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NOVELAS EJEMPLARES
Preliminares
FEE DE ERRATAS
Vi las doce novelas compuestas por Miguel de Cervantes, y en ellas no hay cosa digna que
notar que no corresponda con su original. Dada en Madrid, a siete de agosto de 1613.
TASA
Yo, Hernando de Vallejo, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen
en su Consejo, doy fe que, habiéndose visto por los señores dél un libro, que con su
licencia fue impreso, intitulado Novelas ejemplares, compuesto por Miguel de Cervantes
Saavedra, le tasaron a cuatro maravedís el pliego, el cual tiene setenta y un pliegos y medio,
que al dicho precio suma y monta docientos y ochenta y seis maravedís en papel; y
mandaron que a este precio, y no más, se venda, y que esta tasa se ponga al principio de
cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda lo que por él se ha de pedir y
llevar, como consta y parece por el auto y decreto que está y queda en mi poder, a que me
refiero. Y, para que dello conste, de mandamiento de los dichos señores del Consejo, y
pedimiento de la parte del dicho Miguel de Cervantes, di esta fe, en la villa de Madrid, a
doce días del mes de agosto de mil y seiscientos y trece años.
Hernando de Vallejo.
Vea este libro el padre presentado Fr. Juan Bautista, de la orden de la Santísima Trinidad, y
dígame si tiene cosa contra la fe o buenas costumbres, y si será justo imprimirse. Fecho en
Madrid, a 2 de julio de 1612.
El doctor Cetina.
APROBACIÓN
Por comisión del señor doctor Gutierre de Cetina, vicario general por el ilustrísimo
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cardenal D. Bernardo de Sandoval y Rojas, en Corte, he visto y leído las doce Novelas
ejemplares, compuestas por Miguel de Cervantes Saavedra; y, supuesto que es sentencia
llana del angélico doctor Santo Tomás que la eutropelia es virtud, la que consiste en un
entretenimiento honesto, juzgo que la verdadera eutropelia está en estas novelas, porque
entretienen con su novedad, enseñan con sus ejemplos a huir vicios y seguir virtudes, y el
autor cumple con su intento, con que da honra a nuestra lengua castellana, y avisa a las
repúblicas de los daños que de algunos vicios se siguen, con otras muchas comodidades; y
así, me parece se le puede y debe dar la licencia que pide, salvo &c. En este convento de la
Santísima Trinidad, calle de Atocha, en 9 de julio de 1612.
APROBACIÓN
Por comisión y mandado de los señores del Consejo de su Majestad, he hecho ver este
libro de Novelas ejemplares, y no contiene cosa contra la fe ni buenas costumbres, antes
con semejantes argumentos nos pretende enseñar su autor cosas de importancia, y el cómo
nos hemos de haber en ellas; y este fin tienen los que escriben novelas y fábulas; y ansí, me
parece se puede dar licencia para imprimir. En Madrid, a nueve de julio de mil y seiscientos
y doce.
El doctor Cetina.
APROBACIÓN
Por comisión de vuestra Alteza, he visto el libro intitulado Novelas ejemplares, de Miguel
de Cervantes Saavedra, y no hallo en él cosa contra la fe y buenas costumbres, por donde
no se pueda imprimir; antes hallo en él cosas de mucho entretenimiento para los curiosos
lectores, y avisos y sentencias de mucho provecho, y que proceden de la fecundidad del
ingenio de su autor, que no lo muestra en éste menos que en los demás que ha sacado a luz.
En este Monasterio de la Santísima Trinidad, en ocho de agosto de mil y seiscientos y doce.
APROBACIÓN
Por comisión de los señores del Supremo Consejo de Aragón, vi un libro intitulado
Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, su autor Miguel de Cervantes
Saavedra, y no sólo [no] hallo en él cosa escrita en ofensa de la religión cristiana y perjuicio
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de las buenas costumbres, antes bien confirma el dueño desta obra la justa estimación que
en España y fuera della se hace de su claro ingenio, singular en la invención y copioso en el
lenguaje, que con lo uno y lo otro enseña y admira, dejando desta vez concluidos con la
abundancia de sus palabras a los que, siendo émulos de la lengua española, la culpan de
corta y niegan su fertilidad; y así, se debe imprimir: tal es mi parecer. En Madrid, a treinta y
uno de julio de mil y seiscientos y trece.
EL REY
Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que habíades
compuesto un libro intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, donde
se mostraba la alteza y fecundidad de la lengua castellana, que os había costado mucho
trabajo el componerle, y nos suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le
poder imprimir, y privilegio por el tiempo que fuésemos servido, o como la nuestra merced
fuese; lo cual, visto por los del nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hizo la
diligencia que la pragmática por nos sobre ello fecha dispone, fue acordado que debíamos
mandar dar esta nuestra cédula en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien. Por la cual vos
damos licencia y facultad para que, por tiempo y espacio de diez años cumplidos primeros
siguientes, que corran y se cuenten desde el día de la fecha desta nuestra cédula en adelante,
vos, o la persona que para ello vuestro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir y
vender el dicho libro, que desuso se hace mención. Y por la presente damos licencia y
facultad a cualquier impresor destos nuestros reinos que nombráredes, para que durante el
dicho tiempo lo pueda imprimir por el original que en el nuestro Consejo se vio, que va
rubricado, y firmado al fin, de Antonio de Olmedo, nuestro Escribano de Cámara, y uno de
los que en el nuestro Consejo residen, con que antes que se venda le traigáis ante ellos,
juntamente con el dicho original, para que se vea si la dicha impresión está conforme a él, o
traigáis fee en pública forma, como por corrector por nos nombrado se vio y corrigió la
dicha impresión por el dicho original. Y mandamos al impresor que ansí imprimiere el
dicho libro, no imprima el principio y primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro
con el original al autor y persona a cuya costa lo imprimiere, ni a otra alguna, para efecto de
la dicha corrección y tasa, hasta que, antes y primero, el dicho libro esté corregido y tasado
por los del nuestro Consejo. Y estando hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el
dicho principio y primer pliego, en el cual, inmediatamente, se ponga esta nuestra licencia, y
la aprobación, tasa y erratas; ni lo podáis vender ni vendáis vos, ni otra persona alguna,
hasta que esté el dicho libro en la forma susodicha, so pena de caer e incurrir en las penas
contenidas en la dicha pragmática y leyes de nuestros reinos que sobre ello disponen. Y
mandamos que durante el dicho tiempo persona alguna, sin vuestra licencia, no lo pueda
imprimir ni vender, so pena que, el que lo imprimiere y vendiere haya perdido y pierda
cualesquier libros, moldes y aparejos que dél tuviere, y más incurra en pena de cincuenta
mil maravedís por cada vez que lo contrario hiciere. De la cual dicha pena sea la tercia parte
para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare, y la otra tercia
parte para el que lo denunciare. Y mandamos a los del nuestro Consejo, presidente y
oidores de las nuestras Audiencias, alcaldes, alguaciles de la nuestra Casa y Corte y
Chancillerías, y otras cualesquier justicias de todas las ciudades, villas y lugares destos
nuestros reinos y señoríos, y a cada uno dellos, ansí a los que agora son como a los que
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serán de aquí adelante, que vos guarden y cumplan esta nuestra cédula y merced, que ansí
vos hacemos, y contra ella no vayan, ni pasen, ni consientan ir, ni pasar en manera alguna,
so pena de la nuestra merced y de diez mil maravedís para la nuestra Cámara. Fecha en
Madrid, a veinte y dos días del mes de noviembre de mil y seiscientos y doce años.
YO, EL REY.
Por mandado del rey nuestro señor:
Jorge de Tovar.
PRIVILEGIO DE ARAGÓN
Nos, Don Felipe, por la gracia de Dios Rey de Castilla, de Aragón, de León, de las dos
Sicil[i]as, de Jerusalén, de Portugal, de Hungría, de Dalmacia, de Croacia, de Navarra, de
Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de
Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algecira, de Gibraltar, de las
Islas de Canaria, de las Indias Orientales y Occidentales, Islas y Tierrafirme del mar
Océano; Archiduque de Austria; Duque de Borgoña, de Bravante, de Milán, de Atenas y
Neopatria, Conde de Abspurg, de Flandes, de Tyrol, de Barcelona, de Rosellón y Cerdaña,
Marqués de Oristán y Conde de Goceano. Por cuanto por parte de vos, Miguel de
Cervantes Saavedra, nos ha sido hecha relación que con vuestra industria y trabajo habéis
compuesto un libro intitulado Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, el cual
es muy útil y provechoso, y le deseáis imprimir en los nuestros reinos de la Corona de
Aragón, suplicándonos fuésemos servido de haceros merced de licencia para ello. E nos,
teniendo consideración a lo sobredicho, y que ha sido el dicho libro reconocido por
persona experta en letras, y por ella aprobado, para que os resulte dello alguna utilidad, y,
por la común, lo habemos tenido por bien. Por ende, con tenor de las presentes, de nuestra
cierta ciencia y real autoridad, deliberadamente y consulta, damos licencia, permiso y
facultad a vos, Miguel de Cervantes, que, por tiempo de diez años, contaderos desde el día
de la data de las presentes en adelante, vos, o la persona o personas que vuestro poder
tuvieren, y no otro alguno, podáis y puedan hacer imprimir y vender el dicho libro de las
Novelas ejemplares, de honestísimo entretenimiento, en los dichos nuestros reinos de la
Corona de Aragón, prohibiendo y vedando expresamente que ningunas otras personas lo
puedan hacer por todo el dicho tiempo, sin vuestra licencia, permiso y voluntad, ni le
puedan entrar en los dichos reinos, para vender, de otros adonde se hubiere imprimido. Y
si, después de publicadas las presentes, hubiere alguno o algunos que durante el dicho
tiempo intentaren de imprimir o vender el dicho libro, ni meterlos impresos para vender,
como dicho es, incurran en pena de quinientos florines de oro de Aragón, dividideros en
tres partes; a saber: es una para nuestros cofres reales; otra, para vos, el dicho Miguel de
Cervantes Saavedra; y otra, para el acusador. Y, demás de la dicha pena, si fuere impresor,
pierda los moldes y libros que así hubiere imprimido, mandando con el mismo tenor de las
presentes a cualesquier lugartenientes y capitanes generales, regentes la Cancellaría, regente
el oficio, y portants veces de nuestro general gobernador, alguaciles, vergueros, porteros y
otros cualesquier oficiales y ministros nuestros, mayores y menores, en los dichos nuestros
reinos y señoríos constituidos y constituideros, y a sus lugartenientes y regentes los dichos
oficios, so incurrimiento de nuestra ira e indignación y pena de mil florines de oro de
Aragón de bienes del que lo contrario hiciere exigideros, y a nuestros reales cofres
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YO, EL REY.
Dominus rex mandauit mihi D. Francisco Gassol, visa per Roig Vicecancellarium,
Comitem generalem Thesaurarium, Guardiola, Fontanet, Martínez ( Pérez Manrique,
regentes Cancellariam.
PRÓLOGO AL LECTOR
Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, escusarme de escribir este prólogo, porque
no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase con gana de segundar
con éste. Desto tiene la culpa algún amigo, de los muchos que en el discurso de mi vida he
granjeado, antes con mi condición que con mi ingenio; el cual amigo bien pudiera, como es
uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja deste libro, pues le diera mi
retrato el famoso don Juan de Jáurigui, y con esto quedara mi ambición satisfecha, y el
deseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve a salir con
tantas invenciones en la plaza del mundo, a los ojos de las gentes, poniendo debajo del
retrato:
Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de
alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha
veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni
menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos,
porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni
grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no
muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de
la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y
otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase
comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio
cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de
Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por
hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados
siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo
del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria.
Y cuando a la deste amigo, de quien me quejo, no ocurrieran otras cosas de las dichas que
decir de mí, yo me levantara a mí mismo dos docenas de testimonios, y se los dijera en
secreto, con que estendiera mi nombre y acreditara mi ingenio. Porque pensar que dicen
puntualmente la verdad los tales elogios es disparate, por no tener punto preciso ni
determinado las alabanzas ni los vituperios.
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En fin, pues ya esta ocasión se pasó, y yo he quedado en blanco y sin figura, será forzoso
valerme por mi pico, que, aunque tartamudo, no lo será para decir verdades, que, dichas
por señas, suelen ser entendidas. Y así, te digo otra vez, lector amable, que destas novelas
que te ofrezco, en ningún modo podrás hacer pepitoria, porque no tienen pies, ni cabeza,
ni entrañas, ni cosa que les parezca; quiero decir que los requiebros amorosos que en
algunas hallarás, son tan honestos, y tan medidos con la razón y discurso cristiano, que no
podrán mover a mal pensamiento al descuidado o cuidadoso que las leyere.
Heles dado nombre de ejemplares, y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda
sacar algún ejemplo provechoso; y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara
el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas como de cada una de por
sí. Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde
cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de barras: digo, sin daño del alma ni del
cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan.
Sí, que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre
se asiste a los negocios, por calificados que sean. Horas hay de recreación, donde el afligido
espíritu descanse. Para este efeto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan
las cuestas y se cultivan con curiosidad los jardines. Una cosa me atreveré a decirte: que si
por algún modo alcanzara que la lección destas novelas pudiera inducir a quien las leyera a
algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que sacarlas
en público. Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de los
años gano por nueve más y por la mano.
A esto se aplicó mi ingenio, por aquí me lleva mi inclinación, y más, que me doy a
entender, y es así, que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana, que las
muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas estranjeras, y
éstas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró, y las parió mi
pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa. Tras ellas, si la vida no me deja, te
ofrezco los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro, si ya por
atrevido no sale con las manos en la cabeza; y primero verás, y con brevedad dilatadas, las
hazañas de don Quijote y donaires de Sancho Panza, y luego las Semanas del jardín. Mucho
prometo con fuerzas tan pocas como las mías, pero ¿quién pondrá rienda a los deseos?
Sólo esto quiero que consideres: que, pues yo he tenido osadía de dirigir estas novelas al
gran Conde de Lemos, algún misterio tienen escondido que las levanta.
No más, sino que Dios te guarde y a mí me dé paciencia para llevar bien el mal que han de
decir de mí más de cuatro sotiles y almidonados. Vale.
En dos errores, casi de ordinario, caen los que dedican sus obras a algún príncipe. El
primero es que en la carta que llaman dedicatoria, que ha de ser breve y sucinta, muy de
propósito y espacio, ya llevados de la verdad o de la lisonja, se dilatan en ella en traerle a la
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memoria, no sólo las hazañas de sus padres y abuelos, sino las de todos sus parientes,
amigos y bienhechores. Es el segundo decirles que las ponen debajo de su protección y
amparo, porque las lenguas maldicientes y murmuradoras no se atrevan a morderlas y
lacerarlas. Yo, pues, huyendo destos dos inconvenientes, paso en silencio aquí las grandezas
y títulos de la antigua y Real Casa de Vuestra Excelencia, con sus infinitas virtudes, así
naturales como adqueridas, dejándolas a que los nuevos Fidias y Lisipos busquen mármoles
y bronces adonde grabarlas y esculpirlas, para que sean émulas a la duración de los tiempos.
Tampoco suplico a Vuestra Excelencia reciba en su tutela este libro, porque sé que si él no
es bueno, aunque le ponga debajo de las alas del Hipogrifo de Astolfo y a la sombra de la
clava de Hércules, no dejarán los Zoilos, los Cínicos, los Aretinos y los Bernias de darse un
filo en su vituperio, sin guardar respecto a nadie. Sólo suplico que advierta Vuestra
Excelencia que le envío, como quien no dice nada, doce cuentos, que, a no haberse labrado
en la oficina de mi entendimiento, presumieran ponerse al lado de los más pintados. Tales
cuales son, allá van, y yo quedo aquí contentísimo, por parecerme que voy mostrando en
algo el deseo que tengo de servir a Vuestra Excelencia como a mi verdadero señor y
bienhechor mío. Guarde Nuestro Señor, &c. De Madrid, a catorce de julio de mil y
seiscientos y trece.
Soneto
A MIGUEL DE CERVANTES
Soneto
Soneto
NOVELA DE LA GITANILLA
Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser
ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para
ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo
ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como acidentes
inseparables, que no se quitan sino con la muerte.
Una, pues, desta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de
Caco, crió una muchacha en nombre de nieta suya, a quien puso nombre
Preciosa, y a quien enseñó todas sus gitanerías y modos de embelecos y
trazas de hurtar. Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba
en todo el gitanismo, y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no
entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar
la fama. Ni los soles, ni los aires, ni todas las inclemencias del cielo, a quien
más que otras gentes están sujetos los gitanos, pudieron deslustrar su rostro
ni curtir las manos; y lo que es más, que la crianza tosca en que se criaba no
descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque
era en estremo cortés y bien razonada. Y, con todo esto, era algo
desenvuelta, pero no de modo que descubriese algún género de
deshonestidad; antes, con ser aguda, era tan honesta, que en su presencia
no osaba alguna gitana, vieja ni moza, cantar cantares lascivos ni decir
palabras no buenas. Y, finalmente, la abuela conoció el tesoro que en la
nieta tenía; y así, determinó el águila vieja sacar a volar su aguilucho y
enseñarle a vivir por sus uñas.
-Árbol preciosísimo
cubrirle de luto,
contra su esperanza
de cuyo tardarse
toda la abundancia
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que sustenta el mundo;
casa de moneda,
do se forjó el cuño
nuestros infortunios.
En cierta manera,
tenéis, no lo dudo,
pïadoso y justo.
A ser comunera
fuistes el estudio
y agora a su lado,
gozáis de la alteza
Apenas hubo dicho esto, cuando casi todos los que en la rueda estaban
dijeron a voces:
en el valor y en el nombre
su devoción y su pompa.
lisonjeras y amorosas,
en la persona curiosa
difícil a la privanza
Pequeñuelos Ganimedes
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cruzan, van, vuelven y tornan
va la envidia mordedora,
de la lealtad española.
La alegría universal,
huyendo de la congoja,
en la fama y en la gloria.
A la imagen de la vida,
a la Hija y a la Esposa
A su padre te encomiendo,
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que, humano Atlante, se encorva
y esfera maravillosa.
Y con esto, se fueron la calle adelante, y desde una reja llamaron unos
caballeros a las gitanas. Asomóse Preciosa a la reja, que era baja, y vio en
una sala muy bien aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos
paseándose y otros jugando a diversos juegos, se entretenían.
-¿Quiérenme dar barato, cenores? -dijo Preciosa (que, como gitana, hablaba
ceceoso, y esto es artificio en ellas, que no naturaleza).
-Si tú quieres entrar, Preciosa -dijo una de las tres gitanillas que iban con
ella-, entra en hora buena; que yo no pienso entrar adonde hay tantos
hombres.
Abrió el caballero el papel y vio que venía dentro dél un escudo de oro, y dijo:
-En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte dentro; toma este escudo
que en el romance viene.
-¡Basta! -dijo Preciosa-, que me ha tratado de pobre el poeta, pues cierto que
es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle; si con esta
añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general y
envíemelos uno a uno, que yo les tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré
yo blanda en recebillos.
Admirados quedaron los que oían a la gitanica, así de su discreción como del
donaire con que hablaba.
-Lea, señor -dijo ella-, y lea alto; veremos si es tan discreto ese poeta como
es liberal.
la esquiveza y la hermosura.
no le arriendo la ganancia
el humilde Manzanares?
Dices la buenaventura,
tu intención y tu hermosura.
de mirarte o contemplarte
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tu intención va a desculparte,
o te acerques, o retires,
de tu imperio satisfecho.
-En "pobre" acaba el último verso -dijo a esta sazón Preciosa-: ¡mala señal¡
Nunca los enamorados han de decir que son pobres, porque a los principios,
a mi parecer, la pobreza es muy enemiga del amor.
Con esto que la gitanilla decía, tenía suspensos a los oyentes, y los que
jugaban le dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la
vieja treinta reales, y más rica y más alegre que una Pascua de Flores,
antecogió sus corderas y fuese en casa del señor teniente, quedando que
otro día volvería con su manada a dar contento aque-llos tan liberales
señores.
Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor teniente, cómo habían
de ir a su casa las gitanillas, y estábalas esperando como el agua de mayo
ella y sus doncellas y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas
se juntaron para ver a Preciosa. Y apenas hubieron entrado las gitanas,
cuando entre las demás resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha
entre otras luces menores. Y así, corrieron todas a ella: unas la abrazaban,
otras la miraban, éstas la bendecían, aquéllas la alababan. Doña Clara
decía:
-¡Éste sí que se puede decir cabello de oro! ¡Éstos sí que son ojos de
esmeraldas!
Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de
luenga barba y largos años, y dijo:
-¿Ése llama vuesa merced hoyo, señora mía? Pues yo sé poco de hoyos, o
ése no es hoyo, sino sepultura de deseos vivos. ¡Por Dios, tan linda es la
gitanilla que hecha de plata o de alcorza no podría ser mejor! ¿Sabes decir la
buenaventura, niña?
-¿Y eso más? -dijo doña Clara-. Por vida del tiniente, mi señor, que me la
has de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de
carbuncos, y niña del cielo, que es lo más que puedo decir.
-Denle, denle la palma de la mano a la niña, y con qué haga la cruz -dijo la
vieja-, y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un doctor de
melecina.
-Todas las cruces, en cuanto cruces, son buenas; pero las de plata o de oro
son mejores; y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de
cobre, sepan vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, a lo menos
la mía; y así, tengo afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro,
o con algún real de a ocho, o, por lo menos, de a cuatro, que soy como los
sacristanes: que cuando hay buena ofrenda, se regocijan.
-No tenemos entre todas un cuarto -dijo doña Clara-, ¿y pedís veinte y dos
maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.
-Antes -respondió Preciosa-, se hacen las cruces mejores del mundo con
dedales de plata, como sean muchos.
-Uno tengo yo -replicó la doncella-; si éste basta, hele aquí, con condición
que también se me ha de decir a mí la buenaventura.
-Hermosita, hermosita,
el enojo se te pasa,
No te lo quiero decir...;
decimos el Evangelio;
la iglesia no se señala;
de Toledo no es posible.
Si tu esposo no se muere
verásle corregidor
de Burgos o Salamanca.
¡Agora sí es la risica!
principalmente de espaldas,
-¡Por Dios, que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica,
que yo os le daré después.
