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EN LA CEREMONIA DE ENTREGA
DE LA MEDALLA “DEFENSORÍA DEL PUEBLO” AL EMBAJADOR JAVIER
PÉREZ DE CUÉLLAR.
Señoras y señores.
Les propongo ahora dirigir nuestra mirada hacia otra personalidad, también peruano
y también universal, con una sabia manera de ser que consiste en entrelazar raíz y
destino, suelo y vuelo en su travesía por el Perú y el mundo. Me refiero a Don Javier
Pérez de Cuellar, y le antepongo el “Don” para destacar su señorío y el inmenso
respeto que nos inspira.
En la Defensoría del Pueblo no nos cabe la menor duda de que uno de esos
referentes que siempre hemos visto, de cerca y de lejos, con aprecio y con
admiración, es el embajador Javier Pérez de Cuéllar. Su nombre está asociado al
infatigable ejercicio del entendimiento mutuo, a la organización de la vida
internacional de los Estados, a las estrategias de paz basadas en el diálogo y a un
profundo sentido del cumplimiento del deber, aun en situaciones complejas y harto
difíciles.
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Un esfuerzo similar se produjo en El Salvador, cuya cruenta guerra civil había
cobrado 75 mil vidas. Otro tuvo lugar en Guatemala, donde se logró, en 1994, la
reanudación del proceso de negociación entre el Gobierno y la Unión Revolucionaria
Nacional Guatemalteca.
El clarísimo interés por los países en desarrollo fue un rasgo notorio de la gestión de
Javier Pérez de Cuéllar, quien defendía la idea de resolver problemas de fondo para
garantizar la libertad de las naciones y la soberanía de los Estados por más
pequeños que fuesen.
Del mismo modo fueron muy destacadas sus actuaciones como agente de
pacificación en la dramática guerra de Las Malvinas, que enfrentó a la Argentina con
Gran Bretaña y, ciertamente, a renglón seguido, en los conflictos de Libia y
Afganistán.
Ese es el reto que enfrenta el mundo actual: ¿cómo hacemos para entender las
diferencias, ahora que podemos conocernos más, ahora que las ideas y las lenguas
se entrecruzan desafiando nuestra capacidad de comprensión?
Creo vislumbrar que aquí radica el impulso básico de la acción de Don Javier. Se
trata, pues, de armar el rompecabezas del mundo con el poder supremo de la
palabra, confiando en la racionalidad humana y construyendo sentidos comunes,
grandes y pequeños, todos importantes. Pero quizá podríamos preguntarnos,
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asimismo, ¿de qué están hechas las personas que buscan el entendimiento entre
culturas diferentes, proyectos distintos, futuros contrariados?
No me cabe la menor duda de que están hechas de una inquebrantable fe en el
género humano y de una enorme capacidad de escuchar, lo que implica abrirse a
los otros y sumergirse en la complejidad, aun cuando esta experiencia sea
incómoda.
Es más, yo diría que hay que buscar la incomodidad para entender el problema. Hay
que salir de esa soledad narcisista que nos encalla en un solo lugar y salir,
asimismo, de la peor de las intolerancias, que es negarle a los otros la oportunidad
de hablar, de disentir, de proponer.
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preservados, ante todo. Desde luego que debemos mantenernos abiertos al mundo,
pero firmes en nuestra identidad y en nuestro destino.
Así entendió su carrera Javier Pérez de Cuéllar, como el oficio de representar al
Perú y a los peruanos. Cada argumento esgrimido, cada gesto esbozado fueron
instrumentos que utilizó pensando en el país y en su suerte. No hay diplomacia sin
patria, ni negociación válida si no se representa el interés de la Nación.
“La vida en el extranjero ha sido para mí –dice Don Javier– una escuela
permanente de formación para, al final, servir al Perú y, donde he estado,
siempre la idea mía ha sido servir al Perú”.
Debemos escuchar con el máximo de atención las palabras de don Javier, quien
llega a los 90 años entero en cuerpo y alma. Sus palabras son el producto de los
infinitos meandros del río de su vida, están hechas de una esencia que solo el trajín
de los años logra depurar y, viniendo de quien vienen, son portadoras de una ética
de la trascendencia humana que está más allá de las coyunturas y los apetitos
terrenales.
Nosotros le decimos ahora que también estamos aquí por convicción. Nosotros
debemos decirle que tenemos la convicción de que su testimonio de vida nos ilustra,
nos hace fuertes, y que su ejemplar trayectoria determina que la historia de este
país lo haya incorporado ya en su legión de grandes hombres.
Solo tengo que decirle, finalmente, don Javier, que esta institución lo recibe con
respeto y con un profundo afecto y que las grandes y pequeñas causas que
emprendamos hallarán su inspiración en su fecunda huella.
Muchas gracias.
(fin)