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Apaciguando a la lengua - Marcelo Gustavo Fernandez Farias

Tranquila lengua, tranquila. Somos los hombres en acción quienes te damos existencia. Somos
los dialectales los que, en diversas construcciones, volcamos nuestra sabiduría en tus palabras.
Comprendo que le tengas miedo al cambio y que te aferres a las estructuras. Sin embargo hay
algo en vos que te dice que ‘los más’ hemos vencido. Y lo hemos hecho usándote y
desusándote, sintiéndote nuestra base pero faltándote el respeto rígido.

Aquí estamos los chabones, los pibes, los guasis, los tacheros, los troesmas, los olvido, los
huarpes, los villa adentro, los spanglish… /los sin techo creativo/…

… que te dejamos temblando


cuando tus ojos azules,
ojos de grela en los patios
hastiados de tanto hastío,
conventillo amurao,
te vio salir de la pieza
como puta entre mis brazos.

EL LAVADO DE
PIES
DE LA
MAGDALENA

- Daniel de Cullá

“Giocare sempre”
( Tatafiore). El ensayo, por cierto
razonablemente bello y conciso,
sobre María de Magdala “La
Magdalena” de Milagros Riera en
Ateos y Republicanos viene a
deshacer todos los equívocos que la
desfachatez prodigiosa de los “grajos” del Vaticano ha montado y sigue montando desde la historia
de la impostura cristiana, dando una luminosa visión de lo que fue esta mujer abnegada: amante,
esposa, madre, abuela y tatarabuela, vestida y desvestida como todas las imágenes de la cristiandad
cuyos doctores fueron y son maestros en alterar el orden de los acontecimientos, subvirtiendo los
valores, pisoteando los ideales de amar y gozar. Todo por ”une promesse de bonheur” como diría
Stendhal, la Magdalena pasó del juego a la fabulación constante. Como en el matrimonio cristiano
que de esposa a puta sólo hay un paso.
La religión es una trampa. Caemos en ella deliberadamente o no para disfrutar de ese juguete que es
la impostura, la fabulación constante, de la que poco a poco vamos saliendo muñecos autómatas.
Los grajos misean a su grey , el dios hostia les seduce. Los demás van a comulgar hostias de
milano. Mientras un murciélago vanamente se eleva por encima de sus cabezas, y un barco, no el de
Noé sino el Titanic se dispone a emprender otra travesía imposible. “Los autómatas, súbditos de un
reino simbólico, están condenados a repetir su papel; pero pueden cambiar de atuendo. Por eso, en
la representación no hay épocas: todos los actores son contemporáneos.”( Fernando Castro. Jugar
siempre. Syntaxis 4).
¿Qué otra cosa es la Religión sino un Libro de Citas? La Magdalena, en primer lugar, fue Mujer,
amante irrepetible, espectadora y actora, artista. Su peor condena fue amar a Jesús Juan o Juan
Jesús, extraviándola en los corredores de San Pedro en Roma. ¿Quién es la Magdalena que lava los
pies a Jesús? En Verdad que se cumplió en ella la condena del Génesis :“éste te aplastará la cabeza y
tú le acecharás el calcañar”. Que es como dicen los serranos: si tiras al monte y ves una serpiente y
una serrana, aplasta la cabeza de la serrana y deja libre a la serpiente”. ¿Quien es Jesús? ¿Acaso no
resulta más convincente Jesús en su papel de mujeriego? ¿Qué régimen de signos quiso instaurar
cuando dibujó en la arena un pene y una vagina? Dibujo tan querido entre los egipcios, los romanos,
los judíos, y no digamos los cristianos.¡De delirio¡ La verdad: Jesús va de lirio.
El cuentista está presente en el cuento. Deleuze, filósofo francés, distingue dos clases de delirio: el
paranoico y de interpretación (que fue adoptado por muchos padres de la iglesia) y el delirio
monomaníaco, o pasional y de reivindicación. Subjetivo que subvierte la Razón a partir del
momento que se instaura en ella. El delirio como secreto o misterio tan buscado y nunca encontrado
que habita en todas las ermitas, en todas las iglesias y abadías, como la abadía de Santa Cruz de
Jarez, en todas las Catedrales, como la de Barcelona y su sala de “cabrevación” que fuera refectorio
de los pobres mantenidos por la Pía Almoina, el Santo Grial, el santo prepucio que se venera en
alguna iglesia de la ancestral Roma, no es más que el adivinado por Beatriz de la Tour: “El Secreto
de La Magdalena no es más que el Perillo que monta su pierna”. El delirio no es personal o familiar,
es histórico-mundial, de ahí el éxito de todas las religiones sobre los borregos que domina. “Soy
una bestia… soñaba con cruzadas, con viajes a regiones desconocidas, con repúblicas sin historia,
con guerras de religión abortadas, con una revolución de costumbres, con desplazamientos de razas
y continentes”.( Deleuze).

“Nada crece entre las blancas piedras, sólo pastores con sus corderos las atraviesan “, (Milagros
Riera). Los ciclos épicos de la Odisea y la Eneida se desvelan recompensándonos con visiones
prohibidas e inaccesibles. Ramón de Perillos “sabe lo que esconden las entrañas de su dominio”,
pues el Abad Sauniére había comentado que “el Secreto de Rennes hay que buscarlo en Perillos”.
La historia no tiene ni pies ni cabeza. ¿De quien era la cabeza en bandeja portada por Salomé,
abnegada narcisista y fanática del nuevo orden político? Como siempre lenguaje lapidario, de todas
las mitologías, de los padres de la iglesia, los chamanes, los gurús, las curanderas y todos los
chorizos: “La cartera o la Vida”.Diseño para la Inquisición y todas las cruzadas, que piensan que la
garantía del bien común es la muerte o la guerra, y para quienes unas gotas de sangre argumentadas
con razonamientos escolásticos no empañan su amor a la humanidad. Las manos de la Magdalena
limpiando los pies de Jesús se ofrece como una imagen tenebrosa de la sumisión. Jesús, el Colgado,
soñando como aquel gurú: “tengo los pies en el loto de cuatro labios”. Unos pies de barro, de
contornos imprecisos que titubean ante el reclamo de la libertad y la tentación del bello sexo.
Mientras los lava, ella piensa: “Unos pies de barro, al fin y al cabo mal hechos”. Como los de
Nabucodonosor. Como los de Buda, que al nacer midió el Universo dando siete pasos, y Visnhú
tres. O Edipo que tenía el pie hinchado y Hefaisto era cojo.
Cabeza y pie, alfa y omega, dios y el mico, el rey y su payaso, Jesús y la Magdalena, los Amantes
de Teruel, tonta ella y tonto él, están relacionados dialécticamente. Los tontos de capirote, los
cardenales astrológicos montados en sus asnos de oro. El hombre y su ombligo lleno de migas, en la
delectación íntima de sus masturbaciones y en la íntima satisfacción del poder ejercido sobre los
demás. Su gesto presupone la existencia de un misterio pubísimo, público, porque él, en el más
amplio sentido de la palabra, es un actor. Como María de Magdala, la Magdalena, que a mí me
gusta más levantándose la falda al estilo de Mme. O’Murphy que lavando los pies al forzosamente
recatado Jesús Juan o Juan Jesús narcisista político redomado.
NOCHE, DÍA, TIEMPO - J. Javier Arnau

1.- NOCHE
Hoy la noche ha nacido bella. Bajo una luna brillante como hacía tiempo que no se veía,
las estrellas han ido apareciendo acompasadamente al ritmo de un tierna canción de
amor. Los astros crean su propia melodía, y enardecen el corazón de los habitantes de
este lúgubre mundo. Hoy la luna nos ha mirado a la cara con afecto, y nuestras almas se
han acercado a ella, siguiendo el camino marcado por los luceros que son su fíbula. En
nuestro recorrido, encontramos infinidad de seres que han sentido la llamada y, como
ellos, cantamos bajo la luz de la majestuosa Selene.

Hoy el crepúsculo ha sido primoroso, y con su galanura nos ha embelesado.

2.- LA NOCHE SE ACABA

La noche se acaba. Todas las


noches, no sólo esta en la que
nos encontramos, sino todas.
Selene, la reina de los gatos
ya nunca volverá a
mostrarnos su brillante
semblante. Se nos han roto,
tal vez para siempre, el
crepúsculo, las sombras que
recogen en su manto cantidad
de oníricos seres que
cabalgan en nuestra
imaginación. La fantasía, los
poetas, la imaginación...
incluso el temor, ya nunca
serán iguales. La umbría
negrura, iluminada sólo a
veces por nuestro vecino
satélite, quedará proscrita a
fábulas y quimeras, si esta desventura no nos ss revertida por los poderes que la
emanaron.
Sólo nos queda adorar a los seres noctámbulos, aquellos que habitaron en nuestras
leyendas, y esperar que con su poder, den forma a una nueva noche, que con ella
aparzca nuestra luna, la luna de los poetas, de los vates.

3.- LAS MAÑANAS


Ahí están las mañanas. Siempre, más o menos a su hora habitual. Nunca nos han fallado,
aunque a veces no las hemos apreciado lo suficiente.

A veces se han hecho de rogar, en ocasiones ha parecido que no iban a acudir a su cita
habitual. Pero al final, sin mucha estridencia, han hecho su aparición. Frías, desoladas,
oscuras, radiantes, tristes, nostálgicas, alegres, luminosas, lluviosas … da igual, han
aparecido y todo puede seguir su curso habitual.

Y en su brevedad, han sido capaces de despedirse con dignidad, y dar paso al resto del
día.
Sí, ahí están las mañanas, que nunca nos fallan.
3.A.- NUBES

Una nube, lágrimas que surgen airadas, espontáneas, tras un despliegue de medios
inusual en estas latitudes. Cien litros por

metro cuadrado de melancolía, largas explicaciones, y una habilidad espúrea para


fomentar la congoja. Y en medio de todo eso, tus lágrimas, una bella nube que enmarca tu
rostro; y las predicciones que añaden un logro más, mientras la lluvia de mentiras azota la
costa de su imaginario país de decadencia.
3.B.- LLUVIAS

Hoy ha llovido.

Por fin, ya hacía falta una limpieza en profundidad de la ciudad. La gente corría por las
calles, intentando resguardarse.
Los riachuelos se formaban rápidamente, demasiado rápidamente, en las aceras y en las
calzadas.
Ríos de inmundicias, pecados y vergüenzas, que las alcantarillas no daban abasto para
desaguar.
La gente huía de ellas, no querían ser alcanzados por sus propias miserias, una vez
habían conseguido desembarazarse de ellas.
Un niño no fue lo suficientemente rápido, se le escapó a su madre de la mano, y cayó en
un pozo de vergüenza.
Los ancianos, resignados, casi parecían no querer ceder su sitio en los bancos del
parque, aceptaron la lluvia de reproches, hostilidad, pecados, vergüenza, patrañas, etc,
que cayó sobre la ciudad.
Una vez limpia, la gente que escapó de ella ha vuelto a ver el sol. Un sol que hacía tiempo
que no se veía. Resplandeciente como la sonrisa de un niño, o la dentadura postiza de un
anciano. O la calva de un señor al que el viento le ha arrebatado el peluquín.
Hemos vuelto a ver el sol.
Sin ataduras, sin tapujos, sin vergüenzas, ni propias ni ajenas.
La lluvia ha caído, y ha arrastrado media ciudad con ella; la otra media estaba
desertificada, por la falta de lluvias, y la vergüenza de los políticos que no hicieron nada
para salvarlas.

Hemos vuelto a ver el sol.


