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ALAMAR

Marcela López Gravina- Emilio Surí Quesada


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-Creo que sé adónde vamos. No te olvides que yo nací

aquí.

-Yo he cometido errores en mi propia ciudad –dijo el

coronel-. Haber nacido en un sitio no lo es todo.

-Pero es mucho –contestó la joven-. Tú lo sabes. Por

favor, tenme abrazada muy fuertemente para que

formemos parte uno del otro un rato.

-Podemos intentarlo.

-¿No puedo yo ser tú?

-Es algo muy complicado. Pero, por supuesto, lo

intentaremos.

-Ahora, yo soy tú –dijo ella.

Ernest Hemingway

Al otro lado del río y entre los árboles.


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Atlanta

Diez minutos, contra tres, hubiera sido la ruina. Con todo, tendrían que haberme

reventado para quitarme la sonrisa. Tendrían que haberme explotado la cabeza a patadas

para que dejara de decirles que ella existía y no era un cuento de borracho.

Ramón Rivera se pasó la mano por el mentón y, con un gesto de dolor, congeló el

movimiento. Desde muy adentro, le afloró una sonrisa tranquila que desde hacía

muchos años le había desaparecido. Entrecerró los ojos y se acercó al espejo para verse

mejor. El puñetazo, aunque desviado en el último momento, le había arrancado las gafas

y, ahora, tenía en lo alto del tabique nasal una pequeña brecha. -Estos de ahora no saben

respetar ni beber con dignidad. Por eso, cuando se pasan, hay que pararle los cascos -se

dijo.

Volvió a mirarse en el espejo y pensó en ella con la misma intensidad que lo llevaba

haciendo desde que la vio flanquear la puerta del control de equipajes. Intentó sonreír de

nuevo pero, esta vez, le resultó imposible.

-Lo normal ha dejado de ser norma –rezongó e intentó cambiarle el rumbo a los

pensamientos-. Todo está patas arriba. Veremos en cuánto tasan las roturas del bar.

El bar se llamaba Los Aros y era de su hermano. El ambiente del lugar en nada se

parecía a los que había frecuentado en Madrid, en París o en cualquiera de las ciudades

en donde llegaba, como un lobo solitario, cuando cualquier guerra estaba a punto de

estallar. Era una cantina en pleno corazón de Norcross, a un costado de la Avenida

Jimmy Carter y, los fines de semana, se ponía a tope.

En los días que pasó en Norcross, Ramón Rivera no sólo había hecho excelentes fotos,

sino que también se había echado en el bolsillo el cariño de las chicas que trabajaban en
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el bar y el de muchos de los integrantes de las pandillas. Con uno de los guardaespaldas

de su hermano, llegó a pasarse madrugadas hablando de lugares que ambos habían

frecuentado. Ramón había zapateado los cerros de La Estrella, se conocía Chilpancingo

como la palma de su mano y era precisamente en aquellos lugares donde el salvadoreño

había dejado su infancia y la inocencia volando tiros en los días de la guerrilla.

Fue un tiempo en donde Ramón Rivera, como un griot, le había contado a las chicas

historias de sus noches en París y en donde ellas, entre el vaho del alcohol, le habían

pedido que las llevara cuando se fuera de vuelta. También aquellos días le habían

servido para reencontrase con su hermano.

Aunque habían crecido separados y no eran muy dados a demostrar con espavientos los

lazos que los unían, se llevaban bien. Desde pequeño, Ramón había querido parecérsele.

Cuando su hermano partió de Cuba, en 1961, él tenía nueve años y siempre se quedó

con la imagen de verlo, al jugar baloncesto, elevarse y arrebatarle los rebotes a quien

tuviera por delante. Ramón admiraba ahora la capacidad y el olfato de su hermano para

los negocios y, más que todo, la manera en que, pese a estar podrido en dinero, sabía

respetar a los demás, sin importarle raza o condición social. También le gustaba la

forma en que sabía defender lo suyo. Cualquiera de los chicos de las maras hubiera dado

lo que fuera porque El Cubano lo dejase resolver algunas de las broncas habituales de

Los Aros. Muchos de los clientes que allí carenaban no eran rosita y El Cubano, en

persona, era quien intentaba calmarlos cuando el alcohol empezaba a sacarlos de madre.

Pero aquella etapa de Los Aros era ya leyenda y muchos, ya no estaban.

<<¿Por qué no me quedé en Miami y desde allí la despedí? -pensó después de haber

pasado revista a su primera estadía en Atlanta-. Allá, mi hermano, no se hubiera

enterado de esta bronca y, entre tanto cubaneo, quizás, el dolor hubiese sido menos>>.
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A la fuerza, se impuso dejar de evocarla y, para entretenerse, se obligó a pensar en lo

que hacía siempre al llegar al bar. Buscaba aferrarse a un lugar en donde antes se

hubiese sentido bien. Le hubiera sido fácil recordar otros sitios. El café La Palma, de

Malasaña, en otros tiempos, había sido un buen refugio, al igual que aquel otro de La

Plaza de Santa Ana, pero se contuvo y le retorció el cuello a los deseos de evocar

cualquier otro lugar en donde no hubiese estado con ella. Se emperraba en meterse de

nuevo en Los Aros porque allí, siempre la había pasado bien hasta la noche de la

bronca.

<<No quiero más alcohol ni más mierda -pensó resuelto-. Y si me metí en esto, me

beberé con gusto, hasta joderme, cada minuto que pasamos juntos. Siempre estuve

lúcido. A ella, todavía, le queda aprender que la sobriedad es lo único que nos sirve para

luego poder perder el juicio reinventando lo vivido. Pero en eso también me excedo.

¿Cuántas cosas viví sin vivir pensando que, borracho o colocado, las sentiría con más

intensidad? ¿Cuántas veces me justifiqué diciendo que, si las olvidaba, las repetiría de

nuevo? Lo principal, ahora, es que ella está en mí y que, aunque me duela, tengo la

ventaja de darle marcha atrás al casete cuántas veces me pida que le recuerde lo que no

fue capaz de vivir. La única verdad es que, si está vida me deja y ella quiere, terminaré a

su lado>>.

Recordó la última foto que le había hecho a la chica en el mostrador de la American Air

Lines y dijo entre dientes:

- Estoy herido, pero ella también.

Darse cuenta de que hablaba solo de nuevo, como ocurría a diario antes de que ella

apareciera, le retumbó por dentro. Entonces, lo tiró a choteo:

-Verso, nos salvamos juntos o perecemos los dos.


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Como si quisiera aflojar los labios, se palpo el mentón. Titubeó. Demoró en echarle

mano a la maquinilla de afeitar y, durante unos segundos, quedó como a la espera.

Primero, fue incomodidad y, luego, al mirarse frente a frente, el mismo odio sordo que,

en los últimos años, se había apoderado de su mirada en los momentos de verse todas

las mañanas. Respiró hondo y se vio de nuevo en el tren, rumbo al aeropuerto,

prometiéndole a Carmen que intentaría deshacerse del odio con que se había ido

acostumbrando a convivir.

El aire le pesaba en los pulmones; le costaba respirar. Entonces, le habló a la vida y a la

muerte como si ambas fuesen lo mismo:

<<Esta vez será distinto. Si lo hago, será con ella. Si no hubiese venido, todo hubiera

sido igual que otras veces. Esta vez, no habrá cara o cruz. Me basta con su cara, con su

rostro, con sus mejillas que acaricié mientras ella dormía después de haberse corrido

hasta el delirio. El rostro por donde vi bajar las lágrimas después que hicimos el amor

antes de irse>>.

Ganaba tiempo pensando en Carmen y se alegró de usar el termino hacer el amor y no

follar, coger o singar. En otras circunstancias, estaría riendo al recordar cómo ella se

carcajeaba al oírlo pronunciar las palabras que, tras veinte años en España, formaban

parte de su vocabulario habitual. Los bloomer eran ya bragas y la pinga, polla; el bollo,

coño y venirse, correrse olímpica y generosamente cada vez que el cuerpo les pidiera

musiquita.

-Es más cubana que muchas nacidas en la Isla –afirmó sin venir mucho a cuento con

una firmeza que rozaba en orgullo.

Carmen le había devuelto cadencias, tempos, susurros y palabras que solo las cubanas

sabían darles el gustirrinín que llevan. Le resultaba extraño cómo Cuba se le había

metido dentro a aquella muchachita.


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<<¡Manda pinga, después de tanto camino, venir a llorar un adiós a una cantina! ¡Le

ronca haber descojonado a unos tipos porque dijeron que tías así solo existían en las

películas!>> –concluyó y, después, le habló al espejo:

-Pero, ¿por qué, los muy idiotas, tuvieron que decirme que mentía? No pude soportarlo.

Fue gracioso mientras dijeron que me dejara de chingadas y siguiera cantando. ¿Cómo

no se fijaron que los brother de la mara hacían silencio y que las dos chicas lloraban

diciendo que el reencuentro sería más dulce? Yo nunca había visto a una puta gringa

llorar a moco tendido ante una historia de amor y Jenny lo estaba haciendo y era

hermoso sentir cómo, en un momento, colocó su mano en mi rodilla para decirme en un

español chapurreado que muy pronto volvería a tenerla. Nunca pensé que una botella de

pisco, entre pena y espalda, pudiera generar tanta violencia.

Comenzó a afeitarse en silencio. Sonrió igual que cuando quedaba embelesado

mirándola peinarse o cuando la veía orinar recién despierta en la mañana. Aquella

mujer, todavía conservaba el don de reflejar la expresión de niña.

Había roto el ritual de la afeitada y comprendió en esos momentos que nada anterior a

ella le importaba. Aquella partida lo dejaba desarmado, extraño de sí, ausente de

pasados. Había perdido su casa, su familia, los perros, las amantes, los libros y hasta el

país, pero nunca la costumbre de afeitarse. Siempre, al hacerlo, había pensado que con

la barba se iba el recuerdo de un día más y de un día menos. Y era, precisamente, a lo

que, ahora, se negaba.

-A cada cerdo le llega su San Martín –admitió, apelando al cinismo de siempre-. Voy a

pelearla. Me pasó por la pinga que suene a bolero y lo que piense el resto. Me da tres

cojones que puedan decir que ando con una izquierdoza. Sé quién soy y a estas alturas

me paso por el forro la política. Si el Viejo lo hizo en Adiós a las armas, ¿por qué yo no
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puedo hacerlo? Si ella piensa que puede llevarme de nuevo al rebaño también está

jodida. Alguna vez el amor tendrá que ganar una partida.

El resto de la semana, Ramón Rivera asumió que el trabajo sería su mejor terapia.

Intentó concentrarse en fotografiar ardillas. Asistió a un Festival en donde los indios

danzaban saludando a la madre tierra y volvió al Museo de La Plantación que había

visitado con ella.

<<Hace diez o cinco años, a estas alturas, ya hubiera encontrado otra musa>> -enfatizó

con frialdad y dureza.

Parecía como si el vendaval que le provocó la despedida hubiese amainado. Pero la

herida estaba ahí y seguiría como una de las tantas cicatrices que tenía en el cuerpo.
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Rugido

Eran más de las once de la noche. Arrimado a la barra del bar, mientras tomo una

cerveza, veo como aquellos hombres pagan por bailar con las chicas. Me inspiran

lástima. Parecen hasta felices. A veces, se encaprichan con una y la acaparan. Están

muy solos.

Salgo de Los Aros. Son casi las doce y quiero caminar. En la Singleton y la Jimmy

Carter me encontré con ella. Me miró y la miré. Sonrió y le sonreí. Era una rubita peso

ligero. Comenzó a hablarme en inglés. Se me acercó y me pidió un cigarro. Se lo di. No

traía ajustadores y se le marcaban los pezones. El enano se me puso retozón. Pensé

hablarle en señas, pero vi un carro estacionado cerca con dos personas dentro y me

enfrié de golpe. “No es tu noche de suerte, chaval” –digo, acordándome de un rap, y

echo andar mirando el suelo, no fuera a pisar una mierda de perro. ¿Qué perro? Si ni

perros ve uno por la calle. Alucino. Pienso en los consejos. Nunca hagas caso si una tipa

te pide fuego en una esquina. Puede ser una agente encubierta. ¿Aquella lo sería? Y, si

decides jugártela, tienes que preguntarle: “¿oye, nena, eres o no eres policía?”.

Solamente si te dice que no, puedes arriesgarte a preguntarle cuánto es la tarifa. Menos

mal que no hablo inglés. Al presidente, se la chupan en la Casa Blanca, y yo o

cualquiera de los rancheritos que estaban en el bar, si queremos aliviarnos, puede que

nos inflen. Nunca se te ocurra beber en la calle a pico de botella o en el interior del

coche. La botella siempre hay que llevarla dentro de un cartucho, me aconsejan. La

botella, la pinga, los cojones, todo, todo dentro de un cartucho. Me cuentan que una

pareja, en el cuarto de su casa, se chupaban. Un vecino, los vio con sus prismáticos, y

llamó a la policía y les jodieron la noche. Exhibicionismo, dijeron. Cuando no sabes


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dónde estás, lo mejor es trancarse en el baño y hacerse una pajita. Eso, y no pensar, o

irte para casa del carajo.


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Cuando más tranquilo estaba

La última conversación con Carmen me había dejado un sabor agridulce que me

propuse no maquillar.

<<¿Me pregunto por qué no ha sido capaz de contar todo lo que hemos vivido? ¿Cómo,

siendo tan lanzada para muchas cosas, no lo ha hecho? Moví todas mis fichas y ahora

debo esperar que sea ella la que juegue. ¿Por qué no dejo todo en manos del tiempo? Su

indefinición en aspectos que para mi son capitales, me lacera. Lo mejor será dosificar

las fuerzas para cuando ella se decida. ¿Será así por naturaleza o porque siempre le ha

caído lo que quiere de manera fácil? ¿Actúa de esa forma porque sabe que el otro

siempre tomará el sendero que ella marque?>>.

Era domingo y después de revisar que las cámaras estaban a punto y que las baterías

tenían la carga suficiente, Ramón Rivera, comenzó a seleccionar las fotos de Carmen

que habían superado la primera criba. Más que disfrutar contemplando su trabajo, se

regodeaba en revivir la atmósfera de complicidad que, en aquellos pocos días, había

surgido entre ambos. Gozaba con el hecho de saber que fue capaz de imaginar la

mayoría de aquellas fotos antes de hacerlas y, sobre todo, al comprobar que todavía

tenía dominio sobre la luz y las sombras. Gozaba, sin ser tacaño, de su sentido de la

economía a la hora de disparar con la cámara.

-Para algo tienen que servir los años disparando con una Zenit rusa y con rollos orwo

vencidos y siempre contados.


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Mientras que, en las primeras guerras que asistió, sus colegas americanos y europeos

tiraban fotos en ráfagas, él tuvo que conformarse con tirar una a una. Cuando aquellos

buscaban un primer plano, siempre a prudencial distancia del peligro, Ramón debía

rifarse el pellejo y meterse en la refriega para lograr lo mismo. Fue así que le nació el

apodo del Loco.

Luego vendría el vicio de jugar por jugar con el peligro. Sentirse en desventaja en

cuanto a equipos le fue desarrollando el morbo de acojonar a muchos. Disfrutaba

hacerlo cuando, en el frente de combate, alguna de las vacas sagradas se le acercaba, en

los momentos de calma, para retratarse a su lado siempre con la esperanza de que él

cayera en el próximo tiroteo y ellas tener, a bajo precio, una historia que contar.

-Si aquellos cabrones hubieran sabido las de veces que me meé en los pantalones. Si

hubieran sabido que me revolcaba en cualquier fanguero antes de iniciarse un rifirrafe

para que el orine no se viera. Si supieran que hay noches en que, todavía, al menor

ruido, doy brincos en la cama. ¡Gilipollas!

Todavía le quedaba el resquemor porque, a su llegada a España, muchos de los cabrones

a quienes les había regalado rollos de películas donde la guerra era de verdad para que

la publicasen bajo sus nombres, cuando supieron que ya no trabajaba para la prensa

oficial cubana, se habían limitado a decirle que la situación estaba mala y desaparecían

después de invitarlo a un café.

<<Que Dios me perdone, pero no puedo perdonarlos. Nunca olvidaré cómo tuve que

vender uno a uno mis equipos. Nunca sabrán cuánto morí al no tener mi cámara>>.

La punzada de odio que le producía todo aquello era algo que todavía no podía digerir y

entonces, encontró un excelente pretexto para pensar en Carmen y en la promesa que él

hizo en el tren.
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Ver en la pantalla el close up en donde ella aparecía asomada entre el tronco de dos

árboles, le puso la carne de gallina. La tiró con 4 de abertura y a una velocidad que

permitió difuminar todo el fondo para que toda la atención recayese en el rostro y en la

mano.

-Esta foto tiene futuro –comentó con seguridad y tras contemplarla un rato, otros

pensamientos comenzaron a cercarlo:

<<¿Por qué, a su llegada, se me escapó el brillito falso de temor que creí descubrirle en

la mirada? ¿Era teatro lo que hacía al sentirse que la situación se le iba de las manos?

Me la suda si fingía. Me la enfría si después, en algún momento, me dio gato por liebre.

Me resbala que, con el pretexto de la timidez, al regreso, se callara entre los suyos lo

nuestro. Estoy más allá del bien y el mal y ésa es una de mis cartas a la hora de que

defina y quiera quemar su nave con la mía>>.

Estaba desbocado después de la última conversación por teléfono y no podía evitar que

el pus de la distancia se le empozara dentro.

-Lo que debe importarme es que con más de cincuenta tacos la hice trepar por las

paredes. Podrán quererla acojonar diciendo que tengo más edad que cualquiera de los

culichichis con los cuales ha salido, pero tendrían que preguntarle si la hice o no pedir

agua por señas. Tendrían que preguntarle muchas cosas y si ella quiere, que tenga

papaya para decir la verdad.

Después de la andanada, hizo un alto y se propuso serenarse, pero siguió con lo mismo:

-Al final, si le falta vida y todo queda aquí, que se joda. Hice excelentes fotos. La mimé

y le abrí puertas que nunca a nadie le había abierto.

Detuvo el cursor en la foto en donde ella, con el lago Lanier a la espalda, había quedado

sembrada en la tarde y la imagen le provocó ternura y seguridad en sí mismo. Con una

cámara en la mano se sabía único y era, en momentos de dudas, donde único se sentía a
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gusto. Aún sentía en la mano, en los dedos y en los ojos, el placer que experimentó al

hacer las fotos en el Lago.

-Estaba en estado de gracia. Nunca nadie había entrado en mi cámara, en mis ojos y en

mi corazón con tanto desparpajo. Con tanta fuerza, pasión, inocencia, perversión y

locura como Carmen. Tenía en la memoria el archivo de todas las mujeres a las que

había depravado con la cámara sacándole todos los demonios que llevaban escondidos.

Ninguna me había corrompido como ella –admitió y quedó en silencio.

La trasgresión de las expresiones humanas y la insinuación de los gestos prohibidos

habían sido siempre una clave en la obra de Ramón Rivera. En Carmen, todo afloraba

en estado puro. Aquella chica en la que nunca de pequeña se fijo, ahora, con un cuerpo

ya hecho, se le manifestaba como la Lolita que Nabokov nunca pudo deslumbrar. Era el

ángel con sexo que siempre soñó encontrar, la diabla que despachaba ron en los jardines

del infierno y, sobre todo, la Carmen que debe haberle rotos los esquemas de Bizet y

que convirtió a Don José en un guiñapo. Nunca un nombre había sido llevado con tanta

casta y trapío.

-Carmen, Carmen –fue lo único que logró decir al pasarse la mano por el rostro-. Me

jodió. Entró por ahí y no hay remedio. El aceptar el hecho le hizo recordar una

sensación que hacía mucho creía haber perdido. Era algo solo comparable a lo vivido

cuando, con trece años, eyaculó por vez primera dentro de la trapecista del circo y se

escapó de su casa. Como entonces, podía volar y todo el espacio se reducía al cuerpo de

una mujer que lo aprisionaba dentro. Le daba lo mismo que ahora no viera debajo una

malla protectora que lo salvara en caso de caída. Con Carmen había despegado en un

viaje sin retorno que solo podría concluir en un pueblo llamado Ciego Montero o en

aquel Alamar donde se habían conocido


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-Manda güevo, pensar que la tuve muerta de gusto entre mis brazos. Nunca imaginé que

podría complacerla diciéndole tantas barbaridades. Nunca me pasó por la cabeza

disfrazarla de Alicia y crearle un país de maravilla. Nunca, ni por asomo, nadie me tatuó

el deseo de echar el tiempo atrás y convertir el desenfreno en realidad. ¿Cómo pudo

llevarme a ello? ¿Qué poder tiene esta mujer para poder romperme los esquemas de esta

forma? Mis locuras siempre han sido otras. ¿En qué momento comenzaron a quemarme

sus palabras? Aquel e-mail, en donde me confesó que sentía celos al verme enredado

con algunas mujeres que frecuentaba su casa sin que nunca me fijase en ella, fue el

pistoletazo de arrancada. Lo quemé. Lo borré de mi memoria una y otra vez. Fue como

un virus que logré aislar hasta la tarde en que, enredados los dos, comenzó de nuevo a

contarme todo lo que ya me había escrito y que, mientras puedo me niego a recordar.

Podré ser para ella la catapulta que la coloque, sin que ella pueda controlarlo, en un

viaje a lo desconocido, pero ella también tiene ese poder sobre mí y eso, en parte, es el

encanto de esta relación. Debería agradecerle a la vida que me haga este regalo.

Seleccionó otra foto y le habló:

-Ojalá te des cuenta que acabas de entrar en una nueva etapa de tu vida. Ojala

comprendas que no se puede estar a bien con Dios y con el diablo al mismo tiempo. Me

encantaría que fueses más consecuente contigo misma y supieras que las personas son

personas y no mascotas. ¿Cómo, pensando como piensas, no acabas de comprender que

por mantener a alguien a tu lado y no herirlo, terminas haciéndolo una bola de mierda?

¿Es egoísmo? ¿Maldad o falta de valor?

Pulsó el play y la música de la Carmen de Saura se adueñó de la sala. Escuchó en

silencio la introducción y paladeó un trago de un Marqués de Cáceres que le había

regalado la bailaora.
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-Unas que se pasan y otras que no llegan -comentó mirando los ojos de ella en la foto

que estaba en la pantalla y volvió a apretar el play para escuchar la guajira del ballet:

Cuando más tranquilo estaba

sin pensar en el cariño

quiso Dios que te quisiera

y te amase como un niño

-¿Cuántas veces escuché esto? ¿Cuántas veces aquella otra chica, después de la función,

se quedó rendida sobre mi pecho? ¿Cuántas veces, con la música a todo trapo, bailó solo

para mí, en la habitación del hotel?

<<Soy un cabrón -se recriminó-. Recuerdo a la bailaora porque es una forma de atenuar

el dolor y la incertidumbre que me crea Carmen. Bien sé que con ella es distinto. Me

empeño en recordar a la otra para quitarle yerro al dolor>>.

-Buen vino –dijo y miró la copa a trasluz, como demorándose y seleccionó en la

pantalla la foto que lo llevó a la perdición. Sintió fuego y más que fuego, un retumbar en

los sentidos. Fue como enfocar de nuevo el rostro de Carmen. Todo comenzó a darle

vueltas y el suelo desapareció debajo de sus pies. Odiaba y quería aquella foto porque,

con ella, había transgredido la más sagrada de sus normas. Después que sintió aquel

estallido en su sexo en el momento de apretar el disparador, después de saberla cazada y

saberse cazado, recordaba haber dejado la cámara. Saltó sobre ella y le comió los labios,

el cuello, los pechos la espalda y todo lo comible. La disciplina, el comedimiento, la

distancia y lo racional había quedado convertido en añicos, en polvo de estrella, en

polvo de gracia, en maremagnum de caricias que rozaban el dolor, en mordiscos en

donde la sangre pugnaba por brotar, en lluvia bendita, divina, etérea y animal. Después

fue encajarse en ella, abrirla con una rabia y unos deseos que estaban por encima de

todo lo que podía imaginar. Fue penetrarla hasta el quejido, explorarla, tocarla por
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dentro como si fuese la guitarra más canalla. Fue entrar en sus entrañas y quedarse

acurrucado allí y sentir que lo volvían a parir hermoso, pleno y libre. Fue verla sangrar y

pintarse el rostro con aquella sangre; ponerse aquella mascara de guerra y pelear cuerpo

a cuerpo hasta sentir que el corazón era el tambor mayor de la conga de su barrio.

<<Me aniquiló aquella foto, pero le arranqué al tiempo un pedazo de vida. Mi sexo,

convertido en cámara, llovió en su rostro. Nunca vi tanto desespero en una boca.

Brinqué por encima de todo y, al tiempo que la penetraba, llevándola al límite del

orgasmo, comencé a apretarle el cuello despacito, vibrando con los latidos de su sangre

pum, pum, pum. Entraba en ella, presionando hacia arriba y, justo en el momento en que

sentí que comenzaba a estallar, hice más presión. Aflojé de golpe las manos. La sentí

tensarse como un arco. Disfruté y me bebí las contracciones de sus músculos. Toqué el

cielo con aquella marea suya que me acunó el sexo y no dejaba de brotar. La cabalgué

como si en ello me fuese la vida. Inmisericorde, la puncé como solo puede hacerse

cuando el odio y el amor se convierten en lo mismo. “Ay, mi amor, ay, mi amor, ay, mi

amor”-la escuché quejarse, casi inconsciente. “¡Mi amor, mi amor, ni pinga!” –se me

escapó al imaginar que así también debía haberle dicho a los otros pringaos. La rabia

casi no me dejaba articular palabras. Volví a apretarle el cuello sin el menor

remordimiento. Solo, al ver que los labios comenzaban a ponérsele morados, aparté las

manos y, tras una inhalación profunda, inicié un boca a boca que acompañé con

movimientos pélvicos obligándola a expulsar el aire que acababa de insuflarle. “No, no

puedo más” –pidió y se abandonó por completo. Sus contracciones fueron tan suaves

como el tercer té de la muerte. La inundé y en su rostro aparecieron una paz y un gozo

qué estaban más allá de todo. “Ayyy” -dijo solamente y me alegró que no completara el

resto de la frase. Entonces, con una tranquilidad que no era mía, le eché mano a la

Nikon que me trajo de regalo y, con un seco clic, cerré la fiesta>>.


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Volvió a llenar el vaso de vino, paladeó un nuevo trago y con la misma devoción con

que había quedado en Montparnasse, frente a El Beso de Brancusi, se quedó mirándola.

-¿No crees que se te ha ido un poco la mano? -se preguntó y se adivinó, en el rostro y

en los ojos, la expresión de estar de vuelta de todo-. No. Hay mujeres con las cuales, si

te ablandas, pierdes. No puedes dejar que se les apague la pasión y la magia porque

empiezan a tratarte como un gato. Ella está a las puertas de un salto diferente a todos los

que ha dado y quiero estar a su lado en estos momentos. Ella es el reto.

El vino lo había relajado por completo y como el trabajo había salido bien, podía darse

el gusto de descorchar otra botella.

<<Cuando se suelte, puede que la pasemos mucho mejor que ahora. Y no hay dudas que

lo de ahora fue bueno. Hay misterios en donde no cabe la mentira. La piel y el calor

nunca mienten y mis manos jamás se han equivocado al recorrer un cuerpo. Si hubiese

llegado a sentir que su piel fingía, aquellos días hubieran terminado antes de tiempo. En

el sexo, la mentira dura un polvo>>.

Había superado el trauma de haber echado por la borda todos sus códigos con Carmen y

parecía tomárselo con calma y hasta con un poco de simpatía.

-¿Cómo logró que actuase así? ¿Qué resortes pudo tocarme? –se preguntó.

Admitía que, en más de treinta años de profesión, aquella mujer había sido la única en

llevarlo al marasmo. El hecho le reveló claves que ahora se negaba a mencionar. Con

ella acababa de cerrar un círculo en su existencia.

<<El problema está en saber si se acaba de abrir otro. No tengo mucho tiempo para

andar malgastándolo>> -concluyó.

Hasta la llegada de Carmen siempre había creado una barrera superior a cualquier

deseo. Siempre había podido mantenerse al margen de la belleza. Se jactaba de que, con

su actitud, había sacado de quicio a más de una famosa.


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Nunca, hasta ahora, le había faltado a su manera de ver la profesión.

-Carmen, ¿cómo pudo ocurrírsete que pusiera al rojo vivo el dragón de mi cadena y te lo

marcara a fuego en una nalga? ¿Era la locura del momento?

Se resistía a pensar que la idea fuese un acto de entrega.

Aspiró hondo y al revivir el olor a chamusquina de la carne y la escuchó de nuevo:

“¿Ves cómo, sin quemarte, yo te estoy marcando para siempre?”.

Rió con sorna:

-Manipula. Lo suyo es arte. Juega y siempre manipula. Quema y marca sin quemar.

<<Mentía, señor, siempre mentía –repitió para sus adentros un parlamento de la película

Carmen-. La pasión vuelve a arrinconarme. A lo mejor, lo que para mí es mentira, es su

verdad>>.

Y ahí quedó, rendido, soñando, hasta que vino a despertarlo el timbre que anunciaba que

ella estaba en línea. Abrió los ojos y leyó el correo que Carmen le enviaba con la casa

llena de gente.

Mi amor, a veces eres más mi amor que otras. Creo que las cosas dependen más de los

estados de ánimo que de otras certezas. Si te crees que me tomé unos tragos, puede ser

verdad y si por eso me siento más enamorada, y con más ganas de estar contigo, mejor.

Estoy esperando una fiesta que ha de llegar y quiero, antes, fugarme contigo. Me

acuerdo del lugarcito aquel donde tu amigo Larry cantaba What a wonderful World y

tú me hacías fotos y yo me comía toda tu ración de costillas a la plancha. Quisiera

estar contigo en un lugar donde se cante y se baile de verdad. Que no sea de papel,

como aquella noche en casa de Libi. Algo como carnaval, mi amor; que el sol queme,

la gente levante la voz y que el sudor me bañe y tú lo palpes y rías como te hace falta

reír. Que sea en la tierra y no en un hotel; bajo el cielo, en el mar caliente. No quiero

que te pierdas ni que apuestes por ganar loterías.


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Como único tienes derecho a morir es bajo un cielo que hable, sienta y entienda

español y que no huela a gasolina ni a silencio. ¿No te diste cuenta que yo no podía ser

si me faltaban los lugares que conozco y que presientes? Quiero vivirlo contigo, no ser

flor de un extraño jardín donde reinan las formas. ¡Cuánto daría por tenerte ahora,

entreverando tu sangre con la mía, llevándote elegante y salvaje; que pudiéramos reír

como lo hicimos!

¿Qué pasó con tu locura cuando, después de orinar a la orilla del camino, para que

retrataras mis agüitas de oro, me senté en tus piernas? ¿Por qué, si no había ni un

alma alrededor, miraste hacía todos los lados y, a la carrera, me quitaste de encima

tuyo diciendo que por eso podíamos meternos en problemas? ¿Te acuerdas como, al

regreso, no paramos de reírnos y lo que hiciste para limpiar “tu honor?”. Quiero

hacer pactos y contaminarlo todo con nuestros arrebatos, pero allí no está el mundo en

donde quiero que eso ocurra. Será un lugar que solo podremos inventarnos. Quizás

espere por nosotros para cobrar vida.

Llévame a donde te conocí. Llega de nuevo a mi casa y toca el timbre. Entra en ella y

en mí, hasta el fondo. Rebusca en todos los rincones y encuentra a la que entonces fui y

frótala sobre la que soy ahora y no dejes de decirme nunca en la mañana: “buenos

días, princesa”. Ahora siéntame en tus piernas y cuéntame tus historias, cuéntame

nuestra propia historia, la que podemos escribir juntos y no me hables del día después.

Un beso que te dure hasta entonces.

-¿Qué harás ahora? –dijo por lo bajo y, al no encontrar respuesta, le preguntó a la

imagen donde ella aparecía sentada en un balance-. ¿Hasta dónde también me has

mentido como a los otros, princesa? ¿Lo has hecho conmigo? ¿Qué has dicho cuando

hablas de mí?
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Rugido

Llueve. Siempre llueve y hace frío. Es un frío peor que el de España. Allá, me arropaba,

abría la ventana y veía a la gente pasar bajo el balcón. Aunque eran más estrechas las

calles, eran más calles. Aquí, son avenidas. La gente cuando va en coche es otra cosa.

Les falta la voz. Nadie se detiene. Todos van con prisa por llegar a no sé dónde.

Conducen y comen. Siempre van comiendo. Masticando. Rumiando. Tragando. Muchos

son gorditos, gordos, muy gordos. Pienso en Madrid y en las estatuas de Botero. Tienen

el mismo rostro que los que veo aquí. Sólo les falta la bandera. Aquellas esculturas

llegaron junto con la invasión de las hamburguesas. ¿Será Botero un agente encubierto

de Mc Donalds? La gordura aquí parece ser un sello de identidad nacional. La grasa y

las banderas. Las banderas son enormes. No tienen pudor de exhibirse en donde quiera.

Ayer vi una gigante a la entrada de un sex shop. Entré. Había bragas y calzoncillos para

patriotas con los motivos de la bandera. Debí irme para no soltar la carcajada. Es la

quinta esencia del morbo. ¿Cómo será un oficial CIA con un condón con barras y

estrellas invadiendo el chocho soberano de una miliciana? Banderas y gorditos y yo

pensando en ti mientras marco teléfonos a ver si alguien quiere comprar casas. Hoy

amanecí brillante. “La casa de sus sueños, en nuestras manos, ha dejado de ser una

tentación” -les diré, si no me cuelgan antes.

Me llaman del periódico dicen que me pagarán por horas. Me aclaran que el trato aquí

es diferente a España o Latinoamérica. Nada de decirle mi amor o mi cielo a nadie. Sigo

sin entender. Todos en la redacción somos latinos. Traigo mis diccionarios. Pese a ser

un periódico en español, todos los teclados están en inglés. Pierdo mucho tiempo, pero
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aun así, la suerte me hace un guiño. Quieren contratarme como plantilla fija. Voy a la

oficina de personal.

Enseño mi pasaporte español y palidecen. Mi visa es de turismo, con ella puedo estar

tres meses en el país, pero no puedo trabajar. Como cubano, para quedarme no hay

problema pero, al entrar como español, debo esperar un año y un día para acogerme a la

Ley de Ajuste Cubano. ¿Espero o apuesto casi al imposible?

El reto. La invitación es casi a la fuerza para que tenga que apostar. Consulto el I ching

porque con los santos y los orichas resulta imposible comunicarse. Parece que, con

tanta pedidora de la gente de la isla, las líneas están sobrecargadas. Dice mi hexagrama

que es ventajoso cruzar las grandes aguas. Consulto Internet, rastreo. Me suda la

mollera.

Voy a lanzarme. Apostar ahora es la única manera de sentirme vivo.

-Volveré –digo en el periódico.

Madrid de nuevo. La camino, la recorro, entro en su noche, la poseo por la tarde. La

disfruto como nunca antes. Me animo. Voy a uno de los grandes almacenes. Elijo dos

trajes, dos camisas y un ordenador portátil. Con eso me echaré América en los bolsillos.

Canto. ¿Todo o nada? Por fin, podré competir de tú a tú con la tecnología. Por el

camino, siento cargos de conciencia. Subo el volumen de la radio. Me machuco. Soy un

comemierda, pienso. Debí haber comprado también una cámara y un par de zapatos para

recorrer las calles del triunfo. Llego a mi casa. El olor a nuevo del ordenador me enerva

la sangre. Es la misma sensación que cuando huelo libros, tinta fresca o respiro el aroma

de los lápices, libretas y block aún por estrenar. Me preguntan si me saqué la lotería.

Respondo que para eso están las tarjetas de crédito y que pagaré todo al tun tun. Veo

rostros preocupados. Le repito que sé que voy a triunfar y para borrar cualquier

manchita de duda, les aclaro que en mi tarjeta aparezco solo yo y que en caso de que mi
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triunfo demorara un poquito, lo cual sería una probabilidad entre millones, se limitaran a

decir que yo no vivía allí, lo cual era cierto. Además, les expliqué, que en la quinta línea

del I ching estaba muy claro que era muy ventajoso tomar un poco de dinero de quienes

tenían mucho a costa del sudor de sus vasallos. Perfecto. La tienda donde compré mi

ordenador era famosa por llevar a sus empleados a patadas por el culo y buchitos de

agua.

La mañana del retorno me trajeé porque la clase es la clase aunque yo viajara en clase

económica comprada por Internet. Por ahí debe andar una foto en donde aparezco en el

aeropuerto, elegante y rodeado por mi gente. Esa foto será histórica. La veteranía es un

grado. Se acabó el tiempo en que, mientras retrataba a todo el mundo, siempre me

olvidaba de hacerme una fotíco para recordar un día que uno había estado allí. Entonces,

pensaba que siempre habría una nueva posibilidad de regresar a esos lugares.

Monto en el avión. Nada de vinitos en excesos. Con la percha que llevo puesta no me da

la gana que sepan que estoy como Vito Manue que no sabe inglé. Estoy alegre. Tengo

que estarlo.

Dejo de pensar cuando la aeromoza me trae el papelito que debo llenar. Embarajo y solo

escribo el nombre. Voy al baño y aprovecho para guardar el pasaporte español en una

bolsa que llevo sujeta a la cintura por debajo de ropa. Allí están también las copias en

español e inglés de la Ley de Ajuste Cubano y mi viejo pasaporte.


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Miami

Era diciembre. Ramón Rivera miró por la ventanilla y comprendió que, en breve, el

avión aterrizaría en Miami.

<<Sí Dido dijo que vendría, aquí estará>> -enfatizó para sus adentros y se dio una trago

largo de añejo Bacardí que traía en la petaca. Al paladearlo entrecerró los ojos y se vio

de nuevo con diez años de edad, junto a su amigo, encaramado en la rama más alta del

tamarindo de su patio. Allí habían levantado el puesto de observación desde el cual

tenían el control de los que pasaba en toda la manzana. Todas las tardes, era el mismo

ritual. A las cuatro y media, subían y tras echarle un vistazo a las intimidades de los

patios del vecindario, encendían el radio transistor para escuchar las aventuras de

Sandokan. La magia que ejercían aquellas voces sobre los dos chicos los hacía

enmudecer durante el tiempo que duraban los episodios.

-Nuestra amistad fue la mejor del barrio. Una bronca con uno, era un problema con los

dos. Éramos la pareja de amigos más dispareja en muchas cuadras a la redonda. Dido

siempre fue pausado y juicioso. Yo, por el contrario, era el impulso, la locura y el

nervio.

<<Puta política, me cago en ella>> -maldijo en silencio al evocar la despedida entre

ambos y le pareció verse de nuevo caminando con Dido por la calle principal del pueblo

en dirección al cine. La película se llamaba Vivir por vivir y su música, con los años, se

convirtió para Rivera en el tema que lo devolvía al mundo de los vivos tras haber

fotografiado la barbarie del fregao de turno.

<<Donde único no me sonó por dentro aquella música fue en Nicaragua. Allí, eran otras

las canciones. ¡Ay, Nicaragua, nicaragüita! Allí estuve a gusto. ¿Qué será de María
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Ivette, del Negro y de Capeto? Sería lindo regresar a Managua con Carmen. Ese podría

ser un buen lugar para empezar de nuevo>>.

Antes de que el avión tocara tierra, se empeñó en ordenar en su interior los últimos

instantes en que dejó de ver a su amigo. Todo lo que pasó aquella noche podía

recordarlo con una claridad prístina.

<<Al acabar la película, en la misma puerta del cine, me sentí que era Ives Montand.

Saqué del bolsillo un cigarro, lo encendí de medio lado en la boca y le dije: “Tigre, seré

periodista”. Aquello me salió tan bien que, a partir de ahí, hasta yo mismo me creí que

lo sería>>.

Un año antes, Dido me había contado en secreto que pensaba abandonar el país y me

preguntó si quería acompañarlo.

-Tú bien sabes que por mí, iría –recordaba Ramón haber respondido-. Es mi padre. Dijo

que de aquí nadie se iba. Tú verás que vamos a volver encontrarnos y siempre seremos

los mismos.

Aquella noche, al llegar a la esquina donde estaba la herrería del Gallego, se sentaron en

el quicio de la acera.

-Cuéntame otra vez tu fuga con la cirquera –pidió Dido.

-Pero si eso pasó hace cuatro años, compadre –se defendió Ramón.

-Sí, ¿Y qué tiene que ver? Cuando lo cuentas es como si volviera a pasar.

-¿Y eso de qué vale? –lo interrumpió Ramón. Entonces, recordó cómo Dido le puso la

mano en el hombro y le dijo más bajo que de costumbre:

-Si tú no hubieras hecho ese viaje, ahora yo tendría miedo de hacer el mío. Aunque te

quedes, recuerda que fuiste el primero en irte por ahí.

-Pero, si no llegué ni a recorrer cien kilómetros. Me agarraron enseguida.


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-Los kilómetros que hiciste es lo de menos –argumentó Dido y sus palabras se quedaron

para siempre en Ramón-. Cuando saliste, estabas dispuesto a ir hasta el fin del mundo y

eso es lo que vale. Si no llegaste, no fue tu culpa.

Y, entonces, sin entender del todo lo que su amigo decía, le volvió a contar la historia de

cómo, a los once años, enamorado hasta los tuétanos de la trapecista de un circo de

barrio, decidió irse tras ella. Aquel suceso acabó por hermanarlos. Fue la primera mujer

que ambos, desde lo más alto de las ramas del tamarindo, vieron desnuda mientras se

bañaba en una ducha improvisada, al otro lado del patio de Ramón. Tras el revuelo de la

fuga, Dido fue el único en saber que la mujer conmovida ante el desespero y la

vehemencia con que la miraba su amigo, una noche, al bajar del trapecio, lo metió en su

tienda de campaña y le enseñó las primeras claves de la lujuria y lo prohibido.

-Eso, chacal, ni un hombre hecho y derecho hubiera sido capaz de hacerlo- recordaba

haberle escuchado a Dido.

Después, casi a las doce, se levantaron del quicio y Dido se quitó una chaqueta color

vino que llevaba y se la dio.

. -La llevaré donde vaya –aseguró Ramón y desabrochándose la camisa sacó del pecho

el manoseado libro de Sandokan que ambos habían leído-

No dijeron más. Un abrazo y cada quien tomo el camino de su casa.

Los pasajeros comenzaron a bajar del avión y con paso rápido, como impulsados por

una fuerza contagiosa, se metieron en un pasillo metálico que los condujo a la sala

donde chequeaban los pasaportes. Pese a ser una rutina que Rivera conocía a la

perfección, el recorrido se le hizo interminable.

Cruzó la aduana y, al encaminarse rumbo a la sala donde le entregarían el equipaje, se

preguntó cuánto parecido tendría su amigo con las fotos que, meses antes, le había

enviado y más que eso, qué quedaría del niño que había sido.
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Se sentía incómodo al darse cuenta que todos los lugares por donde había pasado le eran

ajenos y de que aquí podría ser distinto porque iba a encontrarse, dentro de muy poco,

con pedazos de su propio pasado

El ruido de la estera eléctrica por donde vendría el equipaje lo devolvió a la realidad

todavía con la sonrisa dibujada en el rostro. Distinguió la Sansonite y la levantó en vilo

usando una energía mayor que la requerida. La brusquedad del movimiento le hizo

comprender que su excitación iba en aumento. Debía controlarse. Con la maleta en el

suelo, se acomodó la bolsa de las cámaras y el ordenador portátil en el hombro derecho

y buscó con la mirada la puerta de salida. Echó a andar pero no pudo. Algo le pesaba.

Miró con el rabo del ojo antes de detenerse y descubrió a su amigo tirando de la

Sansonite. La soltó y quedaron frente a frente. Eran y no eran los mismos.

-¡Chacal, estás igualito, brother! –le escuchó decir con una voz que en nada se parecía a

la que recordaba. Los sonidos tenían calor cubano, pero la cadencia era más suave y sin

la explosividad de las consonantes.

Se abrazaron sin los palmoteos en la espalda típicos en la gente de la isla. Ramón, pese a

conocer y practicar los códigos machistas, hizo lo que hacía de pequeño, en el campo,

cuando se encontraba con la familia de su padre y besó en la mejilla a su amigo. Era un

gesto reservado para los allegados de verdad: el abuelo, los tíos o su padre.

Volvieron a mirarse como reconociéndose y Ramón, nervioso, carcajeándose, dijo:

-Tranqui, colega que no he cambiado de bando.

-Tú no cambias, nunca. Tú no cambias –afirmó Dido y comenzó a arrastrar la maleta de

Ramón-. ¿Viste, brother, se me cayó la teja? Por eso, todas las mañanas me paso la

navaja.

-Tío, mientras sea la teja y no el poste, nada importa.

Caminaron unos instantes en silencio y Dido, preguntó:


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-¿Y eso que no se te ocurrió traer a alguna amiga?

-Estoy haciendo un pos grado de santo. A mi edad, lo mejor es estar a sopita y buen

vino.

-¿Tienes hambre? –preguntó Dido.

-Siempre -contestó Rivera.

Tras meter los equipajes en el maletero, abordaron el coche y se dirigieron al restaurante

Versalles en la calle ocho.

-Aquí viene la crema y nata de la política cubana –le explicó Dido en voz baja-. Aquí se

funda la patria nueva.

Ramón apenas pudo aguantar la risa. La frase era lo de menos. Lo que verdaderamente

le alegraba era descubrir que su amigo conservaba todavía aquella manera muy suya de

soltar las bromas en un tono marcado por la sobriedad.

Ramón se sorprendió al sentir que, por momentos, era como si el tiempo no hubiese

pasado. Volvió a verse junto al tronco del frondoso tamarindo de su patio y continuó

con el juramento de amistad que ambos siempre pronunciaban antes de enfrentar a los

demás chicos del barrio.

Entonces, se miraron y dijeron a dúo:

-Problema contigo, problema conmigo.

Ramón, sin transición, engurruñó el entrecejo y, con la mirada, buscó los ojos de su

amigo.

-Yo incumplí.

-Tú cumpliste y estás aquí. Los dos estamos aquí.

Ramón se dio un trago corto de cerveza y, con rabia contenida, se pasó la servilleta por

los labios y entró de a lleno en el tema:

-Sé que no cumplí. Nunca fui a ver a tu padre cuando estuvo preso.
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-Eras un niño –lo justificó Dido.

-Pero crecí y él seguía preso –remachó Ramón-.Tú no estabas, y mi deber era ir.

Tras un breve silencio, Dido, con voz pausada pero firme, intentó cerrar el tema:

-Soy el hijo de mi padre. Soy tu amigo y te digo que no incumpliste.

Lo que menos necesitaba Ramón Rivera era que su amigo le diera la razón. Estaba

preparado para todo. Se sentía un poco hijo de puta y, al mismo tiempo, le molestaba

tener que estar dando explicaciones. Llevaba años imaginando cómo sería ese momento.

Sabía que, tarde o temprano, los que se fueron antes y quienes lo hicieron después,

tendrían que verse las caras. Después de muchos, años había llegado a la conclusión de

que su hermano y su mejor amigo merecían una explicación y ahora quería darla. Era

algo más personal que político.

