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John Ziman:
La credibilidad de la ciencia
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Los ataques que se hacen a la ciencia proceden de muchos frentes, pero no están bien
coordinados. La opositora miscelánea incluye muchos compañeros de armas que siguen
causas contradictorias. El conservador teme que la ciencia destruya el único mundo que
conoce; el progresista imagina que envenenará el paraíso que ha de venir; el demócrata
es precavido ante las capacidades tiránicas de la técnica; el aristócrata teme la tendencia
igualadora de la máquina.
La ciencia es una actividad humana tan compleja, forma hasta tal punto parte de nuestra
civilización, cambia tan rápidamente en forma y contenido, que no se la puede juzgar
con unas cuantas frases. Sin embargo, observamos que algunos productos de la
tecnología científica han sido perjudiciales al bienestar humano. En esos casos se puede
echar la culpa, por lo general, a factores externos al reino de la ciencia: demasiada
innovación apresurada, subordinación a causas indignas, distorsión de las necesidades
sociales o desplazamiento de los fines auténticamente humanos. Pero ha surgido el
sentimiento de que el factor funesto es el propio conocimiento; se caracteriza a la
ciencia como una fuerza antihumana, materialista, un monstruo de Frankenstein fuera
de control.
Por otro lado, presumir que un «método» que ha probado su valía en el dominio de la
técnica material no nos pueda decir nada de valor sobre el hombre en sociedad, es
prejuzgar el problema. Nosotros los seres humanos formamos parte del orden natural de
las cosas y estamos sujetos a sus necesidades.
Desde este punto de vista se pueden comprender muchas cosas acerca del modo en que
se educan los científicos, eligen sus temas de investigación, se comunican entre sí,
critican y refinan sus descubrimientos y se relacionan entre sí como miembros de un
grupo social especializado.
Sin duda, es de gran valor comprender cómo se construye la ciencia y apreciar el papel
social del científico y de sus instituciones. Pero el desafío epistemológico penetra más
profundamente. ¿Cuáles son los rasgos característicos del cuerpo de conocimiento
científico adquirido de este modo? ¿De qué manera determina el principio del consenso
el contenido de la ciencia? ¿Qué tipo de enunciados sobre qué aspectos de la totalidad
de las cosas son candidatos legítimos para su validación como «conocimiento público»?
Y ¿en qué medida el esfuerzo por lograr el consenso proporciona a la postre bases
adecuadas para la creencia y la acción?
Yendo más allá de este tópico, asumiremos que el conocimiento científico se diferencia
de otros productos intelectuales de la sociedad humana por el hecho de que sus
contenidos son cosensibles. Con esto quiero decir que cada mensaje no debe ser tan
oscuro ni ambiguo como para que el receptor sea incapaz de asentir entusiastamente o
hacer objeciones bien fundamentadas.
En segundo lugar, y de modo mucho más significativo, ¿hay alguna defensa contra la
acusación de que todo el paradigma científico es un engaño autosostenido? En nuestro
modelo, casi siempre se entrena deliberadamente a los científicos para tomar una actitud
determinada ante fenómenos naturales. ¿Cómo distinguir sus construcciones
intelectuales de la de cualquier otro grupo social autolegitimado, tal como una secta
religiosa? ¿Qué razón tenemos para preferir el paradigma científico como la única, la
ideal representación del mundo?
Por supuesto, una aplicación fructífera del conocimiento constituye una demostración
pragmática de su validez, y la mayor parte de aquello a lo que nos referimos como
«observación» o «experimento» deriva, de hecho, de unas prácticas cuidadosamente
registradas.
En pos de un consenso, tenemos que alcanzar este mecanismo para construir mensajes
con un grado máximo de claridad y precisión. Aunque podamos sospechar lo que sea
sobre las limitaciones que tendrá una descripción en términos matemáticos de la
experiencia humana, el lugar central de las matemáticas en las ciencias naturales es
merecido y adecuado.