DESAPARICIÓN – Marcos Polero

Agobiado por los problemas que me acosaban, y presintiendo inexplicablemente que en


cualquier momento algo maravilloso se presentaría para cambiar nuestras vidas, fui cargando el
equipaje en la parte posterior del Duna Week end.
Soy un pequeño comerciante que sigue la tradición familiar. Mi padre me dejó una
ferretería que había heredado de su progenitor, que también la había adquirido como legado
familiar. La referencia del primer Pomar que montó el negocio de clavos y herramientas se pierde
en la desmemoria de las generaciones pasadas.
Estaba lleno de deudas sin saber cómo ponerme al día. Me encontraba al borde de la
bancarrota golpeado por el corralito y las sucesivas corridas bancarias que lo siguieron. Nunca
quise dejarme llevar por la vorágine de trasladar los problemas a mis acreedores en una bicicleta
sin fin. Sé que todos lo hacen pero hay en mí una reminiscencia del honor, un orgullo ancestral que
se rebela contra la “ley del gallinero”, según la cual, para ascender hay que ir pisando cabezas.
Algunos comedidos me daban consejos inescrupulosos: “No te preocupes por el tendal que
dejes en el camino, tu familia está primero”. Pero yo no lograba conciliar el sueño con el peso de
las culpas. No nací para tránsfuga.
Dicen que así es esta sociedad, que así es el mundo capitalista y globalizado. Yo sufría
constantemente por mi disconformismo por esta situación. La úlcera y las jaquecas me perseguían.
Así llegué aquí y ahora, y me parece increíble.
Buscando un momento de sosiego, cuando mi desesperanza alcanzaba punto de ebullición,
nos pusimos en camino con mi mujer y mis dos hijos hacia la casa de mamá, en el campo,
esperando que un poco de verde nos redimiera de la vorágine citadina.
La ruta estaba despejada, no es ni época ni zona de turismo. Pasamos los peajes sin
sobresaltos. Buscamos matar el aburrimiento y, en mi caso, despejarme de los pensamientos
negativos cantando viejas canciones infantiles, las preferidas de mis hijos, Cami de cuatro y Leo de
cinco: La tortuga Manuelita, El sapo Pepe, El payaso Plinplin, El elefante Trompita…
Ya en la parte más solitaria del camino, luchando contra la fatiga y la monotonía del paisaje,
me pareció ver un cartel imposible. El letrero en forma de flecha apuntando al frente decía: “Hacia
la felicidad”.
Evidentemente el cansancio me estaba jugando una mala pasada. No le di importancia, no lo
comenté; me dio vergüenza. Pensarían que sufrí una alucinación y mi esposa se preocuparía porque
estaba manejando en semejante estado de agotamiento; ella sabía que no había dormido bién.
A los pocos kilómetros, otro cartel, en forma de pasacalle y con una apariencia nebulosa
decía: “Salida del mundo en la próxima bifurcación”.
Como mi mujer y los chicos, distraídos con los cantitos no notaron nada anormal les pedí
que prestaran atención porque habían aparecido unos carteles extraños (No les trasmití lo que
decían, temiendo haber sido burlado por mi afiebrada imaginación).
Leímos juntos el nuevo anuncio: Final del mundo real.
Nos miramos con mi esposa entre asombrados y divertidos. Alguien estaba gastando una
broma.
A partir de allí y para nuestro asombro, el paisaje cambió. El asfalto tornó en un césped amarillo;
el gris amarronado del desierto reverdeció. El camino comenzó a dar giros en espiral. El cielo tomó
un tono turquesa con nubes rosadas de un aspecto irreal, como si nos hubiéramos sumergido en una
pantalla de dibujos animados. Entre los árboles, surgían flores enormes y extrañas dotadas de
animación, con bocas, narices, ojos, que coreaban las mismas canciones que mis hijos. Pululaban
por ese bosque de fantasía animales de toda especie y color, sin relación necesaria con los que
habitan selvas y zoológicos y, en lugar de emitir sonidos característicos de la fauna conocida, se
sumaban al coro de las flores.
Obviamente estaba soñando. En cualquier momento me despertaría; eso creí. Me
despreocupé y me propuse disfrutar esa visión de maravilla. El automóvil flotaba por lo menos a un
metro de distancia del piso, su velocidad aumentaba, aunque yo ya no tocaba el acelerador ni guiaba
el volante.
Repentinamente el camino terminó en una bifurcación que tenía dos carteles indicativos.
Uno decía: “Vuelta al mundo real”. Allí el cemento volvía a comenzar y el paisaje se tornaba
desértico y conocido, lo que en el contexto de ensueño dominante aparecía como una especie de
túnel, con techo-cielo gris plomizo y
suelo de asfalto. La segunda señal
rezaba: “Camino sin retorno hacia la
felicidad”. En los últimos cien metros,
antes del cruce, noté que recuperaba el
dominio de mi vehículo.
Frené, vi a mis hijos
regocijados con el espectáculo del
nuevo mundo. Crucé la mirada con mi
esposa. Noté la chispa en el fondo de
sus pupilas, ese lugar donde, dicen, se
trasluce el alma. Por su sonrisa supe
que ella también leyó en el fondo de
mis ojos.
Puse primera, apreté fuerte el
acelerador para que no me interceptara
el arrepentimiento, seguí acelerando y
me interné en el camino de césped
amarillo y cielo turquesa, en un
mundo del cual no pienso volver
nunca jamás.

25 de noviembre de 2009.

Buceo literario - Daniel Campodónico


Estábamos todos en silencio, yo, miraba la copa de grapamiel… y me recordaba el frío que hacía
afuera, vos, tenías la vista perdida en mis ojos, dulces de licor, y sentados en una mesa, tres niños
pequeños devoraban muzarellas… haciendo uso de sus manos, enchastrándose el pantalón,
limpiándose la boca con sus mangas y chupándose los dedos, mientras sus padres discutían afuera.
En ese momento entró ella al bar. Traía consigo una cartuchera de lata, con muchos lápices de
colores y varios papelitos sueltos; pasó con toda su adolescencia junto a nosotros; yo levanté la
vista, vos te prendiste un cigarro; me llamó la atención esa flor roja, que le prendía en el pelo a la
altura de la sien y la seguí con la mirada, vi cuando se sentó en una mesa, aislada, abrió su latita, y
comenzaron a salir palabras; yo apuré el trago, vos fumabas, y los niños seguían a sus anchas
cuando le hice la seña al mozo, pa´ que me traiga otra grapa:

-¿Por qué camina usted así? –Le preguntaste

-Para no pisarlas –respondió el mozo encogiéndose de hombros, y recién ahí notamos, que había
palabras regadas por todo el suelo, hasta la altura del tobillo; observé a los padres, que seguían
discutiendo afuera, mientras los niños chapoteaban en un mar de letras; tú apagaste el cigarro, yo me
agache para tocar el agua… y allí viste por encima de mi hombro, como emanaban las palabras, se
escurrían por la mesa de la muchacha… y las teníamos por la cintura cuando me terminé la grapa; los
padres, entraron con las palabras por el pecho, las iban apartando con sus manos y braceando al
avanzar, llegaron donde los niños; pasó una muzarella flotando; jugaban una guerrilla de agua locos
de la vida, pero a vos te molestó, porque ya no podías fumar, claro, a esa altura los dos flotábamos, si
yo, para terminarme la grapa, tuve que bucear; el trago se me había quedado abajo y lo saqué a flote
mientras que el mozo, arrodillado sobre la más alta estantería, de cara contra el techo se niega a
traerme la cuenta, insiste en que no las quiere pisar… y ella cierra su latita, todos caemos, dejamos de
flotar, la poetisa se retira, se despalabró el bar.

Semblanza - Rolando Revagliatti


Soy lo que soy desde que se murió mi
mamá. Me sentía libre al principio, liberado.
Me lo merecía. Mientras ella vivía fui un
pelagatos. En la gran ciudad. No voy a revelar
cuál era mi ocupación. En todo caso, digna.
Mientras ella vivió, “el hijo de la sucia” me
endilgaban. El eslogan dolía. Y dolía también
el otro eslogan: “El hijo del vecino”. En
referencia al quiosquero, el solterón de la casa
de al lado. Y algo hubo, algo pasó.
En efecto, mi mamá no era propensa a la
higiene. No era, tampoco, una mujer dada, que
se pudiera decir, comunicativa. Estrictamente,
gruñía en ocasiones. Yo le preguntaba: “¿Vino
Isabel a buscarme?”: gruñido. “Mamá, ¿me
hacés el nudo de la corbata?”: gruñía y me
hacía el nudo de la corbata con una pericia
deslumbrante. Le comentaba: "Me aumentaron el sueldo”: gruñido. Y le proporcionaba una
generosa porción de mis ingresos. Trabajaba yo doble turno y ganaba por ese turno doble el ochenta
por ciento de lo que se me abonaba por el turno simple. Y aún me quedaba un ratito para darle
algunos besos a mi novia de la infancia, la adorable, la resignada Isabel. Escasas emociones en los
primeros treinta años de mi vida.
Ahora soy un trashumante, difusamente melancólico. De Isabel me despedí, apenas después de
tomada la ruda resolución de vagabundear. A mi mamá la llevo en el espíritu a donde quiera que me
traslade y con quien sea que me junte. Admitan en mi semblanza que la añoro. Tengo para mí que
acabaré por hastiarme.
El coco
Iván Medina Castro

Entré entusiasmado para gozar de


mi primer espectáculo circense
como todos aquellos chavalos
sonrientes y bulliciosos. Fascinado
ante aquella novedad de exquisita
luz, tenue y multicolor, entre
animales salvajes y valientes
trapecistas dando maromas
mortales por los aires al verse
seducidos ante la comparsa de
aplausos infinitos. Impetuoso. Mis
ojos especulativos se clavaron en el
payaso cuando el telón principal se
corrió tan despacio como sólo él
sabe hacerlo. Quedé estupefacto,
sin aliento, con el semblante
completamente pálido, mis padres
preocupados trataron de darme
ánimo explicándome las funciones
graciosas e inofensivas de aquel
artista de la carpa. No quería
escuchar o quizá simplemente no
escuchaba. Al incrementarse mi
conmoción, tras sentir próxima la
presencia de ese bufón con risa
mezquina, comencé a tiritar hasta quebrar la frágil vara del algodón de azúcar color rosa, sostenida
con firmeza por mi mano izquierda, al saber mis dedos libres, ceñí con fuerza la suave muñeca de
mamá y me desvanecí sobre la butaca por completo. Ya en casa, sin resistencia física, volví a aquel
cuarto tapizado con cientos de rostros maléficos de arlequines desquiciados, a la sala obscura de mis
pesadillas pueriles, a la habitación donde cada noche de función se me hacía sentir morir con el
preámbulo del tétrico rechinar de las bisagras del closet; un crujir cambiante toda vez que las
pequeñas puertas de color opacas ceden hasta encontrarse abiertas, y el guiñol, salido de la penumbra
avanza con una delicada morbosidad hacia la intimidad de mi pequeña cama infantil, grávida de
suplicios, como otras tantas veces lo había hecho.

Ricardo Bada - ROMANCE DE CIEGO EN PAÍS DE TUERTOS


De orden del señor alcalde, y muchísimo poder,
oigan niños y mujeres sobre todo el más zoquete.
y hombres hechos y derechos, Querían hacer la guerra
los dimes y los diretes a un sátrapa matasiete,
de la guerra del Iraq, dueño y señor de millones
entre el Tigres y el Eufretes. y millones de barreles
de un líquido espeso y sucio
Juntáronse tres pendejos
que vale un montón de verdes.
de escasísimo caletre
Las razones que alegaron pa’poderarse del crudo.
no fueron tan evidentes.
Para ocultar sus designios, Y aquí cambiaré de rima,
los pendejos mequetrefes porque si no los aburro.
decían querer salvar
los valores de Occidente. Bombardearon, mataron
a muchísimos civiles,
Y aquí cambiaré de rima y dejaron saquear
que ya cansa el sonsonete. museos imprescindibles
para conocer la Historia
Para asaltar el Iraq de nuestra raza infelice.
y quedarse con el crudo,
a las Naciones Unidas Y ellos creen haber ganado
se pasaron por el culo, ya toda la guerra sin que
y a su favor reactivaron se perdiese mucha sangre
la vieja ley del embudo. de sus gloriosos marines.
Pero el caso es que se hallan
Pronto Francia y Alemania hasta el cuello y las narices
se pusieron en conjunto metidos en una trampa
y en contra de la falacia, de sunitas y chiítes
con el aplauso del ruso. de la cual no sé si salgan
Y millones de personas si no es por piés, según dicen.
en el universo mundo
salieron a protestar Los tres, no cuatro, jinetes
y a gritar contra el abuso de este nuevo apocalipsis
pero al final fue lo mismo se llaman Aznar, Blair, Bush,
que si hubiesen sido mudos. en alfabético índice,
y en siglas Anal Big Brother
Así es que los mequetrefes puede ser que signifiquen.
añudaron bien el nudo
de su alianza guerrera, Y aquí concluye el romance
y aprovechando lo oscuro antes que me crucifixen.
invadieron el Iraq

Engranes - Axel Levin


Sangre encendida, pálida, retorciéndose como venas por el suelo. Las maquinas caminan como
gigantes de metal sin rostro por sobre nuestra espalda encorvada en una lagrima. El sol arde las
miradas perdidas del tiempo cayendo en las pantallas, viéndolas callar ahí su presencia irónica.
¿Quién es el que se ríe en las risas de fondo, quién? Trabajo, trabajo, trabajo: va rodando la locura
invalida de las personas, acechando en círculos la conciencia de nuestros dueños. Monarquía del
trabajo: no no es mío no se lo lleven por favor (grita) salió de mí de mi sangre moldeada de mi
propia piel (desespera) porqué deténganse porqué tienen que secuestrarlo si es la magia única del
hombre (pierde total control de sí) ser el producto del producto que producimos (enloquece) esperen
no me rapten (llorando) quítenme esas firmas de encima me queman hay por favor (desarmándose a
pedazos) les juro les juro que me acostumbro pero paren paren ya de clavarme papeles papeles
papeles (se va desmoronando lentamente) los acepto los quiero hay el orden este orden lo adoro si
como me gusta (caen los trozos caen) pero esperen no no esperen está bien si lo quiero si así es más
normal llévenme (caen caen) llévenme consigo tómenlo es suyo es está mejor mejor mejo...(sus
trozos quedaron tirados en el piso, repitiéndolo en el tiempo como una máquina vacía. Al lado suyo
unas siluetas sin nombre recogían los pedazos de la anterior de la fila).