-¡Bueno es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No
hemos tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz,
¿y quiere que tengamos un real?
-Pues dadle alguna valoncica vuestra, o alguna cosita; que otro día nos
volverá a ver Preciosa, y la regalaremos mejor.
-Pues, porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.
-Antes, si no me dan nada -dijo Preciosa-, nunca más volveré acá. Mas sí
volveré, a servir a tan principales señores, pero trairé tragado que no me han
de dar nada, y ahorraréme la fatiga del esperallo. Coheche vuesa merced,
señor tiniente; coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá
de hambre. Mire, señora: por ahí he oído decir (y, aunque moza, entiendo
que no son buenos dichos) que de los oficios se ha de sacar dineros para
pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos.
-Así lo dicen y lo hacen los desalmados -replicó el teniente-, pero el juez que
da buena residencia no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber
usado bien su oficio será el valedor para que le den otro.
-Mucho sabes, Preciosa -dijo el tiniente-. Calla, que yo daré traza que sus
Majestades te vean, porque eres pieza de reyes.
-Ea, niña -dijo la gitana vieja-, no hables más, que has hablado mucho, y
sabes más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles tanto, que te
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despuntarás; habla de aquello que tus años permiten, y no te metas en
altanerías, que no hay ninguna que no amenace caída.
-¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! -dijo a esta sazón el tiniente.
-Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis
aquí aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.
-Como no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora
-respondió la vieja.
Y Preciosa dijo:
-Yo, señor caballero, aunque soy gitana pobre y humildemente nacida, tengo
un cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A mí
ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan
sumisiones, ni me espantan finezas enamoradas; y, aunque de quince años
(que, según la cuenta de mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya
vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete,
más por mi buen natural que por la esperiencia. Pero, con lo uno o con lo
otro, sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados son como
ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios; la cual,
atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo, y,
pensando dar con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus
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pesadumbres. Si alcanza lo que desea, mengua el deseo con la posesión de
la cosa deseada, y quizá, abriéndose entonces los ojos del entendimiento, se
vee ser bien que se aborrezca lo que antes se adoraba. Este temor engendra
en mí un recato tal, que ningunas palabras creo y de muchas obras dudo.
Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la de mi
entereza y virginidad, y no la tengo de vender a precio de promesas ni
dádivas, porque, en fin, será vendida, y si puede ser comprada, será de muy
poca estima; ni me la han de llevar trazas ni embelecos: antes pienso irme
con ella a la sepultura, y quizá al cielo, que ponerla en peligro que quimeras
y fantasías soñadas la embistan o manoseen. Flor es la de la virginidad que,
a ser posible, aun con la imaginación no había de dejar ofenderse. Cortada la
rosa del rosal, ¡con qué brevedad y facilidad se marchita! Éste la toca, aquél
la huele, el otro la deshoja, y, finalmente, entre las manos rústicas se
deshace. Si vos, señor, por sola esta prenda venís, no la habéis de llevar
sino atada con las ligaduras y lazos del matrimonio; que si la virginidad se ha
de inclinar, ha de ser a este santo yugo, que entonces no sería perderla, sino
emplearla en ferias que felices ganancias prometen. Si quisiéredes ser mi
esposo, yo lo seré vuestra, pero han de preceder muchas condiciones y
averiguaciones primero. Primero tengo de saber si sois el que decís; luego,
hallando esta verdad, habéis de dejar la casa de vuestros padres y la habéis
de trocar con nuestros ranchos; y, tomando el traje de gitano, habéis de
cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré yo de
vuestra condición, y vos de la mía; al cabo del cual, si vos os contentáredes
de mí, y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta entonces
tengo de ser vuestra hermana en el trato, y vuestra humilde en serviros. Y
habéis de considerar que en el tiempo deste noviciado podría ser que
cobrásedes la vista, que ahora debéis de tener perdida, o, por lo menos,
turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que ahora seguís con tanto
ahínco. Y, cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se
perdona cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a ser
soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues, faltando alguna
dellas, no habéis de tocar un dedo de la mía.
-No es este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el
tiempo pueda ni deba resolverse. Volveos, señor, a la villa, y considerad de
espacio lo que viéredes que más os convenga, y en este mismo lugar me
podéis hablar todas las fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.
-Eso no, señor galán -respondió Preciosa-: sepa que conmigo ha de andar
siempre la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre
de los celos; y entienda que no la tomaré tan demasiada, que no se eche de
ver desde bien lejos que llega mi honestidad a mi desenvoltura; y en el
primero cargo en que quiero estaros es en el de la confianza que habéis de
hacer de mí. Y mirad que los amantes que entran pidiendo celos, o son
simples o confiados.
-Calle, abuela -respondió Preciosa-, y sepa que todas las cosas que me oye
son nonada, y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan
en el pecho.
Todo cuanto Preciosa decía y toda la discreción que mostraba era añadir
leña al fuego que ardía en el pecho del enamorado caballero. Finalmente,
quedaron en que de allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde
él vendría a dar cuenta del término en que sus negocios estaban, y ellas
habrían tenido tiempo de informarse de la verdad que les había dicho. Sacó
el mozo una bolsilla de brocado, donde dijo que iban cien escudos de oro, y
dióselos a la vieja; pero no quería Preciosa que los tomase en ninguna
manera, a quien la gitana dijo:
-Calla, niña, que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es
haber entregado las armas en señal de rendimiento; y el dar, en cualquiera
25
ocasión que sea, siempre fue indicio de generoso pecho. Y acuérdate de
aquel refrán que dice: "Al cielo rogando, y con el mazo dando". Y más, que
no quiero yo que por mí pierdan las gitanas el nombre que por luengos siglos
tienen adquerido de codiciosas y aprovechadas. ¿Cien escudos quieres tú
que deseche, Preciosa, y de oro en oro, que pueden andar cosidos en el
alforza de una saya que no valga dos reales, y tenerlos allí como quien tiene
un juro sobre las yerbas de Estremadura? Y si alguno de nuestros hijos,
nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos de la justicia,
¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y del escribano como
destos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces por tres delitos diferentes
me he visto casi puesta en el asno para ser azotada, y de la una me libró un
jarro de plata, y de la otra una sarta de perlas, y de la otra cuarenta reales de
a ocho que había trocado por cuartos, dando veinte reales más por el
cambio. Mira, niña, que andamos en oficio muy peligroso y lleno de tropiezos
y de ocasiones forzosas, y no hay defensas que más presto nos amparen y
socorran como las armas invencibles del gran Filipo: no hay pasar adelante
de su Plus ultra. Por un doblón de dos caras se nos muestra alegre la triste
del procurador y de todos los ministros de la muerte, que son arpías de
nosotras, las pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a
nosotras que a un salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas
que nos vean, nos tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones
de los gabachos de Belmonte: rotos y grasientos, y llenos de doblones.
-Por vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas
leyes, en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los emperadores:
quédese con ellos, y buen provecho le hagan, y plega a Dios que los entierre
en sepultura donde jamás tornen a ver la claridad del sol, ni haya necesidad
que la vean. A estas nuestras compañeras será forzoso darles algo, que ha
mucho que nos esperan, y ya deben de estar enfadadas.
-Así verán ellas -replicó la vieja- moneda déstas, como veen al Turco agora.
Este buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y
los repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
Y sacó de la faldriquera tres reales de a ocho, que repartió entre las tres
gitanillas, con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele
quedar un autor de comedias cuando, en competencia de otro, le suelen
retular por la esquinas: "Víctor, Víctor".
-Vengas en buen hora, Preciosa: ¿leíste por ventura las coplas que te di el
otro día?
-Pues la verdad que quiero que me diga -dijo Preciosa- es si por ventura es
poeta.
-A serlo -replicó el paje-, forzosamente había de ser por ventura. Pero has de
saber, Preciosa, que ese nombre de poeta muy pocos le merecen; y así, yo
no lo soy, sino un aficionado a la poesía. Y para lo que he menester, no voy
a pedir ni a buscar versos ajenos: los que te di son míos, y éstos que te doy
agora también; mas no por esto soy poeta, ni Dios lo quiera.
-No es malo -dijo el paje-, pero el ser poeta a solas no lo tengo por muy
bueno. Hase de usar de la poesía como de una joya preciosísima, cuyo
dueño no la trae cada día, ni la muestra a todas gentes, ni a cada paso, sino
cuando convenga y sea razón que la muestre. La poesía es una bellísima
doncella, casta, honesta, discreta, aguda, retirada, y que se contiene en los
límites de la discreción más alta. Es amiga de la soledad, las fuentes la
entretienen, los prados la consuelan, los árboles la desenojan, las flores la
alegran, y, finalmente, deleita y enseña a cuantos con ella comunican.
-Con todo eso -respondió Preciosa-, he oído decir que es pobrísima y que
tiene algo de mendiga.
-Antes es al revés -dijo el paje-, porque no hay poeta que no sea rico, pues
todos viven contentos con su estado: filosofía que la alcanzan pocos. Pero,
¿qué te ha movido, Preciosa, a hacer esta pregunta?
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-Hame movido -respondió Preciosa- porque, como yo tengo a todos o los
más poetas por pobres, causóme maravilla aquel escudo de oro que me
distes entre vuestros versos envuelto; mas agora que sé que no sois poeta,
sino aficionado de la poesía, podría ser que fuésedes rico, aunque lo dudo, a
causa que por aquella parte que os toca de hacer coplas se ha de desaguar
cuanta hacienda tuviéredes; que no hay poeta, según dicen, que sepa
conservar la hacienda que tiene ni granjear la que no tiene.
-Pues yo no soy désos -replicó el paje-: versos hago, y no soy rico ni pobre; y
sin sentirlo ni descontarlo, como hacen los ginoveses sus convites, bien
puedo dar un escudo, y dos, a quien yo quisiere. Tomad, preciosa perla, este
segundo papel y este escudo segundo que va en él, sin que os pongáis a
pensar si soy poeta o no; sólo quiero que penséis y creáis que quien os da
esto quisiera tener para daros las riquezas de Midas.
-Este papel ha de vivir muchos años, porque trae dos almas consigo: una, la
del escudo, y otra, la de los versos, que siempre vienen llenos de almas y
corazones. Pero sepa el señor paje que no quiero tantas almas conmigo, y si
no saca la una, no haya miedo que reciba la otra; por poeta le quiero, y no
por dadivoso, y desta manera tendremos amistad que dure; pues más aína
puede faltar un escudo, por fuerte que sea, que la hechura de un romance.
-Pues así es -replicó el paje- que quieres, Preciosa, que yo sea pobre por
fuerza, no deseches el alma que en ese papel te envío, y vuélveme el
escudo; que, como le toques con la mano, le tendré por reliquia mientras la
vida me durare.
Sacó Preciosa el escudo del papel, y quedóse con el papel, y no le quiso leer
en la calle. El paje se despidió, y se fue contentísimo, creyendo que ya
Preciosa quedaba rendida, pues con tanta afabilidad le había hablado.
Y, como ella llevaba puesta la mira en buscar la casa del padre de Andrés,
sin querer detenerse a bailar en ninguna parte, en poco espacio se puso en
la calle do estaba, que ella muy bien sabía; y, habiendo andado hasta la
mitad, alzó los ojos a unos balcones de hierro dorados, que le habían dado
por señas, y vio en ella a un caballero de hasta edad de cincuenta años, con
un hábito de cruz colorada en los pechos, de venerable gravedad y
presencia; el cual, apenas también hubo visto la gitanilla, cuando dijo:
A esta voz acudieron al balcón otros tres caballeros, y entre ellos vino el
enamorado Andrés, que, cuando vio a Preciosa, perdió la color y estuvo a
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punto de perder los sentidos: tanto fue el sobresalto que recibió con su vista.
Subieron las gitanillas todas, sino la grande, que se quedó abajo para
informarse de los criados de las verdades de Andrés.
-Ésta debe de ser, sin duda, la gitanilla hermosa que dicen que anda por
Madrid.
-Así lo dicen -dijo Preciosa, que lo oyó todo en entrando-, pero en verdad que
se deben de engañar en la mitad del justo precio. Bonita, bien creo que lo
soy; pero tan hermosa como dicen, ni por pienso.
-¡Por vida de don Juanico, mi hijo, -dijo el anciano-, que aún sois más
hermosa de lo que dicen, linda gitana!
-En verdad que pensé -dijo Preciosa- que juraba vuestra merced por algún
niño de dos años: ¡mirad qué don Juanico, y qué brinco! A mi verdad, que
pudiera ya estar casado, y que, según tiene unas rayas en la frente, no
pasarán tres años sin que lo esté, y muy a su gusto, si es que desde aquí
allá no se le pierde o se le trueca.
En esto, las tres gitanillas que iban con Preciosa, todas tres se arrimaron a
un rincón de la sala, y, cosiéndose las bocas unas con otras, se juntaron por
no ser oídas. Dijo la Cristina:
-Muchachas, éste es el caballero que nos dio esta mañana los tres reales de
a ocho.
En tanto que esto entre las tres pasaba, respondió Preciosa a lo de las rayas:
-Lo que veo con lo ojos, con el dedo lo adivino. Yo sé del señor don Juanico,
sin rayas, que es algo enamoradizo, impetuoso y acelerado, y gran
prometedor de cosas que parecen imposibles; y plega a Dios que no sea
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mentirosito, que sería lo peor de todo. Un viaje ha de hacer agora muy lejos
de aquí, y uno piensa el bayo y otro el que le ensilla; el hombre pone y Dios
dispone; quizá pensará que va a Óñez y dará en Gamboa.
-Otra vez te he dicho, niña -respondió el don Juan que había de ser Andrés
Caballero-, que en todo aciertas, sino en el temor que tienes que no debo de
ser muy verdadero; que en esto te engañas, sin alguna duda. La palabra que
yo doy en el campo, la cumpliré en la ciudad y adonde quiera, sin serme
pedida, pues no se puede preciar de caballero quien toca en el vicio de
mentiroso. Mi padre te dará limosna por Dios y por mí; que en verdad que
esta mañana di cuanto tenía a unas damas, que a ser tan lisonjeras como
hermosas, especialmente una dellas, no me arriendo la ganancia.
Oyendo esto Cristina, con el recato de la otra vez, dijo a las demás gitanas:
-¡Ay, niñas, que me maten si no lo dice por los tres reales de a ocho que nos
dio esta mañana!
-No es así -respondió una de las dos-, porque dijo que eran damas, y
nosotras no lo somos; y, siendo él tan verdadero como dice, no había de
mentir en esto.
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-No es mentira de tanta consideración -respondió Cristina- la que se dice sin
perjuicio de nadie, y en provecho y crédito del que la dice. Pero, con todo
esto, veo que no nos dan nada, ni nos mandan bailar.
-Nieta, acaba, que es tarde y hay mucho que hacer y más que decir.
-Todo se mirará muy bien -replicó la vieja-; cuanto más, que hasta aquí todo
ha sido parto derecho, y el infante es como un oro.
-Sí, señor -respondió la gitana-, pero ha sido el parto tan secreto, que no le
sabe sino Preciosa y yo, y otra persona; y así, no podemos decir quién es.
-Ni aquí lo queremos saber -dijo uno de los presentes-, pero desdichada de
aquella que en vuestras lenguas deposita su secreto, y en vuestra ayuda
pone su honra.
-No todas somos malas -respondió Preciosa-: quizá hay alguna entre
nosotras que se precia de secreta y de verdadera, tanto cuanto el hombre
más estirado que hay en esta sala; y vámonos, abuela, que aquí nos tienen
en poco: pues en verdad que no somos ladronas ni rogamos a nadie.
-No os enojéis, Preciosa -dijo el padre-; que, a lo menos de vos, imagino que
no se puede presumir cosa mala, que vuestro buen rostro os acredita y sale
por fiador de vuestras buenas obras. Por vida de Preciosita, que bailéis un
poco con vuestras compañeras; que aquí tengo un doblón de oro de a dos
caras, que ninguna es como la vuestra, aunque son de dos reyes.
Tomó las sonajas Preciosa, y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos
sus lazos con tanto donaire y desenvoltura, que tras los pies se llevaban los
ojos de cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se iban
entre los pies de Preciosa, como si allí tuvieran el centro de su gloria. Pero
turbósela la suerte de manera que se la volvió en infierno; y fue el caso que
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en la fuga del baile se le cayó a Preciosa el papel que le había dado el paje,
y, apenas hubo caído, cuando le alzó el que no tenía buen concepto de las
gitanas, y, abriéndole al punto, dijo:
-¡Por Dios -dijo el que leyó el soneto-, que tiene donaire el poeta que le
escribió!
-No es poeta, señor, sino un paje muy galán y muy hombre de bien -dijo
Preciosa.
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(Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir; que ésas no son
alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés, que las
escucha. ¿Queréislo ver, niña? Pues volved los ojos y veréisle desmayado
encima de la silla, con un trasudor de muerte; no penséis, doncella, que os
ama tan de burlas Andrés que no le hieran y sobresalten el menor de
vuestros descuidos. Llegaos a él en hora buena, y decilde algunas palabras
al oído, que vayan derechas al corazón y le vuelvan de su desmayo. ¡No,
sino andaos a traer sonetos cada día en vuestra alabanza, y veréis cuál os le
ponen!)
Todo esto pasó así como se ha dicho: que Andrés, en oyendo el soneto, mil
celosas imaginaciones le sobresaltaron. No se desmayó, pero perdió la color
de manera que, viéndole su padre, le dijo:
-¿Qué tienes, don Juan, que parece que te vas a desmayar, según se te ha
mudado el color?
''Cabecita, cabecita,
de la paciencia bendita.
Solicita
33
la bonita
confiancita;
no te inclines
a pensamientos ruines;
verás cosas
Dios delante
-Con la mitad destas palabras que le digan, y con seis cruces que le hagan
sobre el corazón a la persona que tuviere vaguidos de cabeza -dijo Preciosa-
, quedará como una manzana.
-No es tan libre la del soldado, a mi parecer -respondió don Juan-, que no
tenga más de sujeción que de libertad; pero, con todo esto, haré como viere.
Con estas últimas palabras quedó contento Andrés, y las gitanas se fueron
contentísimas.
Entró Andrés en la una, que era la mayor del rancho, y luego acudieron a
verle diez o doce gitanos, todos mozos y todos gallardos y bien hechos, a
quien ya la vieja había dado cuenta del nuevo compañero que les había de
venir, sin tener necesidad de encomendarles el secreto; que, como ya se ha
dicho, ellos le guardan con sagacidad y puntualidad nunca vista. Echaron
luego ojo a la mula, y dijo uno dellos:
-Eso no -dijo Andrés-, porque no hay mula de alquiler que no sea conocida
de todos los mozos de mulas que trajinan por España.
-Par Dios, señor Andrés -dijo uno de los gitanos-, que, aunque la mula
tuviera más señales que las que han de preceder al día tremendo, aquí la
transformáramos de manera que no la conociera la madre que la parió ni el
dueño que la ha criado.
-Con todo eso -respondió Andrés-, por esta vez se ha de seguir y tomar el
parecer mío. A esta mula se ha de dar muerte, y ha de ser enterrada donde
aun los huesos no parezcan.
-En ninguna manera consentiré -dijo Andrés- que la mula no muera, aunque
más me aseguren su transformación. Yo temo ser descubierto si a ella no la
cubre la tierra. Y, si se hace por el provecho que de venderla puede seguirse,
no vengo tan desnudo a esta cofradía, que no pueda pagar de entrada más
de lo que valen cuatro mulas.
-Pues así lo quiere el señor Andrés Caballero -dijo otro gitano-, muera la sin
culpa; y Dios sabe si me pesa, así por su mocedad, pues aún no ha cerrado
(cosa no usada entre mulas de alquiler), como porque debe ser andariega,
pues no tiene costras en las ijadas, ni llagas de la espuela.
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Dilatóse su muerte hasta la noche, y en lo que quedaba de aquel día se
hicieron las ceremonias de la entrada de Andrés a ser gitano, que fueron:
desembarazaron luego un rancho de los mejores del aduar, y adornáronle de
ramos y juncia; y, sentándose Andrés sobre un medio alcornoque, pusiéronle
en las manos un martillo y unas tenazas, y, al son de dos guitarras que dos
gitanos tañían, le hicieron dar dos cabriolas; luego le desnudaron un brazo, y
con una cinta de seda nueva y un garrote le dieron dos vueltas blandamente.
Hechas, pues, las referidas ceremonias, un gitano viejo tomó por la mano a
Preciosa, y, puesto delante de Andrés, dijo:
-Puesto que estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy
tuya, y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi
voluntad, que es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las
condiciones que antes que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos
años has de vivir en nuestra compañía primero que de la mía goces, porque
tú no te arrepientas por ligero, ni yo quede engañada por presurosa.
Condiciones rompen leyes; las que te he puesto sabes: si las quisieres
guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mío; y donde no, aún no es muerta
la mula, tus vestidos están enteros, y de tus dineros no te falta un ardite; la
ausencia que has hecho no ha sido aún de un día; que de lo que dél falta te
puedes servir y dar lugar que consideres lo que más te conviene. Estos
señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre y
nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere. Si te quedas, te
estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré en menos; porque, a mi
parecer, los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta que encuentran
con la razón o con el desengaño; y no querría yo que fueses tú para conmigo
como es el cazador, que, en alcanzado la liebre que sigue, la coge y la deja
por correr tras otra que le huye. Ojos hay engañados que a la primera vista
tan bien les parece el oropel como el oro, pero a poco rato bien conocen la
diferencia que hay de lo fino a lo falso. Esta mi hermosura que tú dices que
tengo, que la estimas sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si
de cerca te parecerá sombra, y tocada, cairás en que es de alquimia? Dos
años te doy de tiempo para que tantees y ponderes lo que será bien que
escojas o será justo que deseches; que la prenda que una vez comprada
nadie se puede deshacer della, sino con la muerte, bien es que haya tiempo,
y mucho, para miralla y remiralla, y ver en ella las faltas o las virtudes que
tiene; que yo no me rijo por la bárbara e insolente licencia que estos mis
parientes se han tomado de dejar las mujeres, o castigarlas, cuando se les
antoja; y, como yo no pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero
tomar compañía que por su gusto me deseche.
-Tienes razón, ¡oh Preciosa! -dijo a este punto Andrés-; y así, si quieres que
asegure tus temores y menoscabe tus sospechas, jurándote que no saldré
un punto de las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que
haga, o qué otra seguridad puedo darte, que a todo me hallarás dispuesto.
