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25 de diciembre, 1976

Estoy en el departamento
de Tenayuca 115.
Hoy es domingo. Es oficialmente Navidad y estoy
oficialmente solo. Pero es un buen día. No me puse
muy pedo anoche. Cenamos, juntos, Johnny
Walker y yo. No me duele la cabeza ni me da vuel-
tas el cuarto. Sólo me quedé dormido con la tele
prendida. A veces temo que esas barras cromáticas
que ponen en la madrugada me hagan daño. Un
tumor o algo. Los vecinos del edificio se han ido
por las fiestas, y eso me agrada. Menos ruido. No
hay bebés llorando ni mocosos tocando los timbres
de los vecinos. El año pasado alguien dejó la serie
de un árbol de Navidad encendida... la gran mierda
se prendió fuego. Vinieron los bomberos. No pasó a
mayores. Ja, “no pasó a mayores”. Espero que eso
no pase este año, no. La atmósfera es agradable.
Para tranquilizarse. Relajarse. Para pensar. Dicen
que estas son fechas para meditar sobre nuestra
conducta, expiar las culpas… veamos…  este año he
sido un buen muchacho... con excepción de dos o
tres travesuras que hice en Vegas, en mayo... y casi
no he extrañado a (…), lo cual es bueno.
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Amo la idea de ir a trabajar mañana. 26 de di-
ciembre, la oficina vacía, los polis de la recepción
crudos y malcogidos —se cogen entre ellos, yo lo
sé. Supongo que nadie vendrá a arreglar el aire
acondicionado... si no lo hicieron en todo el año...
bueh, me arreglaré ad hoc para la situación. Para el
momento. Corbata, zapatos bostonianos, goma en
el pelo. Toda esa ropa que me pondré encima aun-
que se trate de una semana muerta. Ni el Sr. M va a
trabajar. Es la segunda Navidad que se toma vaca-
ciones. El muy huevón. El muy family man.
Volví a soñar con sangre. La sangre lo llenaba
todo. Ennegrecía mi vista. Como cuando no puedes
parar de sudar y corre por tu frente y tu rostro, y los
ojos te arden como si fueran a salirse de las cuencas.
La sangre caía del cielo y de las llaves de los lavabos
y de los tanques de los escusados y de los hielos de
mi whiskey y de las piscinas de las casas y de las cu-
nas de los recién nacidos y de los cartuchos vacíos
de mi pistola. Mi sangre es espesa. Pero no hay san-
gre más espesa que la tinta, dicen.
Anoche hicimos nuestro último trabajo del año.
Un abogado de San Ángel, casado, dos hijos casi
pubertos, niño y niña. Lo hicimos en su casa, antes
de la cena. D no vino. No quiso venir. “No mames”,
me dijo, “no me puedes hacer trabajar en plena
Nochebuena”. Me sentí mal. Soy culpígeno. El
hombre tiene familia. Obligaciones. Lo disculpé. Y
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es verdad que yo no tengo que ir tampoco a estas
cosas, pero me gusta que piensen que soy un jefe
que se ensucia las manos. Llamémosle una “es-
trategia gerencial”.
El trabajo consistía en eliminar a toda la familia.
Borrarla. No extracción. No tortura. No calentadita.
Borrarlos. Así es que llamé a los socios chilenos. Los
minos se dieron un banquete. Se lo merecían, su-
pongo. Un banquete. Ellos le llaman “danza rusa”,
pero nunca he sabido por qué. Con los escoltas fuera
de circulación y todo bajo control, jugué un poco al
jefe. Ya saben, poner cara de interesante, prender un
cancro, ver hacia todos lados como si examinara el
lugar o estuviera sumido en pensamientos trascen-
dentes. Los socios se encerraron en las recámaras
con los pobres diablos.
En algún momento —habrá sido el aire, quiero
creer—, se abrió levemente una de las puertas. Y ahí
estaba: uno de los socios devorando a la hija del abo-
gado. 12 años. Antes de que todo pasara había visto la
foto de graduación de sexto de primaria en algún
taburete de la sala. Uniformada. Linda. Sonrosada.
Confieso que nunca había visto comer a uno de
los socios. Más de año y medio trabajando juntos.
Pero nunca los había visto comer. Son voraces. Sin
una pizca de elegancia. Muerden, desgarran piel,
músculo y tendón. Chupan con toda la dentadura,
con toda la boca... pero decía que me asomé a la
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recámara. La niña estaba de rodillas, un brazo en el
piso, arrancado. El socio le estaba devorando el
rostro como si chupara una naranja y arrancara los
gajos. Volteó súbitamente y lo que quedaba de la
niña cayó boca arriba, las piernas dobladas, la es-
palda arqueada. El socio me miró con un dejo de
sorpresa, bañado en sangre, con un pedazo de cara
adolescente entre dientes. Se trató de una mirada
pudorosa. Como si hubiera sorprendido a alguien
sentado en el escusado. Así es que cerré inmedi-
atamente la puerta. Ups, perdón.
“Danza rusa”. Curioso.
¿Alguna vez he buscado adentro de mí lo que
Emerson llamaba los “mejores ángeles de nuestra
naturaleza”?
La respuesta es: no.

☛ Copyright Rodrigo Xoconostle Waye, ®2009


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