por simple decisión de la policía. Una ley especial organiza esta arbitrariedad. La razón precisa de esta
situación es clara: la finalidad de los campos no es la de castigar a los culpables (éstos son condenados y encarcelados), sino la de
aterrorizar a la población golpeando a los inocentes. Los condenados van a la cárcel, son los que no pueden serlo los que se
encuentran en los campos. (En la Unión Soviética, cierto es, es tal la masa de los condenados que ninguna prisión podría contenerlos;
así, irán a poblar los campos subárticos.)
Sin embargo, la justicia comunista no es a menudo sino una parodia de justicia. Todos sabemos hoy cómo se montaron los
famosos procesos stalinianos de los años treinta, que debían servir de modelo a los procesos de los años cuarenta y cincuenta en
Europa del Este. Las condiciones de vida en algunas prisiones, donde las torturas, incluso los asesinatos, eran moneda corriente, no
tenían nada de envidiable. No importa, los que han degustado los dos hablan de la prisión casi con nostalgia y las raras personas que
lograron huir de un campo de concentración cometían a veces un pequeño delito para acogerse a la seguridad de una prisión. Aunque
el procedimiento judicial sea una pura formalidad, es mejor que nada: la acusación debe presentar pruebas y la defensa osa a veces
demostrar la inanidad de éstas. Por perversa que sea la ley, compromete a las dos partes en presencia, a la autoridad y al individuo
que le está sometido. Por terrible que pueda ser la prisión, hay un reglamento que se puede respetar y que preserva por ello la
dignidad elemental del individuo.
Los campos imponen ante todo al detenido un régimen mucho más duro, puesto que se trata de trabajos forzados. Sin
embargo, eso no es lo peor. ¡Si estos detenidos hubieran sido condenados tan sólo a trabajos forzados! No han sido condenados a
nada y la clave de su situación está precisamente en la arbitrariedad de que son víctimas. Puesto que no ha habido juicio, no saben por
cuánto tiempo se encuentran en el campo. ¿Seis meses? ¿Diez años? ¿Hasta que sobrevenga la muerte? Puesto que no se les ha
infligido ninguna pena legal, no pueden saber en qué consistirá su régimen, simplemente se hallan en manos de unos torturadores
cuyas intenciones son impenetrables pero, ciertamente, nada benévolas.
Cada campo escoge su propia forma de represión: el hambre en Buchenwaid, el frío y la fatiga en la Kolyma. La
particularidad de los campos búlgaros, y especialmente la de Lovetch, el peor de todos (en actividad de 1959 a 1962), parece haber
sido la tortura en su forma más primitiva: los bastonazos. Vuestra liberación o al menos la mejora de vuestras condiciones de vida, y en
consecuencia vuestra vida, no dependen de ninguna regla, por absurda que sea, sino del humor del individuo que está frente a
vosotros, provisto de un garrote, en quien todo os induce a creer que os odia, os desprecia y no encuentra otra satisfacción que la de
haceros sufrir. Depender así de la voluntad caprichosa de un individuo (aunque este capricho esté enmarcado por una política de con-
junto) es peor que estar sometido a la ley más rigurosa.

PERFILES DE LOS DETENIDOS


¿Quiénes son verdaderamente los enviados a los campos? La respuesta oficial a esta pregunta es sencilla: los enemigos.
Dado que los verdaderos enemigos están condenados y encarcelados, o fusilados, y que, además, no son numerosos, parece evidente
que esta respuesta no es tan sencilla. Si se interroga no ya a los documentos oficiales, sino a los detenidos reales, se descubre
progresivamente su verdadero sentido. El Estado totalitario tiene necesidad de enemigos. Pero no los tiene, ya que los individuos que
osan combatirlo son raros. Así pues, se dedicará a presentar como enemigos a toda clase de personas que no son verdaderos
enemigos. Para aclarar esto, hay que reagruparlos en algunas grandes categorías: los adversarios, los inconformistas y los rivales.