-Sea ansí -respondió Andrés-. Sola una cosa pido a estos señores y
compañeros míos, y es que no me fuercen a que hurte ninguna cosa por
tiempo de un mes siquiera; porque me parece que no he de acertar a ser
ladrón si antes no preceden muchas liciones.
-Calla, hijo -dijo el gitano viejo-, que aquí te industriaremos de manera que
salgas un águila en el oficio; y cuando le sepas, has de gustar dél de modo
que te comas las manos tras él. ¡Ya es cosa de burla salir vacío por la
mañana y volver cargado a la noche al rancho!
-No se toman truchas, etcétera -replicó el viejo-: todas las cosas desta vida
están sujetas a diversos peligros, y las acciones del ladrón al de las galeras,
azotes y horca; pero no porque corra un navío tormenta, o se anega, han de
dejar los otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los
hombres y los caballos, dejase de haber soldados! Cuanto más, que el que
es azotado por justicia, entre nosotros, es tener un hábito en las espaldas,
que le parece mejor que si le trujese en los pechos, y de los buenos. El toque
está [en] no acabar acoceando el aire en la flor de nuestra juventud y a los
primeros delitos; que el mosqueo de las espaldas, ni el apalear el agua en
las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hijo Andrés, reposad ahora en el
nido debajo de nuestras alas, que a su tiempo os sacaremos a volar, y en
parte donde no volváis sin presa; y lo dicho dicho: que os habéis de lamer los
dedos tras cada hurto.
-Pues, para recompensar -dijo Andrés- lo que yo podía hurtar en este tiempo
que se me da de venia, quiero repartir docientos escudos de oro entre todos
los del rancho.
De todo lo que había visto y oído y de los ingenios de los gitanos quedó
admirado Andrés, y con propósito de seguir y conseguir su empresa, sin
entremeterse nada en sus costumbres; o, a lo menos, escusarlo por todas
las vías que pudiese, pensando exentarse de la jurisdición de obedecellos en
las cosas injustas que le mandasen, a costa de su dinero.
Otro día les rogó Andrés que mudasen de sitio y se alejasen de Madrid,
porque temía ser conocido si allí estaba. Ellos dijeron que ya tenían
determinado irse a los montes de Toledo, y desde allí correr y garramar toda
la tierra circunvecina. Levantaron, pues, el rancho y diéronle a Andrés una
pollina en que fuese, pero él no la quiso, sino irse a pie, sirviendo de lacayo a
Preciosa, que sobre otra iba: ella contentísima de ver cómo triunfaba de su
gallardo escudero, y él ni más ni menos, de ver junto a sí a la que había
hecho señora de su albedrío.
¡Oh poderosa fuerza deste que llaman dulce dios de la amargura (título que
le ha dado la ociosidad y el descuido nuestro), y con qué veras nos
avasallas, y cuán sin respecto nos tratas! Caballero es Andrés, y mozo de
muy buen entendimiento, criado casi toda su vida en la Corte y con el regalo
de sus ricos padres; y desde ayer acá ha hecho tal mudanza, que engañó a
sus criados y a sus amigos, defraudó las esperanzas que sus padres en él
tenían; dejó el camino de Flandes, donde había de ejercitar el valor de su
persona y acrecentar la honra de su linaje, y se vino a postrarse a los pies de
una muchacha, y a ser su lacayo; que, puesto que hermosísima, en fin, era
gitana: privilegio de la hermosura, que trae al redopelo y por la melena a sus
pies a la voluntad más esenta.
De allí a cuatro días llegaron a una aldea dos leguas de Toledo, donde
asentaron su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del
pueblo, en fianzas de que en él ni en todo su término no hurtarían ninguna
cosa. Hecho esto, todas las gitanas viejas, y algunas mozas, y los gitanos, se
esparcieron por todos los lugares, o, a lo menos, apartados por cuatro o
cinco leguas de aquel donde habían asentado su real. Fue con ellos Andrés
a tomar la primera lición de ladrón; pero, aunque le dieron muchas en aquella
salida, ninguna se le asentó; antes, correspondiendo a su buena sangre, con
cada hurto que sus maestros hacían se le arrancaba a él el alma; y tal vez
hubo que pagó de su dinero los hurtos que sus compañeros había hecho,
conmovido de las lágrimas de sus dueños; de lo cual los gitanos se
desesperaban, diciéndole que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas,
que prohibían la entrada a la caridad en sus pechos, la cual, en teniéndola,
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habían de dejar de ser ladrones, cosa que no les estaba bien en ninguna
manera.
Viendo, pues, esto Andrés, dijo que él quería hurtar por sí solo, sin ir en
compañía de nadie; porque para huir del peligro tenía ligereza, y para
cometelle no le faltaba el ánimo; así que, el premio o el castigo de lo que
hurtase quería que fuese suyo.
Sucedió, pues, que, teniendo el aduar entre unas encinas, algo apartado del
camino real, oyeron una noche, casi a la mitad della, ladrar sus perros con
mucho ahínco y más de lo que acostumbraban; salieron algunos gitanos, y
con ellos Andrés, a ver a quién ladraban, y vieron que se defendía dellos un
41
hombre vestido de blanco, a quien tenían dos perros asido de una pierna;
llegaron y quitáronle, y uno de los gitanos le dijo:
-¿Quién diablos os trujo por aquí, hombre, a tales horas y tan fuera de
camino? ¿Venís a hurtar por ventura? Porque en verdad que habéis llegado
a buen puerto.
Llegóse a él Andrés y otro gitano caritativo (que aun entre los demonios hay
unos peores que otros, y entre muchos malos hombres suele haber algún
bueno), y entre los dos le llevaron. Hacía la noche clara con la luna, de
manera que pudieron ver que el hombre era mozo de gentil rostro y talle;
venía vestido todo de lienzo blanco, y atravesada por las espaldas y ceñida a
los pechos una como camisa o talega de lienzo. Llegaron a la barraca o toldo
de Andrés, y con presteza encendieron lumbre y luz, y acudió luego la abuela
de Preciosa a curar el herido, de quien ya le habían dado cuenta. Tomó
algunos pelos de los perros, friólos en aceite, y, lavando primero con vino
dos mordeduras que tenía en la pierna izquierda, le puso los pelos con el
aceite en ellas y encima un poco de romero verde mascado; lióselo muy bien
con paños limpios y santiguóle las heridas y díjole:
-Pues has de saber, Andrés -replicó Preciosa-, que el que hizo aquel soneto
es ese mozo mordido que dejamos en la choza; y en ninguna manera me
engaño, porque me habló en Madrid dos o tres veces, y aun me dio un
romance muy bueno. Allí andaba, a mi parecer, como paje; mas no de los
ordinarios, sino de los favorecidos de algún príncipe; y en verdad te digo,
Andrés, que el mozo es discreto, y bien razonado, y sobremanera honesto, y
no sé qué pueda imaginar desta su venida y en tal traje.
-Sí, aquí está, que yo la vi anoche -dijo el mordido; razón con que Andrés
quedó como difunto, pareciéndole que había salido al cabo con la
confirmación de sus sospechas-. Anoche la vi -tornó a referir el mozo-, pero
no me atreví a decirle quién era, porque no me convenía.
-Sí soy -replicó el mancebo-; que no lo puedo ni lo quiero negar. Quizá podía
ser que donde he pensado perderme hubiese venido a ganarme, si es que
hay fidelidad en las selvas y buen acogimiento en los montes.
-Hayle, sin duda -respondió Andrés-, y entre nosotros, los gitanos, el mayor
secreto del mundo. Con esta confianza podéis, señor, descubrirme vuestro
pecho, que hallaréis en el mío lo que veréis, sin doblez alguno. La gitanilla es
parienta mía, y está sujeta a lo [que] quisiere hacer della; si la quisiéredes
por esposa, yo y todos sus parientes gustaremos dello; y si por amiga, no
usaremos de ningún melindre, con tal que tengáis dineros, porque la codicia
por jamás sale de nuestros ranchos.
Éste fue otro susto mortal que recibió Andrés, viendo que el traer tanto dinero
no era sino para conquistar o comprar su prenda; y, con lengua ya turbada,
dijo:
Con estas razones que el mozo iba diciendo, iba Andrés cobrando lo[s]
espíritus perdidos, pareciéndole que se encaminaban a otro paradero del que
él se imaginaba; y deseoso de salir de aquella confusión, volvió a reforzarle
la seguridad con que podía descubrirse; y así, él prosiguió diciendo:
-El que yo pensaba llevar -replicó el mozo- no es sino a Sevilla; que allí tengo
un caballero ginovés, grande amigo del conde mi pariente, que suele enviar a
Génova gran cantidad de plata, y llevo disignio que me acomode con los que
la suelen llevar, como uno dellos; y con esta estratagema seguramente podré
pasar hasta Cartagena, y de allí a Italia, porque han de venir dos galeras
muy presto a embarcar esta plata. Ésta es, buen amigo, mi historia: mirad si
puedo decir que nace más de desgracia pura que de amores aguados. Pero
si estos señores gitanos quisiesen llevarme en su compañía hasta Sevilla, si
es que van allá, yo se lo pagaría muy bien; que me doy a entender que en su
compañía iría más seguro, y no con el temor que llevo.
Dejóle Andrés, y vino a dar cuenta a los demás gitanos de lo que el mozo le
había contado y de lo que pretendía, con el ofrecimiento que hacía de la
buena paga y recompensa. Todos fueron de parecer que se quedase en el
aduar. Sólo Preciosa tuvo el contrario, y la abuela dijo que ella no podía ir a
Sevilla, ni a sus contornos, a causa que los años pasados había hecho una
burla en Sevilla a un gorrero llamado Triguillos, muy conocido en ella, al cual
le había hecho meter en una tinaja de agua hasta el cuello, desnudo en
carnes, y en la cabeza puesta una corona de ciprés, esperando el filo de la
media noche para salir de la tinaja a cavar y sacar un gran tesoro que ella le
había hecho creer que estaba en cierta parte de su casa. Dijo que, como oyó
el buen gorrero tocar a maitines, por no perder la coyuntura, se dio tanta
priesa a salir de la tinaja que dio con ella y con él en el suelo, y con el golpe y
con los cascos se magulló las carnes, derramóse el agua y él quedó
47
nadando en ella, y dando voces que se anegaba. Acudieron su mujer y sus
vecinos con luces, y halláronle haciendo efectos de nadador, soplando y
arrastrando la barriga por el suelo, y meneando brazos y piernas con mucha
priesa, y diciendo a grandes voces: ''¡Socorro, señores, que me ahogo!''; tal
le tenía el miedo, que verdaderamente pensó que se ahogaba. Abrazáronse
con él, sacáronle de aquel peligro, volvió en sí, contó la burla de la gitana, y,
con todo eso, cavó en la parte señalada más de un estado en hondo, a pesar
de todos cuantos le decían que era embuste mío; y si no se lo estorbara un
vecino suyo, que tocaba ya en los cimientos de su casa, él diera con
entrambas en el suelo, si le dejaran cavar todo cuanto él quisiera. Súpose
este cuento por toda la ciudad, y hasta los muchachos le señalaban con el
dedo y contaban su credulidad y mi embuste.
Esto contó la gitana vieja, y esto dio por escusa para no ir a Sevilla. Los
gitanos, que ya sabían de Andrés Caballero que el mozo traía dineros en
cantidad, con facilidad le acogieron en su compañía y se ofrecieron de
guardarle y encubrirle todo el tiempo que él quisiese, y determinaron de
torcer el camino a mano izquierda y entrarse en la Mancha y en el reino de
Murcia.
-No pienses, Preciosa única, que don Juan con ligereza de ánimo me
descubrió quién era: primero le conocí yo, y primero me descubrieron sus
ojos sus intentos; primero le dije yo quién era, y primero le adiviné la prisión
de su voluntad que tú señalas; y él, dándome el crédito que era razón que
me diese, fió de mi secreto el suyo, y él es buen testigo si alabé su
determinación y escogido empleo; que no soy, ¡oh Preciosa!, de tan corto
ingenio que no alcance hasta dónde se estienden las fuerzas de la
hermosura; y la tuya, por pasar de los límites de los mayores estremos de
belleza, es disculpa bastante de mayores yerros, si es que deben llamarse
yerros los que se hacen con tan forzosas causas. Agradézcote, señora, lo
que en mi crédito dijiste, y yo pienso pagártelo en desear que estos enredos
amorosos salgan a fines felices, y que tú goces de tu Andrés, y Andrés de su
Preciosa, en conformidad y gusto de sus padres, porque de tan hermosa
junta veamos en el mundo los más bellos renuevos que pueda formar la bien
inte[n]cionada naturaleza. Esto desearé yo, Preciosa, y esto le diré siempre a
tu Andrés, y no cosa alguna que le divierta de sus bien colocados
pensamientos.
Con tales afectos dijo las razones pasadas Clemente, que estuvo en duda
Andrés si las había dicho como enamorado o como comedido; que la infernal
enfermedad celosa es tan delicada, y de tal manera, que en los átomos del
49
sol se pega, y de los que tocan a la cosa amada se fatiga el amante y se
desespera. Pero, con todo esto, no tuvo celos confirmados, más fiado de la
bondad de Preciosa que de la ventura suya, que siempre los enamorados se
tienen por infelices en tanto que no alcanzan lo que desean. En fin, Andrés y
Clemente eran camaradas y grandes amigos, asegurándolo todo la buena
intención de Clemente y el recato y prudencia de Preciosa, que jamás dio
ocasión a que Andrés tuviese della celos.
Tenía Clemente sus puntas de poeta, como lo mostró en los versos que dio a
Preciosa, y Andrés se picaba un poco, y entrambos eran aficionados a la
música. Sucedió, pues, que, estando el aduar alojado en un valle cuatro
leguas de Murcia, una noche, por entretenerse, sentados los dos, Andrés al
pie de un alcornoque, Clemente al de una encina, cada uno con una guitarra,
convidados del silencio de la noche, comenzando Andrés y respondiendo
Clemente, cantaron estos versos:
ANDR&EACUTES
y en esta semejanza,
CLEMENTE
y adonde la Preciosa
honestidad hermosa
en un sujeto cabe,
ANDR&EACUTES
al cielo levantado,
la fama yo quisiera
CLEMENTE
y en la tierra causara,
ANDR&EACUTES
y tal es mi Preciosa,
CLEMENTE
frescor de la mañana,
si la subida endereza,
52
por gracia o naturaleza
no quererme o no estimarme;
podrá la de un labrador
La Carducha, que vio que en irse Andrés se le iba la mitad de su alma, y que
no le quedaba tiempo para solicitar el cumplimiento de sus deseos, ordenó
de hacer quedar a Andrés por fuerza, ya que de grado no podía. Y así, con la
industria, sagacidad y secreto que su mal intento le enseñó, puso entre las
alhajas de Andrés, que ella conoció por suyas, unos ricos corales y dos
patenas de plata, con otros brincos suyos; y, apenas habían salido del
mesón, cuando dio voces, diciendo que aquellos gitanos le llevaban robadas
sus joyas, a cuyas voces acudió la justicia y toda la gente del pueblo.
Los gitanos hicieron alto, y todos juraban que ninguna cosa llevaban hurtada,
y que ellos harían patentes todos los sacos y repuestos de su aduar. Desto
se congojó mucho la gitana vieja, temiendo que en aquel escrutinio no se
manifestasen los dijes de la Preciosa y los vestidos de Andrés, que ella con
gran cuidado y recato guardaba; pero la buena de la Carducha lo remedió
con mucha brevedad todo, porque al segundo envoltorio que miraron dijo que
preguntasen cuál era el de aquel gitano gran bailador, que ella le había visto
entrar en su aposento dos veces, y que podría ser que aquél las llevase.
Entendió Andrés que por él lo decía y, riéndose, dijo:
-¿No sospeché yo bien? -dijo a esta sazón la Carducha-. ¡Mirad con qué
buena cara se encubre un ladrón tan grande!
Aquí fue el gritar del pueblo, aquí el amohinarse el tío alcalde, aquí el
desmayarse Preciosa y el turbarse Andrés de verla desmayada; aquí el
acudir todos a las armas y dar tras el homicida. Creció la confusión, creció la
grita, y, por acudir Andrés al desmayo de Preciosa, dejó de acudir a su
defensa; y quiso la suerte que Clemente no se hallase al desastrado suceso,
que con los bagajes había ya salido del pueblo. Finalmente, tantos cargaron
sobre Andrés, que le prendieron y le aherrojaron con dos muy gruesas
cadenas. Bien quisiera el alcalde ahorcarle luego, si estuviera en su mano,
pero hubo de remitirle a Murcia, por ser de su jurisdición. No le llevaron hasta
otro día, y en el que allí estuvo, pasó Andrés muchos martirios y vituperios
que el indignado alcalde y sus ministros y todos los del lugar le hicieron.
Prendió el alcalde todos los más gitanos y gitanas que pudo, porque los más
huyeron, y entre ellos Clemente, que temió ser cogido y descubierto.
Finalmente, con la sumaria del caso y con una gran cáfila de gitanos,
entraron el alcalde y sus ministros con otra mucha gente armada en Murcia,
entre los cuales iba Preciosa, y el pobre Andrés, ceñido de cadenas, sobre
un macho y con esposas y piedeamigo. Salió toda Murcia a ver los presos,
que ya se tenía noticia de la muerte del soldado. Pero la hermosura de
Preciosa aquel día fue tanta, que ninguno la miraba que no la bendecía, y
llegó la nueva de su belleza a los oídos de la señora corregidora, que por
curiosidad de verla hizo que el corregidor, su marido, mandase que aquella
gitanica no entrase en la cárcel, y todos los demás sí. Y a Andrés le pusieron
en un estrecho calabozo, cuya escuridad, y la falta de la luz de Preciosa, le
trataron de manera que bien pensó no salir de allí sino para la sepultura.
Llevaron a Preciosa con su abuela a que la corregidora la viese, y, así como
la vio, dijo:
En todo el tiempo que esto decía, nunca la dejó las manos, ni apartó los ojos
de mirarla atentísimamente, derramando amargas y piadosas lágrimas en
mucha abundancia. Asimismo, la corregidora la tenía a ella asida de las
suyas, mirándola ni más ni menos, con no menor ahínco y con no más pocas
lágrimas. Estando en esto, entró el corregidor, y, hallando a su mujer y a
Preciosa tan llorosas y tan encadenadas, quedó suspenso, así de su llanto
como de la hermosura. Preguntó la causa de aquel sentimiento, y la
respuesta que dio Preciosa fue soltar las manos de la corregidora y asirse de
los pies del corregidor, diciéndole:
Y así, con ligero paso, se salió de donde estaba, dejando a los presentes
confusos con lo que dicho había. En tanto, pues, que ella volvía, nunca dejó
Preciosa las lágrimas ni los ruegos de que se entretuviese la causa de su
esposo, con intención de avisar a su padre que viniese a entender en ella.
Volvió la gitana con un pequeño cofre debajo del brazo, y dijo al corregidor
57
que con su mujer y ella se entrasen en un aposento, que tenía grandes
cosas que decirles en secreto. El corregidor, creyendo que algunos hurtos de
los gitanos quería descubrirle, por tenerle propicio en el pleito del preso, al
momento se retiró con ella y con su mujer en su recámara, adonde la gitana,
hincándose de rodillas ante los dos, les dijo:
-Si las buenas nuevas que os quiero dar, señores, no merecieren alcanzar en
albricias el perdón de un gran pecado mío, aquí estoy para recebir el castigo
que quisiéredes darme; pero antes que le confiese quiero que me digáis,
señores, primero, si conocéis estas joyas.
-Así es la verdad -dijo la gitana-; y de qué criatura sean lo dice ese escrito
que está en ese papel doblado.
Apenas hubo oído la corregidora las razones del papel, cuando reconoció los
brincos, se los puso a la boca, y, dándoles infinitos besos, se cayó
desmayada. Acudió el corregidor a ella, antes que a preguntar a la gitana por
su hija, y, habiendo vuelto en sí, dijo:
-Mujer buena, antes ángel que gitana, ¿adónde está el dueño, digo la
criatura cuyos eran estos dijes?
Iba Preciosa confusa, que no sabía a qué efeto se habían hecho con ella
aquellas diligencias; y más, viéndose llevar en brazos de la corregidora, y
que le daba de un beso hasta ciento. Llegó, en fin, con la preciosa carga
doña Guiomar a la presencia de su marido, y, trasladándola de sus brazos a
los del corregidor, le dijo:
-Recebid, señor, a vuestra hija Costanza, que ésta es sin duda; no lo dudéis,
señor, en ningún modo, que la señal de los dedos juntos y la del pecho he
visto; y más, que a mí me lo está diciendo el alma desde el instante que mis
ojos la vieron.
Toda la gente de casa andaba absorta, preguntando unos a otros qué sería
aquello, y todos daban bien lejos del blanco; que, ¿quién había de imaginar
que la gitanilla era hija de sus señores? El corregidor dijo a su mujer y a su
hija, y a la gitana vieja, que aquel caso estuviese secreto hasta que él le
descubriese; y asimismo dijo a la vieja que él la perdonaba el agravio que le
había hecho en hurtarle el alma, pues la recompensa de habérsela vuelto
mayores albricias recebía; y que sólo le pesaba de que, sabiendo ella la
calidad de Preciosa, la hubiese desposado con un gitano, y más con un
ladrón y homicida.
-¡Ay! -dijo a esto Preciosa-, señor mío, que ni es gitano ni ladrón, puesto que
es matador; pero fuelo del que le quitó la honra, y no pudo hacer menos de
mostrar quién era y matarle.
En tanto que ella iba y volvía, hicieron sus padres a Preciosa cien mil
preguntas, a quien respondió con tanta discreción y gracia que, aunque no la
hubieran reconocido por hija, los enamorara. Preguntáronla si tenía alguna
afición a don Juan. Respondió que no más de aquella que le obligaba a ser
agradecida a quien se había querido humillar a ser gitano por ella; pero que
ya no se estendería a más el agradecimiento de aquello que sus señores
padres quisiesen.
-Calla, hija Preciosa -dijo su padre-, que este nombre de Preciosa quiero que
se te quede, en memoria de tu pérdida y de tu hallazgo; que yo, como tu
padre, tomo a cargo el ponerte en estado que no desdiga de quién eres.