Jaque Mate - Yonnier Torres Rodríguez


Claude despertó con la primera campanada. A la tercera ya había doblado las sábanas y para la
sexta, arrodillado sobre el suelo, cumplía los primeros rezos. Se asomó un rato a través de la
ventana enrejada y pudo ver como el sol se extendía por la llanura, cubriendo cada metro de aquel
páramo desierto. Durante toda la noche, con la luna llena y el silencio absoluto, había escuchado los
gritos desde el otro lado de la muralla.

–Que suerte tengo- dijo en voz baja, al pensar una vez más, que su existencia, simple y austera, era
la mejor forma de vivir.

Se colgó el hábito negro y salió de la celda. El agua en los baños del ala izquierda era mucho más
fría que la del ala derecha, el invierno estaba a punto de llegar, pero no estaba bien quejarse, mucho
menos por una cuestión tan simple como la temperatura del agua, o las diferentes condiciones entre
el ala de los aprendices y la de los maestros. Detalló su túnica roída, el cinturón desgastado y las
sandalias rotas, pero no hizo la fila frente al cuarto de la vestimenta. Se había prometido cambiar de
ropa solo al final del quinto ciclo, cuando lo ascendieran, justo como debía ser según los procesos
clericales, a la escala de sacerdote. Su conducta hasta el momento había sido intachable, le
correspondía el tatuaje del príncipe negro, idéntico al que llevaron los legendarios caballeros
fundadores, o los primeros párrocos del templo, aquellos que tuvieron el buen tino de quemar las
sagradas escrituras y redactar todo desde el principio. Su futuro inmediato lo enorgullecía y bajaba
la mirada, para que no descubrieran el brillo de sus ojos, para que no notaran el malsano
sentimiento.

Tomó el vaso y la escudilla, se sentó frente a la mesa del comedor, e interpretó el hecho de haber
sido seleccionado para dar las palabras de agradecimiento, como una señal, aún sin saber que las
mejores intensiones pueden ser aplastadas por funestas circunstancias.

Los aprendices formaron frente al templo. Se cubrieron las cabezas con las capuchas negras e
hicieron el saludo, mientras el coro cantaba el himno. Los directores de ciclo dieron las
indicaciones, repartieron las aulas y con una fuerte campanada dictaron el comienzo de las clases.
La suerte de Claude aún persistía, como primera lección le tocaba Historia Antigua, era su materia
favorita y se sentó en la primera mesa, presto a responder cada una de las preguntas. El profesor
anotó en la pizarra el tema de la clase: Causas de la desaparición de la Tierra. Un alumno del fondo
luchaba contra el sueño. Los gritos del otro lado de la muralla lo habían desvelado. El profesor
construyó una lista: 1- El pecado…

El resto de las clases fueron aburridas. Después de almorzar, Claude se sentó donde la pared frontal
del patio de ejercicios, proyectaba una sombra alargada. Apoyó la espalda en el muro de cemento.
Cruzó las piernas. Cerró los ojos y quiso meditar sobre los errores que habían cometido los hombres
en la Tierra, para con el mundo de Dios, pero a los pocos minutos llegó Thomas y le removió los
hombros creyendo que estaba dormido.

-Claude. Vamos a jugar ajedrez. En el fondo ya están los demás chicos.

Claude abrió los ojos y se incorporó con claras señales de indignación. Señales que trató de
reprimir. No estaba bien indignarse, la cólera era otro malsano sentimiento.

-Ya sabes que Saicrant Luther prohíbe los juegos. Además, el ajedrez es un campo de batalla, un
entretenimiento sangriento que te
puede conducir al pecado.

-Por una sola partida no va a


pasar nada- dijo Thomas, pero
Claude volvió a sentarse, apoyó
la espalda en la pared y cerró los
ojos.

Trató de recordar cada uno de los


elementos que habían provocado
la desaparición de la Tierra: el
pecado, la falta de fe, el deshielo
de los polos, el declive de los
símbolos sagrados, la cercanía
del sol, la anarquía, la dispersión
de la luna. Pero siempre se le
olvidaba alguno. Regresaba al
inicio tratando de ordenarlos
cronológicamente y de tanto
esfuerzo mental quedó agotado. Abrió los ojos y creyó que sería más útil, para engrosar su
portafolio de grandes acciones, ir hasta el fondo del patio, convencer a los chicos de que
renunciaran a ese juego ingrato y le dedicaran más tiempo a las prédicas y los rezos. Para henchirse
de fuerzas recordó acciones similares: cuando llegaron las primeras naves con sobrevivientes de la
Tierra y San Vincent, en sus prédicas diarias, les enseñó a respetar la nueva palabra de Dios; cuando
los caballeros interceptaron a los comerciantes, los obligaron a regresar a sus zonas de origen, pagar
los tributos y dejar ese impío oficio, o la tarea diaria de las monjas en educar a las señoritas del otro
lado de la muralla. Sacudió un poco su túnica y caminó despacio hasta el fondo.

Los aprendices estaban sentados alrededor de un tablero. Los contrincantes, con las manos sobre las
sienes, parecían estatuas pensantes. Un chico anotaba cada jugada, llevaba el conteo de los puntos y
manejaba un pequeño reloj que sacaba a cada rato del bolsillo. Esto último exasperó a Claude.

-¿De dónde has sacado eso? -le preguntó-. ¿Está prohibido usar relojes?. Solo las campanas pueden
marcar el tiempo.

-Relájate-le dijo Thomas- no es para tanto, mira, yo también tengo uno- sacó un reloj dorado del
bolsillo de la túnica- los encontramos en la zona norte, después de la cerca, donde comienza el
basurero. Quedan muchos más, si quieres te podemos conseguir uno, o puedes ir con nosotros,
después de clases.

Claude dijo que no necesitaba ningún reloj, para algo estaban las campanas. Los jugadores ponían
todo su empeño, habían apostado objetos de gran valía. El chico de la izquierda los guardaba y era
el encargado de entregárselos al ganador. Claude quiso saber que habían apostado.

-Eso es puro secreto- le confesó Thomas al oído- pero te lo voy a decir, para que veas lo mucho que
confío en ti: ese de allí, apostó una foto de una chica.

-¿Cómo que una foto de una chica?.

-Sí, de una chica. La encontró en el basurero.

-Eso es terrible- dijo Claude bajando la voz- están incumpliendo todas las normas, en primer lugar
está prohibido jugar ajedrez, peor es abandonar el templo sin permiso y entrar al basurero, tener una
imagen femenina es pecado grave, si lo descubren lo pueden encerrar en el Hueco, dejarlo sin
comer siete días.

-Pero nadie lo va a descubrir- dijo Thomas- nadie tiene por qué enterarse.

Claude estaba exaltado y no paraba de sudar. Sintió como la túnica se le pegaba a la espalda. Creyó
que todo lo que tenía ante sí era una prueba a su integridad, un desafío para su fe y juró mantenerse
firme, llegar hasta el fondo del asunto, como lo hicieron todos los que ostentaron en vida, un
príncipe negro tatuado en el hombro.

-¿Qué apostó el otro?- quiso saber.

-Nada importante- le dijo Thomas- una lista de palabras prohibidas.

-¿Cuáles palabras prohibidas?.

-No las conozco todas, la lista apostada es una de las más grandes, ahí deben estar, de seguro:
prostíbulo, democracia, ciencia, vagina, penetración, autoritarismo, incredulidad, rock and roll,
sexo, Tokio, homosexualidad y otras mucho más autenticas y recientes.

-Estás perdido- le dijo Claude- tengo que salvarte, te estás convirtiendo en un hereje, en un enemigo
de Dios.

-No te la tomes a la tremenda, yo sé muy bien lo que hago.

-No lo sabes, por eso desapareció la Tierra, por personas como ustedes- dijo y sin poder aguantar
más le dio una patada al tablero de ajedrez y salió corriendo. Las fichas se regaron por el suelo, uno
de los jugadores montó en cólera, estaba a punto de dar un Jaque Mate.

En la sesión de la tarde Claude no se pudo concentrar. Buscaba todo el tiempo una estrategia que
sirviera para rehabilitar a sus condiscípulos. Estaba seguro de que esa era la prueba que le había
dado el Señor. Su empeño se intensificó cuando dijeron al final de la última clase, que al día
siguiente, leerían el listado de los propuestos a sacerdotes, y de todos ellos, uno solo, el de mayor
mérito, podría ostentar el príncipe negro.

Después de comida todos se encerraron en sus celdas. Claude cumplió los rezos de rodillas, frente al
símbolo sagrado. Se asomó a través de la ventana. Las sombras del anochecer cubrieron el páramo.
Creyó ver por un momento un conejo blanco que corría sobre las piedras. Recordó su misión y con
la vela encendida trató de pensar. La luz de la luna se reflejó sobre el suelo de la celda. Intentó tocar
la frialdad de los dibujos que se marcaban en las baldosas. De repente sintió pena por los antiguos
habitantes de la Tierra, que se habían privado de tan bello espectáculo, que desparecieron junto con
su luna, como si uno dependiera del otro. Regresó a la cama y estaba a punto de dormirse cuando
tocaron a la puerta.

-¿Quién es?.

-Soy yo, Thomas. Ábreme.

Claude abrió la puerta y Thomas entró confundiéndose con las sombras.

-¿Qué haces aquí a esta hora?.

-Hoy es noche de luna llena- dijo Thomas- los chicos y yo vamos a cruzar la muralla. Ven con
nosotros.

-¿Se han vuelto locos?. Eso está prohibido.

-Queremos ver a las chicas, verlas de verdad.

-Pero ya lo podrán hacer cuando lleguen a los treinta años.

-Aún faltan diez, Claude, no podemos esperar tanto. Ven con nosotros.

Claude se iba a negar, pero recordó su misión. Aceptó ir. Se puso la túnica, corrió la capucha y se
escurrieron por el fondo de la cocina, bajo los huecos en los fogones.

El silencio de la llanura era absoluto, a medida que se acercaban a la muralla podían oír con mayor
claridad los gritos de las chicas castigadas. –Debe ser terrible vivir del otro lado- dijo Claude-al
parecer hay muchas infractoras.

Claude intentó sembrar el miedo, pero los chicos estaban decididos a no detenerse. Thomas iba
delante señalando el camino, se desplazaban rápido sobre las piedras y a cada rato, veían a un
conejo blanco que les seguía los pasos. Cuando finalmente llegaron, descubrieron que el muro era
imposible de escalar. Claude sonrió creyendo que su misión estaba cumplida. Tomó aire para decir
que esa era una clara señal de Dios sobre lo que no debían hacer y que aún estaban a tiempo de
arrepentirse, cuando Thomas le cortó el aliento al sacar una cuerda, atarle un hierro de tres puntas y
lanzarlo a la superficie del muro. Escalaron de a uno tratando de no hacer ruido y se acostaron sobre
el cemento. Claude fue el último. Al acostarse y mirar hacia abajo, quedó estupefacto, nunca había
visto nada parecido, un grupo de chicas desnudas estaban encadenadas a la pared. Los aprendices
estuvieron un par de horas mirando los blancos senos. Trataron de grabar con precisión la imagen,
uno de ellos, incluso, sacó papel y tinta para hacer un dibujo.

Luego descendieron y en rápida carrera regresaron al templo. Al llegar, Thomas descubrió que
faltaba Claude. En su lugar había corrido tras ellos un conejo blanco. Pensó en regresar a buscar al
chico pero estaba a punto de amanecer, comenzaron a sonar las campanas y se arrodilló frente al
símbolo sagrado de su celda.

