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MINORITY REPORT
Philip K. Dick
MINORITY REPORT
El primer pensamiento que tuvo Anderton al ver al joven fue: «Me estoy poniendo calvo,
gordo y viejo». Pero no lo expresó en voz alta. En su lugar, echó el sillón hacia atrás, se
incorporó y salió resueltamente al encuentro del recién llegado extendiendo rápidamente la
mano en una cordial bienvenida. Sonriendo con forzada amabilidad, estrechó la manó del
joven.
—¿Señor Witwer?— Dijo, tratando de que sus palabras sonaran en el tono más amistoso
posible.
—Así es— repuso el recién llegado—. Pero mi nombre es Ed para usted, por supuesto. Es
decir, si usted comparte mi disgusto por las formalidades innecesarias.
La mirada de su rubio semblante, lleno de confianza en sí mismo, mostraba que la
cuestión debería quedar así definitivamente resuelta. Serían Ed y John: todo iría sobre
ruedas con aquella cooperación mutua desde el mismo principio.
—¿Tuvo usted dificultad en hallar el edificio? — Preguntó a renglón seguido Anderton, con
cierta reserva, ignorando el cordial comienzo de su conversación instantes atrás. Buen Dios,
tenía que asirse a algo. Se sintió lleno de temor y comenzó a sudar.
Witwer había comenzado a moverse por la habitación como si ya todo le perteneciese,
como midiendo mentalmente su tamaño. ¿No podría haber esperado un par de días como
lapso de tiempo decente para aquello?
—Ah, ninguna dificultad—repuso Witwer, con las manos en los bolsillos. Con vivacidad, se
puso a examinar los voluminosos archivos que se alineaban en la pared —. No vengo a su
agencia a ciegas, querido amigo, ya comprenderá. Tengo un buen puñado de ideas de la
forma en que se desenvuelve el Precrimen.
Todavía un poco nervioso, Anderton encendió su pipa.
—¿Y cómo funciona? Me gustaría conocer su opinión.
—No mal del todo—repuso Witwer—. De hecho, muy bien.
Anderton se le quedó mirando.
—¿Esa es su opinión particular?
—Privada y pública. El Senado está satisfecho con su trabajo. En realidad, está
entusiasmado.—Y añadió — Con el entusiasmo con que puede estarlo un anciano.
Anderton sintió un desasosiego interior, que supo mantener controlado, permaneciendo
impasible. Le costó, no obstante, un gran esfuerzo. Se preguntaba qué era realmente lo que
Witwer pensaba, lo que se encerraba en aquella cabeza. El joven tenía unos azules y
brillantes ojos... turbadoramente inteligentes. Witwer no era ningún tonto. Y sin la menor
duda, debería estar dotado de una gran dosis de ambición.
—Según tengo entendido—dijo Anderton—usted será mi ayudante hasta que me retire.
—Así lo tengo entendido yo también—replicó el otro, sin la menor vacilación.
—Lo que puede ser este año, el próximo... o dentro de diez.—La pipa tembló en las
manos de Anderton—. No tengo prisa por retirarme ni estoy bajo presión alguna en tal
sentido. Yo fundé el Precrimen y puedo permanecer aquí tanto tiempo como lo desee. Es
una decisión puramente mía.
Witwer aprobó con un gesto de la cabeza, con una expresión absolutamente normal.
—Naturalmente.
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Con cierto esfuerzo Anderton habló con el tono de la voz algo más frío.
—Yo deseo solamente que las cosas discurran correctamente.
—Desde el principio—convino Witwer—. Usted es el Jefe. Lo que usted ordene, eso se
hará.—Y con la mayor evidencia de sinceridad, preguntó—: ¿Tendría la bondad de
mostrarme la organización? Me gustaría familiarizarme con la rutina general, tan pronto como
sea posible.
Conforme iban caminando entre las oficinas y despachos alumbrados por una luz
amarillenta, Anderton dijo:
—Le supongo conocedor de la teoría del Precrimen, por supuesto. Presumo que es algo
que debe darse por descontado.
—Conozco la información que es pública —repuso Witwer—. Con la ayuda de sus
mutantes premonitores, usted ha abolido con éxito el sistema punitivo post-criminal de
cárceles y multas. Y como todos sabemos, el castigo nunca fue disuasorio, ni pudo
proporcionar mucho consuelo a cualquier víctima ya muerta.
Ya habían llegado hasta el ascensor y mientras descendían hasta niveles inferiores,
Anderton dijo:
—Tendrá usted ya una idea de la disminución del porcentaje de criminalidad con la
metodología del Precrimen. Lo tomamos de individuos que aún no han vulnerado la Ley.
—Pero que seguramente lo habrían hecho—repuso Witwer convencido.
—Felizmente no lo hicieron... porque les detuvimos antes de que pudieran cometer
cualquier acto de violencia. Así, la comisión del crimen por sí mismo es absolutamente una
cuestión metafísica. Nosotros afirmamos que son culpables. Y ellos, a su vez, afirman
constantemente que son inocentes. Y en cierto sentido, son inocentes.
El ascensor se detuvo y salieron nuevamente hacía otro corredor alumbrado con igual luz
amarillenta.
—En nuestra sociedad no tenemos grandes crímenes—continuó Anderton—, pero
tenemos todo un campo de detención lleno de criminales en potencia, criminales que lo
serían efectivamente.
Se abrieron y cerraron una serie de puertas, hasta llegar al ala del edificio que se ocupaba
del problema analítico. Frente a ellos surgían unos impresionantes bancos de equipo
especializado, receptores de datos, y ordenadores que estudiaban y reestructuraban el
material que iba llegando. Y más allá, de la maquinaria, los premonitores sentados, casi
perdidos a la vista entre una red inextricable de conexiones y cables.
—Ahí están—dijo Anderton—. ¿Qué piensa usted de ellos?
A la luz incierta de aquella enorme habitación, los tres idiotas farfullaban palabras
ininteligibles. Cada palabra soltada al azar, murmurada sin ton ni son en apariencia, era
analizada, comparada, reajustada en forma de símbolos visuales y transcritos en tarjetas
perforadas convencionales que se introducían en las ranuras de los ordenadores. A todo lo
largo del día, aquellos idiotas balbuceaban entre sí o aisladamente, prisioneros en sus sillas
especiales de alto respaldo, sujetados de forma especial en una rígida posición por bandas
de metal, grapas y conexiones.
Sus necesidades físicas eran atendidas automáticamente. No tenían necesidades
espirituales en ningún sentido. Al igual que vegetales, se movían, se retorcían y existían. Sus
mentes permanecían nubladas, confusas, perdidas en las sombras. Pero no las sombras del
presente. Las tres murmurantes criaturas con sus enormes cabezas y estropeados cuerpos
estaban contemplando el futuro. La maquinaria analítica registraba sus profecías y los tres
idiotas premonitores hablaban, mientras que las máquinas escuchaban cuidadosamente.
Por primera vez, la confiada cara de Witwer pareció perder seguridad. En sus ojos
apareció una desmayada expresión de sentirse enfermo, como una mezcla de vergüenza y
de shock moral.
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—No es... agradable—murmuró—. Nunca pude imaginarme que fueran tan... —Luchó con
su mente para encontrar la palabra adecuada—. Tan... deformes.
—Sí, deformes y retrasados —convino Anderton al instante—. Especialmente aquella
chica, Dona. Tiene cuarenta y cinco años pero el aspecto de una niña de diez. El talento lo
absorbe todo: su facultad especial de premonición del porvenir altera el equilibrio del área
frontal. Pero, ¿para qué vamos a preocuparnos? Conseguimos sus profecías. Aquí tienen
cuanto necesitan. Ellos no comprenden absolutamente nada de esto, pero nosotros sí.
Algo sobrecogido por el espectáculo, Witwer atravesó la habitación y se dirigió hacia la
maquinaria. De un recipiente tomó un paquete de fichas.
—¿Son éstos los nombres que han surgido?
—Desde luego que sí.—Y frunciendo el ceño, Anderton tomó las fichas de manos de
Witwert — No he tenido aún la oportunidad de examinarlas—explicó guardándose para sí la
preocupación que aquello le causaba.
Fascinado, Witwer observaba cómo las máquinas de tanto en tanto expulsaban una ficha
sobre un recipiente. Después continuaban con otra y una tercera. De los discos que
zumbaban con un murmullo constante, surgían fichas, una tras otra.
—¿Los premonitores ven muy lejos en el futuro? —Preguntó Witwer.
—Sólo ven una extensión relativamente limitada —le informó Anderton—. Una semana o
dos como mucho. Muchos de sus datos son inútiles para nuestro trabajo... simplemente sin
importancia para nuestra investigación. Pasamos esas informaciones a otras agencias.
Agencias, que a cambio nos pasan otros informes interesantes. Cada agencia importante
tiene su subterráneo de «monos» guardados como un tesoro.
—¿«Monos»?—Dijo Witwer mirándole con desagrado. Oh, sí, ya comprendo. Es una
curiosa forma de expresarlo.
—Muy adecuada—automáticamente, Anderton recogió las últimas fichas expulsadas por
los ordenadores—. Algunos de estos nombres, tienen que ser totalmente descartados. Y la
mayor parte de los que quedan se refieren a delitos poco importantes, como los de evasión
de impuestos, asalto o extorsión. Como estoy seguro que usted ya sabe, el Precrimen ha
rebajado las fechorías en un 99 %. Apenas si se dan casos actualmente de traición o
asesinato. Después de todo, el delincuente sabe que lo confinaremos en un campo de
detención una semana antes de que tenga la oportunidad de cometer el crimen.
—¿En qué ocasión se cometió el último asesinato? —Preguntó Witwer.
—Hace cinco años.
—¿ Y cómo ocurrió?
—El criminal escapó de nuestros equipos. Teníamos su nombre…de hecho teníamos
todos los detalles del crimen, incluido el nombre de la víctima. Sabíamos también el
momento exacto y el lugar preciso del planeado acto de violencia que iba a cometerse. Pero
a despecho nuestro y de todo, el criminal consiguió llevarlo a cabo. —Anderton se encogió
de hombros —. Después de todo, resulta imposible cogerlos a todos. — Barajó las fichas con
las manos —. Sin embargo, conseguimos evitar la mayoría.
—Un crimen en cinco años —murmuró Witwer, en cuya voz se advertía que retornaba la
confianza perdida —. Es realmente un récord impresionante... algo para sentirse orgulloso.
—Yo me siento orgulloso —repuso con calma —. Hace treinta años descubrí la teoría...
allá en aquellos días cuando los crímenes se producían abundantemente. Vi proyectado
hacia el futuro algo de un incalculable valor social.
Alargó el paquete de tarjetas a Wally Page, su subordinado a cargo del equipo de
«monos».
—Vea usted cuáles necesitamos —le dijo —. Utilice su propio criterio.
Mientras Page desaparecía con las fichas, Witwer dijo pensativamente:
—Pues creo que es una gran responsabilidad.
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duplicado de una ficha de la que él se habría apropiado. El sólo tenía una de las dos copias,
lo que significaba que la ficha que se hallaba doblada en su bolsillo estaría a aquellas horas
sobre la mesa de Page a la vista de todo el mundo.
Desde el exterior del edificio le llegó el tronar y los aullidos de una patrulla de coches de la
policía. ¿Cuántas horas pasarían antes de que fueran a detenerse en la puerta de su casa?
—¿Qué te ocurre, cariño?—Le preguntó Lisa inquieta—. Tienes el aspecto del que ha
visto a un fantasma. ¿Te encuentras bien?
—Oh, sí, perfectamente.
Lisa se dio cuenta en el acto del escrutinio admirativo de que estaba siendo objeto por
parte de Witwer.
—¿Es este caballero tu nuevo colaborador, querido?—Preguntó.
Un poco distraído y confuso, Anderton se apresuró a presentar a su nuevo colega. Lisa
sonrió en amistoso saludo. ¿Pasó entre ellos como un encubierto entendimiento? No pudo
decirlo. Santo Dios, ya estaba empezando a sospechar de todo el mundo... no solamente de
su esposa y de Witwer sino de una docena de miembros de su personal.
—¿Es usted de Nueva York?,—preguntó Lisa.
—No—replico Witwer—. He vivido la mayor parte de mi vida en Chicago. Estoy en un
hotel... . uno de esos grandes hoteles del centro de la ciudad. — Espere... tengo el nombre
escrito en una tarjeta por aquí en cualquier parte.
Mientras se rebuscaba por los bolsillos, Lisa sugirió:
—Tal vez le gustaría cenar con nosotros. Tendremos que trabajar en íntima cooperación y
pienso que realmente deberíamos conocernos mejor.
Asombrado, Anderton se sintió deprimido. ¿Qué oportunidades serían las que
proporcionaría la actitud amistosa de su mujer? Profundamente conturbado se dirigió
impulsivamente hacia la puerta.
—¿Adónde vas?—Preguntó Lisa asombrada.
—Vuelvo con los «monos»—repuso Anderton—. Quiero hacer una comprobación relativa
a unos datos desconcertantes, antes de que el Ejército los vea.
Ya estaba fuera en el corredor antes de que ella pudiese pensar en una forma razonable
de detenerlo. Rápidamente se dirigió hacia la rampa del extremo opuesto. Estaba ya a punto
de desaparecer de la vista cuando Lisa apareció jadeante de la carrera emprendida tras él.
—Pero, ¿ qué es lo que te ocurre, hombre de Dios? — Tomándole por una manga y
tirando fuerte hacia ella, se sitúo a su lado —. Sabía que te marchabas—exclamo Lisa
bloqueándole el camino—. ¿ Qué te pasa? Todo el mundo va a pensar que tú…... —Se
contuvo controlándose para añadir: Quiero decir, que te estas comportando de una forma
errática y extraña.
Una multitud de gente les envolvió, la muchedumbre usual de la tarde. Ignorando a todo el
mundo, Anderton apretó el brazo de su mujer.
—Voy a salir fuera—dijo—, mientras que aún es tiempo.
—Pero, ¿por qué?
—Estoy siendo tratado de una forma deliberadamente maliciosa. Ese hombre ha venido a
quedarse con mi trabajo. El Senado quiere echarme sirviéndose de él.
Lisa le miró asombrada.
—Pero si parece una persona encantadora...
—Sí, encantadora como una serpiente de agua.
Lisa reflejó en su rostro su desconcierto.
—No lo creo. Querido, creo que estás bajo los efectos de un exceso de trabajo.—
Sonriendo inciertamente balbuceó— No resulta realmente creíble que Ed Witwer esté
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tratando de minarte el terreno. ¿Cómo podría hacerlo aunque quisiera? Seguramente que
Ed...
—¿Ed?
—Ese es su nombre, ¿no es así?