Si quieren llegar a un acuerdo sobre algo, los científicos han de ponerse de acuerdo
sobre muchas cosas. Sin embargo, por ahora no estamos en posición de especificar por
adelantado, ni de delimitar hipotéticamente, el grupo de «principios supremos» de la
esfera cognitiva. En su lugar, descubriremos que dentro de la realidad de la vida
humana, la práctica de la ciencia, individual y colectivamente, desarrolla y refina tales
principios. Ni siquiera podemos estar seguros de que sean objetivos a priori. Gran parte
del mejor conocimiento científico depende de una facultad perceptual humana
ampliamente compartida: la misteriosa habilidad a la que denominamos reconocimiento
de pautas. No obstante, no parece que esta facultad sea susceptible de ser analizada
lógicamente de un modo completo y no es uniforme en todos los hombres.
Para que exista un discurso intersubjetivo fructífero, los participantes deben estar de
acuerdo, de antemano, en varios principios. La comunicación entre científicos que no
comparten ampliamente un marco conceptual categorial es infructuosa. La misma idea
de luchar por conseguir el consenso implica que ya se debe haber logrado en algún
sentido
Por otro lado, lo primero que se requiere para que la comunicación científica sea
cosensible es que sea inequívoca. Las transformaciones matemáticas a las que
proponemos someterla darán, por supuesto, que satisface la lógica bivalente común. Al
establecer una teoría matemática, se excluye por definición el caso de valor
indeterminado (no por razones sutiles que tengan que ver con los fundamentos de la
matemática, sino como una necesidad práctica a la hora de construir y comprobar
teorías que funcionen). De lo anterior se sigue que la identificación del ideal con los
enunciados empíricos no es deductiva. Al haber dejado fuera de nuestras premisas la
incertidumbre, nunca podremos estar seguros de que nuestras conclusiones sean
lógicamente necesarias. Todo cálculo teórico se convierte en algo metafórico; puede
representar la realidad, pero no puede reflejarla.
Aunque esta objeción fue un clavo del ataúd del positivismo doctrinario, en las ciencias
físicas no tiene gran importancia práctica. Pero cuando pasamos de la biología a las
ciencias sociales y del comportamiento, esta objeción tiene un efecto devastador. La
lógica bivalente que se adscribe inconscientemente a las categorías idealizadas
(«función», «rol», «inteligencia») causa tan grave injusticia al comportamiento y a las
propiedades intrínsecas de éste que convierten en un sinsentido la comunicación
simbólica, lógico-matemática, sobre ellas. El modelo articulado de manera más elegante
y computacionalmente complejo de esos fenómenos no es más fiable ni persuasivo al
representar o decir «la verdad» que el análisis lógico de un estudioso medieval.
Es fácil ver cómo funciona esta estrategia en la práctica. Para salvar el vacío lógico
existente entre lo empírico y lo ideal, buscamos categorías de la experiencia en las que
el tertium quid —el indecidible término medio— sea tan pequeño como sea posible.
La descripción que efectúa el libro de texto de la ciencia física no hace justicia a la red
de modelos, experimentos, conceptos, técnicas matemáticas, instrumentos, materiales,
propiedades, etc., relacionados entre sí, que constituyen el corpus del conocimiento en
esa ciencia. La confianza que tenemos en cualquier elemento determinado de esta
ciencia no puede descansar únicamente en uno o dos elementos, sino que está incrustada
profundamente en la conciencia que poseemos de multitud de hechos y opiniones
relacionados. No todos los elementos de la red tienen igual peso o credibilidad, pero al
valorar la confianza que tenemos en el conocimiento que poseemos de ese campo hay
que tomarlos todos en cuenta.