La noche siguiente fue de luna llena y absoluto silencio. Los aprendices se reunieron en una celda a
jugar ajedrez, apostaron el dibujo de las muchachas encadenadas y un disco de placa que habían
encontrado en el basurero. Desde las murallas llegaba un grito distinto, de repente no supieron
discernir si era de dolor, o de placer. Al cabo de un mes todos abandonaron el templo, derrumbaron
a martillazos el muro. Con el primer golpe, el nuevo planeta, como la Tierra, quedó destinado a
desaparecer.
Mi abuela, la Ñuke-Mapu* - Mudra Babylon

El deterioro de mi cuerpo no era producido por los años, sino por la enfermedad.
Al caminar sentía desgranarse mis huesos, produciéndome una inmensa piedad y ansias de
protegerlos, ya que siempre me habían sostenido en mis aventuras y ahora presentía que nunca
iban a recuperar su armoniosa forma, su potencia a veces bruta y su flexibilidad de tallo de
bambú.
Poco después mi carne, la firme carne de mi cuerpo, empezó a desprenderse de a pedazos en
cada movimiento, por muy leve que fuera, desflecando lo que los hombres habían acariciado
con amor o lujuria; los trozos putrefactos y malolientes quedaban sembrados por el camino
detrás de mis trémulos pasos y eran ávidamente devorados por las ratas que habitaban las
resecas alcantarillas de las casas vecinas.
Cada mendrugo de carne que me abandonaba, era exactamente igual al hueco que quedaba en
el lugar donde había estado, lo que me daba un aspecto apolillado que asustaba a los niños y a
los animales, los únicos que en su inocencia, se animaban a mirarme.
Un ciego de asqueroso aspecto y costumbres perversas, iba olfateando y recogiendo esos
pedazos formando de a poco un morboso puzzle, con el que se regodearía después en las
tardes lluviosas, creando otra yo en algún oscuro rincón: un obsesionado, quizás, que nunca
pudo poseerme.
No llovía hacía meses y se notaba en el pasto mustio y en la tristeza de la gente, que
desconcertada había optado por no pronunciar la palabra agua, esperando invocarla con su
mudo conjuro.
Decidida a desaparecer, encaminé mis entonces inaudibles pasos y me interné en un bosque
donde permanecí escondida por varios días sin moverme, nada más que para retrasar mi
desintegración final. Esta espera era sólo un error en el tiempo, que corría más lento de lo que
deseaba.
En el vacío abstracto de mis ausentes pensamientos, un reclamo que no pude entender como
había sido generado, me invitó a visitar a mi abuela a quien no conocía y que moraba en la
foresta y me obligó a prestar atención a algo que no fuera yo.
Guiada por una fuerza distinta a todas las conocidas, anduve los senderos enmarañados que
se abrían a mi paso, ayudándome a llegar hasta ella,
respondiendo a tan bizarra convocatoria.
Convencida de que mi dificultad para caminar me había
hecho tropezar con algo, miré hacia abajo, enojada con el
supuesto objeto: un cordón de raíz se bifurcaba en otros
cientos que conducían al tronco central de un gigantesco
árbol; este macizo central, lucía como un majestuoso trono,
donde una mujer muy vieja, con una fenomenal cara de india,
estaba sentada. Su piel estaba surcada por arrugas de
jóvenes tallos y el pelo era una mata de musgo y líquenes. En
su falda un espejo hecho con fragmentos de cuarzo, la
mostraba con gotas de rocío que lucía en la frente, como si
fuera una diadema digna de su condición de reina. Toda su
ropa estaba tejida en hojas y ramas que crecían hacia abajo,
transformándose en raíces al llegar al suelo, hasta terminar
hundiéndose en las entrañas de la tierra.
Me miraba muy segura de saber que yo aparecería por ese lugar exacto de su reino y al verla,
una extraña sensación de paz me levitó. Percibí que me observaba, esperando de mí reacciones
que lejos de presionarme, me impulsaban a intentar mover los restos de mis abandonados
músculos.
Con el mismo carácter infuso en que transmitía sus órdenes y deseos, me llamó a su lado;
flotando en mi espacio levitado, apoyé mi afiebrada frente en sus hombros santos, donde pude
conocer por primera vez en mi vida, el amor de un ser querido que se dejaba tocar sin tenerme
asco; desamparada y débil como me había sentido desde que comenzó mi enfermedad, su
atención estrujó mi corazón, que exudó gota a gota el veneno que lo atrofiaba, hasta que
ningún dolor quedó en él.
Mientras el misterio se me revelaba, yo recibía una especie de decodificación que me
permitía comprender, pareciéndome todo extraordinariamente preciso. Ella sabía lo que hacía
y yo estaba convencida de que estaba haciendo algo bueno de mí. Esa paz de descansar en
otro, sabiendo que cuidaría mis futuros pasos, lograban emborracharme como una droga sana
que me alejaba de la melancolía, la real causante de mis males.
Puso su verde brazo sobre mi cabeza, con la palma de la mano ahuecada hacia abajo y los
dedos arqueados formando las patas de un insecto, sobre mi coronilla; esa dulce mano mudó en
una pequeña araña blanca, que emanaba vida y salud: energía sanadora de chamán, que
trasmutó mis heridas con el fuego sagrado de la madre tierra.
Mi levitación terminó de golpe, dando con mi cuerpo en tierra, rodando ya muy lejos de las
estribaciones del vegetal vestido de mi abuela y en ese instante el espejo dejó de reflejar su
imagen; sentí un gran desasosiego por su pérdida y miedo de haber estado habitando el sueño
de algún duende malvado.
Me extrañó que mi cuerpo hubiera resistido el golpe, comprobando que nuevamente era un
cuerpo sano; sin llorar, corrí, corrí, corrí por el sendero que me devolvió al mundo del que
había huido.
Cuando ya nadie lo esperaba, una tibia lluvia, dulce hasta el éxtasis,
comenzó a caer sobre la tierra, alimentando a los seres que no querían
nombrarla por temor a que nunca más volviera. Las luces de las casas vecinas fueron
encendiéndose una a una, iluminando mi rostro perfecto y libre de monstruosidades; la gente
que antes me temía, recogía agua en el hueco de sus manos y me pedía que la bendijera.
El ciego del puzzle me seguía, derramando estrellas que salían de sus ojos muertos.
Harta de todos, pero feliz, con mi cuerpo que hasta hacía un tiempo era solo alimento de
ratas y mentes desquiciadas, dudaba sobre el lugar donde quería estar; sentía que algo iba
creciendo dentro, fuera y a través de mí, entonces nuevamente el llamado del bosque me
penetró.
Corrí, corrí, corrí y llegué hasta las raíces de mi abuela, acurrucándome en
un pliegue de su vestido.
Ahora duermo el eterno sueño de la tierra, mi abuela, la Ñuque-Mapu*.

*Ñuque-Mapu : madre tierra en mapuche.


LA MANCHA - Jesús Quintanilla Osorio
(10 de Junio de 1997)

Comenzó con una picazón. Era como una manchita negra, una pequeña costrita como cualquiera
que salía luego de una herida. Nada de otro mundo. Pero, a medida que avanzaba el día, “aquello”
fue creciendo poco a poco, como si estuviera hinchándose. Concentrado en mi trabajo, no la tomé
en cuenta hasta que empezó una supuración blancuzca y maloliente. Luego salió algo verdoso y de
verdad me asusté, cual conejo ante la astuta zorra. Parecía la sangre verde de un pantano de esos de
película con su niebla y ese ambiente tenebroso tan clásico.
El sudor perlaba mi frente, y, sentado en ese sillón con el aire acondicionado, parecía un
contrasentido… ¿Qué era esa cosa, por Dios?
Cuando llegó la hora de irme a mi casa, mi temor se acrecentó. Mi brazo estaba hinchado como un
globo y la supuración aumentaba… Recordé trozos de la noche anterior. Después de dejar a Glenda
en su departamento, me entretuve entre los zarzales buscando bayas silvestres que degustaba con
fruición. Entre los arañazos propios de esos ramajes, no advertí algo inusual. Sin embargo, después
de las habituales curaciones, se quedó el escozor en esa parte del brazo, ahora presa de esa
monstruosa ¿pupa? No lo sabía, pero no estaba dispuesto a rendirme.
Me apliqué una serie de antibióticos por vía endovenosa tratando de defenderme de la mejor forma.
Pensé que existiría una mejoría, pero no sucedió nada positivo, y en cambio continuó creciendo
hasta que debí refugiarme en casa. Aterrorizado llamé a un doctor en histología. Se llamaba Dolan.
Cuando vio aquello en mi brazo, su mueca me demostró su asco.
“¿Dónde te metiste?”, me preguntó mientras con su instrumental, cortaba un pedacito de eso.
“No sé que lo originó pero tengo un miedo atroz…¡Ayúdame por favor!”
Se fue sin mediar palabra, y al cabo de un rato (que me pareció eterno), me telefoneó.
“No sé como decírtelo. Es un organismo desconocido”
“¿Qué quieres decir con desconocido?”, me intrigué.
“No es de este mundo, ¿Me comprendes?”
Desde ese momento, me aterroricé al máximo. Si alguna extraña criatura estaba cerca de mí,
queriendo apoderarse de mi cuerpo, sería como una posesión, o por lo menos, como una invasión
patógena.
Por la noche, el brazo ya estaba cundido. Temía que me afectara el resto del cuerpo, pero, en la
madrugada una metamorfosis se operó, y se rasgó mi antebrazo, para dar lugar a un extrañísimo
gusano que se me escurrió como mantequilla. Debo decir que me desmayé, y, cuando desperté en el
hospital, llevaba ya 4 días con delirios. No habían amputado, pero mi brazo demostraba el daño
sufrido…
Nunca supe que originó todo, pero desde ahora contemplo con interés cualquier mancha de mi
cuerpo.