Los ojos de Lisa se dilataron de asombro y de desconcierto y brillaron en una muda
protesta.
—Cielo santo, estás sospechando de todo el mundo. Parece como si creyeses que yo
también estoy mezclada en alguna clase de conspiración contra ti, ¿verdad?
Su marido consideró un instante la cuestión.
—Pues... no estoy muy seguro.
Lisa se le aproximó con ojos acusadores.
—Eso no es cierto. Ni tú mismo lo crees. Tal vez deberías marcharte de vacaciones por un
par de semanas. Necesitas desesperadamente un descanso. Toda esta tensión y este
trauma producido por la llegada de un joven... Estás actuando como un paranoico. ¿Es que
no puedes verlo? Dime, ¿tienes alguna prueba de lo que estás diciendo? :
Anderton sacó su billetera y extrajo de ella la ficha doblada.
—Examina esto cuidadosamente—le dijo a su mujer.
El color se escapó de las mejillas de Lisa, dejando escapar un sonido entrecortado.
—La trama es claramente evidente —le dijo Anderton—. Esto dará a Witwer un claro
pretexto, legal al mismo tiempo, para suprimirme de aquí inmediatamente. No tendrá que
esperar a que yo presente mi dimisión. Ellos saben que puedo prestar aún unos años más de
servicio.
—Pero...
—Y eso acabará con el sistema de equilibrio y de comprobación. El Precrimen dejará de
ser una agencia independiente. El Senado controlará la policía y después... —Su labios se
apretaron en un rictus amargo— Absorberán igualmente al Ejército también. Bien, eso sería
una consecuencia lógica. Naturalmente, siento hostilidad y resentimiento hacia Witwer, y por
supuesto que tengo motivos para proceder así. A nadie le gusta ser reemplazado por un
joven y puesto en la lista de los inútiles. En su día eso resultaría totalmente plausible,
excepto que no tengo ni la más remota intención de matar a Witwer. Pero no puedo probarlo.
Y así las cosas ¿Qué es lo que puedo hacer?
En silencio, con la cara blanca por una intensa palidez, Lisa sacudió la cabeza.
—Pues yo... yo no sé, querido. Si solo...
—Ahora mismo—declaró abruptamente Anderton—. Me voy a casa y empaquetaré mis
cosas. Creo que es lo mejor que puedo hacer.
—Y vas realmente a... ¿Esconderte por ahí?
—Así voy a hacerlo Me iré aunque sea a las colonias lejanas del sistema de Centauro si
es preciso. Ya se ha hecho antes con éxito y aún dispongo de veinticuatro horas para
hacerlo.—Se volvió resueltamente—. Vuelve al interior. No hay nada que hablar de que
vengas conmigo.
—¿Imaginaste que lo haría?—Preguntó Lisa.
Sorprendido, Anderton la miró fijamente.
—¿No lo hubieras hecho? No, ya veo que no me crees. Todavía piensas que estoy
imaginando todo esto... —Y sacudió nerviosamente la ficha entre las manos—. Ni incluso con
esta evidencia estás convencida.
—No—convino rápidamente Lisa—. No lo estoy. Creo que no has considerado bien de
cerca la cuestión, querido. El nombre de Ed Witwer no esta en ella.
Incrédulo, Anderton tomó la ficha de manos de su mujer.
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—Nadie dice que tú tengas que matar a Ed Witwer —continuó Lisa rápidamente en un
tono vivaz—. La ficha debe ser verdadera, ¿comprendes? Pero nada tiene que ver con Ed
Witwer. El no está intrigando contra ti, ni ninguna persona más tampoco.
Demasiado confuso para responder, Anderton permaneció sin quitar los ojos de la ficha de
cartulina. Ella tenía razón. Ed Witwer no estaba catalogado como su víctima. Sobre la línea
quinta, la máquina había estampado nítidamente otro nombre:
LEOPOLD KAPLAN
Aturdido, volvió a guardarse la ficha en el bolsillo. Jamás había oído ese nombre en toda
su vida.
***
La casa se hallaba fría y solitaria y casi inmediatamente Anderton comenzó a hacer los
preparativos para su viaje. Mientras empaquetaba las cosas, una serie de frenéticos
pensamientos cruzaban su mente. Posiblemente estaba equivocado respecto a Witwer, pero,
¿cómo podía estar seguro? En cualquier caso, la conspiración contra él era mucho más
compleja de lo que había creído a primera vista. Witwer sólo podría ser una marioneta
animada por cualquier otro personaje, por algún distante y poderoso elemento oculto en la
penumbra del fondo
Había sido un error haber mostrado la ficha a Lisa. Sin duda alguna, ella se lo contaría con
todo con detalle al propio Witwer. Nunca había salido de la Tierra, ni comprobado qué clase
de vida podría llevar en cualquier planeta fronterizo.
Mientras se hallaba así preocupado, el piso de madera crujió tras él. Se volvió
rápidamente para enfrentarse con el cañón azulado de una pistola atómica.
—No le llevará mucho tiempo—dijo, mirando fijamente al hombretón cuadrado de
hombros, de labios apretados, que, vistiendo un abrigo marrón oscuro, le apuntaba con el
arma atómica— ¿Ni siquiera dudó ella un instante?
El rostro del intruso no pareció tener respuesta adecuada.
—No sé de lo que está usted hablando—dijo— Vamos, venga conmigo.
Paralizado, Anderton soltó una pesada chaqueta de pieles que sostenía en la mano.
—Usted no pertenece a mi agencia. ¿Es usted acaso un oficial de la policía?
Protestando y a empujones fue llevado a toda prisa hacia un coche cubierto que esperaba
en la calle. La puerta se cerró con estrépito al arrancar el coche, habiendo entrado
previamente tres hombres armados en el interior junto con él. El automóvil salió disparado
hacia la autopista que salía alejándose de la ciudad. Impasibles y remotos, los rostros que le
rodeaban permanecían inalterables con los movimientos del vehículo, al pasar los inmensos
campos, oscuros y sombríos, que desfilaban rápidamente ante sus ojos.
Anderton aún trataba inútilmente de captar las implicaciones de lo sucedido, cuando de
repente, el coche se desvió de la carretera general y descendió a un garaje de aspecto
sombrío con la entrada semioculta. Alguien gritó una orden. La pesada puerta metálica de
acceso se descorrió y unas luces brillantes iluminaron el recinto. El chofer apagó el motor.
—Lamentarán ustedes esto—protestó Anderton indignado—. ¿Sabe usted quién soy yo?
—concluyó dirigiéndose al que parecía ser el jefe de la partida.
—Lo sabemos —repuso el hombre del abrigo marrón,
A punta de pistola, Anderton fue conducido por unas escaleras y después, por un corredor
alfombrado. Se hallaba, al parecer, en una lujosa residencia privada, construida ocultamente
en un área devastada por la guerra.
Al extremo del corredor se abría una habitación, más bien un estudio, provisto de gran
cantidad de libros y ornamentado, por lo demás, con exquisito gusto. Dentro de un círculo de
luz y con el rostro oculto parcialmente por las sombras, un hombre a quien jamás había visto
permanecía sentado esperando su llegada.
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Conforme se aproximaba Anderton, aquel hombre se quitó unos lentes sin aros, con cierto
nerviosismo, y se humedeció los labios. Era de avanzada edad, tal vez unos setenta, y se
apoyaba en un bastón con empuñadura de plata. Su cuerpo era delgado y su actitud
curiosamente rígida. Sus escasos cabellos grises los llevaba peinados muy pegados al
cráneo. Sus ojos únicamente denotaban alarma.
—¿Es Anderton? —Preguntó con cierta indiferencia al hombre del abrigo marrón—.
¿Dónde lo encontró usted al fin?
—En su casa—replicó el otro—. Estaba preparando el equipaje... según esperábamos.
El anciano del sillón se estremeció visiblemente
—Haciendo el equipaje… Mire—dijo dirigiéndose a Anderton—. ¿Qué es lo que le ocurre?
¿Es que se ha vuelto loco de remate? ¿Cómo podría usted matar a un hombre a quien no ha
conocido nunca?
Aquel hombre anciano, según pudo deducir inmediatamente Anderton, era Leopold
Kaplan.
—Primeramente, haré a usted una pregunta —repuso Anderton rápidamente—. ¿Se da
usted cuenta de quién soy yo? Soy el Comisario de la Policía General. Puedo encerrarle
durante veinte años por esto
Iba a continuar diciendo más cosas, pero una súbita idea le interrumpió.
—¿Cómo lo descubrió usted? —Preguntó. Involuntariamente, su mano se dirigió hacia el
bolsillo donde tenía escondida la ficha doblada—. No habrá sido por otra...
—No fui notificado por su agencia—dijo Kaplan interrumpiéndole, con visible impaciencia.
— El hecho de que nunca haya oído hablar de mi no me sorprende demasiado. Leopold
Kaplan, general del Ejército de la Alianza Federada del Bloque Occidental, está retirado
desde el fin de la guerra anglochina y la abolición de la AFBO.
Aquello iba teniendo sentido, pensó Anderton, que siempre había sospechado que el
Ejército poseía inmediatamente los duplicados de las fichas para su propia protección.
Sintiéndose más aliviado, preguntó:
—Bien, aquí me tiene usted. ¿Y ahora, qué?
—Evidentemente—repuso Kaplan—, no voy a destruirle, para librarme de lo que indica
una de esas estúpidas fichas. Pero siento curiosidad acerca de usted. Me parece increíble
que un hombre de su talla pudiese contemplar a sangre fría el asesinato de un extraño por
completo a usted. Tiene que haber aquí algo más implicado en todo esto. Francamente me
siento embrollado. Si esto representa alguna clase de estrategia de la Policía... se encogió
de hombros—. Seguramente que usted no habría permitido que el duplicado de la ficha
hubiera llegado a nosotros.
—A menos que tal ficha se haya introducido en los ordenadores deliberadamente —sugirió
otro de los hombres.
Kaplan escrutó con sus brillantes ojos a Anderton.
—¿Qué tiene usted que decir?
—Esa es exactamente la cuestión—repuso Anderton—. La predicción de tal ficha fue
deliberadamente fabricada por algún grupo del interior de la agencia de la policía. La ficha ha
sido preparada y a mi se me ha tendido una trampa. Así, he sido relevado automáticamente
de toda mi autoridad... Mi asistente interviene entonces y afirma que ha prevenido el crimen
en la forma usual y eficiente del sistema Precrimen. Ni que decir tiene que no hay crimen ni
intento de tal crimen.
—Yo estoy por completo de acuerdo con usted en que no habrá tal asesinato—afirmó
Kaplan autoritariamente—. Estará usted bajo custodia de la policía. Intento hallarme bien
seguro de eso.
Horrorizado, Anderton protestó:
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La carta de identidad le describía como Ernest Temple, electricista, de paso por Nueva
York, con esposa y cuatro hijos en Buffalo. Un carnet manchado de sudor le daba
autorización para trabajar en sitios distintos, viajando constantemente sin dirección fija. Un
hombre que necesita trabajar, debe viajar
Mientras cruzaba la ciudad en un autobús casi vacío, Anderton estudió la documentación
de Ernest Temple. Sin duda alguna aquellos documentos de identidad se habían hecho a
tanteo por todas las medidas y datos que allí aparecían. Tras un rato se preguntó de quién
serían las huellas digitales y como habrían conseguido la longitud de onda de su cerebro. Sin
duda no resistirían una comprobación rigurosa. Pero al menos era una documentación como
principio. Era algo. Con los documentos, iban mil dólares en billetes. Se guardó el dinero y
los documentos y después se volvió hacia lo escrito claramente en el sobre que había
contenido los carnets. Al principio no le encontró el menor sentido. Durante algún tiempo, lo
estuvo considerando, realmente perplejo.
La existencia de una mayoría implica lógicamente, una minoría correspondiente
El autobús ya había entrado en una vasta región de suburbios pobres de la ciudad en
aquella jungla de hoteles baratos y tiendas humildes que habían surgido en aquella área tras
las destrucciones de la guerra. Llegó a una parada y Anderton se preparó a salir.
Unos cuantos pasajeros observaron al paso su mejilla herida y sus ropas destrozadas.
Ignorando a aquella gente, echó a andar por el borde de la acera bajo la persistente lluvia.
El conserje del hotel no le prestó la menor atención, después de haberle cobrado el dinero
de la pensión. Anderton subió la escalera hasta el segundo piso y entró en una habitación
reducida con olor humedad. Era pequeña, pero estaba limpia. Tenía cama, armario, tocador,
un calendario, silla, lámpara y una radio con contador de tiempo mediante monedas.
Puso en la ranura una moneda de veinticinco centavos y se dejó caer pesadamente en la
cama. Todas las emisoras importantes estaban transmitiendo el boletín de la policía. Era algo
nuevo, excitante, desconocido para las generaciones actuales. ¡Un criminal escapado de la
policía! El público estaba ávidamente interesado.
«...este hombre ha usado la ventajosa posición de la que gozaba para burlar a la policía —
estaba diciendo el locutor con una indignación muy profesional—. Debido a su alto cargo, ha
tenido acceso a los datos previos y la confianza depositada en él le ha permitido evadir el
proceso normal de detención y localización. Durante el período de su mando, ha ejercitado
su autoridad para enviar individuos sin cuento, potencialmente culpables, a los campos de
confinamiento, desperdiciando así las vidas de esas inocentes víctimas. Este hombre, John
Allison Anderton, fue el instrumento de creación del sistema Precriminal, la predicción
profiláctica de la criminalidad a través del ingenioso uso de los mutantes premonitores,
capaces de adivinar el futuro y transferir oralmente esos datos a la maquinaria analítica. Esos
tres premonitores en sus funciones vitales...»
La voz disminuyó al entrar en el diminuto cuarto de baño de la habitación. Una vez allí se
despojó de la chaqueta y la camisa y dejó correr el agua fresca del grifo del lavabo. En la
pequeña vitrina encontró un poco de yodo, esparadrapo, una máquina de afeitar, peine y
cepillo de dientes, amén de otras pequeñas cosas que podía necesitar. A la mañana
siguiente, tendría que procurarse otras ropas de segunda mano y comprar otros objetos
necesarios, adecuados a su nueva situación. Después de todo, ahora era un obrero
electricista en busca de trabajo y no un comisario de policía víctima de un accidente.
En la otra habitación, la radio continuaba sonando. Sólo de forma subconsciente atento a
ella, permaneció frente al espejo examinándose el diente roto por el choque.
«...el sistema de los tres premonitores mutantes tuvo su génesis a mediados de este siglo.