-Hayas estado donde hayas estado, sé que nunca le has hecho una mierda a nadie.

Tuviste que quedarte. Creciste allí, pero sé que eres de los que jugó limpio. Así que

ahora, olvídate de eso.

-No se trata de haber jugado limpio o sucio, se trata de haber jugado – repostó Ramón.

Dido pasó por alto el comentario y prosiguió:

-Si no fuiste a ver al viejo o si más nunca escribiste, eso no tiene importancia para mí.

¿Quién soy yo para juzgarte? Bastante tienes ya con haberte condenado tú mismo

muchas veces.

A Ramón no le sorprendían tanto las palabras de su amigo, sino el hecho de sentirse mal

consigo mismo y se escuchó diciendo en voz alta las preguntas con que tantas veces se

había machucado desde que estaba en la isla.

-¿Por qué nunca tuve la valentía, los cojones y la honradez de reconocer que, de este

lado del charco, tenía gente a quien quería? ¿Por qué nunca me opuse a la orientación de

que un militante no podía cartearse con los amigos y la familia? ¿Acaso no habían dicho
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que hacer el socialismo era una elección de hombres libres? ¿Qué fue lo que pasó para

que yo dejara de cartearme contigo y con mi hermano? ¿Por qué lo hice? Ahí, comencé

a cagarla.

-La última noticia tuya fue que estabas becado y que habías ganado unas medallas en los

Juegos Escolares. Después, muchos años después, cuando vino Nenita, la del barrio, le

pregunté por ti y me dijo que andabas por La Habana y que eras tremendo ñangara. Yo,

le respondí, pregúntale a mi madre, “Ramón nunca será ñangara”.

Ramón, tragó en seco y mirando de frente de frente a su amigo, dijo:

-Y me hice ñangara, Sandokan. Comunista. De los que se creyeron el cuento que había

que joderse el presente para construir el futuro.

Por cierto, - dijo Dido cambiando de tema- quiero presentarte a Carlos Días. Vino en el

último barco que salió de Cuba cuando lo del Mariel. Vivió en un pueblo que se llama

Ocala y lo que cuenta de allí, le pone a cualquiera los pelos de punta. Ningún cubano le

ha sacado el jugo al sur de los Estados Unidos como él. Tremendo escritor.

-Entonces, beberemos con él –afirmó Ramón y empezó a devorar su ración de carne

ripiá como si en ello le fuese la vida.

-¿Te acuerdas de los dulces de leche que hacia tu tía? –indagó Dido.

-De ellos y de la leche merengada que nos preparaba tu vieja. Aquel olor a canela me

quedó para siempre. Nadie queda a salvo de la nostalgia de los olores y los sabores –

recalcó Ramón.

Cuando llegó el camarero con la cuenta, Dido se adelantó:

-En mi barrio pagó yo.

Cuando salieron del Versalles, el tiempo parecía no haber pasado entre ellos,

enrumbaron por la calle ocho y Dido preguntó:

-¿Qué planes tienes?


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-Por lo pronto, llegar y darme una ducha. Perdí la costumbre del calor y mira como

tengo de mojada la guayabera que me mandaste. Me reconciliaste con la guayabera,

¿sabes? Demoré años en que se me quitara la ojeriza.


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Rugido

Miami. Bajamos por el túnel que nos lleva al interior del aeropuerto. Estoy preparado.

Espero mi turno. Ensayo y repito mi guión: “I’m a cuban. Soy cubano. I am a

journalist. Soy periodista. I have work in USA. Tengo trabajo. I`m a good man”.

Lo último se me fue y no lo traduje porque me molestó. ¿Qué cojones tenía que andar

diciendo que yo soy un buen hombre?

-Soy cubano y vengo a quedarme. Aquí tiene mis documentos –terminé diciendo.

Casi tenía un pie dentro cuando, por el otro lado, aparece una señora de voluminosas

carnes. Se me acerca y, en un habanero cerrado, me pide que la siga.

-¿Estoy ya en territorio de los Estados Unidos? –pregunto. Es vital tenerlo todo

controlado.

-Desde hace unos cuantos años esto es territorio norteamericano –responde sin detener

la marcha-. ¿Echaste el pasaporte español en el inodoro del avión? ¿Cuánto vale ahora

comprar uno?

Demoro en responder. Había imaginado mucho más corre corre. No puedo creer que la

llegada de uno de los corresponsales de guerra más vinculados con el régimen cubano

sea así. Aquí tiene que haber gato encerrado. No puedo bajar la guardia. Estoy

obsesionado con lo de la Ley de los pies secos y mojados y, entonces, veo a una

empleada de la limpieza pasando una fregona en el pasillo, creo estar descubriendo la

trampa y apuro el paso. Que para eso uno ha visto y ha leído mucho acerca de los que

hacen los policías cuando quieren joderte. ¿Cómo actuar en caso de que, pese a estar en

territorio de Estados Unidos, me diga que no puedo quedarme porque tenía los pies
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mojados? Lo pienso y aprieto el paso para salir de la zona. Este pasillo me parece un

campo minado.

-Calma, calma –pide la mujer- Explícame bien, ¿te dejaron allá salir sin pasaporte?

¿Eres cubano o eres español?

-Las dos cosas. Una no quita la otra.

-Pues con lo que nos hizo el Zapatero ese en Irak, será mejor que seas más cubano. ¿No

crees?

Estoy decidido a no mojarme de ninguna manera.

-Ancha es Castilla, señora. Allá, como aquí, hay quienes están a favor y quienes están

en contra.

-¿Y tú de qué parte eres?

Mi ángel de la guardia me sopla las palabras al oído. Mi instinto está tan afinado que

hasta descubro su encerrona.

-Soy de Camagüey, pero vivía en La Habana –respondo. Seguimos hasta el final del

pasillo, hasta las dependencias de la policía y allí me deja. Entrega mis documentos y se

despide de mí.

Esto, por los rostros, es una babel silenciosa. A mi lado hay un chico mexicano. Está

nervioso. Lo han hecho perder la conexión de su vuelo a California y ahora lo

investigan. Teme que puedan deportarlo. Yo aquí, esperando. Me llevarán al

campamento de Krome que, al decir de muchos, es la antesala al paraíso.

El mexicano me sonríe.

-Ustedes, los cubanos, no tienen problemas.

Son las tres de la mañana. Me llevan a otro salón y me registran las maletas. Quieren las

botellas de vino. Discutimos. Dicen que no puedo entrar a Krome con ellas, toda la
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tensión acumulada aflora de golpe y me exploto. Espero que me den un tortazo en

cualquier momento.

-Pero, hombre –dice el capitán de policía-. Estas medio deportado y te pones a discutir

por unas botellas de vino. Ustedes los cubanos no tienen arreglo.

-Defiendo mi derecho en una democracia –respondo.

-No tienen arreglo –ríe el capitán y acaba metiendo las botellas en la maleta.

Al amanecer vienen a buscarnos.

Llego a la antesala al paraíso, entrego el equipaje y lleno formularios. Veo cómo a

muchos le ponen una manilla plástica en la muñeca y les dan uniformes. Nadie sonríe.

Como a las cinco horas, se aparece un hombre, trae una libretita debajo del brazo, y se

identifica como oficial de inteligencia. Cuando pregunta, le digo la verdad.

-Creí en aquello y le di lo mejor de mí. Fui militante de la Juventud, del Partido,

periodista, corresponsal de guerra y primer teniente de la reserva en una unidad de

Destino Especial.

-Ya no existe esa unidad –comenta y me explica dónde estaba y quién la comandaba y

en qué zona operó su gente en Angola y en los asesores de ella que fueron a Nicaragua.

Su información era mucho más fresca que la mía.

-¿Qué piensa hacer aquí? –pregunta.

-Trabajar. Ganarme los frijoles –respondo.

Se me queda mirando fijo. Le sostengo la mirada.

-Dentro de poco, usted saldrá de aquí. Le harán un chequeo médico y, luego, lo llevaran

a una organización de la iglesia para que regularice su estatus. Bienvenido a los Estados

Unidos de América.
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¿Seducido?

Llegó tan achispado al apartamento 30 de 1400 y Pennsylvania que, al entrar, soltó las

valijas en la sala y no atinó a poner el aire acondicionado. Los años alejado del trópico

le pasaban factura. Cayó en la cama como un fardo y, sudando a mares, tuvo que volver

a levantarse.

-Así no hay quien rayos duerma –protestó y se metió en la ducha. Pensó en su casa de

La Habana y en los calores que allá había pasado-.

Comenzó a secarse y se alegró del encuentro con Dido y de estar tan cerca de la isla. La

conversación con el amigo y la sensación de haberse quitado de encima un peso muy

grande lo hacían ahora sentirse más ligero.

-Mañana, me conectaré a Internet –dijo mucho más relajado-. Carmen debe haber

escrito. Aunque con ella nunca se sabe.

Mientras se peinaba se echó a reír, a recordar una de las frases usadas en la película

Carmen de Saura: “las mujeres son como los gatos, vienen cuando no se les espera y no

aparecen cuando se les llama”.

Desde hacía alrededor de un año, Carmen se había ido convirtiendo en algo tan diario

como el mismo café de la madrugada.

-Veremos qué dirá cuando se entere que estoy aquí –dijo divertido.

Por fin, con el futuro económico asegurado, desde hacía un año, había decidido dejar la

agencia de noticias y, hastiado de todo, se había refugiado en Internet para hablar con la

menor cantidad posible de personas. Carmen, era el centro de su relación con el mundo.
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Le daba curiosidad el apasionamiento de ella al defender su relación con Cuba y recordó

la noche en que le reprochó la mala uva que había en sus escritos.

Internet se había convertido para ambos en un polígono de señales de humo, luego, en

campo donde libraban escaramuzas y, después, en un escenario donde ambos

comenzaron a presentar credenciales en el arte de la seducción. Era un póquer con las

cartas al descubierto y eso fascinó tanto a Ramón Rivera que, dejando su paranoia a un

lado, entró en aquel extraño, peligroso y adictivo ritual.

Al principio, los mensajes de Carmen lo pusieron en ascuas. Como la mayoría de los

cubanos que, después de conocer por dentro los engranajes del régimen habían puesto

distancia de por medio, lo primero que sintió fue desconfianza. Era un mecanismo al

que casi nadie podía escapar porque estaban marcados con el signo de la sospecha que

se resistía a desaparecer pese a los años. Luego de provocarla y despotricar contra el

gobierno de La Habana y al no encontrar la reacción típica de quien busca establecer

determinado contacto, Ramón centró la atención en analizar la manera en que ella

comenzó a extender sus resplandores. Primero, por sospecha y luego por el puro gusto

de releerlos, guardaba la mayoría de los e mail que ella le enviaba.

-Sea lo que sea, es un puente y los puentes sirven hasta para el enemigo cuando huye.

Ya habrá tiempo para ocuparme de ella y ver hasta dónde es capaz de seguir con este

juego.

La primera noche en South Beach, fiel a su costumbre de salir a la calle cuando llegaba

a una ciudad, Ramón subió por Pennsylvania Avenue hasta Española Way. Era una calle

pequeña y peatonal llena de restaurantes que lo cautivó al instante. “Me gustaría

recorrerla con ella y, algún día, lo haré” –se prometió. Al llegar a Washington Avenue,

doblo a la derecha y se encaminó hasta Lincoln Road en donde, a esa hora, aún

quedaban algunos restaurantes abiertos. “Lindo ambiente”, pensó. Por el acento de


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muchas de las camareras pensó que si cerraba los ojos bien podría decir que estaba en la

calle Sarandi de Montevideo o en la Corrientes de Buenos Aires.

-Sí Carmen las oyera, se moriría de risa –se dijo-. Pobrecita, piensa que aquí sólo hay

cubanos.

Luego, llevado por el olor del mar, bajó hasta la playa. El oleaje era manso y Ramón se

quitó los zapatos y comenzó a caminar por la arena. Buscó con la mirada la línea del

horizonte y sintió envidia de Jesús. Le hubiera gustado poder andar sobre las aguas y de

hecho muchas veces había soñado que podía hacerlo.

Quedó como en blanco y respiró con calma, disfrutando la sensación de volver a sentir

aire del Caribe llenando sus pulmones. Con lentitud se subió las patas de los pantalones

y dejó que las aguas le lamieran los pies. Sintió la boca reseca y se asustó. Miró a su

alrededor y comprobó que estaba solo. No era miedo, sino emoción. Era la primera vez

que, en sosiego, estaba tan cerca de la Isla y enmudeció hasta sentir que se atragantaba

de tanto silencio. Retrocedió sin darle la espalda al mar y, solo cuando salió de la arena,

dio media vuelta.

-Una colada –pidió al llegar a uno de los negocios en donde vendían comida cubana y se

mordió los deseos de reír al escuchar a uno de los loquitos que pululan por la zona

haciendo una disertación acerca de la inteligencia de los avestruces. La elocuencia del

hombrecito le reafirmó que Cuba estaba al cantío de un gallo.

Esa noche se acostó con el deseo de soñar que, al galope sobre las aguas, llegaba hasta

la playa de los rusos en Alamar, pero los sueños son también como los gatos y tuvo que

contentarse con la repetición de otro en donde miles de tomeguines y caimanes

pequeñitos llovían sobre la calle Prado.

Al otro día, el sol que se filtraba por la cortina de la ventana lo obligó a levantarse. Tras

la ducha, la afeitada y el café que comprara la noche anterior, salió a la calle y en un


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concesionario logro conseguir a buen precio un Mazda MPV blanco de segunda mano.

Lo otro, consistió en abastecer la despensa con comida criolla y buscar frutas. En la

tarde, por fin, logró conectarse a Internet.

El nuevo mensaje de Carmen era más provocador que todos los que había recibido hasta

la fecha. Le explicaba que le interesaba mucho conversar acerca de los corresponsales

de guerra y, en su caso, ahondar más en su vinculación con la poesía.

Ramón Rivera, con la mosca de la sospecha detrás de la oreja, contestó de inmediato:

Tu interés me contagia y te propongo a cambio que me cuentes tus experiencias como

extranjera y becaria en Cuba y cómo te sientes a caballo entre los dos países.

-¿Qué coño busca esta mujer? -se preguntó un tanto molesto y abrió unos mail enviados

anteriormente por Carmen donde lo provocaba citando de forma burlona un texto de

Boudrillard

“Todo es seducción, solo seducción… en realidad solo está muerto el que ya no quiere

seducir en absoluto, ni ser seducido”.

-¿Hasta dónde quiere llegar?

Ramón recordaba las respuestas evasivas de Carmen cuando él intentó hablar con

seriedad acerca del tema y la pinchó para que fundamentara por qué le decía que, en

definitiva, ambos eran dos seductores empedernidos.

“Lo que quiero no es amarte, quererte, ni siquiera gustarte: es seducirte –lo que no

significa que me ames o me gustes, sino que seas seducido. En el juego de la seductora,

también hay una especie de crueldad mental hacia sí misma. Cualquier sicología

afectiva es debilidad frente a esta exigencia ritual.

La verdadera seductora sólo puede serlo en estado de seducción: fuera de ahí ya no es

mujer, ni objeto; ni sujeto de deseo; queda sin rostro, sin atractivo –ahí reside su única
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pasión. La seducción es soberana, es el único ritual que eclipsa a todos los demás, pero

esta soberanía es cruel y cruelmente pagada”.

“El hombre, acostumbrado siempre a buscarle cinco patas al gato, cuando recibió los

fragmentos, durante días, se preguntó, por qué ella se empeñaba en mostrar sus cartas.

Se acordaba claramente que, esa noche, después de haberse tomado a palo seco casi

media botella de ron, se había puesto pesado al preguntarle insistentemente por teléfono

por qué ella se sentía con tanto poderío. No pudo evitar la risa al recordar como, en

medio de la borrachera, intentó que Carmen le explicara qué quería decir al subrayarle

uno de los fragmentos. El asunto tenía demasiada enjundia para haber sido abordado

bajo los efectos del alcohol.

“En la seducción la mujer no tiene cuerpo propio, ni deseo propio. La mujer no cree en

ellos, juega. Sin cuerpo propio se vuelve apariencia pura, construcción artificial donde

se adhiere el deseo del otro. Toda seducción consiste en dejar creer al otro que es y

sigue siendo el sujeto del deseo, sin caer ella misma en la trampa. También puede

consistir en volverse objeto sexual “seductivo” si el “deseo” del hombre es ése. El

encanto de la seducción pasa a través del atractivo del sexo. Pero, precisamente lo

atraviesa y los trasciende”.

-Lo que me molesta no es que piense así o actué de esa manera, sino que me lo advierta

y al hacerlo, intente seducirme –dijo Ramón Rivera e imaginó lo tentador que podía ser

encontrarse por fin con Carmen-. De tan atrevida, es hasta graciosa. Si hasta intenta

retratarme y dejarme al descubierto. ¿Es descaro o seguridad en ella misma? ¿Acaso

será una invitación al juego? Ella no sabe que soy un jugador. ¿Es un desafío?

Y, entonces, leyó en voz baja:


40

“¿Qué ocurre con la figura del seductor? El también se transfigura para introducir el

desconcierto, pero esta transfiguración adopta la fórmula del cálculo, y el adorno cede

paso aquí a la estrategia”.

Una mujer como ella no provocaría si no estaba segura de tener la victoria de su lado.

Pero, en este juego ¿qué significa la victoria?

<< ¿Por qué me ha escogido a mí que le llevo quince años de diferencia? –se preguntó-

¿Hará lo mismo con hombres de su misma edad? ¿Lo habrá hecho con otros mayores?

¿Y, si lo ha hecho, por qué ha sido? ¿Será de verdad una agentona de la seguridad

cubana? ¿Por qué conmigo, si no estoy en nada? ¿Seré el trampolín para llegar a

algunos de mis amigos? Y, si fuera así, ¿por qué no oculta su manera de pensar? ¿No

será que esa es un nuevo tipo de fachada?>>.

Comprendió que se le había ido la mano en el asunto y no pudo evitar soltar la

carcajada.

<<Joder, ni con tantos años fuera uno puede acabarse de quitar la paranoia de estar

viendo agentes y segurozos en todos los lados. ¿Qué me puede importar a mí que lo sea

o no lo sea? Si se ocupan de gente como yo, arreglados están. Si fuera verdad, sería una

evidencia palpable de que ya han perdido la brújula. Me daría hasta morbo acostarme

con ella y, cuando la tuviera a punto de caramelo, ponerle el himno de los Estados

Unidos para pasmarle el polvo>>.

Le gustó saber que ahora podía bromear con un tema que durante mucho tiempo lo llevó

a crear una barrera infranqueable con todo lo que venía de la isla. Había sido igual que

la primera que lo privó de comunicarse con los familiares y amigos que tenía entonces

del lado de acá.

<<No, fue peor -se rectificó, porque afuera nadie me prohíbe nada. Es sólo mi temor, el

virus de la sospecha cada acto de la existencia. La mayoría estamos cocinados.


41

Perdimos la facultad de creer. Estamos, pero no somos ni queremos ser. Quizás,

Carmen, tenga razón cuando dice que el odio me enturbio el verbo y las imágenes. Lo

dejó claro con mis textos de Angola. Todos sus señalamientos eran acertados. ¿Por qué,

cuando nadie me presiona con la consigna, sigo usándolas en sentido contrario? Es

posible que sea hasta mejor dedicarme sólo a la fotografía y dejar de escribir hasta estar

menos caliente. Hay mucho en ella que no trago todavía, pero debo reconocer que tiene

buen ojo>>.

Acostado en el sofá, con la cabeza apoyada en una almohada, continuó leyendo los mail

con los cuales había comenzado a interesarse por Carmen. Fueron llegando poco a poco

y, a medida que pasaban los días, los fueron envolviendo a ambos en un aura de

cercanía que, sin tener espacios definidos, comenzó a crear un lugar que, según la

evocación, podía convertirse en parque, cuarto, cama, libros, canciones, pinturas, calles

y en ensoñaciones que estaban más allá de la lógica.

En Internet, Ramón había encontrado lugares y personas de la más variopintas

procedencias, gentes que, escudadas en el anonimato de la red, le habían abiertos

puertas insospechadas. Sin embargo, desde que Carmen hizo acto de presencia la

situación, comenzó a cambiar.

Saboreó un trago de café, encendió un tabaco y se concentró en la lectura de uno de los

primeros mensajes

Ramón, he leído un artículo tuyo aparecido en una de esas páginas contra Cuba y me

preguntaba si eras el mismo que el de las crónicas de la guerra de Nicaragua. Me

llamó la atención que fueras el mismo que, cuando trajeron a los cubanos muertos en

Angola, escribió que las campanas doblaban por ellos. Tenía varias crónicas tuyas

escritas en estos años sobre tu experiencia en Angola y me pregunté si, mientras

estabas en La Habana, intentaste publicar alguna. Varios de esos relatos me gustaron,


42

pero siento que les sobra cálculo y les falta garra y humanidad. ¿Qué ha pasado entre

quien escribía allá y el que, desde hace unos años, escribe afuera? Fotos sí he visto

algunas y entré en la página donde aparece tu exposición Trotamundos. Me gustó ver

cómo encuentras siempre un ángulo, un elemento en donde lo humano emerge entre la

violencia de la guerra o las situaciones extremas. ¿Dónde te sientes más a tus anchas?

Por otra parte, desde hace algunos años vengo interesándome en el tema del mito y la

realidad en los corresponsales de guerra y creo que sería interesante que

conversáramos acerca de ello. Cuéntame de España y de esa exposición que piensas

hacer mostrando ese Madrid que Sabina plasma en sus canciones.

Dime qué tanto te acuerdas de los días en que viviste en mi casa. Para mí, entonces,

con trece años de edad, tu presencia fue una mezcla extraña. Recuerdo que, por una

parte, disfrutaba de la presencia de un hombre en nuestra casa. Fantaseaba con la idea

de un padre. Por otra, lo viví con cierta curiosidad luego de haber escuchado hablar de

ti a algunas amigas de mi madre con las cuales anduviste. Ahora me da hasta risa el

cuento de una de ellas, pero en aquel entonces, me asustó. Decía que, cuando estabas

en tu punto, te daba por tirar de sus cabellos. Me llama la atención que me digas que te

acuerdas de unos suecos rojos que yo usaba. Nadie había vuelto a nombrarlos. Resulta

interesante que te acuerdes de esos detalles y me digas que no recuerdas mucho de mi

rostro. ¿Te acuerdas que te decía tío?

Besos sobrinescos. Carmen.


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La última travesía del Marasmo

Ramón quedó como lelo al ver el edificio del Miami Herald y el paisaje de la bahía a un

lado y otro de la carretera. Respiró hondo como si quisiera tragarse todo el aroma del

que durante tanto tiempo le había faltado. Las luces, el agua y los barcos le crearon una

oleada de euforia. Bajó el cristal de la ventanilla para sentir el calor.

-Dale despacio, tigre –pidió-. Esto es la vida.

Dido lo miró con el rabillo del ojo y se echó a reír.

Respiraba a pulmón lleno y le parecía que le habían inyectado sangre de mono y jiribilla

en el cuerpo.

-Vamos a Biscayne –propuso Dido y buscaron la otra carretera-. El otro día, me dejaste

intrigado con eso de la guayabera. A ver, ¿Cómo fue el lío?

-Pues nada, que la emputecieron. La emputecimos y se convirtió en uniforme de estado.

Aquello parecía una comparsa.

Ramón se escuchaba hablar y no se reconocía. El mar, su amigo, las cervezas y todo lo

demás que le estaba pasando, lo llevó a contar de manera festiva algo que, durante años,

le había quemado por dentro. Liberarse de aquel lastre le hacía bien.

-Lo que más me jodió fue ver cuando los segurosos, los policías de paisano,

comenzaron a usarla. No te imaginas lo ridículos que se veían con aquellas guayaberas

apretaditas en la panza. La usaban hasta de colores, de poliéster y, para colmo, siempre

procuraban que se le viera o se les marcara la pistola que llevaban debajo.

-Chacal, en todas partes los policías llevan pistola –admitió Dido sin malicia.
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-No, no me refiero al hecho de que llevaran pistola, sino a la prepotencia con que la

usaban. A lo mejor, es un problema de los policías secretos de todo el mundo

Los años de ausencia en la Isla y el vivir en otra realidad, hicieron que Dido buscara

darle una explicación a lo que contaba su amigo.

-¿Qué prepotencia puede haber en que alguien tenga una pistola? No soy policía pero, si

abres la guantera, podrás ver que allí hay una 45.

Como por asalto, la duda se apoderó de Ramón y fue como si toda la alegría se le

apagara de golpe. Sus fantasmas y sus constantes ataques de suspicacia le afloraban en

el momento más inoportuno y ante la única persona con quien no quería tener ningún

tipo de sospecha. El cambio fue brutal y se molestó ante el hecho de no poder controlar

sus instintos. “¿Pregunta porqué no entiende, porque vive en otra realidad o porque

quiere verme entre la espada y la pared?” -se macheteó por dentro y el cuestionamiento

lo hizo sentir el ser más miserable del mundo. La sospecha, siempre la mezquina, la

purulenta, la hija de puta sospecha de la cual nunca se había podido curar pese a llevar

tantos años fuera del lugar en donde la había incubado. Se sintió indefenso al pensar en

lo que pasaría si su mejor amigo llegara a saber lo podrido que estaba por dentro. Apretó

las mandíbulas y sacando fuerzas de donde pensaba no tenerlas, intentó serenarse.

-En Cuba, no es como aquí –dijo-. Ellos son quienes únicos pueden tener armas. Es un

cuento de que las armas están en manos del pueblo.

-Pero tú me dijiste, una vez por Internet, que tenías una pistola –replicó Dido con

desenfado.

El aguijonazo de la sospecha lo hizo revolverse en el asiento. Se resistía a imaginar que

su amigo le estuviese insinuando que él también estaba entre los elegidos que podían

tener armas. Intentaba poner un muro de contención a las dudas y no podía controlar
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que éstas se filtraran, lo horadaran todo y, luego, irrumpieran como una avalancha

incontenible. Los pensamientos lo estaban metiendo en una vorágine de violencia.

-Ves como no te acuerdas, brother –dijo Dido-. Los años te están borrando el disco

duro.

Ramón sentía la necesidad de que la tierra se lo tragara. Sentía la limpieza de las

preguntas. Estaba convencido de que en las palabras de Dido no había ni podía haber

segundas intenciones. Lo sabía. Era de las únicas cosas de las que podía estar seguro y,

pese a ello, no podía despegarse de la sospecha.

-¿Tienes tiempo todavía? –preguntó intentando trasmitir calma.

-¿Cómo no voy a tener tiempo para ti, si llevo años esperando este encuentro?

-Pues busca un lugar tranquilo por ahí, compadre.

Nunca, como hasta esa noche, Ramón Rivera había sido tan consciente de hasta dónde

la sospecha y la desconfianza habían minado su personalidad y nunca se había

propuesto mantenerla a raya con tanta fiereza. Se había habituado a vivir con ellas desde

los tres últimos años en que había vivido en Cuba y, desde entonces, de una forma u

otra, aquel síndrome le había ido dejando lamparones en toda su existencia. Cuando

único se sentía un poco en paz era cuando se metía a retratar los horrores de una guerra

porque, entonces, era el instinto lo primario y el cabo que lo ataba a la vida. Pero, desde

hacía ya varios años no se metía en ninguna y, después que ocurrió lo de Sarajevo, había

dejado de interesarse por el asunto. Entonces, no fue dudar o sospechar de las personas,

sino de sí mismo y hasta de su honradez para con los pocos códigos que creía mantener

a salvo. <<Pase lo que pase, diga lo que diga y piense yo lo que piense, de quien único

no puedo sospechar es de Dido>> -dijo para sí con resolución cuando llegaron al

Sunday’s on the Bay.


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La mesa daba a un muelle y, a pocos metros, decenas de embarcaciones, unas al lado de

las otras, se mecían mansas. El viento, a esa hora de la noche, suavizaba el calor que

había dejado el sol.

-Me has herido de muerte, campeón. ¿Sabes que, muchas veces en sueños, vi este

mismo lugar?

-¿Es que en Europa no hay marinas así? –preguntó Dido para achisparlo y, luego, le

ordenó al camarero que trajera camarones y cerveza.

-Europa es Europa y España es España. No lo dudes –recalcó Ramón-. Hay de todo y

quizás más, pero ése no es el asunto. Lo que pasa es que para uno es distinto,

jodidamente distinto. Allá, pensaba en Cojímar.

Dido hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y citó, de memoria, un fragmento del

Viejo y el mar:

-A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a La Terraza –dijo y matizó-. Era

donde se refería al pelotero John McGraw.

¿Conoces La Terraza?

-Mira, –dijo Ramón- durante años fui todas las noches. Allí, en los ochenta hice varios

reportajes para rescatar la memoria del Viejo. Habían convertido aquello en una piloto.

-¿Una qué?

-Una piloto, en Cuba, es un sitio donde venden cerveza a granel. Siempre estaban hasta

los topes y, en cualquier momento, podía armarse una bronca. La peste a orine lo

invadía todo. Después de varios conatos, remodelaron aquello y, al menos, el decorador

colocó fotos de la filmación del Viejo y el mar en las paredes. Muchas tardes, me senté

con Gregorio, el patrón del Pilar, en la misma mesa donde le gustaba sentarse al Viejo.
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-Sabes que leí algo que publicaste, en España, donde un tal Blacaman contaba que la

aguja con la que Fidel ganó el torneo Hemingway se la había pescado él ¿En el tiempo

de la terraza ya sabías ese cuento?

-No –respondió con la boca llena.

-Lo imaginé –afirmó Dido.

-¿Por qué?

-Porque pienso que lo hubieras escrito.

Ramón respiró hondo y dominando lo que sentía por dentro, se lanzó a fondo.

-Quiero que sepas, porque contigo lo quiero todo muy claro, que no escribí muchas

cosas que sabía y que escribí otras que me contaron y que las di como hechas, sin

molestarme en averiguar si eran ciertas o no.

-¿Creías que eran ciertas?

-Creía en quien me las dijo –afirmó Ramón con resolución, sin querer detenerse a

pensar si había alguna doble intención detrás de la pregunta.

-¿Llegaste a creer de verdad?

-Sí –afirmó Ramón al tiempo que descabezaba una gamba-. Sí, mi hermano.

Dido ladeó la cabeza y Ramón se le quedó mirando cómo si quisiera encontrar algo en

el fondo de su mirada. Luego, prosiguió lento:

-Con esta profesión, tenia que haber dudado de todo y, durante años, no lo hice. Fui

incapaz de investigar. Primero, porque creí. Luego, por comodidad y más tarde, cuando

empecé a abrir los ojos, por orgullo y cobardía. Por no tener que reconocer que me

había equivocado y que era uno más de los que ladraba en la jauría.

-Si te sientes mal, cortamos aquí mismo el asunto –propuso Dido.

-Fui yo quien te dijo que quería conversar y que supieras cuatro cosas –le recordó

Ramón.
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-No necesito que me cuentes nada –le aclaró Dido.

-Pero yo necesito contarte –replicó Ramón y, como sentía que algo le quemaba en la

garganta, se bebió hasta el fondo la cerveza-. A lo último, fue la locura. Es muy jodido

descubrir que te autocensuras. Ya no era necesario que me dijeran esto sí y aquello, no.

Me sentí podrido por dentro. Comencé a dudar de todo y de todos y eso me secó. Y lo

triste es que no he podido curarme. Fíjate si soy hijo de puta que, hace un rato, dudé

hasta de ti. Me preguntaba por qué me preguntabas.

Dido pidió otra ronda de cerveza y se acercó a su amigo.

-Deja ya de machucarte. No soy ningún cura para que te confieses conmigo. Me

contabas algo de Cojímar. ¿No te das cuenta que hoy es la primera vez en nuestras vidas

que bebemos juntos? Suelta todos los fantasmas, pero no dejes que vengan a joder este

momento.

Ramón asintió y buscó en su interior las fuerzas que las dudas le habían saqueado.

-Siempre que iba a La Terraza –recordó- me quedaba mirando los restos de un

embarcadero que, una vez, debió de haber existido allí.

Ramón se empeñaba en tener presente el hecho de que era la primera vez que bebían

juntos y se animó.

-Con mi amigo Rauli, como no podíamos tener un yate, nos inventamos uno en mi casa.

-¿Un barco en la casa? Explícate.

-Un barco, sí.

-¿Y tenían brújula?

-No, ¿para qué? Salíamos del puerto de la locura y siempre regresábamos a la ensenada

del tedio.

-No, por tu madre, no te me apagues ahora –pidió Dido-.


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-Aquello era aguardiente Coronilla y desespero. Allí estaba la flor y nata de la jodedera.

Solo dejábamos entrar en parejas o chicas solas, porque los tipos siempre la cagaban.

Eran gentes con imaginación. De hecho, quien quisiera embarcarse tenía que crear una

situación, una historia que los demás iban aumentando con las locuras que empezaban a

imaginar.

-¿Y eran viajes cortos o largos?

-Largos, cada hora equivalía a una semana a bordo. Imagínate, desde las nueve o las

diez de la noche, hasta al amanecer. Conseguimos un timón, salvavidas, banderas de

señales, una sirena que cuando la sonábamos despertaba a la gente del edificio. No sé

quién se apareció con un ancla y Marcelita, la uruguaya, trajo una grabadora y cintas

con efectos de tormentas, olas y cuanto sonido te pudieras imaginar. Aquella chiquita

era del carajo. Tenía que ajustarse al guión de lo que se contaba, pero siempre le gustaba

salirse con la suya. A veces, desataba tormentas de improvisto o daba la alarma que

había fuego a bordo y se armaba la de Dios. Te imaginas que, una vez, navegábamos

con mar en calma y tú escuchabas las olas chas, chas, chas, mansitas chocando contra la

proa y, de pronto, porque me negué a que siguiera tomando aguardiente coronilla por

temor a que se pusiera pedo, se encabronó y le dio por poner el himno nacional y todo el

mundo que ya estaba en el ligue y la jodedera, tuvo que ponerse en atención.

-Brother, ¿y los vecinos? ¿No llamaban a la policía?

-Esa vez, sí se aparecieron y Marcelita cuando iban subiendo alzó el himno nacional a

todo trapo y nos dijo: “Esto lo resuelvo a mi manera, todo el mundo a ponerse la ropa y

la madre del que se ría”.

-¡Candela la chiquita! –comentó Dido divertido- ¿Y qué hizo?

-Nada, cogió un periódico Granma y lo puso con dos chinchetas en la puerta del cuarto

y los mandó a pasar. “Qué bien, compañeros que hayan venido, porque aunque todos en
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este edificio son gente revolucionaria, hay algunos que no entienden. Ven, fíjense.

Hemos convertido el cuarto en una replica del yate Granma porque estamos preparando

una velada cultural en conmemoración del 2 de diciembre, el día que desembarcaron los

heroicos combatientes que luego fundarían nuestras gloriosas y aguerridas Fuerzas

Armadas Revolucionarias”.

-¿Y los tipos?

-Los tipos sabían que estaban en casa de un periodista traqueteaó y que muchos de los

que estaban allí habían peleado en Angola y eran militantes. “A ver, compañeros,

suenen la sirena del barco como está escrito en el programa” –ordenó Marce. Rauli en

persona metió el bocinazo y ella, radiante, les explicó: “Entonces, acá, el compañerito,

que fue paracaidista y se rompió un tobillo, leerá un manifiesto. A ver, enséñale la

herida a los compañeros” y, Rauli, ni corto ni perezoso, mostró su cicatriz. Era verdad

que se había hecho talco una pierna en un paracaídas. Los dejó cruzaó y, para colmo, los

comprometió. “Ya ustedes ven, mientras todo el mundo se divierte, ustedes cuidando el

sueño de la ciudad y nosotros, aquí, ensayando y preparando este aniversario. Ustedes

merecen un trago, compañeros” y casi les metió debajo de las narices los vasos con

aguardiente. Cayeron. No pudieron resistirse. Luego, con humildad, los remató:

“¿ustedes creen que sea un delito que, mientras que otros duermen, nosotros estemos

aquí haciendo trabajo voluntario?”.

-¡Que fiera! ¡Qué tormento esa niña!

-El policía de mayor edad tenía los ojos vidriosos. Nunca supimos si fue por la emoción

de ver como las nuevas generaciones preservaban las tradiciones combativas o por el

casi medio vaso de aguardiente que acababa de tomarse. “Sigan en lo que están y no se

preocupen. La juventud tiene que ser alegre, pero profunda”. Cuando se fueron,

seguimos la fiesta por tres días y hasta juntamos el 2 de diciembre con el 4, que era
51

Santa Bárbara. El Marasmo navegó en un mar de leche, ron y musiquita hasta que pasó

lo que, al final, pasaba siempre.

-Cuenta brother, cuenta. ¿Qué otras cosas pasaron?

-Una vez, Marce y Rauli se pusieron de acuerdo y, en medio de una travesía, declararon

tormenta y, sin aviso, empezaron a tirar cubos llenos de agua y, para colmo, dio la

coincidencia que la chivatona del edificio pasaba por debajo de una ventana y salió

empapada. No te imaginas la que se armó.

En otra ocasión, una pintora amiga nuestra y su novio dijeron que iríamos a Mallorca

para ver el lugar donde Chopín había estado con George Sand. Todo muy bien,

cojonudo. Se escuchaba la polonesa y los nocturnos. El lío fue cuando, a la hora de que

todos debíamos subir de nuevo en El Marasmo, la pintora dijo que ella se quedaba, y el

novio que no, y ella que sí. Y, como estábamos pedos todos, se armó la discusión. “¡Ni

muerta regreso!” -gritó y se tiró por el balcón como si fuera al agua. Acabó con una

pierna fracturada.

-¡No, no me jodas, chacal! ¿No me vengas a decir que aquello era solo con ron, cerveza

y aguardiente?

-Te lo juro. Si yo, en ese tiempo, era tan bolchevique que no sabía lo que era un canuto.

Los episodios del Marasmo hicieron que Dido casi llorase de la risa.

-¿Cuánto duró aquella locura?

-Casi un año.

-¿Por qué dejaron de navegar?

-Ya te dije, pasó lo que siempre pasaba –respondió Ramón y se fue como apagando.

-Tigre, si te quedas sin cuerda ahora, te juro que me lanzo al agua y digo que tú me

tiraste y te acuso de aguafiestas -amenazó Dido.

-¿Quieres de verdad que te lo cuente? –dijo Ramón y lo miró por encima de las gafas.
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-Cuenta, pero con gracia, no pierdas el compás.

-El Marasmo tenía tripulación fija, flotante e invitados. Una noche, Rauli se apareció

con una tipa que estaba como un tren. En las primeras travesías parecía media penosa.

Pero, de buenas a primeras, se soltó. Incluso, más de una vez, tuvimos que pararle los

cascos porque empezó a hacer chistes y cuentos contra el gobierno y nosotros, pese a ser

unos jodedores, con esas cosas no nos gustaba bromear. Pues quien te dice que alguien,

de buenas a primeras, puso una cinta en donde sonaba una sirena de la policía y Rauli,

sin pensarlo, para seguir la rima y animar el asunto, haciendo una bocina con las manos,

gritó: “¡Registro a bordo! ¡Qué nadie se mueva!”. Y lo primero que vio fue la cartera de

su chica. La cogió y cuando la fue a abrir, la muchacha, como una fiera, intentó

impedírselo. El show estaba garantizado. Allí estaban los hermanos Fundora y como si

fueran los ayudantes del policía de aduana, la cogieron entre los dos por los brazos. Ella

pataleaba e intentaba zafarse y todos nosotros nos partíamos de risa por lo bien que

estaba quedando el registro.

Ramón hizo un alto, bebió un trago largo de cerveza y continuó:

“¿Y esto?” -preguntó Rauli con la mano dentro del bolso y la cara muy seria.

Ella forcejeaba con más fuerza y nosotros, a coro, empezamos a gritar: “¡contrabando,

contrabando, contrabando!”. Ver la cara sorpresa de Rauli acabó de enloquecernos. Las

carcajadas deben haberse escuchado en la esquina. Pero, de golpe, quedamos mudos y

boquiabiertos al ver que Rauli sacaba del interior del bolso una pistola de las usadas por

los oficiales de la Seguridad del Estado.

-¿Y entonces? – preguntó Dido-. ¿Qué pasó?

-Los hermanos Fundora la soltaron como si fuera una patata caliente y ella, se abalanzó

sobre Rauli, le quitó el arma, la metió en el bolso y salió dando un portazo. Nos

quedamos no de piedra, sino de mierda. El único que se repuso fue Rauli que salió
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corriendo hasta el balcón y le gritó: “¡Compañerita del MININT, escribe en el informe

que me quedé con tus bloomer de recuerdo y que no eran verde olivo!”.

-Jodido, ¿verdad? –comentó Dido-. Pero ¿para que iban a infiltrar a alguien entre

ustedes, si todos apoyaban lo mismo?

-Más que jodido –respondió Ramón e intentó una sonrisa-. Recuerdo que empezamos a

desarmar El Marasmo. Cada quien, al salir, se llevó algo para tirarlo en el tanque de la

basura. Iban en silencio. Rauli fue el último y me preguntó si quería que se quedara.

“No. De todas formas hemos navegado más que el resto” -comenté. Estaba triste Rauli,

fue parco: “Me llevo el timón”.

Entré al cuarto y encontré a Marcelita, llorando. Tenía, entre las manos, la tablilla de

madera donde estaba escrito el nombre del barco. Se abrazó de mí y dijo: “yo seré tu

Marasmo. Iremos lejos”. Tenía las tetas al aire y nos pusimos a templar a la deriva.

-¿Navegaron mucho?

-Hasta el otro día –respondió Rivera-. Se quedó con la tablilla. Luego, el padre se la

llevó para Europa.

-¿Nunca más volvieron a encontrarse?

El semblante de Ramón cambió por completo y el verde de sus ojos cobró vida:

-¡Ay, muchacho! Este mundo es un pañuelo.


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Apuntes y Diarios

Nací aquí en Montevideo hace treinta y tantos años y de aquel tiempo sólo recuerdo el

patio de la abuela con caracoles. Mi abuela tenía el mismo pelo blanco que ahora y yo la

peinaba. Aparte de eso, me quedaron pocas cosas: la bicicleta roja que me dejaron los

Reyes a cambio de pasto y agua para los camellos, historias que luego me parecieron de

otra vida.

Dice mi abuela que, una vez, los milicos estuvieron varios días en casa, esperando a

mamá y ya hasta jugaban con nosotras. Ella negaba cualquier cosa que ellos buscaran y,

una mañana, aburridos, me piden que les cante una canción. A esas alturas, ya eran casi

de la familia. “Abuela, ¿cuál les cantó?” La que quieras, dice que me contesto.

Entonces, empecé: “A la huella, la huella de la victoria, sólo Los Tupamaros nos darán

gloria” Fue un silencio mortal y la abuela casi se infarta. No sé cómo terminó aquello.

Lo que sí sé es que siempre he sido medio desbocada. Me parece que lo heredé de mi

madre.

Con mamá nos encontramos en Chile. Le faltaba un diente, no lo olvido. Había un río

oscuro. Corrimos por la calle de su mano. Los tanques y los pececitos rojos de la fuente

en la embajada fue lo que quedó en mis ojos de niña.

Toda mi vida aviones que van y vienen. Llegar por aire, partir por aire. Aire que separa

mundos. Volar.

Entonces, Cuba fue mi casa. Nunca sentí nostalgia y como cantó una generación “no

tuve Superman, tuve Elpídio Valdés y mi televisor fue ruso. No tuve Santa Claus, ni

árbol de navidad, pero nada me hizo extraño”.


55

El mejor momento era volver. Cuando las ruedas del avión tocaban tierra, me envolvía

de emoción. Se abrían las compuertas y, al fin, me zambullía en aquel calor

amelcochado. Siempre quería volver. Allí estaba mi escuela, mi niñez, mi primer novio

y, por ahí para allá, mil cosas.

La Facultad, la risa, los amigos, el sudor, el hambre. La Catedral y la palma. El negro, el

mulato y el blanco. La playa, los mosquitos, el che y los Americanos. El abuelo, el

Coppelia, el camello, los amarillos, el ron, el son, el apagón, malecón, marañón. El

cuerpo que vive. Que no posa, que se menea. El granizado y el bejuco de boniato en el

surco. Matías Pérez, el que voló. Silvio, la rabia, los mambíses y el congrí, la lata de luz

brillante y la latica de Taoro. Los balseros, Santa Bárbara, Changó y los que tocan

fotuto en Remedios. Los pajusos y la pañoleta. Los que fueron a Angola. El hijo que se

me escapó con agua y sangre entre las piernas, el legrado en el Hospital Naval sin

anestesia, el placer y el tremendo amor con que volví a engendrar otros hijos. Las rastras

llenas de orientales, sacos de malanga, peste a grajo y hermanadas risas por la carretera

central con el sol partiéndonos la cabeza, comiendo caña. Las lágrimas negras, las

verdes, las rojas, las de cocodrilos y las celestiales. La jinetera y la militante. La

Cinemateca y La Tropical… para que seguir. A mí eso no se me despega más nunca,

creo. Te contaré lo que me pides, todo lo que me preguntes, quiero que lo sepas todo.
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Rugido

Cuando te odias de verdad, con el tiempo, en vez de quedarte cicatriz, lo que sientes es

un dolor bronco y sin fondo que, en ocasiones, te inunda y te enceguece.

Acababa de llegar a España y estaba en la calle, sin trabajo y sin dinero. Tenía hambre,

frío y sobre todo, miedo. El miedo puede convertirte en nadie. Una mañana, se me

cruzaron los cables y hasta llegué a pensar en cuánto comprarían un riñón.

Aquella Nikon FM2 era mi séptimo sentido. Llevábamos juntos más de diez años.

Juntos comulgamos con la vida y con la muerte. Nunca me falló. Pero la amenaza del

invierno acabó por quebrarme. La vendí.

Fue como cercenarme de cuajo un ojo, lo más lúcido de mi memoria, el latir más fiel del

corazón y el movimiento más sutil de mi índice derecho. La entregué, recogí el dinero y

quedé como en blanco al ver que ya no había marcha atrás.

Pagué el hostal, me atraqué de comida como un cerdo en El Dragón de Oro. Compré

jabón y me bañé. Pude afeitarme y con la esperanza de espantarme el asco que sentía

por mi mismo, completé mi suicidio involuntario colándome en el Teatro Albeniz.

Hubiera sido mejor tirarme delante de un coche o saltar desde cualquier azotea para

acabar de una vez. Pero fue mucho peor al pensar que, como otras veces, el arte lamería

mis heridas.

Esa noche, Charín haría Giselle con el Ballet Nacional de Cuba. Intenté dejar de pensar.

Sabía que, cuando ella subiera al escenario, la vida volvería a latir y la magia, gira que

gira, empezaría a levitar.


57

El pasado, a contrapelo, se hilvanaba con el presente. Cuba. Entonces yo era periodista.

Su rostro o bañado de sudor en los días previos en que estrenara El lago de los cisnes.