- Los adversarios son individuos que expresan opiniones políticas diferentes de las que defiende la línea oficial del Partido-
Estado: son, en suma, verdaderos integrantes de «la oposición». En los países de Europa oriental hay que distinguir tres oleadas de
oposición. La primera es la de todas las personalidades implicadas en el «antiguo régimen», a menudo comprometidas en la colabo-
ración con los alemanes. Esta oposición fue aniquilada al término de la guerra. La segunda oleada es la de los partidos antifascistas no
comunistas, que habían pactado ingenuamente con los comunistas en 1945, y que fueron eliminados antes de 1948. La tercera es la
de la oposición comunista, en 1949-1953, desde la ruptura con Tito hasta la muerte de Stalin, en la que la fractura más frecuente se

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producía en torno al tema «defensa del interés nacional o bien fidelidad a la Unión Soviética».
En cada oportunidad, las figuras principales son simplemente liquidadas y los miembros de su entorno, sus familias, sus
colaboradores, son enviados a los campos. El rasgo común a los individuos pertenecientes a esta categoría es el de haber expresado
efectivamente su desacuerdo con la línea oficial, aunque nunca se hubiesen comportado como enemigos ni hubiesen amenazado por
la fuerza al nuevo poder. Es éste quien, por las necesidades de su propia causa, transforma a los adversarios en enemigos. El Estado
totalitario no admite la pluralidad de opiniones, por lo que todo desacuerdo debe ser aplastado.
- La segunda categoría, los inconformistas, infinitamente más vasta, provee lo esencial de la población de los campos y,
sobre todo, es inagotable, aun cuando no pueda hablarse, en Bulgaria por ejemplo, de una oposición después de 1950. Sus miembros
no combaten frontalmente la línea oficial, pero no se someten a ella con la suficiente diligencia y dan muestras, en un dominio
cualquiera, de un cierto grado de autonomía. Representan a vastas capas de la población. Forman parte de ella, por ejemplo, todos los
campesinos que no aceptan de buena gana unirse con entusiasmo a las nuevas cooperativas o renunciar a su caballo o a su vaca. O
todos los que persisten en querer ganarse la vida sin hacerse funcionarios estatales, vendiendo viejos objetos o trabajando por su
cuenta, y que serán calificados de holgazanes o estraperlistas. O los cristianos practicantes. O los homosexuales. O los jóvenes
excesivamente proclives al alboroto (la categoría de los «gamberros» es una de las más extensas). Así ocurre con las modas de
indumentaria. Los muchachos aficionados a los pantalones ajustados o las muchachas en minifalda pueden encontrarse, tras una o
dos advertencias, en un campo de concentración del que tal vez no regresen con vida. Toda música que tenga la menor relación con el
jazz o el rock es sospechosa, por occidental, luego enemiga, al igual que todo baile posterior al tango. Un testigo, director de cine en la
época, recuerda haber sido detenido y juzgado, en 1964, por haber bailado el twist; los considerandos de la sentencia (el testigo
escapó al campo) precisaban: «nosotros no estamos contra los bailes modernos, pero hay dos maneras de bailarlos, la occidental o
capitalista y la nuestra, la socialista». Toda relación sexual extraconyugal puede conllevar la deportación, por «disipación de
costumbres», lo que hace que la información sobre ella sea utilizada sistemáticamente como medio de chantaje.
Otra gran justificación de la represión viene dada por los «contactos con el extranjero». Frecuentar a los extranjeros, es
siempre sospechoso, puesto que amenaza con favorecer la autonomía del individuo. Admirar los objetos de origen occidental, «alabar
la tecnología imperialista», es igualmente peligroso y, más aún, estudiar y practicar lenguas como el francés, el inglés, el italiano (el
español dejó de ser sospechoso después de la victoria del comunismo en Cuba): un traidor potencial debe ser tan vigilado como un
traidor real. Del mismo modo, uno queda marcado por leer preferentemente a autores «occidentales».