¿Cómo se comprueban los resultados en un ordenador electrónico? Alimentando la máquina
con datos que se insertan en una segunda máquina de idéntico diseño. Pero dos
ordenadores no son suficientes. Si cada uno ellos llega a una respuesta diferente es
imposible decir a priori cuál es la correcta. La solución, basada en un cuidadoso estudio del
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método estadístico es utilizar un tercer ordenador que compruebe los resultados de los dos
primeros. De esta forma, se obtiene lo que se llama el informe de la mayoría. Puede
presumirse con gran probabilidad que el acuerdo de dos de los tres ordenadores indica cuál
de los resultados de tal alternativa es el correcto. No sería verosímil que dos ordenadores
llegasen a idénticas soluciones incorrectas... » Anderton arrojó la toalla que tenía en la mano
y corrió hacia la otra habitación, volcándose literalmente sobre el aparato de radio para
captar mejor la emisión.
«...la unanimidad de los tres premonitores es un fenómeno posible pero muy rara vez
conseguido, según explica el comisario en funciones Mr. Witwer. Es mucho más corriente
obtener un informe de mayoría de dos premonitores más un informe de minoría del tercer
mutante, con una variación muy ligera, referida usualmente al tiempo y al lugar. Esto se
explica por la teoría de los futuros múltiples. Si existiese solamente un sendero del tiempo, la
información premonitora no tendría importancia, ya que no existiría ninguna posibilidad de
alterar el futuro.
Anderton comenzó a recorrer frenéticamente la pequeña habitación de un lado a otro. El
informe de la mayoría... sólo dos de los premonitores mutantes habían coincidido en el
material anotado en la ficha, Aquél era el significado del mensaje del paquete que le habían
entregado. El informe del tercer premonitor, esto es, el informe de la minoría, tenía también
su importancia.
¿Por qué?
Consultó el reloj y vio que era ya pasada la medianoche. Page estaría libre de servicio. No
estaría de vuelta en el bloque de los monos hasta la tarde siguiente. Era una débil
oportunidad pero valía la pena aprovecharla. Tal vez Page quisiera encubrirle, o tal vez no.
Tenía que arriesgarse a saberlo.
Tenía que ver el informe de la minoría.
*****
Entre el mediodía y la una de la tarde, las calles hormigueaban de gente. Eligió esa hora,
en el momento de más tráfago del día, para hacer su llamada. Eligió una cabina telefónica
pública del interior de una tienda, marcó el número tan familiar de la policía y esperó la
respuesta. Deliberadamente seleccionó sólo el canal del sonido, descartando el de la
imagen, pues a despecho del cambio sufrido por las ropas y su atuendo general, podía ser
reconocido.
La persona que recibió la llamada era nueva para Anderton. Con precaución deliberada, le
dio la extensión de Page. Si Witwer estaba cambiando todo el personal y poniendo en su
lugar a sus satélites, podría hallarse hablando con una persona totalmente extraña.
—¿Sí?—sonó la voz de Page, al fin.
Sintiéndose aliviado, Anderton miró a su alrededor. Nadie estaba dedicándole la menor
atención, los clientes de la tienda merodeaban alrededor de las mercancías en su rutina
diaria.
—¿Puede usted hablar?—Preguntó—. ¿O hay algo cerca que se lo impide?
Se produjo un momento de silencio. Tuvo la certeza de estar viendo al propio Page luchar
con la incertidumbre de lo que tenía que hacer en aquel momento. Por fin, llegó la respuesta:
—¿Por qué... me llama usted aquí?
Ignorando la pregunta, Anderton continuó:
—No reconocí la voz del recepcionista. ¿Hay nuevo personal?
—Sí, de nueva marca—repuso Page con voz ahogada—. Tenemos un gran maremágnum
estos días.
—Así lo tengo entendido—repuso Anderton—. ¿Y su trabajo? ¿Continúa todavía en pie?
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—Espere un momento.—El receptor fue puesto de forma que unos pasos que se
aproximaban llegasen claramente a oídos de Anderton. Fueron seguidos por el ruido de una
puerta que se cerraba. Page volvió al teléfono—. Ahora podemos hablar mejor. Dígame.
—¿Cuánto mejor?
—No mucho. ¿Dónde está usted?
—Paseando por Central Park—repuso Anderton —. Disfrutando de la luz del sol.—Por lo
que había supuesto, Page había ido a asegurarse de que la conversación se registraba en
cinta magnetofónica. En aquel momento, con toda seguridad, una patrulla aérea estaría ya
en su busca. Pero no tenía más remedio que aprovechar aquella oportunidad —. Ahora
trabajo en un nuevo oficio. Soy electricista.
—¿Ah, sí?—repuso Page asombrado.
—Pensé que tendría usted algún trabajo para mí. Si puede usted arreglarlo, podría
dejarme caer por ahí y examinar el equipo básico de computación. Especialmente los datos y
los bancos analíticos del bloque de los «monos».
«Jerry» tenía veinticuatro años. Originalmente había sido clasificado como un idiota
hidrocefálico pero cuando llegó a los seis años de edad los análisis psicológicos
determinaron su talento premonitor, enterrado bajo los tejidos alterados de sus
circunvoluciones cerebrales. Llevado a la escuela especial de entrenamiento del Gobierno,
su talento latente había sido ampliamente cultivado. A los nueve años, su talento premonitor
había alcanzado un nivel utilizable. «Jerry», sin embargo, continuaba yaciendo en el caos sin
meta de su idiotez congénita, su especial facultad premonitora había absorbido el resto de su
personalidad.
Agachándose, Anderton comenzó a desarmar los escudos protectores que guardaban las
cintas grabadas y almacenadas en la maquinaria analítica. Utilizando esquemas, fue
siguiendo la pista de los diferentes circuitos de los ordenadores a los que «Jerry» y su equipo
estaban conectados. Consultando el plano, a los pocos instantes estuvo en condiciones de
seleccionar la sección del registro que se refería a su ficha en particular.
En sus proximidades, había montado un aparato magnetofónico. Conteniendo la
respiración, insertó la cinta, activó la máquina y escuchó. Sólo le llevó un instante. Desde la
primera declaración del informe, resultó claro lo ocurrido. Tenía lo que deseaba, podía dejar
ya de buscar.
La visión de «Jerry» estaba desenfocada, desfasada. A causa de la naturaleza errática de
la premonición, estaba examinando un área de tiempo ligeramente diferente de la de sus
compañeros. Para él el informe de que Anderton cometería un asesinato era un suceso para
ser integrado con todos los demás. Aquella afirmación—y la reacción de Anderton—era un
dato más.
*****
—Hay una nave aparcada en el techo del edificio. Si quieres marcharte lejos... —Su voz
se entrecortó y quedó en silencio. Después, añadió— Yo me marcharé dentro de un minuto.
Si quieres venir…
—Iré— dijo Anderton
No tenía otra elección. Se había asegurado aquel registro, su prueba; pero no había
pensado en la forma de salir de allí. Contento, corrió tras la esbelta figura de su mujer,
sorteando todos los obstáculos del bloque de los monos y después hacia una puerta y un
corredor.
—Es una nave muy rápida— le dijo ella por encima del hombro—. Está provista de
combustible para casos de emergencia… dispuesta a salir en el acto. Yo iba a supervisar
algunos de los equipos.
*****
Tras el volante del crucero ultrarrápido de la policía, Anderton resumió el contenido del
informe de la minoría obtenido. Lisa escuchó sin hacer comentarios, con las facciones
contraídas y las manos nerviosamente enlazadas en la falda. Bajo la nave discurría el terreno
destruido por la guerra, en un vasto panorama de ruinas y desastre. Un espantoso paisaje
lleno de cráteres, como un mapa lunar, moteado de tanto en tanto por algunas pequeñas
granjas y fábricas.
—Me gustaría saber—dijo Lisa, cuando su marido hubo terminado—cuántas veces habrá
ocurrido esto antes.
—¿Un informe de la minoría? Muchísimas veces.
—Quiero decir, que uno de esos premonitores se haya desfasado. Usando el informe de
los otros como datos..., y reemplazándolo.—Sus ojos se oscurecieron y añadió— Tal vez una
enorme cantidad de personas de las que se encuentran en los campos de detención, están
en tus mismas condiciones.
—No—insistió Anderton. Pero ya comenzaba a sentirse incómodo ante tal pensamiento—.
Yo estaba en condiciones de ver la ficha, y poder leer el informe. Eso es lo que hice.
—Pero... —y Lisa hizo un gesto significativo—. Tal vez todos ellos habrían reaccionado de
la misma forma. Podríamos haberles dicho a todos ellos la verdad.
—Habría sido un riesgo demasiado grande — repuso Anderton con testarudez.
Lisa soltó una nerviosa carcajada.
—¿Riesgo? ¿Oportunidad? ¿Incertidumbre? ¿Con los premonitores a mano?
Anderton se concentró en la conducción de la nave.
—Este es un caso único—repitió—. Y tenemos ahora un problema inmediato. Ya
discutiremos los aspectos teóricos más tarde. He de llevar este registro a las personas
idóneas antes de que tu brillante amigo pueda demolerlo.
—¿Quieres hablar de eso a Kaplan?
—Ciertamente que voy a hacerlo.—Y dio unas palmadas sobre el registro que yacía en el
asiento entre ambos—. Estará muy interesado. Es la prueba de que su vida no está en
peligro y eso debe tener una importancia vital para él.
Lisa sacó los cigarrillos del bolso.
—Y supones que querrá ayudarte...
—Puede que lo haga... o tal vez no. Es un riesgo que vale la pena correr.
—¿Cómo te las arreglaste para desaparecer tan pronto? Un disfraz tan completo y
efectivo es difícil de obtener.
—Con dinero se consigue todo—repuso Anderton evasivamente.
Mientras fumaba, Lisa insistió:
- 17 -
Los labios de Lisa se contrajeron en una delgada línea. Sosteniendo la pistola frente a él,
no le quitaba la vista de encima. Unos cuantos objetos de la guantera del aparato cayeron
esparciéndose en el fondo de la cabina al dar la nave una vuelta en redondo para volver a la
ciudad. Tanto Anderton como su mujer iban sujetos por los cinturones de seguridad. Pero no
así el tercer miembro de la tripulación.
De reojo Anderton vio un cierto movimiento a su espalda. Un ruido le llegó
simultáneamente, el choque de un hombretón que había perdido instantáneamente su
equilibrio y chocaba contra la pared metálica del aparato. Lo que siguió, ocurrió rápidamente.
Fleming se incorporó con una increíble rapidez, desarmando en un abrir y cerrar de ojos a
Lisa. Anderton se hallaba demasiado asombrado para reaccionar. Lisa se volvió... vio a aquel
hombre y soltó un chillido histérico. La pistola le fue arrebatada de un zarpazo, y empuñada
por el desconocido viajero.
—Lo siento—dijo Fleming—. Pensé que iba a hablar más. Eso es lo que yo esperaba.
—Entonces, estaba usted aquí cuando... —comenzó a decir Anderton, y se detuvo.
Fleming y sus hombres le habían vigilado estrechamente. La existencia de la nave de Lisa
habla sido anotada a su debido tiempo y tomada en cuenta y cuando Lisa se debatía con su
marido entre marcharse o no para ponerse a seguro, Fleming había saltado al departamento
posterior de la nave aérea.
—Tal vez sea mejor que me entregue usted ese registro —dijo Fleming, mientras que lo
tomaba en sus enormes manos—. Tiene usted razón, Witwer lo habría reducido a cenizas
—¿Entonces, Kaplan...?
—Kaplan está trabajando directamente con Witwer. Por eso su nombre aparece en la
quinta línea de la ficha. Cuál sea el verdadero jefe actualmente es algo que ignoro.
Posiblemente ninguno de los dos.—Fleming tiró la pistola a un lado y sacó su pesada arma
del Ejército—. Hizo usted una completa tontería al salir con su mujer. Ya le dije que ella
también se hallaba tras todo este asunto.
—No puedo creerlo—murmuró Anderton perplejo—. Si ella...
—No lo comprende bien. Esta nave se dispuso por orden de Witwer. Ellos deseaban que
se marchase usted lejos del edificio para que nosotros no pudiéramos dar con su paradero.
Con usted lejos, separado de nosotros, no habría tenido la menor oportunidad.
Una extraña mirada brilló en los ojos de Lisa.
—Eso es incierto—farfulló—. Witwer jamás vio este aparato. Yo iba a supervisar...
—Casi consigue usted huir con él—interrumpió Fleming inexorable—. Tendremos mucha
suerte si las patrullas de la policía no se nos vienen encima. No hubo tiempo de comprobarlo.
—Y se agachó directamente frente al asiento de Lisa—. Lo primero que debemos hacer es
deshacernos de esta mujer. Page ha dado cuenta a Witwer de su nuevo disfraz y los detalles
habrán sido radiados en todas direcciones.
Todavía agachado, Fleming agarró a Lisa. Arrojando su arma a Anderton, la cogió por la
garganta. Horrorizada, Lisa intentó arañarle frenéticamente. Ignorándola, Fleming cerró sus
manazas sobre el delicado cuello de la mujer, comenzando a ahogarla poco a poco.
—No habrá heridas de bala—explicó jadeante—. Tendrá que parecer... un accidente. Eso
suele ocurrir a menudo. Pero en este caso, habrá que romperle el cuello primero.
Pareció extraño que Anderton hubiera esperado tanto. Pero conforme se hundían las
manos de Fleming cruelmente en la suave piel de su mujer, Anderton cogió la pesada pistola
por el cañón y asestó un golpe seco en el cráneo de Fleming por detrás de la oreja. Las
monstruosas manos de Fleming se aflojaron. Abatido fulminantemente, la cabeza de Fleming
cayó y todo su cuerpo chocó contra la pared de la cabina. Trató aún de recuperarse, pero
Anderton volvió a golpearle y esta vez se desplomó como un fardo.
Jadeando fatigosamente por recobrar el aliento Lisa permaneció un momento inclinada,
con el cuerpo estremecido. Después, gradualmente, el color volvió a su rostro
- 19 -
*****
Saltó hacia la parte trasera del aparato donde Fleming yacía extendido por el suelo de la
cabina. Sin tocar la cabeza del caído, le desabrochó la ropa y comenzó a registrarle todos los
bolsillos. Un momento más tarde, la cartera manchada de sudor de Fleming estaba en sus
manos.
Tod Fleming, de acuerdo con su identificación, era un mayor del Ejército agregado al
Departamento de Inteligencia Militar. Entre varios otros, aparecía un documento firmado por
el general Kaplan, estableciendo que Fleming se hallaba bajo la especial protección de su
propio grupo, la Liga Internacional de Veteranos.
Fleming y sus hombres actuaban a las órdenes del general Leopold Kaplan. El camión
cargado de pan, el accidente, todo había sido deliberadamente preparado.