Suspiró oyendo esto Preciosa, y su madre (como era discreta, entendió que
suspiraba de enamorada de don Juan) dijo a su marido:
-Señor, siendo tan principal don Juan de Cárcamo como lo es, y queriendo
tanto a nuestra hija, no nos estaría mal dársela por esposa.
Y él respondió:
-Razón tenéis, señor -respondió ella-, pero dad orden de sacar a don Juan,
que debe de estar en algún calabozo.
-Sí estará -dijo Preciosa-; que a un ladrón, matador y, sobre todo, gitano, no
le habrán dado mejor estancia.
-¿Cómo está la buena pieza? ¡Que así tuviera yo atraillados cuantos gitanos
hay en España, para acabar con ellos en un día, como Nerón quisiera con
Roma, sin dar más de un golpe! Sabed, ladrón puntoso, que yo soy el
corregidor desta ciudad, y vengo a saber, de mí a vos, si es verdad que es
vuestra esposa una gitanilla que viene con vosotros.
-Si ella ha dicho que yo soy su esposo, es mucha verdad; y si ha dicho que
no lo soy, también ha dicho verdad, porque no es posible que Preciosa diga
mentira.
-Pues hágalo vuesa merced, señor corregidor, como ella lo suplica; que,
como yo me despose con ella, iré contento a la otra vida, como parta désta
con nombre de ser suyo.
Llegóse la noche, y, siendo casi las diez, sacaron a Andrés de la cárcel, sin
las esposas y el piedeamigo, pero no sin una gran cadena que desde los
pies todo el cuerpo le ceñía. Llegó dese modo, sin ser visto de nadie, sino de
los que le traían, en casa del corregidor, y con silencio y recato le entraron en
un aposento, donde le dejaron solo. De allí a un rato entró un clérigo y le dijo
que se confesase, porque había de morir otro día. A lo cual respondió
Andrés:
Doña Guiomar, que todo esto sabía, dijo a su marido que eran demasiados
los sustos que a don Juan daba; que los moderase, porque podría ser
perdiese la vida con ellos. Parecióle buen consejo al corregidor, y así entró a
llamar al que le confesaba, y díjole que primero habían de desposar al gitano
con Preciosa, la gitana, y que después se confesaría, y que se encomendase
a Dios de todo corazón, que muchas veces suele llover sus misericordias en
el tiempo que están más secas las esperanzas.
En efeto, Andrés salió a una sala donde estaban solamente doña Guiomar, el
corregidor, Preciosa y otros dos criados de casa. Pero, cuando Preciosa vio
a don Juan ceñido y aherrojado con tan gran cadena, descolorido el rostro y
los ojos con muestra de haber llorado, se le cubrió el corazón y se arrimó al
brazo de su madre, que junto a ella estaba, la cual, abrazándola consigo, le
dijo:
El corregidor dijo:
62
-Señor tiniente cura, este gitano y esta gitana son los que vuesa merced ha
de desposar.
-Pues hasta que la vea -respondió el tiniente cura-, estos señores perdonen.
-El padre ha hecho muy bien -dijo a esta sazón el corregidor-, y podría ser
fuese providencia del cielo ésta, para que el suplicio de Andrés se dilate;
porque, en efeto, él se ha de desposar con Preciosa y han de preceder
primero las amonestaciones, donde se dará tiempo al tiempo, que suele dar
dulce salida a muchas amargas dificultades; y, con todo esto, quería saber
de Andrés, si la suerte encaminase sus sucesos de manera que sin estos
sustos y sobresaltos se hallase esposo de Preciosa, si se tendría por
dichoso, ya siendo Andrés Caballero, o ya don Juan de Cárcamo.
-Pues, por ese buen ánimo que habéis mostrado, señor don Juan de
Cárcamo, a su tiempo haré que Preciosa sea vuestra legítima consorte, y
agora os la doy y entrego en esperanza por la más rica joya de mi casa, y de
mi vida; y de mi alma; y estimadla en lo que decís, porque en ella os doy a
doña Costanza de Meneses, mi única hija, la cual, si os iguala en el amor, no
os desdice nada en el linaje.
Vistióse don Juan los vestidos de camino que allí había traído la gitana;
volviéronse las prisiones y cadenas de hierro en libertad y cadenas de oro; la
tristeza de los gitanos presos, en alegría, pues otro día los dieron en fiado.
Recibió el tío del muerto la promesa de dos mil ducados, que le hicieron
porque bajase de la querella y perdonase a don Juan, el cual, no olvidándose
de su camarada Clemente, le hizo buscar; pero no le hallaron ni supieron dél,
hasta que desde allí a cuatro días tuvo nuevas ciertas que se había
embarcado en una de dos galeras de Génova que estaban en el puerto de
Cartagena, y ya se habían partido.
Dijo el corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre, don
Francisco de Cárcamo, estaba proveído por corregidor de aquella ciudad, y
que sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se
hiciesen las bodas. Don Juan dijo que no saldría de lo que él ordenase, pero
que, ante todas cosas, se había de desposar con Preciosa. Concedió licencia
el arzobispo para que con sola una amonestación se hiciese. Hizo fiestas la
ciudad, por ser muy bienquisto el corregidor, con luminarias, toros y cañas el
día del desposorio; quedóse la gitana vieja en casa, que no se quiso apartar
de su nieta Preciosa.
-Apostaría yo, Ricardo amigo, que te traen por estos lugares tus
continuos pensamientos.
-Sí traen -respondió Ricardo (que éste era el nombre del cautivo)-;
mas, ¿qué aprovecha, si en ninguna parte a do voy hallo tregua ni
descanso en ellos, antes me los han acrecentado estas ruinas que
desde aquí se descubren?
-Pues ¿por cuáles quieres que diga -repitió Ricardo-, si no hay otras
que a los ojos por aquí se ofrezcan?
2
-Si así como has acertado, ¡oh amigo Mahamut! -que así se llamaba
el turco-, en lo que de mi desdicha imaginas, acertaras en su
remedio, tuviera por bien perdida mi libertad, y no trocara mi
desgracia con la mayor ventura que imaginarse pudiera; mas yo sé
que ella es tal, que todo el mundo podrá saber bien la causa de
donde procede, mas no habrá en él persona que se atreva, no sólo
a hallarle remedio, pero ni aun alivio. Y, para que quedes satisfecho
desta verdad, te la contaré en las menos razones que pudiere.
Pero, antes que entre en el confuso laberinto de mis males, quiero
que me digas qué es la causa que Hazán Bajá, mi amo, ha hecho
plantar en esta campaña estas tiendas y pabellones antes de entrar
en Nicosia, donde viene proveído por virrey, o por bajá, como los
turcos llaman a los virreyes.
-Ésa es, ¡oh Mahamut! -respondió Ricardo-; ésa es, amigo, la causa
principal de todo mi bien y de toda mi desventura; ésa es, que no la
perdida libertad, por quien mis ojos han derramado, derraman y
derramarán lágrimas sin cuento, y la por quien mis sospiros
encienden el aire cerca y lejos, y la por quien mis razones cansan al
cielo que las escucha y a los oídos que las oyen; ésa es por quien
tú me has juzgado por loco o, por lo menos, por de poco valor y
menos ánimo; esta Leonisa, para mí leona y mansa cordera para
otro, es la que me tiene en este miserable estado. «Porque has de
saber que desde mis tiernos años, o a lo menos desde que tuve uso
5
»En fin, por no ser tan prolijo en contar la tormenta como ella lo fue
en su porfía, digo que cansados, hambrientos y fatigados con tan
largo rodeo, como fue bajar casi toda la isla de Sicilia, llegamos a
Trípol de Berbería, adonde a mi amo (antes de haber hecho con sus
levantes la cuenta del despojo, y dádoles lo que les tocaba, y su
quinto al rey, como es costumbre) le dio un dolor de costado tal, que
dentro de tres días dio con él en el infierno. Púsose luego el rey de
Trípol en toda su hacienda, y el alcaide de los muertos que allí tiene
el Gran Turco (que, como sabes, es heredero de los que no le dejan
en su muerte); estos dos tomaron toda la hacienda de Fetala, mi
amo, y yo cupe a éste, que entonces era virrey de Trípol; y de allí a
quince días le vino la patente de virrey de Chipre, con el cual he
venido hasta aquí sin intento de rescatarme, porque él me ha dicho
muchas veces que me rescate, pues soy hombre principal, como se
lo dijeron los soldados de Fetala, jamás he acudido a ello, antes le
he dicho que le engañaron los que le dijeron grandezas de mi
posibilidad. Y si quieres, Mahamut, que te diga todo mi
pensamiento, has de saber que no quiero volver a parte donde por
alguna vía pueda tener cosa que me consuele, y quiero que,
juntándose a la vida del cautiverio, los pensamientos y memorias
que jamás me dejan de la muerte de Leonisa vengan a ser parte
13
así, como lo es, yo puedo decir que soy el que más puede en la
ciudad, pues puedo con mi patrón todo lo que quiero. Digo esto,
porque podría ser dar traza con él para que vinieses a ser suyo, y,
estando en mi compañía, el tiempo nos dirá lo que habemos de
hacer, así para consolarte, si quisieres o pudieres tener consuelo, y
a mí para salir désta a mejor vida, o, a lo menos, a parte donde la
tenga más segura cuando la deje.
El codicioso judío respondió que cuatro mil doblas, que vienen a ser
dos mil escudos; mas, apenas hubo declarado el precio, cuando Alí
Bajá dijo que él los daba por ella, y que fuese luego a contar el
dinero a su tienda. Empero Hazán Bajá, que estaba de parecer de
no dejarla, aunque aventurase en ello la vida, dijo:
-Yo asimismo doy por ella las cuatro mil doblas que el judío pide, y
no las diera ni me pusiera a ser contrario de lo que Alí ha dicho si
no me forzara lo que él mismo dirá que es razón que me obligue y
fuerce, y es que esta gentil esclava no pertenece para ninguno de
nosotros, sino para el Gran Señor solamente; y así, digo que en su
nombre la compro: veamos ahora quién será el atrevido que me la
quite.
El cadí, que a todo estaba atento, y que no menos que los dos
ardía, temeroso de quedar sin la cristiana, imaginó cómo poder
atajar el gran fuego que se había encendido, y, juntamente,
quedarse con la cautiva, sin dar alguna sospecha de su dañada
intención; y así, levantándose en pie, se puso entre los dos, que ya
también lo estaban, y dijo:
-Sosiégate, Hazán, y tú, Alí, estáte quedo; que yo estoy aquí, que
sabré y podré componer vuestras diferencias de manera que los
dos consigáis vuestros intentos, y el Gran Señor, como deseáis, sea
servido.
A las palabras del cadí obedecieron luego; y aun si otra cosa más
dificultosa les mandara, hicieran lo mismo: tanto es el respecto que
tienen a sus canas los de aquella dañada secta. Prosiguió, pues, el
cadí, diciendo:
-Tú dices, Alí, que quieres esta cristiana para el Gran Señor, y
Hazán dice lo mismo; tú alegas que por ser el primero en ofrecer el
precio ha de ser tuya; Hazán te lo contradice; y, aunque él no sabe
fundar su razón, yo hallo que tiene la misma que tú tienes, y es la
intención, que sin duda debió de nacer a un mismo tiempo que la
tuya, en querer comprar la esclava para el mismo efeto; sólo le
llevaste tú la ventaja en haberte declarado primero, y esto no ha de
ser parte para que de todo en todo quede defraudado su buen
deseo; y así, me parece ser bien concertaros en esta forma: que la
esclava sea de entrambos; y, pues el uso della ha de quedar a la
voluntad del Gran Señor, para quien se compró, a él toca disponer
della; y, en tanto, pagarás tú, Hazán, dos mil doblas, y Alí otras dos
mil, y quedaráse la cautiva en poder mío para que en nombre de
18
Recibióla bien la mora por verla tan bien aderezada y tan hermosa.
Mahamut se volvió a las tiendas a contar a Ricardo lo que con
Leonisa le había pasado; y, hallándole, se lo contó todo punto por
punto, y, cuando llegó al del sentimiento que Leonisa había hecho
cuando le dijo que era muerto, casi se le vinieron las lágrimas a los
ojos. Díjole cómo había fingido el cuento del cautiverio de Cornelio,
por ver lo que ella sentía; advirtióle la tibieza y la malicia con que de
Cornelio había hablado; todo lo cual fue píctima para el afligido
corazón de Ricardo, el cual dijo a Mahamut:
-En buen hora -dijo Ricardo-; y vuélvote a advertir que los cinco
versos dijo el uno y los otros cinco el otro, todos de improviso; y son
éstos:
Ordenó la suerte, para mayor mal mío, que la fuerza estuviese sin
capitán, que pocos días había que era muerto, y en la fuerza no
había sino veinte soldados; esto se supo de un muchacho que los
turcos cautivaron, que bajó de la fuerza a coger conchas a la
marina. A los ocho días llegó a aquella costa un bajel de moros, que
ellos llaman caramuzales; viéronle los turcos, y salieron de donde
estaban, y, haciendo señas al bajel, que estaba cerca de tierra,
tanto que conoció ser turcos los que los llamaban, ellos contaron
sus desgracias, y los moros los recibieron en su bajel, en el cual
venía un judío, riquísimo mercader, y toda la mercancía del bajel, o
la más, era suya; era de barraganes y alquiceles y de otras cosas
que de Berbería se llevaban a Levante. En el mismo bajel los turcos
se fueron a Trípol, y en el camino me vendieron al judío, que dio por
mí dos mil doblas, precio excesivo, si no le hiciera liberal el amor
que el judío me descubrió.
esto, quédate con Dios, que otra vez te contaré los rodeos por
donde la fortuna me trujo a este estado, después que de ti me
aparté, o, por mejor decir, me apartaron.
En este tiempo habló otra vez Ricardo con Leonisa y le declaró toda
su intención, y ella le dijo la que tenía Halima, que con ella había
comunicado; encomendáronse los dos el secreto, y,
encomendándose a Dios, esperaban el día de la partida, el cual
llegado, salió Hazán acompañándolos hasta la marina con todos
sus soldados, y no los dejó hasta que se hicieron a la vela, ni aun
quitó los ojos del bergantín hasta perderle de vista; y parece que el
aire de los suspiros que el enamorado moro arrojaba impelía con
mayor fuerza las velas que le apartaban y llevaban el alma. Mas
como aquel a quien el amor había tanto tiempo que sosegar no le
dejaba, pensando en lo que había de hacer para no morir a manos
de sus deseos, puso luego por obra lo que con largo discurso y
resoluta determinación tenía pensado; y así, en un bajel de diez y
siete bancos, que en otro puerto había hecho armar, puso en él
cincuenta soldados, todos amigos y conocidos suyos, y a quien él
tenía obligados con muchas dádivas y promesas, y dioles orden que
saliesen al camino y tomasen el bajel del cadí y sus riquezas,
pasando a cuchillo cuantos en él iban, si no fuese a Leonisa la
cautiva; que a ella sola quería por despojo aventajado a los muchos
haberes que el bergantín llevaba; ordenóles también que le
echasen a fondo, de manera que ninguna cosa quedase que
pudiese dar indicio de su perdición. La codicia del saco les puso
alas en los pies y esfuerzo en el corazón, aunque bien vieron cuán
poca defensa habían de hallar en los del bergantín, según iban
desarmados y sin sospecha de semejante acontecimiento.
NOVELA DE RINCONETE Y
CORTADILLO
En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los
famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la
Andalucía, un día de los calurosos del verano, se hallaron en ella
acaso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince años: el
uno ni el otro no pasaban de diez y siete; ambos de buena gracia,
pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa, no la tenían; los
calzones eran de lienzo y las medias de carne. Bien es verdad que
lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan
traídos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de
manera que más le servían de cormas que de zapatos. Traía el uno
montera verde de cazador, el otro un sombrero sin toquilla, bajo de
copa y ancho de falda. A la espalda y ceñida por los pechos, traía el
uno una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en
una manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que en el
seno se le parecía un gran bulto, que, a lo que después pareció, era
un cuello de los que llaman valones, almidonado con grasa, y tan
deshilado de roto, que todo parecía hilachas. Venían en él
envueltos y guardados unos naipes de figura ovada, porque de
ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque durasen más
se las cercenaron y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos
quemados del sol, las uñas caireladas y las manos no muy limpias;
el uno tenía una media espada, y el otro un cuchillo de cachas
amarillas, que los suelen llamar vaqueros.
Y el menor respondió:
-No sé otro sino que corro como una liebre, y salto como un gamo y
corto de tijera muy delicadamente.
-Pues yo le sé decir que soy uno de los más secretos mozos que en
gran parte se puedan hallar; y, para obligar a vuesa merced que
descubra su pecho y descanse conmigo, le quiero obligar con
descubrirle el mío primero; porque imagino que no sin misterio nos
ha juntado aquí la suerte, y pienso que habemos de ser, déste
hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos. «Yo, señor
hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso por los
3
-Sea así -respondió Diego Cortado, que así dijo el menor que se
llamaba-; y, pues nuestra amistad, como vuesa merced, señor
Rincón, ha dicho, ha de ser perpetua, comencémosla con santas y
loables ceremonias.
arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si
acaso iban a Sevilla, que se viniesen con ellos.
-Lo que yo sabré decir desa bolsa es que no debe de estar perdida,
si ya no es que vuesa merced la puso a mal recaudo.
-Lo mismo digo yo -dijo Cortado-; pero para todo hay remedio, si no
es para la muerte, y el que vuesa merced podrá tomar es, lo
primero y principal, tener paciencia; que de menos nos hizo Dios y
un día viene tras otro día, y donde las dan las toman; y podría ser
que, con el tiempo, el que llevó la bolsa se viniese a arrepentir y se
la volviese a vuesa merced sahumada.
-No me parece mal remedio ese -dijo Cortado-, pero advierta vuesa
merced no se le olviden las señas de la bolsa, ni la cantidad
puntualmente del dinero que va en ella; que si yerra en un ardite, no
parecerá en días del mundo, y esto le doy por hado.
-No hay que temer deso -respondió el sacristán-, que lo tengo más
en la memoria que el tocar de las campanas: no me erraré en un
átomo.
-Yo pensé -dijo Cortado- que el hurtar era oficio libre, horro de
pecho y alcabala; y que si se paga, es por junto, dando por fiadores
a la garganta y a las espaldas. Pero, pues así es, y en cada tierra
hay su uso, guardemos nosotros el désta, que, por ser la más
principal del mundo, será el más acertado de todo él. Y así, puede
vuesa merced guiarnos donde está ese caballero que dice, que ya
yo tengo barruntos, según lo que he oído decir, que es muy
calificado y generoso, y además hábil en el oficio.
-En verdad, señor -dijo Rincón-, que así entendemos esos nombres
como volar.
Y así, les fue diciendo y declarando otros nombres, de los que ellos
llaman germanescos o de la germanía, en el discurso de su plática,
que no fue corta, porque el camino era largo; en el cual dijo Rincón
a su guía:
11
-Sí -respondió él-, para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque
no de los muy cursados; que todavía estoy en el año del noviciado.
-Sin duda -dijo Rincón-, debe de ser buena y santa, pues hace que
los ladrones sirvan a Dios.
-De perlas me parece todo eso -dijo Cortado-; pero dígame vuesa
merced: ¿hácese otra restitución o otra penitencia más de la dicha?
-Y ¿con sólo eso que hacen, dicen esos señores -dijo Cortadillo-
que su vida es santa y buena?
-Éstos son los dos buenos mancebos que a vuesa merced dije, mi
sor Monipodio: vuesa merced los desamine y verá como son dignos
de entrar en nuestra congregación.
-A mí -dijo el de la guía.
-Cese toda cuestión, mis señores, que ésta es la bolsa, sin faltarle
nada de lo que el alguacil manifiesta; que hoy mi camarada
19
-Mucho echaste, hija Escalanta, pero Dios dará fuerzas para todo.
21
Y añadió:
-¿Quién llama?
Respondieron de fuera:
Aquí tornó a levantar las voces, aquí volvió a pedir justicia, y aquí se
la prometió de nuevo Monipodio y todos los bravos que allí estaban.
La Gananciosa tomó la mano a consolalla, diciéndole que ella diera
de muy buena gana una de las mejores preseas que tenía porque le
hubiera pasado otro tanto con su querido.
-¡No haya más, enojada mía; por tu vida que te sosiegues, ansí te
veas casada!
-¿No os digo yo? -dijo Repolido-. ¡Por Dios que voy oliendo, señora
trinquete, que lo tengo de echar todo a doce, aunque nunca se
venda!
-Nunca los amigos han de dar enojo a los amigos, ni hacer burla de
los amigos, y más cuando veen que se enojan los amigos.
aun voto a tal, que dicen que la inventó un galán desta ciudad, que
se pica de ser un Héctor en la música.
-¿Pues en qué modo puede venir aquí a propósito ese refrán? -re-
plicó el caballero.
-No dude en esto -dijo Monipodio- más que en ser cristiano; que
Chiquiznaque se la dará pintiparada, de manera que parezca que
allí se le nació.
-No creo que hay otra, hijo -dijo Monipodio-; pasá adelante y mirá
donde dice: MEMORIA DE PALOS.
MEMORIA DE PALOS
-Bien podía borrarse esa partida -dijo Maniferro-, porque esta noche
traeré finiquito della.
-Yo le topé ayer -dijo Maniferro-, y me dijo que por haber estado
retirado por enfermo el Corcovado no había cumplido con su débito.
-Eso creo yo bien -dijo Monipodio-, porque tengo por tan buen oficial
al Desmochado, que, si no fuera por tan justo impedimento, ya él
hubiera dado al cabo con mayores empresas. ¿Hay más, mocito?
-Así es la verdad -dijo Rinconete-, que todo eso está aquí escrito; y
aun más abajo dice:
Clavazón de cuernos.
-Ya está eso hecho y pagado -dijo Monipodio-. Mirad si hay más,
que si mal no me acuerdo, ha de haber ahí un espanto de veinte
escudos; está dada la mitad, y el esecutor es la comunidad toda, y
el término es todo el mes en que estamos; y cumpliráse al pie de la
letra, sin que falte una tilde, y será una de las mejores cosas que
hayan sucedido en esta ciudad de muchos tiempos a esta parte.