Hasta la más mínima forma de protesta verbal puede conducirle a uno al campo. En él se encuentra un individuo porque, en
la interminable cola ante una panadería, se ha permitido rezongar: «El grano para Moscú, la paja para nosotros»; otro, porque ha
bromeado así: «¿Pan caliente? Si no estamos en vísperas de elecciones...». Numerosas personas han sido deportadas e internadas
por haber repetido un chiste sobre el jefe del Estado-Partido. Otro lo será por haber mencionado ante su vecino una noticia de la BBC
(eso se llama «propagar rumores nocivos para el Estado»). Otros, en fin, han sido perseguidos no por haber -cometido una infracción,
por ínfima que sea, sino por no haber dado muestras de servilismo, por no haber denunciado, por no haber manifestado la suficiente
diligencia en un desfile o en uno de los periodos de trabajo manual obligatorios (las brigadas).
La última categoría de detenidos (numéricamente menos importante) está constituida por simples rivales de personajes
mejor situados que ellos. Es un medio cómodo para librarse de ellos. Es la consecuencia de la disponibilidad para todos de la
maquinaria represiva. Una mujer divorciada gana un premio de lotería con el que puede comprarse un piso. Su ex marido, un policía,
se las arregla para que la envíen a un campo de concentración y se apodera del alojamiento. Otra sorprende a su marido con una
desconocida y le hace una escena en público; el marido, un alto funcionario, se libra de la esposa intolerante logrando su deportación.
Un hombre quiere proteger el honor de su hija, asediada por el secretario del Partido en el pueblo; otro, el honor de su mujer, del acoso
del responsable local de una organización de masas. Uno y otro pagarán la osadía con cinco años de internamiento. A tu vecino, que
tiene un hermano en el ministerio del Interior, le molesta que tu casa le quite el sol a la suya: irás al campo de concentración sin
siquiera haber tenido tiempo para hacer la maleta.
Las consecuencias son simples: si, tras una advertencia, el futuro «enemigo» no se aviene a practicar con diligencia el
servilismo y la delación, será detenido, golpeado si se trata de un hombre, y enviado a uno de los numerosos «Hogares de reeducación
por el trabajo» (nombre oficial de los campos en Bulgaria).

VIDA COTIDIANA
¿Cómo describir la vida que llevará en el campo? En marzo de 1962, un miembro del Buró político, que había estado
internado en un campo durante la guerra en tanto que resistente comunista, visitó el campo de Lovetch al frente de una comisión
investigadora. De hecho, desde hacía ya varios meses habían mejorado mucho las condiciones de vida y la mayoría de los detenidos
había sido liberada. Sin embargo, la impresión que sufrió fue tan fuerte que, treinta años después, todavía se acuerda. «Las
condiciones de vida en los campos fascistas eran mucho mejores. Me sentí trastornado...»
Los campos están gobernados por un equipo de oficiales de la policía política. Estos tienen generalmente el mismo perfil
social: surgidos de familias campesinas pobres, se incorporaron muy jóvenes a la resistencia comunista. Después de la guerra, se les
promovió rápidamente y se les impartió, a guisa de educación, un entrenamiento en las escuelas del Partido, a veces en la URSS.
Todo lo deben al Partido, al que son fieles a ultranza sin escrúpulos de conciencia. No les preocupan las ideas; unos cuantos tópicos
les sirven de pensamiento y ejecutan con celo las órdenes que se les transmiten, sin que les inquiete jamás que éstas sean justas o no.
Son seres bastante rudos, medianamente astutos, que no dan muestras de imaginación ni de compasión. No es sorprendente que
manifiesten (en su mayoría, pues hay excepciones, ya que algunos policías han llegado a dimitir) inclinaciones sádicas, sumidos como
están en una situación de total irresponsabilidad, en la que incluso pueden alcanzar una promoción por malos tratos a los detenidos.
Se dejan llevar por el placer de disponer del destino de los demás, a los que pueden infligir el sufrimiento o la muerte. En otras
circunstancias, no se comportarían sádicamente. Son personas ordinarias que encontraron ahí un medio fácil de saborear los goces
del poder.
Les ayudan en su trabajo policías subalternos y, sobre todo, «jefes de brigada», comunes o «políticos» complacientes,
responsables del trabajo, equivalentes a los ka-pos de los campos de concentración nazis, que se sirven de una porra a modo de
lengua. Son éstos, habitualmente, los que golpean y matan.