Eugenia tiene miedo – Silvana Torres


Yo creo que la inteligencia humana no ha inventado nada que no sea verdadero, en éste mundo o en los otros.
Gerardo De Nerval. Aurelia
Las ventanas se sacudían con violencia, afuera se disputaba una lucha de gigantes, el viento y la
lluvia parecían batirse a duelo. Eugenia se levanto de la cama para cerrar un tragaluz que golpeaba
con furia, después, se quedó observando la calle desierta a través de los vidrios empañados, fijó su
atención por un momento, en las gotas de lluvia que parecían suicidarse en la ventana, después,
cerró la cortina y miró el reloj suspendido en la pared que anunciaba las seis de la mañana. Regresó
a su cama con prisa y se abrigó entre las frazadas. Ella sabía bien, que a ésa hora, el infierno se
mezclaba con su mundo. Contuvo la respiración y esperó en silencio, el viento había dejado de
soplar y la lluvia de caer, el silencio absoluto reinó por un momento presagiando algo siniestro,
percibió el hediondo olor del azufre colándose por las paredes, y sintió llegar el sonido que viajaba
en un alarido hasta su habitación.
-¡No! ¡Otra vez no!- susurró despavorida – ¡por favor!, ¡otra vez no!
Los ecos se escucharon lejanos, y fueron reemplazados por lamentos que surgían de todas las
direcciones, debajo de su cuerpo el colchón se retorcía, y las paredes se inclinaron tratando de
aplastarla, su universo, se veía invadido por sensaciones terroríficas, y ella no se atrevía ni siquiera
a gritar.
Sintió cientos de lenguas surcándole el cuerpo, y una extraña fuerza la mantenía pegada a su cama.
Un calor insoportable le atravesó la columna vertebral desde el cóccix hasta la nuca derritiendo a su
paso la piel de su espalda. Pero Eugenia, no podía gritar.
Su propia garganta
comenzó a devorarse la
lengua, se asfixiaba a sí
misma, el dolor penetraba
en sus carnes, y rasgaba su
piel, pero a ella le daba
miedo gritar.
Sus párpados estaban
azules, y las esferas de los
ojos parecían salirse de sus
huecos, un chillido
ahogado, se quedó
retumbando en los rincones
traduciendo el pavor que
experimentaba. ¡Eugenia
había gritado! Y “ellos” se
harían presentes.
La puerta se abrió
bruscamente y una luz la
cegó, sintió ruidos a su
alrededor, una almohadilla
le tapo la boca y dos
personas vestidas de blanco la amarraron de las manos y de los pies.
-¡Otra vez le dio el ataque! ¡Necesitamos morfina!- dijo una voz femenina. Un hombre la sostuvo
con fuerza, y una jeringa le trajo alivio y la transportó a otro lugar.
Pavorosamente agitada Eugenia despertó de aquella pesadilla recurrente, se sentó en la cama,
Manuel su esposo, dormía placidamente, miró la hora que parecía haberse congelado en el reloj, las
seis de la mañana, el tragaluz se había zafado de nuevo y bailoteaba al compás del viento nocturno,
se levantó, lo cerró, y volvió de prisa a su cama.
Transcurrió un momento, y nuevamente el olor sulfuroso inundó la habitación, recordó el forcejeo y
los enfermeros, el miedo brotaba otra vez carcomiendo su cordura.
-¡No! ¡Por favor no! - susurró Eugenia.
Vestigios
- Juan Pablo
Rochín Sánchez
2023.Un frío parejito me recorre.
Accedí a construir el drenaje para las nuevas ciudades en
la Luna. Lejos estoy del alcohol y de las calles de Ciarán,
mi mega suburbio natal, en la Tierra. Es un alivio
despertar en la cápsula del Sílfide XVII, apartado de los
saludos hipócritas de mis superiores, del tormento de un
despertador hidráulico, implacable; de los
amotinamientos en los Portales de Tránsito, de la
amargura confidencial de amanecer junto a un ser
extraño, indiferente a la claridad de mi espíritu bohemio.
Un cielo infartado de amarillo me rodea desde que me
aparecí por aquí hace tres meses. No extraño las flores ni
el eco amotinado en las montañas. Estoy bien. Me alimento con pastas comprimidas y líquidos bien
desmineralizados. Nada diferente que en casa. Vivo reconociendo el terreno. Abro zanjas con la
maquinaria que trajeron aquí mis predecesores. Sueño despierto y sonrío. A veces me asusta mi
propia sombra, qué más, llevo en la sangre la huella del hombre primitivo y el miedo a las arañas.
Todo había salido bien para la expedición. Mi mujer era siempre indiferente en esto del trabajo de
oler alcantarillas. Lo he de reconocer. Y mis oficiales superiores ahora son sólo sombras borrosas en
una pantalla plásmica, quienes a veces aún me despiertan a media siesta para que les dé datos sobre
el funcionamiento del sistema de navegación. De alguna manera Brenda me había dado la
oportunidad de expresarle mi propósito de separarnos aquella noche cuando me sorprendió distraído
admirando al satélite natural con la mirada. “¿Qué piensas, Tom?,” y al oírlo bajé lentamente los
ojos hacia ella. Me escudriñó el alma en un patio despejado. Quizá pensó que yo era el único
imbécil al que se le ocurría creer en una animal simpatía por escaparse todas las noches a antros y
sucios tugurios. Un vestigio humano no extinto. Por eso elegí la Luna: porque estaba vacía.
Aquella noche examiné su estática postura. El viento muerto en su cabello azabache (durante el día)
y la viveza de sus labios concibieron una idea espléndida para ambos. Entonces, sin pensarla
mucho, comencé a presionar a mis jefes de cuadrilla con decir: “si se abriera el drenaje en la Luna
nuestra raza tendría mejores posibilidades”. Y mírenme ahora, de nada me arrepiento. Mi dignidad
de hombre pisoteada por una dama había empezado con el automatismo involuntario de la rutina.
Ella constantemente removía en mi interior un vestigio de arrepentimiento al que yo cedía luego
gracias a un suspiro suyo y a un temblar de labios y de ojos. Pero ahora las cosas son distintas.
Continúo la excavación. Las palas mecánicas topan con la dura roca, a flor de la blanquecina
superficie lunar. Se traban. Desciendo lentamente de la retroexcavadora para inspeccionar el
terreno, sin dejar de pensar que aquel hoyo semeja los ojos de Brenda. Sin dejar de pensar en
aquella noche de farras y de desencuentros. Y tropiezo, fascinado, con un monolito, una piedra
circular, una figura humanoide al centro, decapitada, brazos y miembros desprendidos del tronco,
pechos de mujer, imagen de terror y una mueca por demás afligida, cabello emplumado y un feo
resentimiento de orfandad en el conjunto. Entonces descubro la ineficiencia del traje espacial, pues
resulta imposible enjugar un par de lágrimas bajo las capas del casco de protección y peor aún si te
reconoces poseedor de torpes manos que no saben acariciar la tersa piel de una hembra terrícola.
“No te vayas, Tom,” fueron sus últimas palabras detrás del Portal.
Ahora me queda claro el hallazgo del universo.
SILENCIO DE MÁRMOL
Pilar Ugarte

El crepúsculo ensombrecía las escasas horas que restaban del día. El parque, enlutado, desdibujaba árboles,
enmascaraba veredas, los zigzagueantes setos que ribeteaban la linde para elevar el humilde suelo de arena a
la categoría de camino.
Darío no se fijaba en nada de lo que sucedía a su alrededor. Su pensamiento estaba lejos, a kilómetros de allí.
No podía quitarse de la cabeza a su padre, la agria discusión mantenida a gritos que le reverberaba en el
cerebro como una caja de resonancia, como si hubiese sido ayer. Un año hacía. Un año con las entrañas
roídas de remordimientos; parásitos insaciables que le minaron la salud sin que ningún médico, al día de hoy,
lograra remediarlo.
La reconciliación sería la mejor medicina para su caso, le aconsejó el psicólogo. El único bálsamo que
sosegaría la desazón que le produce ese sentimiento de culpabilidad es el diálogo, poner en claro ideas y
posturas. El perdón, en definitiva.
Después de noches negras, de insomnio desvelando pensamientos encontrados: razón contra obcecación.
Sentimientos contrapuestos: humildad contra soberbia, resolvió hacer caso del consejo.
El día amaneció grisáceo. Las nubes pastoreadas por el viento, preñadas de agua, avanzaban rápidas
amenazando con parir su carga líquida derramándose en alubión. Se le figuró mal augurio. Atacado de una
repentina superstición, precisó hacer acopio de ánimo para telefonear a su padre. Se acercó al aparato que
aguardaba tétrico en su negrura. Al descolgar, el tono le gritó en el oído con sonsonete de regañina,
abroncándole por dilatar tanto la difícil decisión.
Uno, dos, cinco… diez pitidos monótonos, inquietantes, y nadie respondía a la llamada. A punto estaba de
retirar el auricular de la oreja, cuando oyó que descolgaban. La dualidad que hacía un año sentía debatirse en
él se impuso insolente, y no supo si alegrarse o dejarlo correr. Sería sencillo, amparado en el anonimato que
le proporcionaba la distancia de metros y metros de línea de comunicación, colgar sin decir todo lo que
durante noches y días llevaba ensayando, memorizando: un monologo; como esos actores que cuentan,
preguntan y se contestan a sí mismo, incluso ríen sus propias gracias. La gran diferencia estribaba en que su
texto no era cómico, no tenía ni un párrafo divertido.
Balbuceó un “papá” que a él mismo le sonó raro.
-¿Quién es usted?- inquirió una voz cortante como filo de navaja barbera, igual de fría, metálica.
-Su hijo. Soy su hijo Darío- respondió indeciso, rebuscando en su memoria el reconocimiento del hostil
interlocutor. No lo logró y agregó- Quiero hablar con mi padre.
-A buenas horas- escupió la filosa.
-Es importante. ¿Me puede indicar dónde o cuándo encontrarle?
-Por supuesto. En el parque de “El Descanso”. Vaya, vaya y charle con él.
Había ido. Llevaba una eternidad frente a la austera lápida de granito. Mudo, sin que un solo sonido saliese
de su garganta. El silencio hablaba por él. Los ojos enrojecidos, ardientes, desecaban las lágrimas antes de
llegar a verterlas, antes de poder consumar su cometido de baldear penas, remordimientos, frustración.
-¡Qué importa!- exclamó para escuchar algún sonido que espantase el mutismo opresor, más pesado que las
losas alineadas frente a él, a los lados, la espalda… -No iba a enterarse. Los muertos no oyen. Tampoco
contestan.
-¿Estás seguro? –creyó percibir la voz de otro mundo. o quizá la rumorosa de los cipreses firmes,
uniformados de verde, que montaban guardia en el cementerio.
Darío, sobrecogido, huyó precipitadamente del camposanto, temeroso de ser perseguido por sus silentes
moradores, por las sombras amenazadoras…
Las nubes, incomodadas por desplazar su onerosa carga, cada vez más engrosada, se rasgaron las entrañas
húmedas para liberarse. También sus ojos.
Humanoide en Unquera – Chus Canal

Querido lorenzo....te voy a contar una historia basada en un hecho real que tal vez quieras poner en
la revista de papirando de otro mundo.....

Hace muchos.... muchos años cuando yo tenia 29 años caminaba por los senderos de mi tierra al
amanecer... mi destino como siempre era el mar... las playas de mi tierra... baje a la playa cuando
amanecia.... en sendero era sinuoso y oscuro...de pronto vi una luz en el agua y varias en la
lejania.... pense... un ovni.... asi que baje a la playa... me sente en las piedras y de pronto veo salir
del agua un humanoide con una escafranda llena de luz sobre su cabeza...no vi nada mas...sali
huyendo... pense que era de otro mundo.... nunca mas volvi a la playa de noche... algunos años mas
tarde volvi a empezar a ir de noche a las playas hace cosa de diez años...me sente en la orilla del
mar por la noche... hasta que vi una nave a muy baja altura unos 50 metros del suelo direccion sur
norte... casco y todo... forma triangular.... se dirijia hacia el mar.... no volvi a ir... prefiero estar en
mi casa con mi familia y amigos... si quieres lo publicas pues parece que el tema ovni os interesa
mucho... aqui se han visto cosas extrañas hace muchos años.... parece que los del otro mundo tienen
sus bases en el mar pasando el Castro de la Playa de la Franca en Asturias a la izquierda... ja ja...
besos chus canal

Leco – Agustina Pérez Moschetti


Un leco invadió hasta lo más profundo de sus tímpanos, obligándolo a permanecer
inmóvil con la respiración acelerada. Aún cuando el sonido se enredó entre unas ráfagas de
viento que azotaban el ventanal, diluyéndose, tampoco acertó a moverse. La transpiración caía
densa y helada, los pensamientos disparaban hacia zonas inhóspitas, buscando escapar al
hermetismo opresor. Lo único claro es que debe deshacerse de él. Mueve los pies para
comprobar que siguen allí, se incorpora y prende la luz. Estira la mano con gesto mecánico y
alcanza un manojo de hojas amarillentas y un lápiz que habían quedado olvidados en el
segundo cajón de su escritorio.
Deja caer la cabeza sobre la almohada, vuelve a escucharlo. Otra vez presa del sonido
incomprensible, del alarido que penetra en su sien como un hierro hirviendo, intenta correr
pero sus pasos se ven jaqueados por el espesor de una noche donde el aire supo adquirir una
densidad inimaginable. Aniquilarlo es la opción única, inequívoca. Con la firmeza incorruptible
presente sólo
al segregar cantidades exageradas de cortisol, toma el lápiz y empieza a escribir, inseguro del
éxito que pueda lograr esa jugada iniciada casi por azar. Redacta segundo a segundo los
horrorosos hechos de aquella oscura tarde, poniendo énfasis en los detalles, revisando una y
otra vez cada escena en su memoria para que nada quedase incompleto. Escribió por horas,
días, semanas; quién sabe, el tiempo parecía haberse evaporado entre trazo y trazo.
***
Lo distrae el rumor de las hojas, siente al viento arremeter con fuerza contra las copas de los
árboles, de repente el panorama se transforma en quietud sepulcral y muda. Ya no teme, sabe
el procedimiento: hojas y lápiz en mano, se lanza a plasmar aquello que creía terminado. Con
una caligrafía apretada y fina, escribe lo que la conciencia le impone, sin respetar el orden
cronológico de los hechos ni vacilando ante oraciones que se unen sin lograr tener cohesión.
Ella. Ella estaba ahí, ajena. Es decir, casi no estaba, nunca estuvo. Yo traté de alcanzarla, rozar
su piel con la yema de mis dedos, retenerla aunque no sea por más de unos minutos.
Sacudirla y empujarla de la quimera, que pueda verlo todo. Pero sólo era egoísmo y orgullo,
deseaba verlo yo, entender el por qué de sus pausas eternas, cómo se fue forjando ese muro
de cemento que la reviste. Ella se dejaba hacer sin oponerse, y era su indiferencia traducida a
docilidad aquello que tanto me irritaba. Muñequita delicada, azotarte es mi manera de traerte
aquí, de que sientas. Fuente libidinosa de mis mayores alegrías y desgracias, de este mismo
manantial no distingo si lo que brota es tu sangre o mis lágrimas.
El sonido se pierde en la oscuridad, al mismo tiempo él cae rendido ante un profundo sueño.
***
De ahí en más, ante los encuentros con el leco cada vez más frecuentes y voraces, mantuvo su
rutina de manera sistemática como quien se persigna ante una iglesia más por hábito que por
convicción. Los papeles comenzaron a invadir la habitación que ya no solía abandonar, hojas
desparramadas bloqueaban puertas y ventanas, la luz del sol era un recuerdo difuso.
Una tormenta que persistió días enteros dió batalla al cielo atravesándolo de norte a sur hasta
partirlo en pedazos. El viento impulsa una rama que impacta contra el ventanal. El agua entra
indiscreta, se adueña de cada centímetro, el papel mojado cede dando lugar a una pasta
vegetal pegajosa que lo invade todo: primero, la sala de estar, luego la cocina, los baños, los
tres dormitorios que nunca habían sido habitados y finalmente el suyo. Se quita los zapatos
ayudado por sus pies y se recuesta sobre la cama. No intenta huir.
Ella regresó el jueves siguiente, como siempre. Para ese entonces la pasta de papel se había
condensado dando lugar a una masa relativamente firme y pegajosa que lo abarcaba todo. Él
seguía recostado con los ojos en blanco, las manos cubriendo sus oídos, y una expresión
lasciva en su rostro, un esbozo de sonrisa.