Dadme el libro, mancebo, que yo sé que no hay más, y sé también
que anda muy flaco el oficio; pero tras este tiempo vendrá otro y
habrá que hacer más de lo que quisiéremos; que no se mueve la
hoja sin la voluntad de Dios, y no hemos de hacer nosotros que se
vengue nadie por fuerza; cuanto más, que cada uno en su causa
suele ser valiente y no quiere pagar las hechuras de la obra que él
se puede hacer por sus manos.
NOVELA DE LA ESPAÑOLA
INGLESA
negársela y darle la muerte era todo una misma cosa. Con tales
razones, con tales encarecimientos subió al cielo las virtudes de
Isabela Ricaredo, que le pareció a su madre que Isabela era la
engañada en llevar a su hijo por esposo. Dio buenas esperanzas a
su hijo de disponer a su padre a que con gusto viniese en lo que ya
ella también venía; y así fue; que, diciendo a su marido las mismas
razones que a ella había dicho su hijo, con facilidad le movió a
querer lo que tanto su hijo deseaba, fabricando escusas que
impidiesen el casamiento que casi tenía concertado con la doncella
de Escocia.
vista las almas y los ojos de cuantos la miraban. Iban con ella
Clotaldo y su mujer y Ricaredo en la carroza, y a caballo muchos
ilustres parientes suyos. Toda esta honra quiso hacer Clotaldo a su
prisionera, por obligar a la reina la tratase como a esposa de su hijo.
-Ni lo estará -dijo la reina- con Isabela hasta que por sí mismo lo
merezca. Quiero decir que no quiero que para esto le aprovechen
vuestros servicios ni de sus pasados: él por sí mismo se ha de
disponer a servirme y a merecer por sí esta prenda, que ya la
estimo como si fuese mi hija.
sin pensar lo que hacía, y tan sesga y tan sin movimiento alguno,
que no parecía sino que lloraba una estatua de alabastro. Estos
afectos de los dos amantes, tan tiernos y tan enamorados, hicieron
verter lágrimas a muchos de los circunstantes; y, sin hablar más
palabra Ricaredo, y sin le haber hablado alguna a Isabela, haciendo
Clotaldo y los que con él venían reverencia a la reina, se salieron de
la sala, llenos de compasión, de despecho y de lágrimas.
turcos no más, que a los cristianos mandó Ricaredo que nadie los
tirase. Desta manera, casi todos los más turcos fueron muertos, y
los que en la nave entraron, por los cristianos que con ellos se
mezclaron, aprovechándose de sus mismas armas, fueron hechos
pedazos: que la fuerza de los valientes, cuando caen, se pasa a la
flaqueza de los que se levantan. Y así, con el calor que les daba a
los cristianos pensar que los navíos ingleses eran españoles,
hicieron por su libertad maravillas. Finalmente, habiendo muerto
casi todos los turcos, algunos españoles se pusieron a borde del
navío, y a grandes voces llamaron a los que pensaban ser
españoles entrasen a gozar el premio del vencimiento.
-Pues que Dios nos ha hecho tan gran merced en darnos tanta
riqueza, no quiero corresponderle con ánimo cruel y desagradecido,
ni es bien que lo que puedo remediar con la industria lo remedie con
la espada. Y así, soy de parecer que ningún cristiano católico
muera: no porque los quiero bien, sino porque me quiero a mí muy
bien, y querría que esta hazaña de hoy ni a mí ni a vosotros, que en
ella me habéis sido compañeros, nos diese, mezclado con el
nombre de valientes, el renombre de crueles: porque nunca dijo
bien la crueldad con la valentía. Lo que se ha de hacer es que toda
la artillería de un navío destos se ha de pasar a la gran nave
portuguesa, sin dejar en el navío otras armas ni otra cosa más del
bastimento, y no lejando la nave de nuestra gente, la llevaremos a
Inglaterra, y los españoles se irán a España.
merced que les hacía, y el último que se iba a embarcar fue aquel
que por los demás había hablado, el cual le dijo:
Ricaredo dio libertad, por mostrar que más por su buena condición y
generoso ánimo se mostraba liberal, que por forzarle amor que a los
católicos tuviese. Rogó a los españoles que en la primera ocasión
que se ofreciese diesen entera libertad a los turcos, que ansimismo
se le mostraron agradecidos.
pienso hacer por pagar alguna parte del todo casi infinito que en
esta joya Vuestra Majestad me ofrece.
Quiso saber la reina primero por qué le pedía con tanto ahínco
aquella suspensión, que tan derechamente iba contra la palabra
22
razones decir que Isabela era católica, y tan cristiana que ninguna
de sus persuasiones, que habían sido muchas, la habían podido
torcer en nada de su católico intento. A lo cual respondió la reina
que por eso la estimaba en más, pues tan bien sabía guardar la ley
que sus padres la habían enseñado; y que en lo de enviarla a
España no tratase, porque su hermosa presencia y sus muchas
gracias y virtudes le daban mucho gusto; y que, sin duda, si no
aquel día, otro se la había de dar por esposa a Ricaredo, como se
lo tenía prometido.
escribiría a París para que allí se hiciesen las cédulas por otro
correspondiente suyo, a causa que rezasen las fechas de Francia y
no de Inglaterra, por el contrabando de la comunicación de los dos
reinos, y que bastaba llevar una letra de aviso suya sin fecha, con
sus contraseñas, para que luego diese el dinero el mercader de
Sevilla, que ya estaría avisado del de París.
-Vos, sin duda, señor mío, sois aquel que sólo podrá impedir mi
cristiana determinación. Vos, señor, sois sin duda la mitad de mi
alma, pues sois mi verdadero esposo; estampado os tengo en mi
memoria y guardado en mi alma. Las nuevas que de vuestra muerte
me escribió mi señora, y vuestra madre, ya que no me quitaron la
vida, me hicieron escoger la de la religión, que en este punto quería
entrar a vivir en ella. Mas, pues Dios con tan justo impedimento
muestra querer otra cosa, ni podemos ni conviene que por mi parte
se impida. Venid, señor, a la casa de mis padres, que es vuestra, y
allí os entregaré mi posesión por los términos que pide nuestra
santa fe católica.
Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos, se hizo tan famoso
en la universidad, por su buen ingenio y notable habilidad, que de
todo género de gentes era estimado y querido. Su principal estudio
fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras
humanas; y tenía tan felice memoria que era cosa de espanto, e
ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos
famoso por él que por ella.
Los muchos libros que tenía los redujo a unas Horas de Nuestra
Señora y un Garcilaso sin comento, que en las dos faldriqueras
llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a Cartagena,
porque la vida de los alojamientos es ancha y varia, y cada día se
topan cosas nuevas y gustosas.
Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló
nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer
intento. Pero, habiendo estado un mes en ella, por Ferrara, Parma y
Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de
Francia; ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer,
haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo y su
maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana
necesarias. Desde allí se fue a Aste, y llegó a tiempo que otro día
marchaba el tercio a Flandes.
Pasando un día por la casa llana y venta común, vio que estaban a
la puerta della muchas de sus moradoras, y dijo que eran bagajes
del ejército de Satanás que estaban alojados en el mesón del
infierno.
A lo cual respondió:
-Ya que eso sea así -dijo el mismo-, ¿qué haré yo para tener paz
con mi mujer?
Respondióle:
Díjole un muchacho:
Y respondióle:
-Advierte, niño, que los azotes que los padres dan a los hijos
honran, y los del verdugo afrentan.
A lo cual respondió:
A lo cual respondió:
A lo cual respondió:
Y respondió Vidriera:
-No he sido tan necio que diese en poeta malo, ni tan venturoso que
haya merecido serlo bueno.
Añadió más:
»Y también dice:
Y añadió más:
Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la
mayor parte, eran pobres. Respondió que porque ellos querían,
pues estaba en su mano ser ricos, si se sabían aprovechar de la
ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de
sus damas, que todas eran riquísimas en estremo, pues tenían los
cabellos de oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes
14
-Este oficio me contentara mucho si no fuera por una falta que tiene.
Acaeció este mismo día que pasaron por la plaza seis azotados; y,
diciendo el pregón: "Al primero, por ladrón", dio grandes voces a los
que estaban delante dél, diciéndoles:
Un muchacho le dijo:
Respondióle:
-No -respondió Vidriera-, sino que sabe cada uno de vosotros más
pecados que un confesor; más es con esta diferencia: que el
confesor los sabe para tenerlos secretos, y vosotros para
publicarlos por las tabernas.
-De nosotros, señor Redoma, poco o nada hay que decir, porque
somos gente de bien y necesaria en la república.
-La honra del amo descubre la del criado. Según esto, mira a quién
sirves y verás cuán honrado eres: mozos sois vosotros de la más
ruin canalla que sustenta la tierra. Una vez, cuando no era de vidrio,
caminé una jornada en una mula de alquiler tal, que le conté ciento
y veinte y una tachas, todas capitales y enemigas del género
humano. Todos los mozos de mulas tienen su punta de rufianes, su
punta de cacos, y su es no es de truhanes. Si sus amos (que así
llaman ellos a los que llevan en sus mulas) son boquimuelles, hacen
más suertes en ellos que las que echaron en esta ciudad los años
pasados: si son estranjeros, los roban; si estudiantes, los maldicen;
y si religiosos, los reniegan; y si soldados, los tiemblan. Estos, y los
marineros y carreteros y arrieros, tienen un modo de vivir
extraordinario y sólo para ellos: el carretero pasa lo más de la vida
en espacio de vara y media de lugar, que poco más debe de haber
del yugo de las mulas a la boca del carro; canta la mitad del tiempo
y la otra mitad reniega; y en decir: "Háganse a zaga" se les pasa
otra parte; y si acaso les queda por sacar alguna rueda de algún
atolladero, más se ayudan de dos pésetes que de tres mulas. Los
marineros son gente gentil, inurbana, que no sabe otro lenguaje que
el que se usa en los navíos; en la bonanza son diligentes y en la
borrasca perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen
pocos; su Dios es su arca y su rancho, y su pasatiempo ver
mareados a los pasajeros. Los arrieros son gente que ha hecho
divorcio con las sábanas y se ha casado con las enjalmas; son tan
diligentes y presurosos que, a trueco de no perder la jornada,
perderán el alma; su música es la del mortero; su salsa, la hambre;
16
Y respondió Vidriera:
Por estas y otras cosas que decía de todos los oficios, se andaban
tras él, sin hacerle mal y sin dejarle sosegar; pero, con todo esto, no
se pudiera defender de los muchachos si su guardián no le
defendiera. Preguntóle uno qué haría para no tener envidia a nadie.
Respondióle:
Otro le preguntó qué remedio tendría para salir con una comisión
que había dos años que la pretendía. Y díjole:
Respondióle Vidriera:
Y añadió:
A lo cual respondió:
-Él hizo bien a darse priesa a morir antes que el verdugo se sentara
sobre él.
Él respondió:
Topó una vez a una tendera que llevaba delante de sí una hija suya
muy fea, pero muy llena de dijes, de galas y de perlas; y díjole a la
madre:
De los titereros decía mil males: decía que era gente vagamunda y
que trataba con indecencia de las cosas divinas, porque con las
figuras que mostraban en sus retratos volvían la devoción en risa, y
que les acontecía envasar en un costal todas o las más figuras del
Testamento Viejo y Nuevo y sentarse sobre él a comer y beber en
los bodegones y tabernas. En resolución, decía que se maravillaba
de cómo quien podía no les ponía perpetuo silencio en sus retablos,
o los desterraba del reino.
Decía que había sido opinión de un amigo suyo que el que servía a
una comedianta, en sola una servía a muchas damas juntas, como
era a una reina, a una ninfa, a una diosa, a una fregona, a una
pastora, y muchas veces caía la suerte en que serviese en ella a un
paje y a un lacayo: que todas estas y más figuras suele hacer una
farsanta.
Preguntóle uno que cuál había sido el más dichoso del mundo.
Respondió que Nemo; porque Nemo novit Patrem, Nemo sine
crimine vivit, Nemo sua sorte contentus, Nemo ascendit in coelum.
De los diestros dijo una vez que eran maestros de una ciencia o
arte que cuando la habían menester no la sabían, y que tocaban
algo en presumptuosos, pues querían reducir a demostraciones
matemáticas, que son infalibles, los movimientos y pensamientos
coléricos de sus contrarios. Con los que se teñían las barbas tenía
particular enemistad; y, riñendo una vez delante dél dos hombres,
que el uno era portugués, éste dijo al castellano, asiéndose de las
barbas, que tenía muy teñidas:
Una vez contó que una doncella discreta y bien entendida, por
acudir a la voluntad de sus padres, dio el sí de casarse con un viejo
todo cano, el cual la noche antes del día del desposorio se fue, no
al río Jordán, como dicen las viejas, sino a la redomilla del agua
fuerte y plata, con que renovó de manera su barba, que la acostó de
nieve y la levantó de pez. Llegóse la hora de darse las manos, y la
doncella conoció por la pinta y por la tinta la figura, y dijo a sus
padres que le diesen el mismo esposo que ellos le habían
mostrado, que no quería otro. Ellos le dijeron que aquel que tenía
delante era el mismo que le habían mostrado y dado por esposo.
Ella replicó que no era, y trujo testigos cómo el que sus padres le
dieron era un hombre grave y lleno de canas; y que, pues el
presente no las tenía, no era él, y se llamaba a engaño. Atúvose a
esto, corrióse el teñido y deshízose el casamiento.
Con las dueñas tenía la misma ojeriza que con los escabecha-dos:
decía maravillas de su permafoy, de las mortajas de sus tocas, de
sus muchos melindres, de sus escrúpulos y de su extraordinaria
miseria. Amohinábanle sus flaquezas de estómago, su vaguidos de
cabeza, su modo de hablar, con más repulgos que sus tocas; y,
finalmente, su inutilidad y sus vainillas.
Uno le dijo:
A lo cual respondió:
Y respondió:
Y dijo:
Oyó Vidriera que dijo un hombre a otro que, así como había entrado
en Valladolid, había caído su mujer muy enferma, porque la había
probado la tierra.
tal parte, sino fray Diego, fray Jacinto, fray Raimundo, todos frailes y
religiosos; porque las religiones son los Aranjueces del cielo, cuyos
frutos, de ordinario, se ponen en la mesa de Dios.
Decía que las lenguas de los murmuradores eran como las plumas
del águila: que roen y menoscaban todas las de las otras aves que
a ellas se juntan. De los gariteros y tahúres decía milagros: decía
que los gariteros eran públicos prevaricadores, porque, en sacando
el barato del que iba haciendo suertes, deseaban que perdiese y
pasase el naipe adelante, porque el contrario las hiciese y él
cobrase sus derechos. Alababa mucho la paciencia de un tahúr,
que estaba toda una noche jugando y perdiendo, y con ser de
condición colérico y endemoniado, a trueco de que su contrario no
se alzase, no descosía la boca, y sufría lo que un mártir de
Barrabás. Alababa también las conciencias de algunos honrados
gariteros que ni por imaginación consentían que en su casa se
jugase otros juegos que polla y cientos; y con esto, a fuego lento,
sin temor y nota de malsines, sacaban al cabo del mes más barato
que los que consentían los juegos de estocada, del reparolo, siete y
llevar, y pinta en la del pu[n]to.
Salió otro día y fue lo mismo; hizo otro sermón y no sirvió de nada.
Perdía mucho y no ganaba cosa; y, viéndose morir de hambre,
determinó de dejar la Corte y volverse a Flandes, donde pensaba
valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de
su ingenio.
NOVELA DE LA FUERZA DE LA
SANGRE
Una noche de las calurosas del verano, volvían de recrearse del río
en Toledo un anciano hidalgo con su mujer, un niño pequeño, una
hija de edad de diez y seis años y una criada. La noche era clara; la
hora, las once; el camino, solo, y el paso, tardo, por no pagar con
cansancio la pensión que traen consigo las holguras que en el río o
en la vega se toman en Toledo.
-El día, señora, que mis padres oyeron decir que su sobrino estaba
tan malparado, creyeron y pensaron que se les había cerrado el
cielo y caído todo el mundo a cuestas. Imaginaron que ya les
faltaba la lumbre de sus ojos y el báculo de su vejez, faltándoles
este sobrino, a quien ellos quieren con amor de tal manera, que con
muchas ventajas excede al que suelen tener otros padres a sus
hijos. Mas, como decirse suele, que cuando Dios da la llaga da la
medicina, la halló el niño en esta casa, y yo en ella el acuerdo de
unas memorias que no las podré olvidar mientras la vida me durare.
Yo, señora, soy noble porque mis padres lo son y lo han sido todos
mis antepasados, que, con una medianía de los bienes de fortuna,
han sustentado su honra felizmente dondequiera que han vivido.
La confesión destos dos fue echar la llave a todas las dudas que en
tal caso le podían ofrecer; y así, determinó de llevar al cabo su buen
pensamiento, que fue éste: poco antes que se sentasen a cenar, se
entró en un aposento a solas su madre con Rodolfo, y, poniéndole
un retrato en las manos, le dijo:
-Yo quiero, Rodolfo hijo, darte una gustosa cena con mostrarte a tu
esposa: éste es su verdadero retrato, pero quiérote advertir que lo
que le falta de belleza le sobra de virtud; es noble y discreta y
medianamente rica, y, pues tu padre y yo te la hemos escogido,
asegúrate que es la que te conviene.
Todo esto era traza suya, y de todo lo que había de hacer estaba
avisada y advertida Leocadia. Poco tardó en salir Leocadia y dar de
15
Llegó el cura presto, por ver si por algunas señales daba indicios de
arrepentirse de sus pecados, para absolverla dellos; y donde pensó
hallar un desmayado halló dos, porque ya estaba Rodolfo, puesto el
rostro sobre el pecho de Leocadia. Diole su madre lugar que a ella
llegase, como a cosa que había de ser suya; pero, cuando vio que
también estaba sin sentido, estuvo a pique de perder el suyo, y le
perdiera si no viera que Rodolfo tornaba en sí, como volvió, corrido
de que le hubiesen visto hacer tan estremados estremos.
-No te corras, hijo, de los estremos que has hecho, sino córrete de
los que no hicieres cuando sepas lo que no quiero tenerte más
encubierto, puesto que pensaba dejarlo hasta más alegre
coyuntura. Has de saber, hijo de mi alma, que esta desmayada que
en los brazos tengo es tu verdadera esposa: llamo verdadera
porque yo y tu padre te la teníamos escogida, que la del retrato es
falsa.
-Vos lo sois de mi alma, y lo seréis los años que Dios ordenare, bien
mío.
que iba y caminaba no con alas, sino con muletas: tan grande era el
deseo de verse a solas con su querida esposa.
llevar de solos los cuidados que el viaje le ofrecía; el cual viaje fue
tan próspero que, sin recebir algún revés ni contraste, llegaron al
puerto de Cartagena. Y, por concluir con todo lo que no hace a
nuestro propósito, digo que la edad que tenía Filipo cuando pasó a
las Indias sería de cuarenta y ocho años; y en veinte que en ellas
estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó a tener más de
ciento y cincuenta mil pesos ensayados.
Viéndose, pues, rico y próspero, tocado del natural deseo que todos
tienen de volver a su patria, pospuestos grandes intereses que se le
ofrecían, dejando el Pirú, donde había granjeado tanta hacienda,
trayéndola toda en barras de oro y plata, y registrada, por quitar
inconvenientes, se volvió a España. Desembarcó en Sanlúcar; llegó
a Sevilla, tan lleno de años como de riquezas; sacó sus partidas sin
zozobras; buscó sus amigos: hallólos todos muertos; quiso partirse
a su tierra, aunque ya había tenido nuevas que ningún pariente le
había dejado la muerte. Y si cuando iba a Indias, pobre y
menesteroso, le iban combatiendo muchos pensamientos, sin
dejarle sosegar un punto en mitad de las ondas del mar, no menos
ahora en el sosiego de la tierra le combatían, aunque por diferente
causa: que si entonces no dormía por pobre, ahora no podía
sosegar de rico; que tan pesada carga es la riqueza al que no está
usado a tenerla ni sabe usar della, como lo es la pobreza al que
continuo la tiene. Cuidados acarrea el oro y cuidados la falta dél;
pero los unos se remedian con alcanzar alguna mediana cantidad, y
los otros se aumentan mientras más parte se alcanzan.
servida. Los días que iba a misa, que, como está dicho, era entre
dos luces, venían sus padres y en la iglesia hablaban a su hija,
delante de su marido, el cual les daba tantas dádivas que, aunque
tenían lástima a su hija por la estrecheza en que vivía, la templaban
con las muchas dádivas que Carrizales, su liberal yerno, les daba.
Uno destos galanes, pues, que entre ellos es llamado virote (mozo
soltero, que a los recién casados llaman mantones), asestó a mirar
la casa del recatado Carrizales; y, viéndola siempre cerrada, le
tomó gana de saber quién vivía dentro; y con tanto ahínco y
curiosidad hizo la diligencia, que de todo en todo vino a saber lo que
deseaba. Supo la condición del viejo, la hermosura de su esposa y
el modo que tenía en guardarla; todo lo cual le encendió el deseo
de ver si sería posible expunar, por fuerza o por industria, fortaleza
tan guardada. Y, comunicándolo con dos virotes y un mantón, sus
amigos, acordaron que se pusiese por obra; que nunca para tales
obras faltan consejeros y ayudadores.
Cuatro o cinco veces había dado música al negro (que por solo él la
daba), pareciéndole que, por donde se había de comenzar a
desmoronar aquel edificio, había y debía ser por el negro; y no le
salió vano su pensamiento, porque, llegándose una noche, como
solía, a la puerta, comenzó a templar su guitarra, y sintió que el
negro estaba ya atento; y, llegándose al quicio de la puerta, con voz
baja, dijo:
-¡Por Dios!, Luis -replicó Loaysa, que ya sabía el nombre del negro-,
que si vos diésedes traza a que yo entrase algunas noches a daros
lición, en menos de quince días os sacaría tan diestro en la guitarra,
que pudiésedes tañer sin vergüenza alguna en cualquiera esquina;
porque os hago saber que tengo grandísima gracia en el enseñar, y
más, que he oído decir que vos tenéis muy buena habilidad; y, a lo
que siento y puedo juzgar por el órgano de la voz, que es atiplada,
debéis de cantar muy bien.