He aquí algunos cuadros, sacados de la vida de los detenidos en el campo de Lovetch. En el transcurso de la
formación de la mañana, el jefe de la policía (el responsable de la Seguridad del Estado en el campo) elige a sus víctimas; tiene la
costumbre de sacar de su bolsillo un espejito, que les tiende a la vez que les dice: «Toma, contémplate por última vez». Los
condenados reciben entonces un saco, que servirá para traer sus cadáveres por la tarde y que deben llevar ellos mismos. Parten hacia
el tajo, en este caso una cantera. Allí serán apaleados hasta la muerte por los jefes de brigada y envueltos en sus sacos, cerrados con
un alambre. Por la tarde, sus camaradas llevarán sus cadáveres al campo, en carretillas, y los apilarán detrás de las letrinas, hasta que
totalicen una veintena, para que el camión no viaje medio vacío. Los que no hayan cumplido la norma durante la jornada serán distin-
guidos durante la formación de la tarde: el responsable de la policía dibujará en el suelo un círculo con la punta de su garrote, y los
invitados a entrar en él serán molidos a golpes.
Los elementos de este régimen extremadamente duro —normas de trabajo sobrehumanas, golpes continuos, condiciones de
vida execrables— no tienen sino un solo y único fin; romper toda resistencia interior en los detenidos. Los que no se sometan, morirán;
los otros serán reducidos a la docilidad y al silencio. Los más ínfimos vestigios de autonomía serán eliminados, las últimas trincheras
de la dignidad, demolidas. He aquí la jornada del detenido, descrita por un antiguo internado en los campos: «Antes de que despunte el

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alba, es brutalmente arrancado del único reposo autorizado, y durante toda la jornada, de las tinieblas a las tinieblas, está de pie, siem-
pre en movimiento, sin la posibilidad de sentarse o de tumbarse, bajo una tensión constante e ininterrumpida, hambriento y a menudo
sediento, abatido y físicamente agotado, al tiempo que, para que no halle descanso ni consuelo en su pensamiento, por encima de su
cabeza restallan los látigos, las injurias y las groseras órdenes de los guardianes o resuena en sus oídos una música inoportuna».
(Gueorgu Jetchev, Cautivos en el país.)
Colaborar con las autoridades es el único medio para aliviar su condición. A los antiguos adversarios se les pide que firmen
una declaración de solemne renuncia a sus opiniones anteriores. Todos pueden así aspirar a convertirse en chivatos o a pasarse a las
filas de los apaleadores. Pocos lo hacen. No por heroísmo ni por espíritu de resistencia, sino por una especie de resignación. En
cambio, todos interiorizan el miedo y se someten sin protestar. Los detenidos hablan poco entre ellos, no tienen fuerzas ni tiempo. «Me
pasaba tanto tiempo sin hablar con nadie», recuerda uno de ellos, «que a veces hablaba con una pared para estar seguro de que no
había perdido la costumbre.» No se quejan y no se avergüenzan de su total sumisión. Lo que se pliega no se rompe, no hay otro medio
para sobrevivir. «Yo me callaba», dice una detenida, «para sobrevivir, a causa de mi hijo. Pronto o tarde, el esclavo regresa, pero de la
tumba nadie vuelve.»
Este efecto de intimidación se extiende a la familia y a los amigos de los detenidos. Uno de los responsables de los campos,
ingenuo o pérfido, observa en la época: «Los parientes de los muertos estuvieron siempre informados, pero no hubo ningún caso en el
que se quejaran o plantearan preguntas acerca de las causas de la muerte», como si eso fuera una prueba de que a todos les pareció
justo lo que había ocurrido. En realidad, la represión es tan brutal que nadie se arriesga a quejarse, por miedo a convertirse en la
próxima víctima. «Me han llamado para decirme que mi hermano ha muerto. No me he atrevido a preguntar por qué, por no tener que ir
a ocupar su lugar.» Las quejas se expresaban oralmente, jamás por escrito, recuerda un magistrado. Treinta años después, los
antiguos internados dudan todavía en hablar. «Tengo hijos... Pregunte a otro.»