Lo sorprendente no es que cada uno de nosotros cometa muchos errores, sino que
hayamos hecho unidos un progreso tan notable. Por eso, cuando vamos a examinar el
valor de los modelos matemáticos en las ciencias del comportamiento, no debemos
abandonar nuestras precauciones y nuestro escepticismo sólo porque se asemejen
superficialmente a los modelos históricamente fructíferos de la física. Para Galileo, la
Naturaleza estaba escrita en lenguaje matemático; pero con todo su genio fue incapaz de
leer los mensajes completamente sociológicos de su viejo amigo el Papa.
En las ciencias físicas, por lo general las teorías se articulan en torno a modelos, cuyas
propiedades son susceptibles de análisis matemático relativamente preciso. Pero el
concepto de modelo físico es algo demasiado fuerte y definido como para usarlo como
sinónimo de teoría en muchas ramas de la ciencia. Las condiciones básicas de la
cosensibilidad observacional no exigen en absoluto precisión geométrica ni medición
cuantitativa; el reconocimiento mutuo de patrones significativos puede satisfacerlas
bastante bien. De la misma manera, se puede lograr un consenso adecuado en el campo
de la teoría —en la representación abstracta y generalizada de un cuerpo de información
observacional detallada— en la forma de un «patrón» que se puede aceptar, reconocer y
asimilar intelectualmente sin que tenga que ser necesario un análisis y una definición
completa en el lenguaje formal, lógico o matemático.
Es natural referirse a tal representación como un mapa. Es importante subrayar que esta
referencia es en sí misma metafórica. […] Pero la metáfora es extraordinariamente
poderosa y sugerente. Hay buenas razones para creer que los seres humanos están
adaptados psicológica y neurológicamente para comprender la información que se
presenta en forma de mapa. Así pues, difícilmente pueden evitar dar esta forma a los
principios ordenadores que aplican al conocimiento adquirido en la investigación
científica. Los procesos intelectuales que van asociados a la «lectura» de un mapa
ocurren tan fácil y naturalmente como los que están conectados con el habla; cualquier
representación alternativa parecería mala e incapaz de lograr el consenso.
Al subrayar la semejanza que hay entre una teoría científica y un mapa, se está
sugiriendo algo mucho más profundo que el que a menudo se almacene y presente en
forma diagramática la información científica. Llevando la metáfora adelante,
descubrimos muchas características importantes del conocimiento científico en el
dominio cognitivo en el que, por así decir, se separa temporalmente de la objetividad
observacional.
Por ejemplo, hay que dibujar un mapa que cuadre con los datos del cuaderno del
topógrafo, información que siempre es incompleta y está sujeta a error. Por esta razón,
en muchos detalles no se puede confiar en el mapa más que en una conjetura inteligente
o en una interpolación aproximativa. De la misma manera, una teoría científica es un
intento de cuadrar la evidencia experimental, imperfecta e incompleta, y contiene,
necesariamente, muchos elementos conjeturales e inciertos.
Pero cuando tratamos de mejorar o corregir un mapa —quizá para dar cabida a nueva
información— observamos que tiene múltiples conexiones: no puede ser alterado
significativamente en un punto sin que repercuta en su alrededor. El topógrafo recoge de
forma deliberada datos redundantes de modo que se resalten las localizaciones de las
principales características del mapa. De manera análoga, el conocimiento científico se
convierte, a la postre, en una telaraña o red de leyes, modelos, principios teóricos,
fórmulas, hipótesis, interpretaciones, etc., que están tan estrechamente entretejidos que
todo el montaje es mucho más fuerte que un solo elemento.
La metáfora del mapa con relación a la ciencia nos protege de una falacia vulgar: la
tendencia a confundir el conocimiento científico con la realidad material que se propone
describir. Ninguna persona sana supondría que un mapa es idéntico al país que
representa. Tal y como lo entendemos en la práctica (aunque sería difícil de definir
formalmente), un mapa es necesariamente una representación abstracta cuyos rasgos
son esquemáticos y bastante diferentes a los objetos de los que se deriva.