Primeros planos a sus zapatillas con las puntas rotas. Sus piernas poderosas bendecidas

por Ochún. La sala de su casa, invadida de girasoles después que terminó el estreno.

Salte a España: cuando sale a escena los aplausos no me dejan pensar. Ella sola, padre y

madre, procrea el encanto. Y, como siempre, son los mismos deseos de haberla podido

cargar en peso porque es de humanos querer mimar lo hermoso. La misma ternura

mansa de querer acariciarle las alas del tutú para comprobar que no es inmaterial. Ganas

de ponerle un brazo en el hombro y decirle: “flaca, eres la leche, mi hermanita” y el

deseo de querer volar para, desde arriba, hacer las fotos que nadie le había hecho.

Me conocía de sobra cada paso de Giselle. De pronto, aquella noche, en el Albeniz algo

no era igual. Saltaron las alarmas de mi instinto.

Me llevé la cámara al rostro, enfoque con el zoom. Apreté el disparador. Enfoqué sus

rodillas. Volví a disparar. Lo hice muchas veces. Pero no hubo clic. No tenía mi cámara.

Era el efecto Kirlian.

El ojo veía sin mirar. La memoria intentaba guardar la imagen que no había. Todo en mí

era falso e incompleto. Me había mutilado.

No pude soportarlo. Me fui. Caminaba sin saber a dónde ir. No quería regresar al hostal.

Vi mi rostro reflejado en el cristal de un escaparate y lo escupí y, cuando ya no tenía

más saliva, continué escupiéndome por dentro. Al otro día, apareció en los diarios que

había sido su última actuación con el Ballet Nacional y que dejaba Cuba. Perdí el

momento.

Ahora estoy en la esquina de la ventisiete y la once del SW, Charín esta sentada de

perfil, atenta a lo que hacen sus alumnas. Ya no baila, pero sigue siendo vuelo.
58

La enfoco con la cámara digital que todavía no he acabado de pagar. Intento apretar el

disparador pero mi dedo no obedece. Un Rugidos sordo me nubla la mirada.


59

Primer caballo

Intentó, como ya había hecho en otras ocasiones, rememorar los días en que vivió en

casa de Carmen. Entonces, se llevaba bien con la madre de la chica y ésta, le brindó uno

de los cuartos de su casa mientras llegaba el sorteo de los apartamentos que él, junto a

otros compañeros de trabajo, estaba construyendo.

<<Qué locura aquella idea de las micro-brigadas -pensó- .Y uno, en medio de la

desesperación por no tener donde vivir, hasta lo encontraba bonito>>.

Le llamó la atención que, por primera vez, recordaba aquel pasaje de su vida sin

amargura.

-A ver si la niñata esta me está lavando el cerebro –se dijo con ironía.

<<Pensar que estaba en lo mejor de mi carrera como periodista cuando decidí, al ver

que no tenía otra salida, apuntarme en la brigada del periódico y de la noche a la

mañana me convertí en constructor. Trabajaba en Alamar, un barrio al Este de La

Habana. Día a día, trabajaba diez horas levantando unos edificios de apartamentos más

feos que el hambre con la esperanza de que, luego de dos o tres años de trabajo, si tenía

suerte, me asignaran uno. A la micro no solo iban periodistas, sino también médicos,

ingenieros, empleados públicos y trabajadores de todos los sectores. Hora tras hora,

había que dar lo mejor de si porque la competencia era feroz y, generalmente, los

apartamentos que sorteaban siempre eran menos que los aspirantes. Las micro-brigadas

también sirvieron para que, si un trabajador cometía alguna falta en su centro laboral,

fuera a expiarla allí o para que se foguearan quienes no habían tenido la posibilidad, por

la edad, de haber demostrado meritos suficientes en la construcción del hombre nuevo.


60

Nadie, por aquel entonces, se preguntaba o si se lo preguntaba no lo manifestaba, cuánto

podía costar la construcción de uno de aquellos apartamentos si se tenía en cuenta que

quienes los hacían, tuviesen la profesión que tuviesen, seguían cobrando el mismo

sueldo que tenían en su respectivo centro de trabajo. De esa manera, un cirujano

cobraba como tal y perdía años de especialización, mientras desempeñaba como albañil

o, en la mayoría de los casos, de ayudante. Nadie se preguntaba por la cantidad de

material desperdiciado a causa de la impericia de los improvisados constructores. Nadie

se atrevió a proponer que se reclutaran obreros especializados y que se les pagara lo

debido para que éstos hicieran lo que sabían hacer con profesionalidad.

<<Coño, si hasta Ceaucescu supo hacerlo mejor, pensé muchas veces. En Rumania se

construyeron edificios como churros y los necesitados se limitaban a pagar los pisos por

mensualidades de acuerdo a sus ganancias sin que nadie tuviese que abandonar su

profesión ni amargarse la vida>>.

Como siempre, Ramón Rivera saltaba de uno a otro pensamiento. Era algo que no sabía

clasificar como cualidad o defecto y a lo que se había tenido que acostumbrar. Apuró

otro buchito de café y le dio una chapada larga al puro.

<<Aquí el tabaco sabe distinto que en Europa -pensó y lo asaltó la idea de que a lo

mejor estaba cayendo en la misma manera de pensar de quienes, en Miami, sustituían o

le buscaban parecido a todo lo que habían dejado en Cuba-. Es muy raro saberme tan

cerca de la isla. No debo perder nunca la noción de que, aunque estoy casi pegado, no

estoy en ella. Si eso sucediera estaría adulterando el espacio y, por añadidura, todo lo

demás>>.

Volvió a los mensajes y se concentró en uno de los primeros que hubo de enviarle a

Carmen.
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Leo tu último correo y me bailan en la cabeza y en el sentir tus palabras y tus

evocaciones. Hermoso es saber que te has vuelto una mujer plena que, no sé por qué, se

ha empeñado en guardar fragmentos de su pasado. Incapaz de ser como tú, no me

queda otra cosa que admirarte. Quizás sea porque, al tener siempre que ir de un lado

para otro, debo andar ligero. Así no tengo que pagarle a la memoria por el exceso de

equipaje. Me cuentas de tus enamoramientos y no puedo hacer otra cosa que reír con

cierta complicidad. Por lo que cuentas, infiero que sabes conjugar la entrega y que

buscas llegar más allá del deslumbre que otro cuerpo pueda regalarte. Se me hace que

mereces más mimos y cuidados.

Me invitas a asomarme a un paisaje en donde la palabra, los gestos, los andares y

hasta los mismos silencios, están por encima de las fronteras de la edad y los

parentescos afectivos. Nada de besos sobrinescos porque, según tú misma sugieres,

aunque dijeras tío sabías que mi presencia allí era efímera. ¿Por qué viviendo luego en

el mismo barrio, nunca más nos vimos? Disculpa si rompo un ensueño, pero la

sinceridad siempre ha sido uno de mis mayores defectos. Y ya dentro del juego, te reto

a que busques en mi negación al parentesco la afirmación que ésta puede llevar

implícita. Ésos no tuyos que, al desvestirse, son sí y los sí que, al maquillarse, son no, le

dan a todo esto una resonancia que me incitan al vuelo. Puesto a recordar, creo haber

guardado en la memoria tu mano adolescente de entonces un domingo en que te llevé al

parque Lenin y al descender del caballo en que paseaste, te prendiste de mis hombros.

Y ahora, jajaja, me dices que eres caballo en el horóscopo chino. Ahora que, por fin,

terminaré la serie en homenaje a Carlos Enríquez y a Baltus me encantaría tenerte de

modelo.

Me invitas a conocernos más allá de mis Rugidos políticos, pues venga. Aquí estoy.

Estoy en el Valles, cerca de Barcelona, en la granja de una amiga que cría caballos de
62

raza. Entre ellos pienso encontrar al Caballo de Fuego de Carlos Enríquez, así como a

los nietos de los potros en donde los guajiros raptaron a las mulatas e iban en busca

del cuerpo de Eva, convertida en montaña, luego de salir del baño. No sé por qué me

extraño al sentirme tan a gusto hablando contigo. Vivo orgulloso de mi edad, de lo que

he vivido y he bebido. Sin nada que esperar y aburrido de casi todo que no sea

fotografiable, recibo tus mensajes como flechazos de alguien que, lejos, intenta, no sé

por qué, penetrar en mi horizonte. Qué siento por Cuba, me preguntas. Pues nada en

especial. El mundo es mucho más que una isla en donde mis padres me trajeron a la

vida. Cuba es como el recuerdo de una mujer con la que uno ha terminado y no

precisamente porque quiso. Si rompiste no puedes seguir con ella clavada en el deseo.

Si ya no está, pues no existe. Europa es una puta vieja que sabe tantos trucos que sus

noches no pesan. España es un amor que se vive en presente y eso basta.

Habían establecido un toma y daca de mensajes que le atraían demasiado. Se

reacomodó en el pequeño sofá y releyó un pequeño texto que como caído del cielo, ella

hubo de enviarle. La cita era de Henry Miller:

“Me es imposible engañarte, sin embargo me gustaría. Quiero decir que no puedo ser

absolutamente leal, no está dentro de lo que soy capaz… Pero ríe, me encanta verte

reír. Es hermoso amar y ser libre al mismo tiempo.”

Leyó, sin poder aguantar la risa, los fragmentos en donde Carmen, medio en broma le

preguntaba a qué se debía su afición por retratar caballos y si no le producía más placer

fotografiar mujeres.

Recordaba haberla asustado con un lacónico:

Me gusta retratarlos a los dos por toda la energía que emana de ellos cuando están en

comunión. Quizás, aunque soy un dragón, debía ser Caballo.


63

A esas alturas de la relación ya ambos habían descubierto que les encantaba los temas

que lindaban lo prohibido. Ya no era un secreto para ambos, sino una clave el abordar

situaciones que a ella, por momentos, la llevaban a pensar que él podía ser un depravado

o alguien más allá de todos los códigos establecidos.

Ramón, como respuesta, hubo de mandarle una serie de fotos suyas, en donde

abundaban las más variadas especies animales en los momentos del apareamiento.

Todas habían sido realizadas buscando algún parecido humano “¡Vaya con la niña! –

dijo al recordarlo Ramón y se echó a reír-. Está muy jodida si piensa que voy a picar ese

anzuelo suyo”.

Luego, se concentró en otros correos y reconoció en silencio:

<<Me he salvado de picar ese anzuelo, pero debo reconocer que he mordido otros y que

sabe pescar. Buena que la armó cuando me dijo que ella en el horóscopo chino era

caballo, pero que tenía un dragón tatuado en la espalda>>.

Ante la incredulidad del hombre, Carmen se las había ingeniado para enviarle una foto

del dragón y éste, luego de agradecerle, con su falta de tacto habitual en lo referente a la

profesionalidad, le sugirió que, para la próxima, enfocara más el lente y que se buscara

un tatuador con más oficio.

La reacción de Carmen no se hizo esperar. No le mencionó el tema, pero le envió de

regalo unos textos de Cioran donde éste se refería a ese gusto desastroso por la

perfección y despotricaba contra quienes anteponían el oficio a la emoción y la locura

de crear. Ramón, para pincharla, le escribió que a veces prefería el relincho porque uno

de los problemas del rumano-francés era que toda la energía y la fuerza las gastaba en

letras y en palabras.

Ahora, contemplando La Dama en carrusel de Carlos Enríquez que, finalmente, le había

mandado a Carmen, recordó algo que había ocurrido cuando tenía seis años:
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Era una tarde de domingo y visitaba con su padre la feria que, en diciembre, venía al

pueblo. En aquel tumulto, los mayores se agolpaban en la noria y en la montaña rusa

mientras que, los pequeños, hacían cola para montar en el carrusel.

-¿Quieres subirte en los caballitos? –preguntó el padre.

-No –recordaba Ramón haberle contestado y agarrándose el cinto remangó los

pantalones cortos por encima de la cintura, como si así quisiera demostrar que sabía

llevarlos. Lo miró por encima de las gafas y fue al grano-. Estos siempre hacen lo

mismo. Los caballos son para domarlos.

La frase, aireada por el padre entre los mayores de la familia, se repitió muchas veces

aquellas navidades.

Fue entonces que uno de los primos más grandes, herido en su orgullo, soltó delante de

todos:

-Claro, ¿qué otra cosa se le puede ocurrir a un loco como éste?

Los mayores al escucharlo clavaron la vista en Ramón a la espera de una de las suyas y

éste, no se hizo esperar:

-Si el abuelo me regala el potrillo que te dio y que no te atreves a tocar, ahora mismo lo

monto al pelo.

Y, sin esperar respuesta, salió para los corrales.

Los hombres, ante la reacción del chiquillo, se incorporaron de la mesa como tocados

por un resorte al tiempo que algunas de las mujeres pedían que impidieran la prueba

porque el crío estaba acabado de almorzar.

-Que aprenda que el hombre es esclavo de sus palabras –sentenció el abuelo y muy

tieso, seguido por el resto por sus seis hijos varones, se arrimó a la cerca y le ordenó a

Tití, el domador de la finca, que trajera al potro y lo metiera en la gatera.

-Abuelo, ¿quién monta primero? –preguntó Ramón ya dentro del corral.


65

-Al dueño –respondió el viejo y se quedó mirando al nieto mayor.

-Arriba, defienda lo suyo –dijo el padre de éste y le abrió la puerta.

El chico entró al corral, dio unos pasos y al ver como el potro resoplaba nervioso, se

detuvo.

-Venga que queremos dormir la siesta –apuró uno de los tíos.

-No me agites al muchacho –protestó el padre del chico y se le acercó-. Vamos,

demuestra que lo tuyo, es tuyo.

El muchacho pareció tomar impulso y comenzó a subir los travesaños de madera de la

cerca. Antes de que llegase arriba, el potro movió las orejas hacia atrás y comenzó a

patear el suelo. El chico volvió la vista atrás y se encontró con la risa de varios de los

primos, entre los cuales había varias chicas. Estaba temeroso

Ramón, entonces, aprovechó su desconcierto y saltó sobre el animal.

El potro al sentir el peso del muchacho se revolvió inquieto y comenzó a tirar coses que

rebotaron sobre la madera.

-¿Abro ya la puerta? –le preguntó Tití al abuelo.

-Que se baje –protestó nervioso el chico- Este loco lo ha puesto nervioso. Deja que se

calme.

-Monta conmigo –lo retó Ramón.

-Ya tienes medio caballo –dijo en broma el padre de Ramón

La risa del abuelo y la del resto de los tíos sacó de las casillas al padre del chico y, con

ademán violento, subió los travesaños y, levantando a su hijo en peso, lo hizo saltar al

corral.

Ramón, con su mano izquierda, apretaba las crines y, con la derecha, acariciaba el

cuello del animal, al tiempo que, con la cabeza pegada a una oreja, comenzó a

susurrarle. El potro, poco a poco, dejó de dar coces.


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-Abre –le indicó el abuelo a Tití.

El animal, al ver la puerta abierta, demoró instante en salir y luego, con el muchacho

encima, salió al trote.

-Es mañoso, tu hijo –le comentó el abuelo al padre de Ramón.

El padre del otro chico y miró a su hijo con dureza y dijo en voz alta:

-Será loco, pero tiene bien puesto lo que a los cuerdos le falta.

-A ver si vas a acomplejar al muchacho –lo reprendió el padre de Ramón-. ¿No ves que

son cosas de críos? A lo mejor, ser más precavido que éste le ahorrará problemas el día

de mañana.

-¡Dale, Loco que ya tienes caballo! –gritó uno de los primos mayores e hizo un ademán

con la mano que asustó al potro. Saltos, patadas, relinchos.

Ramón, se aferró a su cuello y, al ver que Tití y otro de los tíos venían en su ayuda,

comenzó a gritar:

-¡Es mío, es mío! ¡No lo toquen!

Fue lo último que dijo antes de ser lanzado por los aires.

<<Fueron mis primeras gafas rotas -concluyó y se acarició las que llevaba puestas.

¿Cuántas habré jodido en mis locuras?>>.


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Rugido

-Ven, mi cielo, escribe tus datos en esta planilla -dice la chica por la ventanilla. Miro a

mí alrededor y estoy solo. Es conmigo. Su voz resuena en mi interior. A lo primero,

acostumbrado ya a otros tonos del idioma y a otro tipo de tratamiento en un centro

hospitalario, me molesta. Después de muchos años, volvía a escuchar el timbre del

confianceo que muchas veces, en Cuba, me irritaba-. “¿Muchas horas de vuelo? ¿Estas

muy cansado, mi vida?”.

Coloco el brazo y me aflojo. Mete la aguja. Veo salir mi sangre al mismo tiempo que

siento cómo, en mi interior, comienzan a despertarse voces y lugares:

Ven, cielo. Tome, mi vieja. Tranquilo, mi viejito. ¿Cómo andas, cariño? Hola, mi amor.

Soy yo la última, niño. ¿Cómo estás, mi santa?

-Dentro de tres días, ven a buscar los resultados. Y descansa, mi vida, que tienes mucho

cansancio en esos ojitos. ¿Tú sabrás venir solo? Fíjate bien, estamos en la 8 y la 27 SW.

Digo que sí con la cabeza, pero no estoy. Ahora es el Vedado, la parada de las 216, la

cola del pan; estoy en 12 y 23, en la Cinemateca. En el policlínico de Alamar. Acabo de

bajarme de la guarandinga, en Ciego Montero. Pero es mentira, yo sé que es mentiraaaa

como le escucho a Amaury Gutiérrez a todo volumen en un carro que pasa con una

bandera bailoteando al viento. Estoy en Miami. Acabo de llegar.


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Ciudades con trampas

Las discusiones con Carmen le hicieron preguntarse si la incomprensión entre los dos

era el resultado de una falta de expresión más diáfana entre ambos o de incapacidad del

otro para descifrar las señas que se le estaban dando. Le daba gusto saber que la había

molestado y era una manera de reaccionar a los señalamientos que ella, muchas veces,

le hacía tras una lectura apresurada de algunos de los escritos o comentarios que él le

enviaba.

Le resultaba extraño y hasta llamativo que, mientras releía algunos de los mensajes de

ella, le vinieran también al recuerdo imágenes de París. Pero lo que más le agradó de

toda aquella situación fue advertir que las preguntas de Carmen acerca de Carlos

Enríquez y los equinos lo invitaban a pasar por algunos lugares del pasado que desde

hacía mucho no frecuentaba.

Después de haber descubierto la huella de Carlos Enríquez en París, Ramón Rivera

advirtió que la cubanidad que quería silenciar en su interior le salía de a borbotones y se

empeñó en hacerle un homenaje al pintor y novelista. Todavía guardaba un buen

recuerdo de las muchas modelos y mujeres que bautizó con el nombre de Eva. Todas

salían del baño y, en cada una de ella, buscó apresar el susto aparente que la original

llevaba en la mirada. Recordaba haber provocado a algunas con la palabra para que, en

los ojos, prendiera el fuego de la complicidad. “Pudor con fuego” -les pedía para que así

el espectador cayera en la trampa de querer poseer las transparencias-. Tiene que ser una

inocencia y un candor que oculten la fuerza que llevas dentro. ¡Una inocencia que

envenene al lente de deseo!”


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Pasó meses de yeguada en yeguada. Primero, en la Camarga y, luego, en las marismas

andaluzas. Todas las fotos habían sido en blanco y negro. Buscaba, en el volumen de los

cuerpos, los movimientos que, al llegar a su máximo esplendor, daban la impresión de

querer volatizarse. Algo parecido quiso encontrar entre las bailaoras. Eran cuerpos

quebrados por el frenesí y el duende de la danza. En medio de la atmósfera creada por la

música, pareció abismarse entre nalgas y senos que, en concordancia con las manos, los

ojos, los cuellos y los cabellos, lo sumieron en el goce supremo de sentirse heredero de

toda la literatura, pintura y fotografía que había ido atesorando en su interior.

Ahora, en Miami, mientras ponía a punto sus cámaras, Ramón, sintió un escozor en la

cicatriz que tenía en la espalda y recordó a su amigo, el capitán Pablo de Armas. La

manera en que éste se fue al otro barrio, todavía le quemaba la memoria.

<<¿Le contaré a Carmen que tuve que ver con su muerte o buscará otro tipo de

testimonio? –dudó Ramón y comenzó a enojarse-. ¿Por qué, coño, si estaba herido, tuvo

que ponerse a estar llevando a cuestas al moribundo que encontraron en la aldea?

¡Fueron tres horas, herida con herida y sangre con sangre, caminando en medio de la

selva!>>.

El Loco Rivera rememoraba toda la pesadilla que siguió después y, con visible enojo,

dejó los mails de Carmen sobre la mesita de mármol y se sirvió un trago largo de ron

Barbacourt, su último descubrimiento etílico.

-Comemierda, venir a regalarse –refunfuñó usando la misma frase de Pablo cuando él,

por ir a fotografiar un leopardo, en Cangandala, cayó entrampado en una de las tantas

minas sembradas en Angola.

Se tocó la cicatriz que tenía en la espalda y se preguntó cuál sería la reacción de Carmen

al verla, si es que una vez lograban encontrarse. Tenía esa y varias más. “Son tus

tatuajes de la guerra” -le había dicho Nadia en Paris al ver el costurón de la espalda.
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“Tienes más costuras que el pantalón de un gigante” -le soltó una vez la bailaora y lo

amenazo con abrirlas y meterse dentro para que de esa forma no pudiera olvidarla.

-¿Qué sensación le producirán a Carmen? –repitió con fastidio porque, en esos

momentos, no tenía el más mínimo deseo de pensar en ninguna mujer.

Pensaba en Pablo y era consciente de que encaraba aquellos fragmentos del pasado sin

el apasionamiento de otras veces.

<<Hay ciudades que siempre tienen trampas y La Habana es una de ellas>> -se dijo y

volvió a verse en el interior del avión donde regresaban de Angola los soldados que

llevaban años sin volver a Cuba. Entonces, se contuvo. No quería que el resentimiento

empañara la historia de Pablo. Salió al balcón y no pudo evitar la risa al ver al loquito

que acostumbra a disertar sobre la inteligencia de los avestruces en la cafetería de la

esquina.

-Y le dije –vocifera borracho el loquito por el medio de la Avenida Pennsylvania – Y le

dije, oye respeta, porque tú sabes que los cubanos somos la candela.

<<¿La candela? ¿la candela? –repitió con sorna Ramón- ¡Tiene guasa! Eso mismo decía

Pablo y mira cómo terminó>>.

Volvió al aeropuerto de La Habana. Bajaban del avión. Pablo iba delante. Vestía

uniforme de camuflaje y en el pecho brillaban todas las medallas al valor que otorgaban

las fuerzas armadas cubanas a los combatientes internacionalistas. A unos veinte metros

estaba la banda de música y los funcionarios del gobierno que, por decreto, tenían que ir

a recibir a los que regresaban de la guerra.

-Míralos con las guayaberitas. Huelen a perfume. Los buitres, los capitanes araña –

comentó Rivera al oído de Pablo y éste lo miró se soslayo y asintió con la cabeza

recordando que ya, en otras ocasiones, le había referido la falsedad de los recibimientos.
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-Cállate, no me rompas la alegría de la llegada. Bastante tengo con tener que saludarlos

–le comentó El Capitán en voz muy baja y comenzó a bajar la escalerilla.

Ramón Rivera preparó la cámara y, a codazos, adelantándose, saltó a tierra. Quería

homenajear a su amigo con una foto en el momento en que pisara tierra cubana.

Encuadró la figura y hasta logro captar el resplandor que producían algunas de las

condecoraciones en la pechera del uniforme. Le gustó la expresión seca y dura del

oficial en contraste con la sonrisa y las banderitas que agitaban el resto de los

combatientes.

No hubo tiempo para la tercera toma. Ramón Rivera vio salir detrás de la escalerilla del

avión a dos integrantes de la Policía Militar quienes, tras saludar marcialmente al

Capitán, lo separaron del resto de la fila, y lo condujeron directamente a una

ambulancia. -¡Es una equivocación! –escuchó decir al Capitán y luego perdió el hilo de

la conversación porque la banda de música comenzó con su fanfarria.

Ramón Rivera se acercó a la carrera y, en el momento en que se llevó la cámara al

rostro, uno de los policías militares se le interpuso e hizo ademán de querer

arrebatársela. Horas más tarde, después que le decomisaron el rollo, fue puesto en

libertad con la advertencia que si contaba algo, como primer teniente de la reserva, sería

juzgado por revelar secretos militares.

Tres meses después de aquellos hechos, y tras tocar todas las puertas, Ramón fue

autorizado a visitar a Pablo de Armas.

Al Capitán de Armas, por sus meritos militares, se le había asignado una habitación

individual en el sanatorio Los Cocos. Las visitas eran muy controladas, pero aún así

Ramón, valiéndose de sus amistades, acompañando a Marcia, la mujer de Pablo, pudo

visitarlo.
72

-Gracias, hermano -le dijo Pablo al terminar la visita-. Perdona de antemano el mal rato,

pero quiero irme entero. ¿Comprendes?

Horas después se escuchó el disparo. Fue un tiro limpio, en la boca, con el mágnum

pitón que a escondidas le llevó Rivera. Apenas hubo interrogatorio.

Ni con el Barbacourt ni releyendo los mensajes de Carmen pudo encontrar sosiego en lo

que quedaba de la tarde.

<<Tendré que hablarle también de ello>> –concluyó y frente al ordenador, terminó por

decidirse:

Estoy en Miami, la tierra de la mafia. Si te atreves ven a entrevistarme.


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Rugido

Un cubano, teléfono en mano, es un peligro. Empieza la cadena. Me cuentan que El

Nuevo Herald parece la sucursal de la Unión de Periodistas de Cuba.

-Pues uno más no importa –ataco cuando mis amigos me invitan a comer.

Por la noche me reúno con El Chino Crespo que trabaja en el Canal 41 y le digo:

-Cuando la suerte se te pone en la mirilla, hay que chacalearla.

-Eso, chacal, hay que chacalearla – me apoya El Chino.

Gilbe me invita a su espacio Candilejas y, de cuello y corbata, aparezco un ratico en los

televisores de Miami. Me encuentro a Sotolongo. Es un excelente cineasta y todo un

gentleman. En Cuba la pasamos bomba. Soto le echa mano al teléfono y llama a cuanta

gente conoce para ver si tienen algo para mí. Me propone llevarme a su espacio

Protagonistas.

Llevo quince días esperando. No tengo dinero y decido emboscar a la cartera en los

buzones del condominio. Ella usa un casco blanco. A la legua da el cante que es latina.

Me viene el alma al cuerpo cuando la veo venir y le pregunto si hay correspondencia a

mi nombre. Me contesta algo en inglés. Entonces, me acerco llave en mano al buzón a

ver si ha llegado, por fin, mi permiso de trabajo.

-Espere a que yo termine –dice en un español irritado.

-Por favor, es que estoy esperando unos papeles. ¿Puede decirme si hay algo para mí en

el buzón veintinueve?

Sentí que me tiraba en ráfagas. Me advierte que la zona en donde estoy parado

pertenece a no sé que carajo Federal y que estoy incurriendo en un delito de violación

de espacio.
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-Vale, vale, perdone usted, señora cartera – me excuso y cruzo entonces, desde el lado

no prohibido, me le quedó mirando.

El Chino Crespo comparte su comida del Canal conmigo. A veces, ceno en casa de

Dido. Careno en casa de Chichi. Otras, voy donde Dopíco o acepto la invitación de

Soto. Voy ajustando el calendario.

Llevar dientes postizos Es una maldición. Anoche, después de celebrar mi primer

programa en el aire, me pasé con la cerveza. Me los quité dormido, cayeron al suelo y,

como son de acrílico, se les rompió un pedazo. Otro maratón al desespero.

El dentista me pidió setecientos dólares y, al enterarse que acababa de entrar en la tele,

me propuso unos implantes. ¡Si vieras lo lindos que son! Duros, blanquitos, parejos. Al

verlos casi me dieron taquicardias. Ya los puse entre las tres primeras prioridades, en mi

libretita de cuando gane la lotería.

-Píenselo –me aconsejó-. Los que salen en televisión tienen que tener buena dentadura

para que no le pase como a Castro cuando habla. Me pareció un golpe bajo. Salí del

consultorio con la cabeza como un bombo. Por cada nota en el Herald me pagan

sesenta. Doscientos cuarenta dólares al mes. Me han prometido ciento cincuenta por

cada pieza en el canal. Si hago tres a la semana, serían, al mes, mil seiscientos. Mil

ochocientos cuarenta en total, le resto Internet, comida, alquiler y gasolina. Me

quedarán setecientos al comprar algunas tarjetas de teléfono. Tendré que fumar un poco

menos. Tengo todavía tres meses con seguro médico. Si me aprieto, en tres meses,

tendré el dinero para tu pasaje de ida y vuelta.

Pienso en lo que me dijo el dentista y hasta siento compasión por Fidel Castro. Quizás la

impotencia es lo único que puede ser superior a tal desgracia. No importa si te asquea o

te molesta lo que digo. Ahora ya sabes por qué no me río abiertamente. Quisiera, pero

algo me lo impide. Son los de abajo y apenas puedo comer con ellos. Es peor que un
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clavo en un zapato. Me acuerdo que, en Cuba, yo tuve unos dientes tan buenos que, una

tarde, frente al restaurante Mandarín, mi novia extranjera llegó a celebrarlos. Yo, en

pleno sarampión, lleno de orgullo, no tuve otra respuesta que extender una sonrisa de

oreja a oreja y de manera muy solemne, levantando el mentón, con un airecillo de

superioridad, dejando que la dentadura brillara con el sol, le dije: “¡Cielo, esto es otro de

los logros de la Revolución!”

-Llegó tu hora –dice El Chino-. Si quieres, vamos a mi casa.

Vive en Collins y yo llevo años imaginando cómo será el mar de este lado. Estoy

enfermo de mar. Sé que triunfaré y entonces la mar será mía y por las tardes, cuando ya

tenga mi apartamento, me sentaré frente a ella y escribiré guiones. Me tranco en una

habitación. Se me va el hambre. Escribo. Me gusta pagar deudas. Lo quiero todo y

puedo dar mucho. No duermo. Son las siete de la mañana y tengo listos varios

proyectos. El Chino, desde la cocina, me saluda:

-Dime, chacal.

Y, como respuesta, no le lanzo un Rugidos que entre nosotros se convertirá en grito de

batalla.
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Apuntes y Diarios

Me cuentas que tu experiencia como becado fue traumática. Afirmas que las escuelas en

el campo fueron una estrategia del Estado para atomizar a la familia. Especulas diciendo

que, la promiscuidad en las becas generó miles de abortos en menores y mucho

libertinaje.

Repites las mismas frases que usan la gente de Miami. Siempre vas contra una persona.

Ningún hombre es responsable de todo lo que sucede en un país, hay toda una

maquinaria compuesta, a su vez, por seres humanos. ¿Dónde dejas los intereses

personales, las pasiones, las virtudes, las miserias y los instintos de esas personas?

Hace poco, en Internet, leí un artículo tuyo sobre la educación en Cuba. Acusas. Atacas

y en vez de argumentos: odio, rencor y pataleta. Así, nada es creíble. La manera cómo te

expresabas tenía mucho que ver con los editoriales del periódico Granma.

Quiero que sepas que, al igual que mis hermanas, me eduqué en Cuba. Casi siempre

estuve becada y mi visión difiere de la tuya. Te envío paginas de mis diarios de

entonces, si te pones en pose literaria, te recuerdo que tenia dieciséis o diecisiete años.

Güira de Melena. 30 de mayo del 84.

En estos días, estamos en la siembra de boniato. La brigada termina temprano el trabajo

y en la parte final de los surcos hay una turbina que suelta un chorro muy fuerte. Todas

nos metemos con ropa en el agua y la corriente nos arrastra. Como no hay tíos de campo

ni varones, nos quitamos las blusas para que se nos sequen. Nos ponemos los pañuelos

en la frente, como Olivia Newton y jazmines en el pelo.


77

La directora está del carajo. Tuvieron que botar a cuatro de la escuela. A Nodal y a

Osmany porque, como en la reunión de meritos y deméritos, dijo que no se merecían el

aval para la carrera de medicina, lo cogieron y le dieron un tubazo que le partieron la

frente.

Hoy estábamos hablando en el surco y salió el tema de que los extranjeros la mayoría no

iban al campo y se quedaban en el Pre de la calle, que venían aquí a Cuba y les daban un

apartamento sin trabajar, que si tenían carro y que se pasaban la vida criticando. Yo les

dije una pila de cosas. Pero siguieron diciendo que nosotros salíamos de nuestros países,

nos olvidábamos y nos dábamos a la buena vida. Se lo conté a mami, y me dijo que les

dijera que, en primera, ella trabajó mucho tiempo en la construcción, que lo menos que

podía hacer Cuba era darnos un lugar para vivir, porque si Suecia y otros países

capitalistas lo hacían con los refugiados políticos, cómo Cuba no lo iba a hacer. Y que si

ellas no estaban de acuerdo con esas cosas, no eran internacionalistas ni revolucionarias.

Bueno, al menos nosotras ni estamos en el Pre de la calle, ni tampoco tenemos carro. Se

lo conté a Madel y a Nesti y me dijeron que no les haga caso, que lo dicen de

envidiosas.

26 de Junio.

Hoy es el acto de fin de curso. Saqué cien puntos en Marxismo. Estoy enamorada de

Nesty, pero me gusta Eloy. Tremenda gritería en el albergue, porque había un mojón en

una ducha, y todas las niñas dando discursos encima de las banquetas. Fui a ver, y

cuando me acerco y miro era una cáscara de aguacate. Son tremendas porque ayer todas

se lavaban la cabeza con aguacate para que se les suavizara el pelo.

8 de septiembre.
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Comenzaron las clases, a los militantes los llevaron a ver la película de Tortoló, dicen

que lo que Raúl le dice es mucho. El abuelo se va a Méjico el 24 y mamá se va quince

días a Nicaragua. Estoy viendo a Pablito cantar en la tele. Es horrible el calor y los

mosquitos. Me bañé en el aguacero. Al rato comenzaron a caer rayos y un viento muy

fuerte, me dio una alegría. Con la lluvia y el viento se ha ido la luz y a dormir que me

tengo que levantar a las cinco para estudiar.

23 de septiembre.

Eloy dice que está loco por mí. Me invita a salir. Yo quiero, pero no me atrevo. No se

puede enterar su novia ni mi novio. Caminamos hasta la laguna y cuando empezó a

oscurecer, la directora se paró en la escalera y nos llamaba, tremenda gritería que formó

y que fuéramos inmediatamente para allá. El no quería ir y yo sí. Me decía que si le

tenía miedo a la directora y yo que sí, y nos reíamos.

Me dijo que le diera un beso y se lo di. ¡Qué nervios, qué cosa me dio! Me regaló un

hongo y me dijo que si quería salir el viernes. Cuando llegamos había una reunión para

preparar las cosas por si invaden. Qué aburrimiento. Hablaron de hacer trincheras y

refugios. Empezarán las prácticas, si suena una alarma hay que salir corriendo y tener

una reserva de agua y que de nosotros, irán al ejercito de reserva, los que están en las

Milicias. Deja ver si me anoto. Pero, el viernes, salgo con Eloy.

6 de octubre.

Esta semana en la escuela no hubo agua, se rompió la turbina. Traían pipas de no sé

donde. No obstante a eso, la escuela se limpió todos los días. Cada uno resolvía su lata

de agua como podía. Los varones, con tremenda recholata, nos traían las latas al baño y
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se formaban tremendos relajos cuando subían. La directora siente como un triunfo haber

mantenido a seiscientos alumnos una semana y sin agua y como si nada pasara.

13 de octubre.

Fuimos a la escalinata de la Universidad. ¡Qué mar de gente! Llegaban por todas partes.

El escenario estaba en la parte que está la estatua de Mella. La gente fue llegando hasta

repletar todo, los muros cercanos, los árboles, las azoteas de los edificios. Fue algo

hermoso. Primero, cantó Silvio, todo el mundo cantaba, gritaba, encendían antorchas,

aplaudían con las manos en alto. Cuando apagaban las luces, se encendían lucecitas y

parecían estrellitas y canciones. Pablito cantó Amo esta isla, coreada por todos.

¡Impresionante!

Cuando se acabó, nos tiramos de una gran altura y caímos sobre una rama seca, nos

arañamos todas y nos lastimamos las manos, pero corrimos hacia la parada de la 216.

Estaba muy contenta.

15 octubre 84

Madel es tremenda. Se sabía las pruebas antes de hacerlas y no me las dijo. Se las roban

por la noche, creo y las hacen antes de entrar. Voy al almacén a buscar mi ropa de

campo, cogí un pantalón talla veinte, carmelita oscuro, que me queda anchísimo y me lo

pondré con cinto y lo haré bombacho. Cuando terminamos de trabajar, cortando cangre

de yuca, nos fuimos a jugar pelota. ¡Qué gozadera! El Cuco, le cogió el carro con

caballo a un tío de campo y lo montó por toda la pista de atletismo, rapidísimo. “¡Somos

los griegos!” -gritaba. Enseguida quisimos montarnos. Pero iba tan rápido que nos dio

miedo y nos tiramos, yo caí bien, pero Odalis cayó acostada. Llovió. Nos bañamos en el

aguacero y en el comedor se formó el despelote. Como no había luz, empezamos a tirar


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espinas de pescado, jarros de agua, dulces. Katrinka, la responsable de vida interna, no

sabía qué hacer y le tiraban a ella también. Al fin, nos dejaron salir y corriendo salimos

del comedor al patio, a la noche llenita de estrellas, lindiiiiiiisimo. Nos dijo el profe de

astronomía, que los planetas se pueden diferenciar de la estrellas, porque estas

parpadean, ya que tienen luz propia. Dicen los varones que ellos descubrieron la

constelación del corazón.

25de octubre.

Ayer, Luben, en el campo, me regalo una flor, que se robó de un jardín. Era grande y

como de terciopelo, roja oscura. La tía de campo me llamó y me dijo que esas flores

tenían brujería y que, después tendría que casarme con quien me la regaló.

Por la noche, hablé con Blanca lo que paso con las pruebas. Ella dijo que no hiciera más

eso. Le expliqué que no quisiera, pero es que aún no tengo la conciencia como para que

me lo pongan delante y no mirarlo. Le prometí que no lo haría más y le dije que me

parecía que tenía que decirlo en la reunión del comité de base. Dijo que no podía, que

ella me quería mucho a mí, a Carlos y que todos estaban en eso. Le dije que no pensara

en la amistad, que pensara en su deber como militante, que me perdonara esta vez, pero

no la próxima. Lo que más me duele es que los militantes son los primeros que lo hacen.

Ella, no, pobrecita, tiene conciencia y, de contra, no chivatea.

Apagón por diez minutos. Aviones y ruido por todo el municipio. Simulacro de alarma

aérea. Cuando se acabó, las niñas empezamos a jugar. Después de la inspección, Ivón

gritaba: “¡Alarma aérea!” y todas nos tirábamos escaleras abajo, con tremendo relajo y

diversión. Los varones estaban viendo el mundial de pelota y nosotras llegamos en

bulto, corriendo por delante del televisor, gritando “¡Alarma aérea, alarma aérea!”. Ellos

decían, bueno suelten al arma y a singar, que ahí vienen los americanos.
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Viernes.

Me terminé de leer Soia y Shura, qué triste. Una, encariñándose con ellos desde que

nacen y, luego, llega la guerra y los matan los alemanes. Cómo lloré en el turno de física

con ese libro. Aunque me parece que es la madre quien lo escribió. Tiene que haber

exagerado un poquito.

Todos los días, a las dos y treinta, antes de ir para el campo, en el espacio Gente de

nuestra América pasan, por la radio, una novela del abuelo: Fronteras al Viento.

Recuerdo la última vez que lo vi coger el trillo por detrás del edificio y nosotras

diciéndole adiós por la ventana.

Sábado.

Cuando llegué a casa había carta de Papá. Decía que iba a empezar los trámites para

irnos para Suecia, Nos iríamos en tres meses más o menos. No quiero pensar en eso. Es

horrible, no quisiera irme nunca. Yo nunca voy a volver a sentirme como ahora, en otro

lado no puedo ser feliz. ¿Por qué tengo que irme, si no quiero?
82

Ten cuidao

Acostumbrado a los antros de Madrid y a los bares de las ciudades en guerra donde

había carenado muchas veces, Ramón Rivera sintió que necesitaba tomarle el pulso a la

noche de Miami. Se bañó, se vistió y perfumado, como en los viejos tiempos, decidió

comenzar la exploración por la Calle Ocho.

La primera parada fue en el Hoy como Ayer. Escuchó un rato a Malena Burke y con los

deseos de oír algo que le recordara al Candela o al tablao de La Casa Patas de

Lavapíes, decidió meterse en un restaurante cercano.

Pidió una botella de vino y, mientras comenzaba el show, se sorprendió reflejado en un

cristal de la ventana diciendo no con la cabeza. El ambiente le hizo recordar su último

encuentro con Gades en Madrid. En los tiempos de Cuba, Rivera lo había acompañado

por toda la Isla cuando trajo el espectáculo de Carmen y tenía una amplia colección de

fotos suyas. Cuando se encontraron en Madrid, las cosas habían sido diferentes.

-Tenías un nombre, te leían, confiaban en ti. ¿Por qué tuviste que quedarte? –le había

reprochado el bailarín.

-Porque quiero tener lo mismo que tú –recordaba Ramón haberle contestado.

Entonces, el hombre, que después de muerto pidió que depositaran sus cenizas en el

oriente de Cuba, le soltó de golpe:

-Estas a un paso de entrar en la fila de los traidores.

Ramón sintió un golpe bajo en aquella frase y, descolocado, le contestó:

-Tú, desde hace mucho, militas en ellas. Ser de izquierda como tú es una excelente

inversión. Vives once meses lo mejor del socialismo europeo y luego pasas un mes en
83

La Habana, en una casa de protocolo, pidiéndoles a los cubanos que sigan resistiendo de

rojo.

Aquel fue el último encuentro.

<<Te quedas, Antonio, bailando la farruca con que detenías el aire. Libre de ti mismo,

como te vi por el visor -enfatizó para sus adentros Ramón- Quedarás contándome, igual

que aquella noche en La Bodeguita del Medio, cómo fue la muerte de Carmen Amaya y

la cárcel de tu padre. Me olvido de tu mirada y su dureza. Olvido tus reproches. Me

quedo con tu baile. También a mí se me ha ido la mano con mucha gente buena en estos

años>>.

Y, al darse cuenta que recordaba aquella amarga discusión sin el rencor de otras veces y

de lo otro, se sintió muy extraño.

Cuando el guitarrista arrancó por Do mayor con una cantiña, Ramón respiró hondo

como si quisiera volver a sentir el aroma de la Bahía de Cádiz. Entonces, sonó el celular

y salió hasta el portal del tablao y se echo a reír al escuchar la letra de la canción que

estaban tocando.

-Hablan de ti –le explicó a Carmen.

-¿De mí? ¿A qué dicen que soy la más bonita? –bromeo ella, desde Montevideo.

Ramón canturreó la letra que se sabía de memoria:

Tú eres guapa y morena te llamas Carmen

y aquí están los papeles para casarme.

La licencia de Roma la traigo escrita.

A esta niña la quiero desde chiquita.

-Pues a lo mejor yo también te quería desde chiquita –lo provocó Carmen en tono

festivo-. ¿Dónde estás metido?

-Escuchando flamenco o casi flamenco –respondió Ramón- ¿Recibiste mi mail?


84

-Sí.

-Y, entonces, ¿Vienes o tienes miedo a contaminarte?

-No me conoces –replicó ella. –Iré.

-¿Cuándo? ¿Cuándo las ranas canten flamenco?

-Es una sorpresa. A ver si te sorprendo haciendo de las tuyas.

-Yo estoy para sopitas y buen vino –le aclaró Ramón.

-Bueno, pásala bien y escríbeme mañana.

Se despidieron y Ramón, a paso rápido, volvió a su mesa teniendo cuidado de no

tropezar con la gente que, de pie, rompía en aplausos. Se sirvió de la botella sin levantar

la vista e identificó en la grabación la voz de Mayte Martín en Ten cuidao. Era la

adaptación a bulería de una copla de Rafael de León que, como le gustaba decir a

Rivera, tenía una letra que destilaba veneno.

Me avisaron a tiempo, ten cuidáo,

mira que miente más que parpadea,

ay, por su forma y su ralea,

es de lo peorcito del mercao

Con la mirada clavada en el vaso de vino, Ramón, todavía pensaba en lo que Carmen

acababa de decirle y cantando en voz baja, se unió a la melodía:

y son muchos ya los labios que ha besáo

a lo mejor te arrastra en su marea

y después no te arriendo la tarea

de borrar de tu mente lo pasao

-Veremos quién arrastra a quién –dijo casi en un susurro y sonrió levemente.


85

Levantó la vista y, por primera vez, tuvo ojos para centrarse en el espectáculo. El juego

de manos y muñecas de la bailaora fue lo primero que atrajo su atención y se concentró

en ellas. Luego, buscó su rostro y sintió que se le resecaba la boca.

<<¡Dios! ¡No puede ser!>> -dijo para sí lleno de asombro y le clavó la mirada.

Pero yo, me metí por sus jardines,

dejando que ladraran los mastines

y ya, bajo la zarpa de tu besos

Le hubiera gustado que aquello que estaba viviendo fuese un juego que, por asociación

de ideas, lo llevaban de nuevo a Cuba. Por haberla fotografiado infinidad de ocasiones,

conocía esa forma de expresar la música de aquella mujer y sintió que las manos le

sudaban ante aquel lucimiento en donde convergían movimientos aparentemente

espontáneos que, sustentados en una técnica acabada, se le revelaban depurados y casi

perfectos. Alternaba la atención entre los ojos de la mujer y el dominio que ésta tenía

sobre los contratiempos y la fuerza contenida con que dominaba la velocidad de los

pasos.

Ramón comenzó a dar palmas. Su sonido estaba cargado con tanta energía que la

bailaora lo buscó con la mirada. Fue un instante en donde los tiempos, en presente de la

música y la danza, se anillaron alrededor del pasado de la mujer y el hombre. Y como

mismo había sucedido quince años atrás, cuando él la enseñó a seducir el lente de su

cámara, ella, ralentizó el baile hasta fundirlo con la letra y la música:

sin miedo de morir en la aventura,

yo me colmé de tus boca con locura, amor

y me caló tu amor hasta los huesos.

Terminó la música y la mujer se soltó el cabello y marcando el ritmo con las manos, le

hizo una seña al guitarrista. Un silencio cómplice se adueño del local.


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Ramón, comenzó a acompañarla a palo seco. Ella, por un instante, quedó como de

piedra, como metiéndose en la sangre el golpe que producía el puño de Ramón al

marcar sobre la mesa el primer tiempo y luego los otros dos, abriendo los dedos,

progresivamente de manera rítmica.

Poco a poco los golpes de punta y tacón dados por la bailaora comenzaron a adornar los

sonidos que salían de la mesa. Las manos de la mujer, remontaron altura al tiempo que,

su cintura, comenzó a cimbrar. El público, a medida que ella, con la mirada clavada en

Ramón, lo retó con un zapateado casi electrizante, comenzó a dar palmas. Ella se dejó

llevar, y Ramón, al verla girar y contraer el abdomen con violencia, comprendió que

había alcanzado el orgasmo.