Aquello significaba que Kaplan le había sustraído deliberadamente de las manos de la
policía. El plan arrancaba desde el primer contacto en su propia residencia, cuando Kaplan le
mandó capturar y le encontró preparando su equipaje. Con cierta incredulidad, Anderton
comprendió lo que realmente había sucedido. Desde el principio, todo había sido una
estrategia elaborada para tener la seguridad de que Witwer fracasaría en su intento de
arrestarle.
—Ahora veo que me estabas diciendo la verdad —dijo Anderton a su esposa, al volver al
asiento delantero—. ¿Podremos hablar con Witwer?
Ella hizo un gesto afirmativo, indicando el circuito de comunicaciones del tablero.
—¿Qué... encontraste?
—A ver si conseguimos ver a Witwer. Quiero hablar con él tan pronto como pueda. Es muy
urgente.
Lisa marcó rápidamente la llamada en el dial, por el canal privado de la policía y del
Cuartel General de Nueva York. Al momento se iluminó la pequeña pantalla y las facciones
de Ed Witwer aparecieron en ella.
—¿Se acuerda de mí?—le preguntó Anderton.
Witwer se quedó mudo de asombro.
—¡Buen Dios! ¿Qué ha ocurrido? Lisa, ¿le trae usted misma? —Enseguida se fijó en el
arma que sostenía en sus manos y su rostro se endureció. — Mire—gritó furioso— ¡No vaya
a hacerle daño! Sea lo que sea lo que usted piensa, ella no es responsable de nada.
—He descubierto algo importante—le contestó Anderton—. ¿Puede ayudarnos? Es
posible que necesitemos ayuda a nuestro regreso.
—¿Regreso?—Dijo Witwer mirándole sin dar crédito a lo que oía—. ¿Es que viene usted
aquí tal vez? ¿Viene a entregarse por sí mismo?
—Así es, en efecto.—Y hablando rápidamente, Anderton añadió— Hay algo que tiene
usted que hacer inmediatamente. Cierre absolutamente el bloque de los «monos». Tenga la
certeza de que nadie entra, ni Page, ni nadie. Especialmente gente del Ejercito.
—Kaplan—repuso la imagen en miniatura.
—¿Qué pasa con él?
—Estuvo aquí. Acaba... de marcharse.
Anderton creyó que se le detenía el corazón.
- 20 -
*****
—Sí.
—No pensará usted que yo... he intrigado para arrebatarle el puesto.
—Seguro que sí. Todo el mundo es culpable en este asunto. Y yo estoy conspirando para
evitarlo. Pero hay algo más... de lo que usted no es responsable.
—¿Por qué afirmaba usted que era demasiado tarde al volver para entregarse? Dios mío,
tendremos que confinarle en un campo. La semana pasará y Kaplan todavía estará vivo.
—Estará vivo, sí—concedió Anderton—. Pero puede probar que estaría vivo aun si yo
estuviera paseando por las calles libremente. Tiene la información que demuestra que el
informe de la mayoría no es valido. Puede destruir el sistema Precrimen. Sí, con las dos
caras de la moneda, cara o cruz, él gana... y nosotros perdemos. El Ejército nos desacredita,
y su estrategia sale triunfante.
—Pero, ¿por qué arriesgan tanto? ¿Qué es exactamente lo que quieren?
- 21 -
Una hora más tarde había terminado su comprobación, dejó a un lado los registros y
abandonó el bloque de los «monos». Tan pronto como salió de allí, le preguntó Witwer:
—Bien, ¿qué es lo que ocurre? Parece que hay algo que va mal.
—No—repuso lentamente Anderton—. No exactamente mal.—Y se encaminó hacia la
ventana mirando al exterior.
Las calles estaban abarrotadas de gente. Marchando por el centro de la avenida principal,
pasaba una masa de tropas uniformadas de cuatro en fondo, con armas automáticas,
cascos; soldados en son de guerra, con sus uniformes de combate portando los estandartes
de la Alianza del Bloque Occidental, que flameaban al frío viento de la tarde.
—Un golpe del Ejército—explicó Witwer con voz débil—. Yo estaba equivocado. No van a
hacer ningún trato con nosotros. ¿Por qué tendrían que hacerlo? Kaplan va a hacerlo
público.
—¿Va a leer el informe de la minoría?—dijo Anderton sin sorpresa en la voz.
—Aparentemente. Irán a solicitar del Senado que seamos desmantelados y tomar nuestra
autoridad. Van a afirmar que hemos estado arrestando a gente inocente, con los
procedimientos usuales de la Policía: gobernar con el terror.
—¿Y supone usted que el Senado cederá?
—No quisiera suponerlo.
—Pues yo sí. Lo harán. Lo que estoy viendo concuerda con lo que me había imaginado,
con lo que he sabido. Estamos metidos en una trampa y sólo hay una dirección que tomar.
Tanto si nos gusta como si no, tendremos que hacerlo.—Y sus ojos relampaguearon
vivamente.
Witwer se sintió sobrecogido por una repentina aprensión.
—¿ Hacer qué?
—Una vez que se lo diga, se preguntará que por qué no se le ocurrió a usted.
Sencillamente, voy a matar a Kaplan. Es la única salida que nos queda para evitar que nos
desacredite.
—Pero... —balbuceó Witwer—el informe de la mayoría ha sido reemplazado.
—Yo puedo hacerlo—le informó Anderton. ¿Está usted familiarizado con las leyes que
tratan del asesinato en primer grado?
—Cadena perpetua.
—Por lo menos. Probablemente, usted podrá influir y conmutarla por el exilio. Yo sería
enviado a uno de los planetas alejados de las colonias, a la buena y vieja frontera.
—¿Y prefiere usted eso?
—¡Diablos, no! Pero sería en todo caso, el menor de los males. Y tiene que hacerse. —No
veo de qué forma podría usted matar a Kaplan.
Anderton sacó el imponente revólver atómico de Fleming
—Usaré esto.
—¿Y supone que no le detendrán antes?
—¿Porqué tendrían que hacerlo? Ellos tienen el informe de la minoría que dice que yo he
cambiado de opinión.
—Entonces, ¿el informe de la minoría es incorrecto?
—No—repuso Anderton—. Es absolutamente correcto. Pero voy a matar a Kaplan de
todos modos.
*****
- 23 -
Nunca había matado a ningún hombre. Incluso jamás había visto a un hombre asesinado,
aún habiendo sido comisario de policía durante treinta años. Para aquella generación, el
asesinato deliberado era algo que no existía en la memoria de las gentes. Sencillamente, es
que nunca había ocurrido.
Un coche de la policía le llevó al bloque en que estaba formado el pelotón del Ejército. Allí,
en las sombras, examinó con todo cuidado el funcionamiento de su arma, provista por
Fleming sin quererlo. Parecía intacta. Ya no tenía dudas de cuál había de ser su papel y
estaba absolutamente seguro de lo que iba a ocurrir dentro de media hora. Se guardó
cuidadosamente oculta la pistola y abrió la portezuela del coche.
Nadie le dedicó la menor atención. Imponentes masas de gente cruzaban en todas
direcciones, tratando de ponerse cerca para escuchar lo que el Ejército iba a hacer público.
Los uniformes del Ejército predominaban en la zona dispuesta al efecto y una línea de
tanques desplegados ponía su formidable nota de fuerza en el ambiente.
El Ejército había erigido una plataforma con micrófonos, a la que se subía por unas
escaleras. Tras el sitial del locutor, flameaban al viento los orgullosos estandartes de la
Alianza del Bloque Occidental con el emblema de los poderes combinados que habían tenido
en tiempos de guerra. Por una curiosa deformación del curso del tiempo, la Liga Internacional
de Veteranos reunía en su seno a altos oficiales del campo enemigo. Pero un general era un
general y las sutiles distinciones se habían desvanecido con el curso de los años.
Ocupando las primeras filas de asientos aparecía el Estado Mayor del mando de la
Alianza. Tras ellos, venían los más jóvenes elementos de la organización militar. Las
banderas regimentales ondeaban en una gran variedad de colores y símbolos. De hecho,
aquello parecía más bien una exhibición festiva. Rodeados por un cordón de policías, más a
distancia, aparecían muchos de paisano, manteniendo el orden, aunque más bien como
informadores. Si el orden tenía que ser mantenido, sería el Ejército el que se ocuparía de
hacerlo.
Un murmullo atronador rodeó por todas partes a Anderton mientras se esforzaba por
introducirse entre la densa muchedumbre. Un vivo sentimiento de anticipación le mantenía
rígido y tenso, a punto de explotar. La multitud parecía presentir que algo muy importante iba
a suceder. Con grandes dificultades, Anderton fue pasando una fila tras otra hasta llegar a la
parte delantera donde se hallaban sentados los altos oficiales de la Liga.
Kaplan estaba entre ellos. Pero, ahora, era de verdad el general Kaplan. El traje, el reloj
de oro de bolsillo, el bastón de plata, sus ropas de estilo conservador... todo había
desaparecido. Para la ocasión, Kaplan se había vestido con su antiguo uniforme de los días
de gloria y de poder. Rígido e impresionante, estaba rodeado por todos aquellos otros
generales que formaban su Estado Mayor. Sobre su uniforme brillaban un sinnúmero de
condecoraciones y las estrellas de su rango. Sus botas relucían como espejos y llevaba al
cinto su decorativa espada corta, y sobre la cabeza su gorra de dorada visera.
Dándose cuenta de la presencia de Anderton, el general Kaplan se apartó del grupo de
generales y se dirigió hacia él. Su expresión denotaba cuán alegremente agradecía allí la
presencia del comisario de policía.
—Esto es una grata sorpresa—dijo saludándole y estrechándole la mano—. Tenía la
impresión de que había sido arrestado por el comisario en funciones.
—Todavía estoy fuera de su alcance—comentó Anderton, indicando el paquete que le
había sido entregado por Fleming la noche del accidente.
A despecho de sus nervios, el general Kaplan parecía de buen humor.
—Esta es una gran ocasión para el Ejército—le dijo—. Creo que le agradará oír lo que voy
a manifestar en público, al relatar los espurios cargos esgrimidos contra usted.
—Me parece magnífico—repuso Anderton.
- 24 -
sueño y el anhelo. Casi podía sentir la presencia arropadora del otro mundo, que sólo los
agentes del gobierno y los altos funcionarios habían visto. Un empleado como él no era
probable que llegase a verlo nunca...
- ¿Te levantas o no? - preguntó soñolienta Kristen, su esposa, con su habitual y feroz mal
humor -. Si te levantas, pulsa el botón del café caliente en la cocina.
- Está bien - dijo Douglas Quail, y se fue descalzo del dormitorio a la cocina.
Allí, después de pulsar solícitamente el botón del café, se sentó a la mesa, sacó una latita
de fino rapé Dean Swift, inhaló profundamente, y la mezcla penetró por su nariz, quemándole
el paladar. Pero aun así siguió inhalando; le despertaba y permitía que sus sueños, sus
deseos nocturnos y sus ansias difusas se condensasen en una estructura más o menos
racional.
Iré, se dijo. Antes de morir veré Marte. Era imposible, claro, y lo sabía, incluso mientras
soñaba. Pero la claridad del día, el rumor mundano de su mujer que se cepillaba ahora el
pelo ante el espejo del dormitorio, todo conspiraba para recordarle lo que era. Soy un mísero
empleaducho, se dijo amargamente. Kristen se lo recordaba por lo menos una vez al día. No
se lo reprochaba; era obligación de la esposa hacer bajar al marido a tierra, hacerle asentar
los pies en el suelo. A la Tierra, pensó, y se echó a reír. La imagen era en este caso
perfectamente literal.
- ¿Qué andas olisqueando? - preguntó su mujer irrumpiendo en la cocina, arrastrando su
larga bata rosa -. Un sueño, supongo. Siempre andas con sueños.
- Sí - dijo él, y miró por la ventana de la cocina hacia los vehículos aéreos y los canales de
tráfico y toda la gentecilla apresurada que corría a trabajar. No tardaría en unirse a ellos.
Como siempre.
- Supongo que se relacionará con alguna mujer - dijo torvamente Kristen.
- No - respondió -. Con un dios. El Dios de la Guerra. Tiene maravillosos cráteres con toda
clase de vida vegetal creciendo en las profundidades.
- Escucha - Kristen se inclinó a su lado y habló con vehemencia, desapareciendo
momentáneamente el tono áspero y gruñón de su voz -. El fondo del océano, nuestro
océano, es mucho más hermoso, infinitamente más. Y tú lo sabes; todo el mundo lo sabe.
Alquila dos equipos de agallas artificiales, tómate una semana de vacaciones, y podemos
bajar a vivir allí en una de esas residencias acuáticas que funcionan todo el año. Y además...
- se interrumpió -. No me escuchas. Y deberías escucharme. Lo que te digo es mucho mejor
que esa compulsión, esa obsesión de Marte que te domina, ¡pero ni siquiera me escuchas! -
su voz se volvió chillona -. ¡Ay Dios mío, estás condenado, Doug! ¿Qué va a ser de ti?
- Me voy a trabajar - dijo él, poniéndose en pie y olvidando el desayuno -. Eso es lo que va
a ser de mí.
Ella le miró fijamente.
- Cada vez estás peor. Te veo cada día más fanático. ¡Ya no sé a dónde van a llegar las
cosas!
- A Marte - dijo él, mientras abría la puerta del armario para tomar una camisa limpia.
Después de bajarse del taxi, Douglas Quail cruzó lentamente tres canales de peatones
densamente poblados y cruzó la moderna, atractiva e invitadora entrada. Allí se detuvo, en
medio del tráfico de la mañana, y cautelosamente leyó el anuncio de neón de cambiante
color. Ya había leído muchas veces aquel letrero... pero nunca se había decidido. Ahora era
distinto; lo que lo hacía ahora era otra cosa. Algo que tarde o temprano tenía que suceder.
REKAL, INCORPORATED
¿Era la solución? Después de todo, una ilusión, por muy convincente que fuese, seguía
siendo una ilusión. Al menos objetivamente. Pero subjetivamente... era muy distinto.
Y de todos modos tenía una cita. Cinco minutos más tarde.
Respirando profundamente una bocanada del aire contaminado de Chicago, cruzó el
policromo umbral de la entrada y se acercó a la recepcionista.
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La hermosa rubia del mostrador, pulcra, aseada, los pechos desnudos, le saludó con
suma simpatía:
- Buenos días, señor Quail.
- Buenos días - dijo él -. Estoy aquí para informarme sobre una sesión Rekal. Como
supongo que usted ya sabe.
- Muy bien, señor Quail - dijo la recepcionista; accionó el receptor del videófono y dijo -:
Señor McClane, aquí está el señor Douglas Quail. ¿Puede entrar ya? ¿O es demasiado
pronto?
El intercomunicador emitió algunos extraños sonidos.
