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Algunos de los lazos que religan al poeta con una comunidad ancestral se
refieren a las creencias de ultratumba. Galicia ha sido, tradicionalmente, un
pueblo en el que los muertos han jugado un muy importante papel. La Santa
Compaña, con su cortejo de almas en pena, es un ejemplo de la intervención
de los muertos en la vida de la comunidad. Pues bien, algo muy característico
de Rosalía es la referencia a sus sombras. Estas sombras son sus familiares o
amigos muertos -no sabemos si sus almas solamente, pues esto no lo
especifica ni está nada claro- que no habitan ninguno de los lugares que la
religión les asigna (Purgatorio, Infierno o Gloria) sino que se mantienen en
unas vagas esferas, esperando a los seres queridos aún vivos. Desde allí siguen
paso a paso la vida de los humanos y participan de sus alegrías o desgracias;
pueden criticar, vigilar y juzgar su conducta, enojarse con ellos, y también
acudir cuando se les llama. Así lo afirma con la mayor naturalidad Rosalía,
que se refiere a sus sombras con la misma —558→ sencillez con que
hablaría de un árbol de su huerto, dando por supuesto que todo el mundo
tiene sus propias sombras y nadie va a extrañarse de tal relación.
Tampoco los otros son una fuente de consuelo. Desde muy joven y,
probablemente, a causa de la irregularidad de su nacimiento, Rosalía se
siente objeto de mofa. Es, sin duda, un sentimiento más subjetivo que real,
pero, de hecho, ella se siente señalada con el dedo y aún más: perseguida,
objeto de burla e irrisión. Su carácter fuerte no es de los que rehúyen el
ataque. Reacciona con dignidad y se convierte en censora de esa misma
sociedad hipócrita y mezquina que la señala. En ocasiones, el daño que le
infligen los otros es involuntario, nace de la simple confrontación entre la
tristeza del poeta y la alegría de los demás. A Rosalía el dolor llega a
convertírsele en resentimiento y odio.
—561→
Por lo que se refiere a su forma de expresarse, hay que decir que Rosalía
no es una poeta brillante y que muchas —564→ veces sus versos adolecen
de falta de lima, de descuido. Muy significativa es a este respecto su
adjetivación, ya que junto a la parquedad y fina matización en su uso
encontramos adjetivos tópicos, trillados, innecesariamente abundantes y de
escaso o nulo valor expresivo.
Relacionado con este tipo de contrastes está otro rasgo del estilo de
Rosalía: la naturalidad para referirse a lo extraordinario. A modo de ejemplo
recordemos su modo de hablar de las sombras como de algo perfectamente
conocido por todo el mundo. Esta naturalidad aumenta el efecto de extrañeza
provocado por los hechos relatados. En muchas ocasiones nos refiere
experiencias que parecen pertenecer al —566→ mundo de la locura o de lo
onírico. En gran parte las aceptamos por la seguridad y naturalidad con que
nos habla de ello.
Pero ahí están sus versos para el que quiera leerlos. Y, a través de ellos,
el verdadero rostro de una mujer y un pueblo. Porque no olvidemos (esto es
esencial) que Rosalía salió de su propia problemática para dar testimonio del
mundo que la rodeaba. Ese mundo era Galicia: un pueblo —569→
hambriento, empobrecido, que emigraba y malvivía, pero también un pueblo
que se divertía, cantaba y reía.
Así es Rosalía: más fea que la imagen oficial, pero mucho más humana,
profunda, entrañable. Ni siquiera, tantas veces, una mujer; sólo un ser
humano lanzado y enfrentado al hecho de existir: solitario, dolorido,
desconcertado; desgarrado entre la fe y la duda; buscando una salida y
desesperándose. Intuye altísimas realidades, presiente y alcanza cimas de
serenidad desde las que vuelve a caer en el abismo del dolor, del odio, de la
rebeldía, del rencor y la amargura. Sincera y auténtica hasta la contradicción.
Así, y no hermosa, era Rosalía.