Los aplausos fueron atronadores y la artista, todavía en éxtasis, hizo una reverencia y

abandonó la escena. Ramón, sabedor que la insistencia de los aplausos la obligaría a

regresar de nuevo, se limitó a esperar y, al verla subir al escenario nuevamente, se

escabulló en busca de los camerinos.

-¿Por qué has venido? –atinó a decir ella cuando se encontraron frente a frente, todavía

con la respiración entrecortada por el esfuerzo.

-No sabía que estabas aquí. Casualidad.

-Tú siempre has inventado las casualidades.

-Ya he perdido esa facultad.

-El mago, aunque sólo saqué conejos, siempre es mago –afirmó la mujer.

-A veces, alguien quiere más –dijo pensando en Carmen.

-Ese tipo de público no debe interesarte –argumentó ella-. No es lo que saques del

sombrero, sino el arte que tienes para sacarlo.

Ramón Rivera se inclinó para olerle la cabeza.

-¿Te acuerdas de los tiempos de la habana?


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-Me acuerdo de todo –respondió y lo miró de reojo-. Recuerdo, aunque no quisiera, la

noche en que me llevaste al Hurón Azul y como entramos sin permiso y como me

hiciste fotos acostada sobre aquel camino de botellas de ron que se había tomado el

pintor. Me acuerdo cuando me llevabas a donde el viejo que timoneaba el barco de

Hemingway y de la noche en que dijo que yo me parecía a la italianita. ¿Te sorprendería

si digo que cuando salí de Cuba me llevé todas las fotos que me hiciste y los recortes de

periódicos donde hablabas de mí y que todo eso se ha salvado después de haber pasado

por tres países y dos matrimonios?

-Eran buenas fotos y los recortes siempre te servirán para el currículo –comentó Ramón

guardando las distancias.

-Te advierto que todo ha cambiado –dijo ella de manera apresurada-. Tengo marido y

dos hijos.

-Si tú existes y yo existo, nada ha cambiado -afirmó Ramón Rivera y se apartó de la

puerta del camerino para dejarla pasar, al tiempo que buscaba atrapar con el olfato la

mezcla de perfume y sudor que bien le conocía. La siguió y, sin mediar palabra, cerró la

puerta, la abrazó por la espalda y le besó en el cuello.

-Pueden vernos.

-No con la puerta cerrada –señaló y, tomándola por el brazo, la hizo girar hasta que

quedaron frente a frente.

-Esto no puede ser –advirtió ella y se estremeció con el calor que despedían las manos

del hombre.

-Te me entregaste cuando bailabas. Todavía sé cómo te brillan los ojos cuando te corres.

-¿Sentías que estaba bailando sólo para ti? ¿De verdad sentías que mi baile era tuyo?

-Sí. Hay cosas que, con una vez que sean, son para siempre.

-Tuve miedo, pensé que todos se darían cuenta.


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-Cuando tenías dieciocho, y descubriste que podías hacerlo, también dijiste lo mismo.

-¿Por qué has tenido que aparecer ahora? Preguntó como lamentándose. Entiéndelo, no

puede ser.

-Tú sabes que, entre nosotros, siempre puede ser, pero, si quieres, me voy.

Ella hizo un silencio y comenzó a recogerse el cabello.

Ramón Rivera miró la figura de la mujer reflejada en el espejo.

-Has madurado mucho en el baile –comentó.

-Fui a España. Aprendí que bailar no es hacer gimnasia. Me acordé mucho de ti. En mi

relación con el flamenco, tú siempre estás.

-Inma de Santiago. Queda bien tu nombre en el póster.

-¿No recuerdas quién me bautizó así? ¿Te acuerdas de la noche después de mi primera

función con la compañía, en La Habana? ¿Te acuerdas de la película de Carmen?

<<¿Cómo no voy acordarme de Carmen?>> -dijo para sí Ramón y preguntó:

-¿De qué más te acuerdas?

-Te dije que de todo –recalcó ella y el ayer le encendió la mirada-. A veces, todo pasa

muy despacito y te veo esperándome en la esquina del teatro. Una vez, ya aquí, volví a

verme en la ruta ciento treinta y dos, muy de mañana y en todas las paradas aquel

escrito de Inma te amaré en París que durante meses ni el sol ni los aguaceros pudieron

borrar. Cuando llegué a Sevilla y entré a La Carbonería, te sentí igual que en aquellas

posadas en donde teníamos que entrar con litros de agua en la mochila para poder

lavarnos luego.

-¿A La Carbonería? Pero, ¿qué dices, prenda? –preguntó incrédulo.

-¿Cuántos años pasaste en España?

-Más de quince.

-¿Extrañas aquello?
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- Mucho.

-¿Y por qué no regresas? ¿Qué haces aquí?

-Encontrarte –dijo Ramón y escamoteó la respuesta a la primera pregunta-. Vámonos de

aquí.

-No tenemos a dónde ir.

-Te contradices –dijo y comenzó a manipular las palabras-. Tú dijiste que los espacios

se hacían.

Eran casi la una de la madrugada cuando salieron del tablao y la calle 8 estaba desierta

Llegaron a donde ella tenía el coche y en el momento en que Inma fue a ocupar el

asiento y se le vieron los muslos, Ramón, en cuclillas, comenzó a besarlos como

siempre hacía en los camerinos del teatro.

-Aquí, no. Esto no es La Habana –se defendió la mujer y lo agarró por los cabellos-. Si

nos sorprenden en esto, tendremos problemas.

Ramón, de mala gana, se incorporó.

-¿Dónde se puede conversar en este pueblo?

-Sígueme.

Media hora después, dejaron los coches en el aparcamiento del Café Nostalgia, y, en

silencio, se perdieron en la noche.

-¿Por qué no me retuviste? –quiso saber ella, después que hicieron el amor.

-Para que pudiera existir este momento –respondió Ramón.

-Eres un caso perdido.

-Di algo más original –contestó Ramón y escondió el rostro en la entrepierna de la

mujer, al tiempo que ella lo abrazó y comenzó a acariciarle los costurones de la cicatriz

que llevaba en la espalda.

Ramón fue colibrí y bebió de ella.


90

-¿Qué pasará ahora? – preguntó Inma.

-Nada. –respondió Ramón-. No quiero crearte problemas.

-Ya lo has creado. Podemos, al menos, ser amigos. ¿Tienes un teléfono dónde poder

llamarte?

-Por primera, vez estoy disfrutando mi soledad. No quiero alterarte –dijo Ramón.

-Eso debías haberlo pensado hace un rato –respondió y lo apretó con fuerza-. En el

fondo, sigues siendo un egoísta adorable. Todavía tienes brazos de niño.

-Estoy para el arrastre.

-Se ve –contestó la mujer con sorna y le apretó el sexo. Después, consultó el reloj y le

dio una palmadita en la espalda-. Es muy tarde.

Se incorporaron y luego de sacudirse la arena de la ropa, volvieron en silencio a sus

respectivos vehículos.

-Quiero que me veas bailar, pero en el teatro. Estoy en una compañía. En quince días

tendremos un estreno.

-¿Tienes fotógrafo?

-Serás bienvenido. ¿Prefieres todavía asistir a los ensayos para saber de qué va el

asunto?

-Soy un animal de costumbre.

Ella, le dio la dirección y Ramón, como siempre hacía, le besó los ojos.

-No hace falta –dijo Inma que conocía esta superstición del hombre-. De todas formas,

muchas veces, cuando los abro, te veo frente a mí. Escucha ¿Te gusta todavía la

Habanera de Carmen?

-¿Por qué no pones otra música?

-¿Ya no te gusta? –quiso saber ella ya en el interior del coche.

Ramón tiró el asunto a broma:


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-Recuerda que la Carmen tiene un cuchillo…

Y María, sacando la cabeza por la ventanilla, comenzó a cantar el fragmento de la letra

que faltaba:

Pa’ quien se meta con ella,

la Carmen tiene un cuchillo

pa’ quien se meta con ella.

Cuando la vio partir, Ramón enrumbó en dirección a su casa y al ver las calles desiertas,

pensó con añoranza que, a esa hora, en Madrid o en La Madrila de Cáceres, la noche

entraba en su apogeo.

<<¿Tendré algún correo nuevo? >> -dijo para sí al llegar a casa y se conectó a Internet.

-Cuidado, chacal, te estás enamorando ¡No te jode! –protestó frente al ordenador y abrió

su cuenta de correo. Tenía dos mensajes y no pudo ocultar la risa al leer el primero que

daba contesta a uno suyo.

Ay, pero no me enamores… Cuando empiezo algo no paro hasta que devore todo, hasta

que acabe y no quede nada de mí ni del otro. Estamos muy lejos y la pantalla de un

ordenador no podrá llenarme jamás. Devorar es devorar lo presente y lo tangible.

Parece, por la manera en que te expresas que tus armas también son las mías. Dices

que de maravillas se te encharca el alma cuando me lees. Dices mucho y tu palabra, en

la distancia, envuelve.

Pese al cansancio y la modorra, Ramón se animó a seguir leyendo. El segundo mensaje,

sin dudas, había sido redactado después de la llamada.

Para demostrarte que no temo, te informo que llego a la sede de la mafia dentro de

catorce días. El tema de la investigación será Corresponsales de guerra: Mito o

realidad. Secuelas que deja dicha profesión y ¿Corresponsales: Los grandes cínicos o

los últimos ingenuos? Dime si conoces un hotel cercano a ti donde pueda alojarme.
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Fiel a no ligar el trabajo con la vida privada, Rivera, al responder, prefirió centrarse en

el segundo mail.

Dime si deseas que vaya a recogerte al aeropuerto o si tu amigo, El filósofo Mongol, lo

hará. Tomo nota de tus intereses de trabajo. ¿De cuántos días dispones? Por esa fecha,

estaré realizando un ensayo fotográfico acerca del flamenco y quiero precisar para

ajustar horarios. En mi apartamento puedes quedarte. Hay una habitación libre y

supongo que tus jefes de La Habana no te hayan dado tanto dinero. Si lo han hecho, me

sentiré muy importante. Como reciprocidad, te invito a que traigas tus diarios y

hablemos de tus días como becada en Universidad de la Habana y tu visión de la isla a

lo largo de estos años. Lo de la invitación a mi piso es real. Puedes aceptarla sin

temor. Soy un mafioso de categoría y siempre me daría más placer seducir a una nieta

del Comandante que violarla.


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En el sur

--Pero, ¿quién se creerá que es para ser tan alardoso? –replicó Carmen Rojas al leer el

mensaje de Ramón Rivera. Su tono, entre divertido y molesto, dejaba entrever que le

atraía el juego-. Ahora veremos hasta dónde es capaz de llegar.

Hace unos meses, cuando me enviaste donde tu amigo José Bárbaro a Barcelona, fui y

aquí estoy, sana y salva, pesé a los ataques de su novia quien, por cierto, te tiene en un

altarcito. Claro que te tomo la palabra y acepto tu invitación. Siempre resulta

interesante conocer cómo se mueve in situ la persona que uno intenta conocer. Me

molestó bastante que llamaras a mi amigo El Filósofo Mongol, no tenías por qué

hacerlo. Y con relación a mi llegada, iré con LAN Chile y ya te precisaré la fecha. No

creo que en La Habana se acuerden mucho de ti. Tanto que criticas y parece que allí,

todos padecen del mismo síndrome. Con respecto a lo que dices al final habría que ver

quién seduce y quién viola.

<<Creo que me pasé, pero ya está dicho –pensó Carmen al mandar el mensaje-. Que se

joda por ser tan alardoso>>.

A los treinta y ocho años de edad, Carmen Rojas era de ese tipo de mujeres que por

donde quiera que pasara le gustaba dejar huellas. Era voluntariosa y dulce al mismo

tiempo y cuando se proponía algo, era capaz de serpentear entre millones de mentiras y

verdades con donaire hasta llegar a su meta.

Había nacido en el año del caballo y los espejos para ella eran como un imán. La pasión,

cuando llegaba a enamorarse, podía consumirla sin que perdiera la sonrisa y el candor y

sus relaciones de pareja siempre habían estado marcadas por un dramatismo casi
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dostoievskiano. A veces, aunque siempre lograba escapar, la rutina, para ella, se

convertía en cárcel.

Carmen amaba su profesión porque, entre otras satisfacciones, le permitía viajar y meter

las narices en los sitios más insospechados. Con su metro sesenta y cinco de estatura

exhibía una esbeltez provocadora. Vivía orgullosa de sus piernas y, cuando podía, no

dudaba en exhibirlas. Tanto por físico como por temperamento evidenciaba que por sus

venas corría sangre italiana y vasca. Había nacido en Uruguay, pero los largos años

pasados en Cuba la habían marcado en todos los sentidos.

Desde que Carmen comenzó a comunicarse con Ramón Rivera su instinto comenzó a

enviarle señales de alerta. Aunque muchas veces se lo había propuesto, hasta la fecha, le

resultaba imposible precisar cuándo, de manera exacta, Ramón irrumpió en su casa ni

tampoco los meses que allí pasó.

-Estaba en la micro-brigada, no tenía donde vivir y le ofrecí albergue –contó la madre

de Carmen cuando ésta se interesó en el tema.

Luego, por otras mujeres, supo que Ramón era capaz de enamorar hasta a un palo de

escoba si lo veía vestido de mujer y que sus ojos entraban en anarquía cuando alguna

pasaba por su lado.

Por aquel tiempo, Alamar, fue uno de los lugares destinados por el gobierno de Cuba

para acoger a los militantes de grupos guerrilleros o partidos comunistas

latinoamericanos que, perseguidos por las dictaduras militares, llegaban a la isla.

Familias chilenas, argentinas y uruguayas, en su gran mayoría, le imprimieron al lugar

un sabor único en la geografía habanera en donde las cuecas, las milongas y los tangos

se amelcocharon con el son. En las peñas culturales donde aquellos exiliados buscaban

preservar su identidad, la cerveza se hizo a un lado para abrirle un hueco al vino tinto; el

ron, al pisco y las empanadas y los chinchulines a las croquetas de Averigua, un invento
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producto de la improvisación que sabía a todo menos a carne de pollo o cualquier otro

tipo de ave.

Carmen, entonces, casi clandestina, se asomaba a la adolescencia.

-Cuando mis amigas de la escuela y mis vecinas tenían novios, sabían besar y hacer más

de cuatro cosas, yo seguía siendo una niña –recordaba haberle dicho por teléfono a

Ramón.

A medida que se iba reencontrando más con el hombre que sólo era una voz y unas

fotos por Internet, aquellos años comenzaron a emerger. Carmen se abandonó en el

asiento y con una sonrisa comprensiva y un tanto tierna, se acordó de cuando Ramón le

dijo que todo era un invento para robar su atención. Estuvieron tres días sin hablarse y

Ramón, creyéndose ganador, cayó en la trampa al preguntarle si tenía amnesia.

Entonces, ella, de sopetón, hizo un inventario que les abrió a ambos la primera puerta de

las muchas que comenzarían a abrir.

Tenías un libro de Ray Bradbury, el Vuelo nocturno de Saint Exupery, una Biblia vieja

que nunca me atrevía a hojear y El viejo y el mar de Hemingway todo manoseado y con

las páginas subrayadas. Al principio, me gustó porque era el más finito de todos.

Debajo de la mesa había una bolsa con cámaras fotográficas y al lado una maleta. Un

día, al abrirla descubrí dentro de ella un condón. Me llamó la atención porque la cajita

traía pintada una mariposa. Me asusté ante el temor de que viniera alguien y me

sorprendiera con aquello en la mano. Tu cama estaba en el suelo, pegada a la pared.

Olía rico y, debajo del colchón habías colocados dos bolsitas. Una tenia hojas de

albahaca y la otra, rajas de canela.

De todo, lo que más me llamaba la atención y me despertó el instinto fueron tus

almohadas. Eran grandes y suaves al tacto. Cuando las presionabas, se desinflaban de

a poquito hasta que el cuerpo casi se pegaba a ellas.


96

Cuando quedaba sola en casa, invadía tu espacio y me enrollaba con los olores que

dejabas. Cerraba la puerta y la ventana, cerraba los ojos y era, según lo que tocara,

como ir formando arco iris o tejiendo mantas con los aromas hasta lograr extrañas

transparencia que, al contacto con mi piel, se transformaban en otras. El olor de la

camisa que te ponías los sábados, cuando te ibas por ahí, me provocaba como unas

ganas de llorar y, al mismo tiempo, un frío que daba sed y me encendía las mejillas.

Era algo extraño y nuevo encajado en la boca del estómago que me ponía tensa. Un

olor duro, como de cobre recalentado mezclado con aroma de ron. A veces, lo olía

hasta sentirme mareada y acostada en tu cama, abrazaba a tus almohadas y me

apretaba lo que todavía no eran mis pechos de hoy. El olor a hombre, mezclado con

ron, tiene como una tiesura diferente. Es como una llave que abre los deseos. Sé de lo

que hablo cuando escribo de ese aroma sudoroso del ron, luego lo he sentido en otros

cuerpos y hasta en el mío propio.

Lo que desató el primer aguacero de mis ganas fue la mezcla, el desborde que me

sorprendió al sumergirme en tus almohadas y respirar hondo, sintiendo que el sudor de

mi primer celo al juntarse con el tuyo, se fecundaba y procreaba el aroma que me hizo

entrar en comunión contigo. Pero lo mío era algo mucho más sensual que sexual y

espero que entiendas y no te suceda como a la mayoría que confunde los términos.

No, Ramón Rivera, tú serás el mago pero la primera magia, aun antes de que existiera

la palabra, la engendró el instinto, el deseo de oler y de ser acariciado. En tu cama, la

lluvia que cae del cielo será siempre menos misteriosa que la que brota de adentro.

Dios podrá hacer llover desde arriba, pero sólo el ser humano es capaz de provocar la

lluvia, los truenos y las tormentas que brotan del alma. Yo, porque mi olor formaba

parte de los tuyos, fui también tu cama aunque jamás lo supieras.


97

Tú, nunca, entonces, me miraste y luego, te perdiste. Fuiste una firma y una foto en los

diarios, el premiado por las crónicas de guerra, el que jaloneaba por el pelo a las

amigas de mi madre cuando te acostabas con ellas y, luego, un silencio casi diluido

hasta el día que te leí renegando de todo lo que una vez amaste. ¿A cuál creer?

comencé, desde entonces, a preguntarme.

La respuesta de Ramón no se hizo esperar:

Lamento mucho no haber satisfecho tus deseos de entonces y puedes estar segura de

que, aunque hubiera descubierto tus braguitas sobre mis almohadas o a ti desnuda,

nada hubiese ocurrido. Parece que, desde pequeño, aprendí en el campo que los frutos

a destiempo carecen de dulzor. Como te he explicado en otras ocasiones, para mí el

sexo es arte, aunque siempre no haya sido así. Una obra artística puede adelantarse a

un tiempo, pero nunca puede crearse a destiempo o violentando los ciclos de la

creación. Para eso están las vanguardias y, generalmente, lo que queda valido de ellas

es porque ha tenido un tiempo de maduración.

Hubiera sido mejor si hubieses leído Al otro lado del río y entre los árboles.

Frente a tus aguas, intento guarecerme bajo un paraguas de cordura y no mojarme

demasiado las camisas de mis sábados ya casi sin rones y pachangas que perturben

esta tranquila soledad que, a trompicones y renuncias, ahora me arropan.

Quiero responder a otras insistentes preguntas que me haces. Te repito, no extraño

Cuba. No me escribo ni hablo con nadie de allí ni, tampoco, acostumbro al cubaneo.

No quiero tener pasado. Me basta con algunos recuerdos que tengo que llevar. Borro

todo y, al mismo tiempo, no me siento un renegado. Tampoco quiero futuro. París y

España me han aceptado como algunas mujeres, pasadas de trago y abiertas por el

alcohol, aceptan al cazador o al solitario que, en un rincón del bar o de la fiesta,

aguarda a la presa.
98

Perdona que no te llame de noche como me invitas a que lo haga. Pero, como dicen en

mi barrio, al perro macho lo capan una sola vez y como detrás de cualquier

afirmación, generalmente hay una experiencia previa, te cuento en plan de conocernos

mejor que, una vez, siendo muy joven y recién llegado a La Habana una mujer que no

sé por qué en algo a ti se me parece, me pedía que todas las noches le hablara por

teléfono. Me acostumbré tanto a ello que si no lo hacía, casi me asfixiaba. Decía que mi

voz le provocaba llamaradas y yo me lo creí. Estaba becado y no podía salir a verla.

De veinticuatro horas del día, hablar con ella una, era la vida. Al cabo del tiempo, me

dijo que a una hora fija comenzaba a presionarla. Entonces, me llamaba ella a mí

cuando más le convenía y evitaba así que la buscara a la hora que antes parecía feliz.

Me recomí la cabeza, trepé por las paredes. Llegué a pensar que lo hacía porque había

encontrado a alguien con quien llenar, en su cama, esos horarios. Su voz, de pronto,

dejó de alebrestarme y enmudecí. Me inmunizó. Se llamaba Mar y le hacía honor al

hombre: cambiante, caprichosa, violenta, bravía, traicionera por momentos,

indomable, dulce e imprevisible. Desde entonces, jamás, aunque sus olas me inviten, he

entrado en la noche de la mar. Quizás, como tienes otro nombre, contigo, si me

acostumbrara a llamarte, podría ser distinto y, al final del partido, me quitaría el mal

sabor de boca. Pero ante la duda – y tómalo a broma- y llevando el nombre que llevas,

no me atrevo.

Leo y releo tus mensajes. Descifrar tus claves se me antoja un reto. Tu e-mail donde me

hablabas de tu relación con el hombre ya mayor que te soñaba consigo en Chiapas, le

provocó desvelo a mi enano de las dudas. Este extraño ser, que me persigue desde que

la vida empezó a darme aguijonazos, me pide que pregunte si tu negativa a seguirlo,

después que sabías que comía de tu mano, no fue un ajuste de cuentas con el fantasma

del hombre que, por razones obvias, no pudo estar a tu lado para verte crecer. Dudé en
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meterme en un terreno tan escabroso, pero el enano me hizo ver, al releer conmigo tus

mensajes que tus relaciones con hombres mayores siempre terminan quedando ellos

destrozados. A la menor señal de que puedan abandonarte o herirte, los conviertes en

aire. De personas que te hacían vibrar pasan a ser cartas y fotos. ¿Que sientes al

leerlas? ¿Son tus trofeos? Espero que nunca se te ocurra hacerme lo mismo. Dime, por

favor, hasta dónde este enano aguafiestas puede estar equivocado. No me excuso por

mi atrevimiento al preguntar sobre estos asuntos, simplemente uso las mismas

prerrogativas que tú cuando preguntas hasta dónde pueden tener razón al decir que

hay algo turbio en mí y que soy un sinvergüenza. Tienes mucho talento y corazón para

escribir. Latido, diría yo. Deberías aprovecharlo mejor y novelar esos diarios.

-¿Pero cómo puedes hablar con tanta seguridad y ser tan irónico? –le hubiera dicho- Te

abro mi mundo, te resucito en mi pasado y me sales con esa ridiculez de que podía

haber encontrado mis calzones en su cama.

<<Es como fuego pero también lluvia y tormenta>> -y le pareció extraño que, en

medio del cielo gris de Montevideo y de un airecito frío que recordaba que el invierno

ya estaba arañando las ventanas, el hombre que decía no querer nada con Cuba, la

metiera de golpe en la Isla-. Debería decirle a ese cabrón que, por los años y lo vivido,

juega con ventaja, pero no. No quiero hacerlo. Aceptar eso, sería darle la razón a

quienes ya me advirtieron que no era trigo limpio. Quiero darle tiempo a que se suelte

más y se le salga lo bueno y lo malo que lleva dentro. Esta distancia me pone a salvo. A

lo mejor, estoy delante de un degenerado que, porque sabe que lo es, pone tierra de por

medio. Sin embargo, pese a su frialdad, hay cierto juego en sus palabras. Cita a

Hemingway, se apoltrona en recordar su edad y coge de modelo a alguien muy joven.

Quizás sea verdad que lo hermoso en este juego es que ambos conocemos las

trampas>>.
100

Carmen Rojas, consciente de que todo aquello la alteraba, apagó el ordenador. Se atavió

con un vestido abierto a los lados, se calzó un par de botas altas y llamó por teléfono a

su amiga Mariana, otra de sus paisanas que había crecido en Cuba.

-Nos vemos en casa de Bárbara –le avisó-. Es su cumpleaños.

Por último, frente al espejo se puso un tono de rimel que le hacía los ojos más grandes.

Las palabras de Ramón Rivera, como un trueno sordo, volvieron a resonar en su interior

y concluyó que siempre hablaba más de la cuenta.

<<Solo quise que me conociera más y con ello, abrirle mis puertas, pero parece que no

ha sabido o no ha querido darse cuenta>>.

Entonces, salió a la calle y el aire, frió del sur, la obligó a subirse el cuello del abrigo.

Le sentaba muy bien la boina que le cubría, en la frente, el nacimiento del cabello en

donde, para su contrariedad, iba aflorando alguna que otra cana. Para Carmen, que iba

descubriendo día a día las sutilezas del hombre, el hecho de que éste, pese a su rechazo

hacía los artistas que apoyaban desde Europa al gobierno de La Habana, le enviara junto

a los CD de Querencia de Mayte Martín y Por Los espejos del agua de Ginesa Ortega,

algo de Sabina y de Serrat le despertó el presentimiento de que detrás de aquella

mascara de dureza, improperios y rencores contra su pasado, todavía podía haber algo

que, tarde o temprano, lo llevaría a pensar en la isla de manera menos distante. Aquel

apego del hombre al flamenco y a los chansoneur franceses como Serge Reggiani le

provocaba algo de celos. Había aceptado desde hacía mucho su necesidad de absorber a

los amigos y amigas de sus novios y eso le permitió, a la larga, crearse un círculo de

relaciones amplio en donde se sentía como pez en el agua. Pese a que no dudaba en

decirles a sus amigas de Montevideo que Rivera no era más que una pieza de estudio,

Carmen, en su interior, no pudo evitar sentirse molesta al saber que muchos de aquellos
101

CD que Rivera le había enviado tenían que ver con mujeres que, de una forma u otra, él

quería y admiraba.

Tarareaba a Sabina y pisaba fuerte como pregonando la fuerza de su paso.

“¿Qué puede importarme que haya retratado a ésas bailando para su cámara? ¿Qué me

importa que me diga que la escritora que le dio a Reggiani es su hermana y que la

admira por el talento y la valentía que tiene?

En eso pensaba cuando, al llegar a la esquina de Silvestre Blanco y Brito del Pino, lo vio

recostado en la pared. Llevaba un abrigo de cuero, pantalones apretados y un gorro de

lana. Carmen sintió que los ojos del hombre buscaban los suyos y, como en ocasiones

anteriores, se hizo la que no lo había visto. Al pasar por su lado, una mirada dura buscó

morderle la piel y ella, con miedo, tragó en seco. Más que la presencia fue la sordidez

de su mirada, lo que la impulsó a apurar el paso. Carmen advirtió una revoltura en su

interior en donde pasado y presente no encontraban acotejo. Un frío molesto se apoderó

de sus manos y, pese a ser tan atea, abrió los dedos y con la mano izquierda aferró la

medalla de la Caridad del Cobre y con la otra, un pañuelo blanco donde aparecía

bordada una letra R.

Miró de soslayo y vio que el hombre venía detrás. Un frío incómodo se le clavó en la

nuca. Con la esperanza de que se hubiera quedado en la intercepción de la calle Charrúa,

volvió a mirar hacia atrás y al ver que la seguía con las manos escondidas en los

bolsillos de la chaqueta, le dio por pensar que allí ocultaba una navaja. La calle se

transformó de pronto en uno de esos túneles de las pesadillas en donde nadie, por

mucho que lo intente, puede echarse a correr.

Llegó a la intercepción de Oscar Gestido y luego de mirar para todas partes, torció a la

derecha y decidió regresar por la calle Vargas. A medianía de cuadra, la falta de aire la

hizo aminorar el paso y aguzó el oído. Tenía la impresión de que el taconeo de sus botas
102

podía delatarla y sigilosa, al estar de nuevo en Charrúa, miró en todas direcciones. Echó

una última carrera, desembocó en la Avenida Soca y, desesperada, le hizo seña a un

taxi. Tras darle la dirección al chofer, Carmen se asomó por la ventanilla y al no ver

aparecer la figura del hombre, reclinó la cabeza en el asiento del auto y entrecerró los

ojos.

Cuando llegó a la fiesta de Bárbara intentó sosegarse y se sirvió un trago como requería

la ocasión. Apenas, sin hablar con nadie, intentó que el agradable calor que bajaba por

su garganta le arrancara el susto. Saludó a todos y salió al balcón. Dejó que el aire le

revolviera el cabello y volvió a beber con la mirada clavada en la noche. Después, más

repuesta, fue al aseo y se arregló el maquillaje y, al verse, pensó que el espejo le

reflejaba el presente. Una frase que había leído hacía poco relampagueó en su memoria

“Lo que se vive se convierte a partir de ese instante, en un salto en la nada”


103

Apuntes y diarios

Esta noche leí el capitulo del Marasmo, también yo salí una vez de Cuba rumbo a

Europa.

Stockholm. 16 de agosto de 1985.

Son aproximadamente las 8.30 a.m. Estoy en el cementerio, detrás de un árbol, donde

nadie me ve. Mis hermanas salieron en la mañana temprano para la escuela. No pude ir

porque se me perdió la tarjeta de transporte de todo el mes. Tengo frío, pero no puedo ir

a ningún lado. En casa no puedo quedarme porque está papi. No quiero que se entere.

Además, tengo deseos de estar sola. El cementerio es hermoso, bien verde y con todo

tipo de flores. Hay como túneles de árboles. Paseo. Sigo teniendo frío. Parece que el sol

hoy no va a salir.

19 de agosto.

En la escuela hay muchos latinos, griegos, árabes, turcos. Nosotras fuimos vestidas

normales y casi todas las chiquitas iban de minifalda y zapatos de taco. Como nuestros

nombres no aparecían en las listas, nos fuimos al centro. Las chicas todas se pusieron a

robar cosas: pintalabios, aretes y hasta pares de zapatos. Luego nos quedamos en la

escalera que está frente al Cultur Huset. Me pinté todo el pelo con un sprite dorado.

Cuánto daría por estar en Cuba, aunque sea en un doble sexto turno de matemáticas del

profesor Manzano. Aquí es tan aburrido. Cómo se han de estar divirtiendo toda esta

gente allá. Qué mierda.


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Me siento desubicada. Si vieras las chiquitas de aquí. Son completamente fingidas.

Todas pintadas. Comen poquito, cruzan las piernas. Es horrible. Quiero estar en Cuba,

en ropa de campo, despatarrada en el pasto y mirando el cielo, corriendo por los pasillos

de la escuela, gritando por los pasillos de una punta a otra.

Patricia, la chilena es antipática y fea. Vivian, la paraguaya, se hace la fina. Claudia,

parece súper bruta y sólo se preocupa por estar linda y creo que le caemos mal. Son

todas falsas, pesadas, creídas y antipáticas.

Me llegaron hoy, como todos los martes, cartas de Cuba. Mami nos mandó de Uruguay

un paquete con zapatillas y medias.

No importa. Mira lo que descubrí en un libro de Osvaldo Sánchez que se llama Matar al

último venado.

Pongamos, Bosco, el carrusel a toda marcha.

Cada cual ha pagado con su naranja azul.

Alamar levanta su lona chamuscada de estrellas caídas.

Está bajando el cielo y seremos los ángeles,

tal vez, un poco menos puros, los de verdad.

Que humo verde este jardín.

María Godiva, en su caballito de mar, sale al centro de la carpa.

Esta casa está llena de trincheras.

Qué miedo, tanto amor apuntándome.

Qué desnudez al fin de tanta palabra y baile de mascaras…

Anoche soñaba, Bosco, estando abajo

un lloviznar así de los demás sobre mis hombros.

Y ahora me duele polen los ojos

me aprieta palabras el techo este jardín.


105

Cantemos…

Quiero salir al balcón a correr

pero cantemos las seis horas sin parar

hasta que Alamar baje la carpa

y María cierre con un chau

las ramas de los laureles blancos.

23 de agosto

Hoy fuimos a casa de Patricia. La pasamos bastante bien. Nos mostró fotos de sus

hermanos. Juan se puso a cantar con la guitarra. No canta bien, pero bueno. Lo peor fue

al final. Patricia me dijo que quería mostrarme un poema suyo y empezó a leer: “Puedo

escribir los versos más tristes esta noche”… Me dio tanta vergüenza. Pero no dije nada.

Bueno, esto es lo que hay.

Qué ganas tengo de estar en la casa de Alamar y olvidarme de todo esto. Pensar que fue

un sueño. Salir, sentarme en la escalera. Llamar a Lorna. Ir a comprar helados. Hacer la

cola del pan. Echar un medio en la alcancía de la guagua. Ir a Bacuranao. Acariciar a mi

perra Osita. Meterme en una fiesta con el piquete de amigos. Conversar cosas

importantes con José Alberto. ¿Por qué no me quedé en Cuba? Qué lástima cuando,

entonces, pase el tiempo y sea una vieja y lo que viví en Cuba sea un mínimo pedacito

de mi vida.

En la escuela todos escribimos cartas a la Invandrare porque quieren mandar a un

chiquito para el Líbano porque no le dieron la residencia y el, pobrecito, no tiene a nadie

allí. El muchacho anda escondido, porque si lo cogen lo expulsan del país.

26 de noviembre
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Ayer, como a la una de la tarde, nos reunimos algunos de la escuela y fui hasta la

Invandra Minister para hacer una demostración. Nos pusimos a gritar que no queríamos

que mandaran a William para el Líbano. El punk ese de pelo rojo, que siempre anda en

short en pleno invierno, se paró sobre una tarima y dijo una pila de cosas. Saltábamos y

nos juntábamos bien para no tener frío. Cantamos We are the World y Denle una

oportunidad a la paz, de Lennon. Vino la prensa y la televisión. Nos prometieron que,

la semana que viene, iban a volver a analizar el caso.

1ro de enero 1986

Pensar que terminó el año y yo estoy sola aquí. ¿Esto puede ser verdad? Terminé el año

como nunca, llorando, extrañando más de lo que se puede a mami. Con miedo. Con frío.

Nunca pensé que algún día yo no iba a ser feliz. Era algo desconocido. Afuera, hoy, los

suecos tiran cohetes. Se divierten un día al año.

Lunes 10 de febrero de 1986.

Aterrizamos en el aeropuerto de Montevideo. Fuimos a casa de la abuela Blanca, era

como la recordaba, solo que más pequeña.


107

Entonces, viene el caos

No me importa repetirlo. Mi pasado es lo más importante que tengo. No me pasa como

a él, que intenta borrarlo de un plumazo o trata de diluirlo en una realidad que si bien lo

tolera, nunca acabará por aceptarlo. Un latino en Europa, siempre será un latino, un

primo lejano en España, un intelectual en París, un refugiado en Estocolmo, un

excéntrico en los bares de Ámsterdam. Eso, en el mejor de los casos, porque de lo

contrario, será el sudaca, el tipo que habla con acento, el bullanguero o el blanco de la

sospecha cuando suceda algo. Aunque estoy hablando de mí, tengo que decirlo. Quizás

sea por la discusión que sostuvimos o tal vez, por su insistencia para que reviva mis días

de Cuba.

Me provoca y, aunque en el fondo me excita que lo haga, en ocasiones, lo invade todo.

Nunca, a nadie, le había abierto tanto mi pasado. Me hablo y, al hacerlo, intuyo que

también le estoy contando a él. Y es extraño porque, al invadirme, siento que me abre y

penetra en mí y pese a que, por momentos, me da temor, disfruto lo que hace.

No puedo explicarme cómo, si entra como un huracán y salta de un lado para otro, sin

apenas dejar acomodarme, puede darme tanta paz y sentirme tan a gusto.

A veces, siento tan expuesto mi pasado que me da temor a que desaparezca una noche y,

al despertar, sólo me quede el presente. No quiero perder del todo lo que ha estado.

Puede que sea porque en los lugares donde se borra el pasado sólo queda la nostalgia o

porque sin pasado, al presente le resulta difícil sustentarse y, entonces, viene el caos y

de éste, como dice Cioran, siempre tememos sus revelaciones.


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Son la doce del día. Intento que el café me quite la resaca de la fiesta y todo se

entremezcla. No me bastó con la carrera y el susto. También tuve pasadillas y en el

sueño corría. No era aquí, sino en Cuba. Iba con mi amiga Marisol, solas las dos,

muertas de pánico, a la entrada de Alamar, por una carretera oscura y desolada. ¿Qué se

pierde de verdad cuando uno cercena algo del pasado? ¿Desaparecen los hechos o las

personas que lo ayudaron a conformar? ¿Y de uno, al no estar los hechos y las personas,

qué se anula? ¿Será que no quiero desprenderme de hechos y personas porque, si

desaparecieran ambos, algo de mí desaparecería también? ¿Es cuidado del otro o de uno

mismo la defensa del pasado?

Abro los correos y ahora no puedo escaparme aunque quisiera del pasado.

Ramón se vale de la franqueza con que le hago preguntas y me dispara a quemarropa.

Pasa por alto que mi curiosidad no es premeditada y la suya, sí. Ahora veo por qué su

insistencia al preguntarme cómo, después de la dictadura, la gente de mi edad se asomó

a las drogas. Tanto que habla de España y parece no saberlo. Pues como pasó allí

después de Franco. Me choca que para unas cosas sea muy agudo y abierto y para otras,

reaccione todavía pegado a los esquemas.

¿Es morbo o curiosidad? ¿Interés periodístico o ganas de meterse en mi vida?

Hace poco, me invitó a que buscara determinadas fechas en mis diarios. Dijo que le

gustaría que estableciéramos puntos en común en las fechas para saber qué hacíamos

ambos y cómo habíamos visto y vivido un mismo hecho. Insiste a cada momento en

recordarme que entre nosotros hay quince años de diferencia. Lo restriega y no logro

descifrar si lo hace para poner tierra de por medio entre nosotros o si busca incitarme a

la aventura.

La gente tiene tantos recovecos que, a lo mejor, es sólo un mecanismo de defensa para

que, si al conocernos, no me llena su figura, salirme con su frase de que la seducción


109

por Internet es una pistola con demencia. ¿Pensará acaso que mentía cuando le dije que

para mí sus cincuenta y dos años no eran importantes? Propuso como juego recontarme

mi vida a partir de mis diarios y confrontarla con la suya.

Al principio, resultaba tentador, pero ahora me produce cierto vértigo. Dice que juego

con ventaja porque tengo el tiempo encajonado entre letras. Es, me dice, como jugar a la

gallina ciega cuando se habla de una ciudad en la que nunca se ha estado. El desafío es

lo que le llama la atención. Es muy atrevido al decir que me concede la ventaja. Creo

que la ventaja es suya porque, al no tener nada escrito, podría hacerme trampas y al

contarme de su vida darme su visión que tiene ahora y esconder su ingenuidad de

entonces.

Pudiera también intentar una segunda trampa para dejarme encandilada. Ya le dije, una

vez, que el ingenuo goza de todo lo necesario para consagrarse al amor. Tal vez, busque

darme por la vena del gusto. Aunque, lo dudo. Es muy cubano para hacer algo así. Su

arrogancia y su seguridad en lo que dice no lo dejarían. En ocasiones, me molesta, pero

nunca me deja indiferente. Se vuelve distante cuando le digo que quisiera irme a Cuba

porque allí está el único lugar en donde me siento segura al caminar y en donde siempre

vuelvo a gusto.

Lo mezclo todo. A lo mejor, la resaca todavía no me deja concentrarme o quizás el café

me acelera demasiado y todo se me junta. Menos mal que este trabajo me permite estar

en casa. Si me pasara como a Bárbara que a esta hora ya debe estar en su oficina

escuchando los problemas de la gente, sin Internet y con una bruja de encargada, no sé

qué haría.

Este hombre es el exceso con piernas. Me atiborra de mensajes y sin darme tiempo de

adentrarme en un tema, ya salta para otro. ¿Habrá sido siempre así? Veremos cómo

cuenta este pedazo de mi vida.


110

Era enero. Queríamos ir a La Paloma. Al principio, dude en acompañarlos pero tanto

dieron que a las diez de la mañana ya estábamos en La Rambla haciendo dedo. Éramos

seis.

En el recital se habla a gritos y casi sin palabras. Escucharse es lo que menos importa.

La comunicación se establece de otra forma. Está en la botella que pasa de boca en

boca, en el grito colectivo con que se vitorea o rechifla algo que dice el vocalista del

grupo y en la forma que se pasa el porro de mano en mano, en la comunión que crea el

uso del mismo tipo de vestimenta, en las botas, en los pantalones pegados al cuerpo, en

la adrenalina y las feromonas que despiden los cuerpos y, sobre todo, en el hecho de

saberse parte de una Tribu que, en Montevideo, después de muchos años, intenta

hacerse un espacio. Están los que crecieron aquí y algunos que llegamos luego de

haber recorrido medio mundo.

Sudo. Salto y río como el resto. Busco acomodarme y sin embargo, hay algo dentro de

mí que me hace sentir diferente y me saca de paso. Quisiera estar del todo y como me

resulta imposible, busco meterme más en lo que vivo y me rodea. Dudo ir a los lugares

en donde tenga que encontrarme con extraños. Sucede que no sé cómo voy a

comportarme. Cuando eso ocurre puedo quedarme horas sin decir palabras. Por eso,

allí, sin despegarme de mi grupo, prefería escuchar y entonarme con el mejunje que

estábamos tomando.

Cayó la tarde y el hambre producida por los porros comenzó a pincharnos. Un olor a

carne asada se convirtió en flautista de Hamelin y nos llevó hasta el mostrador de un

bar. Nos dieron seis refuerzos de jamón, morcillas y dos pedazos de asado acabados de

sacar de la parrilla que, entre risas y bromas comenzamos a devorar.

A la hora de pagar no nos alcanzaba el dinero y se armó la discusión. Entonces, Alicia

dio la cara y salimos de allí como perro que tumbó la lata. Si bien era cierto que no
111

teníamos dinero, también lo era que jugábamos a ser pobres. Llegó la noche y nos

tiramos a dormir en la playa. Entonces, estando allí, me fui muy lejos.

Pese a tiritar de frío, Carmen, se dio una ducha y, tras servirse una taza de café a la

cubana y arreglarse el cabello, regresó al ordenador. Releyó algunos fragmentos de

textos enviados por Ramón y luego de encender un cigarrillo, darle una larga calada, se

centró en el texto.

-No, no me da la gana que siga recontándome las cosas de esta manera –protestó y, en

silencio, comenzó a maquinar.

“Quisiera que hablara desde adentro. Necesito sangre, linfa, corazón, temblores. Más

que acción y diálogo, quiero sentimiento, el pensar, el latido del pulso a la intemperie.

Pero, no. Se queda haciendo malabares desde afuera. Le abrí la puerta y se ha quedado

en el portal. Lo que cuenta parece una postal para turistas. Usa el adjetivo como adorno,

como si éste fuese un arete de metal que se lleva en la oreja. Brilla y refulge y aunque

está donde se oye, no escucha las voces de la noche ni las que brotan de adentro. A estas

alturas, ya he descifrado algunas de las claves de su juego. Me busca las cosquillas. Me

incita a saltar constantemente. Quiere verme en vuelo. Goza con verme dudar antes de

lanzarme a sus espacios. “En lo más alto del vuelo” -dijo un día- “es donde único la

trampa no puede acomodarse. Con el viento y el vértigo de la altura no hay intimidad”.

Carmen dio una calada larga y se entretuvo un momento en la hebra fina y azul de humo

que ascendía lacia.

<<Debería abrir la ventana porque esto huele mal con el cigarro>> -pensó. Hubiera

querido levantarse y abrir la ventana y que el aire frío invadiera la habitación, pero

prefirió quedarse frente al ordenador con la colcha rosada a modo de chal cubriéndole la

espalda. Luchaba por apartar la resaca y hacía esfuerzos por saber qué era lo que le

molestaba tanto al leer la versión que Ramón se atrevía a hacer con su diario.
112

<<La intimidad siempre es el último ropaje -pensó Carmen-. Sin ella, nos volvemos

vulnerables y no quiero regalarme. Dejarse desnudar es un premio que se otorga y no la

respuesta a la urgencia de un momento. Me molesta que, algunas veces, se comporte

como si sus actos formaran parte de un ritual y en otras, tan vertiginoso que produce

mareo. Quiere hacerme estallar. Es una forma de presión para que le vaya a la contraria

y rectifique, con las mías, sus palabras. Quiere escuchar cómo veo el pasado con los

ojos de hoy. No quiere darse cuenta que lo que pasó aquel enero fue lo que ocurrió, no

lo que ocurre. ¿Por qué le atraen las partes de mi diario que para mí tienen menos

importancia? Puedo, si deseo, dejar que manipule mi presente porque eso es seducción,

pero no contarme mi pasado desde afuera. Ramón dice trepar por las paredes cuando le

digo que escribir es tirarse de la entraña al infinito y no al revés. Que si lo hizo, al contar

mi lluvia entre su almohada, también con lo demás podrá lograrlo. “Volveré sobre el

tema”, me dice con frialdad y eso no me vale. Acepté su invitación. Le abrí la caja de

los truenos y ahora quiero que en sus letras me retumben>>.

Carmen, un tanto enternecida, releyó de nuevo el fragmento de diario y, con el dorso de

la mano, se limpió el rostro. Cuba, muchos años después, seguía siendo su país.

<<Y mira en lo que ha venido a parar este jueguito –pensó, diluyendo la emoción y

tirándolo un poco a broma-. Ahora resulta que me carteo con un renegado que, para

colmo, está en Miami>>.

Apretó el botón del mouse y al ver que el mensaje llegó al destinatario se echó a reír.

-Veremos cómo se atreve a contar lo que le mando.

Guanabo. 18 de julio de 1984. Es el cumpleaños de Bárbara.

Nos fuimos diecisiete de campismo. Bajamos del tren, caminamos un rato buscando un

lugar donde acampar hasta que llegamos a una parte de la playa que no conocíamos.
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Al poco rato, los guardafronteras nos dijeron que allí no podíamos quedarnos y

entonces encontramos un sitio mucho más bonito, pero no teníamos suficiente comida

ni dinero. Había tremenda división porque hicimos espaguetis con agua del mar y sin

colar y se nos olvidó guardarle a Luís Ernesto y Rubén que habían ido a cazar una

gallina. Se enojaron e hicieron campamento aparte. Los dos eran buenísimos conmigo

y siempre compartían lo que tuvieran. A veces, discutíamos por la manera que tengo de

decir las cosas. Al llegar la noche me fui a dormir con ellos, fuera de la carpa, por

ponerme de su parte. Quedé en el medio y nos tapamos los tres con una frazada.

Entonces, comenzó a llover y decidimos quedarnos allí. El agua traspasaba la colcha y

nos quedamos dormidos.