- Muy bien, señor Quail - dijo ella -. Puede usted entrar; el señor McClane le espera.
Cuando él avanzaba con paso inseguro, la muchacha añadió:
- Sala D, señor Quail. A su derecha.
Tras un frustrante pero breve momento en que se sintió perdido, pudo encontrar al fin la
sala adecuada. La puerta estaba abierta y dentro, ante una gran mesa de nogal auténtica, se
sentaba un hombre de aire cordial y mediana edad que vestía traje gris de piel de rana
marciana, el último grito de la moda; sólo su atuendo indicaba ya a Quail que se había
dirigido a la persona adecuada.
- Siéntese, Douglas - dijo McClane, indicando con mano regordeta la silla del otro lado de
la mesa -. Así que usted desea haber ido a Marte. Muy bien.
Quail se sentó, inquieto y tenso.
- No estoy seguro que el costo compense - dijo -. Cuesta mucho y, por lo que entiendo, en
realidad no se recibe nada. - Cuesta tanto como ir, pensó.
- Obtiene usted pruebas tangibles de su viaje - discrepó McClane, con énfasis -. Todas las
pruebas necesarias. Se lo demostraré. - Hurgó en uno de los cajones de aquella mesa
impresionante -. El billete.
Sacó de un sobre de papel manila un pequeño cuadrado de cartón.
- Esto prueba que usted fue y... volvió. Postales.
Sacó cuatro postales tridimensionales a todo color y las colocó en hilera sobre la mesa
para que Quail las viese.
- Películas. Tomas hechas por usted de vistas marcianas con una cámara cinematográfica
alquilada.
Le mostró también esto.
- Y los nombres de las personas que conoció, doscientos poscréditos de souvenirs, que
llegarán, de Marte, el mes que viene. Un pasaporte, certificados de las inyecciones que le
pusieron. Y más...
Alzó la vista, hacia Quail.
- Usted sabrá que fue, no lo dude - dijo -. No nos recodará, no me recordará a mí ni haber
estado aquí. Para usted, mentalmente, será un viaje auténtico; se lo garantizamos. Dos
semanas de recuerdos; hasta los más mínimos detalles. Y no lo olvide: si usted alguna vez
duda que realmente realizó un viaje por Marte, podrá volver aquí y se le devolverá su dinero.
¿Comprende?
- Pero no iré - dijo Quail -. A pesar de las pruebas que ustedes me proporcionen no habré
ido. - Lanzó un nervioso suspiro. Le parecía imposible que las implantaciones nemotécnicas
extrafácticas de Rekal, Incorporated funcionasen... pese a lo que había oído decir a la gente.
- Señor Quail - dijo pacientemente McClane -, como explicaba usted en la carta que nos
escribió, no tiene la menor posibilidad de ir realmente a Marte; no puede permitírselo y, más
importante aún, nunca podría llegar a ser agente secreto de Interplan ni nada parecido. Este
es el único medio que tiene de conseguir, ejem, el sueño de su vida; ¿tengo razón o no?
Usted no puede ser esto; usted no puede realmente hacer esto - rió entre dientes -. Pero
puede usted haber sido y haber hecho. Nosotros comprendemos esto. Y nuestros honorarios
son razonables; sin gastos extras escondidos. - Sonrió alentadoramente.
- ¿Es tan convincente el recuerdo extrafáctico? - preguntó Quail.
- 29 -
- Más que el auténtico, señor. Si hubiese usted ido realmente a Marte como agente
secreto de Interplan, habría olvidado ya mucho; nuestro análisis de los sistemas de recuerdo
auténtico (recuerdos auténticos de los acontecimientos principales de la vida de una
persona) muestra que la persona olvida en seguida toda una serie de detalles. Para siempre.
Parte de lo que ofrecemos es que nuestra implantación profunda de recuerdos asegura su
mantenimiento, asegura que nuestros clientes no olvidarán nada. El injerto que se le
implantará en estado de coma es obra de especialistas seleccionados, hombres que han
pasado años en Marte; verificamos todos los detalles en cada caso punto por punto. Y ha
elegido usted un modelo extrafáctico bastante fácil; si hubiese elegido Plutón o hubiese
querido ser emperador de la Alianza Planetaria Interna habría sido mucho más difícil... y los
honorarios serían considerablemente mayores.
Llevándose la mano al bolsillo de la chaqueta para sacar la cartera, Quail dijo:
- Está bien; ha sido la ambición de toda mi vida y estoy convencido que nunca podré
conseguirlo realmente. Así que tendré que conformarme con esto.
- No lo enfoque así - dijo severamente McClane -. No está aceptando usted algo inferior.
El recuerdo auténtico, con toda su vaguedad, sus omisiones y sus elipsis, por no decir sus
distorsiones, es lo que debe considerar inferior. - Aceptó el dinero y apretó un botón de su
mesa -. Pues muy bien, señor Quail - dijo, mientras abría la puerta de su oficina y entraban
rápidamente dos corpulentos individuos.
- Ahora mismo saldrá usted para Marte como agente secreto - añadió, levantándose a
estrechar la húmeda mano del nervioso Quail -. O, mejor dicho, habrá ido usted. Esta tarde a
las cuatro y media estará, ejem, de regreso a la Tierra; un taxi le llevará a su casa y, como
dije, nunca recordará haberme visto o haber venido aquí; no recordará siquiera, en realidad,
haber oído hablar de nosotros.
Con la boca seca por el nerviosismo, Quail siguió a los técnicos y salió de la oficina; lo que
sucediese después dependía de ellos.
¿Llegaré a creer de verdad que estuve en Marte?, se preguntaba. ¿Qué realicé la ilusión
de mi vida? Tenía la extraña y persistente intuición que algo iría mal. Pero exactamente
qué... no lo sabía.
Tendría que esperar para descubrirlo.
Otros objetos diversos que no tenían ningún sentido intrínseco pero que se tejerían en el
tapiz del viaje imaginario de Quail, coincidiendo con sus recuerdos: media pieza antigua de
plata de cincuenta centavos, varias citas de los sermones de John Donne escritas
incorrectamente, cada una de ellas en un trozo independiente de papel transparente como de
seda, varias cajas de cerillas de bares de Marte, una cuchara de acero inoxidable en la que
había grabado Propiedad de la Cooperativa Nacional de la Cúpula Marciana, una cinta
grabada que...
Sonó el intercomunicador:
- Señor McClane, siento molestarle pero ha ocurrido algo terrible. Quizás sea mejor que
baje. Quail está ya bajo sedante; reaccionó bien a la narquidrina; está completamente
inconsciente y se muestra receptivo. Pero...
- Ahora voy - percibiendo algún problema, McClane salió de su oficina; llegó en seguida a
la zona de trabajo.
En una cama higiénica estaba tendido Douglas Quail, respirando lenta y regularmente, con
los ojos prácticamente cerrados; parecía vagamente consciente (sólo vagamente) de los dos
técnicos y, ahora, del propio McClane.
- ¿No hay espacio para insertar los esquemas nemotécnicos falsos? - McClane estaba
irritado -. Basta con borrar dos semanas de trabajo; trabaja de empleado en la Oficina de
Emigración de la Costa Oeste, en el departamento del gobierno, así que tiene que haber
tenido dos semanas de vacaciones en el último año. Eso bastaría. - Los pequeños detalles le
irritaban. No podrá evitarlo.
- El problema - dijo ásperamente Lowe -, es completamente distinto.
Se inclinó sobre la cama y dijo a Quail:
- Cuéntele al señor McClane lo que nos dijo - luego añadió volviéndose a McClane -:
Escuche atentamente.
Los ojos gris verdosos del hombre que estaba tendido en la cama se centraron en la cara
de McClane. La mirada, observó inquieto, se había hecho dura; los ojos tenían un brillo liso,
inorgánico, como de piedras semipreciosas desgastadas. No le gustaba lo que veía; aquel
brillo era demasiado frío.
- ¿Que quieren ustedes ahora? - dijo ásperamente Quail -. Me han descubierto. Salgan de
aquí antes que los haga pedazos. - Miró atentamente a McClane -. Sobre todo usted -
continuó -: Usted está a cargo de esta operación de contraespionaje.
- ¿Cuánto tiempo estuvo usted en Marte? - dijo Lowe.
- Un mes - respondió Quail.
- ¿Con qué propósito vino usted aquí? - exigió Lowe.
Quail frunció los labios; le miró pero no dijo nada. Por fin, arrastrando las palabras para
darles un tono hostil, dijo:
- Soy agente de Interplan, ya se lo dije. ¿Es que no se acuerda? Lleve a su jefe la cinta
audiovisual y déjeme en paz.
Luego cerró los ojos; el brillo frío se desvaneció.
McClane sintió, instintivamente, una sensación de alivio.
- Es un hombre duro, señor McClane - dijo quedamente Lowe.
- Dejará de serlo - dijo McClane - cuando le hagamos perder la secuencia nemotécnica
otra vez. Será tan pusilánime como antes. - Luego dijo, dirigiéndose a Quail -: Así que por
eso quería usted ir a Marte, por eso tenía tantas ansias de hacerlo.
Sin abrir los ojos, Quail dijo:
- Yo nunca quise ir a Marte. Se me asignó esa tarea... me dieron esa misión y fui... Bueno,
sí, admito que sentía cierta curiosidad; ¿y quién no?
Abrió de nuevo los ojos y los examinó a los tres, en particular a McClane.
- Me han dado una auténtica droga de la verdad; despierta cosas de las que ya no tenía el
menor recuerdo.
Pareció meditar unos instantes.
- 31 -
- ¿Y Kristen? - dijo, hablando casi para sí mismo -. ¿Estaría metida en esto? Un contacto
de Interplan controlándome... para asegurarse que no recupere la memoria... no es extraño
que se opusiese tanto a mis deseos de ir allí.
- Créame, por favor, señor Quail - dijo McClane -; dimos con esto por puro accidente. El
trabajo que hacemos...
- Le creo - dijo Quail. Parecía cansado ya; la droga seguía penetrando en él cada vez más
profundamente.
- ¿Dónde dije qué había estado? - murmuró -. ¿En Marte? Me cuesta trabajo recordar... sé
que me gustaría conocerlo; como a todo el mundo. Pero yo... - su voz se desvanecía -. Sólo
soy un empleado insignificante.
Lowe se incorporó y dijo a su superior:
- El deseaba un recuerdo falso que correspondía a un viaje que realmente hizo. Y una
razón falsa que fue la razón real. Está diciendo la verdad; la narquidrina hizo efecto hace ya
rato. El viaje es muy vívido en su mente... al menos bajo sedante. Pero al parecer no lo
recuerda de otro modo. Alguien, probablemente en un laboratorio de ciencias militares del
gobierno, borró sus recuerdos conscientes; lo único que sabía era que ir a Marte significaba
para él algo especial, y también el ser agente secreto. No pudieron borrar eso; no es un
recuerdo sino un deseo, indudablemente el mismo que le empujó a ofrecerse voluntario para
la misión en un principio.
El otro técnico, Keller, dijo a McClane:
- ¿Qué hacemos? ¿Implantar un esquema nemotécnico falso sobre el recuerdo auténtico?
Es imposible saber lo que resultará de eso; podría recordar algo del viaje verdadero, y la
confusión podría provocar un proceso psicótico. Tendría que mantener dos premisas
opuestas en su mente de modo simultáneo: que fue a Marte y que no fue. Que es un
auténtico agente de Interplan y que no lo es. Creo que deberíamos despertarle sin
implantarle ningún recuerdo falso y echarle de aquí; puede ser peligroso.
- De acuerdo - dijo McClane. Se le ocurrió una idea -. ¿Puede usted predecir lo que
recordará cuando desaparezcan los efectos del sedante?
- No hay modo de saberlo - dijo Lowe -. Lo más probable es que tenga un recuerdo difuso
y vago de su viaje real. Y tendrá posiblemente grandes dudas de su autenticidad; quizás
piense que nuestro programa alteró algún mecanismo. Y recordará haber venido aquí; eso
no se borraría... a menos que quisiera usted borrarlo.
- Cuanto menos nos mezclemos en este asunto - dijo McClane -, mejor. Es peligroso;
hemos sido lo bastante idiotas, o lo bastante desdichados, para descubrir a un auténtico
espía de Interplan que tenía una cobertura tan perfecta que hasta ahora ni siquiera él sabía
que lo era... o más bien que lo es.
Cuanto antes se quitasen de encima a aquel hombre que decía llamarse Douglas Quail
mejor.
- ¿Van a distribuir los expedientes Tres y Sesenta y Dos en su casa? - dijo Lowe.
- No - dijo McClane -. Y le devolveremos la mitad de los honorarios.
- ¡La mitad! ¿Por qué la mitad?
- Me parece una buena solución de compromiso - dijo McClane sin mucha convicción.
Había traído varios ejemplares de fauna marciana, que había podido pasar por la aduana
porque los llevaba escondidos. Aunque en realidad no representaban ninguna amenaza; no
podían sobrevivir en la pesada atmósfera de la Tierra.
Buscando en el bolsillo de la chaqueta intentó localizar el recipiente de los gusanos
marcianos...
Y, en vez de él, encontró un sobre.
Lo abrió y descubrió, asombrado, que contenía setenta créditos, en billetes de bajo valor.
¿De dónde salía aquello?, se preguntó. ¿No había gastado hasta el último postcrédito de
su viaje?
Con el dinero había un trozo de papel que decía: «Devolución de la mitad de los
honorarios. McClane». Y luego la fecha. La fecha de aquel mismo día.
- Recuerdo - dijo en voz alta.
- ¿Qué recuerda, señor o señora? - inquirió respetuoso el robot conductor del taxi.
- ¿Tiene una lista telefónica? - preguntó Quail.
- Desde luego, señor o señora.
Se abrió un panel con la lista telefónica micrograbada del condado de Cook.
- Tiene un nombre extraño - dijo Quail mientras repasaba las páginas de la sección
amarilla.
Luego sintió miedo; un miedo espectante.
- Aquí está - dijo -. Lléveme allí, a Rekal, Incorporated. He cambiado de idea. No quiero ir
a casa.
- De acuerdo, señor o señora, como quiera - dijo el conductor. Un momento después el
taxi avanzaba en dirección opuesta.
- ¿Puedo usar su teléfono? - preguntó.
- Haga lo que guste - dijo el conductor robot. Y le ofreció un relumbrante teléfono color, del
nuevo modelo de tres dimensiones, tipo emperador.
Marcó el número de su casa, y tras una pausa vio una imagen de Kristen en la pantalla, en
miniatura pero asombrosamente realista.
- He estado en Marte - le dijo.
- Estás borracho - dijo ella mirándole torva y burlonamente -. O algo peor.
- Es la verdad.