Toda esta cuestión de la naturaleza de las teorías científicas y de la relación que hay
entre el conocimiento científico y los contenidos cognitivos de la mente humana
individual posee una dificultad filosófica extrema. El objeto de la ciencia es tan diverso,
los poderes conceptuales de la mente son tan libres, que no hay modo de fijar los
elementos de la relación mediante una definición generalizada, en abstracto. Sólo la
demostración analógica puede hacérnoslo comprender. Pero a la luz de la metáfora del
mapa vemos que el conocimiento científico es necesariamente esquemático y «teórico».
Debido a que sus contenidos deben ser consensuales para una comunidad enorme y muy
crítica, no puede representar todos los detalles misceláneos y adventicios de la vida real,
tal y como la experimenta un individuo. Esto es lo que queremos decir cuando hacemos
hincapié en la objetividad de la ciencia: hace mapas para informarnos, no imágenes que
nos produzcan compasión y terror.
Quizá ésta sea una hermosa explicación del progreso de la ciencia en muchos campos,
aunque los hechos históricos no justifican esta representación de la ciencia como una
actividad automática y rápidamente autocorrectora. Hay que subrayar que se pueden
llegar a establecer firmemente como conocimiento científico puntos de vista
completamente erróneos, sin que sean eliminados a pesar de que se disponga de fuerte
evidencia en su contra.
A pesar de todas sus sutilezas y maravillas, nuestro sistema científico no nos dice
necesariamente la verdad. El modelo social, con sus instrumentos experimentales, sus
científicos perceptivos y mentalmente dinámicos, sus medios de comunicación, sus
teorías, mapas e imágenes, podría no ser más que un juguete, el aparato de un juego
muy largo y elaborado que no tiene ninguna otra función que la diversión de participar
en él o de mirarlo mientras se está jugando.
Y la fuerza retórica que tiene una predicción fructífera y sutil al validar una teoría
científica, está íntimamente relacionada con una necesidad práctica que tenemos de algo
que nos guíe con confianza en la oscuridad del futuro desconocido.
En nuestra sociedad está muy extendida esa actitud hacia la ciencia. Pero, no obstante,
no se pueden desechar los demonios de la duda. La ciencia es demostradamente falible.
Se ha descubierto que principios científicos ampliamente enseñados y mantenidos con
firmeza eran completamente erróneos: «cuarenta millones de franceses» pueden estar
equivocados. Al igual que el autor de una fantasía literaria puede proporcionarnos un
mapa imaginario que evoque todas las respuestas mentales normales de un paisaje
objetivo, todo un cuerpo científico puede ser una ilusión que enmascara una realidad del
todo diferente. No hay nada en el aparato cognitivo de la mente humana, ni en la
comunidad de los científicos, que pueda protegernos del error o la incertidumbre. Parece
que lo mejor que podemos hacer es ser eternamente críticos, eternamente vigilantes,
eternamente escépticos.
La evidencia disponible no nos proporciona razones graves para dudar de que hay un
consenso humano casi universal sobre ciertos aspectos del dominio material. Toda la
humanidad, a través de sus lenguas naturales, muestra su adhesión a ciertos principios
elementales de la lógica, y a través de sus sentidos descubre un mundo mentalmente
coherente de objetos invariantes y relaciones espaciales, patrones de sonido y color,
permanencia y movimiento, tiempo y cambio. […] Si tenemos que dar algún sentido a
la ciencia, primero tenemos que estar de acuerdo en que el sol está caliente y que la luna
brilla, que las piedras se hunden y la madera flota, que quien se cae de un árbol se puede
romper los huesos y que quien no come se morirá de hambre. La «mente del salvaje» no
está peor informada, no está más confundida sobre esas materias que el producto más
brillante del Cambridge Natural Sciences Tripos, con su conocimiento de la teoría
cuántica, de la relatividad y de la estructura del ADN.