Abrirse paso - Claudia Cortalezzi


—¡Ni vos ni nadie me van a impedir que vaya! —grita Daniela esquivando los sopapos.
—¡Si serás puta! —dice el viejo, retomando el aliento.
—¿Y qué? ¿Ahora querés arreglarme? Para tu información, papito, yo ya no tengo arreglo. Tendrías
que haberte acordado antes. Llevás como veinte años de atraso.
—A mí no me vengas con reproches, pendeja de mierda.
—Si justamente eso es lo que te gusta —Daniela se le acerca—, que sea pendeja. Tu pendeja, tu
nenita. Ahora voy entendiendo por qué cuando mirás mis películas te calentás así.
—¿Qué? ¡Qué sabés vos!
—Te espié —dice Daniela en tono insinuante—. Sí, la nena de los videos te miraba mientras te
metías la mano bien en los pantalones. Ahí no me dijiste “puta”, claro: no querías que me enterara
de que mi propio padre ve mis películas.
—Ahora es distinto, Daniela. Estás embarazada.
—Igual tenemos que comer, ¿no? Así que mejor olvidate de que soy tu nenita, y pensá que este tipo
paga una bocha por las fotos.
Si quisiera, él podría verificar por enésima vez que ha dejado todo listo: la botella de vidrio, llena y
cubierta provisoriamente con un tapón también de vidrio, la máscara, los guantes y las correas.
Podría comprobarlo sin necesidad de moverse del sillón hediondo donde piensa dormir esta noche.
Pero no mira otra cosa que no sea su propia mano abriéndose y cerrándose en la penumbra.
Hay que entrenarla, piensa.
Le gusta observar cómo su mano, mientras se ejercita, intercepta el haz de luz por el costado del
trapo que cubre la ventana. Los vándalos del barrio aún no lograron acertarle a la luz de mercurio
que ilumina esta parte del edificio. Por eso la disfruta, juega con ella como si supiera que al día
siguiente, al atardecer, ya no estará ahí.
Mañana, piensa. Mañana a esta hora todo habrá terminado. Habré tenido tiempo de darle una lavada
al piso y de quemar las sábanas que ahora, limpias, cubren mi cama.
Con sólo repasar el bosquejo de la operación, siente la adrenalina, la erección que crece dentro de
sus pantalones. La cosa viene bien barajada.
Y sigue ejercitando su mano. Aunque ahora no la mira. Lo que ve es la cara sonriente de su presa.
—¡Linda foto, guacha! —le dice al portarretratos.
Pero no es lo artístico lo que le parece “lindo”, ni la cara, ni las tetas redondas, perfectas. Es el perfil
de la panza de la mujer, por el que ahora desliza la yema del dedo.
Mira el reloj. Las cuatro.
Otra noche sin dormir, la puta madre. Se incorpora en el sillón y mete la mano en el bolsillo del
jean. Saca el Trapax y lo acomoda bajo la lengua.
Faltan pocas horas, piensa mientras se va quedando dormido.
La mirada profunda y oscura de la mujer lo contempla con ese amor que le llena el alma. Ella lo
sostiene contra sus senos desnudos, de donde bajan blancos hilos de tibieza: su alimento, su
alimento esencial. ¡Qué felicidad! ¡Ser pleno y libre y esclavo a un tiempo! Ser un bebé, con edad
para apreciarlo. Ser uno con Mamá. Y de repente lo inevitable: sabe que es el final, que la unión se
terminará algún día y para siempre. Que ahora mismo se termina. ¡No, no me dejes!, grita. ¡Por
favor! Sus manos sonrosadas, tan pequeñas todavía, a tientas, buscan en el aire sin encontrar nada.
Nada.
Y él, tumbado en el sillón, siente el dolor en su propio pezón estrujado.
Daniela cruza por plaza Congreso. Si no estuviera tan pesada, iría a pie hasta San Telmo. Linda
noche para caminar, se dice, y recuerda otras noches en que la familia, feliz, paseaba de la mano
como si realmente todos se quisieran.
Toma el colectivo 64, que la dejará a dos cuadras de lo del fotógrafo.
Espero que no sea un loco de mierda, piensa, admirándose el busto en el reflejo de la ventanilla. Un
trastornado de los que se vuelven putos por las minas con el bombo. Bueno, a lo mejor le gusto. Y
no precisamente porque el tipo sea un depravado: la verdad es que estoy bastante bien, y eso que
hace varios meses que dejé el gimnasio.
Siente una molestia en la entrepierna, en el borde de la bombacha. Seguro que se cortó: ni pensar en
el trabajo que le llevó la depilación, el espejo tendido en el fondo del bidet, su mano abriéndose
paso entre los labios, esquivando la panza para que la yilé alcanzara cada recoveco.
Poniéndome seria, no estoy de humor para coger con un desconocido. No esta noche, después del
sermón del viejo. Parece mentira cómo me jode que me diga puta.
Y se le cruzan por la cabeza mil imágenes de cuando laburaba en la calle.
No, se dice, no estoy de humor para eso.
Él despierta empapado en sudor. Pero está feliz: después de hoy, aquello desaparecerá de su
memoria.
Ya en el baño, abre la ducha. Se queda más de media hora bajo el agua. Se seca sin apuro. El espejo
no puede reproducir mi ánimo, piensa mirando su imagen desfigurada por el vapor que no termina
de disiparse.
—Y si el espejo no puede reproducir mi ánimo —dice sonriente—, ella tampoco podrá.
Se viste con cuidado. Un fotógrafo serio, de los que pagan mucho, de los que consiguen una pieza
en un edificio en ruinas en San Telmo sólo para dar el clima necesario a la producción fotográfica,
debe llevar un atuendo limpio y cuidadosamente desprolijo.
Sobre la mesa pone pan, manteca y un cuchillo de untar. Vuelve a la heladera y saca un tetra. Eso es
lo que se llama un buen desayuno.
Ya debe estar llegando, piensa. Le pasa la lengua al pan arrastrando la manteca. Nunca lo hizo
antes. Hay tantas cosas que hoy hará por primera vez… Se eriza de sólo pensarlo.
Mira la botella. La misma botella que observaba cuando ejercitaba su mano.
“Acordate de que el ácido sulfúrico se come el plástico” —le había dicho el vendedor—. “Así que
ponelo en vidrio. Y cuando lo toques usá guantes. Mirá que quema como la puta que lo parió, pibe.
Tené cuidado, yo no quiero quilombos”.
—Quema, pibe —dice él, y no puede contener la risa—. Quema como la gran puta.
Y se le cruza que podría beber un trago del contenido.
—Lindo —se dice—. ¡Lindo quedaría!
No tiene intención de tocar la botella hasta que llegue la hora de cambiarle la tapa.
Sin embargo, no descarta la idea de convertir el ácido sulfúrico en bebida: si algo sale mal, si la
mina no se deja atar, la obligará a tragar un poco.
Y después beberá él también. Será una buena manera de terminar con todo.
Daniela gira para ver, a sus espaldas, el Cabildo iluminado. ¿Cuántos años hace que su madre la
trajo a conocerlo? ¿Cuántos años que no la ve? Quién sabe, con un poco de suerte ya está muerta.
Tantas veces intentó suicidarse y no pudo, la pobre.
El chofer del colectivo la espía por el retrovisor.
Tiene una pinta de pajero que no se banca. Este debe ser un consumidor nato de cine condicionado.
Seguro que me conoce.
Le devuelve la mirada con una mueca de sonrisa.
Desde hoy se hablará de él. Tal vez lo llamen “El Monstruo de San Telmo” o “La Bestia del Ácido”,
acaso memoricen su nombre verdadero; incluso puede imaginar al mismísimo Enrique Sdrech
tratando su caso por la tele.
Cubre sus manos, se coloca la máscara, cambia la tapa de la botella por un gatillo pulverizador.
Conteniendo el aliento, lleva la botella a la otra habitación, donde harán las fotos.
Vuelve al comedor.
Daniela se baja en Paseo Colón y San Juan. En la vereda pisa algo blando, que le provoca náuseas.
Quiere llegar de una buena vez, sacarse las fotos, cazar la guita y mandarse a mudar.
Hay poca gente por la calle, nadie a la vista para consultar la dirección. Saca el mail que le mandó
el fotógrafo, y estudia el planito.
Recuerda que Sonia, una amiga suya, también había contactado un fotógrafo en el chat… y resultó
que el tipo la esperaba con una banda de degenerados. La pobre estuvo como quince días para
reponerse.
Llega al edificio, la chapa es tan vieja que apenas se lee el número. Retrocede unos pasos para mirar
el frente: paredes chorreadas que huelen a podrido. Duda un segundo. Siente el movimiento del
bebé y se pasa la mano por la panza.
Todavía no puede creerlo: ha llegado al octavo mes. Mira la puerta, que está apenas arrimada, la
empuja un poco y abre con un chirrido. Después de todo es una suerte que no haya podido juntar la
plata para el aborto. Entra.
Aprieta el botón del ascensor y espera. Trata de descifrar unos grafitis de la pared, garabateados con
birome. El ascensor se detiene en planta baja, ella sube. Marca el piso del fotógrafo y se desabrocha
el tapado: hoy la panza parece a punto de estallar.
Le da otro trago a la caja y deja el vino sobre la mesa.
Han golpeado a la puerta.
—Ya voy —dice.
La mirilla no le permite apreciar la silueta de la tipa. Saca la cadena.
—Buenos días —a ella se le nota la tensión de la voz.
—Pasá —dice él, seco.
Es increíble, piensa: cuando están a punto de parir, se vuelven chanchos para carnear. Casi no
parece la misma de la foto.
—Me retrasé un poco. Salí de casa temprano, pero…
—No pasa nada, piba —él cierra la puerta con llave y cadena.
—Daniela.
—Sí, Daniela.
—¿Tu nombre era…?
—Pongamos que me llamo como te guste. Que sé yo, Teo.
—¿Cómo Teófilo?
El tipo no contesta.
La conduce a la otra habitación.
Le muestra el escenario.
Daniela mira alrededor: las paredes descascaradas, el espejo borroso, la cama de bronce opaco, y el
piso en el que se advierte el recorrido de la escoba. Todo contrasta con la pulcritud de las sábanas
blancas, como almidonadas.
—Bueno —le dice Teo, y ella huele el tinto que despide hasta por la piel—. Sacate la ropa y ponete
eso —le señala una bata sobre la cama—. Cuando estés lista me llamás.
Y la deja sola en el cuarto.
Hay un olor extraño.
—No te demores —se oye desde la otra habitación, tal vez el laboratorio.
Bicho raro, se dice Daniela.
Y descubre la botella de vidrio con el gatillo pulverizador sobre la mesa de luz, a un lado de la
cámara fotográfica.
Acerca la nariz. Huele.
Picante.
Algún producto de los que se usan para el revelado, a lo mejor.
Y la voz de Teo:
—¿Se puede?
Daniela se apresura a quitarse la ropa.
La bata. La bata es una prenda masculina, bastante usada pero limpia. El aroma a laverrap le da un
instantáneo dolor de cabeza: una vez leyó en la pelu que a muchas embarazadas les pasa.
—Ya está —contesta ajustándose el cinturón por encima de la barriga.
Teo entra, la mirada fuerte. Daniela siente un sudor frío por su espalda y se abraza la panza.
—Acostate.
Ella se sienta en el borde de la cama, acomoda su peso en el centro. Apoyada sobre el codo, sube las
piernas.
Él saca de un cajón varios cintos como los de las poleas del gimnasio.
Le acomoda una muñeca dentro de la correa. Le lleva mucho tiempo pasarle la presilla hasta que
queda ajustada; parece nervioso, excitado. La sujeta a la cabecera de la cama. Repite la operación
con la otra muñeca y con cada tobillo.
Daniela siente que está muy tirante pero no se queja. La regla número uno es: “Si querés trabajar en
lo nuestro, nunca digas que esto o aquello te molesta”.
Lo mira. Lo estudia, mejor dicho: el tipo hierve de angustia. ¿De locura, acaso?
Ahora me saca las fotos, piensa. Ahora me saca las fotos, me visto y me paga. Y después la calle. Es
sólo un ratito, es hoy… Es la primera vez que un fotógrafo me da asco, debe ser por el embarazo.
Se concentra en la respiración. Como en el curso preparto.
—¡Carajo! —dice Teo cuando termina de desabrocharle la bata y ella queda desnuda con la panza
hacia el techo.
Agarra la cámara, se aleja un poco y la observa.
—Perfecto —dice.
Pasan los segundos. A Daniela le parece que hace una eternidad que la mira por el lente y aún no
gatilló una sola foto.
—¡Lo sabía! —lo escucha decir—. ¡Ya lo sabía!
La cámara se estrella contra el piso, es el disparador para que él se le abalance y apriete el pezón y
el líquido amarillento brote.
—¡Qué hacés, la puta madre! ¡Dejame! ¡Estás loco!
Teo la suelta.
Daniela vuelve la cabeza. Lo ve agarrar la botella de encima de la mesa de luz, lo ve empuñar el
gatillo pulverizador, apuntarle a la cara. Hirvientes hilos de aquel líquido chorrean por las paredes
de vidrio, y una humareda nauseosa vuela por el aire, como en cámara lenta se cierne sobre su
panza. Y siente un ardor insoportable en el abdomen, un ardor que parece penetrarle hasta las
entrañas. Ahoga un grito, la cara empapada de lágrimas. No puede dejar de mirar al tipo.
—¡Ahhh! —como gusanos vivos, los chorros humeantes lamen los nudillos del fotógrafo. Un hedor
a quemado se desprende de la piel descarnada, roja. La botella se le resbala de la mano y rueda bajo
la cama—. ¡La puta que lo remilparió! —grita él agachándose detrás, seguramente palpando bajo el
colchón con la mano sana.
Daniela siente una puntada en los ovarios, la panza se tensa como un odre y le duele con un dolor
distinto: contracciones. El ardor de esa nube maldita parece más fuerte a cada segundo.
Se estira todo lo que le permiten las ataduras, quiere mirar. Tiene los ojos resecos, de tan abiertos;
se da cuenta de que ni siquiera ha parpadeado. Y ve cómo el hombre se reincorpora a un costado de
la cama.
—¡Hija de puta! —grita él—. ¡Todas las madres son unas hijas de remilputa!
Daniela se retuerce en la cama, luchando con las correas que le desgarran la piel. Y el esfuerzo hace
que la panza esté cada vez más endurecida. Se oye a sí misma gemir, no puede contenerse.
Respiro, respiro, respiro. Y ve que Teo se le acerca con la mano hirviéndole en una espuma roja que
le deja ver el blanco, los huesos de los dedos. No se atreve a mirar el estado de su panza: ¿habrá
llegado al bebé aquel ácido, habrá penetrado tanto? Le duele más aún, siente una gran necesidad de
abrir las piernas. Pero las ataduras no se lo permiten.
El tipo se inclina por encima de su barriga y dice algo que ella no alcanza a escuchar. Y repite lo
mismo, cada vez más fuerte hasta que Daniela entiende:
—Perdón, mamá, lo siento —y retrocede hacia un rincón donde se queda observándola—. Perdón,
mamá. Perdón.
Entonces Daniela cierra los ojos y grita, se olvida de dónde está. Lo único que quiere es parir.
Sólo escucha sus propios gritos de dolor que parecen traerle más dolor.
Y siente que le llegó la hora: traer al mundo a otro ser, algo, alguien rosadito, tierno. Hace una
fuerza brutal para expulsar. No sale nada, o cree que no ha salido nada: las ganas —ganas como de
descargar el vientre— vuelven, y ahora con mayor intensidad.
Sabe que es el momento, que debe respirar. Jadear, mejor dicho.
Y no puede. Necesita que le suelten las manos, necesita metérselas y sacar al chico que la está
volviendo loca de dolor. Oye un alarido, un alarido de su propia garganta. Algo le dice que no debe
gritar, que debe guardar silencio. Pero no puede. Ni siquiera se atreve a abrir los ojos. Y otra vez a
hacer fuerza.
Está agotada, pero las ganas son más y más intolerables. Vuelve a pujar, a empujar desde el fondo
de su cuerpo que la obliga a convertirse en lo que nunca quiso y que ahora anhela con todo su ser.
Otro alarido. Se le desgarran las cuerdas vocales, al mismo tiempo que el útero y la vagina.
Y ahora el gran placer de sentir que el dolor —al menos, lo peor del dolor— ya pasó. ¿Y el primer
grito de su bebé? ¿Habrá nacido muerto?
Imposible saberlo. Lo único que sabe Daniela es que falta expulsar la placenta. Aunque no da más,
y quiere dormir. Está tan debilitada que ni siquiera entiende qué son esos ruidos que la rodean:
acaso el llanto de un bebé, acaso el lloriqueo de un hombre.
Lentamente abre los ojos.
Ve al fotógrafo en el rincón.
—Ayudame —logra hacerse entender—. Con la placenta, por favor. Sacala.
Lo ve aproximarse cauteloso.
—Agarrá la placenta y tirá.
El tipo sujeta la placenta y la atrae suavemente como si no se atreviese a hacerle daño.
Ella siente que se desmaya. Si no fuera imperioso mantenerse despierta… Si ese individuo fuera
normal, incapaz de irse y dejarla sola, amarrada a la cama con su hijo unido a la placenta, dormiría
una semana entera.
—Después —balbucea Daniela, tratando de que la voz le salga lo más dulce posible—. Por favor,
después llamá a un médico.
Teo sigue con su meticulosa tarea de extraer la totalidad de la placenta, parece poseído. Lo ve
acariciarle el sexo ensangrentado. Su mano parece quemada o algo así. Lo ve acercar la boca a su
vagina.
Quiere cogerme en semejante estado, piensa. Dios mío, se ha vuelto loco.
—Está tan dilatada… —lo escucha decir.
Como a través de un sueño de niebla espesa, todavía alcanza a verlo: arranca las correas de las
piernas doloridas, se las abre con violencia arrastrando al bultito rosado, aún unido a la placenta. Lo
alza en el aire, por encima de su cabeza. Y lo arroja contra el piso.
Él se reclina sobre su vientre quemado por el ácido, hinchado aún; se arrastra hacia abajo mientras
sus manos le recorren la entrepierna y se apoderan de su vagina, manteniéndola abierta en la
totalidad de su dilatación. Entonces, Daniela vuelve a cerrar los ojos, se entrega a ese letargo
postergado.
Y sueña.
No está en esa habitación.
Su hijo no ha nacido todavía.
La cabeza de ese hombre no es lo que puja por abrirse paso en la abertura de su cuerpo.