La población vecina no simpatiza con los internos. Ante todo, es mucho más cómodo aceptar las etiquetas que les han
puesto las autoridades. Así no habrá que reprocharse no haber reaccionado contra la injusticia. Además, es más prudente no meter la
nariz donde no te llaman, mientras más lejos se esté de los apestados, menor riesgo de contaminación. ¿Por qué no aprovechar esta
mano de obra gratuita, se dicen los responsables locales, puesto que se trata de reincidentes incorregibles? Un campesino cuya casa
está junto al campo dice hoy: «Yo no he visto ni oído nada, no puedo decir nada». Así es y así sería mañana si la situación se repitiera.
Esta intimidación del resto de la población forma parte, naturalmente, de un proyecto de conjunto. Los campos son
mantenidos en secreto y nadie, fuera de los individuos directamente implicados, sabe exactamente lo que pasa en ellos. Pero al mismo
tiempo, el rumor sobre los campos debe extenderse y la sola mención de su nombre debe hacer temblar, pues si no no ejercerán su
función. Tocamos aquí su papel no ya de instrumento sino de imagen concentrada del país entero: la idea de los campos es al país lo
que el porrazo en la cabeza es al detenido, un recuerdo del principio de terror. Al igual que nadie puede huir del campo, no se puede
escapar del país, rodeado de alambradas. Se dispara sobre quien trate de franquearlas.
La propaganda comunista posterior a la caída del Muro ha tratado a veces de presentar las cosas de otro modo y ha llamado
la atención sobre el hecho de que tal o cual campo había sido cerrado por la dirección del Partido, a consecuencia de una investigación
propiciada por la misma. Esa sería la prueba de que los campos eran una perversión de su política y no su pieza esencial. Vista la
cuestión desde cerca, se da uno cuenta de que esas supresiones de los campos nunca son completas: se cierra uno aquí y se abren
dos allí; se libera a los detenidos en mayo para recuperarlos en septiembre. En Bulgaria, los campos existían todavía en los años
ochenta, pese a las declaraciones contrarias, y se internaba en ellos a miembros de la minoría turca. Luego se descubre que la
supresión no implica apenas una censura importante: pese a que se hayan perpetrado crímenes en los campos, no se ha entablado
ninguna persecución judicial, y sus antiguos responsables, en vez de ser castigados, son promovidos y condecorados. En fin, y esto es
lo más importante, medidas de represión más leves pero del mismo tipo se han practicado sobre el conjunto de la población a lo largo
de la dictadura comunista.
Así ha ocurrido, en particular, con las innumerables suspensiones de privilegios y reducciones de derechos que afectan a
cada persona sospechosa: imposibilidad de vivir aquí, de trabajar allí, de hacerse cuidar en tal sitio, de estudiar tal disciplina, de
frecuentar a tales o cuales personas. Así ha ocurrido con todas las demás formas de intimidación: ataques físicos por misteriosos
«gamberros», control del correo, escuchas telefónicas, insinuaciones, persecuciones. Así ha ocurrido con la deportación o asignación
de residencia en un remoto lugar del país. Se trata aquí también de una medida puramente administrativa que golpea a los enemigos
potenciales, pero menos peligrosos, y a sus familias. De un día a otro, el afectado se encuentra sin trabajo y sin alojamiento, con
residencia prohibida en su ciudad, obligado a instalarse en un pueblo alejado, donde apenas tendrá otro recurso que trabajar la tierra,
temblando bajo las órdenes de un jefecillo local, y sometido a la diaria obligación de comparecer en la comisaría de policía.
Un campo de concentración de las dimensiones del país entero no puede practicar constantemente un régimen severo; pero
puede procurar que la población no olvide nunca que vive en uno y que en su interior hay campos más pequeños, en los que se
arriesga a no volver jamás. He tardado años, desde mi llegada a Francia, en dejar de bajar la voz y de mirar detrás de mí, cada vez
que comenzaba a hablar de la política en Bulgaria. Había aprendido bien la lección.

Tzvetan Todorov: El hombre desplazado, Ed.

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