Una cuestión que debe quedar abierta es la de si el marco conceptual categorial del
realismo cotidiano es el único esquema posible para describir o comprender la
naturaleza en sus aspectos físicos. El predominio de la lógica bivalente en la estructura
profunda gramatical de todas las lenguas naturales es muy conveniente para cuestiones
prácticas, pero parece que no está prescrita de modo absoluto. Es una cuestión
interesante si una comunidad de medusas inteligentes, o «Baleles» o «Nubes negras»,
viviendo en condiciones en las que objetos independientemente invariantes y
fuertemente definidos no fueran familiares, desarrollaría necesariamente una lengua
basada en los mismos principios lógicos. Una lengua basada en, por ejemplo, una lógica
trivalente («sí», «no», «tal vez») nos parecería muy forzada y artificial, pero no
parecería mucho más difícil de aprender o de usar en la vida cotidiana si realmente la
necesitáramos. Una ciencia comunicada por medio de esa lengua quizá sería más fiable
en sus conclusiones firmes, más honestamente insegura que el material toscamente
desmenuzado que ahora tendemos a obtener. O todas nuestras conjeturas, todos nuestros
datos, todas nuestras predicciones se disolverían y marchitarían en la duda y el
escepticismo, sin ofrecer más guía para la acción que la paradójica poesía de un Koan
Zen.
Entretanto, debemos aceptar el hecho de que todas nuestras creencias sobre la ciencia
están sujetas a estos misterios. Ni la lógica de la comunicación inequívoca, ni la
instrumentación mecánica, ni las normas ideales de la investigación científica, nos
pueden salvar de la incertidumbre y del error en la manera de representar el mundo que
tenemos alrededor nuestro. Pero ¿qué habría para nosotros en la ciencia si no
pudiéramos vivir en ella tan peligrosamente como en otros reinos del ser?
A menos que haya sido estropeado por la filosofía, el testigo científico normal está
preparado para jurar que su rama de la ciencia es sólo sentido común. Puede estar de
acuerdo, por supuesto, en que puede que él mismo sea un tipo de persona inusual, que
posee una educación muy especializada; sin embargo, no traza ninguna distinción
mental entre su conocimiento científico y su conocimiento práctico directo de las cosas
cotidianas y, engañosamente, afirmaría que sus modos científicos de buscar evidencia y
argumentar en las inferencias no son diferentes, en principio, de lo que haría si tuviera
que reparar su motocicleta o detectar a un asesino. Y no considera que los electrones,
los aminoácidos, los genes o los homínidos extinguidos de los que se ocupa su
investigación sean menos «reales» que las pastillas de jabón que hay en su cuarto de
baño o su precioso hijo.
Una actitud semejante constituye una afrenta a la inteligencia de la persona común. Ésta
sabe que los científicos usan aparatos muy complicados y que se comunican con
símbolos matemáticos. Le han dicho, con toda seriedad, que una mesa es «realmente»
un zumbante enjambre de electrones y núcleos, que el espacio está impregnado de
inmensas corrientes de neutrinos enormemente energéticos que casi nunca se pueden
observar, que toda la vida es simplemente el modo de autoduplicación del ADN y
maravillas similares. El lego acepta lo que el científico le dice con el mismo espíritu de
asombrosa credulidad con que anteriormente aceptó las especulaciones teológicas del
sacerdote, pero no está tan loco como para confundir el «misterioso universo» que la
ciencia le revela con su propio mundo familiar. En otras palabras, confía en el científico
que tiene acceso a formas de pensamiento que son fundamentalmente distintas de las
suyas; está convencido de que tiene que creer en la ciencia no por el peso de la
evidencia que hay en los archivos científicos, sino a la luz de la autoridad intelectual del
experto científico.