-Todas ésas son aire -dijo Loaysa- para las que yo os podría
enseñar, porque sé todas las del moro Abindarráez, con las de su
dama Jarifa, y todas las que se cantan de la historia del gran sofí
Tomunibeyo, con las de la zarabanda a lo divino, que son tales, que
hacen pasmar a los mismos portugueses; y esto enseño con tales
modos y con tanta facilidad que, aunque no os deis priesa a
aprender, apenas habréis comido tres o cuatro moyos de sal,
cuando ya os veáis músico corriente y moliente en todo género de
guitarra.
-Pues haced otra cosa, Luis -dijo Loaysa-, si es que tenéis gana de
ser músico consumado; que si no la tenéis, no hay para qué
cansarme en aconsejaros.
-¡Y cómo si tengo gana! -replicó Luis-. Y tanta, que ninguna cosa
dejaré de hacer, como sea posible salir con ella, a trueco de salir
con ser músico.
-No digo tal -dijo Loaysa-, ni Dios tal permita. Bebed, hijo Luis,
bebed, y buen provecho os haga, que el vino que se bebe con
medida jamás fue causa de daño alguno.
-Digo -dijo Loaysa- que tal sea mi vida como eso me parece, porque
la seca garganta ni gruñe ni canta.
-Andad con Dios -dijo el negro-; pero mirad que no dejéis de venir a
cantar aquí las noches que tardáredes en traer lo que habéis de
hacer para entrar acá dentro, que ya me comen los dedos por
verlos puestos en la guitarra.
no hizo otra cosa que tañer con la guitarra destemplada y sin las
cuerdas necesarias.
-Ahora bien -dijo el negro-, no os quiero decir nada hasta que veáis
lo que yo sé y él me ha enseñado en el breve tiempo que he dicho.
-No puede ser eso -dijo otra doncella-, porque no tenemos ventanas
a la calle para poder ver ni oír a nadie.
14
-Bien está -dijo el negro-; que para todo hay remedio si no es para
escusar la muerte; y más si vosotras sabéis o queréis callar.
-¡Y cómo que callaremos, hermano Luis! -dijo una de las esclavas-.
Callaremos más que si fuésemos mudas; porque te prometo, amigo,
que me muero por oír una buena voz, que después que aquí nos
emparedaron, ni aun el canto de los pájaros habemos oído.
-Pues yo los trairé -dijo Loaysa-; y son tales, que no hacen otro mal
ni daño a quien los toma si no es provocarle a sueño pesadísimo.
-¿Qué honra? -dijo la dueña-. ¡El Rey tiene harta! Estése vuesa
merced encerrada con su Matusalén y déjenos a nosotras holgar
como pudiéremos. Cuanto más, que este señor parece tan honrado
que no querrá otra cosa de nosotras más de lo que nosotras
quisiéremos.
-Yo, señoras mías -dijo a esto Loaysa-, no vine aquí sino con
intención de servir a todas vuesas mercedes con el alma y con la
vida, condolido de su no vista clausura y de los ratos que en este
estrecho género de vida se pierden. Hombre soy yo, por vida de mi
padre, tan sencillo, tan manso y de tan buena condición, y tan
obediente, que no haré más de aquello que se me mandare; y si
cualquiera de vuesas mercedes dijere: ''Maestro, siéntese aquí;
maestro, pásese allí; echaos acá, pasaos acullá'', así lo haré, como
el más doméstico y enseñado perro que salta por el Rey de Francia.
-En sacar esa llave -dijo una doncella-, se sacan las de toda la
casa, porque es llave maestra.
-Por vida de mi padre juro, -dijo Loaysa-, y por esta señal de cruz,
que la beso con mi boca sucia.
Maravillado quedó Loaysa del recato del viejo, pero no por esto se
le desmayó el deseo. Y, estando en esto, oyó la trompa de París;
acudió al puesto; halló a sus amigos, que le dieron un botecico de
ungüento de la propiedad que le habían significado; tomólo Loaysa
y díjoles que esperasen un poco, que les daría la muestra de la
llave; volvióse al torno y dijo a la dueña, que era la que con más
ahínco mostraba desear su entrada, que se lo llevase a la señora
Leonora, diciéndole la propiedad que tenía, y que procurase untar a
su marido con tal tiento, que no lo sintiese, y que vería maravillas.
Hízolo así la dueña, y, llegándose a la gatera, halló que estaba
Leonora esperando tendida en el suelo de largo a largo, puesto el
rostro en la gatera. Llegó la dueña, y, tendiéndose de la misma
manera, puso la boca en el oído de su señora, y con voz baja le dijo
que traía el ungüento y de la manera que había de probar su virtud.
Ella tomó el ungüento, y respondió a la dueña como en ninguna
manera podía tomar la llave a su marido, porque no la tenía debajo
de la almohada, como solía, sino entre los dos colchones y casi
debajo de la mitad de su cuerpo; pero que dijese al maeso que si el
ungüento obraba como él decía, con facilidad sacarían la llave
todas las veces que quisiesen, y ansí no sería necesario sacarla en
cera. Dijo que fuese a decirlo luego y volviese a ver lo que el
ungüento obraba, porque luego luego le pensaba untar a su velado.
-No le pongas tasa -dijo Leonora-: bésela él y sean las veces que
quisiere; pero mira que jure la vida de sus padres y por todo aquello
que bien quiere, porque con esto estaremos seguras y nos
hartaremos de oírle cantar y tañer, que en mi ánima que lo hace
delica[da]mente; y anda, no te detengas más, porque no se nos
pase la noche en pláticas.
-¡Ea, pues, amiga -dijo una de las doncellas-, ábrase esa puerta y
entre este señor, que ha mucho que aguarda, y démonos un verde
de música que no haya más que ver!
-Por mí, mas que nunca jura, entre con todo diablo; que, aunque
más jura, si acá estás, todo olvida.
-Vamos -dijo Leonora-; pero quédese aquí Guiomar por guarda, que
nos avise si Carrizales despierta.
Madre, la mi madre,
guardas me ponéis.
24
Madre, la mi madre,
guardas me ponéis;
que si yo no me guardo,
no me guardaréis.
ser la privación
causa de apetito;
crece en infinito
encerrado amor;
que no me encerréis;
Si la voluntad
por sí no se guarda,
no la harán guarda
miedo o calidad;
romperá, en verdad,
de ser amorosa,
como mariposa
aunque muchedumbre
de guardas le pongan,
Es de tal manera
la fuerza amorosa,
la vuelve en quimera;
el pecho de cera,
de fuego la gana,
que si yo no me guardo,
mal me guardaréis.
Pero, con todo esto, el valor de Leonora fue tal, que, en el tiempo
que más le convenía, le mostró contra las fuerzas villanas de su
astuto engañador, pues no fueron bastantes a vencerla, y él se
cansó en balde, y ella quedó vencedora y entrambos dormidos. Y,
29
Lloraba Leonora por verle de aquella suerte, y reíase él con una risa
de persona que estaba fuera de sí, considerando la falsedad de sus
lágrimas.
Hiciéronlo así; y, quedando solos los cinco, sin esperar que otro
hablase, con sosegada voz, limpiándose los ojos, desta manera dijo
Carrizales:
-Vivid vos muchos años, mi señor y mi bien todo, que, puesto caso
que no estáis obligado a creerme ninguna cosa de las que os dijere,
sabed que no os he ofendido sino con el pensamiento.
Pero toda esta dulzura que he pintado tiene un amargo acíbar que
la amarga, y es no poder dormir sueño seguro, sin el temor de que
en un instante los trasladan de Zahara a Berbería. Por esto, las
noches se recogen a unas torres de la marina, y tienen sus
atajadores y centinelas, en confianza de cuyos ojos cierran ellos los
suyos, puesto que tal vez ha sucedido que centinelas y atajadores,
pícaros, mayorales, barcos y redes, con toda la turbamulta que allí
se ocupa, han anochecido en España y amanecido en Tetuán. Pero
no fue parte este temor para que nuestro Carriazo dejase de acudir
allí tres veranos a darse buen tiempo. El último verano le dijo tan
bien la suerte, que ganó a los naipes cerca de setecientos reales,
con los cuales quiso vestirse y volverse a Burgos, y a los ojos de su
madre, que habían derramado por él muchas lágrimas. Despidióse
de sus amigos, que los tenía muchos y muy buenos; prometióles
que el verano siguiente sería con ellos, si enfermedad o muerte no
lo estorbase. Dejó con ellos la mitad de su alma, y todos sus deseos
entregó a aquellas secas arenas, que a él le parecían más frescas y
verdes que los Campos Elíseos. Y, por estar ya acostumbrado de
caminar a pie, tomó el camino en la mano, y sobre dos alpargates,
se llegó desde Zahara hasta Valladolid cantando Tres ánades,
madre.
3
Entre los que vinieron a ver el recién llegado, fueron don Juan de
Avendaño y su hijo don Tomás, con quien Carriazo, por ser ambos
de una misma edad y vecinos, trabó y confirmó una amistad
estrechísima. Contó Carriazo a sus padres y a todos mil magníficas
y luengas mentiras de cosas que le habían sucedido en los tres
años de su ausencia; pero nunca tocó, ni por pienso, en las
almadrabas, puesto que en ellas tenía de contino puesta la
imaginación: especialmente cuando vio que se llegaba el tiempo
donde había prometido a sus amigos la vuelta. Ni le entretenía la
caza, en que su padre le ocupaba, ni los muchos, honestos y
gustosos convites que en aquella ciudad se usan le daban gusto:
todo pasatiempo le cansaba, y a todos los mayores que se le
ofrecían anteponía el que había recebido en las almadrabas.
Carriazo y Avendaño.
-Si no fueran mis amos tan adelante, todavía me detuviera algo más
a preguntarte mil cosas que deseo saber, porque me has
maravillado mucho con lo que has contado de que el conde ha
ahorcado a Alonso Genís y a Ribera, sin querer otorgarles la
apelación.
-¡Vivan ellos mil años -dijo el que iba a Sevilla-, que son padres de
los miserables y amparo de los desdichados! ¡Cuántos pobretes
están mascando barro no más de por la cólera de un juez absoluto,
de un corregidor, o mal informado o bien apasionado! Más veen
muchos ojos que dos: no se apodera tan presto el veneno de la
injusticia de muchos corazones como se apodera de uno solo.
7
que viene conmigo, que está allí fuera, que dineros traemos para
pagarlo tan bien como otro.
-Ni yo tan necio -respondió Carriazo- que, por seguir tu mal gusto,
deje de conseguir el bueno mío.
No fue menester que nadie les dijese a los dos que aquella música
se daba por Costanza, pues bien claro lo había descubierto el
soneto, que sonó de tal manera en los oídos de Avendaño, que
diera por bien empleado, por no haberle oído, haber nacido sordo y
estarlo todos los días de la vida que le quedaba, a causa que desde
aquel punto la comenzó a tener tan mala como quien se halló
traspasado el corazón de la rigurosa lanza de los celos. Y era lo
peor que no sabía de quién debía o podía tenerlos. Pero presto le
sacó deste cuidado uno de los que a la reja estaban, diciendo:
-¡Que tan simple sea este hijo del corregidor, que se ande dando
músicas a una fregona...! Verdad es que ella es de las más
hermosas muchachas que yo he visto, y he visto muchas; mas no
por esto había de solicitarla con tanta publicidad.
-Pues en verdad que he oído yo decir por cosa muy cierta que así
hace ella cuenta dél como si no fuese nadie: apostaré que se está
ella agora durmiendo a sueño suelto detrás de la cama de su ama,
donde dicen que duerme, sin acordárse[l]e de músicas ni
canciones.
tanto tráfago y donde hay cada día gente nueva, y andar por todos
los aposentos, no se sabe della el menor desmán del mundo.
Con esto que oyó, Avendaño tornó a revivir y a cobrar aliento para
poder escuchar otras muchas cosas, que al son de diversos
instrumentos los músicos cantaron, todas encaminadas a Costanza,
la cual, como dijo el huésped, se estaba durmiendo sin ningún
cuidado.
Su vestido era una saya y corpiños de paño verde, con unos ribetes
del mismo paño. Los corpiños eran bajos, pero la camisa alta,
plegado el cuello, con un cabezón labrado de seda negra, puesta
una gargantilla de estrellas de azabache sobre un pedazo de una
coluna de alabastro, que no era menos blanca su garganta; ceñida
con un cordón de San Francisco, y de una cinta pendiente, al lado
derecho, un gran manojo de llaves. No traía chinelas, sino zapatos
de dos suelas, colorados, con unas calzas que no se le parecían
sino cuanto por un perfil mostraban también ser coloradas. Traía
tranzados los cabellos con unas cintas blancas de hiladillo; pero tan
largo el tranzado, que por las espaldas le pasaba de la cintura; el
color salía de castaño y tocaba en rubio; pero, al parecer, tan limpio,
tan igual y tan peinado, que ninguno, aunque fuera de hebras de
oro, se le pudiera comparar. Pendíanle de las orejas dos
calabacillas de vidrio que parecían perlas; los mismos cabellos le
servían de garbín y de tocas.
-Pero no puede ser así -añadió Tomás-, pues no será razón que yo
deje a mi amigo y camarada en la cárcel y en tanto peligro. Mi amo
me podrá perdonar por ahora; cuanto más, que él es tan bueno y
honrado, que dará por bien cualquier falta que le hiciere, a trueco
que no la haga a mi camarada. Vuesa merced, señor amo, me la
haga de tomar este dinero y acudir a este negocio; y, en tanto que
esto se gasta, yo escribiré a mi señor lo que pasa, y sé que me
enviará dineros que basten a sacarnos de cualquier peligro.
-Antes mirarás hermosas que bobas en esta ciudad, que tiene fama
de tener las más discretas mujeres de España, y que andan a una
20
-¡Oh amor platónico! ¡Oh fregona ilustre! ¡Oh felicísimos tiempos los
nuestros, donde vemos que la belleza enamora sin malicia, la
honestidad enciende sin que abrase, el donaire da gusto sin que
incite, la bajeza del estado humilde obliga y fuerza a que le suban
sobre la rueda de la que llaman Fortuna! ¡Oh pobres atunes míos,
que os pasáis este año sin ser visitados deste tan enamorado y
aficionado vuestro! Pero el que viene yo haré la enmienda, de
manera que no se quejen de mí los mayorales de las mis deseadas
almadrabas.
-Por más discreto te tenía -replicó Lope-; y ¿tú no vees que lo que
digo es burlando? Pero, ya que sé que tú hablas de veras, de veras
te serviré en todo aquello que fuere de tu gusto. Una cosa sola te
pido, en recompensa de las muchas que pienso hacer en tu
servicio: y es que no me pongas en ocasión de que la Argüello me
requiebre ni solicite; porque antes romperé con tu amistad que
ponerme a peligro de tener la suya. Vive Dios, amigo, que habla
más que un relator y que le huele el aliento a rasuras desde una
legua: todos los dientes de arriba son postizos, y tengo para mí que
los cabellos son cabellera; y, para adobar y suplir estas faltas,
después que me descubrió su mal pensamiento, ha dado en
afeitarse con albayalde, y así se jalbega el rostro, que no parece
sino mascarón de yeso puro.
De la mano la arrebate
Engarráfela Torote,
-Si eso es -replicó el mozo-, no hay para qué nos metan en dibujos:
toquen sus zarabandas, chaconas y folías al uso, y escudillen como
quisieren, que aquí hay presonas que les sabrán llenar las medidas
hasta el gollete.
y bájense a refregar
Escupan al hideputa
El baile de la chacona
a la pereza poltrona.
derrítese la persona
El brío y la ligereza
y sobremodo se entona.
a inquietar la honestidad
esfera de la hermosura,
de divina compostura?
en su vientre sepultura;
al adúltero guerrero
consintiendo se reduzga
la esquividad a blandura.
voluntad en mí os ofrezco
A todos los que escuchado habían la voz del apedreado, les pareció
bien; pero a quien mejor, fue a Tomás Pedro, que admiró la voz y el
romance; mas quisiera él que de otra que Costanza naciera la
ocasión de tantas músicas, puesto que a sus oídos jamás llegó
ninguna. Contrario deste parecer fue Barrabás, el mozo de mulas,
que también estuvo atento a la música; porque, así como vio huir al
músico, dijo:
Y con esto, como si hubiera dicho una gran sentencia y tomado una
justa venganza, se volvió, como se ha dicho, a su triste cama.
Lope, que sintió que se habían vuelto, dijo a Tomás Pedro, que
estaba despierto:
-Así será, sin duda alguna -replicó su marido-; que, como sois
poeta, luego daréis en su sentido.
33
-No soy poeta -respondió la mujer-, pero ya sabéis vos que tengo
buen entendimiento y que sé rezar en latín las cuatro oraciones.
El que calla.
La firmeza.
La porfía.
Con favor.
Con la injuria.
Desfallece.
34
ni injuria ni favorece.
Muerte entera.
La que es media.
Mejor sufrir.
¿Descubriré mi pasión?
En ocasión.
¿Y si jamás se me da?
Sí hará.
Llegue a tanto
tu limpia fe y esperanza,
-En eso no hay que poner duda -replicó el marido-, porque la letra
de la cuenta de la cebada y la de las coplas toda es una, sin que se
pueda negar.
Mas, habiendo salido aquel día Costanza con una toca ceñida por
las mejillas, y dicho a quien se lo preguntó que por qué se la había
puesto, que tenía un gran dolor de muelas, Tomás, a quien sus
36
Señora de mi alma:
-Dadme vos -dijo uno- que ello sea así como decís y que os la den
como la pedís, y sentaos junto a lo que del asno queda.
-¡Pues así es! -replicó Lope-. Venga mi cola; si no, por Dios que no
me lleven el asno si bien viniesen por él cuantos aguadores hay en
el mundo; y no piensen que por ser tantos los que aquí están me
han de hacer superchería, porque soy yo un hombre que me sabré
llegar a otro hombre y meterle dos palmos de daga por las tripas sin
que sepa de quién, por dónde o cómo le vino; y más, que no quiero
que me paguen la cola rata por cantidad, sino que quiero que me la
den en ser y la corten del asno como tengo dicho.
mostrar ira en los ojos ni otro desabrimiento que pudiera dar indicio
de reguridad alguna. Lope le contó a él la priesa que le daban los
muchachos, pidiéndole la cola porque él había pedido la de su
asno, con que hizo el famoso esquite. Aconsejóle Tomás que no
saliese de casa, a lo menos sobre el asno, y que si saliese, fuese
por calles solas y apartadas; y que, cuando esto no bastase,
bastaría dejar el oficio, último remedio de poner fin a tan poco
honesta demanda. Preguntóle Lope si había acudido más la
Gallega. Tomás dijo que no, pero que no dejaba de sobornarle la
voluntad con regalos y presentes de lo que hurtaba en la cocina a
los huéspedes. Retiróse con esto a su posada Lope, con
determinación de no salir della en otros seis días, a lo menos con el
asno.
-Primero quiero ver a la fregona que saber otra cosa; llamadla acá -
dijó el Corregidor.
Y, en esto, sin aguardar que otra vez la llamasen, tomó una vela
encendida sobre un candelero de plata, y, con más vergüenza que
temor, fue donde el Corregidor estaba.
»Esto supimos por entonces; pero a cabo de tres días que, por
enferma, la señora peregrina se estaba en casa, una de las dueñas
nos llamó a mí y a mi mujer de su parte; fuimos a ver lo que quería,
y, a puerta cerrada y delante de sus criadas, casi con lágrimas en
los ojos, nos dijo, creo que estas mismas razones: ''Señores míos,
los cielos me son testigos que sin culpa mía me hallo en el riguroso
trance que ahora os diré. Yo estoy preñada, y tan cerca del parto,
que ya los dolores me van apretando. Ninguno de los criados que
vienen conmigo saben mi necesidad ni desgracia; a estas mis
mujeres ni he podido ni he querido encubrírselo. Por huir de los
maliciosos ojos de mi tierra, y porque esta hora no me tomase en
ella, hice voto de ir a Nuestra Señora de Guadalupe; ella debe de
haber sido servida que en esta vuestra casa me tome el parto; a
vosotros está ahora el remediarme y acudirme, con el secreto que
merece la que su honra pone en vuestras manos. La paga de la
merced que me hiciéredes, que así quiero llamarla, si no
45
-Yo creo, señor don Juan, que hemos hallado todo aquello que
venimos a buscar.
hubo visto a los dos caballeros cuando, abiertos los brazos, fue a
abrazar al uno, diciendo:
-Sin duda, señor primo, habrá sido buena mi venida, pues os veo, y
con la salud que siempre os deseo. Abrazad, primo, a este
caballero, que es el señor don Diego de Carriazo, gran señor y
amigo mío.
Sacó don Diego el otro, y juntando las dos partes se hicieron una, y
a las letras del que tenía el huésped, que, como se ha dicho, eran E
T E L S N V D D R, respondían en el otro pergamino éstas: S A S A
E AL ER A E A, que todas juntas decían: ESTA ES LA
SEÑAL VERDADERA. Cotejáronse luego los trozos de la
cadena y hallaron ser las señas verdaderas.
-Hijo don Diego, ¿cómo estás desta manera? ¿Qué traje es éste?
¿Aún no se te han olvidado tus picardías?
Don Juan de Avendaño, como sabía que don Diego había venido
con don Tomás, su hijo, preguntóle por él, a lo cual respondió que
don Tomás de Avendaño era el mozo que daba cebada y paja en
aquella posada. Con esto que el Asturiano dijo se acabó de
apoderar la admiración en todos los presentes, y mandó e[l]
Corregidor al huésped que trujese allí al mozo de la cebada.
-Recebid, señor don Diego, esta prenda y estimalda por la más rica
que acertárades a desear. Y vos, hermosa doncella, besad la mano
a vuestro padre y dad gracias a Dios, que con tan honrado suceso
ha enmedado, subido y mejorado la bajeza de vuestro estado.
54
Pero, entre tantos alegres, no pudo faltar un triste, que fue don
Pedro, el hijo del Corregidor, que luego se imaginó que Costanza no
había de ser suya; y así fue la verdad, porque, entre el Corregidor y
don Diego de Carriazo y don Juan de Avendaño, se concertaron en
que don Tomás se casase con Costanza, dándole su padre los
treinta mil escudos que su madre le había dejado, y el aguador don
55
-No lo digo por nada, señor -respondió la mesonera-; sólo digo que
vuesa merced no se apee, porque no tengo cama que darle, que
dos que tenía las ha tomado un caballero que está en aquel
aposento, y me las ha pagado entrambas, aunque no había
menester más de la una sola, porque nadie le entre en el aposento;
y, es que debe de gustar de la soledad; y, en Dios y en mi ánima
que no sé yo por qué, que no tiene él ca[r]a ni disposición para
esconderse, sino para que todo el mundo le vea y le bendiga.
