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La faramalla de los utensilios no deslumbra a los consumidores, que se informan más de la calidad
de los productos, comparan sus méritos y buscan su óptima operatividad. El consumo es más
adulto, la actitud lúdica ya no es la preponderante y no excluye el creciente deseo de
funcionalidad e independencia individual. No más culto a las manipulaciones gratuitas, sino al
confort y a la habitabilidad, queremos objetos fiables. El origen de las diferencias se halla cada
vez menos en la elegancia formal y cada vez más en las presentaciones técnicas, la calidad de los
materiales, la comodidad y la sofisticación de los accesorios. El estilo original ha dejado de ser
privilegio del lujo; hoy día todos los productos serán concebidos con vistas a una apariencia
seductora; la oposición modelo/serie ha perdido su carácter jerárquico y ostentador.
El diseño estricto busca esencialmente la mejora funcional de los productos; se trata de concebir
unas configuraciones formales económicas, definidas ante todo por su riqueza semántica o
semiológica. Idealmente, el diseño no tiene como tarea concebir objetos agradables a la vista,
sino encontrar soluciones racionales y funcionales. No arte decorativo, sino diseño informacional,
orientado a crear formas adaptadas tanto a las necesidades y a las funciones, como a las
condiciones de la producción industrial moderna. El diseño, más que rebelarse contra la moda,
instituye una moda específica, una nueva elegancia, caracterizada por la aerodinámica y la
depuración de las formas, una belleza abstracta hecha de rigor y de coherencia arquitectónica. El
diseño se basa no obstante en la misma lógica temporal que la moda, la de lo contemporáneo, y
aparece como una de las figuras de la soberanía del presente.
Se consume cada vez menos para deslumbrar al Otro y ganar consideración social, y cada vez
más para uno mismo. Consumimos por los servicios objetivos y existenciales que nos procuran las
cosas. Los artículos de lujo no han padecido crisis alguna: siempre solicitados y revalorizados,
revelan, entre otras cosas, la persistencia del código de la diferenciación social por medio de
ciertos productos. Pero el consumo de prestigio no debe ser considerado como modelo del
consumo de masas, ya que éste se funda más bien en los valores privados del confort, del placer
y del uso funcional. Ya no queremos las cosas por sí mismas o por el estatus social que confieren,
sino por los servicios que nos prestan; por el placer que nos procuran y por una funcionalidad
perfectamente intercambiable. A medida que lo efímero invade lo cotidiano, las novedades son
cada vez mejor aceptadas; en su apogeo, la economía-moda ha engendrado un agente social a su
imagen: el individuo-moda, sin lazos profundos, móvil, de personalidad y gustos fluctuantes.
La fuerza de lo nuevo
El desarrollo de los descubrimientos científicos, unido al sistema de competencia económica, es,
evidentemente, la raíz del mundo de lo efímero generalizado. Bajo la dinámica del imperativo del
beneficio, los industriales crean nuevos productos, innovan continuamente para aumentar su
penetración en el mercado, para ganar nuevos clientes y relanzar el consumo. Tanto la oferta
como la demanda están estructuradas por luchas de competencia, relativamente autónomas pero
estrictamente homólogas, que hacen que los productos encuentren en cada momento su
adecuado consumo. Si los nuevos productos elaborados en el campo de la producción se ajustan
de inmediato a las necesidades, ello no se debe a un efecto de imposición, sino al encuentro de
dos sistemas de diferencias, a la coincidencia, por una parte, de la lógica de las luchas internas en
el campo de la producción, y, por otra, de la lógica de las luchas internas en el campo del
consumo. La moda es la resultante de esta correspondencia entre la producción diferencial de los
bienes y la producción diferencial de los gustos que halla su espacio en las luchas simbólicas ente
clases.