Para rechazar esta acusación debemos examinar de nuevo la educación científica. Hay
una diferencia significativa entre el adoctrinamiento ilustrado y el «lavado de cerebro»
sin escrúpulos. El supuesto fundamental de todo profesor de ciencias es que el
estudiante puede usar libremente sus propios ojos, manos y cerebro, tanto para observar
y experimentar por sí mismo como para comprender las interpretaciones teóricas de lo
que se supone que ha visto. Siempre se presenta la evidencia en favor de la actual
imagen científica del mundo dentro del marco conceptual categórico del realismo
cotidiano. No se considera que la ciencia sea un modo de ver las cosas esotérico o
especialmente privilegiado; de hecho, se dice que no es más que «la gran Biblia del
sentido común». De este modo, el científico entrenado puede actuar con cierta
justificación como un apoderado de «cualquier hombre razonable», porque sus
paradigmas de verificación y prueba siguen siendo esencialmente los del mundo
cotidiano.
Por tanto, hay que distinguir la ciencia de otro conocimiento sistemático, no sólo por la
estructura de sus instituciones sociales, sino también por su metafísica o ideología. Se
ha intentado varias veces definir o caracterizar esta ideología, pero toda nuestra
discusión actual sugiere que ese empeño debe ser infructuoso. Todo lo que se puede
obtener es una argumentación circular en la que las diversas categorías reales del
conocimiento científico se manifiesten sucesivamente, justificando al final su propio
derecho a existir. Tal y como se ha subrayado repetidamente, los principios
constitutivos del «método científico» no se han de descubrir mediante el análisis lógico
de los mensajes que hay en los archivos científicos, sino que residen en los dominios
mentales de los científicos y demás personas que dan su asentimiento colectivo a estos
mensajes.
La ciencia evoluciona continuamente. El conocimiento científico está bajo constante
revisión a la luz de nueva evidencia. Desde un punto de vista práctico, lo que importa no
es la verdad última de la imagen científica del mundo, sino las respuestas científicas a
determinadas cuestiones, como, por ejemplo, «¿por qué es azul el cielo?», o el grado de
credibilidad de determinadas teorías científicas, tales como la de que la vejez biológica
es debida a la acumulación de mutaciones aleatorias durante sucesivas divisiones
celulares. Tanto al profano como al científico le interesa el estatus epistemológico de la
información que hay en los archivos científicos.
Cuando pierda la esperanza, el investigador serio debería entonces volver a las lecciones
y a los libros de texto de los profesores de ciencias, donde un aire de claridad y
certidumbre le devolverá la confianza. Suponemos que allí se encuentran los profundos
fundamentos del conocimiento, que probablemente nunca serán perturbados. Es
reconfortante aprender y aceptar los principios constitutivos, el marco conceptual
categorial, el paradigma dominante de la actual imagen científica del mundo (aunque la
historia pueda sugerir que esos fundamentos raras veces son tan firmes como profesores
y estudiantes suponen fervorosamente).
Pero el saber de los libros de texto es una pequeña fracción de lo que se sabe y se
entiende muy bien. Los resultados de la investigación reciente deben seguramente tener
relevancia para decidir y actuar. Frente a una cuestión científica contemporánea, tal
como «¿tiene la fluorización masiva de los suministros de agua efectos nocivos sobre la
salud humana?», buscamos el consejo de un experto en la materia o leemos a nuestro
aire monografías de investigaciones, artículos de revistas, actas de coloquios y
conferencias, no esperando una respuesta definitiva, sino con la esperanza de lograr una
valoración del «peso consensual» de los diversos puntos de vista.
Una vez más, al perseguir la certidumbre, el profano se encuentra con que la ciencia no
procede mediante el recuento de votos. Ni siquiera se proclama o determina
públicamente un completo consenso; lo mejor que podemos esperar es una respuesta
que se dice que es «la opinión casi unánime de los expertos», respaldada por lo que se
describiría como el «peso aplastante de la evidencia».