A todos les pareció bien la traza del alguacil, y por ella le dio el
deseoso cuatro reales.
-Por cierto, señor gentilhombre, que si los suspiros que habéis dado
y las palabras que habéis dicho no me hubieran movido a
condolerme del mal de que os quejáis, entendiera que carecía de
natural sentimiento, o que mi alma era de piedra y mi pecho de
bronce duro; y si esta compasión que os tengo y el presupuesto que
en mí ha nacido de poner mi vida por vuestro remedio, si es que
vuestro mal le tiene, merece alguna cortesía en recompensa,
ruégoos que la uséis conmigo declarándome, sin encubrirme cosa,
la causa de vuestro dolor.
-Con ese seguro, pues -dijo el primero-, yo haré lo que hasta ahora
no he hecho, que es dar cuenta de mi vida a nadie; y así, escuchad:
«Habéis de saber, señor, que yo, que en esta posada entré, como
sin duda os habrán dicho, en traje de varón, soy una desdichada
doncella: a lo menos una que lo fue no ha ocho días y lo dejó de ser
por inadvertida y loca, y por creerse de palabras compuestas y
afeitadas de fementidos hombres. Mi nombre es Teodosia; mi
6
»La primera vez que le miré no sentí otra cosa que fuese más de
una complacencia de haberle visto; y no fue mucho, porque su gala,
gentileza, rostro y costumbres eran de los alabados y estimados del
pueblo, con su rara discreción y cortesía. Pero, ¿de qué me sirve
alabar a mi enemigo ni ir alargando con razones el suceso tan
desgraciado mío, o, por mejor decir, el principio de mi locura? Digo,
en fin, que él me vio una y muchas veces desde una ventana que
frontero de otra mía estaba. Desde allí, a lo que me pareció, me
envió el alma por los ojos; y los míos, con otra manera de contento
que el primero, gustaron de miralle, y aun me forzaron a que
creyese que eran puras verdades cuanto en sus ademanes y en su
rostro leía. Fue la vista la intercesora y medianera de la habla, la
habla de declarar su deseo, su deseo de encender el mío y de dar
fe al suyo. Llegóse a todo esto las promesas, los juramentos, las
lágrimas, los suspiros y todo aquello que, a mi parecer, puede hacer
un firme amador para dar a entender la entereza de su voluntad y la
firmeza de su pecho. Y en mí, desdichada (que jamás en
semejantes ocasiones y trances me había visto), cada palabra era
un tiro de artillería que derribaba parte de la fortaleza de mi honra;
cada lágrima era un fuego en que se abrasaba mi honest[i]dad;
cada suspiro, un furioso viento que el incendio aumentaba, de tal
suerte que acabó de consumir la virtud que hasta entonces aún no
había sido tocada; y, finalmente, con la promesa de ser mi esposo,
a pesar de sus padres, que para otra le guardaban, di con todo mi
recogimiento en tierra; y, sin saber cómo, me entregué en su poder
a hurto de mis padres, sin tener otro testigo de mi desatino que un
paje de Marco Antonio, que éste es el nombre del inquietador de mi
sosiego. Y, apenas hubo tomado de mí la posesión que quiso,
cuando de allí a dos días desapareció del pueblo, sin que sus
padres ni otra persona alguna supiesen decir ni imaginar dónde
había ido.
7
menos me déis consejo con que pueda huir los peligros que me
contrastan, y templar el temor que tengo de ser hallada, y facilitar
los modos que he de usar para conseguir lo que tanto deseo y he
menester.
Estaba Teodosia deseando ver la claridad, para ver con la luz qué
talle y parecer tenía aquel con quien había estado hablando toda la
noche. Mas, cuando le miró y le conoció, quisiera que jamás
hubiera amanecido, sino que allí en perpetua noche se le hubieran
cerrado los ojos; porque, apenas hubo el caballero vuelto los ojos a
mirarla (que también deseaba verla), cuando ella conoció que era
su hermano, de quien tanto se temía, a cuya vista casi perdió la de
sus ojos, y quedó suspensa y muda y sin color en el rostro; pero,
sacando del temor esfuerzo y del peligro discreción, echando mano
a la daga, la tomó por la punta y se fue a hincar de rodillas delante
de su hermano, diciendo con voz turbada y temerosa:
No partió don Rafael con él, que por hurtarle el cuerpo le dijo que le
convenía volver aquel día a Sevilla; y, así como le vio ido, estando
en orden las cabalgaduras, hecha la cuenta y pagado al huésped,
diciendo adiós, se salieron de la posada, dejando admirados a
11
Dijo don Rafael al mozo de mulas que consigo llevaba que tuviese
paciencia, porque le convenía pasar a Barcelona, asegurándole la
paga a todo su contento del tiempo que con él anduviese. El mozo,
que era de los alegres del oficio y que conocía que don Rafael era
liberal, respondió que hasta el cabo del mundo le acompañaría y
serviría. Preguntó don Rafael a su hermana qué dineros llevaba.
Respondió que no los tenía contados, y que no sabía más de que
en el escritorio de su padre había metido la mano siete o ocho
veces y sacádola llena de escudos de oro; y, según aquello,
imaginó don Rafael que podía llevar hasta quinientos escudos, que
con otros docientos que él tenía y una cadena de oro que llevaba, le
pareció no ir muy desacomodado; y más, persuadiéndose que
había de hallar en Barcelona a Marco Antonio.
distaba del suyo sino dos leguas. Dijo que venía de Sevilla, y que su
designio era pasar a Italia a probar ventura en el ejercicio de las
armas, como otros muchos españoles acostumbraban; pero que la
suerte suya había salido azar con el mal encuentro de los
bandoleros, que le llevaban una buena cantidad de dineros, y tales
vestidos, que no se compraran tan buenos con trecientos escudos;
pero que, con todo eso, pensaba proseguir su camino, porque no
venía de casta que se le había de helar al primer mal suceso el
calor de su fervoroso deseo.
Las buenas razones del mozo, junto con haber oído que era tan
cerca de su lugar, y más con la carta de recomendación que en su
hermosura traía, pusieron voluntad en los dos hermanos de
favorecerle en cuanto pudiesen. Y, repartiendo entre los que más
necesidad, a su parecer, tenían algunos dineros, especialmente
entre frailes y clérigos, que había más de ocho, hicieron que
subiese el mancebo en la mula de Calvete; y, sin detenerse más, en
poco espacio se pusieron en Igualada, donde supieron que las
galeras el día antes habían llegado a Barcelona, y que de allí a dos
días se partirían, si antes no les forzaba la poca seguridad de la
playa.
-Ése tampoco -respondió don Rafael- tiene hijos, sino una hija sola,
y aun dicen que es de las más hermosas doncellas que hay en la
14
-Y bien; así como llegó esa felicísima noche, ¿qué hizo? ¿Entró, por
dicha? ¿Gozástele? ¿Confirmó de nuevo la cédula? ¿Quedó
contento en haber alcanzado de vos lo que decís que era suyo?
17
-«No solamente no vino, pero de allí a ocho días supe por nueva
cierta que se había ausentado de su pueblo y llevado de casa de
sus padres a una doncella de su lugar, hija de un principal
caballero, llamada Teodosia: doncella de estremada hermosura y
de rara discreción; y por ser de tan nobles padres se supo en mi
pueblo el robo, y luego llegó a mis oídos, y con él la fría y temida
lanza de los celos, que me pasó el corazón y me abrasó el alma en
fuego tal, que en él se hizo ceniza mi honra y se consumió mi
crédito, se secó mi paciencia y se acabó mi cordura. ¡Ay de mí,
desdichada!, que luego se me figuró en la imaginación Teodosia
más hermosa que el sol y más discreta que la discreción misma, y,
sobre todo, más venturosa que yo, sin ventura. Leí luego las
razones de la cédula, vilas firmes y valederas y que no podían faltar
en la fe que publicaban; y, aunque a ellas, como a cosa sagrada, se
acogiera mi esperanza, en cayendo en la cuenta de la sospechosa
compañía que Marco Antonio llevaba consigo, daba con todas ellas
en el suelo. Maltraté mi rostro, arranqué mis cabellos, maldije mi
suerte; y lo que más sentía era no poder hacer estos sacrificios a
todas horas, por la forzosa presencia de mi padre.
-Si ella es la que dice, séos decir, hermana, que es de las más
principales de su lugar, y una de las más nobles señoras de toda la
Andalucía. Su padre es bien conocido del nuestro, y la fama que
ella tenía de hermosa corresponde muy bien a lo que ahora vemos
en su rostro. Y lo que desto me parece es que debemos andar con
recato, de manera que ella no hable primero con Marco Antonio que
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-No temáis -dijo así como llegó Leocadia-, señor Marco Antonio,
que a vuestro lado tenéis quien os hará escudo con su propia vida
por defender la vuestra.
Don Rafael, que vio y oyó lo que pasaba, las siguió asimismo y se
puso de su parte. Marco Antonio, ocupado en ofender y defenderse,
no advirtió en las razones que las dos le dijeron; antes, cebado en
la pelea, hacía cosas al parecer increíbles. Pero, como la gente de
la ciudad por momentos crecía, fueles forzoso a los de las galeras
retirarse hasta meterse en el agua. Retirábase Marco Antonio de
mala gana, y a su mismo compás se iban retirando a sus lados las
dos valientes y nuevas Bradamante y Marfisa, o Hipólita y
Pantasilea.
las dos partes, hacía retirar los de la ciudad, los cuales le tuvieron
respecto en conociéndole. Pero algunos desde lejos tiraban piedras
a los que ya se iban acogiendo al agua; y quiso la mala suerte que
una acertase en la sien a Marco Antonio, con tanta furia que dio con
él en el agua, que ya le daba a la rodilla; y, apenas Leocadia le vio
caído, cuando se abrazó con él y le sostuvo en sus brazos, y lo
mismo hizo Teodosia. Estaba don Rafael un poco desviado,
defendiéndose de las infinitas piedras que sobre él llovían, y,
queriendo acudir al remedio de su alma y al de su hermana y
cuñado, el caballero catalán se le puso delante, diciéndole:
¿Con qué razones podré yo decir ahora las que don Rafael dijo a
Leocadia, declarándole su alma, que fueron tantas y tales que no
me atrevo a escribirlas? Mas, pues es forzoso decir algunas, las
que entre otras le dijo fueron éstas:
29
Callando estuvo Leocadia a todo cuanto don Rafael le dijo, sino que
de cuando en cuando daba unos profundos suspiros, salidos de lo
íntimo de sus entrañas. Tuvo atrevimiento don Rafael de tomarle
una mano, y ella no tuvo esfuerzo para estorbárselo; y así,
besándosela muchas veces, le decía:
-No más, caballeros, no más, que los que esto os piden y suplican
son vuestros propios hijos. Yo soy Marco Antonio, padre y señor
33
Dieron gracias a Dios los cuatro peregrinos del suceso felice. Y otro
día después que llegaron, con real y espléndida magnificencia y
sumptuoso gasto, hizo celebrar el padre de Marco Antonio las
bodas de su hijo y Teodosia y las de don Rafael y de Leocadia. Los
cuales luengos y felices años vivieron en compañía de sus esposas,
dejando de sí ilustre generación y decendencia, que hasta hoy dura
en estos dos lugares, que son de los mejores de la Andalucía, y si
no se nombran es por guardar el decoro a las dos doncellas, a
quien quizá las lenguas maldicientes, o neciamente escrupulosas,
les harán cargo de la ligereza de sus deseos y del súbito mudar de
trajes; a los cuales ruego que no se arrojen a vituperar semejantes
libertades, hasta que miren en sí, si alguna vez han sido tocados
destas que llaman flechas de Cupido; que en efeto es una fuerza, si
así se puede llamar, incontrastable, que hace el apetito a la razón.
Sucedió, pues, que, habiendo de salir una noche, dijo don Antonio a
don Juan que él se quería quedar a rezar ciertas devociones; que
se fuese, que luego le seguiría.
-No, por vida vuestra -replicó don Antonio-: salid a coger el aire, que
yo seré luego con vos, si es que vais por donde solemos ir.
Fuese don Juan y quedóse don Antonio. Era la noche entre escura,
y la hora, las once; y, habiendo andado dos o tres calles, y viéndose
solo y que no tenía con quién hablar, determinó volverse a casa; y,
poniéndolo en efeto, al pasar por una calle que tenía portales
sustentados en mármoles oyó que de una puerta le ceceaban. La
escuridad de la noche y la que causaban los portales no le dejaban
atinar al ceceo. Detúvose un poco, estuvo atento, y vio entreabrir
una puerta; llegóse a ella y oyó una voz baja que dijo:
-Sí.
Respondió el ama que así lo haría, y don Juan, con la priesa que
pudo, volvió a ver si le ceceaban otra vez; pero, un poco antes que
llegase a la casa adonde le habían llamado, oyó gran ruido de
espadas, como de mucha gente que se acuchillaba. Estuvo atento y
no sintió palabra alguna; la herrería era a la sorda, y, a la luz de las
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-¡Ah traidores, que sois muchos, y yo solo! Pero con todo eso no os
ha de valer vuestra superchería.
-Si éstos son los enemigos que vuelven, apercebíos, señor, y haced
como quien sois.
Y así fue la verdad, porque los que llegaron, que fueron ocho
hombres, rodearon al caído y hablaron con él pocas palabras, pero
tan calladas y secretas que don Juan no las pudo oír. Volvió luego
el defendido a don Juan y díjole:
-Este sombrero no es mío; por vida del señor don Juan, que se le
lleve por trofeo desta refriega; y guárdele, que creo que es
conocido.
-«Habéis de saber que, poco más de una hora después que salistes
de casa, salí a buscaros, y no treinta pasos de aquí vi venir, casi a
encontrarme, un bulto negro de persona, que venía muy aguijando;
y, llegándose cerca, conocí ser mujer en el hábito largo, la cual, con
voz interrumpida de sollozos y de suspiros, me dijo: ''¿Por ventura,
señor, sois estranjero o de la ciudad?'' ''Estranjero soy y español'',
respondí yo. Y ella: ''Gracias al cielo, que no quiere que muera sin
sacramentos''. ''¿Venís herida, señora -repliqué yo-, o traéis algún
mal de muerte?''. ''Podría ser que el que traigo lo fuese, si presto no
se me da remedio; por la cortesía que siempre suele reinar en los
de vuestra nación, os suplico, señor español, que me saquéis
destas calles y me llevéis a vuestra posada con la mayor priesa que
pudiéredes; que allá, si gustáredes dello, sabréis el mal que llevo y
quién soy, aunque sea a costa de mi crédito''. Oyendo lo cual,
pareciéndome que tenía necesidad de lo que pedía, sin replicarla
más, la así de la mano y por calles desviadas la llevé a la posada.
Abrióme Santisteban el paje, hícele que se retirase, y sin que él la
viese la llevé a mi estancia, y ella en entrando se arrojó encima de
mi lecho desmayada. Lleguéme a ella y descubríla el rostro, que
con el manto traía cubierto, y descubrí en él la mayor belleza que
7
-El caso es estraño, sin duda -dijo don Juan-, pero oíd el mío.
-No importa nada -respondió don Juan-, que no faltará orden para
verla, que ya lo deseo en estremo, según me la habéis alabado de
hermosa.
8
Llegaron en esto, y, a la luz que sacó uno de tres pajes que tenían,
alzó los ojos don Antonio al sombrero que don Juan traía, y viole
resplandeciente de diamantes; quitósele, y vio que las luces salían
de muchos que en un cintillo riquísimo traía. Miráronle y remiráronle
entrambos, y concluyeron que, si todos eran finos, como parecían,
valía más de doce mil ducados. Aquí acabaron de conocer ser
gente principal la de la pendencia, especialmente el socorrido de
don Juan, de quien se acordó haberle dicho que trujese el sombrero
y le guardase, porque era conocido. Mandaron retirar los pajes y
don Antonio abrió su aposento, y halló a la señora sentada en la
cama, con la mano en la mejilla, derramando tiernas lágrimas. Don
Juan, con el deseo que tenía de verla, se asomó a la puerta tanto
cuanto pudo entrar la cabeza, y al punto la lumbre de los diamantes
dio en los ojos de la que lloraba, y, alzándolos, dijo:
-Entrad, señor duque, entrad; ¿para qué me queréis dar con tanta
escaseza el bien de vuestra vista?
Todas estas razones había oído don Juan, y, viendo que tenía
licencia de entrar, con el sombrero en la mano entró en el aposento,
y, así como se le puso delante y ella conoció no ser quien decía el
del rico sombrero, con voz turbada y lengua presurosa, dijo:
-Así lo creo yo -respondió ella-; pero con todo eso, decidme, señor:
¿cómo vino a vuestro poder ese rico sombrero, o adónde está su
dueño, que, por lo menos, es Alfonso de Este, duque de Ferrara?
-De manera, señora mía, que este rico sombrero vino a mi poder
por la manera que os he dicho, y su dueño, si es el duque, como
vos decís, no ha una hora que le dejé bueno, sano y salvo; sea esta
verdad parte para vuestro consuelo, si es que le tendréis con saber
del buen estado del duque.
-Es un niño que esta noche nos han echado a la puerta de casa y
va el ama a buscar quién le dé de mamar.
-Veis aquí, señora, el presente que nos han hecho esta noche; y no
ha sido éste el primero, que pocos meses se pasan que no
hallamos a los quicios de nuestras puertas semejantes hallazgos.
-Si queréis que hable, dadme primero algo que coma, que me
desmayo, y tengo bastante ocasión para ello.
-«Yo, señores, soy aquella que muchas veces habréis, sin duda
alguna, oído nombrar por ahí, porque la fama de mi belleza, tal cual
ella es, pocas lenguas hay que no la publiquen. Soy, en efeto,
Cornelia Bentibolli, hermana de Lorenzo Bentibolli, que con deciros
esto quizá habré dicho dos verdades: la una, de mi nobleza; la otra,
de mi hermosura. De pequeña edad quedé huérfana de padre y
madre, en poder de mi hermano, el cual desde niña puso en mi
guarda al recato mismo, puesto que más confiaba de mi honrada
condición que de la solicitud que ponía en guardarme.
Diciendo esto, se dejó caer del todo encima del lecho, y, acudiendo
los dos a ver si se desmayaba, vieron que no, sino que
amargamente lloraba, y díjole don Juan:
Don Juan, sin mudar semblante, bajó abajo, y luego don Antonio
hizo traer dos pistoletes armados, y mandó a los pajes que tomasen
sus espadas y estuviesen apercebidos.
-De muy buena gana -r espondió don Juan-: vamos, señor, donde
quisiéredes.
-No más, señor Lorenzo -dijo a esta sazón don Juan (que hasta allí,
sin interrumpirle palabra, le había estado escuchando)-, no más,
que desde aquí me constituyo por vuestro defensor y consejero, y
tomo a mi cargo la satisfación o venganza de vuestro agravio; y
esto no sólo por ser español, sino por ser caballero y serlo vos tan
principal como habéis dicho, y como yo sé y como todo el mundo
sabe. Mirad cuándo queréis que sea nuestra partida; y sería mejor
que fuese luego, porque el hierro se ha de labrar mientras estuviere
encendido, y el ardor de la cólera acrecienta el ánimo, y la injuria
reciente despierta la venganza.
18
-Pues vos, señor don Juan, según decís, habéis tomado mi honra a
vuestro cargo, disponed della como quisiéredes, y decid della lo que
quisiéredes y a quien quisiéredes, cuanto más que camarada
vuestra, ¿quién puede ser que muy bueno no sea?
-Eso no -dijo don Juan-: así porque no será bien que la señora
Cornelia quede sola, como porque no piense el señor Lorenzo que
me quiero valer de esfuerzos ajenos.
-El mío es el vuestro mismo -replicó don Antonio-; y así, aunque sea
desconocido y desde lejos, os tengo de seguir, que la señora
Cornelia sé que gustará dello, y no queda tan sola que le falte quien
la sirva, la guarde y acompañe.
-¡Ay señora de mi alma! ¿Y todas esas cosas han pasado por vos y
estáisos aquí descuidada y a pierna tendida? O no tenéis alma, o
tenéisla tan desmazalada que no siente. ¿Cómo, y pensáis vos por
ventura que vuestro hermano va a Ferrara? No lo penséis, sino
pensad y creed que ha querido llevar a mis amos de aquí y
ausentarlos desta casa para volver a ella y quitaros la vida, que lo
podrá hacer como quien bebe un jarro de agua. Mirá debajo de qué
guarda y amparo quedamos, sino en la de tres pajes, que harto
tienen ellos que hacer en rascarse la sarna de que están llenos que
en meterse en dibujos; a lo menos, de mí sé decir que no tendré
ánimo para esperar el suceso y ruina que a esta casa amenaza. ¡El
señor Lorenzo, italiano, y que se fíe de españoles, y les pida favor y
ayuda; para mi ojo si tal crea! -y diose ella misma una higa-; si vos,
21
-Y cómo que le daré, tal y tan bueno que no pueda mejorarse -dijo
el ama-. Yo, señora, he servido a un piovano; a un cura, digo, de
una aldea que está dos millas de Ferrara; es una persona santa y
buena, y que hará por mí todo lo que yo le pidiere, porque me tiene
obligación más que de amo. Vámonos allá, que yo buscaré quien
nos lleve luego, y la que viene a dar de mamar al niño es mujer
pobre y se irá con nosotras al cabo del mundo. Y ya, señora, que
presupongamos que has de ser hallada, mejor será que te hallen en
casa de un sacerdote de misa, viejo y honrado, que en poder de
dos estudiantes, mozos y españoles; que los tales, como yo soy
buen testigo, no desechan ripio. Y agora, señora, como estás mala,
te han guardado respecto; pero si sanas y convaleces en su poder,
Dios lo podrá remediar, porque en verdad que si a mí no me
hubieran guardado mis repulsas, desdenes y enterezas, ya
hubieran dado conmigo y con mi honra al traste; porque no es todo
oro lo que en ellos reluce: uno dicen y otro piensan; pero hanlo
habido conmigo, que soy taimada y sé dó me aprieta el zapato; y
sobre todo soy bien nacida, que soy de los Cribelos de Milán, y
tengo el punto de la honra diez millas más allá de las nubes. Y en
esto se podrá echar de ver, señora mía, las calamidades que por mí
han pasado, pues con ser quien soy, he venido a ser masara de
españoles, a quien ellos llaman ama; aunque a la verdad no tengo
de qué quejarme de mis amos, porque son unos benditos, como no
estén enojados, y en esto parecen vizcaínos, como ellos dicen que
lo son. Pero quizá para consigo serán gallegos, que es otra nación,
según es fama, algo menos puntual y bien mirada que la vizcaína.
persuasión del ama y con sus dineros, porque había poco que la
habían pagado sus señores un año de su sueldo, y así no fue
menester empeñar una joya que Cornelia le daba. Y, como habían
oído decir a don Juan que él y su hermano no habían de seguir el
camino derecho de Ferrara, sino por sendas apartadas, quisieron
ellas seguir el derecho, y poco a poco, por no encontrarse con ellos;
y el dueño de la carroza se acomodó al paso de la voluntad de ellas
porque le pagaron al gusto de la suya.
