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Razones para la Alegría

Autor: Martín Descalzo

Capítulo 19: Todos mancos

Dice el refrán que dentro de cien años todos calvos. De momento, sin esperar a que llegue la muerte, la
civilización actual ya ha conseguido que todos seamos mancos, gracias a esa disparatada división de la cultura
que hace que humanistas y científicos parezcan dos razas o dos humanidades que convivieran yuxtapuestas, ya
que no contrapuestas.

De niños estábamos abiertos a todo: a uno le gustaban más las ciencias que las letras o viceversa, pero tenía, de
todos -modos, que examinarse de las una y las otras. La Historia, la Literatura y las Matemáticas eran nuestro
sino o nuestro castigo, pero todas terminaban pasando de algún modo por nuestras cabezas. Mas,
asombrosamente, cuando llega el momento en que empezamos a pensar de veras, viene Santa Especialización
con las divisiones y te dicen que tienes que elegir. ¿Ciencias? ¿Letras? Hay que dejar lo uno para coger lo otro.
Como si todo el mundo tuviera que elegir uno de sus dos brazos al llegar a la adolescencia. Desde ese día todos
somos mancos del alma. Desde entonces todos somos medio hombres. Tal vez un medio hombre magnífico, pero
en todo caso con media alma renunciada.

Pero la cosa no termina ahí: unos años más tarde te obligan de nuevo a elegir dentro de lo elegido. ¿Historia?
¿Arte? ¿Románicas? ¿Modernas? 0 tal vez: ¿Físicas? ¿Químicas? ¿Medicina? Y dentro de ella: ¿Estomatología?
¿Endocrinología? Ahora es como si tuvieras que elegir un solo dedo dentro del solo brazo que te había que- dado
activo.

Curioso mundo éste que hemos construido. Durante muchos siglos el hombre culto lo era sin adjetivos ni
especializaciones.

Aristóteles escribía sobre Filosofía y Ciencia. Leonardo pintaba, construía acueductos y máquinas voladoras y, al
mismo tiempo, escribía tratados de arquitectura y era notario de la Señoría de Florencia.

Miguel Ángel mezclaba pinceles y sonetos. Y Pascal o Descartes amaban tanto las Matemáticas como la Filosofía.
Los sabios aspiraban a serio en todas las dimensiones de la cultura y a nadie sorprendía que Galileo tocase el
laúd entre dos investigaciones sobre el peso de los sólidos o la curva de los planetas.

Pero «hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad». Una barbaridad tan grande que ya no hay ser humano
capaz de abarcar- las todas ni siquiera medianamente. Así que al sabio universal de ayer le ha sustituido el
especialista de hoy, que es un señor que sabe cada vez más cosas sobre menos cosas; que se acerca a la
perfección cuando que la alcanza cuando ya sabe absolutamente consigue saber casi todo sobre casi nada, y
todo sobre absolutamente nada. ¡Glorioso mundo éste en el que a lo más que podemos aspirar es a ser genios en
una cosa y analfabetos en diez mil Es como si jugásemos una extrañísima partida de ajedrez que tuviere un solo
cuadro con una sola ficha.

Eso, a no ser que apostemos por la frivolidad ambiente y acabemos siendo, como los más, conocedores de una
sola cosa: la marcha del campeonato de fútbol.

Grave problema, sí, el que se les plantea a los muchachos de nuestro tiempo, aspirantes todos ellos a mancos
culturales. Porque llegan a un mundo en el que privan los encasillamientos. Hace meses ganó un premio de
novela un biólogo y los periodistas corrieron hacia él con sus preguntas asombradas: ¿Cómo es posible que un
biólogo sepa escribir una novela? No se habrían asombrado más si llega a ganar el premio un orangután.

Es, sin embargo, un hecho que el especialismo, que nos ha impuesto el ensanchamiento de la ciencia moderna,
termina por emparedarnos dentro de nuestra elección. El que ha elegido ciencias sabe que ya prácticamente
sólo leerá libros de ciencias, revistas de ciencias y pasará toda su vida entre profesionales de lo mismo.

Mientras, las letras se les van quedando como una mano zurda que tienen ahí, pero no les sirve para nada. Y lo
mismo, sólo que al revés, ocurre a quienes eligieron profesiones humanísticas.

Y éstas todavía tienen la suerte de contar con un mejor predicamento. La gente encuentra normal que uno se
haga ahogado o se especialice en novela contemporánea. Pero piensa que algún tornillo le falta al que se
especializa en Astrología o en el estudio de la para- proteína beta. ¿Cuántos injustos chistes no se habrán hecho
sobre el investigador, al que se sitúa en una Babia permanente?

¡Qué alegría, en cambio, cuando te encuentras un especialista que no por serlo ha dejado de ser humano!
Conozco a un eminente embriólogo que es especialista en Haendel. Sé de catedráticos de Griego que ocultan,
con pudor, su cariño a la Botánica. Y soy muy amigo de un ilustrísimo abogado que publica sus libros de poesía
con seudónimo, porque está seguro de que nadie le encargaría un pleito si sus clientes supieran que es poeta.

Puedo citar ejemplos más ilustres: ¿No es un gozo que nada menos que el director de la Real Academia de la
Lengua sea un ilustre médico? ¿No consuela saber que Miguel Delibes ha sido durante muchísimos años profesor
de la Escuela de Comercio y que confiesa que aprendió a escribir en un tratado de Derecho de Garrigues? ¿No
tenemos en Zubiri un enorme matemático? La lista, gozosa- mente, sería interminable. ¿´Y quién no preferiría a
uno de estos hombres enteros, sin mutilaciones culturales, antes que a esos ilustrísimos en una cosa, con
quienes no puedes hablar sino de ella?

Me parece que a los jóvenes de hoy habría que explicarles muy bien que la especialización es algo que impone el
volumen de la ciencia moderna. Pero que eso no obliga a la mutilación cultural. Que a un apasionado de la
Cibernética puede entusiasmarle la Pintura y que no hay contraste entre la Geología y Beethoyen. Que no es
lógico que a un médico o a un arquitecto tengamos que terminar regalándoles siempre bandejas de plata por
temor a que los libros de literatura o los discos no les gusten. Explicarles también que no hay ciencias «buenas y
malas», puesto que todas son dignas, y que sólo es indigna la que le atrofia a uno todo el resto del alma.
Enseñarles que, como los futbolistas, uno debe tener su «pierna buena», pero que ni los cojos sirven para el
fútbol, ni los mancos para el baloncesto, ni los mutilados del alma para la verdadera, ancha y plural cultura.

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