- ¿Cuándo? - preguntó ella.
- No lo sé. - Se sentía confuso -. Un viaje simulado, supongo. Por medio de una de esas
agencias nemotécnicas artificiales o extrafácticos. No lo sé.
- Estás borracho - dijo Kristen cansinamente. Y desconectó.
El desconectó también, ruborizándose. Siempre el mismo tono, se dijo. Siempre las
mismas respuestas, como si ella lo supiese todo y él no supiese nada. Qué matrimonio.
Un momento después el taxi se detuvo junto a la acera ante un edificio rosado muy
atractivo y moderno, sobre el que un letrero de neón policromado y cambiante decía: REKAL
INCORPORATED.
La recepcionista, muy elegante y desnuda de la cintura para arriba, le miró con sorpresa y
tardó unos instantes en recuperarse.
- Hola, señor Quail - dijo nerviosa -. ¿Cómo está usted? ¿Se le olvidó algo?
- Vengo por el resto del dinero - dijo él.
Más tranquila ya, la recepcionista dijo:
- ¿El dinero? Creo que está usted en un error, señor Quail. Estuvo usted aquí hablando
sobre la posibilidad de un viaje extrafáctico para usted, pero... - encogió sus pálidos y suaves
hombros -. Según tengo entendido, no hizo usted el viaje.
Lo recuerdo todo, señorita - dijo Quail -. Mi carta a Rekal, Incorporated, que puso en
marcha todo el asunto. Recuerdo mi llegada aquí, mi entrevista con el señor McClane. Luego
los dos técnicos del laboratorio que me administraron la droga.
- 33 -
No era extraño que la empresa le hubiese devuelto la mitad de los honorarios. El recuerdo
falso de su «viaje a Marte» no había resultado... al menos no del todo. No, según lo
prometido.
- Señor Quail - dijo la chica -, aunque sea un empleado de poca categoría es usted
atractivo y el enfurecerse estropea sus rasgos. Si se tranquilizase, yo podría, ejem, irme con
usted...
Quail se puso furioso.
- Le recuerdo - dijo ferozmente -. Por ejemplo, el hecho que sus pechos estén rociados de
azul; eso se me grabó. Y recuerdo que el señor McClane me prometió que si recordaba mi
visita a Rekal, Incorporated me devolvería todo mi dinero. ¿Dónde está el señor McClane?
Tras un rato de espera (probablemente todo lo largo que pudieron lograr) se encontró una
vez más sentado frente a la impresionante mesa de nogal, exactamente igual que una hora
antes.
- Vaya técnica la suya - dijo sardónicamente Quail; su disgusto y su resentimiento eran
enormes -. Mi supuesto «recuerdo» de un viaje a Marte como agente secreto de Interplan es
nebuloso y vago y lleno de contradicciones. Y sin embargo recuerdo claramente mis tratos
aquí con su gente. Creo que debo comunicar esto al Departamento de Control de los
Negocios.
Ardía de cólera; la sensación de haber sido engañado le dominaba por completo, había
destruido su habitual aversión a participar en un enfrentamiento público.
Con aire suave, además de cauto, el señor McClane dijo:
- Capitulamos, Quail. Le devolveremos todo su dinero. Admito que no hicimos
absolutamente nada por usted. - Su tono era resignado.
- Ni siquiera me proporcionaron - dijo Quail acusando - los diversos objetos que usted
afirmó que «me demostrarían» que había estado en Marte. Todos los cuentos que me
endosó no se han materializado para nada. Ni siquiera tengo el billete. No tengo postales. Ni
pasaporte. Ni pruebas de las inyecciones de inmunización. Ni...
- Escuche, Quail - dijo McClane -. Suponga que le digo...
Se interrumpió.
- Dejémoslo - pulsó un botón del intercomunicador -. Shirley, entregará usted un cheque
de quinientos setenta créditos más al señor Douglas Quail. Gracias.
Desconectó y luego miró a Quail.
Apareció el cheque; la recepcionista lo colocó ante McClane y se desvaneció una vez
más, dejando solos a los dos hombres, que aún se miraban frente a frente por encima de la
superficie de la gran mesa de nogal.
- Permítame que le dé un consejo - dijo McClane después de firmar el cheque y pasárselo
-. No hable de su, ejem, de su reciente viaje a Marte con nadie.
- ¿Qué viaje?
- Bueno, esa es la cuestión - dijo, tercamente, McClane -. El viaje que recuerda usted
parcialmente. Haga como que no lo recuerda, finja que nunca tuvo lugar. No me pregunte por
qué; pero siga mi consejo: será mucho mejor para todos nosotros.
Había comenzado a transpirar. Copiosamente.
- Y ahora, señor Quail, tengo otros asuntos pendientes, tengo que ver a otros clientes. - Se
levantó y empujó a Quail hacia la puerta.
Cuando abrió la puerta, Quail dijo:
- Una empresa que trabaja tan mal no debería tener ningún cliente - y cerró de un portazo.
Cuando llegó a su apartamento se sentó ante su Hermes Rocket portátil, abrió un cajón
para buscar papel de copias... y vio una cajita familiar. Una caja que había llenado
cuidadosamente en Marte con fauna marciana y que había logrado pasar de contrabando por
la aduana.
Al abrir la caja vio, asombrado, seis gusanos muertos y varios especímenes de seres
unicelulares de los que se alimentaban los gusanos marcianos. Los protozoos estaban
secos, marchitos, pero los reconoció; había tardado todo un día en encontrarlos entre las
grandes y extrañas rocas oscuras. Un maravilloso e iluminador paseo de exploración.
Pero yo no fui a Marte, analizó.
Sin embargo, por otra parte...
Apareció Kristen en la puerta, cargada de comestibles en una bolsa marrón pálido.
- ¿Cómo estás en casa a estas horas? - su voz, igual hasta la eternidad, era acusatoria.
- ¿Fui a Marte? - le preguntó -. Tú lo sabrías.
- No, claro que no fuiste a Marte; deberías saberlo, supongo. ¿No estás siempre deseando
ir?
- Dios mío - dijo -, estoy seguro de haber ido. - Tras una pausa añadió -: Y al mismo
tiempo creo que no fui.
- A ver si te aclaras.
- ¿Cómo? - hizo un gesto desesperado -. Tengo ambos recuerdos dentro de la cabeza;
uno es real y el otro no lo es, pero no puedo diferenciarlos. ¿Por qué no puedo confiar en ti?
Ellos no trataron contigo.
Al menos podría hacer esto por él; aunque jamás hiciese otra cosa.
Kristen dijo con una voz llana y controlada:
- Doug, si no te controlas, estamos listos. Tendré que dejarte.
- Tengo problemas - dijo él, con voz áspera; sintió un escalofrío -. Probablemente sea un
problema psicológico; espero que no, pero... quizás lo sea. Lo explicaría todo.
Dejando la bolsa de alimentos, Kristen se dirigió al armario.
- Te hablo en serio - dijo quedamente; se quitó la chaqueta, la colgó y volvió a la puerta de
calle -. Te telefonearé un día de estos, pronto. Adiós, Doug. Espero que puedas salir de esto;
te pido realmente que lo hagas. Por tu propia seguridad.
- Espera - dijo él, desesperado -. Dímelo de forma terminante; dime si fui o no fui... lo que
sea. - Pero ellos quizás hubiesen alterado también su secuencia nemotécnica, pensó.
Se cerró la puerta. Su mujer le había abandonado. ¡Al fin!
- Bueno, está bien - dijo una voz detrás de él -. Ahora levanta las manos, Quail. Y vuélvete
también, por favor, y mira hacia aquí.
Se volvió instintivamente, sin levantar las manos.
El hombre que le miraba vestía el uniforme color melocotón del Departamento de Policía
Interplanetaria, y su arma parecía ser un modelo de las Naciones Unidas. Y, por alguna
extraña razón, aquel individuo le resultaba familiar; familiar de un modo nebuloso y confuso,
indeterminable. Por fin, levantó las manos.
- Recuerdas - dijo el policía - tu viaje a Marte. Sabemos todo lo que has hecho hoy y
conocemos todos tus pensamientos... en particular tus importantísimos pensamientos
durante el viaje de Rekal, Incorporated a casa - y añadió una explicación -: implantamos un
transmisor telepático en tu cráneo; nos mantiene constantemente informados.
Un transmisor telepático; fabricado con plasma vivo que se había descubierto en la Luna.
Se estremeció con una sensación de repugnancia. Tenía dentro de sí aquello, aquella cosa
viva dentro de su propio cerebro, alimentándose, escuchando, alimentándose. Pero la Policía
Interplanetaria lo utilizaba; esto había salido incluso en los homeopapers. Así que, pese a lo
desagradable que era, quizás fuese cierto.
- ¿Pero por qué a mí? - dijo ásperamente Quail. ¿Qué había hecho él... o pensado? ¿Y
qué tenía esto que ver con Rekal, Incorporated?
- 35 -
- En realidad - dijo el policía de Interplan -, esto no tiene nada que ver con Rekal; es algo
entre tú y nosotros. - Indicó su oído derecho -. Aún sigo recibiendo tus procesos mentales a
través del transmisor cefálico.
Quail vio en la oreja de aquel hombre un pequeño aparato de plástico blanco.
- Por eso debo advertirte: todo lo que pienses puede ser utilizado contra ti. - Sonrió -. No
es que eso importe ya; ya que bajo los efectos de la narquidrina hablaste al señor McClane y
a sus técnicos de tu viaje; dijiste a dónde fuiste, para quién trabajas y parte de lo que hiciste.
Están muy asustados. Lamentan haberte conocido. - Luego añadió meditabundo -: Y tienen
razón.
- Yo nunca hice ningún viaje - dijo Quail -. Es una secuencia nemotécnica falsa
incorrectamente implantada por los técnicos de McClane.
Pero luego pensó en la caja, la caja en su escritorio que contenía formas de vida
marcianas. Y el trabajo que le había costado reunirlas; esto desde luego era auténtico. A
menos que McClane lo hubiese preparado todo. Quizás aquello fuese una de las «pruebas»
que le había mencionado McClane.
El recuerdo de mi viaje a Marte, pensó, no me convence... pero por desgracia ha
convencido al Departamento de Policía Interplanetaria. Creen que realmente fui a Marte y
que, al menos parcialmente, soy consciente de ello.
- No sólo sabemos que fuiste a Marte - dijo el policía de la Interplan, contestando a sus
pensamientos -, sino que sabemos que recuerdas ahora lo suficiente para crear dificultades.
Y no tendría ninguna utilidad que borrásemos tu recuerdo consciente de todo esto, porque si
lo hiciésemos simplemente te presentarías en Rekal, Incorporated otra vez, y sería volver a
empezar. Y no podemos meternos con McClane y su negocio porque no tenemos jurisdicción
más que sobre nuestra propia gente. En realidad McClane no ha cometido ningún delito -
miró a Quail -. Ni tampoco tú, teóricamente. No fuiste a Rekal, Incorporated con la idea de
recuperar tu memoria; fuiste, como comprendimos, por la razón habitual por la que lo hace la
gente... El amor por la aventura de las gentes sencillas... - Luego añadió -: Por desgracia tú
no perteneces a ese grupo, y ya has tenido demasiadas emociones; lo que menos
necesitabas de todo el universo era un servicio de Rekal, Incorporated. Nada podría haber
sido peor para ti y para nosotros. Y, en realidad, para McClane.
- ¿Por qué puede ser peligroso para vosotros - dijo Quail - el que recuerde mi viaje, mi
supuesto viaje, y lo que hice allí?
- Por que lo que tú hiciste no está de acuerdo con nuestra gran imagen pública de Padre
Blanco Protector. Hiciste, por nosotros, lo que nunca hacemos. Como llegarás a recordar...
gracias a la narquidrina. Esa caja de gusanos y algas muertas lleva seis meses en un cajón
de tu escritorio, desde que regresaste. Y en ningún momento mostraste la menor curiosidad
por ella. Ni siquiera supimos que la tenías hasta que la recordaste cuando volvías a casa en
el taxi; entonces vinimos aquí a buscarla - añadió sin necesidad -, pero no tuvimos suerte. No
hubo tiempo suficiente.
El segundo policía de Interplan se acercó al primero; los dos conferenciaron brevemente.
Entre tanto, Quail pensaba con gran rapidez. Ahora recordaba más, el policía tenía razón en
lo de la narquidrina. También ellos, la Interplan, debían utilizarla. Era lo más probable.
¿Probable? Estaba convencido que lo hacían; les había visto aplicársela a un preso. ¿Dónde
había sido aquello? ¿En alguna parte de la Tierra? Más probablemente en la Luna, decidió,
viendo alzarse la imagen de su vacilante (aunque cada vez menos) memoria. Y recordó algo
más. La razón para que le enviasen a Marte; el trabajo que había hecho allí.
No era extraño que le hubiesen borrado el recuerdo.
- Oh, Dios mío - dijo el primero de los dos policías de Interplan, interrumpiendo su
conversación con el otro; había captado, evidentemente, los pensamientos de Quail -. Bueno,
esto es mucho peor; ahora ya no habrá solución. - Caminó hacia Quail, apuntándole de
nuevo con su pistola -. Tendremos que matarte ahora mismo - dijo.
Su compañero dijo con nerviosidad:
- 36 -
- ¿Por qué ahora mismo? Podemos simplemente llevarle a la Interplan de Nueva York y
dejarle allí, para que ellos...
- Él sabe por qué tiene que ser inmediatamente - dijo el primer policía, que también
parecía nervioso ahora. Quail comprendió que era por una razón totalmente distinta. Había
recuperado de pronto casi por completo su memoria. Y comprendía perfectamente el
nerviosismo del policía.
- En Marte - dijo ásperamente Quail -, maté a un hombre. Después de burlar a quince
guardaespaldas. Algunos de ellos armados con pistolas como las vuestras.
Interplan le había adiestrado durante un período de cinco años para convertirle en un
asesino. Un asesino profesional. Sabía desembarazarse de adversarios armados... como
aquellos policías; y el del receptor en la oreja lo sabía también.
Si actuaba con suficiente rapidez...
La pistola disparó. Pero se había hecho a un lado y al mismo tiempo derribado al policía
que la empuñaba. En un instante logró apoderarse de la pistola y apuntó al otro policía, que
le miraba confuso.
- Leía en mis pensamientos - dijo Quail, jadeando por el esfuerzo -. Sabía lo que iba a
hacer, pero de todos modos lo hice.
Incorporándose, el policía derribado gruñó:
- No utilizará la pistola contra ti, Sam; puedo leer lo que piensa. Sabe que está liquidado,
sabe que nosotros lo sabemos también. Vamos, Quail.
Laboriosamente, gimiendo de dolor, consiguió ponerse en pie. Extendió la mano,
vacilante.