Una respuesta semejante sería seguramente fiable como fundamento de la inmediata
actuación práctica o como uno de los vínculos en una cadena de razonamiento sobre
algún otro problema específico. No obstante, observamos la acostumbrada precaución
del investigador, dejando lugar para la posibilidad de error, no excluyendo la necesidad,
quizá, de posterior investigación sobre la materia. El científico que es demasiado
optimista sobre la validez de sus supuestos fundamentales es muy probable que limite
sus apuestas cuando llegue a cuestiones que él mismo ha ayudado a resolver gracias a la
propia investigación. Está demasiado familiarizado con las deficiencias de la técnica y
las falacias de las argumentaciones, y puede atribuir un peso exagerado a la crítica
adversa que no puede rebatir con facilidad.
Por eso es por lo que el profano, que busca ansiosamente consejo o justificación de la
«ciencia», sale frustado y escéptico. ¿Por qué «ellas» —las autoridades científicas— no
le dicen simple y claramente lo que puede o no puede creer? ¿Por qué le persuaden
fraudulentamente de aceptar generalidades, o vagas posibilidades o especulaciones
contradictorias? Éste no es lugar para seguir al conocimiento científico más allá del
dominio noético, a través de la fachada, al dominio de la acción, a la larga donde se
originan todas las cuestiones de aplicación, de responsabilidad social, de política
científica. Es importante observar que usar el instrumento científico no es tan fácil como
consultar un diccionario para averiguar el significado de una palabra, o resolver un
problema aritmético con una regla de cálculo. Para descubrir lo que un científico hace
en realidad, es necesario sentir en uno mismo la tensión crítica-imaginativa que
gobierna su mente y arte.
Enfrentado a observaciones en las que puede ser que no distinga ningún patrón, puede
resultar aconsejable que el científico del futuro medite, o quizá que tome drogas
psicotrópicas para adquirir un «estado alterado de conciencia» en el que algunos
aspectos de la realidad con los que armonizan sus sentidos primarios y los niveles más
profundos de su cerebro puedan flotar libres de las redes inhibidoras de la verbalización,
y que revelen nuevos modos de pensamiento científico que no serán tan personales
como en principio imagina, sino que podrán encontrar su eco en las mentes de otros
hombres y mujeres.
Creer en la ciencia es tener alguna confianza en su poder predictivo. Para hacer una
predicción fiable es necesario tener en la cabeza un modelo o mapa correcto de ese
aspecto de las cosas. Por consiguiente, la credibilidad de cualquier ciencia del
comportamiento depende del estatus de sus teorías —la selección y comunicación de los
datos observacionales, su organización mental en patrones significativos y la validación
de las conjeturas e hipótesis mediante la actividad colectiva de la comunidad
científica—. El problema fundamental con relación a las ciencias del comportamiento es
si el proceso de construcción de una teoría puede producir un fuerte marco conceptual,
seguro e inequívoco de conceptos y relaciones tan fiables en su propio dominio como
las ciencias físicas y biológicas en los suyos.
Sin embargo, hay que subrayar que el hombre no necesita la «ciencia» para vivir. Desde
tiempo inmemorial, la tradición, la emoción, la poesía y el mito le han proporcionado
esquemas comprehensivos de creencia y motivación. Hasta época muy reciente, la
humanidad ha conseguido sobrevivir muy bien, muchísimas gracias, sin el beneficio de
ningún estudio conscientemente científico de su propio comportamiento. Lo que
pedimos a la ciencia de la sociedad es un cuerpo de conocimiento, una guía para la
acción, que sea significativamente más fiable, significativamente más amplia y profunda
en alcance que las acumulaciones de sabiduría práctica con la que todavía se decide la
mayor parte de lo que hacemos.
Y de todas las actividades sociales y psicológicas del hombre, pocas son tan sutiles, tan
complejas, exigen tanto juicio crítico, imaginación, coraje e intuición como la búsqueda
del conocimiento de uno mismo. Ésa es la razón por la que no podemos aprender el arte
de la investigación por referencia a las filosofías formales, sociologías y psicologías de
la ciencia. La epistemología —la valoración del conocimiento organizado— es una
habilidad que se adquiere con la experiencia de disciplinas determinadas y de la
vida misma.
John Ziman
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