Por la madrugada, Luís Ernesto me puso la mano entre las piernas, suavecito y me

empezó a tocar. Estaba detrás de mí. Me dio pánico y, al mismo tiempo, me encantó.

Como me daba vergüenza, me hice la dormida. No sé si lo supo. Fue bueno que

estuviera Rubén porque así no podía hacerme nada más ni despertarme. Nos dormimos

los tres con tremendo cariño. Al despertar me apuré en escribirlo en el diario y por la

noche, los tres nos fuimos a bailar.

Cuando llegué a casa mami nos dijo que por esos días saldría una lista con los

nombres de quienes podían volver a Uruguay. No quiero ni pensar en eso. Este es mi

país y en ningún otro lugar voy a sentirme como aquí. Por favor, no quiero irme.

Fue un período muy extraño que todavía, aunque superado, sigo encontrándole claves

y nuevas resonancias. Un país no es de uno por haber nacido en él. Tú mismo has dicho

que, por momentos, hay tanta lejanía que no te sientes cubano. Yo, aunque nací en

Montevideo, a lo mejor ocupo el lugar que tú dejaste. Aunque pienso que no haría falta

porque sé que allí tengo el mío. No estoy de mal humor, simplemente, me molesta que

reniegues y digas odiar lo que en el fondo amas.


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Regresé a Uruguay no porque quise y dejé Cuba no por mi propia voluntad. Podrá

gustarte Europa, despreciar el cubaneo y la promiscuidad obligatoria, como le llamas.

Puedo entender que te moleste que se confunda la igualdad con el igualitarismo. Hay

muchas cosas que puedo entender, pero de lo que me doy cuenta es que, en el fondo,

has ido a Miami para intentar oler el aire de tu tierra.

Me preguntas cómo vi las drogas a mi llegada a Uruguay, pues a lo mejor como las

descubriste tú mismo al llegar a España. ¿A qué edad fumaste el primer porro?

¿Dónde y cómo consumiste tu primera raya? Creo que los dos lo descubrimos fuera de

Cuba

Aunque te diga que no quiero olvidarme de nada que tenga que ver con mi pasado,

debo confesarte que lo vivido a mi llegada a Uruguay, por no aportarme nada capital,

apenas tiene valor y si vive es porque está en mis diarios. Aunque durante un tiempito

formé parte de ese mundo, siempre me sentí con un pie afuera y con la fuerza de poder

abandonarlo, como sucedió en efecto. Hay muchas cosas que viví antes y después que

me han marcado mucho más. ¿Querías el testimonio de entonces? Pues ahí va.

21 de enero 1987

Por la tarde nos fuimos a buscar hongos, los tomamos en té. Lo de los hongos fue

nuevo y extraño. Me tomé como dos vasos y, poco a poco fui sintiéndome distinta y con

unas alucinaciones fantásticas. No hacía más que cerrar los ojos y parecían miles de

muñecos de distintas formas y colores, todos con música, un carrusel de duendes

extrañísimos Era divino. Todo se movía muy lentamente.

Era extraño y diferente a Cuba y siempre había un momento en que me asaltaba la

pregunta ¿qué pinto yo aquí?


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Te lo aclaro en honor a la verdad, aunque la frase en mi boca te suene a “cachondeo”,

que vivía todo aquello pero a la vez, pasaba días leyendo a Herman Hess y a Henry

Miller. Dostoieski me acompañaba en aquel tiempo. Muchas tardes, las pasaba en

Ejido conversando con Raúl, que se reía de mis pelos y mis ropas negras. Hablábamos

de dialéctica, o de Rosa Luxemburgo, de Crimen y castigo y del panadero de su casa,

que me gustaba. Algunas mañanas de domingo, sin dormir y con los restos de la noche

aún a cuestas, subíamos a la camioneta e íbamos a la chacra del Movimiento por la

Tierra. Raúl, a veces, preguntaba insistentemente, como preguntas tú. De aquel tiempo,

que no tengo interés en recordar, a él, lo salvo, fue tremendamente paternal y era lo

que yo más necesitaba.

18 de abril. 1988

Me fui al Comité del Frente Amplio para ir al acto. Me sentí furiosa desde el principio

ya que me encajaron una pancarta que decía: “Ser joven es ser Frenteamplista”. Me

sentía totalmente ridícula y no sabia cómo soltarla.

De allí, fui a una movida que se llama Arte en la Lona.

Me encontré con pila de gente y nos quedamos tomando en el bar de la esquina.

Tocaron unos grupos que me parecieron muy malos y ridículos: Avacast y El Puticlub,

hacen ridiculeces, las letras son una cagada… “reina blanca, tú, todo lo puedes”…y se

ponían el dedo en la nariz. ¡Por favor! Luego tocó Cadáveres Ilustres.

19 de abril

No siempre abril es el mes más cruel. Una noche llegué al Bar Trigo, entonces era un

sitio mugroso y acogedor que frecuentaba la gente de Bellas Artes. Estaba con María y

un grupo que empezó a beber y me puse a charlar con una pareja que debía sobrepasar
116

los setenta. Dejé al grupo y me senté con ellos. El se llama Caco y la mujer, Mercedes.

Ella me contó que fue una de las primeras mujeres que se sentó en la barra de un bar

en Montevideo. Hicimos amistad y sin darnos cuenta, nos encontró el día. Después de

esa noche, siempre que me veían, me llamaban y me invitaban a su mesa. Con ellos me

gustaba hablar.

22 de abril

Estoy en el Trigo. Encuentro a Caco y me invita a un café. Cuando voy a marcharme

me da un papelito que leo en la calle: “¿Por qué? ¿por qué te mentís a vos misma? Te

importan muchas cosas. Tal vez, te importen mucho y por eso las querés ignorar.

Recoge de cada día estos pedazos lívidos y verás que, a la larga, te darán un fruto con

la dulzura tranquila, que es la duradera. Caco.”

¿Has encontrado por Europa muchos viejos así? ¿Has venido a retratar bailarinas de

flamenco o buscas también esa dulzura tranquila?

Carmen.
117

Rugido

Europa me trató como tratan algunas mujeres que te dejan dormir en su cama pero

nunca te aceptan de marido.

Atrás quedaban dos años en Rumania, en donde el frío me caló el alma y los huesos y

muchos en España. Al principio, creí que allí era el lugar idóneo. Hablaban mi idioma,

un poco de su sangre corría por mis venas y tenía colegas dentro de mi profesión y

varios amigos. Los primeros, se comportaron miserables y rácanos, pero los amigos

nunca me fallaron y los nuevos que fui haciendo, tampoco. Me sentí español. Allí quise

y me quisieron y, por primera vez, viví en un estado de derecho. Sin embargo, me

quemé. Jamás pude trabajar de periodista y los trabajos que encontraba siempre me

dejaban a dos velas. En esos años fui profesor de liceo, cocinero, guardaespaldas,

traficante en los Balcanes, masajista, arregla huesos, músico en el metro de Madrid,

ayudante de un alcalde, auxiliar de clínica en varios asilos, y en una cárcel militar.

Jugaba a la ruleta rusa por dinero y, en Sarajevo, cuando bajé al infierno, el diablo no

quiso ofrecerme ni residencia permanente ni permiso de trabajo.


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Pulgarcita en El Bahamas

La llamada de Dido, avisándole que lo esperaba con Carlos Díaz Barrios en El Bahamas

de la calle Ocho, le alegró el día. El recorrido, desde la playa, le permitía entrar en

contacto con diferentes barrios de una ciudad a la que intentaba descifrarle las claves.

Las construcciones Art Deco de South Beach, desde la 14 a la 5, le hacían recordar

cierta parte de Miramar y, las Islas, con los yates en los atracaderos, le evocaban el sur

de España que recordaba con agrado.

<<La nostalgia crea parecidos -pensaba Ramón mientras conducía el Mazda. Para

cualquiera, encontrar similitudes entre el Mediterráneo y el Caribe no tenía ni pies ni

cabeza. Sin embargo, para Rivera, sí. Era su forma de conservar algo que, cuando lo

perdió todo, comenzó a sentir como suyo-. Lo que pasó, jamás volverá a ocurrirme. Lo

borré todo y en ese espacio, me crecieron enanos. Es cierto que la luz era distinta y que

los tonos de los azules eran diferentes, que allí no hay palmas reales y que el frío, corta

como un cuchillo pero, llega el momento en que uno descubre otros encantos.

Ramón Rivera se salió de la I-95 y buscó la Pequeña Habana. El barrio le llamaba la

atención y, aunque estuviese habitado mayoritariamente por centroamericanos, todavía

en sus calles se respiraba el cubaneo. El instinto le decía que La Pequeña Habana, Little

Haití y el Oberthow tenían mucha tela que cortar para alguien que quisiera aventurarse

con una cámara.

<<Es una lástima que la mayoría de los políticos y empresarios cubiches ignoren el

lugar en donde sus padres y ellos mismos comenzaron. Si tuvieran dos dedos de frente

invertirían aquí y hasta quedarían como Dios>>.


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Hialeah era el otro lugar que se había propuesto explorar con el lente desde que, en su

visita al Rincón de San Lázaro, había observado que allí, en estado puro, estaba lo mejor

y lo peor que los cubanos habían logrado preservar. Recordaba su visita a casa de Benny

y aquella fiesta de quince donde se percató que lo que se veía en la isla, ahora envuelto

en papeles de brillitos y con frases en inglés, seguía siendo lo mismo o mucho más

kitch. Le daba gracia recordar cómo el Benny, había encontrado en Hialeah el remedio

para superar su añoranza de su barrio en La Habana: “Oye, no quiero relajito con

Hialeah. Vete a Coral Cables y verás más kitch que aquí. ¿No te das cuentas que, con

más dinero, el mal gusto brilla más?” -le había advertido fingiendo enojo.

-Hialeah, la ciudad que progresa –repitió Ramón Rivera con el mismo tono de guasa con

que había provocado a su amigo Benny y comenzó a bajar por la calle 9 buscando la 27.

Circulaba por la 8. Esta calle había sido en la imaginación de Rivera, desde Europa,

algo así como la Alcalá de Madrid, La Rambla, en Barcelona o la Kogelniceanu, en

Bucarest. La pensó llena de gente y con más animación, pero la realidad le demostró

que, pese a la presencia cubana, Miami no escapaba al tipo de ciudades de los Estados

Unidos en donde si, de golpe, desaparecieran los automóviles, se podría entrar montado

a caballo. La Calle Ocho daba la impresión de haberse quedado detenida en el tiempo y

en nada se parecía a la zona de Brikel con sus opulentos edificios.

-La 8 es el rostro de la nostalgia acabada de levantar –le había advertido María la noche

en que caminaron por ella.

Pese a la extrañeza que le causaba el entorno, Ramón Rivera no se aventuró a emitir un

juicio. El hecho de saber que la Ocho era algo entrañable para varias generaciones de

cubanos lo hizo, por respeto, contenerse. La Ocho, aparentemente desangelada, seguía

siendo el lugar en donde pervivía gran parte de la memoria gastronómica cubana.


120

Además, aquella, tampoco, era su ciudad y sintió algo muy extraño al pensar en la

manera en que los viejos que hoy muchos tildaban de trogloditas y cascarrabias, se

adueñaron de una ciudad ajena y con uñas y dientes, renombraron lo que una vez había

sido.

<<Estoy viéndolo todo como si fuese una postal>> -se reprochó.

La tranquilidad de Miami le había servido a para entrar en contacto con la obra del

hombre que conocería dentro de uno instantes. Todavía le resonaba el fragmento de Las

aguas oscuras del amor.

El libro le robó tanto el sueño que, con la cámara al cuello, salió hasta la Collins, con la

esperanza de encontrarse con el hotel donde los ángeles estaban con las alas desplegadas

en cada habitación. Entró a muchos bares con el deseo de toparse con la muchacha de

las tetas al aire y la sonrisa sin vida. Y en cada lugar, una y otra vez, aquello de que

“Estados Unidos no tiene geografía porque es, sencillamente la estampa de la soledad.”

Subió por Washington Avenue y casi le dieron taquicardias al ver a un viejo que llevaba

un paraguas. Leyendo a Carlos Díaz, Rivera, sintió la necesidad de fotografiar un

fantasma y apretó el obturador creyendo haber encontrado a William Burroughs. Quería

el momento exacto en que el poeta le dijera lo que a Carlos. No importaba que se le

dijera en inglés, porque, de todas formas, sabría que le estaban diciendo algo que él

mismo había querido escuchar algunas veces. “La poesía es un culo. Un culo grande,

pero siempre un culo.” Pero se quedó con los deseos porque el viejo no era un fantasma

sino un homeless que le dijo en cubano que se fuera a retratar a su madre y cerró el

paraguas para darle con el cabo.

Ramón aparcó el Mazda y en su memoria de elefante repiqueteaba aquello de que un

poeta es un hombre que ha robado un poco de belleza de la cena de Dios y pensó que
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sería una buena coincidencia de que la mesa estuviera cubierta con un mantel verde

porque es allí donde los jugadores ponen el corazón para ver como le crecen las alas.

Había leído varios libros de Díaz Barrios de un tirón. Una a una, le había esnifado las

palabras como si no quisiera desprenderse de la lucidez que ellas le provocaban. Era

algo parecido, pero en otro tono, a lo que sintió al leer Boarding Home de Guillermo

Rosales

-Ojala el tipo no sea uno de esos plastas que no pueden dejar de hablar de si –dijo y se

alegró al ver a Dido. Eran gentes puntuales.

Después de la presentación de rigor, Dido le explicó a Rivera que iban a comer las

mejores frituras de malanga que se hacían en Miami.

-Eres la leche –le dijo Ramón a su amigo al percatarse del buen ambiente que había en

el lugar-. Por un lado me parece que estoy en el sur de España y, por otro, en dos

lugares de Cuba. Uno quedaba en Cienfuegos, en la bahía de Jagua y el otro, ya sabes

que es en Cojimar.

Carlos, mirando por encima de sus gafas, centró la atención en una rubia con ojos de

gata en celo que acababa de llegar y le hizo una seña a los dos para que se fijaran en

ella-. Es un colirio.

Dido y Ramón la contemplaron con disimulo y se dieron cuenta que la chica se sentía a

gusto.

-¿Hace mucho que estuviste por España? –le preguntó Ramón a Carlos.

-En el 94, cuando gané el premio. Fue un viaje redondo. Cuando me saque la lotería me

mudo para allá.

-¿Pero tú también eres aficionado a los números como éste? – se interesó Dido y señaló

a Ramón-. Acá, el caballero, hasta tiene una teoría. Explícasela a Carlos.


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-Es más terapia que vicio –dijo Ramón-. Cuando estás como loco porque no tienes un

centavo, te gastas un euro, un dólar o lo que sea en lotería y, durante una semana,

sueñas. Pagas todas las deudas. Ves los escaparates de las tiendas con comida y sientes

menos ansiedad por comer. Ves las tías buenorras y te creces porque sabes que pronto

comerán en tu mano. Si estás en un hostal en donde las cucarachas casi te violan y el

frío te parte el pecho, hasta puedes relajarte y echar un sueñito. Si eres creyente, resulta

mejor, porque ya no le suplicas con tanta vehemencia a los santos, sino que dialogas y

les dices que no te quedarás con todo el dinero y que piensas repartirlo entre la familia y

los socios. Incluso, puedes sentirte hasta bueno porque le das su regalito a la gente que,

en su momento, te viraron la espalda. A veces, hasta te deja de importar que no tengas

ni para hacerte un café y fumarte un cigarrito. Cuentas los días. Ves como el sorteo de

acerca y desaparece la ansiedad, el miedo por sentirte un nadie.

-No, pero dile qué pasa cuando llega el sorteo y no cogiste nada –lo sonsacó Dido.

-En un primer momento, te rejode. Y, si esa semana has pasado mucha hambre, puedes

que explotes y te cagues en todo. Pero luego, recapacitas, sobre todo si nadie esa

semana se llevó el premio gordo, y te dices. “¿Te das cuenta por que no te ganaste nada?

Es que la vida y Dios te aman y están acumulando un bote mayor para ti solito”. Todo

eso por un dólar a la semana. Son cuatro al mes. Mucho más barato que caer en manos

de un psiquiatra que te atiborre de pastillas que te vuelven más tonto de lo que estabas.

Ningún ansiolítico cuesta cuatro dólares al mes. Saquen la cuenta y además, siempre,

aunque remota, tienes la posibilidad de tocar la flauta.

-Coño -se animó Carlos-. A lo mejor tienes razón. ¿Te imaginan que me saqué la lotería

y chicas como esa que está ahí, me persigan y yo, muy serio, consultando la agenda y

diciéndole: “hoy no, cariño, prueba la semana que viene y a lo mejor tienes suerte?”.
123

-Pero ¿de qué te quejas tú? –protestó Dido-. Estás como éste. Si siempre traen una al

retortero. No sé cómo se las arreglan con lo malo que están.

-Todos pueden, lo que pasa es que has perdido la forma con eso de la monogamia y los

Diez Mandamientos –aseguró Ramón

Reían como si El Bahamas fuese de ellos. Cuando llegaron las frituras de malanga

duraron en la mesa lo que un merengue en la puerta de un colegio.

-¿Quieres que pida una paella? -propuso Dido.

-No, mi hermano. Para paellas, las mías.

Dido se echó a reír

-Aprendí a hacer paellas en la huerta valenciana, chaval. Con un valenciano que cuando

le hice una paella a la cubana me dijo: “de sabor, perfecta, pero del resto… ustedes

saben hacer paellas como los madrileños o los de Alicante”. Pasé dos meses allí Y las

hago de mariscos, de conejos y de pollo. Si me hubiera visto en Rumania con un gorro

que parecía un condón anarquista. Fue el primer sitio en donde en Rumania se

vendieron paellas. Se llamaba Valencia y hubo noches en donde tuve que preparar

veinte y treinta. Y, para colmo, soportar que los nuevos ricos, que en su puta vida nunca

habían visto una gamba, me dijeran: “¡Ufff, con ese bigote parece un ratoncito!”.

-Y luego nos quejamos –dijo Carlos sin poder contener la carcajada- ¡Se imaginan que

un cubano fue el introductor de las paellas en la tierra de Drácula!

Entonces, la rubia de los ojos de gata miró a los tres amigos y se sumó con su risa al

comentario.

-Vengo ahora –dijo Carlos y abandonó la silla.

-Es rápido con los coles –le advirtió Ramón y siguió a Carlos con la mirada.

-Perro huevero, aunque le quemen el hocico –comentó Dido.

Carlos regresó de su incursión con un papelito en la mano.


124

-Se llama Gabriela. Es argentina y aquí tengo su teléfono.

Luego, se dirigió a Ramón:

-Compadre, cuéntame eso de Carlos Enríquez y la enana que me comentó Dido.

La llegada de la comida sirvió de preámbulo y cuando la camarera se marchó, Ramón,

en voz baja, comenzó a contar:

-Fue del carajo. Imagínate París. Carlos Enríquez y Félix Pita que era su socio de cuarto,

andaban por la calle en son de guerra. Estaban en pleno corazón de Pigalle. Eran como

las dos de la mañana y al entrar a un bar, Carlos Enríquez le da un cadazo a Félix.

“¡Pero mira quién está ahí, La Pulgarcita del Espacio!”. Durante más de un año y

mientras la mayoría de los espectáculos desaparecían porque ya no acaparan la atención

del público ávido de emociones fuertes, el bar músete donde actuaba aquel diminuto ser

se atestaba para ver el peligroso Doble Salto Mortal de la Carne Sedienta o el

Empalamiento Extremo como también se le conocía a su acto artístico.

-¿De dónde la conocía Carlos Enríquez? –preguntó Díaz Barrios con verdadera

curiosidad.

-Estaba fascinado con ella –respondió Ramón-. Le enloquecía de ella, más que el salto

en sí la expresión de su rostro cuando iba en el aire. Decía que nunca vio tanta serenidad

en el rostro de alguien que, de equivocarse unos milímetros, no solo podía morir

reventada sino también dejar inservible y mal herido a su partenaire. Carlos siempre

quiso pintar el instante en que las carnes del hombre y la mujer, luego de saltar

limpiamente por encima de lo grotesco, quedaban machimbreadas por dentro.

Pulgarcita, al caer, ponía una expresión de angustia, miedo y dolor que hacía estremecer

al más duro. Por unos instantes, todo en ella parecía como desencajado. Hacía un

movimiento de cuello como si fuese una muñeca rota y, de pronto, tras un aullido del

senegalés, ella parecía despertar y, agarrada a sus rodillas, sacaba lo que tenía adentro
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casi hasta la punta y, luego de hacer una ele con el cuerpo, descendía plácida e

interminable hasta quedar empalada de nuevamente. Cuando La Pulgarcita del Espacio

y Bate de Oro se unieron como dúo la conmoción fue tal en París que Henry Miller

asistió a la premier acompañado de June. Hay hasta quien dice que fue él quien le puso

Bate de Oro al gigante senegalés que, hasta la fecha, sólo se dedicaba a partir galletas

con su macana.

-No lo dudo –asintió Carlos muy serio-. Pero cuenta, sigue. Vuelve a lo de Carlos

Enríquez.

Ramón, dueño de la situación, comió dos bocados, se limpió los labios con la servilleta

y luego de vaciar medio vaso de cerveza, se animó:

-Carlos Enríquez se acercó a La Pulgarcita después de la actuación y ésta saltó a sus

brazos. Le estaba agradecida porque, una vez, delante de todo el mundo, la prefirió a

ella como modelo y no a una de las bailarinas del Molino Rojo. El cuadro, lleno de

transparencias, la hacía parecer angelical y eso le había gustado a la diminuta mujer.

“Estoy inspirado esta noche y sí me dejas pintarte, te coloco hasta alas y te situó a

ambos lado de Nuestra Señora de Notre Dame” –le propuso Carlos. Pulgarcita se

despidió del senegalés y tras comprar una botella de ron Saint James, cuando salió del

local, saltó a la grupa de Carlos. “Así quiero que me pintes, montada en uno de tus

caballos” -dijo y Carlos le prometió que sí. Hacía un frío que pelaba esa noche en París

y el pintor agradeció sentir el calor que despedía aquella mujer cubriéndole la espalda.

-Coño, tú, qué linda escena. Me gustaría pintar algo así –dijo Carlos.

-Pues, pon un anuncio en el periódico y busca a una modelo de bolsillo –sugirió Dido.

-¿También pintas? –quiso saber Ramón a sabiendas de que el hilo del relato no se le iría

de la manos.

Entonces, intervino Dido:


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-Lo hace tan bien que le he dicho que podría dedicarse a falsificar. Tendrás que ver la

copia que hizo de La fiure de Carlos Enríquez y cómo se le cuela a lo que hacía Ponce

de León en sus últimos días. Fíjate que coloqué un cuadro en mi casa y uno que dice ser

experto en pintura cubana, se tragó el cuento.

-Pues arriba –dijo entusiasmado Ramón, y siguió contando-. Llegaron al hotel y

pusieron la radio a todo lo que daba. Pulgarcita al escuchar las notas del Manisero, muy

en boga entonces, se encaramó en la mesa y comenzó a bailar. “Nada de tocar por el

momento” gritaba Pulgarcita que, llena de calentura por el Saint James, comenzó a

quitarse la ropa. La blusa para Félix; la saya para Carlos y así hasta que el pintor

convirtió las bragas de la artista en un soberbio gorro frigio.

-¿Qué dirían los vecinos? –Intervino Dido-.

-Que aquello era París y no Miami –se adelantó Carlos-. ¿Quiénes tú crees que vivían

allí? Ahí todo el mundo era gente buena y del comercio, como tú dices.

Ramón Rivera, muy bajito comenzó a repiquetear sobre la mesa y dijo:

-Así mismo hacía Félix Pita con el mango de dos pinceles sobre un orinal que había en

la habitación. Redoblaba, como hacen los anunciantes de los circos cuando se acerca un

momento de peligro, y gritaba a voz de cuello, en plena madrugada:

-Y ahora, La Pulgarcita Universal dará un salto mortal y caerá ensartada limpiamente en

el machete del raptador de las mulatas.

La enana, entonces, se elevó y en el culmen del salto, abrió los bracitos como alas y se

precipitó sobre el cuerpo de Carlos. Como los muslos del pintor no tenían la fuerza del

negro, por poco la estrella y cae despatarrada. “¿Viste mi expresión, era de ángel?”

-preguntaba ansiosa Pulgarcita y Carlos, en cueros y medio ido ya, le respondió:

“Tendrás que repetirlo porque sólo tuve tiempo de fijarme en tus alitas” y cogió a la

artista por el talle y, sentándosela arriba, le dijo que saltara con ella adentro porque de
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cerquita podría verla mejor y ahí mismo empezó la brincadera de una cama a otra. El

cuarto del hotel se convirtió de pronto en el infierno de la carne.

-Ese nombre no me lo habías dicho antes –le reprochó Dido.

Ramón Rivera estaba a punto de decirle que había sido un lapsos mentis justo en el

momento en que la argentina, tras un gesto de invitación de Carlitos, se acercó a la

mesa.

-Gabriela, –dijo muy serio el escritor y le acercó una silla- éstos son mis amigos. Te

invitamos a que tomes el café con nosotros. Ramón está contando como La Universal

Pulgarcita inspiró al más demoníaco de los pintores cubanos a que hiciera Vuelo hasta

el fondo del alma, un cuadro que sólo unos pocos hemos podido ver porque su dueño,

un psicoanalista argentino que vive en Paris, no quiere dejarlo subastar en Sotebys hasta

tanto no descubra los traumas que obligaban a la artista a jugar, noche a noche, con la

muerte.

-¿Era suicida, la mina? –se interesó Gabriela.

-No te imaginas hasta qué punto –dijo Carlos muy circunspecto-. Suicida hasta el fondo

del alma. Todas la noche de jugaba la vida al enfrentarse a la lanza de un gigante

senegalés. Acá, mi amigo, que es un mago del lente, fue el único que pudo lograr

congelarle en el rostro la mezcla de placer y dolor que sentía en el momento en que

hacía contacto con la bestia.

Dido y Ramón evitaron mirarse y, para no estallar en carcajadas, al unísono, se llevaron

a la boca sus respectivos vasos de cerveza. El hecho de que Carlos Díaz metiera a

Ramón en una historia que debió haber ocurrido en los años 30 fue el comienzo de la

noche en donde la chica con los ojos de gata, ya ligada con Carlos, los sorprendió a

todos diciendo que a ella le hubiera gustado estar en el pellejo de Pulgarcita y superar

aquel doble salto con un triple.


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-Ahora sí se juntó el hambre con la necesidad –comentó Dido y tras excusarse diciendo

que al otro día tenía un partido de golf, partió raudo y veloz para su casa.

Más tarde y ya enredados en el peligro de una botella de ron Barbacourt que Ramón

tenía debajo del asiento del Mazda, se fueron a la playa y los tres rieron de lo lindo.

Gabriela, encuera, entraba y salía del agua. Ramón, los dejó hacer y algo de aquel

acento le recordó la voz de Carmen. Se rió como en sueños y Gabriela, al verlo, pensó

que lo hacía a causa de sus palabras y sentándose a horcajadas sobre Carlos, empezó a

provocarlo: “Décile, nene, que las gatas somos mucho mejores porque saltamos sobre

un tejado caliente”.

-No puedo, tengo hambre –dijo Carlos.

-Y yo también –dijo Ramón disimulando una mala leche que comenzó a crecerle.

Entonces, le preguntó a la chica-. ¿Conoces Punta del Este?

-Sí, he ido muchas veces.

-Tengo hambre –volvió a decir Carlos-. ¿Te atreves a hacer una paella?

-¿Hay con qué? –se interesó Ramón y volvió a dirigirse a Gabriela-. ¿Fuiste a un

balneario que se llama La Paloma?

-Sí, varias veces y la pasé muy bien –respondió la chica.

-Tengo conejo en casa –respondió Carlos.

-¿Cómo ahora? –le preguntó a la chica y, luego a Carlos-. ¿Tienes romero?

-Como ahora –respondió Gabriela-. Lo que fue no cuenta. Ahora sólo es el ahora.

-Tengo romero, pero nos falta más ron –dijo Carlos-. Iremos a comprarlo.

Se abastecieron de ron en uno de esos centro comerciales non stop y recalaron en casa

de Carlos. Ramón se metió en la cocina y, mientras se preguntaba si Carmen, alguna

vez, había cogido un pedo similar al de Gabriela comenzó a trocear los pedazos de
129

conejo con una rabia sorda que le molestaba sentir. Mientras las carnes se impregnaban

con el sabor del sofrito, fue a la sala y al encontrar un CD de Los Beatles y le dio play.

La voz de Lennon le hizo saltar en el tiempo y volvió a tener catorce años. Aunque no

sabía inglés, se las había ingeniado para saber la traducción de la mayoría de las

canciones de Los Beatles. Aquella letra le gustaba porque decía algo que a él le hubiera

gustado poder decirle a Carmen de haberla encontrado por entonces: en cualquier

momento sólo tienes que llamarme y ahí estaré. Hubiera sido lindo haberle dicho que si

necesitaba amar a alguien que le mirara a los ojos y que allí estaría para hacerla sentir

bien. Le echó el agua al sofrito y a las carnes y le dieron deseos de haber bailado con

ella entonces para decirle al oído que, si alguna vez, se sentía triste o afligida, él podía

consolarla y que lo llamara esa misma noche.

En el momento en que echó el arroz en la paellera, Gabriela cambió la música y Sabina

comenzó con su vístete de putica, corazón, vuélveme loco. La vio todavía a medio

vestir, con la arena en el pelo y repitió su frase de “ahora solo es el ahora”. Puso la

hornilla a fuego lento y para defenderse se trató de ridículo por pensar en alguien que, a

lo mejor en otra playa, en cuero, estaría diciendo algo parecido.

Ramón Rivera, concentrado en la música, bebió con la parsimonia con que debe beber

un solitario.

<<Tengo un día por delante para ver si la llamo o será ella quien lo hace y, luego, a la

mierda. Todo a la mierda. Tengo mucho ayer y para ella, como dice ésta, a lo mejor, el

ahora sólo es el ahora o la nada, si no estoy>>.

-Huele a gloria esa paella –comentó Gabriela y, junto a Carlos, se acercó a gozar del

olor que la paellera despedía.

-Falsificaremos cuadros y pondremos un restaurante –propuso Carlos recién duchado.

-Y haremos un show más interesante que el de Pulgarcita –afirmó Gabriela.


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Ramón sonrió de dientes para afuera y pese a no querer seguir con aquella idea fija,

pensó en silencio:

<<No, a esta hora no podría estar en ninguna playa porque se cagaría de frío. Que se

joda si lo está y que la mal follen si coge pedos como ésta>>.

-¿Te sientes mal? –le preguntó Carlos al verlo serio.

-Nunca mejor que ahora, mi hermano. Es la primera paella que hago en Miami.
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Rugido

Los números me encandilan. Me persiguen. Son como una lucecita que, cuando esto y

más chungo, me encienden la esperanza. Son mi día sepan, el proxac que controla mis

impulsos y calman desesperos. En matemáticas nunca he dado pie con bola, pero los

números me fascinan. Cuando leí lo que Gastón Baquero escribió sobre ellos, me sentí

más cubano que otras veces... Papá siempre compraba terminales que acababan en 9,

porque ese número significaba lengua y elefante. La lengua sirve para hablar y si uno

repite al comprarlo muchas veces suerte, trabajo y salud, más temprano que tarde,

aparecerá el elefante cargado con todo lo que uno ha repetido. No sé qué pasó con el

elefante de mi padre. Que recuerde, solo le llegó salud y trabajo. Todos los sábados yo

esperaba al elefante. Quién sabe en cuál encrucijada perdió el camino que iba hasta

nosotros. Mi madre, cuando joven, vio a la suerte de cerquita. Una noche se le

aparecieron dos monjas a lomo de un caracol arrastrando a un muerto. Jugó el 8744 y se

sacó la Lotería. Por si acaso, desde niño, me aprendí qué significaba cada número en la

charada. Me acostaba, cerraba los ojos con fuerza, pero yo nunca soñaba. Cuando crecí,

ya en Cuba no existía Lotería. ¿Para qué si ya nos habíamos sacado el premio gordo? En

España fue distinto. Los números volvieron a saltar dentro de mí. Mi cabeza se convirtió

en un bombo.

Estaba en Calella. Era noviembre de 1994 y aposté a la Lotería Primitiva. Jugué seis

números. Demoré una semana en decidirme por ellos. Por primera vez hice lo que hago

hasta ahora. Anoté en una libreta –que desde entonces guardo y ya casi está llena- todas

mis deudas. Escribí los nombres de todos a quienes les pensaba dar su tierrita y mientras

repetía en mi interior los seis dichosos números, miraba al mar por la ventanilla del tren
132

y me sentía liviano. La cantidad de dinero acumulada para ese sorteo era de 1 948 445

937 millones de pesetas. El más grande de la historia. Repetía los números como si

fuera la oración de la esperanza. Me veía en el espejo a la hora de afeitarme y descubrí

con alegría que de mi entrecejo habían desaparecido las arrugas. “Me quedaré en

Barcelona, junto al mar que no es como el de Cuba, pero también es agua -me decía-. Y

tendré una mesa grande con catorce taburetes en donde, los sábados, podrán venir todos

los amigos que estuvieran tan jodidos como yo antes de haber tenido suerte. Y siempre,

a mi izquierda, dejaré sitió para una mujer hermosa. Tendré una hamaca, como en Cuba,

y cuando todos se vayan, me pondré a escribir sin el temor de no saber dónde dormir

mañana”.

La noche del sorteo me puse mi camisa blanca de poeta y me asomé al balcón. Tenía en

la mano un vaso con vino cariñena. Lo bebía lentamente, saboreando. Lo acariciaba con

el interior de mi boca, lo mimaba. Sentía en la lengua esa tibia sensación que te dejan

ciertas mujeres al besarte. Beber aquel vino, y dejar que el aire salitrado y frío del

Mediterráneo, me refrescara en el rostro los fogajes. Era como estar ya celebrando el

triunfo que esa noche debía de llegarme.

Como era mi última noche de pobreza, en vez de estar pendiente al resultado del sorteo,

me pareció más adecuado volver a revisar la lista, no fuese a ser que hubiera dejado a

alguien fuera, y me pregunté cuáles libros deseaba de veras poseer. Imaginé todos los

lugares en donde estuve y me gustaría regresar. Escribí el nombre de otros a donde

nunca había ido y los tenía en el deseo. Recordé los nombres de algunas chicas que

siempre me dieron más de lo que pude darles. Dientes nuevos, dientes para siempre,

escribí y lo puse subrayado. Leí a Pavesse y un poema de Quasímodo y dos de Whitman

porque es de buen augurio, para conservar el alma, leer poesía antes de hacerse

millonario. Y me dormí como un guerrero bendecido por la suerte.


133

Al despertar, tenía todo organizado. Me fui a un bar donde siempre en un tablón

escribían los resultados del sorteo. Pedí un café y lentamente, con el rostro limpio de

emoción, comencé a beberlo mientras leía los diarios. Necesitaba lucidez para luego

poder recordar por siempre aquel momento. “¡Cómo está el patio desde que somos

millonarios!” -me comentó el camarero. No respondí al pensar que me había

descubierto. “Desde que amaneció los camiones de Antena 3 y toda la radio andan

dando vueltas. Ojala que el ganador venga a celebrarlo aquí. ¿No habrás sido tú,

verdad?” -preguntó malicioso. “Quién juega por obligación, pierde por necesidad” -le

respondí con toda la frialdad de la que pude hacer acopio.

Aparte de sentirme un ganador, me alegré al ver mi aplomo en un momento como ése.

Levanté el periódico, y casi me tape el rostro, fingiendo que leía. Lo vi alejarse con el

rabillo del ojo y, al darme cuenta que no habría mucha calma en aquel sitio, miré por

fin el pizarrón donde escribían los números premiados.

La sangre se me heló en las venas y afiancé los pies en el suelo. “Agua, por favor” -le

pedí. “¡Estás como transpuesto! ¿Te pasa algo?”. Bebí y puse el vaso para que me diera

más. Miró para todos los lados y me habló bajito. No me gustó el brillo de sus ojos

“¡Vaya suerte que tienen algunos, tío! ¡Llegas y, a los dos días, te forras! ¡Ay, que ver,

Maribel!”. El oficio del hombre primó sobre su envidia encubierta. “¡Una botella de

cava, hombre! ¡Va, por la casa!” –propuso. “No” –dije y lo frené en seco con la mirada-.

“¡Quiero reventarme!”. El camarero, zalamero, intentó animarme: “Venga ya, hombre,

que no se diga. ¡Mira lo emocionaó que estás! Si quieres, te paso al reservaó para no dar

el cante. Allí brindaremos más a gusto ¡Enhorabuena!”.

Pobre tipo. Lo fulminé con la mirada. A duras penas me incorporé del asiento. Metí la

mano en el bolsillo y le mostré el billete. “¡Jodeeeeeeeer!” -exclamó y leyó los números

premiados- 1, 6, 21, 29, 33, 43 y complementario 42” Y, mientras él leía, yo repetía los
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míos: “2, 7, 22, 30, 34, 44”. “¡Eso es más difícil que acertar! Si alguien me lo contara,

no lo creería. Tienes mala suerte” -comentó y, aunque estaba serio, creí ver burla en sus

ojos. Sus palabras me dolieron como si me hubiera machucado los huevos. “Pues no

tengo tanta. Tengo el 42 que es el reintegro” -me defendí y, todavía, no sé de dónde me

salió la voz. “Si quieres te compro el boleto por el doble. Nunca había visto nada

parecido”. “Eso mismo pienso” -respondí y me eché el boleto en el bolsillo. Lo miré

con ganas de apretarle el cuello y me fui.

Luego, me enteré que el premiado había sido un africano jornalero que desapareció de la

zona como por arte de magia. Cuando llegué a donde dormía, cerré puertas y ventanas.

Me sobraba el sol y, de madrugada, llegué a la conclusión que el africano necesitaba el

premio más que yo. El mío llegaría cuando, de verdad, me hiciera falta. Me dormí

apretando los ojos por si llegaba un sueño. Siempre habrá seis números esperando por

mí. Tendrá que ser un premio más gordo que aquel porque en mi libreta aparecen más

deudas que entonces y tengo más gentes también con quien compartirlo. Lo mío no es

mala suerte, te repito. Aquella vez, ni perdí ni gane porque obtuve el reintegro. Suerte

he tenido también en otras cosas. Ahora, hasta tengo una mujer para contarle mi

historia. Desde hace mucho tengo números fijos y eso acerca mi victoria. Juego siempre

el 9 por fidelidad a mi padre, el 12, porque es bueno que aparezca una mujer alegre para

quitarme el frío. Apuesto al 17, porque San Lázaro es siempre milagroso. Apunto el 21,

para que la serpiente, llena de dinero, se muerda la cola y forme el círculo mágico.

Escribo el 25, porque anuncia casa nueva y el 42, porque es país lejano y Cuba siempre

existe. Mientras más se demoren en salir, más cerca está mi día.


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Una paella con Los Beatles

Su primera paella en Miami y el volver a escuchar a Los Beatles le sirvió como telón de

fondo para montarse una película en donde el pasado, lavado por las lluvias del tiempo,

se le aparecía, por primera vez, sin los resquemores que tanto daño le habían hecho.

Entró en los laberintos de la música y se imaginó de nuevo en una casa atestada de

chicas y chicos que al bailar sentían los primeros temblores del deseo compartido. <<Se

me va la olla. Podría haber sido cualquier otra menos ella la que bailaba conmigo en esa

fiesta. Un sonido Beatles no se puede mezclar con la estridencia de Sex Pistols >>

-pensaba intentando poner tiempo y tierra de por medio a su ensoñación de verse con

Carmen cuando él todavía creía en la pureza y el candor.

Dejó que Los Beatles volvieran a sonar en su interior y que the fool on the hill le creara

una sensación de sentirse lejos de todo y de todos. La música era como un pasaporte que

le permitía entrar acompañado a un ayer al cual no le gustaba regresar. Si al principio le

dio recelo escuchar cómo Carmen entraba en su pasado como dueña y señora, ahora le

producía complacencia recordarla al decir: “tenías que haber sido el primero y hacerme

crecer entre tus brazos y traerme al ahora en donde estamos”.

Aunque sabía cuanto de juego tenían aquellas palabras, disfrutaba al reproducirlas

porque, entre otras sensaciones, lo hacían caer en un agradable sopor que lo apartaban

de la realidad. El descubrimiento de que escuchando a Los Beatles podía retroceder

hasta su adolescencia y lograr que Carmen pudiese hacer lo mismo, le causó un estado

de euforia que le hizo comprar toda la colección de música del cuarteto que nunca se
136

había atrevido a tener para no sentirse un nostálgico. Ahora, le daba igual porque, en el

viaje, iría acompañado.

Abandono la casa de Carlos sin despedirse y camino por la playa. Se acomodó en la

arena y colocó sobre las piernas la carpeta en donde guardaba muchos de los mensajes

de Carmen y la libreta en donde acostumbraba a versionar los fragmentos de diarios que

ella le enviaba. Aunque llevaba un CD portátil y tenía los audífonos puestos prefería

reproducir las canciones que guardaban en la memoria y no las del CD.

<<Tanta limpieza en el sonido le ha quitado vida a la música y en eso coincido con

Carmen>> -pensaba.

La música de Los Beatles se había convertido para Ramón en un resorte que lo

empujaba a abrir una misteriosa puerta. “No la abras nunca -lo alertó Carmen por

teléfono- porque, al otro lado hay un abismo en donde el tiempo y las visiones se

entremezclan. Quien la cruce, se juega la cordura y puede confundir lo que una vez tuvo

con lo que quiso tener”.

Pese a sentirse aguijoneado por la curiosidad, más de una vez, Ramón se aguantó la

ganas de convertir aquel no lo hagas de la advertencia en una invitación.

<<No, Carmen, no entraré por ahora. Pude estar, pero no estuve y creo que ha sido hasta

mejor. Les dejo a los otros la gloria de haberse inmolado en las fiebres de tus sábados.

Les regalo tu temblor en el primer engaño. Les cedo el honor de haberte escuchado la

primera mentira y de haberte poseído de rebote. Es más, hasta me gusta que te hayan

resabiado y que te hayan querido y que te amaran con locura. Me gusta, ¿por qué no?

que te escribiesen canciones y poemas. Que te hayan celado y que hasta justifiques al

que te ha bajado cuatro ostias. Si entro en el pasado, será en el mío y si quieres te llevo

de invitada. Al tuyo, no entraré. La promiscuidad de las becas nunca me gustó. Me

quedo con En mi vida con Lennon y McCartney mientras leo tus diarios>>.
137

¿No te das cuenta que todo ha cambiado y nada es como tú lo dejaste? Todos esos

sitios tuvieron su momento. Yo los dejo en su lugar. Mis amantes y mis amigos están

donde quedaron y solo perviven los que cruzan por mi lado. ¿Qué busca al guardar

estos diarios? ¿Qué sentirá cuando ha vuelto con alguien con quien, en su momento,

todo se agotó? -se preguntó Rivera con curiosidad y fastidio.¿Vuelve a atrás por el

placer de saber que todavía será aceptada porque puede convertir lo que fue en Y, de

nuevo, quiso escuchar en su interior a Los Beatles y, violentando sus años, llegar a los

años de ella y, adolescentes ambos, jugar desnudos bajo el chorro de agua de un

regadío. Bajo el agua, los pechos de Carmen son como corzos sacados del Cantar de los

Cantares. Hay campos de fresas y llueve miel, como un anticipo de lo que pasará el día

del milagro.

Ramón presiente que se han acabado las amantes porque todas serán Carmen en sus

infinitas y nunca repetidas dimensiones. Había abierto la puerta que Carmen le había

advertido que no abriese. Sucumbía ante la brillantez de lo prohibido. Se metía de a

lleno en el pasado y alteraba los tiempos hasta que convergían los días en un espacio

hasta ahora inexistente. Le hubiera gustado cerrar tras de sí la puerta y quedarse en el

abismo. No le importaba que no hubiese un camino de regreso. Todo era un sueño

dorado cantando a coro con Carmen.

De pronto, todo lo que era se esfumó y la magia se hizo añicos al irrumpir un grupo,

vociferante, cubano y tropical que, al ritmo que salía de una voluminosa grabadora que

traía al hombro un tipo, cantaban a voz de cuello que a ella le gustaba la gasolina.

Miró a los recién llegados. Eran tres parejas. Uno de los hombres, con barriga cervecera,

debería andar por los cuarenta y los otros dos, menos. Las mujeres eran mucho más

jóvenes y lucían trajes de baño de dos piezas. En un santiamén habían armados las sillas

y una mesa. A Ramón le llamó la atención el hecho de que, a medida en que iban
138

bebiendo, subían el volumen de la grabadora y hablaban más alto como si quisieran que

todo los que estuvieran alrededor se fijasen en ellos.

<< ¿Por qué siempre damos la nota?>> –se dijo de mal humor y enfiló para la casa.
139

Más que conforme

Se desnudó y, al pasar frente al espejo, se preguntó si Carmen lo imaginaba tal como

era.

<<Hice bien con hacerle la broma>> -se dijo y sintió que el sexo le vibraba.

Después de haber estudiado y fotografiado infinidad de cuerpos humanos, Ramón

Rivera había aceptado con naturalidad su cuerpo. Desde joven había aprendido a llevar

con dignidad el hecho de que nunca sería un adonis.

Los años y su manera de vivir, le habían ido conformando el cuerpo y ahora, después de

los cincuenta y tres, de lo único que podía estar complacido era de cómo todavía

funcionaban sus reflejos ante el peligro. En los últimos años, una amargura sin remedio

aparente le había borrado la sonrisa de antaño y por eso disfrutaba, luego de la aparición

de Carmen, la sorpresa de que ella le provocaba un sentimiento casi olvidado de alegría.

De tanto apretar los dientes ante los encontronazos de la vida, los músculos de su

maxilar inferior se habían endurecido y, en determinados momentos, le daban a su

rostro una expresión de gato arrabalero y desconfiado que sólo se suavizaba cuando,

entre amigos y achispado por el ron, le daba por hacer historias. Entonces, algo de felino

le brillaba tras los cristales de las gafas.

La fuerza de Ramón Rivera no estaba en sus músculos, sino en el Chi que lograba

dirigir a través de la respiración a determinadas partes de su cuerpo. De ello y sin falsas

modestias, vivía orgulloso. A su edad, estaba más que conforme.

-¡Mira que decirme alardoso! –dijo bajo la ducha, mientras se enjabonaba el sexo

sublevado-. ¡Atrevida!
140

Los juegos eróticos con Carmen, con los meses, habían ido subiendo de tono y mientras

el agua corría por su cuerpo reía y disfrutaba de la risa como si de nuevo se estuviese

acostumbrando a ella.

-¿Será verdad que los viejos cuando se enamoran pierden la vergüenza? -dijo en voz

baja y de pronto, cortó en seco el comentario-. Lo de viejo, vale, ¿pero quién cojones

dice que estoy enamorado?