- La pistola - dijo a Quail -. No puedes utilizarla, y si me la devuelves puedo garantizarte
que no te mataré; tendrás una oportunidad, decidirá sobre tu caso un funcionario superior de
la Interplan, no yo. Quizás puedan borrar otra vez tu recuerdo; no lo sé. Pero sabes por qué
yo iba a matarte; no puedo evitar que lo recuerdes. Así que mi razón por querer matarte es
en cierto modo algo pasado.
Quail, sin soltar la pistola, salió de la casa, y corrió hacia el ascensor. Si me sigues, pensó,
te mataré. Así que no lo hagas. Apretó el botón del ascensor y, un momento después, las
puertas se cerraron.
El policía no le había seguido. Evidentemente había captado sus decididos pensamientos
y no había querido correr el riesgo.
El ascensor descendió. Había conseguido escapar... por aquella vez. Pero ¿qué pasaría la
siguiente? ¿A dónde iría?
El ascensor llegó abajo; un momento después Quail se perdía entre la multitud de
ciudadanos que corrían por los canales. Le dolía la cabeza y se sentía mal. Pero por lo
menos se había librado de una muerte segura; habían estado a punto de matarle allí mismo,
en su propia casa.
Y probablemente vuelvan a hacerlo, pensó. Cuando me encuentren. Y con este transmisor
dentro, no tardarán mucho.
Irónicamente, había conseguido lo mismo que había pedido a Rekal, Incorporated:
Aventuras, peligros, la policía de Interplan tras él, un viaje secreto y peligroso a Marte en el
que se jugaba la vida... todo lo que él había querido como recuerdo falso.
Las ventajas de un simple recuerdo, y nada más, podía apreciarlas ahora.
En el banco del parque, solo, se puso a observar ceñudo una bandada de pertos, unas
semiaves importadas de las dos lunas de Marte, capaces de elevarse a gran altura en su
vuelo, incluso con la inmensa gravedad de la Tierra.
Quizás pudiese volver a Marte, pensó. Pero, ¿luego qué? Marte sería peor: la
organización política a cuyo jefe había asesinado le localizaría en cuanto saliese de la nave;
allí tendría a la Interplan y a ellos tras él.
- 37 -
¿Oyes mi pensamiento? preguntó. Acabaría paranoico; allí sentado, solo, les sentía
controlándole, registrándole, analizándole... Se estremeció, se levantó, caminó sin objetivo,
las manos profundamente hundidas en los bolsillos. No importa a dónde vaya, comprendió.
Siempre estaréis conmigo. Mientras tenga este intruso dentro de la cabeza.
Haré un trato contigo, pensó para sí... y para ellos. ¿No podríais imprimir un patrón de
recuerdo falso de nuevo en mi mente, como hicisteis antes, según el cual yo hubiese vivido
una vida rutinaria y normal y nunca hubiese ido a Marte, jamás hubiese visto un uniforme de
la Interplan de cerca y nunca hubiese manejado una pistola?
- Como te hemos explicado detenidamente, eso no bastaría - contestó una voz dentro de
su cerebro.
Se detuvo, atónito.
- Antes nos comunicábamos contigo así - continuó la voz -. Cuando operabas en el
campo, en Marte. Hacía meses que no lo hacíamos. Supusimos, en realidad, que no
tendríamos que volver a hacerlo. ¿Dónde estás?
- Andando - dijo Quail - hacia la muerte.
Voy a que me maten las pistolas de vuestros agentes, pensó.
- ¿Por qué estáis tan seguros que aquello no bastaría? - preguntó -. ¿Es que no funcionan
la técnicas de Rekal?
- Como dijimos, si se te diese un grupo de recuerdos medios, normales, te sentirías...
inquieto. Irías a parar inevitablemente a Rekal o a uno de sus competidores de nuevo. No
podemos correr otra vez el riesgo.
- Supongo - dijo Quail - que una vez cancelados mis recuerdos auténticos pueden
implantarse recuerdos más vitales e interesantes que los ordinarios. Algo que satisfaciese
mis deseos. Supongo que lo habréis comprobado; probablemente me admitieseis en un
principio por esos mismos deseos. Pero tenéis que ser capaces de entregarme algo
parecido... algo igual. Yo era el hombre más rico de la Tierra hasta que entregué todo mi
dinero para instituciones educativas. O, por ejemplo, un famoso explorador del espacio
profundo. Cualquier cosa de ese tipo. ¿No serviría?
Silencio.
- Intentadlo - dijo desesperadamente -. Consultad con algunos de vuestros psiquiatras
militares de primera fila; explorad mi mente. Descubrid cuáles son mis máximos anhelos. -
Intentó pensar - Mujeres. Miles de mujeres, como Don Juan. Un Don Juan interplanetario...
una amante en cada ciudad de la Tierra, la Luna y Marte. Pero que lo abandonó todo,
cansado. Por favor - suplicó -. Intentadlo.
- ¿Te rendirías entonces voluntariamente? - preguntó la voz dentro de su cabeza -. ¿Te
rendirías si aceptásemos probar con esa solución? ¿Si fuese posible?
- Sí - dijo, tras dudar unos instantes. Correré el riesgo, pensó, que sencillamente me
matéis.
- Haz tú el primer movimiento - dijo la voz -. Dirígete hacia nosotros. E investigaremos las
posibilidades. Pero si no podemos hacerlo, si tus auténticos recuerdos comienzan a brotar
otra vez como lo han hecho ahora, entonces... - hubo un silencio y luego la voz concluyó -:
tendremos que destruirte. Supongo que lo comprenderás. Bueno, Quail, ¿aún quieres
intentarlo?
- Sí - dijo. Porque la alternativa era la muerte inmediata... y segura. Al menos así tenía una
oportunidad, por pequeña que fuese.
- Preséntate en nuestro cuartel general de Nueva York - continuó la voz del policía de
Interplan -. En el número 580 de la Quinta Avenida, duodécimo piso. En cuanto te hayas
rendido, nuestros psiquiatras se ocuparán de ti; haremos pruebas de tu deseo más íntimo, tu
fantasía más anhelada... y luego te llevaremos otra vez a Rekal, Incorporated; solicitaremos
su colaboración para que satisfagan ese deseo mediante retrospección sustituta subrogada.
Y... buena suerte. Te debemos algo; actuaste como instrumento eficaz en beneficio nuestro.
- 38 -
No había malicia en aquella voz; en realidad si ellos, la organización, sentía algo hacia él
era simpatía.
- Gracias - dijo Quail. Y empezó a buscar un taxi robot.
- Señor Quail - dijo el serio y viejo psiquiatra de la Interplan -, posee usted una fantasía -
sueño muy interesante. Probablemente su conciencia ni siquiera se lo imagina. Esto es
bastante común; por otra parte espero que no le inquiete demasiado enterarse.
El oficial de alta graduación de la Interplan que estaba presente dijo con aspereza:
- Es mejor que no esté demasiado alterado cuando lo oiga, si espera conservar la vida.
- A diferencia de la fantasía de desear ser un agente secreto de la Interplan - continuó el
psiquiatra -, lo que, siendo producto de la madurez, relativamente hablando, tenía cierta
plausibilidad, esta producción es un sueño grotesco de su niñez; no es extraño que no fuese
capaz de recordarlo. Su fantasía es ésta: tiene usted nueve años y camina por un sendero en
el campo. Una nave espacial, bastante rara, procedente de otro sistema solar, aterriza
directamente frente a usted. Sólo usted, señor Quail, la ve en la Tierra. Las criaturas que hay
dentro son muy pequeñas y desvalidas, una especie de ratones de campo, aunque se
proponen invadir la Tierra; pronto les seguirán otras decenas de miles de naves que esperan
a que éste grupo de observación dé la señal.
- Y supongo que los detengo - dijo Quail, experimentando una mezcla de repugnancia y
complacencia -. Yo sólo acabo con ellos. Probablemente a pisotones.
- No - dijo pacientemente el psiquiatra -. Usted impide la invasión, pero no destruyéndolos.
En vez de eso, se muestra amable y cordial con ellos, aunque por telepatía (que es el
sistema de comunicación de estos seres) sabe por qué han venido. Ellos jamás han visto
rasgos tan humanitarios en un organismo inteligente, y para mostrar su agradecimiento
hacen un trato con usted.
- No invadirán la Tierra mientras yo siga vivo - dijo Quail.
- Exactamente - dijo el psiquiatra al oficial de la Interplan -. Puede ver que esto se ajusta a
su personalidad, pese a su burla fingida.
- Así que simplemente existiendo - dijo Quail, sintiendo una creciente satisfacción -,
simplemente con estar vivo, logro librar a la Tierra de una amenaza. Entonces soy la persona
más importante de la Tierra. Sin alzar siquiera un dedo.
- Así es, señor - dijo el psiquiatra -, y eso forma la base de su psique, es una fantasía
infantil sobre la que se apoya su vida. Sin terapia de profundidad y sin droga, nunca la
hubiese recordado. Pero ha existido siempre dentro de usted; se ha mantenido sumergida,
pero nunca se ha apagado.
El alto funcionario dijo a McClane, que estaba allí sentado escuchando atentamente:
- ¿Puede usted implantar un esquema nemotécnico extrafáctico de este tipo en él?
- Manejamos todos los tipos de deseo - fantasía que existen - dijo McClane -.
Francamente, me he encontrado con muchos peores que éste. Claro que podemos hacerlo.
Dentro de veinticuatro horas no sólo deseará haber salvado la Tierra; creerá con toda certeza
que sucedió realmente.
- Entonces puede empezar a trabajar - dijo el funcionario de policía -. Como preparación
hemos borrado una vez más el recuerdo de su viaje a Marte.
- ¿Que viaje a Marte? - dijo Quail.
Nadie le contestó, así que, a regañadientes, archivó la pregunta. Y, de todos modos, ya
había aparecido un vehículo de la policía; él, McClane y el alto funcionario lo abordaron
camino a Chicago, concretamente a Rekal, Incorporated.
- Será mejor que no cometan ningún error esta vez - dijo el funcionario al nervioso
McClane.
- No veo en qué podríamos equivocarnos - murmuró McClane, sudando -. Esto no tiene
nada que ver con Marte ni con la Interplan. Impedir él solo una invasión de la Tierra por otro
- 39 -
sistema estelar. - Meneó la cabeza -. En fin, vaya sueño. Y por la simple fuerza de la virtud;
sin ninguna violencia. Muy bonito. - Se enjugó la frente con un gran pañuelo de lino.
Nadie decía nada.
- En realidad - dijo McClane - es conmovedor.
- Pero arrogante - dijo secamente el funcionario -. En cuanto él muera, la invasión
continuará. No es extraño que lo olvidara; es la fantasía más grandiosa que conozco. - Miró a
Quail de reojo, con desaprobación -. Y pensar que incluimos a este individuo en nuestra
nómina...
Cuando llegaron a Rekal, Incorporated la recepcionista, Shirley, les recibió sin aliento en la
oficina exterior.
- Bienvenido otra vez, señor Quail - agitaba sus pechos como melones (aquel día pintados
de naranja incandescente), temblando de nerviosismo -. Lamento que todo funcionase tan
mal antes; estoy segura que esta vez todo irá mejor.
McClane, que seguía enjugándose la frente con su pañuelo de lino irlandés, dijo:
- Irá mejor, desde luego. - Moviéndose con rapidez se adelantó a Lowe y a Keeler, y los
condujo, junto con Douglas Quail, a la zona de trabajo, y luego, con Shirley y el funcionario
de alta graduación, regresó a su oficina. Ahí esperarían.
- ¿Tenemos un expediente de este caso, señor McClane? - preguntó Shirley, tropezando
con él en su agitación y ruborizándose luego, tímidamente.
- Creo que sí. - Intentó recordar, luego desistió y consultó el formulario -. Una combinación
- decidió en voz alta - de los expedientes Ochenta y Uno, Veinte y Seis.
De la sección abovedada de la cámara que había detrás de su mesa sacó los
expedientes, y los puso sobre la mesa para inspeccionarlos.
- Del Ochenta y Uno - explicó -, una varita mágica curadora, regalo de la raza de seres de
otro sistema al cliente... en esta ocasión el señor Quail. Una prueba de su gratitud.
- ¿Funciona? - preguntó con curiosidad el funcionario de policía.
- Funcionó una vez - explicó McClane -. Pero, en fin, ¿sabe?, el individuo en cuestión la
utilizó hace años, curando a diestro y siniestro. Ahora es sólo un recuerdo que funcionó
espectacularmente.
Rió entre dientes y luego abrió la carpeta del expediente número Veinte.
- Un documento del secretario general de la ONU dándole las gracias por salvar la Tierra;
éste no nos servirá, porque parte de la fantasía de Quail es que nadie sabe de la invasión
más que él, pero por razones de verosimilitud lo incluiremos.
Inspeccionó luego el expediente número Seis. ¿Qué había allí? No podía recordar.
Frunciendo el ceño, hurgó en la bolsa de plástico mientras Shirley y el oficial de la Interplan
observaban atentamente.
- Aquí dice quiénes eran ellos - dijo McClane -. Y de dónde procedían. Incluye un mapa
estelar detallado que indica la ruta que siguieron para llegar aquí y el sistema de origen. Por
supuesto, está redactado en su idioma y en su alfabeto, así que él no puede leerlo. Pero
recuerda que ellos se lo leyeron en su propia lengua.
Colocó los tres objetos en el centro de la mesa.
- Habrá que llevar esto a casa de Quail - explicó al funcionario -. De modo que los
encuentre cuando regrese a ella. Y eso confirmará su fantasía. PAN... Procedimiento de
Actuación Normal.
Rió entre dientes con cierta aprensión, preguntándose como les iría a Lowe y a Keeler.
Sonó el intercomunicador.
- Señor McClane, siento molestarle - era la voz de Lowe; se quedó helado al reconocerla,
helado y mudo -. Algo sucede. Creo que sería aconsejable que bajase usted aquí a
supervisar. Como la otra vez, el señor Quail reaccionó bien a la narquidrina; está
inconsciente y relajado y se muestra receptivo. Pero...
McClane acudió corriendo a la zona de trabajo.
- 40 -
Douglas Quail estaba tendido en la camilla. Respiraba lenta y regularmente, tenía los ojos
semicerrados y una confusa conciencia de las personas que le rodeaban.
- Empezamos a interrogarle - dijo Lowe, muy pálido -, para descubrir exactamente cuando
tuvo lugar su recuerdo - fantasía de haber salvado la Tierra él solo. Y aunque parezca
extraño...
- Ellos me dijeron que no lo contara - murmuraba Douglas Quail con voz mortecina,
deformada por la droga -. Ese fue el acuerdo. Yo no debía recordarlo siquiera. Pero, ¿cómo
podría olvidar un acontecimiento como ése?