El sistema - Eugenio Yáñez Francetic

Un profesor de la facultad había sugerido una vez, recuerdo bien, una teoría de lo más extraña.
Decía que ciertos animales, y también algunas personas, podían experimentar en determinadas
circunstancias, quizás como parte de una estrategia autodestructiva inconciente, impulsos hacia la
autofagocitación. Al término de la clase en la que se expuso con minucia esa polémica e inverosímil
teoría, algunos alumnos nos quedamos comentando, no exentos de cierta perplejidad, las
ocurrencias del profesor. Ese mismo día, más tarde, en un bar aledaño, dos alumnos simulaban
socarronamente haber perdido una mano y un brazo, respectivamente. Incluso se habían colocado
algunas gotas de ketchup alrededor de la boca.
La semana pasada mientras veía por televisión una repetición de un partido de la copa América ’91,
mi mujer me recordó el vencimiento de la cuota del auto. Quise conectarme a home banking y
pagarla por Internet, pero, como no andaba la página, maldije y decidí bajar la bicicleta los dos
pisos por la escalera y salir disparado hacia el cajero. Cuando estaba saliendo, un vecino del primer
piso me preguntó por qué ya nunca dejaba la bici en planta baja.
-La inseguridad, ¿no?
-Sí, sí-, contesté casi sin pensar.
Yo qué sé por qué no la dejaba abajo. Era algo que me tenía sin cuidado en ese momento. Quería
pagar rápido la cuota y volver a casa antes de la hora de la cena, evitando el reto que, de no lograrlo,
sufriría. Los martes cenábamos temprano, porque los miércoles a primera hora mi mujer daba
clases. Me apuré entonces y me despedí del gordo del primero con un adiós cortante. Creo que
cuando cerré la puerta todavía seguía despotricando contra algo. ¡Qué gordo pesado!, pensé.
Aceleré por Juan B. Justo, doblé en San Martín. Dudé. Volví a doblar en Gaona. ¡Estoy yendo en
círculos! Aproveché para pasar por la panadería y pagar unos centavos que había quedado debiendo
de la mañana. En algún momento encontré un cajero y pagué la bendita cuota, pero eso no importa.
Sí importa, en cambio, a los efectos de esta historia, un encuentro casual con Crispiani, un ex
compañero, en circunstancias en que éste cruzaba Donato Álvarez. Paré entonces en la esquina de
Plaza Irlanda a charlar con él. El encuentro transcurrió con normalidad suficiente, hasta que él dijo:
-¿Te acordás de González?
Claro que sabía de qué hablaba. Pero me hice el tonto:
-¿Qué González?
-El de estética de la subjetividad y la sinrazón en oriente medio.
-Sí, por supuesto que me acuerdo. ¿Qué hay con él?
-Todo es cierto.
Me quedé pensando un instante, sin contestar, en la palabra todo. El siguió adelante sin esperar
respuesta:
-Te digo que es cierto, Humberto, es absolutamente cierto, todo- insistió.
-Explicame mejor- le exigí.
Estaba perturbado, se lo notaba incómodo y tenía los ojos exorbitados.
-Mirá, después te explico. En la semana te mando un mail.
Me volví a casa.
Después de preparar la cena, y mientras continuaba oyendo las críticas de mi mujer, ofuscada aún
por mi tardanza, entré a mi correo y, sorpresivamente, ya me había llegado el mail prometido. Antes
de abrirlo googleé a mi compañero. Descubrí que es uno de tantos felices poseedores de un blog y
así fue que me enteré que antes de egresar ingresó como pasante en el Centro de Estudios
Antropofágicos de Morón (CEAM), en donde aún permanecía trabajando.
En ese momento recordé que, de acuerdo a lo que contaba en sus clases, González también había
cooperado en una investigación del CEAM. Viajaron a investigar una tribu caníbal en la isla de
Yusberta, al norte de los Purinios. González contó, al respecto de los resultados etnográficos
obtenidos durante el proyecto, una de sus típicas anécdotas en las que el desenlace lo colocaba
como un héroe. Pero antes del heroico final, dejó entrever que, cooptado por una fracción
radicalizada de la tribu, había debido comer carne humana en algunos momentos de esa expedición.
Mi mujer me obligó, so pena de pedirme el divorcio, a que le cediera la computadora porque debía
terminar de preparar unas cosas para la clase del día siguiente. Aturdido por la perentoriedad que
trasmitían sus palabras, obedecí las órdenes, pero no dejé de pensar en el tema. Esa noche, aún sin
haber leído el mail de Crispiani, tuve un sueño sumamente inquietante en el que me devoraban.
A la mañana siguiente le conté la pesadilla a mi terapeuta, quien dijo que obedecían a mi complejo
de Edipo irresuelto.
-Pero Lic. Ordóñez, ¿y el encuentro con mi ex compañero?, ¿y los relatos de mi profesor?
El psicoanalista me indicó que inconcientemente yo había propiciado ese encuentro. Luego me
preguntó por la persona que me deglutía y dijo que simbolizaba a mi padre. Cansado de la perorata
del psicoanalista, me fui con algo de fastidio del consultorio. Cuando llegué, lo primero que hice,
como si mi vida dependiera de ello, fue abrir el mail de Crispiani. Estaba ansioso como un chico a
punto de abrir un regalo. Crispiani me había reenviado un mail que él mismo le había escrito a un
tal Claudio. En él quedaba explicitada la totalidad de la cuestión: hallaron en el sótano del CEAM
el cadáver mutilado de González, quien había muerto atragantado mientras ingería algunos
miembros de su propio cuerpo y Crispiani aseguraba haber sido testigo presencial del hallazgo del
cadáver.
Por la tarde le conté todo a mi mujer. Ella coincidió conmigo en que en el ámbito académico se
rumoreaba que González había perdido la cordura desde hacía muchos años. Sin embargo, ello,
como queda claro, no agotaba el abordaje de lo sucedido. Era por supuesto cierto que González,
después de haber conseguido un gran prestigio inicial, había ido perdiéndose en el laberinto de su
retórica y canjeando erudición por delirio.
Crispiani, por el contrario, siempre había sido vago y bastante chanta. Sin embargo, cierta
militancia trotskista lo había hecho popular en los cursos, a los que entraba siempre al grito de
compañeros con algún mensaje de tinte amarillista. Lo último que había sabido de él es que había
formado un partido propio.
Mi mujer, después de pensárselo un rato, me dio su veredicto. Ella no suele fallar cuando elabora
este tipo de sentencias:
-Crispiani lo mató- me dijo.
Automáticamente salté de mi silla y tomé el teléfono.
-¿A quién vas a llamar?
-A la policía, claro.
Mi mujer me disuadió. Vos qué tenés que meterte, papa frita, me dijo. Me sentí descalificado en mi
carácter de ciudadano. Esgrimí los más logrados argumentos que pude recolectar mentalmente. Cité
a los contractualistas, a los liberales, a los republicanos.
Mi mujer me dijo que dejara de hacer berrinche y que yo no tenía que ver con esto.
En eso, me llega un mensaje de texto. Era de un número desconocido. Lo leo rápido. ¡Era un
mensaje de Crispiani!: “Lamento haberte hecho parte de esto, quisiera no haber dicho nada.
Marcelo”.
-Está tratando de llamarte la atención. No le contestes. Es un psicópata.- Me dije a mí mismo.
Al rato, otro mensaje: “Perdón”. Y un poco después, otro más: “Ya es tarde”.
Entré en pánico y mi mujer trataba de hacerme reaccionar a cachetazo limpio. Y yo nada. Y otro
cachetazo. Y nada. Y otro. Hasta que me tiró un vaso de agua.
Al día siguiente decidí que mi incumbencia en el asunto era nula, por lo que era mejor no averiguar
más nada del tema. Estaba claro que Crispiani era un loco, fuera o no él quien había matado a
González, como había sugerido Mirta. Entonces, sin más, eliminé el mail de Crispiani, bloqueé su
dirección de correo, lo desadmití del Messenger y bloqueé su teléfono.
-Ya está- suspiré más tranquilo.
Como tenía programado pasar la tarde con un cliente, mi mujer iba a cocinar ese día. Cuando llegué
a mi casa y me la crucé en el pasillo sacando la basura, ya presentía en el aire el temor que
respiraría.
-Vení, vení.
-¿Qué pasa?
-Vino Crispiani a cenar.
-¿Cómo Crispiani?
-Así como oís.
-¿Pero por qué vino?
-Llamó por teléfono y dijo que necesitaba hablar con nosotros.
-¿Y por eso lo invitaste?
-Otra cosa habría sido descortés, Humberto, por favor.
Mi mujer es muy respetuosa del protocolo y mucho más aún cuando se trata de personajes
pertenecientes al ambiente de la academia.
-Humbertito, ¿cómo estás?
-Acá ando- dije entre fastidioso y asustado.
-Bueno, te habrá contado Mirta algo ya. Necesitaba hablar con ustedes.
La cena estaba en la mesa. Crispiani colaboraba en la atención de las cuestiones de servicio. Pero,
por lo demás, no había pronunciado palabra después de enunciar que necesitaba hablar con
nosotros, lo cual me resultaba –y deduzco que a mi mujer también- de lo más paradójico.
Finalmente, retomó la cuestión:
-Lo que tengo para decirles es muy importante. Yo tuve que ver con la muerte de González.
Mi mujer me miró inmediatamente con su mejor cara de yo te lo había dicho.
-Mirá, Crispiani- dije yo –a mí no me importan tus cuestiones pers…- una patada por debajo de la
mesa interrumpió mi exposición.
-Dejalo que cuente, Humberto. El hombre necesita desahogarse.
-No, Mirta. Nunca voy a encontrar desahogo para algo así. La expiación no llega y solo uno nuevo
calma la ansiedad que desata el anterior.
Yo estaba sobremanera asustado. Esperaba el instante exacto en que Crispiani confesara a qué había
venido. Mirta, por el contrario, y a su manera, mantenía la calma.
-Ay, pero Marcelo, si eso es un poco lo que nos pasa a todos. Quedate tranquilo.
Eso es lo último que recuerdo. Después aparecimos encerrados en este cuarto, en una oscuridad tan
absoluta que hace imposible acostumbrarse a ella. Nadie nos ha dado aún de comer ni ha tenido
contacto con nosotros de ningún tipo.
Mirta no para de llorar y de gritar. Por mi parte, prefiero concentrarme en esos pasos que se
escuchan. Aún no comprendo si se acercan o se alejan.