Dejémoslas ir, que ellas van tan atrevidas como bien encaminadas,
y sepamos qué les sucedió a don Juan de Gamboa y al señor
Lorenzo Bentibolli; de los cuales se dice que en el camino supieron
que el duque no estaba en Ferrara, sino en Bolonia. Y así, dejando
el rodeo que llevaban, se vinieron al camino real, o a la estrada
maestra, como allá se dice, considerando que aquélla había de
traer el duque cuando de Bolonia volviese. Y, a poco espacio que
en ella habían entrado, habiendo tendido la vista hacia Bolonia por
ver si por él alguno venía, vieron un tropel de gente de a caballo; y
entonces dijo don Juan a Lorenzo que se desviase del camino,
porque si acaso entre aquella gente viniese el duque, le quería
hablar allí antes que se encerrase en Ferrara, que estaba poco
distante. Hízolo así Lorenzo, y aprobó el parecer de don Juan.
Así como se apartó Lorenzo, quitó don Juan la toquilla que encubría
el rico cintillo, y esto no sin falta de discreto discurso, como él
después lo dijo. En esto, llegó la tropa de los caminantes, y entre
ellos venía una mujer sobre una pía, vestida de camino y el rostro
cubierto con una mascarilla, o por mejor encubrirse, o por guardarse
del sol y del aire. Paró el caballo don Juan en medio del camino, y
estuvo con el rostro descubierto a que llegasen los caminantes; y,
en llegando cerca, el talle, el brío, el poderoso caballo, la bizarría
del vestido y las luces de los diamantes llevaron tras sí los ojos de
cuantos allí venían: especialmente los del duque de Ferrara, que
era uno dellos, el cual, como puso los ojos en el cintillo, luego se dio
a entender que el que le traía era don Juan de Gamboa, el que le
había librado en la pendencia; y tan de veras aprehendió esta
verdad que, sin hacer otro discurso, arremetió su caballo hacia don
Juan diciendo:
-Señor, Lorenzo Bentibolli, que allí veis, tiene una queja de vos no
pequeña: dice que habrá cuatro noches que le sacastes a su
hermana, la señora Cornelia, de casa de una prima suya, y que la
habéis engañado y deshonrado, y quiere saber de vos qué
satisfación le pensáis hacer, para que él vea lo que le conviene.
Pidióme que fuese su valedor y medianero; yo se lo ofrecí, porque,
por los barruntos que él me dio de la pendencia, conocí que vos,
señor, érades el dueño deste cintillo, que por liberalidad y cortesía
vuestra quisistes que fuese mío; y, viendo que ninguno podía hacer
vuestras partes mejor que yo, como ya he dicho, le ofrecí mi ayuda.
Querría yo agora, señor, me dijésedes lo que sabéis acerca deste
caso y si es verdad lo que Lorenzo dice.
-De[se] modo, señor -dijo don Juan-, cuando Cornelia y vuestro hijo
pareciesen, ¿no negaréis ser vuestra esposa y él vuestro hijo?
Y luego les contó punto por punto todo lo que hasta aquí se ha
dicho, de lo cual el duque y el señor Lorenzo recibieron tanto placer
y gusto, que don Lorenzo se abrazó con don Juan y el duque con
don Antonio. El duque prometió todo su estado en albricias, y el
señor Lorenzo su hacienda, su vida y su alma. Llamaron a la
doncella que entregó a don Juan la criatura, la cual, habiendo
conocido a Lorenzo, estaba temblando. Preguntáronle si conocería
al hombre a quien había dado el niño; dijo que no, sino que ella le
había preguntado si era Fabio, y él había respondido que sí, y con
esta buena fe se le había entregado.
Y el duque dijo:
-¿Qué mal queréis que no tenga? Pues Cornelia no parece, que con
el ama que le dejamos para su compañía, el mismo día que de aquí
faltamos, faltó ella.
-Señor, Santisteban, el paje del señor don Juan, desde el día que
vuesas mercedes se fueron, tiene una mujer muy bonita encerrada
en su aposento, y yo creo que se llama Cornelia, que así la he oído
llamar.
Respondiéronle de dentro:
-¿Hacen burla de mí? Pues en verdad que no soy tan fea ni tan
desechada que no podían buscarme duques y condes, y eso se
merece la presona que trata con pajes.
Por las cuales palabra entendió don Antonio que no era Cornelia la
que respondía. Estando en esto, vino Santisteban el paje, y acudió
luego a su aposento, y, hallando allí a don Antonio, que pedía que
le trujesen las llaves que había en casa, por ver si alguna hacía a la
puerta, el paje, hincado de rodillas y con la llave en la mano, le dijo:
Dijéronle lo que iban a decirle, pero Lorenzo les dijo que el duque
iba muy satisfecho de su buen proceder, y que entrambos habían
echado la falta de Cornelia a su mucho miedo, y que Dios sería
servido de que pareciese, pues no había de haber tragado la tierra
al niño y al ama y a ella. Con esto se consolaron todos y no
quisieron hacer la inquisición de buscalla por bandos públicos, sino
por diligencias secretas, pues de nadie sino de su prima se sabía su
falta; y entre los que no sabían la intención del duque correría
riesgo el crédito de su hermana si la pregonasen, y ser gran trabajo
andar satisfaciendo a cada uno de las sospechas que una
vehemente presumpción les infunde.
30
El duque le dijo:
Hízolo así el buen cura, y luego fue a dar orden cómo regalar y
servir al duque; y con esta ocasión le pudo hablar Cornelia, la cual,
tomándole de las manos, le dijo:
-Padre -respondió el duque-, claro está que las tristezas del corazón
salen al rostro; en los ojos se lee la relación de lo que está en el
alma, y lo que peor es, que por ahora no puedo comunicar mi
tristeza con nadie.
El ama del niño y la Cribela, por lo menos como ella decía, que por
entre las puertas de otro aposento habían estado mirando lo que
entre el duque y Cornelia pasaba, de gozo se daban de
calabazadas por las paredes, que no parecía sino que habían
33
perdido el juicio. El cura daba mil besos al niño, que tenía en sus
brazos, y, con la mano derecha, que desocupó, no se hartaba de
echar bendiciones a los dos abrazados señores. El ama del cura,
que no se había hallado presente al grave caso por estar ocupada
aderezando la comida, cuando la tuvo en su punto, entró a llamarlos
que se sentasen a la mesa. Esto apartó los estrechos abrazos, y el
duque desembarazó al cura del niño y le tomó en sus brazos, y en
ellos le tuvo todo el tiempo que duró la limpia y bien sazonada, más
que sumptuosa comida; y, en tanto que comían, dio cuenta Cornelia
de todo lo que le había sucedido hasta venir a aquella casa por
consejo de la ama de los dos caballeros españoles, que la habían
servido, amparado y guardado con el más honesto y puntual decoro
que pudiera imaginarse. El duque le contó asimismo a ella todo lo
que por él había pasado hasta aquel punto. Halláronse presentes
las dos amas, y hallaron en el duque grandes ofrecimientos y
promesas. En todos se renovó el gusto con el felice fin del suceso, y
sólo esperaban a colmarle y a ponerle en el estado mejor que
acertara a desearse con la venida de Lorenzo, de don Juan y don
Antonio, los cuales de allí a tres días vinieron desalados y deseosos
por saber si alguna nueva sabía el duque de Cornelia; que Fabio,
que los fue a llamar, no les pudo decir ninguna cosa de su hallazgo,
pues no la sabía.
En esto, entró por la sala adelante Cornelia, en medio del cura y del
duque, que la traía de la mano, detrás de los cuales venían Sulpicia,
la doncella de Cornelia, que el duque había enviado por ella a
Ferrara, y las dos amas, del niño y la de los caballeros.
-No ha de ser así -dijo el licenciado-, sino que quiero que venga
conmigo a mi posada, y allí haremos penitencia juntos; que la olla
es muy de enfermo, y, aunque está tasada para dos, un pastel
suplirá con mi criado; y si la convalecencia lo sufre, unas lonjas de
jamón de Rute nos harán la salva, y, sobre todo, la buena voluntad
con que lo ofrezco, no sólo esta vez, sino todas las que vuesa
merced quisiere.
»Yo quedé abrasado con las manos de nieve que había visto, y
muerto por el rostro que deseaba ver; y así, otro día, guiándome mi
criado, dióseme libre entrada. Hallé una casa muy bien aderezada y
una mujer de hasta treinta años, a quien conocí por las manos. No
era hermosa en estremo, pero éralo de suerte que podía enamorar
comunicada, porque tenía un tono de habla tan suave que se
entraba por los oídos en el alma. Pasé con ella luengos y amorosos
coloquios, blasoné, hendí, rajé, ofrecí, prometí y hice todas las
demonstraciones que me pareció ser necesarias para hacerme
bienquisto con ella. Pero, como ella estaba hecha a oír semejantes
o mayores ofrecimientos y razones, parecía que les daba atento
oído antes que crédito alguno. Finalmente, nuestra plática se pasó
en flores cuatro días que continué en visitalla, sin que llegase a
coger el fruto que deseaba.
»Pasáronse estos días volando, como se pasan los años, que están
debajo de la jurisdición del tiempo; en los cuales días, por verme tan
regalado y tan bien servido, iba mudando en buena la mala
intención con que aquel negocio había comenzado. Al cabo de los
cuales, una mañana, que aún estaba con doña Estefanía en la
cama, llamaron con grandes golpes a la puerta de la calle. Asomóse
la moza a la ventana y, quitándose al momento, dijo: ''¡Oh, que sea
ella la bien venida! ¿Han visto, y cómo ha venido más presto de lo
que escribió el otro día?'' ''¿Quién es la que ha venido, moza?'', le
pregunté. ''¿Quién?'', respondió ella.'' Es mi señora doña Clementa
Bueso, y viene con ella el señor don Lope Meléndez de
Almendárez, con otros dos criados, y Hortigosa, la dueña que llevó
consigo''. ''¡Corre, moza, bien haya yo, y ábrelos!'', dijo a este punto
doña Estefanía; ''y vos, señor, por mi amor que no os alborotéis ni
respondáis por mí a ninguna cosa que contra mí oyéredes''. ''Pues
¿quién ha de deciros cosa que os ofenda, y más estando yo
delante? Decidme: ¿qué gente es ésta?, que me parece que os ha
alborotado su venida''. ''No tengo lugar de responderos'', dijo doña
Estefanía: ''sólo sabed que todo lo que aquí pasare es fingido y que
tira a cierto designio y efeto que después sabréis''.
-Así es -respondió el alférez-; pero, con todo eso, sin que la busque,
la hallo siempre en la imaginación, y, adondequiera que estoy,
tengo mi afrenta presente.
-Ya vuesa merced habrá visto -dijo el alférez- dos perros que con
dos lanternas andan de noche con los hermanos de la Capacha,
alumbrándoles cuando piden limosna.
-Yo he oído decir -dijo Peralta- que todo es así, pero eso no me
puede ni debe causar maravilla.
-Pues lo que ahora diré dellos es razón que la cause, y que, sin
hacerse cruces, ni alegar imposibles ni dificultades, vuesa merced
se acomode a creerlo; y es que yo oí y casi vi con mis ojos a estos
dos perros, que el uno se llama Cipión y el otro Berganza, estar una
noche, que fue la penúltima que acabé de sudar, echados detrás de
mi cama en unas esteras viejas; y, a la mitad de aquella noche,
estando a escuras y desvelado, pensando en mis pasados sucesos
y presentes desgracias, oí hablar allí junto, y estuve con atento oído
escuchando, por ver si podía venir en conocimiento de los que
hablaban y de lo que hablaban; y a poco rato vine a conocer, por lo
que hablaban, los que hablaban, y eran los dos perros, Cipión y
Berganza.
-Pues hay en esto otra cosa -dijo el alférez-: que, como yo estaba
tan atento y tenía delicado el juicio, delicada, sotil y desocupada la
memoria (merced a las muchas pasas y almendras que había
comido), todo lo tomé de coro; y, casi por las mismas palabras que
había oído, lo escribí otro día, sin buscar colores retóricas para
adornarlo, ni qué añadir ni quitar para hacerle gustoso. No fue una
noche sola la plática, que fueron dos consecutivamente, aunque yo
no tengo escrita más de una, que es la vida de Berganza; y la del
compañero Cipión pienso escribir (que fue la que se contó la noche
segunda) cuando viere, o que ésta se crea, o, a lo menos, no se
desprecie. El coloquio traigo en el seno; púselo en forma de
coloquio por ahorrar de dijo Cipión, respondió Berganza, que suele
alargar la escritura.
y mujer, ponen entre los dos, a los pies, una figura de perro, en
señal que se guardaron en la vidad amistad y fidelidad inviolable.
CIPIÓN.-Ansí es, pero bien confesarás que ni has visto ni oído decir
jamás que haya hablado ningún elefante, perro, caballo o mona; por
donde me doy a entender que este nuestro hablar tan de improviso
cae debajo del número de aquellas cosas que llaman portentos, las
cuales, cuando se muestran y parecen, tiene averiguado la
experiencia que alguna calamidad grande amenaza a las gentes.
BERGANZA.-Y aun de mí, que desde que tuve fuerzas para roer un
hueso tuve deseo de hablar, para decir cosas que depositaba en la
memoria; y allí, de antiguas y muchas, o se enmohecían o se me
olvidaban. Empero, ahora, que tan sin pensarlo me veo enriquecido
deste divino don de la habla, pienso gozarle y aprovecharme dél lo
más que pudiere, dándome priesa a decir todo aquello que se me
acordare, aunque sea atropellada y confusamente, porque no sé
cuándo me volverán a pedir este bien, que por prestado tengo.
CIPIÓN.-Por haber oído decir que dijo un gran poeta de los antiguos
que era difícil cosa el no escribir sátiras, consentiré que murmures
un poco de luz y no de sangre; quiero decir que señales y no hieras
7
«Y, siguiendo mi historia, digo que mis amos gustaron de que les
llevase siempre el vademécum, lo que hice de muy buena voluntad;
con lo cual tenía una vida de rey, y aun mejor, porque era
descansada, a causa que los estudiantes dieron en burlarse
conmigo, y domestiquéme con ellos de tal manera, que me metían
la mano en la boca y los más chiquillos subían sobre mí. Arrojaban
los bonetes o sombreros, y yo se los volvía a la mano limpiamente y
con muestras de grande regocijo. Dieron en darme de comer cuanto
ellos podían, y gustaban de ver que, cuando me daban nueces o
avellanas, las partía como mona, dejando las cáscaras y comiendo
lo tierno. Tal hubo que, por hacer prueba de mi habilidad, me trujo
en un pañuelo gran cantidad de ensalada, la cual comí como si
fuera persona. Era tiempo de invierno, cuando campean en Sevilla
los molletes y mantequillas, de quien era tan bien servido, que más
de dos Antonios se empeñaron o vendieron para que yo almorzase.
Finalmente, yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin
sarna, que es lo más que se puede encarecer para decir que era
buena; porque si la sarna y la hambre no fuesen tan unas con los
estudiantes, en las vidas no habría otra de más gusto y pasatiempo,
porque corren parejas en ella la virtud y el gusto, y se pasa la
mocedad aprendiendo y holgándose.
«Digo, en fin, que volví a mi ración perruna y a los huesos que una
negra de casa me arrojaba, y aun éstos me dezmaban dos gatos
romanos: que, como sueltos y ligeros, érales fácil quitarme lo que
no caía debajo del distrito que alcanzaba mi cadena.»
Cipión hermano, así el cielo te conceda el bien que deseas, que, sin
que te enfades, me dejes ahora filosofar un poco; porque si dejase
de decir las cosas que en este instante me han venido a la memoria
de aquellas que entonces me ocurrieron, me parece que no sería mi
historia cabal ni de fruto alguno.
CIPIÓN.- Por menor daño tengo ése que el que hacen los que
verdaderamente saben latín, de los cuales hay algunos tan
imprudentes que, hablando con un zapatero o con un sastre, arrojan
latines como agua.
CIPIÓN.-¿Cuáles?
que era razón y justicia, por estar cohechado, decían: ''Este tiene el
buey en la lengua''.
¡Bonita soy yo para que por mi orden entren mujeres con los
huéspedes! Ellos tienen las llaves de sus aposentos, y yo no soy
quince, que tengo de ver tras siete paredes''.
aprenderlas otro perro que no fuera yo como las oirás cuando te las
diga.
BERGANZA.-Tenle y escucha.
«Porque has de saber que la vieja me dijo: ''Hijo Montiel, vente tras
mí y sabrás mi aposento, y procura que esta noche nos veamos a
solas en él, que yo dejaré abierta la puerta; y sabe que tengo
muchas cosas que decirte de tu vida y para tu provecho''. Bajé yo la
cabeza en señal de obedecerla, por lo cual ella se acabó de enterar
en que yo era el perro Montiel que buscaba, según después me lo
dijo. Quedé atónito y confuso, esperando la noche, por ver en lo que
paraba aquel misterio, o prodigio, de haberme hablado la vieja; y,
como había oído llamarla de hechicera, esperaba de su vista y
habla grandes cosas. Llegóse, en fin, el punto de verme con ella en
su aposento, que era escuro, estrecho y bajo, y solamente claro con
la débil luz de un candil de barro que en él estaba; atizóle la vieja, y
sentóse sobre una arquilla, y llegóme junto a sí, y, sin hablar
palabra, me volvió a abrazar, y yo volví a tener cuenta con que no
me besase. Lo primero que me dijo fue:
ni aun tocar a una hoja della no podía, porque Dios no quería; por lo
cual podrás venir a entender, cuando seas hombre, que todas las
desgracias que vienen a las gentes, a los reinos, a las ciudades y a
los pueblos: las muertes repentinas, los naufragios, las caídas, en
fin, todos los males que llaman de daño, vienen de la mano del
Altísimo y de su voluntad permitente; y los daños y males que
llaman de culpa vienen y se causan por nosotros mismos. Dios es
impecable, de do se infiere que nosotros somos autores del pecado,
formándole en la intención, en la palabra y en la obra; todo
permitiéndolo Dios, por nuestros pecados, como ya he dicho.
»Ella era larga de más de siete pies; toda era notomía de huesos,
cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida; con la barriga, que
era de badana, se cubría las partes deshonestas, y aun le colgaba
hasta la mitad de los muslos; las tetas semejaban dos vejigas de
vaca secas y arrugadas; denegridos los labios, traspillados los
dientes, la nariz corva y entablada, desencasados los ojos, la
cabeza desgreñada, la mejillas chupadas, angosta la garganta y los
pechos sumidos; finalmente, toda era flaca y endemoniada. Púseme
de espacio a mirarla y apriesa comenzó a apoderarse de mí el
miedo, considerando la mala visión de su cuerpo y la peor
ocupación de su alma. Quise morderla, por ver si volvía en sí, y no
hallé parte en toda ella que el asco no me lo estorbase; pero, con
todo esto, la así de un carcaño y la saqué arrastrando al patio; mas
ni por esto dio muestras de tener sentido. Allí, con mirar el cielo y
verme en parte ancha, se me quitó el temor; a lo menos, se templó
de manera que tuve ánimo de esperar a ver en lo que paraba la ida
y vuel-ta de aquella mala hembra, y lo que me contaba de mis
sucesos. En esto me preguntaba yo a mí mismo: ''¿quién hizo a
esta mala vieja tan discreta y tan mala? ¿De dónde sabe ella cuáles
son males de daño y cuáles de culpa? ¿Cómo entiende y habla
tanto de Dios, y obra tanto del diablo? ¿Cómo peca tan de malicia,
no escusándose con ignorancia?''
»Con estas razones de la mala vieja, creyeron los más que yo debía
de ser algún demonio de los que tienen ojeriza continua con los
buenos cristianos, y unos acudieron a echarme agua bendita, otros
no osaban llegar a quitarme, otros daban voces que me conjurasen;
la vieja gruñía, yo apretaba los dientes, crecía la confusión, y mi
amo, que ya había llegado al ruido, se desesperaba oyendo decir
que yo era demonio. Otros, que no sabían de exorcismos,
acudieron a tres o cuatro garrotes, con los cuales comenzaron a
santiguarme los lomos; escocióme la burla, solté la vieja, y en tres
saltos me puse en la calle, y en pocos más salí de la villa,
perseguido de una infinidad de muchachos, que iban a grandes
voces diciendo: ''¡Apártense que rabia el perro sabio!''; otros decían:
''¡No rabia, sino que es demonio en figura de perro!'' Con este
molimiento, a campana herida salí del pueblo, siguiéndome muchos
que indubitablemente creyeron que era demonio, así por las cosas
que me habían visto hacer como por las palabras que la vieja dijo
cuando despertó de su maldito sueño.
las inclemencias y rigores del cielo; y así, verás que todos son
alentados, volteadores, corredores y bailadores. Cásanse siempre
entre ellos, porque no salgan sus malas costumbres a ser
conocidas de otros; ellas guardan el decoro a sus maridos, y pocas
hay que les ofendan con otros que no sean de su generación.
Cuando piden limosna, más la sacan con invenciones y
chocarrerías que con devociones; y, a título que no hay quien se fíe
dellas, no sirven y dan en ser holgazanas. Y pocas o ninguna vez
he visto, si mal no me acuerdo, ninguna gitana a pie de altar
comulgando, puesto que muchas veces he entrado en las iglesias.
Fin