El incidente había ocurrido varias semanas atrás. Chateaban. Hablaban de la guerra y

Ramón le comentaba que a determinada edad un corresponsal era como el Gringo Viejo

de Carlos Fuentes en medio de los tiros. Agobiado por el calor, le dijo que iba a buscar

una cerveza y como estaba en cueros, al levantarse, ella pudo verle el instrumento en

estado de reposo y luego la cara de sentarse.

La propia Carmen, días después y repuesta ante aquella presentación de credenciales, le

contó por el teléfono que nunca imaginó tanta falta de pudor y atrevimiento. “Más que

desparpajo o exhibicionismo – le confesó- lo que sentí fue gracia. Era tan extraño y no

venía a cuento. ¿Cómo pudiste ser tan atrevido? Y, para colmo, no había ostentación. Al

principio, me pregunté si estarías loco, pero luego, más tranquila, llegué a la conclusión

de que tu gesto, más que un acto de provocación y de candor, era una manera muy tuya

de demostrar que no tenías nada que ocultar. Lo normal, si hubieras sido un

exhibicionista, hubiera sido mostrarte en plena excitación, pero, no. Si me dio hasta

ternura verte tan normal, con aquel culito flaco, advirtiéndome: “esto es lo que hay”.

Lo del culo flaco se convirtió, desde entonces, para Ramón en un mecanismo de defensa

que le provocaba reír cuando algo no iba por buen camino. El resto, no. Lo demás lo

llevó a pensar que, pese a la aparente naturalidad con que Carmen era capaz de afrontar

los hechos, había una agudeza de pensamiento y unos deseos de descifrar claves que

estaban más allá de las apariencias.


141

No creo -le había escrito la mujer días después -que una gente tan calculadora como tú

actúe de esa forma. Pese a la espontaneidad que pudiste tener, había un mensaje que

rebasaba la desnudez en sí misma. Al mostrarte, aparentemente, tan vulnerable,

estabas dándome a entender que si podías hacerlo era porque, en el fondo, te sentías

muy seguro de ti. ¿Por qué lo hiciste?

<<Tiene más peligro que un campo minado>> -pensó Ramón-.

Terminó de bañarse y mientras se secaba volvió a palparse la erección y ello lo hizo

sentirse más seguro.<<Viejo y enamorado ¿podrá ser cierto que yo mismo me lo crea?

¿Y si estoy enamorado o creo estarlo qué puede importarme? –Se dijo al ver su dureza-.

¿Qué puede importarme mientras este gallo todavía pelee?>>.

Se colocó las gafas y levantó la tapa de la taza del inodoro. La reafirmación que otros

hombres después de los cuarenta buscaban en los gimnasios y salones de belleza para

asegurarse de que todavía podían dar la hora, Ramón la encontraba en el simple ritual de

verse con su arma en pie de guerra y en poder orinar con fuerza, como marcando un

territorio y luego, al terminar, apretando los esfínteres para ver que no manchaba con

goticas la taza del inodoro.

-Salud, salud y fuerza en el canut –dijo en catalán- ¡Así que viejo y enamorado, Ramon

Rivera! Más que viejo, idiota. ¡Te dejas llevar por cuatro fotos, las hojitas de un diario y

las llamadas! ¿Y qué pasará después?

Aunque el tono de los reproches pretendía ser ligero, Ramón no podía disimular la

incomodidad de no poder controlar o no saber qué pasaba a tantos kilómetros de

distancia. La duda que siempre le había jodido los momentos más hermosos de su vida,

de nuevo, hacía acto de presencia.

-¿Y a mí qué? ¿A mí qué cojones puede importarme si miente? No creo en nada ni en

nadie. No creo ni en mí. Solo joden al que cree. Debo estar contento que, de nuevo,
142

alguien me haga sonreír. Eso ya es mucho. ¿Por qué no agradecer que hayamos vivido

una comunión que otros, viéndose todos los días, no son capaces de tener? ¿Por qué

dudar cuando dice que la llevo a donde nunca nadie la ha llevado? ¿Por qué dudar

cuando dice que mis palabras la penetran? ¿Por qué no creerla si dice que mi voz le

desata los deseos? ¿Por qué dudar de su temor cuando la invite a que nos viéramos por

la cámara? ¿Por qué no creer una puñetera vez en alguien? ¿Por qué puedo mosquearme

si me confiesa que, al principio de conocernos, salía con un colega?

Si acepto esas dudas, sí debo reconocer que estoy para el arrastre. Nunca me ha

importado lo que haga o deja de hacer nadie cuando no estoy presente. ¿A qué viene

tanto lío? ¿Cuántas mujeres hay para encapricharme con una que ni conozco todavía?

Entró en la cocina y lejos de serenarse siguió dándose cuerda.

<< ¿Qué no quiere ataduras dice? ¿Qué no quiere que la controlen? Si quien ha soñado

toda la vida con eso soy yo >>.

-La voy a joder. Le daré donde le duele y versionaré su diario con tanta ternura que la

haré venirse -sentenció y se acomodó en la terraza dispuesto a subir la apuesta. Sin

embargo, cometió el error de comenzar por el último correo enviado por la chica. Pero,

¿qué se piensa? ¿Por quién me toma? ¿A dónde quiere llevarme?

Teniendo en cuenta tu afición por los caballos en la pintura y en la fotografía, encontré

algo que me parece puede serte interesante. Es una película que en los años 70 levantó

roncha en la Argentina. La interpreta Isabel Sarli

Hay un diálogo que a lo mejor guarda relación entre tu visión por los caballos y la

fuerza y vitalidad que en ellos, tal vez, encontraba Carlos Enríquez

Hay varias frases que me parecen interesantes y que a lo mejor te inspiran con la

cámara. En una ella dice: “Amor, como yo lo concibo: bestial. No quiero refinamientos

de ninguna especie. Quiero Machos, así con mayúsculas. Quiero vida. Hombres
143

potentes, viriles, como los padrillos que hacen gozar a sus yeguas con el solo aporte de

su virilidad, de su fuerza sexual que me enloquece”.

Hay escenas que, a lo mejor, te interesarían por la fuerza que desprenden. Es un canto

a la carne y lo prohibido, sobre todo en la época en que fue hecha la película Hay una

larga escena erótica en donde ella se masturba al aire libre, mientras se sobreponen

secuencia del apareamiento de los animales.

Si puedes localízala, a lo mejor te inspiras y vuelves sobre el tema equino con una

visión más salvaje y acorde con los tiempos que corren. Nada es nuevo bajo el sol,

pero, tal vez, con tu talento pudieras lograr subvertir la regla y hacer algo más

subyugante que retratar bailaoras en Miami. Todavía si fuesen rumberas.

Leyó y releyó el texto. Era una provocación muy diferente de la primera en donde lo

retaba a encontrar una manera humana y llena de poesía. Aquí, por el contrario, lo que

podía parecer burdo no era más que el empaque de una broma en donde, al final, se

filtraba una pincelada de celo que en ella, dándosela siempre de tan segura, hubiera sido

una manera de mimarse o un guiño juguetón.

-Es extraño –se dijo Ramón al releer el texto-. Creo haberle comentado sólo una vez lo

del ensayo fotográfico de flamenco y mira por dónde sale.

Ramón Rivera se sentó al ordenador y por vez primera intentó plasmar con palabras lo

que llevaba años intentando decir con la cámara.

Carmen:

Lo que me interesa en el tema equino es el encabritamiento y la violencia que estos son

capaces de generar en determinados momentos que, de una u otra manera, no le son

ajenos al ser humano. Es la intención siempre de cazar una expresión de goce,

complicidad y hasta comprensión que parecen tener ante la actuación del hombre. Así
144

lo descubrí, primero, en El rapto de las hijas de Leucipo de Ruben y, más tarde, en El

rapto de las Mulatas y en La Fuga de Enríquez.

Me dejo provocar y te confieso que, aunque soy dragón, cuando siento que el instinto

vibra en mí, descubro galopes en mis venas. Siento que estos animales son un homenaje

a la energía. No sé si alguna vez en mis fotos he logrado plasmar esa fuerza pura y

noble, pero sí te puedo asegurar que la obra de Carlos Enríquez es el exponente

perfecto en donde bulle esa potencia fálica que muchos quisiéramos tener o saber

reflejar en una obra de arte porque, al hacerlo, añoramos lo mismo que los pintores de

las cavernas y soñamos heredar un poco de esa potencialidad mágica que hemos

intentado reflejar.

Retrato caballos y busco que su energía se proyecte hacía el espectador y lo contagie.

Cuando logro captar un galope, sueño con poder lograr que las cuatro patas queden en

el aire. Es mi fijación por transgredir lo ya inventado y convertir una carrera en vuelo.

Es mi forma de intentar engendrar con mi cámara un pegasso sin alas. Es lo que

procuro hacer también con la palabra al conversar contigo.

Tengo cientos de fotos de potros y yeguas en celo. En ellas, la seducción adquiere una

pureza inigualable. Es un grito del instinto que, pese a semejar un acto reflejo, es,

sobre todo, la máxima expresión de un ritual lleno de señales. Ninguna seducción es

tan ingenua como la de un potro con su hembra y si no nos luce ingenua es por envidia.

Como seres humanos, estamos acostumbrados a complicar y maquillar la mayoría de

nuestros actos. Tanta es nuestra inseguridad que necesitamos complicarlo todo para

hacerlo más creíble. Maquillamos lo natural, lo sofisticamos con el pretexto de que así

nos alejamos de lo brutal y lo salvaje.

Retrato caballos porque son la esencia del ritual que busca imitar siempre el hombre

para sentirse tan libre y noble como ellos.


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Jiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii -un gran relincho.

Si quieres ponle de fondo a Barbarito Diez cantando aquello de caballo viejo.


146

Un ronín en Sarajevo

Ahora todo parecía estar bien. A diferencia de todos sus desafíos anteriores, ya no

tendría que preocuparse por obtener ninguna recompensa ni tampoco por demostrar o

demostrarse nada. Era el arte del reto por el reto y la apuesta por la apuesta al borde de

la autodestrucción. Aunque no llegaba a tenerlo claro del todo, intuía que Carmen, por

encima de cualquier desconfianza, podía acompañarlo en su intento de violentar la

suerte y el azar más allá de todos los límites.

Un cielo con límites es la derrota de todo vuelo. El gozo de volar no lo crea la seguridad

de conocerse la ruta ni la fuerza de las alas, sino el desafío por perforar el infinito. Con

Carmen no me importa llegar ni que me siga ni tampoco que, alguna vez, me sea fiel al

decir que volará conmigo. Lo hermoso, lo enceguecedor y lo excitante es que sepa que

el cielo no le alcanzará para llegar a donde le enseñé que podría llegar y que reviente en

el empeño a todos los que, después de mí, decidan seguirla.

Releía los fragmentos de los diarios de Carmen y afiebrado por una extraña lucidez, le

daba igual pensar que hablarse a sí mismo.

-Si ella me ha escogido para su última aventura, yo la he escogido para mi último vuelo.

Cuando se aburra, se acobarde y gaste su energía en querer olvidarme, la mía estará

intacta. Nadie muere porque le hieran la sombra.

Nadie muere dos veces y yo hace mucho, debo estar muerto. Necesito probar que estoy

vivo y como único puedo saberlo es si, al retarla, la propia muerte quiere seducirme.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, escribió Pavesse. “Vendrá la muerte y tendrá tus

ojos” -repitió Ramón, disfrutando la sonoridad del verso y le gustó que el sonido casi le

asustara.
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La muerte, después de Sarajevo, había dejado de excitarlo. La muerte era el silencio, la

derrota del ojo y del tacto, la aguafiestas que apagaba la luz en lo mejor del jolgorio.

Todo eso y mucho más podrá ser la muerte, pero nunca los ojos de Carmen.

<<No –pensó como queriendo convertir la suposición en evidencia-. No tendrá sus ojos

porque los ojos de la muerte contemplan los finales y los de ella, sólo reflejan los

momentos. La muerte te posee, pero nunca te deja en la estacada. Con Carmen nunca se

sabe. >>.

El hecho de haber roto con quienes sabía podían hacerlo entrar de nuevo en razones le

hizo sentir cierto bienestar. Fue algo parecido a lo que sintió al abandonar Sarajevo y

dejar sepultada la última posibilidad de haber sido padre.

Desde entonces, habían pasado varios años, tiempo durante el cual a Ramón Rivera se le

acabó de emponzoñar la existencia. Saberse vivo, después de Sarajevo, le producía un

asco que le quitaba hasta las ganas de morirse. Fue una etapa en donde le parecía que

cualquiera podría descubrir en su rostro todo lo que fue capaz de hacer en los días

posteriores a lo que sucedió con Amina. Todavía recordaba la tarde en que, de un

perdigonzazo, hizo estallar la pantalla del televisor cuando, un tal Solana, salió hablando

de que habían, por fin, logrado atajar la muerte. Cualquier presidente europeo lo hacía

escupir. Ramón Rivera sabía de sobra en qué podía convertirse un ser humano cuando la

guerra le arrebata a un ser querido.

Alejado del periodismo desde su salida de Cuba y sin encontrar a nadie que quisiera

contratarlo en Europa, Rivera se había convertido en un ronín que, afincado en el barrio

de Barcarsija, cámara en mano, decidió contar la historia a su manera y en eso jugaba

con ventaja en relación al resto de sus colegas que, aparte del peligro que corrían al

estar en una zona de conflicto, tenían que luchar contra la presión de su propio ego y
148

encontrar la diferencia existente entre lo que veían, lo que les contaban y lo que sus

jefes, en muchos casos, querían que contaran.

Como testigo y parte, los meses pasados en aquel infierno le sirvieron para constatar

cuánto de circo y leyenda de barrio tenían los cuentos de quienes luego, en Madrid o en

cualquier otra parte del mundo, le hacían apología a una Tribu a la que nunca

pertenecieron. Las pocas veces en que Ramón, ya instalado en el barrio, visitó a algunos

de sus colegas y medios paisanos españoles en el Holliday Inn sólo le sirvieron para

reforzar su tesis de que, a la mayoría de las televisiones europeas, la masacre que allí se

estaba cometiendo les importaba un rábano al igual que la suerte de sus propios

empleados. Eso, sin hablar de los políticos y de muchas de las llamadas organizaciones

humanitarias que se empeñaron en convertir el dolor y desgarramiento de un pueblo en

una feria. Ramón era tajante y crudo con las luminarias que, desde Sarajevo, como

enviados especiales, querían hacer su agosto

Había llegado a la conclusión de que, mientras más viejo era un país y más cultura

pregonaba tener, más hijos de putas eran sus políticos a la hora de un conflicto. En

Bosnia, al ver a las estrellas de las grandes agencias de noticias pavoneándose y

carroñeando con el dolor ajeno y cagándose en los muertos y en la objetividad que tanto

pregonaban, decidió ser en un hereje de la noticia. Allí, después de una crisis de

conciencia por haber sido parte del parte periodismo oficialista cubano, había llegado a

la conclusión que las diferencias entre el periódico Granma y las grande cadenas que se

encargaban de contar la guerra en el mundo sólo estribaba en que el edificio del

Granma estaba en la isla y los edificios de las otras, no.

-Que se jodan que se infarten y les peguen los cuernos por carneros, que los

francotiradores los hagan cagarse de miedo –le comentó muchas veces Ramón a Miguel,

un colega que los tenía bien puestos y andaba en una motocicleta por las calles de
149

Sarajevo. “¿Cómo estás, noi?” -lo saludaba Ramón al encontrarlo y Miguel, con su aire

quijotesco, respondía: “Aquí, dándole de comer al monstruo”. De todos lo que allí

estaban, aquel chaval había sido uno de sus mejores amigos y, al recordarlo, evocó la

vez en que a lomos de la moto de Miguel, se habían arriesgado a salir en busca de

mazorcas de maíz tierno para hacer tamales.

La primera matanza que fotografió Ramón en Sarajevo fue un veintisiete de mayo,

cuando un morterazo, a pocas cuadras de su casa, acabó con la vida de un gran número

de civiles que hacían cola para comprar pan.

Todo eso había sucedido después de llevar casi un mes en Sarajevo y Ramón, ahora, lo

que quería era revivir la manera en que había llegado hasta allí. Sin nada mejor que

hacer en España, se había ido a Rumania y allí, en un pueblo de Transilvania llamado

Ocna Mures, había recalado en casa de Emilio, un poeta, que, al casarse con una

rumana, había salido de La Habana como bola por tronera.

-¿Quién nos iba a decir que llegaríamos a la tierra de Drácula? –le preguntó a modo de

saludo Emilio al recibirlo y los dos se fundieron en un abrazo. Fueron días de juerga en

donde Ramón no pudo ocultar su asombro al ver cómo alguien tan mundano estaba

conforme en haber terminado cuidando ovejas y quemando sus propios poemas.

-Los escribo y cuando logro reunir veintiséis, compro una botella de vino y los quemo –

le confesó el poeta con una cara de felicidad que lo dejó pasmado-. Es mi manera de

recordar que allá, todavía, es siempre 26.

Como el suegro del poeta era veterinario y una personalidad querida en el pueblo,

Emilio era invitado a cuanta fiesta celebraban los vecinos. Fue en una de ellas en donde

Ramón, gracias a su amigo, conoció a Dragan.

-Ustedes harán buenas migas –les advirtió Emilio al presentarlos-. Ahí los dejo, debo ir

a cuidar a mis ovejas.


150

Dragan era hijo de padre rumano y madre judía sefardí. Había estudiado pintura y

español en la Universidad de Alba Iulia y se podía decir que, a sus pocos años, era un

triunfador. Llevaba el comercio metido en la sangre.

Las horas que duró la fiesta les sirvieron a ambos para darse cuenta que eran tal para

cual y que, todavía, había mucha carretera que recorrer en este mundo.

-Ahora, preparo un viaje a Sarajevo. Tengo familia en Sarajevo –le contó Dragan-.

Donde haya negocio, allí estoy.

-¿Te hace falta un ayudante?

-Me hacía porque acabo de contratarlo –respondió Dragan y lo señaló con el dedo-.No

te imaginas cómo sube la adrenalina cuando viajo a zonas de peligro.

-¿Vale la pena? –quiso saber Ramón.

-Es un negocio redondo. Ayudo a la gente. Gano buen dinero. Me cago en la madre de

los serbios, de los musulmanes y de los croatas y, para colmo, me siento vivo. Y de las

chicas, ni te hablo. Cada viaje es una aventura.

Su decisión de irse a Sarajevo de manera tan precipitada dejó a Emilio el poeta, con tres

palmos de narices, pero aún así, al despedir a Ramón, le dio para el camino dos litros de

palinka que llevaban veinte años de añejamiento.

El trayecto del viaje le proporcionó a Rivera la posibilidad de contemplar una de las

zonas más hermosas de Rumania y Hungría y de conocer un poco más acerca de su

nuevo colega de aventuras.

-Con Ceaucescu, esto era una mierda –le contaba Dragan mientras conducía-. Ahora

sigue siendo la misma mierda pero más apestosa porque tienes que tragarte que, los

comunistas de ayer, sean los nuevos ricos de hoy. Si todavía dijeran seguimos siendo

comunistas y robamos bastante para tener lo que hoy tenemos, lo aceptaría. Lo que me

jode es que muden de piel. Me asfixia.


151

Con Dragan, aunque éste tenía el signo de dólar grabado en cada uno de sus actos, era

divertido estar. Su cinismo e irreverencia por todo le encantaba a Ramón.

-La ventaja con los nuevos ricos –contaba- es que, a la mayoría, puedes encajarle una

buena copia como si fuese un icono del siglo XV.

El camión de Dragan era un bazar en donde uno podía encontrar lo que se le antojara y

al mismo tiempo, cargado con bidones de bencina y bombonas de butano, era el símbolo

de la muerte sobre ruedas. A los treinta años de edad, Dragan hablaba de manera fluida

rumano, inglés y español. Se defendía con el húngaro y también con el serbio croata.

-Soy el Marco Polo transilvano –le decía a Ramón-. Me conozco todos los pasos de la

frontera y este camión parece una cabra subiendo y bajando montañas.

Tenía don de gente. Sus facultades naturales para meterse por el hueco de una aguja y

sus cojones, a la hora de enfrentar los peligros, habían sido la piedra de toque para que

fuera propietario de otros dos camiones, un bar y una tienda de abarrotes en donde se

podía encontrar desde una hoz hasta un condón perfumado con esencia de almizcle. Sin

embargo, todo aquello no satisfacía del todo al rumano.

-Quisiera dedicarme a pintar o tener una galería en una ciudad en donde corriera el

dinero para dedicarme a vender obras de arte.

-Con lo que sabes, tus contactos y lo que ya tienes, podrías aventurarte –lo animó

Ramón.

-Aún no. Todavía debo asegurarme más el mañana.

-Piensas como viejo –le comentó Ramón.

-No, pienso como un joven que nació en un pueblo viejo –respondió Dragan

despertando el asombro de Ramón-.Tú me doblas en edad y por haber nacido en una

isla, además joven, sólo piensas en el presente. Para mí, lo que haga hoy, será para
152

asegurarme el mañana. En cinco años más, tal vez, pueda dedicarme al arte y dejar este

negocio en manos de los que empiezan.

Viajaban por la carretera de Cluj Napoca en dirección a Hungría. A golpe de botellas de

güisqui, cigarrillos y dinero, Dragan se había convertido para los rumanos que

custodiaban el puesto fronterizo de Oradea en una especie de Papa Noel al cual, tanto a

la ida como a la vuelta, se le abrían todos los caminos.

-Aunque me moleste reconocerlo –dijo Dragan ya en territorio húngaro- tengo que

admitir que la gente de aquí tiene algo que a nosotros los rumanos nos falta o hemos

perdido. Mira la carretera, fíjate en los comercios, observa el trato de lo empleados.

Ceaucescu nos agitanó el país.

A Ramón le gustaba provocarlo.

-Eso que dices es xenofobia pura y dura.

-Llámalo como quieras, pero a Rumania lo único que podría salvarla sería el regreso de

Vlad Tepes.

-¿Para que su misma gente lo traicionara?

- A la mierda la política y los políticos –terminaba diciendo casi siempre Dragan cuando

no tenía una respuesta clara-. Buenos negocios, buenos amigos, muchas mujeres y

salud para poder disfrutarlo. Eso es lo único que vale.

-¿Cuánto demoraremos en llegar?

-Cualquier cantidad de tiempo. Aquí, en Los Balcanes, el tiempo se cuenta de manera

distinta. Olvídate de cómo era en Nicaragua, en Cuba o hasta en la propia África. Aquí,

se mezcla el tiempo con los ritmos de oriente y occidente. Es igual que la muerte.

Tenemos conceptos diferentes. En Rumania pueden reventarte la vida y luego que te

despellejan vivo, los mismos que te han despellejado, rezan por tu alma y hasta comida

le brindan a tu memoria.
153

Dragan no soportaba a los ortodoxos y sobre todo a su patriarca.

-Es una puta con barba y sotana. Me pasa igual con la mayoría de los popes. Los únicos

que se salvan son tu amigo Vasile y dos o tres más. Ese Vasile parece estar hecho de

otra madera.

Dragan tenía razón. Vasile era un pope tan fuera de serie que hasta logró bautizar a

Ramón por el rito ortodoxo. Las anécdotas de aquel bautizo habían sido tan sonadas

que, al rememorarlas, los dos amigos casi siempre estallaban en sonoras carcajadas.

Sucedía casi siempre cuando, azuzado por Dragan y con una botella de palinka de por

medio, Ramón escenificaba lo ocurrido con gestos y anécdotas que, según la

inspiración, iba sumándole escenas a lo que de verdad había sucedido.

Ramón, tomó la decisión de bautizarse en Nicaragua, bajo una balacera donde la gente

caía como moscas y él, cagado de miedo y sin nada más a que aferrarse, le prometió a

toda la corte celestial que, si lo ayudaban a salir vivo y cuerdo de allí, iba a bautizarse.

-Me pasó lo mismo que a un personaje de Hemingway, con la diferencia que yo siempre

acostumbro a cumplir cuando empeño mi palabra –le explicó a Dragan.

-¿Y por qué tuviste que esperar llegar a Rumania? –repetía siempre Dragan como si

fuese un guión.

-En Cuba no lo hice porque, como tú aquí con los popes, siempre temía que los curas

fuesen informantes de la Seguridad y en España, porque ninguno de los que conocía

entonces me inspiraban confianza.

-Cuéntame de nuevo cómo fue la confesión con Vasile –pedía siempre Dragan.

Y Ramón, si estaba inspirado, hasta se arrodillaba y todo para darle vidilla al asunto.

-Me puso aquel delantal negro por encima. Me tapó la cabeza y me empezó a interrogar.

Sentí que me asfixiaba y como casi no hablaba rumano, me destapé un poco y


154

llenándome de valor, me quité aquello de encima y fui al grano: “Mire usted, padre,

menos mariquita, he sido y he hecho casi todo”.

Era la parte del cuento en donde, estuviesen en donde estuviesen, siempre aprovechaban

Dragan y Ramón para servirse par de tragos.

-Vamos a brindar por casi todo –dijo Dragan, mientras viajaban a Sarajevo y detuvo el

camión en uno de los club de alterne situados a la entrada de Budapest-. Por casi todo

ahora, por si luego no nos dejan beber en el infierno.

Brindaron de manera larga y copiosa en aquel lugar en donde Dragan parecía un pachá.

-Se llama Elena y es griega –dijo Dragan y le presentó a una chica que encaraba su

oficio con una entrega tan alegre que parecía real.

-Me llamo Zorba –se presentó Ramón y, de un salto, subió a la barra del bar y comenzó

a bailar un enfebrecido zirtaki. Elena, Dragan y el resto de las chicas, llevaban las

palmas y tarareaban la música de Mikis Teodorakis.

No conforme con el baile, Ramón, entonó la melodía repitiendo una palabra de

consonantes explosivas:

Pulapulapula, pulapula,pula, pa. Pulapula, pulapula, pulapula, pula pa… pulapula, pula

pa, pulapula, pula pa…

Dragan y las chicas que entendían el rumano, se tronchaban de la risa y las otras,

envueltas por la energía que irradiaba Ramón, no necesitaban saber que pula en rumano

significaba pinga para dejarse llevar por el arrebato de la fiesta.

-La locura a caballo fue aquello –recordaba ahora Ramón Rivera en Miami a punto de lo

que imaginaba como su viaje más peligroso al desafío.


155

Rugido

Salud, Dragan. Estés donde estés que los negocios y las chicas te florezcan. Y quiero

una docena de flores azules para Yemayá.

Fue el 9 de enero del 93. El viento ululaba fiero entre lo que había quedado de el maizal,

los tallos renegridos y raquíticos, se movían a su antojo. Calado hasta los huesos por la

fría lluvia, abrí los ojos, espantado vi que llevaba casi un día tirado allí. Se me acabaron

las municiones y eche a correr. Es todo lo que recuerdo. Tengo fiebre. Estoy delirando.

El escalofrío me bajó por el espinazo y desembocó en un ruido de olas mansas. Floto.

Conozco este mar. Ese es el faro de Cojimar, y aquellas son las luces de Alamar, pero

huele a pólvora. Entonces, la mujer emergió de las aguas vestida de azul, tenía rostro

moreno y la niña en los brazos.

– Y la nombrarás Jamima -me dijo.

-Se llamará Amina, como su madre –grité, pero mi voz chocó con el resplandor y se

transformó en murmullo.

-Jamima y será tu premio si al final, logras librarte.

-No quiero apariciones. Quiero su presencia.

Un golpe de ola me mojó el rostro, sentí que las gotas eran amargas. Aunque no podía

escuchar con claridad, una música lejana me acarició por dentro y de nuevo fue la paz

que al principio haba sentido.

-Allí será cuando el odio te abandone –anunció la mujer vestida de azul.

Vi el mar chocando contra un muro de concreto y supe que ese aire solo soplaba en

diciembre en un lugar conocido que no pude identificar.


156

-Todo existe y seguirá existiendo, pero el odio y el temor no te dejan ver ni tocar lo que

deseas.

-No quiero otra mujer. Quiero la mía.

-Siempre habrá una mujer y siempre habrá un hombre.

-Y siempre la muerte, siempre la muerte.

-Siempre. La clave del amor está en desafiar la muerte.


157

Siempre pago lo que debo

Llegó a la playa y tras quitarse las chancletas de goma, se acercó al agua y al dejar que

las olas le acariciaran los pies, intentó identificar el muro junto al mar que vio aquella

noche lejana en Sarajevo.

<<No existe ese lugar. Nunca ha existido>> -pensó casi resignado y le habló al mar:

-Bórrame el cansancio de todos los caminos. Refréscame el andar para lo que tengo

delante –dijo en voz baja y se halló a gusto al advertir que sus palabras le brotaban

planas, carentes de emoción-. Ojala tuviera fe y pudiera hablarle al agua como si aquí

reinará Yemayá.

Permaneció un rato como en blanco y, después, se cuestionó por qué, si no tenía fe,

estaba haciendo todo aquello.

<<Si está o no está, es lo de menos. No importa que me escuche o no me escuche.

Tampoco vengo a eso. Lo que importa es que estoy porque siempre pago lo que debo.

No imploro ni rezo. Quien reza es porque espera y yo no espero nada. Si alguna vez lo

hiciera, solamente sería para saber hasta dónde llega la insensibilidad y sordera de los

dioses. Intentar seducir a los dioses con la oración no vale la pena porque nunca podrás

leerle en su mirada lo que piensan>>.

Se remangó los pantalones hasta las rodillas y se adentró en las aguas. Soltó las flores

sobre el reflujo de una ola y se estremeció al sentir un corrientazo en la columna y un

calor en la coronilla similar al que había sentido en Sarajevo. Respiró hondo y la

sensación de calor se le anidó en el pecho y, lentamente, terminó alojándose en su hara,

unos cuatro dedos debajo del ombligo. Cerró los ojos y apretó los esfínteres, aflojó la

mandíbula y al liberar el aire que tenía en los pulmones, visualizó que estaba
158

expulsando por la boca una carga de aire oscura y densa. Volvió a tomar aire y, al

exhalarlo, sintió lo mismo. A la quinta repetición, todo le dio vueltas y visualizó un azul

brillante que comenzó a recorrerlo. Eran espirales que subían por sus pies y, al llegar al

ombligo, se trenzaban en un mismo haz que, al ascender hasta su coronilla, se

propiciaba un calor agradable.

-Oh, mío Yemayá, oh mío –se le escapó de adentro y ello le bastó para entrever un

extraño resplandor sobre las aguas-. ¿Dónde están la niña y su madre?

Quedó a la espera, pero la impaciencia lo bloqueó. Ramón apretó los dientes y los

músculos de su cuello se tensaron. Intentó relajarse y, al no poder hacerlo, la ironía de

siempre le apareció en la sonrisa.

-Yo he cumplido –concluyó y, por unos instantes, centró la atención en ver como la

negrura de la noche y las aguas le impedían ver las flores.

Retrocedió y más repuesto, se sentó sobre la bolsa de plástico y con lentitud vertió un

chorro de palinka sobre la arena.

-Dragan, dute pista mati –maldijo, recordándole la madre en rumano-. ¿Por qué tentaste

la suerte y quisiste regresar? Sabías que los musulmanes eran tan hijos de putas como

los mismos serbios. Que te den por el culo. Si vieras el mujerío que hay en la Collins.

Aquí, hubieras hecho todos los negocios. Aquí, te hubiera esperado yo, hijo de puta. ¿A

quien se le ocurre morirse en un paso de frontera tan mierdero?

Sentado en la arena bebía a morro y el aroma de la palinka le reavivó en la memoria

aquella otra que bebió en Sarajevo en mayo del 92, un mes después que comenzara el

cerco que, para vergüenza del mundo civilizado, duró 1395 días.
159

Quiero quedarme

Dragan y Ramón habían llegado a Sarajevo un 1ro de mayo, pocas horas antes de que la

artillería serbia completara el cerco. La llegada del aquel camión cargado de mercancías

hasta los topes quedaría en la memoria de los habitantes de Barcarsija como casi una

hazaña.

-Vamos a casa de mi familia –propuso Dragan después de haberle sacado un buen

provecho en joyas y obras de arte a su cargamento y de dejar el camión a buen

resguardo.

-El papel nunca será oro –recordaba Ramón haberle escuchado cuando algunos vecinos

se acercaban para regatear los precios.

-Me protestan a mí después que he recorrido medio mundo –protestaba-. Si Tito viviera,

no pasarían estas cosas.

La casa donde vivía la familia de Dragan quedaba en la calle Cemerlina, casi llegando a

Logavina y era una edificación sólida que evidenciaba que sus propietarios tenían un

buen nivel económico. Al llegar a la puerta, Dragan se echó a reír:

-Es hermana de mi madre. Ahora, si le da por hablar en ladino, regresarás al Siglo de

Oro. Verás cómo se alegra cuando le hables en español. Estos, aunque fueron sacados a

patadas de allá, todavía sienten nostalgia por el idioma –dijo y tocó a la puerta.

La alegría de la anfitriona fue enorme.

-Pues sí que tienes razón con eso de que hablan castellano antiguo –le comentó Ramón a

Dragan cuando la tía entró en la cocina a prepararles café y ellos comenzaron a meter en

el sótano todo la mercancía que había quedado en el camión.


160

Hasta el comienzo del cerco, la tía de Dragan se había dedicado a dar clases de piano en

el conservatorio de Sarajevo. Su esposo, de origen musulmán, siguiendo la tradición de

su familia, había sido un eminente cirujano y un gran aficionado a la fotografía y la

historia.

-Uno de los tantos matrimonios mixtos en nuestro barrio –le explicó la tía de Dragan a

Ramón-. Sin embargo, se tuvo que ir a Rumania porque los serbios quisieron matarlo.

Tanta tristeza y sobresalto le causó un infarto.

La conversación quedó interrumpida cuando Dragan, linterna en mano, salió del sótano

de la casa después de haber pasado revista a todo lo que allí dejaba.

-Hay provisiones como para cuatro meses –dijo orgulloso y le explicó a Ramón-. Allá

abajo, aparte de comida, tengo una buena colección de pintura que pienso llevarme al

regreso.

-Si quieren bañarse aprovechen ahora que todavía hay agua –les indicó la tía-. A cada

rato cortan el suministro. Cuando no es el agua, es la electricidad y cuando no, es el gas.

Espero que pronto intervengan americanos y terminen con el cerco.

-Le pasara lo mismo que al abuelo cuando Hitler –dijo burlón Dragos-. “Mañana,

mañana llegan los americanos” -decía, mientras los rusos y los alemanes saqueaban el

país.

-¡Menos cuentos y a bañarse! –apuró la tía-. Supongo que traigan un hambre de lobos.

-Tú primero que eres la visita –le indicó Dragan a Ramón y después, se dirigió a su tía-.

¿A qué hora regresa Amina?

-A eso de las 9 –respondió la tía desde la cocina-. No te imaginas lo que sufro hasta que

la veo entrar por esa puerta.

Cayó la noche y como no había electricidad, se alumbraron con una vela. Afuera, de vez

en cuando, se escuchaban disparos y explosiones de morteros.


161

Ramón hizo un intento de asomarse a la ventana y la tía lo impidió.

-Estoy acostumbrado a la guerra. No pasa nada –dijo Ramón para calmarla.

-Usted puede que esté acostumbrado a otro tipo de guerra –le aclaró la señora- pero está

es muy distinta. Casi nunca vez al que dispara.

Poco antes de que dieran las diez, escucharon un ruido en la cerradura de la puerta

principal. Era ella.

-¡Gracias a Dios! –dijo la tía y salió como una flecha a recibir a la recién llegada- ¡Vino

tu primo! ¡Trajo mucha comida y lo acompaña un amigo que habla español!

Ramón sentado en una butaca ubicada en una esquina de la amplia habitación vio,

divertido, como Dragan cargaba en peso a la muchacha.

-Prima, ven, quiero presentarte a mi amigo.

Ella, entonces, se acomodó el pañuelo que su primo con la euforia casi le había quitado

de la cabeza y, con comedimiento, se acercó a Rivera

-Es feo pero no muerde –se apuró a decir Dragan.

La chica apretó los labios para evitar la risa y buscó con la mirada el rostro del visitante.

Ramón, al no tener claro hasta donde llegaba la tradición musulmana de aquella familia,

se puso de pie y con las manos pegadas al cuerpo, hizo una leve inclinación de cabeza.

-Serut muina –se limitó a decir en rumano en un tono de voz suave y hondo que siempre

le salía cuando veía a una mujer hermosa.

-¡Que no tiene lepra! Puedes darle la mano –dijo Dragan gozando ante la turbación de

Ramón-. La mano, pero nada de besuqueos dobles como hacen en tu tierra.

-¿España? –dijo Amina y le tendió su mano.

-España –contestó Ramón y le acercó la suya.

Entonces, la madre de Amina se acercó a la chica y la ayudó a quitarse el pañuelo.


162

-Su padre nunca fue partidario de que lo llevara –explicó la señora-. Pero ella dice que

en el hospital y en la calle prefiere llevarlo para estar más a tono y que la gente sepa

cuál es su origen.

-Pues también debería llevar la estrella de David –comentó Dragan en broma- y la

bandera rumana.

-Si, y el escudo del Dinamo de Bucarest y una calcomanía de Drácula –intervino Amina

y, por primera vez, se echó a reír

-¿A que cuando ríe parece un sol? –le preguntó Dragan a Ramón-. Ves que no mentí

cuando te hablé de lo linda que eran las chicas de Sarajevo.

-Vale ya, tío –protestó Amina entre complacida y enojada, empeñándose en darle a la

frase un aire castizo.

-¿Ves? Eso fue lo que aprendió a decir cuando fue a España –dijo Dragan y cuando la

chica entró a la cocina para ayudar a su madre a preparar la cena, en un tono más serio,

explicó más acerca de ella.

Ramón escuchaba a su amigo y sin poder evitarlo, cuando la vio colocando una fuente

de comida en la mesa, la siguió con la mirada.

-¿Qué pasa? ¿Nunca has visto a una mujer con una trenza tan larga? –lo provocó

Dragan.

-Menos cachondeo, ¿no? –dijo Ramón fingiendo enojo y pensando que así debían tener

el pelo y los ojos los personajes mágicos de las leyendas balcánicas.

Dragan no se achicó y yendo hasta la puerta de la cocina, habló en voz alta:

-A ver, ¿dónde está el cubano que llevas dentro? ¿A que no te atreves a contarnos la

canción de Zorba El Griego.


163

Ramón, al ver que no había moros en la costa, le respondió con una corte de mangas al

tiempo que resumía cariñosamente el insulto con un movimiento de labios en donde

cualquiera, habituado al español podía resumir: quetedenporculo.

-Pero, ¿eres cubano o español? –preguntó Amina y, al asomarse a la puerta, casi lo

sorprende con el insulto en la boca.

-Las dos cosas. Llevo muchos años fuera de la isla.

-La historia para después de la cena –terció Dragan y dándole un golpecito cariñoso en

el hombro a Ramón, se sentó a la mesa y le dijo en un susurro- Te ha dado fuerte.

-Cabrón –se limitó a decir Ramón en el mismo tono y los dos rieron.

Cuando las dos mujeres ocuparon sus respectivos asientos, Dragan, con la provocación

asomándole a los ojos, los miró a todos y centró la atención en su tía.

-A ver en que idioma se le da gracias a Dios por estos alimentos.

-Dios es uno –respondió la tía-. Como estamos judíos, musulmanes y ortodoxos a partes

iguales, dejaré que tu amigo lleve la palabra.

-Este, aunque tenga perfil de judío, es ortodoxo.

-Así, no vale –protestó Amina-. Hace falta una solución salomónica.

-No, porque Salomón también era judío -terció Dragan.

Entonces, Ramón, deseoso de apuntarse un tanto, la inventó en el aire y mirando a la tía,

adoptó una expresión como si acabara de ser bajado de los altares.

-Como Dios es uno en todas partes, lo haré a la africana.

-¿A la africana con esta comida balcánica y carpática? Eres una caja de sorpresa –

comentó Dragan con guasa.

Amina, para sorpresa de Ramón, también entró al trapo y buscó con la mirada los ojos

de Ramón
164

-¿Un cubano español bendiciendo una mesa en africano? ¡Eso solo puede pasar en

Sarajevo!

El choque con aquellos ojos verdes bajo el resplandor de las velas provocó en Ramón

una extraña sensación de vacío en el estómago.

La tía, entonces, le echó un capotazo.

-Los cuentos para después. Ahora, dejen al señor bendecir la mesa.

Afuera, no muy lejos, se escucharon varias explosiones y Ramón intentó recordar una

oración a Elegguá.

<<Primero muerto que desprestigiao -pensó. Sabía que en ella se rogaba para que se

abrieran los caminos y viniera la suerte y se alejaran la maldad, la muerte y las

desgracias-. Qué salga lo que salga>>.

ELEGGUÁ OBARA ALAYIKI ALAROYÉ

ELEKÚN USOKUN ALAROYÉ USOKÚN

SEYÉ AKIBEYO OSUKAKÁ OYÁ GADÁ

OLUFONÁ KOLONA

IRE FUM ONILU KAMARIOKAN.

ARAYE KAMARIKÁN…

AFOYÚ OMÁ KAMARÍ ÍKANO

KIKUAYÉ KEITÉ, TUTU KE ONA

TUTU ELEGUÁ OLUMANÁ.

Mientras soltaba en ráfagas las palabras entreabrió una rendija entre los parpados y

sintió una reverberación en lo más hondo de su ser al ver el perfil de Amina y la trenza

que descansaba sobre su pecho.


165

<<Soy un hijo de puta al jugar con la confianza de esta gente, pero por solo darle gusto

a esta mujer y verla así, sería capaz de recitar la Biblia al revés>>.

Y para quedar bien con todos, al terminar, se persignó por la derecha como los

ortodoxos; por la izquierda, como los católicos y, por último, colocó su mano derecha

en el corazón, al estilo musulmán.

-Al ataque –dijo Dragan y comenzaron a comer.

<<Tienen más hambre que un habanero –pensó Ramón al ver a las dos mujeres- pero

comen sin perder la compostura y las buenas maneras>>.

De pronto, Amina reavivó una conversación que media hora antes había iniciado con

Dragan.

-Mamá tiene que irse con ustedes. Papá la espera y, aquí, en horas, acabarán de cerrar el

cerco. Pienso quedarme en el hospital a tiempo completo.

-Querrás decir tienes que llevarnos –rectificó la madre.

-Dije llevarla –afirmó Amina con firmeza-. Usted sabe que, aunque quisiera, no puedo.

Esos niños dependen de nosotros. Somos unos pocos para atender a tantas personas.

-Dependen de que a los serbios no les ocurra caerles a morterazos –intervino Dragan-.

En una guerra nadie depende de nadie.

-Tienen que sacarla de aquí. Tiene que irse. Ya lo hemos hablado –dijo Amina con

resolución y se levantó de la mesa-. Usted sabe que una mujer tiene que estar donde su

hombre.

Dragan y Ramón se miraron en silencio.

-Tal vez tenga razón -comentó Dragan y se dirigió a la tía-. ¿Quién cuidará de Amina y

de la casa?

-Por favor, hijo –dijo la tía con fastidio-. Solo me importa ella.
166

-Pues, ella se quedará. Lo ha dicho muy claro y usted, en el fondo, debe de entenderla-

comentó Dragan-. Me preocupa usted, ella y todo lo que pase aquí, pero, si quiere que

le sea sincero, también me molesta perder todo lo que, a riesgo de mi vida, he ido

guardando en ese sótano.

-Es la vida de mi hija lo que importa –respondió la señora con sequedad.

-¿Y su marido, allá solo y enfermo no cuenta? –preguntó Dragan-. Amina sabe cuidarse

sola y, con usted aquí, se arriesga para venir a verla.

-Pensé que sólo te interesaba lo que tienes en el sótano –comentó Amina desde el cuarto

un tanto tensa.

-Bien sabes que no.

-Lo sé –dijo Amina- pero me molestó que hablaras de cosas materiales cuando se habla

de vida o muerte.

-Entiendo –contestó Dragan- pero no sé mentir. Digo las cosas como las siento. Primero

la familia y la gente ante que las cosas materiales. Lo sé y lo asumo, pero ello no quita

que piense en esas cosas materiales. Ésas son también el resumen y la historia de

muchas gentes y no quisiera perderlas. Tú defiendes a tus pacientes y yo, aunque me

importen los seres humanos, soy un comerciante. No hablo de comida ni de oro. Puedes

pensar que, en el fondo, tampoco me interesen esas obras de arte, sino el dinero que

puedo sacarle y quizás hasta tengas un poco de razón, pero eso no quita lo otro.

-No tienes por qué ponerte así –dijo Amina-. Yo también dije lo que pensaba. Ahora lo

que importa es que acaben de irse.

-Pues si nos vamos, tendrá que ser ahora mismo. Si nos amanece aquí, será más que

imposible

Cuando las mujeres entraron a preparar el equipaje, Dragan le pidió a Ramón que lo

acompañara al sótano.
167

-Alumbra –dijo y le pasó la linterna-. Esto no voy a dejarlo. Son pinturas del siglo XV.

Ramón vio como extraía la cuchilla del bolsillo y recortaba las pinturas por el borde de

los marcos.

-¿Me crees un hijo de puta porque hago esto?

-Un amigo, aunque haga hijeputadas, jamás será un hijo de puta.

Dragan sonrió sin interrumpir el trabajo y Ramón vio en sus ojos un brillo que, hasta ese

momento, no le había descubierto.

-De que los consuma el fuego, que otros ojos los disfruten.

-No te condeno –dijo Ramón acostumbrado a ver cosas peores.

-Saber eso no me hace menos hijo de puta, pero no puedo contenerme. No puedo

dejarlos.

-Tengo una solución –dijo Ramón.

-¿Has descubierto un paso invisible por donde podamos escaparnos? –quiso saber

Dragan.

-No, pero si quieres, como la casa quedará sola, puedo cuidarla. Quiero quedarme.

-¿Quedarte?

-Te cuido la casa y tus cosas. Llevo tiempo buscando algo como esto. Quiero

reencontrarme como fotógrafo.

Dragan lo miró de arriba abajo.

-Ahora si creo que estás completamente loco.

-Nunca he estado tan cuerdo. Además, dos escaparán siempre mejor que tres.

-Eso no es un argumento.

-Las guerras no tienen argumento –respondió Ramón-. Quiero quedarme en Sarajevo.

Dragan colocó su mano sobre la mano de Ramón.

-Quisiera que regresaras conmigo ¿Lo sabes?


168

-Sí.

-Ninguna foto vale más que la vida. ¿También lo sabes?

-Ninguna pintura, tampoco. ¿Lo sabes?

-Sí, por eso me voy. Si quieres morirte conozco lugares más divertidos –dijo Dragan

-No vine a morir –afirmó Ramón y recordó, haber dicho esa misma frase hacía muchos

años en Angola- .Nadie se muere en la víspera.

-¿Lo tienes claro?

-Casi nunca actuó si no lo tengo claro.

Cuando terminó de envolver los lienzos, Dragan preguntó:

-¿Te pago en dinero o en especie?

-En oro –respondió Ramón y se echó a reír.

-Aprendes pronto.