INFORMACIÓN DE LOS AUTORES


Marcelo Gustavo Fernandez Farias
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J. Javier Arnau
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M. C. Carper
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http://axxon.com.ar/shocks/sh003.htm

Marcos Polero
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Daniel Campodónico
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Rolando Revagliatti
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Iván Medina Castro


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Ricardo Bada
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Axel Levin
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Yonnier Torres Rodríguez


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Mudra Babylon
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Jesús Quintanilla Osorio


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Silvana Torres
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Juan Pablo Rochín Sánchez


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Pilar Ugarte Muñoz


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Chus Canal
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Agustina Pérez Moschetti


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Claudia Cortalezzi
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Eugenio Yáñez Francetic


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Papirando 8 - De Otro Mundo - Reseñas a modo de índice

La Tapa y los gráficos (excepto las de páginas 2, 9, 10, 20 y 21) pertenecen a uno de mis más
admirados artistas gráficos: M. C. Carper, a quién le estoy agradecido por facilitarnos su material
para este número.
Marcelo Gustavo Fernandez Farias envió "Apaciguando la lengua" (Pág. 2), va a modo de
presentación.
Otro lujo de la revista es "El Lavado De Pies De María Magdalena" (Pág. 2) del incalificable
Daniel De Cullá, con un humor que viene de la sangre misma de España, director de la revista de
Arte y Cultura ROBESPIERRE, que realiza performances -donde mezcla varias artes- alrededor del
globo.
J. Javier Arnau un autor prolífico, en "Noche, Día,Tiempo" (Pág. 4) une profundamente la
ciencia ficción y la poesía, un fino estilista de la palabra.
Desde Papirando 5 contamos con la presencia de Marcos Polero. El motivo de elegir
"Desaparición" (Pág.7) se debe a que hay un punto de vista muy humano en la posibilidad del
escape, una necesidad de que otro mundo mejor que el que nos tocó exista, pero siendo un lector
curioso no puedo dejar de notar que ese Duna Week End es el de los Pomar, una familia que
desapareció en Buenos Aires y no se supo nada de ellos durante 28 días, miles de especulaciones
hasta que los encontraron muertos, secundo la versión de Polero la mejor de las hipótesis y la más
esperanzadora. Uno de los mejores téxtos de este número.
Daniel Campodónico, un difusor literario quién desde su programa de radio propone una original
forma de conocer a escritores jóvenes, nos envió el cuento "Buceo Literario" (Pág. 8) ¿Quién no
viajo a otros mundos sentado en las sillas mágicas de un bar?
Las infinitas actividades de Rolando Revagliatti, un escritor hiperactivo que hace lecturas
participativas por los cien barrios porteños, creador de la "Revista Oral De Literatura", todas estas
iniciativas de lecturas propias y ajenas habla de una entrega por la palabra, me impactó
"Semblanza" (Pág. 9) por el abandono, por la elección de alguien, aunque sea personaje, de vivir
otra vida fuera de lo común.
"El coco" (Pág. 10) es un cuento breve de uno de mis escritores fetiches, Ivan Mendina Castro,
corto pero efectivo, imperdible, se escucha la música de circo de fondo. ¿La oyen?
Ricardo Bada, ahora abocado casi por completo a la pagina Frontera D, un omnivoro fagocitador
de literatura y un excelente escritor polifacético, no me deja de asombrar con sus envíos, hacía falta
un poco de poesía, y con el "Romance de ciego en país de tuertos" (Pág. 10) tenemos la deuda
saldada con creces, un humor ácido con temática actual y una
estructura poética de antaño que no es para nada fácil.
"Engranaje" (Página 11) de Axel Levin, es difícil de clasificar pero por eso mismo interesantes,
obsérvese la inclusión de verbos entre paréntesis un recurso que le da un ritmo casi teatral por su
formato de acotación, raro de verdad.
El sociólogo y narrador cubano Yonnier Torres Rodríguez nos entrega un cuento para ser leído
con la cabeza bien abierta, resultan inquietantes las elucubraciones que el juego rey puede suscitar,
"Jaque Mate" (Pág. 11) entra en ese mundo de lo clausurado y prohibido, del paralelismo entre el
juego y la vida.
Los mitos indígenas suelen ser campo fértil para esa huida hacía otros mundos, Mundra Babylon
envió "Mi abuela, la Ñuke-Mapu"(Pág. 17) un cuento escrito en primera persona, un relato
fantástico de verdad y muy vivido en sus imágenes, me pareció justo colocar un poco de aire fresco
que suele traer la gente joven.
Con "La Mancha" (Pág. 19) de Jesús Quintanilla Osorio, nos encontramos ante el formato de
cuento clásico fantástico, otro de los buenos textos de ésta revista, completito, y fíjese si no les sale
alguna manchita sospechosa en el brazo mientras lo leen, por las dudas.
Lo onírico es otro de los lugares en donde se fuga nuestra mente para el sueño plácido o la
pesadilla, Silvana Torres con su cuento "Eugenia tiene miedo" (Pág. 19) opta por lo segundo, una
frontera no tan clara entre la pesadilla y la realidad. También envió la ilustración de su autoría que
aparece en la página 20.
Desde La Paz, Baja California Sur, México, Juan Pablo Rochín Sánchez nos envía de vuelta al
espacio, al parecer la nueva generación de escritores de Ciencia Ficción, aportan una variante
agregando una visión poética, una estética nueva, si no me creen comparen "Noche, Día,Tiempo"
con este cuento de Rochín Sánchez titulado "Vestigios"(Pág. 21) que parece ser parte de una obra
más grande.
"Silencio de mármol" (Pág. 22) de Pilar Ugarte, fue una de las gratas sorpresas en cuanto a
nuevos colaboradores, si tuviera que elegir a alguién que haya cumplido mejor la consigna de la
convocatoria "De otro Mundo", es Pilar. Su cuento, contundente, oculta detrás de una estructura y
vocabulario sencillo un relato con una fuerza inusitada, el final, literalmente te oprime el corazón,
efectivo, esperamos recibir más textos suyos.
Nuestra amiga y corresponsal de Unquera, Chus Canal, envió un relato al que me tome el
atrevimiento de colocarle título "Humanoide en Unquera" (Pág. 23), se trata de un par de
avistamientos que dice haber sido testigo, hay quienes creen y quienes no, cada cual a lo suyo, yo
cumplo con publicar a la inquieta y multifacética Chus Canal.
Agustina Pérez Muschetti, con "Leco" (Pág.23), nos mete en una atmósfera fantástica, sucede lo
mismo que con el cuento de Mudra Babylon, al ser escritoras jóvenes, la imaginación es un ochenta
por ciento del relato, hecho que no va en detrimento del armado, se nota y se disfruta al leer.
"Abrirse paso" (Pág. 24) nos lo envió Claudia Cortalezzi un cuento aparecido en Axxon 185, y
que a pesar de su extensión no cuesta nada leerlo y realmente lo disfruté de algunas imágenes
puesta ex profeso para que nos de asco, horror, miedo, asombro. En contrapartida, las voces y el
dialogo son ágiles, dinámicos, con porteñes y soltura. La autora pertenece a “La Ababía de Carfax”
un círculo de escritores de horror y fantasía, se nota, también es fácil de preveerle un futuro
promisorio en el ambito de las letras.
El haber colocado el cuento "Sistema"(Pág. 30) de Eugenio Yáñez Francetic, verán que es
acertada mi elección porque se trata de buena literatura, una historia inquietante, con connotaciones
actuales.
A pesar de la cantidad de páginas he dejado muchos fuera, otra vez, han llegado más de 150 textos
para publicar, he hecho lo que he podido con esta selección, se que hay algunos autores que se
repiten, pero tienen que ver con los gustos personales, al resto les pido paciencia.
He implementado un lugar de "Información de los autores" (Pág. 33) donde podrán tener acceso a
las direcciones de mail, blogs y páginas web de los mismos.
No he colocado nada mío porque la revista tiene demasiado material, únicamente las reseñas. Y
considerando la cantidad de envíos de todas partes del globo el próximo número de Abril de 2010
aparecerá bajo el título de "Papirando 9 - Internacional" entrando en el segundo año de
publicación con una entrega de más de 9000 direcciones de correos
electrónico y convocando como siempre a los escritores a enviar sus textos al correo de costumbre:
lorenzopablo10@yahoo.com.ar
Gracias por todo.
C. Pablo Lorenzo

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