Supongo que sería difícil, reflexionó McClane. Pero lo olvidó... hasta ahora.
- Incluso me dieron un pergamino - murmuró Quail -, como prueba de gratitud. Lo tengo
escondido en mi casa; se los enseñaré.
McClane dijo al funcionario de la Interplan que había bajado corriendo tras él:
- Bueno les sugiero que consideren que es mejor no matarle. Si lo hiciesen «ellos»
regresarían.
- Me dieron también una varita mágica invisible y destructora - murmuró Quail, con los ojos
ya totalmente cerrados -. Con ella maté en Marte a aquel hombre al que me enviaron a
eliminar. Está en el cajón de mi escritorio, junto con la caja de gusanos y de algas que recogí
en Marte.
El funcionario de la Interplan, sin decir palabra, se volvió y salió de la zona de trabajo.
Será mejor que archive otra vez los objetos de prueba de los expedientes, se dijo
resignadamente McClane. Volvió a su oficina caminando lentamente. Incluyendo el
documento del secretario general de la ONU. Después de todo...
El auténtico probablemente no tardase en llegar.
IMPOSTOR
—Un día de estos voy a tomarme unas vacaciones —dijo Spence Olham mientras
desayunaba. Miró a su esposa—. Creo que me merezco un descanso. Diez años es mucho
tiempo.
—¿Y el proyecto?
—Ganarán la guerra sin mí. Nuestra querida bola de arcilla no corre tanto peligro. —
Olham se sentó a la mesa y encendió un cigarrillo—. Las máquinas de noticias alteran los
reportajes para hacernos creer que los alienígenas nos llevan la delantera. ¿Sabes lo que me
gustaría hacer durante las vacaciones? Me gustaría ir de campamento a las montañas que
hay en las afueras de la ciudad, donde fuimos aquella vez. ¿Te acuerdas? Me topé con un
zumaque venenoso y tú casi pisas una culebra.
—¿El bosque de Sutton? —Mary empezó a transportar los platos al fregadero—. El
bosque se quemó hace unas semanas. Pensé que lo sabías. Un incendio repentino.
Olham se entristeció.
—¿Ni siquiera intentaron averiguar la causa? —Frunció los labios—. Ya nadie se
preocupa. Sólo piensan en la guerra. —Tensó la mandíbula, recordando todos los elementos
de la situación: los alienígenas, la guerra, las naves-aguja.
—¿Cómo se puede pensar en otra cosa?
Olham cabeceó. Su mujer tenía razón, por supuesto. Las pequeñas naves oscuras de Alfa
Centauri habían burlado a los cruceros terrícolas con suma facilidad; los habían dejado atrás
como a tortugas indefensas. Había sido un desfile triunfal, hasta llegar a la Tierra.
Un desfile triunfal, hasta que los laboratorios Westinghouse hicieron una demostración de
la burbuja protectora. La burbuja, que envolvió al principio las principales ciudades de la
Tierra y después todo el planeta, era la primera defensa real, la primera respuesta válida a
los alienígenas..., como las máquinas de noticias les habían bautizado.
Pero ganar la guerra era otra historia. Cada laboratorio, cada proyecto, trabajaban día y
noche, sin tregua, para encontrar algo más: un arma de ataque. Su propio proyecto, por
ejemplo. Todo el día, año tras año.
- 41 -
Mary podría ayudarle. Su mente funcionaba a toda máquina. Le quedaban muy pocos
minutos. Si pudiera comunicarse con ella, informarla de alguna forma.
—Despacio —dijo Peters.
La nave descendió con lentitud, rebotando en el escabroso terreno. Se hizo el silencio.
—Escuche —dijo Olham, con voz ronca—, puedo demostrar que soy Spence Olham.
Traiga a un médico...
—Allí está el equipo —señaló Nelson—. Ya vienen. —Miró a Olham con nerviosismo—.
Espero que no ocurra nada.
—Nos iremos antes que empiecen a trabajar —dijo Peters—. Nos largaremos dentro de un
momento. —Se puso el traje presurizado. Cuando hubo terminado, le quitó la pistola a
Nelson—. Yo le vigilaré.
Nelson se puso a toda prisa el traje, maniobrando torpemente.
—¿Y él? —indicó a Olham—. ¿Necesita uno?
—No. —Peters negó con la cabeza—. Los robots no necesitan oxígeno.
El grupo de hombres había llegado casi a la nave. Se detuvo y esperó. Peters les hizo una
señal.
—¡Adelante!
Agitó la mano y los hombres avanzaron. Figuras rígidas y grotescas, embutidas en sus
trajes inflados.
—Si abre esa puerta —dijo Olham—, significará mi muerte. Será un asesinato.
—Abra la puerta —dijo Nelson, extendiendo la mano hacia el pomo.
Olham le miró fijamente. Vio que la mano del hombre se cerraba alrededor de la vara
metálica. La puerta se abriría dentro de un segundo y el aire de la nave se escaparía.
Moriría, y entonces comprenderían su error. Quizá en otra época, cuando no hubiera guerra,
los hombres no actuarían de esta forma, arrojando a un individuo a la muerte porque estaban
asustados. Todo el mundo estaba asustado, todo el mundo deseaba sacrificar al individuo en
aras del temor del grupo.
Le estaban asesinando porque no podían esperar a estar seguros de su culpabilidad. No
tenían tiempo.
Olham miró a Nelson, su amigo de tantos años. Habían ido juntos al colegio. Había sido su
padrino de boda. Ahora, Nelson se aprestaba a matarle. Pero Nelson no era malo; no era
culpa suya. Eran los tiempos. Quizá había sucedido lo mismo durante las plagas. Si a un
hombre le salía una mancha significaba la muerte inmediata, sin un momento de vacilación,
sin prueba, basándose en meras sospechas. En tiempos de peligro, era el único método.
No les culpaba, pero tenía que vivir. Su vida era demasiado preciosa para sacrificarla.
Olham pensó con rapidez. ¿Qué podía hacer? ¿Había alguna posibilidad? Miró a su
alrededor.
—Voy a abrir —dijo Nelson.
—Tiene razón —dijo Olham. El sonido de su voz le sorprendió. Era la fuerza de la
desesperación—. No necesito aire. Abra la puerta.
Los dos hombres se inmovilizaron y le miraron, alarmados e intrigados al mismo tiempo.
—Adelante. Ábranla. Da igual. —La mano de Olham desapareció en el interior de su
chaqueta—. Me pregunto si corren con rapidez.
—¿Correr?
—Les quedan quince segundos de vida. —Sus dedos se crisparon dentro de su chaqueta
y su brazo se puso rígido de repente. Se relajó y sonrió—. Estaban equivocados en lo
referente a la frase clave. Quedan catorce segundos.
Dos rostros sobresaltados le miraron desde los trajes presurizados. Ambos se precipitaron
hacia la puerta y la abrieron. El aire huyó con un silbido hacia el vacío. Peters y Nelson
salieron de la nave como una flecha. Olham les siguió. Empujó la puerta y la cerró. El
sistema de presurización automático resopló con furia y renovó el aire. Olham dejó escapar
un suspiro y se estremeció.
- 45 -
Un segundo más...
Vio por la ventana que los dos hombres se habían reunido con el grupo. Éste se dispersó
en todas direcciones. Uno a uno los hombres se fueron arrojando al suelo. Olham se sentó
ante el cuadro de mandos. Movió los cuadrantes. Cuando la nave despegó, los hombres se
pusieron en pie y levantaron la vista, boquiabiertos.
—Lo siento —murmuró Olham—, pero debo regresar a la Tierra.
Enfiló la nave por el camino de ida.
Era de noche. Los grillos cantaban alrededor de la nave, turbando las frías tinieblas.
Olham se inclinó sobre la pantalla. La imagen se formó poco a poco; había podido efectuar la
llamada sin problemas. Dejó escapar un suspiro de alivio.
—Mary —dijo.
La mujer le miró y tragó saliva.
—¡Spence! ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
—No puedo decírtelo. Escucha, debo hablar de prisa. Pueden interferir la llamada en
cualquier momento. Ve a las dependencias del proyecto y ponte en contacto con el doctor
Chamberlain. Si no está, habla con cualquier médico. Llévale a casa y dile que se espere.
Dile que traiga aparatos, rayos X, fluoroscopio, todo.
—Pero...
—Haz lo que te digo. Date prisa. Dile que esté preparado dentro de una hora. —Olham se
inclinó hacia la pantalla—. ¿Va todo bien? ¿Estás sola?
—¿Sola?
—¿Hay alguien contigo? ¿Te ha llamado Nelson..., o cualquier otra persona?
—No, Spence. No entiendo nada.
—Muy bien. Nos veremos en casa dentro de una hora. Y no se lo digas a nadie. Ve a ver a
Chamberlain con cualquier pretexto. Dile que estás muy enferma.
Cortó la comunicación y consultó su reloj. Un momento después abandonó la nave y se
internó en la oscuridad. Tenía que recorrer casi un kilómetro.
Empezó a caminar.
Se veía una luz en la ventana, la luz del estudio. La observó, arrodillado junto a la verja. Ni
ruidos ni movimientos. Alzó el reloj a la luz de las estrellas. Había pasado casi una hora.
Un vehículo apareció en la calle y pasó de largo.
Olham miró en dirección a la casa. El médico ya debería haber llegado. Seguramente,
estaría dentro, esperando con Mary. Se le ocurrió un pensamiento. ¿Habría podido Mary salir
de casa? Tal vez la habían interceptado. Tal vez se estaba metiendo en una trampa.
Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
Los informes, exámenes y placas radiográficas de un médico le darían una oportunidad de
demostrar su identidad. Si podía ser sometido a examen, si vivía lo suficiente para que le
revisaran...
Lo demostraría de esa forma. Probablemente, era la única solución. Su única esperanza
se hallaba en su casa. El doctor Chamberlain era un hombre respetado. Era el médico del
equipo que trabajaba en el proyecto. Su palabra bastaría. Su dictamen daría al traste con la
histeria y la locura.
Locura... Eso era. Si accedieran a esperar, a actuar con parsimonia, a tomarse su tiempo...
Pero no podían esperar. Él tenía que morir, morir cuanto antes, sin pruebas, sin juicios ni
exámenes. La prueba más simple lo demostraría, pero ni siquiera tenían tiempo que perder
en la prueba más simple. Sólo pensaban en el peligro. En el peligro, y en nada más.
Se irguió y avanzó hacia la casa. Llegó al porche. Se detuvo ante la puerta y escuchó.
Ningún ruido. La casa estaba en completo silencio.
Demasiado silencio.
- 46 -
¿Qué podía hacer? Había perdido la nave, su única esperanza de escapar. Ocupaban su
casa; su mujer les apoyaba, creyendo, sin duda, que el auténtico Olham había sido
asesinado. Apretó los puños. En algún lugar estaba la nave alienígena estrellada, y los restos
del robot. En algún lugar próximo, la nave se había destrozado. Y el robot yacía en su
interior, destruido. Una débil esperanza se agitó en su interior. ¿Y si encontraba los restos? Si
pudiera enseñarles el lugar del siniestro, los fragmentos carbonizados, el robot...
Pero, ¿dónde? ¿Dónde los iba a encontrar? Continuó andando, sumido en sus
pensamientos. No muy lejos, probablemente. La nave habría aterrizado cerca del proyecto; el
robot habría recorrido el resto del camino a pie. Ascendió la ladera de la colina y miró a su
alrededor. Destrozada y quemada. ¿Alguna pista, algún indicio? ¿Había leído u oído algo?
En algún lugar cercano, al que se podía acceder a pie. Un lugar agreste, un punto distante,
en el que no habría gente.
De pronto, Olham sonrió. Destrozada y quemada... El bosque de Sutton. Aceleró el paso.
Había amanecido. El sol se filtraba entre los árboles rotos e iluminaba al hombre
agachado en el límite del claro. Olham alzaba la vista de vez en cuando y escuchaba. No
estaban lejos, sólo a unos minutos de camino. Sonrió.
Ante él se extendía una masa retorcida de restos metálicos, diseminados por el claro y los
tocones carbonizados que habían sido el bosque de Sutton. Lo que quedaba de la nave
brillaba tenuemente a la luz del sol. No le costó mucho encontrarla. Conocía bien el bosque
de Sutton; lo había recorrido muchas veces, cuando era más joven. Había sabido dónde
encontrar los restos. Había un pico que sobresalía con brusquedad, sin previo aviso.
Una nave poco familiarizada con los bosques que pretendiera aterrizar chocaría con él
casi con toda seguridad. En aquel momento estaba contemplando los restos de la nave.
Olham se puso en pie. Ya les oía, a escasa distancia, avanzando en grupo y hablando en
voz baja. Una gran tensión se apoderó de él. Todo dependía de quién le viera primero. Si era
Nelson, estaba acabado. Nelson dispararía. Moriría antes que vieran la nave. Pero si tenía
tiempo de dar la noticia, retenerles unos segundos... Era todo lo que necesitaba. En cuanto
vieran la nave, estaría salvado.
Pero si disparaban antes...
Una rama chamuscada crujió. Apareció una figura que avanzaba con cautela. Olham
respiró profundamente. Quedaban muy escasos segundos, tal vez los últimos de su vida.
Levantó los brazos y clavó la vista en el frente.
Era Peters.
—¡Peters! —Olham agitó los brazos. Peters alzó el fusil y apuntó—. ¡No dispare! —Su voz
temblaba—. Espere un momento. Observe el claro que hay detrás de mí.
—Le he encontrado —gritó Peters.
Los hombres de seguridad surgieron del bosque calcinado y le rodearon.
—No dispare. Mire detrás de mí. La nave, la nave-aguja. La nave alienígena. ¡Mire!
Peters vaciló. El fusil osciló.
—Está ahí —se apresuró a continuar Olham—. Sabía que la encontraría en este lugar. El
bosque quemado. Créame. Encontrará los restos del robot en la nave. ¿Quiere hacer el favor
de mirar?
—Hay algo ahí abajo —dijo uno de los hombres, nervioso.
—¡Mátele! —gritó una voz. Era Nelson.
—Espere. —Peters se volvió con brusquedad—. Yo estoy al mando. Que nadie dispare.
Tal vez esté diciendo la verdad.
—Mátele —repitió Nelson—. Él liquidó a Olham. Puede matarnos en cualquier momento.
Si la bomba estalla...
—Cállese. —Peters avanzó hacia la pendiente y miró abajo—. Fíjese en eso. —Indicó a
dos hombres que se acercaran—. Bajen a ver qué es.
Los dos hombres bajaron la pendiente a toda prisa y atravesaron el claro. Se agacharon y
examinaron los restos de la nave.
- 48 -
FIN