-Idiota –dijo Ramón con cariño-. El oro, en la guerra, ni se fuma ni se come.

-¿Tú también usas la misma palabrita? Presiento que, aparte de retratar la guerra,

quieres hacerla a tu forma.

-Estás loco perdido –protestó Ramón.

-En serio, ¿qué necesitas?

-Nada. Aquí abajo hay de todo. Me preocupa dónde conseguir películas para las

cámaras.

-Irás a ver a un amigo que trabaja en Oslobodenje. Amina lo conoce y podrá llevarte al

periódico. ¿Necesitas algo más?

-Sí, que llegues sano.

-Pues que sigas vivo para que bailes zirtakis –dijo y le dio un abrazo-. Ah, si alguna vez

necesitas defenderte, en ese rincón hay dos kalashnikov y balas de sobra. Y una última

advertencia, trata bien a mi prima o te arrancaré los huevos a la vuelta.


169

Cuando las dos mujeres salieron de la habitación con sendas maletas ya ellos habían

arreglado sus asuntos

-¿Te molesta si él quiere quedarse? – le preguntó en seco Dragan a su prima.

-¿Por qué ha de molestarme? –Respondió la chica- Sobra casa y yo casi nunca estoy

aquí. ¿Por qué quiere quedarse?

-Quiero contar esta guerra a mi manera.

-En el sótano hay provisiones para varios meses –recalcó Dragan-. Intentaré no perder el

camino de regreso.

-Me basta que encuentren ahora el de salida –dijo Ramón y resopló como si acabara de

quitarse un peso de encima

-Tranquilo, no es la primera vez que tengo que lanzarme a los caminos -dijo la señora-.

Me iré más tranquila sabiendo que Amina no quedará tan sola en la ciudad.

Madre e hija, sin espavientos, se dieron un fuerte abrazo. Al llegar a la puerta, Dragan,

señaló con el dedo a Amina y a Ramón-. Mucho cuidado.

-¿Mucho cuidado con qué? –preguntó muy serio Ramón al tiempo que le hacía un guiño

cómplice.

-Con todo. Cuidado con todo.

Amina se puso colorada.

-¿Dónde tienes el camión? –atinó a decir.

-En la calle del fondo –contestó Dragan y antes de perderse en la oscuridad de la noche,

en un tono cariñoso, se dirigió a Ramón-. No se te ocurra morirte.

-Ni a ti tampoco.

Amina, sin poder contenerse, corrió en dirección a su madre y volvió a abrazarla en

silencio. Cuando regresó, las lágrimas le corrían por las mejillas.


170

Apuntes y Diarios

Ramón, me preguntas que hacia mientras tu andabas por Sarajevo. Aquí te mando.

La Habana, 1 de enero 1992.

Hace cuatro meses que regresé a estudiar Letras, pero me cambié a Sociología. Los

albergues de la Universidad están en 3ra y G, a un lado de Casa de las Américas. Estuve

en el piso 25, el elevador siempre estaba roto. Eso sí, de qué manera se veía el mar.

Ahora estoy en el reparto Bahía. Me gusta más, y estoy a un paso de Alamar. Dan

noticias de reformas en el transporte. No habrá más taxis. Se pondrán ciclo-taxis y el

taxi limusina, que son dos carros cortados al medio y pegados. En las paradas habrá un

policía y dos inspectores para que las guaguas tengan que parar. A todo se le va tratando

de buscar una solución.

Alamar. Enero. 1992

Vengo de la pizzería con Sirita, nos metimos dos horas de cola. Fuimos en bicicleta y

por poco nos cobran una multa por ir a contramano. Fui a protestar y Sira se explotó con

el policía:

- Descará’o, tú lo que te estás haciendo es el día aquí.

El policía le advirtió que no le faltara el respeto, pero como ella seguía con tremendo

escándalo, le dijo:

-Te vas para la unidad conmigo.

-Pues voy, ¿tú crees que te tengo miedo? A ver, ¿qué me vas a hacer?
171

El caso es que, cuando el policía se viró. Sira se le escapa en la bicicleta y me gritaba:

-¡Corre, corre! Salí corriendo y el policía atrás… ¡Qué momento!

Alamar Febrero 1992.

Cumplí años. Extraño mi casa. No hay gas, no hay carbón, no hay luz brillante, no hay

guaguas, no hay comida. Es el “Periodo especial” Tengo que dedicar el tiempo a pensar

y pensar que voy a hacer de comer. Estoy harta.

Hay veces que no se puede pensar ni hablar ni criticar nada sin que te traten como el

peor gusano.

La crisis despierta en la gente una burrez y una maldad. Unos dicen: “Esto es mierda,

que reviente todo” incapaces de analizar nada. Otros, “Esto es lo mejor” y, ciegos,

aplauden. A la más mínima inconformidad te quieren comer, sin dar argumentos. ¿Qué

hacer?

Se creen que ser revolucionario es tapar lo que todo el mundo dice en la calle y no dar

noticias, mostrando sólo la cara triunfadora de la revolución. Qué desgracia. Amo esto,

pero la cuadratura, el fanatismo, el autoritarismo de algunos me provoca rechazo y que

no me sienta bien. Creo en el socialismo pero coño….

Llueve. Afuera, como si nada, siguen creciendo las matas de plátanos. La abuela, en

Uruguay, está internada por el corazón. Sé que no va a morir.

Marzo 1992

Estoy en mi cuarto de Alamar, triste. Es una época de mucha escasez de todo tipo. En el

edificio, todos se dan lo poco que tienen. Se pide y se comparte todo. Intimas, frazadas

de piso, escobas, huevos, ajo, arroz, postres, cucharadas de manteca, carbón, jabón, etc.

Nunca se llega a no tener.


172

Me hace feliz salir a la acera y sentarnos a conversar. Llamar a cualquier vecino para ir

juntos al mercado o a la farmacia, al medico o solo sentarnos en los banquitos de la

esquina.

Esta mañana vino a verme Eloy, mi primer novio. Me puse nerviosa y no sabía qué

decir. No lo veía desde hacía 8 años. Me quedé fascinada de que los recuerdos no

fueran solo míos. Dijo que muchísimas veces había soñado conmigo. Me recordó

cuando nos besábamos en el medio del puente del Hospital Naval, cuando inventó en la

beca que tenía sarna para salir a buscarme. Era mágico pero como si estuviera

hablándome de otro. No era él. Cuando se fue, quedé totalmente enferma y enamorada,

pero no del que salía por la puerta, sino del que me había traído, del que tenía novia y

me escribía cartas. Lo más lindo de nosotros fue aquella sensación de escondernos,

mirarnos de lejos, de mandarnos recados con un batallón de cómplices.

Me quedé en mi cuarto y de repente apareció mi hermano Marcos. Leo unas

declaraciones de Lisandro Otero a Le Monde que andan circulando por toda la Facultad.

Habla de la crisis del país, de jóvenes descreídos, artistas críticos, de los que se van. Lo

leo en un papel escrito a mano, que me pasaron en el teatro de la Facu.

Bahía. Último viernes. La fiesta.

Todos están bailando; despelotados. Las niñas del aula sudan revoleando sus culos

desaforadas, y yo me siento en el balcón. Me gusta el bulto divirtiéndose y yo observar

y estar en lo mío. Espero al profesor de filosofía. En realidad, no lo conozco, pero me lo

imagino. Ojala se enamore de mí. Tiene como treinta y pico.

Todos se fueron, él se quedó y me leyó poemas de Dulce Maria. Me acaricio el pelo

toda la noche, luego buscó una colcha y me tapó. Me encantaba la escena para

recordarla en el aula. Soy pura imaginación, qué desastre.


173

La habana 28 de junio 1992

Me voy a Uruguay y voy a casarme. Antes de viajar doné sangre en la escuela por un

bocadito de jamón, leche, jugo y galletas, también porque hace falta. Siempre me ha

gustado. Siento que es dar algo bien íntimo de mí para que reviva a otro. Es simbólico.

Liberaron palomas en la escalinata. No entiendo un coño de filosofía. Vuelo sobre la

cordillera de los Andes, que grandeza. Los picos blancos, tremendos… la pequeñez es

nuestra.

1993. Periodo especial.

Regresé a la Habana en septiembre. Hace mucho calor. Por la crisis, la facultad será

solamente dos días a la semana. En la beca me dieron un apartamento para dos personas

que comparto con Marisol.

Los cambios que ocurrieron en estos meses han sido grandes para la rigidez del país.

En julio se despenalizo la tenencia de divisa, o sea, los cubanos pueden tener dólares,

algo que estaba prohibido. Pueden comprar en aquellas tiendas, las únicas que venden

algo, donde se paga con dólares.

Otra, es que se van a permitir los negocios particulares, aunque con muchas

restricciones. No pueden ponerlo los profesionales, ni estudiantes, ni dirigentes, y no se

puede emplear a nadie.

Es un tiempo muy extraño. No existen los comercios, no se oferta absolutamente nada.

La cuota de la libreta es mínima y no alcanza para nada, en este momento sólo venden

arroz y frijoles. Hace meses que no hay carne ni pollo ni leche ni aceite ni jabón ni

pasta…Lo único que ha sobrevivido todo el tiempo es el turrón de maní, que venden los

particulares.
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El mercado negro es impresionante, los precios son altísimos. El dólar está a setenta

pesos y un sueldo promedio son doscientos. Yo gasto, aproximadamente, 1000 pesos

por mes. Hoy, cuando venía de la universidad, pasando el Hospital Naval, vi el primer

cartel de propaganda a una grifa, que haya visto en Cuba. En aquellos cartelones que

hay a los lados de la carretera, donde se pusieron siempre consignas políticas y luego

propagandas de hoteles y playas, ahora había un gigantesco UNITED COLORS OF

BENETTON. Fue el primero que llegó… son tiempos de cambios, dicen.

Ayer en la tele pasaron un interesantísimo programa, donde un locutor, con su elegante

guayabera y un licenciado, con su brillante calvicie, explicaban cómo darle filo a una

cuchilla de afeitar. ¡A una Gillette! Pasaron horas enseñando cómo se hacía. Dentro de

un vaso de vidrio, con ceniza y grasa raspoteaban hasta que la hoja recuperaba el filo:

“Para el doble de afeitadas”.

Me vino a buscar Luís Ángel y me fui a dormir a su apartamento. Hizo té, yo casi

dormida y él leyéndome un articulo que salió en Granma contra los obispos católicos.

Ya van como veinte editoriales. Fue la risa del día en la Facultad. Ha entrado un frente

frío. Estoy en la cama, desperté a las 6. Leo Genealogía del racismo de Foucault. No

hay luz, como siempre, y hay tres o cuatro moscas sobrevolándome, pero yo leo a

Foucault.

6 de mayo 1994.

Llegué a México en un avión de Cubana, donde conocí a dos bailarines maricones muy

simpáticos que se me pegaron, nos hicimos íntimos durante el vuelo. Cuando nos

despedimos, me dejaron la dirección, por si quiero entradas para el ballet.

Más tarde vino Gustavo, el “novio” de Sandra la del aula, para hablar de ella. Es bajito,

medio gordito, trigueño y habla como si quisiera aparentar que es alguien importante,
175

debe tener como 40 años y se ve algo ridículo, es un pequeño robot, pero me causa

ternura. Quiere mandarle cosas conmigo. Salimos y yo nerviosa porque no sabía las

mentiras que ella le habría dicho y temía meter la pata. ¡Pobrecito! Me preguntó qué me

parecía de que le pidiera matrimonio. Está enamorado. No lo dudo, ella tiene unos

tremendos ojos verdes, 19 años, una capacidad de seducción a prueba de balas y ha sido

el primer expediente de la vocacional de Santa Clara. Yo me sentí super incómoda.

Gustavo Me llevó a su oficina, tiene un cargo bastante importante, trabaja para el

estado. Luego, me mandó con su chofer. Le pedí que me llevara a la librería Ghandi y a

Perisur a buscar unas plataformas para Sandra. Pobrecito, no sé qué hacer. Pero es que

también los mexicanos, los italianos, los españoles llegan a Cuba muchas veces

haciéndose los cabroncitos y buscando putas… Nunca sé si me tiene que dar lastima el

tipo o la jinetera. Pero creo que ellos son más ingenuos, aunque se creen más vivos.

Son dos ingenuidades distintas, o un intercambio bañado en mentiras. Que cerca y que

lejos de mi.

Ciudad de México 9 de mayo 1994

Llegamos a una cantina en Tlalpan, fue como de película. Un barcito pequeño, interior,

con cosas de toreros, una barra de madera y unos tipos que cantaban. No había una sola

mujer, y me explicó que allí no se acostumbra. Es más, antes era prohibido. Ni había

baño femenino, y yo tomando cerveza. Él tomaba ron. Luego de unos tragos ya sentía

que estábamos muy lejos de todo y muy lejos de mí. Él decía que lo mejor era que me

robara en un caballo y me llevara para Chiapas, que yo le gustaba tanto. Me tocaba la

mano. Yo, de a ratos, decía que me sentía mal, que no sabia por qué le provocaba eso.

Dijo que por sólo estar allí, que yo era muy buena compañía. Eso sentía yo de él. Le dije

que quería regresar, aunque así no fuera, que no quería traer problemas ni tristezas a
176

nadie. Dijo que eso era problema de él, que me callara ya. Lo dijo con una voz de

hombre y con una seguridad tan grande que yo no volví a abrir la boca. Durante meses,

soñé que me llevaba a Chiapas. Nunca le acepté el pasaje que enviaba. Tendría que

haber llegado a caballo y haberme subido por los pelos.

Ahora vuelo sobre el golfo. Siento no haberle dicho palabra alguna. No pude ser efusiva

para nada con él, lo sentí mucho. Esta mañana me regalo dos discos de boleros, que

decían que me amaba.

Adiós México, que ya traen la bandejita de la comida y tengo que pensar de qué forma

llegaré a Alamar desde el aeropuerto.

Jueves, 16 de junio de 1994.

Me lo pasé en la beca estudiando. Con lo que no pude fue con el estructural

funcionalismo, y me decidí ir para el recital de Joaquín Sabina en el Carlos Marx.

Conseguimos entradas, que estaban agotadas, y nos colamos para abajo.

Al rato, nos sentamos en el escenario mismo. El recital estuvo buenísimo y, claro que

nos enamoramos de él, aunque de cerca es horrible de feo. Llegué a casa a las dos, tenia

que estudiar y estaba muerta de sueño. Fui a la prueba. Me salió hablar de Spengler,

decir por qué era anti positivista.

9 de marzo 1995

Hoy estoy bastante mal. Tengo ganas de llorar. Tengo mil cosas en la cabeza. Esta

mañana discutí en el aula. Se armó un lío tremendo. Resulta que unos suizos, de una

revista, estuvieron en la Facultad y entrevistaron a algunos estudiantes. Publicaron sus

opiniones y resultó que por ello, dijeron que iban a destituir a la decana. Hay tremendo

rollo armado. La FEU iba a hacer una reunión con toda la Facultad, para hablar del
177

tema y explicar lo que pasó, mas luego, esos hilos que mueven las cosas, determinaron

que la reunión sería aula por aula, para no darle magnitud al problema. Algunos grupos

protestaron. Yo tampoco estaba de acuerdo y fui a preguntar en mi aula qué posición

tomaríamos sobre la reunión. Lamentablemente, agarré justo a los que estaban

implicados en el rollo y ellos dijeron que preferían que se hiciera aula por aula porque

no querían más líos. Les dije que, en mi opinión, era mejor que la reunión se hiciera con

todos los estudiantes de la Facultad, porque si estaban ocurriendo esas cosas, era mejor

estar todos juntos, no tener miedo y simplificar el asunto.

Se pusieron furiosos y lo primero que me dijeron fue que me callara la boca porque yo

era uruguaya. Nadie se imagina hasta que punto me enfurece eso. Siempre cargando con

ese problema de que si soy extranjera, es lo primero y lo más fácil que tienen para

decirme. Extranjera de dónde si toda la vida he vivido aquí. Pero seguí hablando y me

indigné de que fueran tan cobardes y que tuvieran miedo de una reunión para conversar

un tema.

Ellos argumentaron que les iba a traer problemas. Me llamaron egoísta porque no

pensaba en ellos. Les dije que sí, que no pensaba en ellos personalmente, pero que

pensaba en cosas más de fondo y más importantes que tenían que ver con todos, que

permitir ese tipo de cosas, nos afectaba a todos y que, en definitiva, ellos no habían

cometido ningún delito, ni hacer una reunión, tampoco lo era. Me enojé, terminé

diciéndoles que los únicos egoístas eran ellos, que ni siquiera se solidarizaban con la

decana. Los llamé cobardes.

Porque. Hacen lo que les resulta más cómodo. No entienden que hay que discutir para

cambiar ciertas las cosas. Solo les importa lo que les puede afectar personalmente… y

esos son mis amigos.


178

Callarse, mentir, tener doble moral y aguantar es algo con lo que no quiero transar,

porque el día que tenga que decir lo que no creo, o callarme por miedo, me voy a sentir

la persona mas inmunda y cobarde del mundo.

Me sentí ofendida y me dijeron de todo. Pobres no se dan cuenta lo vergonzoso de su

actitud, viviendo así, tratando de acomodarse y dejándose manejar. Pero, ¿qué podría

esperar? Varo, el pobre, tan estúpido, ignorante, falta de valor y con esas ínfulas. Lo

mismo está negociando y vendiendo tenis, que en casa del babalao con esa bola de

collares, que en las reuniones del comité de base haciéndose el militante y, de contra, no

aprueba un examen ni aunque lo maten.

¿De que cojones les vale hacerse los machitos tropicales, los hombrecitos, sí en lo que

importa, se agachan como unas putas? Todo esto hizo que me sienta así de mal y furiosa

como estoy. Tengo que decir que fue Grisel la única que tuvo una actitud digna, no sólo

de no tener miedo de decir lo que piensa (lo que todos piensan y se callan) sino por

respetar la posición diferente. Lo otro que me tiene mal es la actitud de Mario. Todo el

tiempo tratando de acomodarse, de quedar bien con Dios y con el diablo. Creo que

alguien así no debe tener un cargo, ni representar a nadie. Me duele porque a él lo

quiero de verdad. Me duele.

Todos se fueron después para una fiesta en el Instituto Cubano de Amistad con los

Pueblos. A mi no me dijeron nada. Con quien hablé luego fue con Luís Ángel. Me

escuchó y eso me hizo bien. Lo peor es saber que la gente que anda conmigo hace cosas

inaceptables para mí y, en definitiva, no los dejo de querer y los necesito.

Voy a renunciar al cargo de la FEU, tengo que andar sola. Nunca voy a identificarme

con las organizaciones de multitudes para que nadie me diga qué debo y qué no debo,

para no estar cerca de los lugares donde la gente “se destiñe” y, por un poco de poder,

saca a relucir toda la mierda que lleva adentro.


179

Estoy harta de la estupidez humana, manifiesta en todo momento, de la cobardía, de la

mentira. Siento asco de todo lo que me rodea. Quiero vomitar cuatro ó cinco veces de

corrido y dormirme ¿Qué hago en este ambiente de mierda?


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A la una yo nací

Entraron en silencio y Ramón comenzó a limpiar su Nikon.

-¿Un café? –propuso Amina.

-No quiero molestarla. Por lo que veo tiene mucha presión de trabajo y necesita

descansar.

-Eres mi huésped.

-¿Cómo se las arreglan para cocinar?

-Dragan, gracias a él tenemos una buena reserva de bombonas de butano. Hace poco se

enojó porque me llevé algunas al hospital. Decía que él no era la Cruz Roja, pero

cuando le expliqué que era para calentar la leche de los niños, consiguió varias más y

hasta leche. Tiene buen corazón, aunque se empeña en ocultarlo.

-Tantas bombonas en el sótano es un peligro –comentó Ramón.

-Peligro es morirse de frío o de hambre. Afuera hay mucho más peligro.

-¿Y usted, no teme?

-Mucho. Temo por casi todo y por casi todos. Temo tanto que ya no puedo temer.

-¿Qué haces?

-Soy pediatra, pero como somos muy pocos, hago lo que haya que hacer. ¿Y tú para

quién trabajas?

-Desde hoy, para mí. Es algo que quería hacer desde hace mucho.

-Pero, pensaba marcharse. ¿Qué te hizo cambiar de idea?

-No sé. Cuando comenzamos a descargar el camión en una plaza que hay muy cerca,

escuché los obuses y vi las caras de la gente, algo me dijo: “Ramón Rivera, estás donde
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soñabas estar”. Luego, dudé, pero al verla llegar a usted y escucharla hablar de sus

niños, tomé la decisión y quemé las naves.

-¿Pero de qué vive si no trabaja para nadie?

-Algo tengo y no dude de que mis fotos, más temprano que tarde, valdrán su peso en

oro.

-Habla como Dragan –comentó Amina y sonrió-. Veo que trae muy poco equipaje

¿Dónde piensa revelar sus fotos?

-Dragan me habló de un amigo suyo periodista. Dice que usted también lo conoce.

-Usted es un hombre de suerte. Venga –indicó y, alumbrándose con una linterna, entró

aún cuarto-. Mi padre adora la fotografía. Es su hobby. Éste es su laboratorio. Desde

pequeña siempre lo vi con una cámara. No hay rincón en Bascarsija que él no haya

fotografiado. Decía que todo Sarajevo había pasado por sus ojos.

-Pues parece que, como dice usted, soy un hombre con suerte –comentó Ramón.

-Puede disponer de todo. Y si quiere ver fotos, puede abrir esas cajas –dijo la chica y

alumbró un estante en donde había cientos de cajas que, en su día, habían servido para

guardar papel fotográfico-. Si hubiera visto lo hermosa que lucía esta ciudad en el 84,

cuando las Olimpiadas de Invierno. Si hubiera visto nuestro barrio. Madrid no tiene un

sitio así, ni Córdova ni Toledo.

-Tenemos otros –comentó Ramón y cambió de tema-. ¿Cuánto tiempo pasó en España?

-Seis meses. Hice prácticas en el Cajál. Me gustó España. Tenía muchas amistades y,

los fines de semana, nos íbamos de marcha.

-¿Y novio?

-Un amiguete, pero nada serio. ¿Pensaba que por ser musulmana andaba con el rostro

cubierto?

-No he dicho eso.


182

-Es que muchos lo piensan

-Ha pensado usted por mí.

-Se ve que no eres del todo español –comentó Amina cuando abandonaron el

cuarto-.Venga conmigo a la cocina mientras preparo el café. Allí hace más calor.

-¿En qué me diferencio?

-Por lo que escucho, en el uso del usted.

-Es que en Cuba suple el empleo del vosotros.

-¿En vuestras familia por donde le viene lo de Cuba?

-Por mi madre y por mí, que nací allí.

-¿Y tu padre, español?

-Mi padre y yo. Viví allí y quiero aquello-. Entonces, la tuteó por primera vez-. ¿Y en la

tuya, cómo es el asunto?

-Mi padre, musulmán, y mi madre, judía sefardí nacida en Rumania. Se casaron aquí.

Soy única hija. Toda la familia de mi padre está vinculada a la medicina y la de mi

madre, al arte y al comercio.

-¿Y, aparte de la medicina, qué otra cosa te gusta?

-Empecé con la música. Estudié un poco de pintura y fotografía, pero acabé siendo

pediatra. ¿Es poco o mucho para tener veintiséis años?

-Depende de la intensidad con que haya vivido todo eso –respondió Ramón.

-¿Qué tipo de fotografías haces? –preguntó Amina después de servir el café.

-Comencé haciendo fotos de ballet y kárate y acabé como corresponsal de guerra-

concluyó Ramón y saltó de tema-. Fue hermoso escucharte hablar en ladino con tu

madre.

-Con ella, hablo en ladino; con mi padre, en árabe y con mis amigos y colegas, en

serbocroata, generalmente.
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-¡Vaya con la chica! Pues, yo, español, cubano, un poco de rumano y algo de fon. Soy

muy duro de oídos para los idiomas.

-¿Y cómo te las arreglas cuando estás en las guerra?

-El idioma del peligro es uno solo.

-¿Eso es tuyo o es una cita?

-Todo es una cita –dijo Ramón.

-Cuando llegué a España sólo hablaba ladino y una chica me dijo que yo hablaba como

los personajes del Quijote. Se sorprendió cuando le contesté que su familia había

contaminado el idioma, y la mía supo mantenerlo como en los tiempos de Cervantes.

-¿Extrañas algo en particular de España? –preguntó Ramón con segundas intenciones.

-La noche y el cachondeo. Aquí todo está muerto. Día a día, nos van apagando. Nadie

mueve un dedo en defensa de nosotros.

-Si tuvieran petróleo todo sería distinto. ¿Desde cuándo no sales por la noche?

-Salgo casi todas las noches, pero es un paseo que no me gusta. Nunca sabes dónde

pueden cazarte. ¿Por qué lo preguntas?

-Siempre que llego a una ciudad, lo primero que hago es recorrerla de noche.

-¿Por qué?

-Es como un rito para conocer sus fantasmas.

-Aquí hay más muertos que fantasmas. Los francotiradores te hacen sentir como si

fueras un ciervo o un conejo.

-¿Qué instrumento sabes tocar? La música sí que ahuyenta a los muertos y a los

fantasmas.

-Guitarra y piano, pero hace mucho que no toco.

-¿Cantas?

- Cantaba
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-¿Y, ahora, cantarías?

-Casi conjugas todo el verbo. ¿Sabes? Me gustaría tomar clases de español.

-Lo pensaré si te decides a cantar.

Amina esbozó una sonrisa y lo miró con unos ojos que, pese al cansancio, intentaron ser

alegres.

-Espera -dijo y, con presteza, salió rumbo a una de las habitaciones.

Usaba unos Levis 505 algo gastados que mal disimulaban unos muslos largos y

elegantes y una nalgas respingonas y bien puestas. Arriba, vestía una camiseta beige que

daba un mayor volumen a una trenza color alas de cuervo que llegaba a media espalda.

<<Gacela y no pantera>> -dijo para sí Ramón al verla caminar y entrecerró los ojos

como si así pudiera borrar o guardar mejor aquella perturbadora silueta.

-¿Sueño o cansancio? –preguntó Amina y se sentó frente a él, guitarra en mano.

-Ensueños –respondió Ramón y, durante un instante, las miradas de ambos se

encontraron-. De veras, creo que necesitas descansar.

Ella respondió que no con un movimiento de cabeza y comenzó a puntear una melodía

que Rivera reconoció al instante. Luego quedó entrampado por una voz límpida y cálida

que se expresaba en ladino.

A la una yo nací

A las dos me engrandecí

A las tres tomí amante

A las cuatro me cazi

Me cazí con un amor

Ramón conocía la canción. Estaba en un casete de Joaquín Díaz que le habían regalado

sus amigos de Arenys de Mar y al recordarlos sintió por dentro una ternura tan limpia y

luminosa como los ojos de Amina. Quería concentrarse solamente en la dulzura de


185

aquella voz y apartar su lujuria habitual para que no le manchara aquel mágico

momento.

De pronto, ella dejó de cantar y él quedó como perdido. Aquellos ojos verdes le

quemaron la razón. Fue como si toda la sabiduría del universo le inundara los sentires y

dejándose llevar por los acordes, comenzó a cantar:

Si tú no tienes amante

Yo te haré defender

Alma, vida y corazón.

Afuera, el silbido de un obús de ciento veinte milímetros partió el silencio de la calle y,

unos cinco segundos más tarde, la explosión estremeció puertas y ventanas. Sin

embargo, ellos parecieron no escucharla y cantaban a dúo:

Yéndome para la guerra

Dos bezos al aire di

El uno es para mi madre

Y el otro para ti.

A la una yo nací

A las dos me engrandecí

A las tres tomi amante

A las cuatro me cazi

Sin poder detenerse, impulsados por una fuerza que los contagiaba, repetían una y otra

vez la canción. Entonces, Amina, cambio la música y entró con el estribillo de la

canción de Sabina que decía y nos dieron las diez y las once y justo cuando llegaron a la

parte de las tres, detuvo la música.

-Es muy tarde –dijo y dejando la guitarra, se incorporó y se pudo el pañuelo-. Mis niños

me esperan.
186

-Iré contigo –le anunció Ramón y, luego de ponerse el abrigo, se colgó en el hombro la

bolsa de las cámaras.

-Es peligroso.

-Peligro, entre dos, toca a menos –argumentó y la esperó en la puerta.

-Aquí, toca a más –aclaró ella cuando estuvieron en la calle-. Pégate a la pared.

Salieron a Stadjera.

-Parece un tramo muy largo –dijo Ramón.

-Pero es el trayecto más corto. A esta hora, tienen menos visibilidad –explicó Amina

refiriéndose a los francotiradores.

Al llegar a Pehlivanusa torcieron a la derecha y al pasar por Cankara, sintieron el aullido

de un perro.

-Lleva días que no se mueve de esa esquina –explicó Amina.

Ramón intentó recordar la escena de los perros sin dueños sueltos en las calles de

Luanda, pero Amina lo interrumpió al legar a la bocacalle:

-¡Ahora! ¡Corre!

<<Putos cigarros>> -pensó Ramón y se alegró de no haber perdido la costumbre de

pensar en otras cosas en los momentos de peligro.

-¿Cansado? – preguntó Amina y se detuvo.

-Normal –mintió

Aprovecharon el resguardo que le brindaba un portal ubicado en Ujedica Mejtas y

Ramón, al pegar la espalda contra la pared, sintió el aguijonazo de siempre en la

cicatriz.

-Ahora empieza lo feo –le avisó Amina en el cruce de Bjelave y, con un movimiento de

cabeza, señaló en dirección a la Avenida Kosovo-. Nunca se te ocurra ir por ahí, porque

quedas muy al descubierto.


187

-¿Y crees que haré muchas veces este recorrido? –preguntó para no quedar callado.

-Nunca se sabe, pero creo que sí.

En Hinzarina, la chica hizo un alto.

-Este lugar también les encanta –explicó y, mirando hacia todos los lados, lo tomó de la

mano-. Ahora, prepárate a correr.

Ramón, instintivamente, sopeso la bolsa con las cámaras.

<<Parezco una vieja llevando tantas cosas. De verdad, tendré que pensar seriamente en

dejar de fumar>>.

Echaron a correr. Ramón al sentir que Amina casi lo llevaba al remolque se llenó de

amor propio y apretó el paso.

-¡Eso es! –lo alentó ella, ignorando que Rivera no daba más de sí.

Los últimos metros le parecieron un suplicio.

-Sigue delante –le dijo buscando ganar tiempo y reponerse-. Quiero hacer una secuencia

hasta que te vea entrar al hospital.

-Hazlo desde adentro –respondió ella y esta vez, se prendió de su brazo.

Ramón al sentir la dureza del pecho de Amina clavada en un costado, contrajo los

músculos y apretó los dientes.

-Los serbios están a menos de quinientos metros de aquí –dijo Amina.

<<Ojala fuera a menos y me apretaras más -pensó Ramón y la miró de reojo-. Deben ser

grandes y duras para que los pueda sentirlas por encima de su abrigo y del mío>>.

Esta vez, pese al cansancio, no sintió la carrera.

Pese a que Ramón Rivera no era dado a fotografiar niños en la guerra porque le parecía

un oportunismo rastrero aprovecharse de expresiones que siempre, de una forma u otra,

despertaban lástima o conmiseración, al entrar en el hospital de Kosovo, no pudo


188

contenerse. El choque con la realidad fue tan violento que ni cuenta se dio cuando

Amina se le perdió de vista.

Chirriar de ruedas de camillas. Cuerpos mutilados. Muñones donde faltaban piernas y

brazos. Vendas. Manchas de sangre en todas las tonalidades. Heridas abiertas todavía

sin atender. Rostros y expresiones en donde la muerte buscaba arrellanarse.

Respiraciones entrecortadas. Miradas perdidas. Ojos abiertos, entrecerrados, lagañosos.

Ruido de pasos que denotaban premuras. Quejidos. Ronquidos que indicaban que todo

estaba a punto de acabar y flotando, envolviéndolo todo, una atmósfera en donde, tanto

los vivos como los casi muertos, intentaban mantener a raya a la histeria; un intento

terco por mantener la dignidad ante las mismas puertas de la nada.

Ramón Rivera, después de mucho, regresaba a lo que mejor sabía hacer pero esta vez, a

diferencia de todas sus otras experiencias, experimentó la sensación de querer dejar de

ser testigo para convertirse en parte.

-Hijos de puta. Me cago en el recontra guardaleche de sus madres – masculló entre

dientes y pensó en los políticos, en los militares, en los curas, en los popes, en los

rabinos, en los imanes, en los intelectuales, en los periodistas, en la televisiones, en los

nacionalistas, en las ambiciones, en los artilleros, en los francotiradores y en todos los

requete recontrasingados que, de una u otra forma, han generado esta carnicería.

Apretaba el obturador de la Nikon y al sentir el clic seco y metálico, se descubrió el

deseo de que éste fuese el disparador de un kalavnikof para cargarse a los responsables

de aquello.

Apuntó en dirección a una ventana destrozada y con el zoom intentó enfocar la cima de

un cerro distante casi envuelto por la niebla. Hizo un primer disparo y, sin el menor

remordimiento, imaginó estarle reventando los sesos a uno de los francotiradores que

desde allá arriba realizaba su limpieza étnica particular.


189

<<No, no está bien que pienses así -se dijo molesto al tomar conciencia de lo que

acababa de hacer-. Tengo que matar con vida y no con muerte>>.

Con la mirada clavada en la ventana comenzó a retroceder poco a poco hasta sobrepasar

dos hileras de cunas. Se agachó para que éstas quedaran en primer plano y a foco, se

levantó un poco para que se viera el cuerpecito del bebé y encuadrando la figura dentro

del marco de la ventana, disparó sin flash. Era vida sobresaltando ante las brumas y la

oscuridad que venía de afuera.

De pronto, por el visor distinguió unas manos que se apoderaban del cuerpecito. Ramón,

por instinto, abrió el ángulo y, disparando en ráfaga, siguió el movimiento y la vio

llenando el cuadro. Amina, en primer plano, con su brazo izquierdo cargaba al pequeño

y éste le acariciaba el cuello. Ambos se miraban. La carita del niño parecía estar

iluminada por los ojos de Amina. Las dos figuras habían quedado encuadradas en el

marco de la ventana y del pañuelo de Amina parecía salir un halo de luz que contrastaba

con su sonrisa.

Se sintió extrañamente confundido ante lo que acababa de hacer con la cámara porque,

pocas horas antes, en el sótano, Dragan, como gesto de amistad, le había regalado unos

apuntes realizados por Chagall entre los cuales estaban los que luego le darían vida a La

Virgen de la Village y La Boda de la Aldea.

<<No puede ser -se dijo al comprobar que Amina, vestida de blanco y con aquel niño en

brazos, era lo más parecido a la pintura que uno pudiera imaginar. Y para colmo, al otro

lado de la ventana, el color del cielo era también muy parecido al de la pintura, al igual

que las casas pequeñitas que se veían en lontananza-. ¿Amina y el Niño o La Virgen de

Kosovo?>>.

La voz de la muchacha lo trajo a la realidad:

-Mataron a sus padres. Llegó muy desnutrido. Es muy guapo, ¿verdad?


190

Ramón interrumpió el trabajo cuando una señora bastante entrada en años señaló hacia

la ventana y, en serbocroata, les dijo algo.

-Nos está regañando. Dice que anoche entraron varios disparos por esa ventana. Ven,

quiero presentarte a mi jefe.

El Doctor tenía canas, era de estatura más bien baja y tenía una mirada despierta. Amina

se brindo como traductora pero apenas pudieron cruzar cuatro palabras.

-No tenemos agua. Nos falta calefacción. Nos falta casi todo –dijo-. Si antes no nos

sepultan a morterazos y no recibimos ayuda, este invierno será muy difícil. Necesitamos

que el mundo se acuerde de nosotros. Las líneas serbias están a menos de 600 metros de

aquí. Al mediodía, cuando empiezan a llegar más heridos, los francotiradores se ensañan

con ellos.

En su primer día en el hospital materno de Kosovo, Ramón tuvo que admitir que la

madre de Amina tenía razón al decir que aquella guerra era distinta y que, además, él

también se estaba comportando de una manera muy diferente a cómo lo había hecho en

otras guerras. Todavía, sin haber recuperado la forma, decidió tomarse un respiro y se

fue a una esquina que le pareció segura. Estaba sentado en el suelo cuando la vio

aparecer por el pasillo. Entonces, guardó su libreta de apuntes y cuando la tuvo a unos

cinco o diez pasos, en vertical y en contra picado, le hizo una foto en donde se veía alta

y majestuosa. Los ojos de la chica expresaban un temor contenido, casi animal, mientras

que sus labios y su boca toda, se aferraban en dibujar una sonrisa. Sería un gesto que

Ramón recordaría siempre porque, en conjunto, todas aquellas expresiones

conmovedoras, tiernas y de un dramatismo sin estridencias, serían sus compañeras de

vida o sus guías. Labios y más que labios, boca que cuando la carga le resultaba casi

imposible de llevar, siempre le hablaban y le llovían por dentro y por fuera, ataviados

con el traje de La Virgen de la Aldea. Voz y más que voz, mensaje que siempre
191

prometía que alguien tendría que llegar para que los besos, otra vez, se sumaran a la

carne y al deseo. Eran melodías, versos de resonancias, árabes, españolas y judías

hablando en mil tonalidades y con la coloratura de los grandes desesperos. Ben Safar

Al-Marini hecho canción: Haga Dios que jamás me vea privado de ti. Y cuando Dios ya

no tuvo sentido o dejó de existir, porque Ramón no suplicaba, fue el verso, el regusto

del poema que ella rescataba entre los siglos para refrescarle la locura. Amina,

distanciando el verso, convirtiéndole, con la calidez de su voz, la tercera persona del

masculino en el tú próximo y visceral que tanto le hacía falta:

Me he enamorado de Él a mi pesar

luché cuerpo a cuerpo contra su Amor

más nada pude hacer para negarme

¡cuánto más me alejaba,

más lo encontraba en todas partes!


192

Así está el patio

En un mugriento y frío pasillo del hospital de Kosovo, sentado en el suelo y con Amina

en cuclillas y silenciosa a su lado, Ramón aceptó, definitivamente, que ningún

corresponsal de guerra podría impedir o aplacar la bestialidad del ser humano.

<<Ya no somos lo que fuimos o lo que alguna vez soñamos o creímos ser. Al paso que

van las cosas, en la próxima guerra en donde se metan los grandes, habrá que ver la

fiesta por la tele. Y nadie dirá nada. Porque ya sólo interesa la audiencia y quien se

mueva o diga algo, no saldrá en la foto>>.

La miró de reojo y le gustó la manera que tenía la chica de respetarle el silencio.

-¿Muy cansada?

-Es lo de siempre. Nunca te acostumbras, pero se aprende a resistir. ¿Y tú?

-Hacía mucho que no estaba en un fregao. El ojo y el pulso tendrán que habituarse

nuevamente. El frío me mata y, además, como dice tu madre, esto es muy diferente. En

el monte y en la selva me siento en lo mío, pero en la ciudad me siento extraño.

-¿Quieres que volvamos a casa por la noche? –y al preguntar puso la mano sobre la

rodilla de Ramón.

-¿Y tu trabajo? Por mí no te preocupes. Creo que puedo regresar solo.

Hacía lo de siempre, hacer que el otro tuviera que descubrir sus intenciones.

-No quiero crearte preocupaciones. Si te quedas puede que estés más segura y quizás,

hasta descanses algo.

Amina, por primera vez, sacó las uñas:

-¿Quieres o no quieres? Mi jefe me dijo que me fuera hoy porque esto no terminará

mañana
193

-Con esa sonrisa, quién puede negarse. ¿A qué hora?

Ella se incorporó de un saltó y sin darle la espalda tarareó poco antes de que den las

diez.

-¿También te gusta Serrat? –preguntó Ramón más achispado y se levantó.

-Mucho más que Sabina. Parece menos canalla.

-Los canallas están en aquel cerro –dijo Ramón intentando bromear-. He contado

cincuenta y dos disparos de obuses en una hora.

-Pues parece que no quieren asustarte. Hoy han sido pocos. ¿Escuchaste las ráfagas que

dispararon a la entrada, cuando bajaban los heridos?

-Algunas fotos hice. Algo cogí. Sobre todo primeros planos de los rostros. Menos mal

que no mataron a nadie.

-Pura suerte –dijo Amina-. Ayer cazaron a una enfermera en la avenida que está frente

al hotel donde viven tus colegas. Ellos la han bautizado como la Avenida de los

Francotiradores.

Llegaron al rellano de una escalera y se detuvieron.

<<Casi tiene mi alto. Tal vez llegue a uno setenta y cinco>> –pensó Ramón y volvió

mirarla con disimulo

-Hay muchos colegas tuyos allí. ¿Conocerás a alguno? A veces, uno muy joven, viene

en una moto.

-No sé –contestó Ramón indiferente-. Cada vez son más jóvenes los que mandan. En

esta profesión, a mi edad, nos llaman abuelo. Tal vez, quede alguno todavía que sea de

mi quinta.

-No hablas con mucho entusiasmo de ellos –comentó Amina.

-Muy pocas veces, en una guerra, me he alojado en un hotel. Para los de Cuba, casi

siempre fue distinto.


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-Cuando todavía había televisión, vi unas tomas filmadas por uno de ellos. Se veía como

una mujer caía bajo el fuego de los francotiradores. Fue algo muy feo ver cuando le

hicieron un close up al rostro.

-No dudo que algunos de los que no tiene el valor de salir a la calle, se esconda detrás

de una ventana para ver como cazan a la gente. Son las cotillas de la guerra. Es lo que

acostumbran a servir como postre. Y mientras tú me dices fue algo muy feo, mucha

gente, en su casa o en el bar, sigue la escena tomándose un chupito para la buena

digestión. Es lo que hay, princesa. Así está el patio en la gran Europa.

-¿Y en Estados Unidos será igual?

-Pues supongo que más de lo mismo

-Después de ver aquello, mi madre, dijo: “La mataron los serbios y también la mataron

ellos”. Para intentar aplacarla le dije que esa era su profesión.

-No, esa es su falta de profesión –respondió airado Ramón-. Los buenos no se valen de

esas imágenes. No, profesión es otra cosa.

-¿Qué es? –quiso saber Amina y lo miró con fijeza.

-Profesión es lo que tú haces –se limitó a decir Ramón.

-Y lo que haces tú también ¿no?

Ramón encendió un cigarrillo y tras aspirarlo lento, como si fuese otra cosa, negó con la

cabeza.

-No. Esto tampoco es profesión.

-Estás en el peligro. Haces tu trabajo, incluso, cuando no tienes a quien venderlo –

argumentó ella.

Ramón hubiera querido mirarla con dulzura y se sintió molesto al saber que lo hacía con

cierta lástima.
195

-Te digo que esto, tampoco es profesión. Esta profesión no es para los cínicos, como

dijo Kapuscinski.

-¿Y tú eres un cínico?

-Me comporto como un cínico y parece que lo soy, porque no me importa comportarme

así.

-No entiendo nada –admitió ella.

Ramón consultó el reloj y la miró. Ella, consultó el suyo y no se dio por enterada.

-Es muy difícil explicarlo –dijo por fin Ramón-. Estoy afuera y pese que disfruto

sintiéndome ahora un cínico, me doy cuenta que así no vale hablar de ellos. Quizás, si

estuviera en la situación de muchos, haría lo mismo y me limitaría a cumplir con el

guión.

-En la guerra no hay guiones – ripostó Amina.

-No los hay para quienes la sufren y mueren –admitió con amargura Ramón-. Aunque

parezca que no y muchos de esos colegas, por vergüenza, no quisieran tener que

aceptarlo, los que llevamos tiempo en el asunto, sabemos que existe. Todos obedecen a

un guión y si, cuando lo descubren, quieren saltárselo, los joden porque ya no les sirven.

Entonces, muchos por miedo o porque ya están enganchados en esto y no pueden

salirse, llegan a la conclusión de que es mejor esperar a que pase un pringao por debajo

de la ventana del hotel y atrapar el momento en que lo casquen.

-¿En qué quedamos? ¿Los criticas o los justificas? –preguntó con condescendencia

Amina-. ¿Eres siempre tan complicado?

-Simplemente, intento comprenderlos y ver el problema desde otro ángulo. Para eso

también sirve el cinismo.

-Hablas como un resentido –dijo y vio mucha amargura en los labios apretados de

Ramón.
196

-Soy la encarnación del resentimiento.

-Cinismo más resentimiento no dan una buena suma como resultado.

-Dan como resultado lejanía.

Esta vez fue Amina quien, antes de preguntar, consultó el reloj.

-¿Y para qué, si buscas lejanía, te acercas tanto?

-¿Y tú eres pediatra o sicóloga? ¿Por qué preguntas tanto?

-Porque las preguntas son la cuerda con que se enlaza la sabiduría dice un refrán sefardí.

-¿Qué te sientes más, sefardí o musulmana?

-Amina. Me siento Amina.

-¿Si llegan un herido serbio y uno musulmán a cuál atiendes primero? – la atacó Ramón

con su agresividad de siempre.

-Al que lo necesite más. Lo mío, aquí, son los pacientes y no las etnias. Tengo trabajo.

La vio alejarse de prisa y ante la disyuntiva de ir a la morgue o apostarse a la entrada del

hospital, se decidió por la segunda. Había diferencia entre refugiarse tras las cortinas de

la habitación de un hotel y estar en primera línea. Las fotos en las morgues tampoco le

gustaban.
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Con tantas guerras como hay

<< ¡Joder! ¡Estoy más raro que un cubano cuidando ovejas en Transilvania!>> -pensó y,

al decir la frase, recordó la vez primera que la escuchó en boca de Dragan.

Se echó a reír y se quedó viendo las lucecitas del ferry.

-Algún día esos barcos cambiaran el rumbo y en vez de ir a Bahamas, enrumbaran de

nuevo hacia La Habana.

<<La Habana. ¿Cuál de ellas? ¿La de Dido? ¿La de Carlos? ¿La de Carmen? ¿La del

balsero que ahora, quizás, se está merendando un tiburón? La mía, no. La Habana nunca

se hizo para mí. Siempre me quedó como una de esas camisas que heredas de alguien.

La usas y te luces en la noche con ella, pero sabes que no tiene feeling con tu piel>>.

Luego, cambió en el tema que le tenía revuelta la cabeza.

-Quiero meterme de a lleno en lo de Carmen y me recreo con Amina en Sarajevo y salto

a La Habana –dijo-. Estoy más zumbáo que las maracas de Machín. Aunque, a lo mejor,

no. Dicen que los que están verdaderamente zumbaos nunca se hacen esa pregunta.

Amina, Carmen. ¿Por qué solo pienso en ellas dos? ¿Será que con Carmen busco llenar

el vacío dejado por Amina?

Era más fácil reinventarse el pasado que imaginar el futuro.

Tenía sed y bebió largo. Después, volvió a echar otro trago de palinka sobre la arena.

-Va por ustedes, hermanitos –dijo sin intentar ponerle freno a su ternura y brindó por su

colegas muertos en todas las guerras- Beban en paz y si alguien dice algo en contra de

vosotros que sepáis que es pura envidia.

Aunque no era conciente de ello, a medida que se iba soltando por dentro, el acento de

voz se le fue acubanando.


198

-Que sepan que con miedo o sin miedo; más buenos o más malos; más dignos o más

miserables; más o menos profesionales, todos murieron con las botas puestas. Que da lo

mismo que, después, los partidos y los políticos hayan querido usarlos para sus cosas;

que sepan que, más allá de los cabrones directores de sus canales y periódicos, ustedes

son mucho más que los oídos de Dios. Beban en paz, cojones, porque es mejor morirse

con las botas puestas que seguir vivo siendo nada.

<<Te mimas, hijo de puta -se dijo sin ocultar el desprecio que, por momentos sentía por

si mismo-. Prefieres jugarte lo último jugable a una mujer porque te faltan cojones para

hacer lo que hizo el gringo viejo. Con tantas guerras como hay y ahora, cuando estabas

de nuevo sobre la ola, tiraste la toalla y te arriesgas con Carmen. Tú sabes que es mejor

apostarlo todo entre los tiros que no en una cama entre las mentiras y verdades de ay, mi

amor, como te quiero. Una bala, como bala, sólo puede usarse una vez, pero los ay, mi

amor como te quiero son multiuso y nunca sales vivo si te tocan>>.

Fumaba de manera compulsiva y casi prendía un cigarrillo con el otro.

-A la mierda si fumo o si no fumo –dijo y al hacer un ademán con la mano vio la braza

roja del cigarro y ello le bastó para estar de nuevo en la puerta del hospital viendo las

balas trazadoras incrustándose sobre las paredes.

-De nuevo empieza el maratón –le dijo Amina y, sin pensarlo dos veces, echaron a

correr en busca de las sombras.

Las piernas pesan cuando las trazadoras, en la noche, quieren encontrarte y, pese a ello,

Ramón, con la mano de Amina aferrada en la suya, por el impulso de la carrera casi

choca contra una pared que les sirvió de amparo.

-Están al acecho –alertó Amina con la respiración entrecortada-. No te despegues de la

pared.

Ramón la vio caminar casi en puntillas y se echó a reír intentando controlar la situación.
199

-Tranquila, mujer. Camina bien que desde aquel cerro no pueden escucharte.

-¿Y si hay alguno cerca? ¿Y si ha bajado un grupo y quieren secuestrarnos?

Era la primera vez que la veía temblar.

-Que me maten primero antes de caer en manos de ellos –balbuceó la chica.

La idea de ser violada aterrorizaba a Amina que, en numerosas ocasiones, había visto

llegar al hospital a niñas, mujeres y ancianas víctimas de semejante agresión. Aunque

algunas lograban escapar a la pesadilla del dolor físico, quedaban marcadas por traumas

muy difíciles de superar.

-Tranqui, muchacha –repetía Ramón y decidió arriesgarse diciendo algunas de las

palabras que esa noche había anotado en serbiocrata- Molim vas, Djevolka.

-¿Qué has dicho? Repite – dijo Amina con sorpresa

<<Las palabras, siempre la magia de las palabras>> –pensó Ramón quien tenía fijación

con éstas, la voz y los besos.

-Molin vas, Djevolka –repitió y le acarició la cabeza por encima del pañuelo y repitió lo

mismo en español en un tono casi grave que solo le brotaba en algunas ocasiones-. Por

favor, muchacha.

-Hvala, izvinite –respondió ella y le apretó la mano.

-Hasta esa clase no llegué –dijo Ramón y se echó a reír.

-Gracias y discúlpame. Eso fue lo que dije y lo que digo ahora.

Volvieron a andar y al llegar a la esquina de Dol con Metjas, Ramón Rivera, volvió a

orientarse. Le gustaba sentir entre la suya, la mano de Amina.

Casi en la esquina de Cemerlina, Amina se detuvo.

-Lo prometido es deuda. Esta noche espantaremos los fantasmas.

Cuando llegaron a la mezquita Gazi Hüsrev Bey, Ramón, en silencio, le hizo una foto al

minarete y quedó complacido al ver como parecía haber quedado encajado en la negrura
200

de la noche. Pero, la mejor foto de aquella noche fue el perfil de Amina y su sombra en

la puerta de la antigua sinagoga judía.

-Yo conozco este lugar –le dijo muy serio a la chica cuando volvieron a la calle Saraci-.

Aquí tuve un amor.

Amina dejó de reír y se le quedó mirando fijo.

-Es la primera vez que vienes a Sarajevo, ¿verdad?

-Sí, pero estuve, conozco este lugar.

Y cuando la vio definitivamente seria y preguntándose, tal vez, si estaba en presencia de

un demente, Ramón se echó a reír.

-¡Que no, tonta! Era una broma.

Ella demoró en reaccionar y cuando lo hizo, la vio sonreír con una alegría muy limpia.

-Ríes muy lindo.

-Estoy viva. Te enseño mi ciudad. Y paseamos en medio de la guerra. Tengo motivos

para estar alegre. Y, ¿quién era ese amor?

-Alguien que siempre me acompaña cuando veo cosas lindas.

-¿Qué andarías haciendo por aquí?

-Quizás estaba preparando este encuentro contigo

Apenas había concluido la frase cuando escucharon un silbido. Ramón, por instinto,

echó a correr, tomó a Amina por los hombros, la pegó a la pared y la cubrió con su

cuerpo, segundo antes de que el morterazo impactará en una casa cercana a la mezquita.

-Es la segunda vez, en menos de una semana, que golpean esa casa –dijo Amina con voz

calma sin intentar romper el cerco de los brazos.

Ramón, se sintió un tanto ridículo al advertir que el abrazo había sido innecesario y se

separó de la joven.

-¿Quién es ese amor que siempre te acompaña?


201

- No sé quién es, pero cuando soy feliz siempre la siento pegada a mi espalda.

-¿Y, ella, está? ¿La sientes ahora en tu espalda?

Ramón quiso estirar el juego.

-No. Sólo aparece en los momentos especiales.

-¿Es especial este momento?

-Creo que sí. ¿Tú lo sientes especial?

-Sí –dijo ella y no se detuvo hasta llegar a la casa.

-Hay agua –anunció Ramón al abrir el grifo de la cocina.

-¡Bingo! –respondió Amina-. No hay electricidad pero tenemos agua. Aprovecha

mientras me baño y llena todos los recipientes que encuentres.

-Y preparo café –anunció Ramón-. Y, si quieres, canta como anoche.

-Hazlo también tú –invitó ella y luego de prender una vela y dejarla en la mesa de la

cocina, auxiliada por la luz de una linterna, se metió en el baño y cantó:

Boca que arrastra mi boca

Boca que me has arrastrado

Boca que vienes de lejos

A iluminarme de rayos

Alba que das a mis noches

Un resplandor rojo y blanco

Boca poblada de bocas

Pájaros llenos de pájaros.

El café comenzó a hervir y Ramón interrumpió la canción para concentrarse y que no se

le derramara al batirlo con la cucharilla.

-Es un lindo poema, sigue -comentó Amina.


202

Ramón, mordido por la curiosidad, consultó su reloj y, desde en el umbral de la puerta

de la cocina, miró en dirección al baño.

-¿Te bañaste o hiciste como los gatos?

-Me duché. Temía que se acabara el agua y no te diera tiempo. Es tu turno. Mientras,

prepararé la cena –dijo y continuó con la canción:

Boca que desenterraste el amanecer más claro

En tu lengua tres palabras, tres fuegos has heredado.

Ramón no quería quedar como un guarro. Tensó los músculos, abrió la ducha a la espera

del agua fría. Pero el chorro no llegó y debió contentarse con un hilo de agua que salía

por el grifo.

<<Lavao de zapatero –pensó, mientras se aseaba la cara, los sobacos, el pito, las nalgas

y los pies-. Y, lo demás, guárdame este bizcocho para mañana las ocho. ¿Qué diría mi

madre si me viera? “Ramoncito, muchacho, báñate bien que la peste es una ofensa que

solo se borra con agua y jabón”. ¡Qué linda mi madre!>>.

En su empeño por olvidar Cuba y todo lo cubano, había podido desprenderse de muchas

actitudes y hábitos pero, en lo concerniente a la higiene personal y a los buenos olores,

seguía siendo cubano.

Ni aun en los días que malvivía tocando guitarra en el metro de Madrid había perdido

las buenas maneras y siempre, por las tardes, se vestía elegante y antes de comprar su

ración de pan diaria, entraba directo en la sección de perfumería del Corte Inglés y casi,

literalmente, se bañaba con sus marcas preferidas. Lunes, Adolfo Domínguez. Martes,

Kenzo. Miércoles, Loewe. Jueves, Agua Brava. Viernes, Ives Saint Laurent y sábado,

Bulgari. Actuaba con tanto descaro que acabó ganándose a una de las empleadas que, en

navidades, le dijo en voz baja: “este probador de Bulgari no sonará cuando pases por la

puerta” y con un movimiento de cabeza le señaló el frasco.


203

Pero Madrid era un recuerdo lejano y Ramón, después de secarse, buscó en la mochila

un pulóver azul que tenía en la pechera un dragón y, al ponérselo, respiró hondo como si

así pudiera sentir el aroma de la mujer que se lo había regalado. Todavía le gustaba

recordarla y, ante las evidencias, desde hacía mucho, había aceptado, como algo real,

aquella amenaza suya de seré tu beso y tu sexo y seré tú, cuando la vida te cante.

La cena fue como un duelo de preguntas y respuestas juguetonas y hasta directas en

donde, ambos, se empeñaban explorar en el pasado y en los gustos del otro.

Ramón Rivera seguía con la mirada cada gesto de Amina. Verla, por primera vez, con el

pelo suelto cayéndole en cascada por la espalda y con un chándal que, pese a quedarle

holgado, le marcada la esbeltez de las nalgas, le provocaba un agradable calor entre las

piernas.

-Supongo que, después de una noche sin dormir y la tensión de hoy, quieras acostarte –

dijo intentando saber hasta dónde podría llegar.

-Es raro que después de tantas guerras te comportes así –comentó Amina y se le quedó

observando-. ¿Te aburre mi presencia?

-Al contrario, pero, como dijo tu jefe, esta guerra no terminará mañana.

-Pero nosotros, tal vez, sí. Es la primera vez que puedo pasear de noche por el barrio

después de muchos meses. He vuelto a cantar. ¿No será que el cansado eres tú?

-Siempre he sido un hijo de la noche. Nací a la una de la madrugada.

-¿Dices eso para que vuelva a cantar lo de anoche? –preguntó ella en un tono ingenuo y

pícaro a la vez-. ¿Siempre hablas provocando y sugiriendo las cosas? ¿Nunca hablas por

derecho?

Ante el ataque inesperado, Ramón, dio la cara:

-Me gusta provocar. ¿No crees que sea hermoso?


204

-Sí, pero cuando tienes el tiempo a tu favor –respondió Amina con seriedad y, linterna

en mano, se incorporó-. Ven, guarda tus cosas. Éste será tu cuarto.


205

Cuando la vida te cante

La vio detenida frente a la puerta y, al pasar por su lado con la mochila y la bolsa de las

cámaras, respiró hondo no sólo para disfrutar del olor de su pelo, sino también para que

ella supiese que la estaba oliendo.

Dejó el equipaje junto a la cama y comenzó a aproximarse a la chica.

Ella, lo frenó alumbrándole el rostro al tiempo que retrocedía unos pasos.

-Tienes ojos de gato –dijo al ver que Ramón se detuvo.

-De gato arrabalero –admitió él, llevándose las manos a los ojos y avanzando-. Los

gatos somos unos bichos muy raros. Cuando quieren caricias, no dudan en buscarla.

-¿Las buscan por necesidad o porque les gusta el cariño?

-No soy un gato para responderte –contestó Ramón y abrió los ojos a pocos centímetros

de la frente de Amina.

Entonces, se estremeció al sentir como unos senos y un sexo tibio se restregaban en su

espalda. La sensación era tan real como el cuerpo de Amina que tenía delante.

La chica, ajena por completo a lo que sucedía, aguantó el envite sin moverse del lugar y

sólo retrocedió cuando él intentó acabar de borrar la distancia. Amina le gustaba en su

conjunto: el cabello, aquellos pómulos altos y bien formados y el verde de los ojos lo

llevaban y lo traían por la calle del deseo. Y, para colmo, a todo ello, se sumaba la

nueva sensación de sentirse acompañado por aquel calor que sentía en la espalda. Si la

presencia de Amina lo perturbaba, la otra, la invisible, pese a la excitación que le

causaba, le proporcionaba una dulce calma.

Ramón acercó su rostro al de Amina al tiempo que dejaba que su aliento, suavemente, le

acariciara la frente como si fuese el heraldo de la primera caricia. Ella, de nuevo intentó
206

retroceder, pero sus nalgas tropezaron con la mesa. Lejos de aprovecharse de la

situación, Ramón detuvo su avance y se regodeó contemplando unas finas gotas de

sudor que bajaban desde el labio superior hasta la boca de la muchacha. Sin tocarla, hizo

un leve ademán y acercó aún más su rostro. Amina echó la cabeza hacia atrás y lo miró

con una expresión que al hombre se le antojó como suplicante y retadora. Era la

traducción del no sigas, pero no te detengas.

Sin preocuparse ya de nada, se entregaron a lo inevitable. Amina, apoyó las nalgas sobre

la mesa y arqueándose, echó el pubis hacia delante buscando el contacto. Aun por

encima de la ropa, los dos sintieron el choque de sus fuegos.

Arriba, lo etéreo. Los labios, como alas, en un batir casi agónico por acabar de

encontrarse. Abajo, los volcanes, la lava y ella convertida en llamarada. Él, enraizado a

lo invisible, pujante y empujado. La separación y el choque de los cuerpos. Los pies

descalzos de Amina, como escalando, sobre los empeines de Ramón.

Sólo cuando el deseo casi se convirtió en ahogo, Ramón tomó aire y dejó que sus labios

y los de ella se encontraran.

-Canta –le pidió en un susurro a sabiendas de que, en el estado casi de desfallecimiento

en que la chica se encontraba, era imposible.

-Si cantas tú también –respondió Amina con voz entrecortada.

Ramón comenzó a mimar una melodía en su interior y, sobre ella, pegó lo que la piel

que lo abrazaba le cantaba a su piel. Entonces, Amina se les unió:

Seré tu beso y tu sexo y seré tú, cuando la vida de cante.

El hombre sentía que lo besaban por dentro y por fuera de su boca y mordió los labios

de Amina con energía doble hasta sentir lo salao con dulce de la sangre.

-Vamos a la cama –propuso y la llevó en brazos.


207

Desnudos, se envolvieron en caricias. De pronto, ella quedó quieta y buscó como

encajarse más en el cuerpo de Ramón.

-Tengo miedo –dijo.

-Llora, suéltalo todo. No te tragues nada. Estoy contigo

Amina permaneció en silencio y Ramón, con los dedos, le acarició el hombro y bajó por

todo el brazo.

-Así está mejor –comentó, mientras le acariciaba la cadera y la pellizcaba

suavemente-.Me gustan tus nalgas.

-No quisiera tenerlas –respondió Amina y hundió la cadera para que fuesen menos

provocativas.

-La primera vez fue hace sólo dos meses. Hubiera querido seguir virgen. No lo hice por

placer.

Ramón sintió un latido en el miembro y comprendió que el morbo suyo de cada día

hacía acto de presencia.

-¿Te gusta cómo te acaricio? –y acompañó la pregunta metiendo la mano en la

entrepierna de la chica.

-Sí –respondió ella y le apretó con los muslos la mano-. Estaba muy asustada. Sólo

quería deshacerme de mi virginidad.

Ramón le tomó la mano y, con la suya puesta encima, la guió para que ella misma se

acariciara.

-Házmelo tú –pidió ella-. Nunca lo he hecho.

-Me da gusto que aprendas.

-Es muy raro.

-Hazlo para mí. Así disfrutan tu tacto y mi vista.


208

Ramón la colocó boca abajo y comenzó a morderle las nalgas suavemente. Al verla

estremecerse, la acarició con la lengua a todo lo largo del canal.

-No pares de acariciarte –le susurró con voz ronca y siguió paseando la lengua hasta el

diminuto agujero. Al sentirlo latir, se separó un poco para disfrutar con la mirada y al

volver, deslizó la lengua hasta hacer contacto con la mano de ella.

Cuando Amina estalló en gemidos, Ramón aprovechó para que su dedo índice entrara.

Amina comenzó a jadear y a reír al mismo tiempo. Rivera sintió en la lengua una marea

generosa y de exquisito sabor y aprovechó para introducir otro dedo.

-Quiero gozarlo y que aprendas a gozar –dijo.

-¡Quiero que seas tú! –pidió ella con apremio.

-¿Estás segura?

-¿No ves cómo estoy? –y acompañó la pregunta pegando los pechos a la cama y quedó

completamente abierta.

Ramón, sin perder la calma, se colocó detrás.

-¿Pero qué coño es esto? –exclamó al sentir unos senos clavados en su espalda, un sexo

de hembra en celo restregándose en sus nalgas y como unos cascabeles alegrándole la

polla. Los gemidos de Amina lo sacaron de paso y agarrándola por la cintura la presionó

suavemente con la lanza. Como no quería lastimarla, sólo comenzó a empujar cuando

ella expulsó el aire que tenía en los pulmones y se entretuvo en escuchar los cascabeles

que sentía tintinear en los latidos del pene.

<<Locura total. No tengo remedio>> –pensó y disfrutó, casi al límite de la demencia, la

sensación de sentir pegada en su cuello la cabeza de la mujer que, jaleándolo con la

respiración, lo invitaba, como Amina, a que acabara de entrar. De nuevo, tres eran dos y

dos, eran uno.


209

Se dejó ir gozando al ver cómo la tersura de su glande presionaba y se abría paso,

milímetro a milímetro, en aquel túnel mientras Amina, contorsionándose, comenzó a

pronunciar palabras de extrañas resonancias.

-¡Siénteme! –pidió Ramón con una voz ronca y grave que no sólo hizo estremecer a

Amina, sino también a la otra que se frotaba en su espalda y lo empujaba para que la

entrase toda.

Amina se aferró a la almohada y Ramón, luego de vencer su resistencia, invadió hasta el

fondo, tomó posesión y comenzó a salir muy lento para iniciar otro recorrido de ida y

vuelta. Después, los movimientos cobraron más fuerza y las embestidas iban

acompañadas de un seco chas chas chas producido por la pelvis al chocar contra las

nalgas.

Los tres cuerpos, afiebrados por el gozo, aceleraron el ritmo y estallaron, a la vez, en un

generoso orgasmo cinco estrellas.


210

Vivo y acusando

Después de aquella noche ya nada fue lo mismo y Ramón comenzó a moverse en el

barrio con la misma seguridad y complicidad con que entraba en cada rincón u oquedad

de la chica. Muchas noches, se iba con ella al hospital intentando aliviar el dolor de los

que aún llegaban vivos. Allí estaba cuando, ante el inminente ataque de la artillería

serbia, el doctor Esma Zecevic ordenó que todos los niños, incluyendo diecisiete bebés

prematuros, fueran trasladados a un sótano cercano

El domingo 26 de agosto de 1992, las carcajadas de Amina, mientras hacían el amor,

fueron opacadas por un racimo de explosiones a unos cientos de metros de la casa. El

ulular de las sirenas de alarma, el caos y el corre corre de la gente, buscando donde

guarecerse, puso al barrio de Bascarsija patas arriba.

Ramón atinó a coger la Nikon y el bolso y, seguido por Amina, comenzó a correr en

dirección al río sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos. La Biblioteca Nacional

estaba siendo atacada por la artillería serbia. Cristales, maderas, ladrillos, libros,

manuscritos incunables y la memoria escrita de un pueblo volaban por los aires

envueltos en llamas, humo y ceniza. Ya no se trataba de matar hombres, sino de borrar

también la memoria histórica de un pueblo.

-¡Vuelve! ¡Estás loco! –gritaba Amina, al ver cómo Ramón, fuera de sí, buscaba el

mejor ángulo para reflejar la magnitud del ataque.

El Loco Rivera, como en los viejos tiempos, entró en una dinámica en donde ni el

instinto de conservación ni la presencia de un ser querido tenían cabida.


211

-Del otro lado del río está la foto –fue lo único que pudo decirle cuando Amina, por fin,

llegó a su lado.

-Si intentas cruzar van a cazarte –advirtió ella.

-¡Vete de aquí! –le gritó con apremio y cruzó el puente.

Ella, lo siguió. En la otra orilla, Ramón le echó mano a su Nikon y como las manos, por

la falta de aire, le temblaban, apoyó el zoom en el hombro de Amina y comenzó a

disparar buscando detalles y primeros planos fuertes. Después, más calmado y viendo

que tendrían incendio para rato, colocó el 36 milímetros y enfocó una panorámica que

ensanchaba el dramatismo de aquel genocidio.

Cuando estuvo seguro de tener todas las fotos que daban la magnitud del incendio en su

conjunto, hizo un alto y con la espalda de Amina pegada a su pecho quedó en silencio.

De pronto, la figura de un hombre apareció por la Avenida y se detuvo frente al edificio

en llamas como si no diera crédito a lo que veían sus ojos. Giró en redondo, volvió a

mirar el incendio y se llevó las manos a la cabeza.

-¡Qué se vaya, Dios! –dijo en voz muy baja Amina, como si rezara-. ¡Qué se vaya!

-Quiere morirse –afirmó Ramón-. Está retando a los hijos de puta que están en la colina.

El hombre contempló el incendio. Dio media vuelta y, mirando hacia la colina, señaló

con ambas manos. Volvió a girar hacia la fachada del edificio y, por último, levantó los

dos brazos y miró al cielo, como esperando una respuesta.

Una y otra vez repitió la misma acción como diciendo fueron ellos los que hicieron esto

¿dónde estás, Dios? ¿Por qué lo permites?

Cuando fue a repetir la acción por tercera vez, en el momento en que levantaba los

brazos al cielo lo vieron caer de rodillas y luego, de frente, contra el pavimento y por

último, saltar, cuando otro disparo le reventó el cráneo.

Sólo entonces, Ramón, dejó de disparar.


212

-Tengo toda la secuencia.

Ella asintió en silencio.

-Ese hombre no era alguien que pasaba –argumentó Ramón-.Vino a luchar a su manera

hasta el último momento. Y yo lo tengo en mi cámara, vivo y acusando.

Amina, lo abrazó.

-¿Dónde coño estaba Dios? –estalló Ramón y miró al cielo, pero el cielo era negro y

como el hombre, tampoco obtuvo respuesta-. Dios no sabe que existe Sarajevo.

-¿Nos vamos? –preguntó Amina

-Nos vamos acostumbrando –respondió Ramón-. Levantaron al veda.

-¿Entonces?

-Si esperamos que caiga la noche, las fotos serán muchos mejores. Me gusta esta

posición.

-¿Y mientras?

-Pues, la pasaremos bien.

-¿Te pasa lo que a mí? No sé por qué siempre me excito cuando siento el peligro.

- Yo, me encaballo. Mira como estoy. Creo que es algo natural. El peligro y la muerte

me dan ganas de follar.

-Tú eres el peligro –dijo Amina y se le sentó sobre las piernas.

-Somos un peligro los dos rodeados de peligro.

Machacados día y noche por los obuses y los francotiradores. Sin agua y sin electricidad

y con las reservas dejadas por Dragan a punto de acabarse y amándose como si fuese el

último día, los sorprendió el otoño. Sin que ninguno lo hubiese acordado, la palabra

mañana desapareció de su vocabulario y fue sustituida por el ahora más inmediato.


213

Entre tanto sobresaltos y malas noticias, la única que les quitó cierto peso de encima fue

saber, gracias a los contacto que tenían en la estación de radio de los judíos sefarditas,

que Dragan y la madre de Amina habían llegado sanos y salvos a Rumania.

A finales de 1992, cuando la nieve cubría la ciudad, Ramón Rivera, mientras

conversaba con Miguel, su colega catalán, tomó partido abiertamente por los habitantes

de Sarajevo.

-Lo que aquí sucede se la trae fría a Europa y a los Estados Unidos. ¿Dónde está el

Solana de los cojones, la ONU, la UNICEF y los intelectuales? ¿Dónde se metió la

izquierda que, cuando España, supo defender la República?

Si no hay petróleo, no cuentas, amigo.

-Nosotros estamos aquí e informamos lo que pasa –dijo Miguel

-No, noi, estás tú y unos cuantos tan honestos y cojonuces como tú, pero al resto, sobre

todo a los de las grandes cadenas, lo que pasa aquí, les importa un pito.

-Tú estás también –agregó Miguel, conciliador- Eres parte de la Tribu.

-No, Miguel –recalcó Ramón con amargura-. No formo parte de ninguna Tribu. No creo

en ella. Creo en ti y creo en algunos más, pero hasta ahí.

-Eres tan profesional como nosotros y quienes te conocen, hablan con respeto –dijo, con

su elegancia de siempre.

-Si alguno lo hace es porque saben que no les hago la competencia. La Tribu sólo existe

para dar declaraciones cuando joden a alguien. No hay Tribu, sino la cofradía del

autobombo. Si hubiera Tribu de verdad exigiría que se respete el trabajo. Si la hubiera,

los que están en Madrid, tendrían más respeto por lo que hacéis y pagarían sueldos

decorosos y harían contratos dignos. Pero, no, son unos negreros que se alimentan de

vuestro riesgo.
214

<<Y lo jodieron. Se cargaron a Miguel>> – meditaba Ramón cansado de recordar y, al

mismo tiempo, sabiendo que no podía dejar de hacerlo. Miraba el mar. Chapoteaba en

todo lo que una vez había sido pasado, resentimiento y ahora, angustia. Una angustia

mal envuelta por no saber qué se estaba jugando con exactitud con Carmen y por no

tener el valor o la fuerza de aceptar su llegada sin las sospechas que le impedían ver la

vida de otra forma.

-No puede haber cambiado tanto –se dijo-. ¿Por qué, siempre que la pienso, la situó con

un distanciamiento que nunca existió cuando viví en su casa? Conozco a su madre.

Confió en mí y sin embargo, soy incapaz de abrirme con Carmen como ellas lo hicieron

conmigo. ¿Qué se ha roto en mí para que siempre actúe de esta manera tan mezquina?

¿Será que siempre hubo algo roto y nunca me enteré? Quiero dar el salto, arreglarme

conmigo mismo antes de encontrarme con ella. Necesito poder jugar limpiamente mi

partida. No puede ser que yo mismo me esté escondiendo los motivos que me inducen a

jugar y que no tenga claro por qué me es tan importante su presencia. Tendría que tener

fuerzas para reconocer que me tiene encandilado y que todavía tengo la terquedad de

soñar que puedo enamorarme y soñar con la hija que no pude tener en su momento.

Todo está patas arriba, ya lo sé y lo que único se me ocurre y puedo hacer es poner a

mis muertos a buen recaudo y buscar estar en paz antes que llegue.

-Se cargaron a Miguel y no sé si aquella noche logré expresar lo que sentía por los

mamones de la llamada Tribu. ¿Será ésta la única profesión en dónde, tarde o temprano,

se joden siempre los mejores y más limpios? De todo eso y mucho más quisiera hablarle

a Carmen cuando venga. Ojalá, no se centre en el tema de Cuba solamente. Ojala,

sucedan muchas cosas y haya una luz cegadora y no haya nada que nos borre de pronto.

Y es el colmo que ahora recuerde a Vocecita. Aunque debería recordarlo y reconocer


215

que es un tronco de poeta y una gente que tiene un lugar donde aferrarse todavía.

¿Aceptar eso qué me quita? Lo demás, es su problema.

Y, sin decir que brindaba, brindó por Miguel al echar un chorrito de palinka en la arena.

Levantó la cabeza y le gustó ver las estrellas tan bajitas y se preguntó si, alguna noche

había llegado a contemplar un cielo estrellado en Sarajevo.

<<Se escondieron las estrellas, las estrellaron los obuses. Se escondieron las palomas.

Acabaron hasta con el pipisigallo>>.

-Dónde habré dejado las fotos de los árboles talados, de aquellos troncos que parecían

muñones. Muñones de troncos, de brazos, de piernas. Aquel diciembre ya estaban de

moda los muñones, los abrigos heredados de los muertos, la moda de los chalecos

antibalas pulcros y abrochados hasta el cuello de los chupatintas y de los politiquitos

que allá iban a exhibirse.


216

Es ley de vida

Para Navidad, el frío y el hambre se habían convertido en dos agravantes más para los

habitantes de Sarajevo y Ramón Rivera había logrado armar, pieza a pieza, una moto

Ural rusa y con ella, amplió su radio de acción.

Serían alrededor de las cuatro de la tarde cuando, el jueves 24 de diciembre, guiado por

las explosiones de los obuses, llegó a una granja ubicada cercana a una de las carreteras

comarcales que los serbios intentaban controlar. Los cañonazos eran de las pocas cosas

que no escaseaban en la región y acababan de hacer blanco en la fachada de una casa.

Al amparo de un bosquecillo podía ver las paredes y muros todavía humeantes.

-Se me adelantaron –reconoció, al ver detrás de unas edificaciones menos tocadas por la

metralla un todo terreno y, un poco más allá, a tres personas con pinta de ser periodistas.

Dejó la moto entre los árboles y, desde unos treinta metros, saludó con la mano. Nunca

le había gustado robarle la posición a ningún colega y al llegar a un establo ubicado a la

izquierda de la casa principal, decidió esperar a que terminasen el trabajo.

Observó como el cámara centraba la atención en un punto que él, desde la posición en

donde se encontraba, no lograba ver. “Es lobo viejo” -pensó al ver la lentitud con que el

hombre hacía todos los movimientos.

El establo había sido alcanzado por los impactos de la artillería y, como le faltaba una

pared, había luz en su interior. Un respirar gordo pero marcado por la agonía llegó a

oídos de Ramón y éste, con la cámara lista, se adelantó.

-Joder, está del lado de allá y todavía se aferra a la vida –dijo y se quedó mirando. Era

una vaca y estaba echada en el suelo y tenía el cuello destrozado por un fragmento de
217

metralla. Por el boquete cabía un puño. A Ramón le impresionó el ojo oscuro, manso y

resignado del animal y la brillantez de la sangre contrastando entre aquella luz azul que

envolvía la habitación.

<<Carne>> -pensó después de hacer una foto y, con paso rápido, se asomó a la puerta

del establo. Comprobó que los otros seguían en lo suyo y la palabra carne volvió a

resonarle por dentro.

El hambre y el instinto de sobre vivencia pusieron en alerta sus sentidos. Volvió a mirar

al animal y, al comprender que estaba agonizando, se le acercó. La vaca, ya sin fuerzas,

cerró los ojos. Ramón le pasó la mano por la cabeza.

-Es muy jodido todo. Si pudiera te sacaba de aquí –le dijo- pero ni yo mismo sé si

saldré.

La nieve comenzó a caer de nuevo. Ramón sintió dentro de la boca una salivación casi

dulce.

<<Carne, carne –repetía y la palabra le martillaba los escrúpulos. Consultó el reloj como

casi siempre hacía al sopesar una situación difícil y mirando de nuevo al animal, tomó

aire y se mintió-. Está muerta>>.

Colocó la maleta de las cámaras en un rincón y sacó una bayoneta rusa que siempre

llevaba. Tapó el ojo visible de la vaca con la mano derecha y, con la izquierda, metió la

bayoneta buscando una de las grandes arterias. Al cercenarla y ver que la sangre no

tenía presión, resopló más aliviado.

<<Es ley de vida. Es ley de muerte. Es ley de muerte y vida>> -pensaba.

La nieve se hizo más intensa y Ramón, en vez de comenzar a descuerar al animal, se

concentró en cortar el cuero en las zonas próximas a la unión del cóccix con el fémur y

luego por la rotula.

De pronto, escuchó una voz a su espalda


218

-Dobar dan.

-Dobar dan –respondió, devolviendo el buenas tardes y aclaró- Ne razumijen bosanki.

Ja govorim spanski.

-Macanudo, che. Soy argentino. ¿Me vendés carne?

-No –respondió y, más calmado, siguió en su trabajo.

-¿Qué hacés acá?

-Sobrevivo y usted?

-Soy periodista.

-Ah –dijo Ramón- ¿Para quién trabaja?.

-Para varias emisoras de radio. ¿Qué pensás hacer con tanta carne?

-Comer la que pueda –se limitó a decir y, al ver que no era de los que se abrochaban el

chaleco antibalas hasta el cuello, respiró más a gusto.

-¿Qué tiempo lleva aquí?

-Dos meses.

Ramón miró de reojo y el rostro del hombre le inspiró confianza. Era de los que al

hablar miraban a la cara Al observar la frente y el entrecejo del argentino se preguntó

dónde había conocido a alguien muy parecido.

-¿Dónde vive?

-En el Holiday Inn.

-Te manejas bien con el cuchillo. ¿Sos carnicero?

-Aprendí en Cuba. Mis padres criaban ganado.

-Me llamo Rafael –se presentó el periodista y le extendió la mano-. Pero me llaman

Taco.

-Soy Ramón –dijo Rivera y le mostró las manos-. Perdona, pero las tengo llena de

sangre-. ¿Cuánto de carne necesitas?


219

-La que puedas venderme. Estamos hasta las bolas de las raciones frías

-Intercambio, no venta –propuso Ramón.

-De acuerdo –tranzó Taco.

-Pues ayúdame a virarla para el otro lado –pidió y, con el auxilio del otro, cortó

limpiamente el otro cuarto.

-¿Qué querés a cambio?

-Quiero veinte rollos de película, 5 cartones de cigarros, 100 dólares y que yo y mi chica

podamos usar tu ducha.

Acordaron la hora y la fecha para el encuentro y Rivera lo vio partir con su pierna al

hombro. Se asomó a la puerta y vio como el todo terreno se abría paso entre la nieve.

<<Necesito una cuerda y algo para envolver todo esto>> -pensó y se dirigió hacía la

casa. Tenía curiosidad por saber lo que el cámara había filmado con tanto detenimiento.

Entró y lo que vio, lo hizo tragar en seco.

La mesa estaba puesta. Sobre ella, una olla, una botella tumbada con el pico

sobresaliendo por el borde de la mesa, platos desparramados y un vaso. En una punta, al

otro extremo, tirada de bruces sobre la mesa, se hallaba el cuerpo de una mujer. Había

quedado de perfil y apenas se le veía el rostro pues tenía la cabeza cubierta con uno de

esos pañuelos campesinos que se usan en esa zona. De este lado, de espalda a la puerta,

y en primer plano, se veía la espalda de un hombre. La muerte lo había sorprendido

sentado. Sus manos, muy cerca de la cabeza de la mujer, habían quedado aferradas al

mantel y Ramón, preguntándose cuál de los dos habría muerto primero, fotografió la

escena desde cuatro ángulos diferentes. Por último, al pensar que el camarógrafo tal vez

había hecho lo mismo, buscó una silla, se subió en ella y desde arriba, con la mesa

llenando todo el cuadro, apretó el disparador. Pese a la capa de polvo que lo cubría todo,
220

en el borde del vaso había un destello de luz como fuera de lugar que hacía más

desconcertante la escena.

<<La última cena. No. Europa, la mesa está servida. No. Obuses a la carta. Tampoco.

Bon apetit, señores. Quizás. Cena en Sarajevo. Tal vez>>.

-Ellos están muertos. Casi todo está muerto, pero yo estoy vivo.

Por último, se recriminó en silencio:

<<Los crítico, les arranco las tiras del pellejo, me paso todo el tiempo diciendo que son

unos carroñeros y hago lo mismo que ellos. No. Lo mío es peor. Mucho peor. Quizás

muchos están presionados a hacerlo y, a lo mejor, piensan que aquí está la violencia,

pero yo sé que, aunque haya podido sacarle juego al destello de luz que tenía el vaso, en

el fondo, lo que hice es morbo puro y duro y más que morbo, cabronada. Si me

exprimiera más, hallaría una foto honrada. Pero no lo hago. Hace mucho que no hago

una foto honrada ni ya sé para que sirva la honradez.

Muy a su pesar, se rompía la cabeza intentando descifrar el por qué de sus actos. Tenía

la suficiente maña, oficio y, sobre todo gracia, para buscar siempre un ángulo distinto a

la hora de cazar una imagen. Sus fotos impactaban por su dureza y dramatismo. A

veces, eran pura provocación y nunca pasaban indiferentes. Sin embargo, Ramón Rivera

no estaba a gusto consigo mismo. Su dolor iba más allá del producido por los

remordimientos. Era algo más quemante y hondo porque sufría desde la lucidez. Le

había sucedido al escribir, en la vida misma y, ahora, se sintió alarmado al ver que

también le comenzaba a pasar con la fotografía. Le molestaba haber llegado a descubrir

que la suciedad de su juego estaba en la limpieza con que jugaba. Aunque parecía actuar

diferente, sabía que era igual o peor que los demás y que la única diferencia estaba en

que ellos actuaban en manada y se devoraban entre si y él, casi siempre, se devoraba a sí

mismo.
221

Era una guerra en medio de la guerra porque, pese a toda la crispación que lo atenazaba

por dentro, también existía un Ramón Rivera que ya no se conformaba con recortar la

realidad y se rifaba la vida rescatando imágenes y espacios que, con un bombazo,

podían desaparecer. Aspiraba a que la foto, lejos de ser un objeto contemplativo, fuese

un espejo en donde encontrar fragmentos de uno mismo.

Pese a sus luchas internas, en el crisol de Sarajevo y de otras guerras, el mensaje de

Rivera iba siempre por derecho:

<<Sí no sientes como tuya la tragedia del otro, sí te callas; sí no te rebelas cuando ves

que las gentes son cazadas en la calles, lo único que busco con mis fotos es hacerte

sentir también responsable de esas muertes>>.

Entró de nuevo en el establo y luego de recorrerlo de un lado para otro, encontró una

cuerda y con ella amarró la enorme pierna en la parrilla de la moto y con las últimas

luces del día y por un trillo de cabras, enfiló en dirección al barrio.

-Hay que vivir para contarlo.


222

Todavía no me explico

Cuando llegó, había oscurecido y Amina estaba preocupada.

-¡Fiesta! – le avisó.

-¿Pero que vamos a hacer con tanta carne?

-Repartirla.

Amina fue puerta por puerta y logró encontrar a varios de los vecinos que todavía

quedaban en el barrio.

-¡Esta noche hay fiesta! –repetía Ramón.

Aprovecharon el amparo que ofrecía un agujereado contenedor que Dragan había dejado

como parapeto, casi a la entrada de la puerta de la casa y, delante, colocaron una

parrilla. Muchos de los vecinos trajeron algunos de los troncos y ramas que les servían

para cocinar y calentarse y un olor a carne asada comenzó a inundar el barrio.

Ramón sacó del sótano varias botellas de palinka y las últimas de sirope de moras que

quedaban. Quería olvidar todo lo que había visto y fotografiado. Hubo baile. A las once

de la noche, muchos de los vecinos, atraídos por el olor a comida y la música, dejaron a

un lado el terror y se dieron cita allí. Ramón, por vez primera, los vio bailar y ellos,

también por vez primera, escucharon el son de Alto Songo se quema La Maya y una

joven al enterarse de lo que quería decir la letra, acompañada por casi todos los vecinos,

respondió con la canción tema de la radio bosnia 120 milímetros no me bastan puesto de

moda por la Cicciolina y que el pueblo, con su inquemable sentido del humor, había

hecho suya para hacer referencia a los obuses de los serbios.


223

Esa madrugada, los proyectiles, lejos de crear pánico, fueron recibidos como fuegos de

artificio.

Al alba de aquel 25 de diciembre, cuando todos regresaron al peligro de cada día,

Ramón, achispado por el palinka, le dijo a Amina que echase ropa limpia en una bolsa

porque le tenía otra sorpresa.

Cuando entraron en el vestíbulo del Holiday Inn estaba amaneciendo.

<<¿Me la habrá jugado el argentino?>> -pensó con su desconfianza habitual pero ésta

se disipó cuando alguien le confirmó que allí estaba alojado.

Ramón le indicó a Amina que lo esperase en uno de los asiento del recibidor y subió a

buscarlo. Taco lo recibió con un poco de resaca y lo invitó a pasar.

-¿Quieres un poco de vino?

-Luego, la chica espera abajo.

-En veinte minutos estoy con vos.

-Es el Rey de la carne –dijo Taco, presentándolo, cuando llegaron a la mesa donde

bebían dos hombres.

El que estaba de frente, se paró:

-Enhorabuena, amigo. Nunca se olvide de nosotros –dijo con acento español y se excusó

porque esperaba una llamada.

El que había permanecido sentado, luego de escudriñar de reojo a Ramón, se incorporó

poco a poco.

-Este mundo es un pañuelo, Loco. ¿Así que ahora eres el segundo matarife de los

Balcanes?

Ramón dio un paso atrás. Aquella voz le resultaba conocida.

-¡¡¡¡Pablito!!!! – exclamó, reconociendo a su colega francés.


224

Se abrazaron y, cada uno con las manos en la mejilla del otro, se quedaron viendo como

si el encuentro no fuese real.

-¿Así que el matarife y el carnicero? –le recriminó riendo el tal Pablito al Taco.

Pablito fue al bar y regresó con sendos vasos.

-Al principio, cuando le cubanicé el nombre no quería responderme –le contó Rivera a

Taco.

-Esto hay que celebrarlo –dijo el francés-. Por los viejos tiempos. Por Chilpancingo.

-Por la runga de Ocotal –respondió Ramón.

-Por El Perro Mocho y El Naranjal –invitó Pablito y se dirigió al Taco-.Venga, hombre.

Bebe con nosotros.

La emoción por el encuentro los hacía hablar casi en monosílabos.

Casi una hora después, Amina, bañada, apareció a lo lejos y Ramón, con una alegría que

se le salía por los ojos, le salió al encuentro.

-¡Qué potra! –le dijo Taco a Pablito, en voz baja, sin poder contenerse.

-Tranquilo, vaquero –le advirtió el francés-. Rivera es un loco de mucho cuidado y no

sería bueno para ti pasarte con su chica.

-Uno de los que vale –le explicó Ramón a Amina al presentarle a Pablito-. Es gente

buena. Subo a bañarme.

Mientras Ramón se enjabonaba una y otra vez, como si con ello quisiera recuperar los

más de dos meses que llevaba sin bañarse, Amina y Taco escuchaban pasajes de la vida

de Ramón. La chica se alegraba de volver a escuchar algunas historias que, en su día,

llegó a pensar que eran fantasías bien contadas por el hombre, Taco se revolvía inquieto

en su silla y, excusándose, los dejó un momento.

Al rato, vieron venir a Ramón con aquel caminado suyo de perdonavidas que

inconcientemente adoptaba cuando se sentía a gusto o quería impresionar.


225

-¡Soy otro! –dijo radiante y arrimó una silla a la mesa.

-Tú siempre serás el mismo –replicó el francés- Pero, dime, ¿qué haces aquí aparte de

estar enamorado?

-Pues estar enamorado ¿Te parece poco?

-¿Para quién trabajas?

-Para mí, Pablito. Por primera vez, trabajo para mí.

Taco estaba de vuelta con la mochila llena:

-Cuente todo –dijo-. En el bolsillo chico, con el dinero, hay un frasco de Old Spice.

-¿Cuántos kilos de más de carne quieres por ese regalo? –quiso saber Ramón y le tendió

la mano.

Taco se la estrechó con fuerza.

-¿Quieren que vayamos a por más? –los retó Ramón-. Con este frío a de estar buena

todavía.

Taco lo tuteó:

-¿Hablás en serio?

-Solo pido una cosa –aclaró Ramón.

-¿Qué otra cosa querés? ¿Dinero?¿Perfume? ¿Un chaleco antibalas?

-Una, que llevemos a la chica a casa y dos, el chaleco. ¿De veras puedes conseguirlo? Y

agua, no tenemos en casa.

-Cuenta conmigo –respondió Pablito.

-Cuenta con el chaleco –aseguró Taco-. Iré a negociar con los de la CNN.

-Deberías quedarte en casa –insistió Ramón al quedar solo con Amina.

-¿Ahora que tendré chaleco antibalas? –contestó ella y tiró a broma la advertencia.

Ramón aparentó estar molesto pero, en el fondo, quería tenerla cerca y compartir aquel

buen rollo entre colegas a su lado.


226

Taco llegó con una sonrisa de oreja a oreja.

-Conseguí una furgoneta con los italianos Ya tienen dentro dos canistras de veinte

galones llenas de agua y aquí tienen el chaleco

-Póntelo –le indicó Ramón a su chica y luego de cerrarle la cremallera casi hasta el

cuello, se dirigió a los otros-. Andando que es gerundio.

Taco prendió el motor y le dio varios acelerones para calentarlo.

-Tú, detrás, con Pablito. A mi espalda –le indicó Ramón a Amina y ocupó el asiento

junto al Taco.

-¡Allá vamos! –anunció Taco y salieron a toda pastilla a la Avenida de los

francotiradores.

-Calma, chico –indicó Pablito sentado de medio lado.

Taco, como respuesta, puso a todo volumen el radio cassette.

Todavía no me explico…

Ya llegué a los treintaipico y laburar no me interesa

Sigo sin sentar cabeza con esto del rocanroll…

-¿Quiénes son? ¿Argentinos?

-La Tabaré. Uruguayyyos. ¿Te gustan?

-Son la leche –respondió Ramón.

Hablaban a grito pelado.

-¿Tienes chocolate? –le preguntó Pablito a Ramón.

-Estoy quitáo.

-Yo tengo – dijo Taco.

Lo que si me queda claro

Estos yupíes me estafaron

Me hicieron subir la fiebre


227

Me bajaron la presión.

-¡Empezó la fiesta! –alertó Pablito al sentir el impacto de la balas contra la chapa de

hierro con que estaba recubierta la parte de atrás de la furgoneta y le pasó el porro al

chofer.

Taco llevaba el ritmo de la canción dando golpecitos sobre el volante.

-Gira a la izquierda y en la primera, derecha- indicó Ramón y alargó la mano para tomar

el cigarrillo que Taco había encendido. Miró de reojo a Amina y aspiró el humo como si

quisiera que éste le saliera por los pies.

-¿Por dónde vamos? –quiso saber ella.

-Bjelave – le explicó Ramón y antes de pasarle el porro a Pablito le dio una calada y

retuvo el humo en sus pulmones.

Me dieron gato por liebre

Me vendieron un buzón

Yo fui pseudo guerrillero

Los de mi generación

se murieron y dijeron

Esta muerto el rocanroll

Jajajajajajaj

El rocanrrol ha muerto Jajajajaja

¡Viva el rocanroll!

-Siempre es lo mismo –comentó Pablito

-Siempre –respondió Ramón sintiéndose a gustito y señaló a Taco-. Cambian los

actores, pero siempre es la misma película.

Cuando llegaron a la granja el contraste entre la blancura de la nieve y las paredes

carbonizadas era brutal y unos pájaros picoteaban en el ojo visible de la vaca.


228

-Está congelada –advirtió Ramón y metió el cuchillo de adentro a afuera y, poco a poco,

la capa de hielo se fue derritiendo. Cuando lograron abrirla en canal todo fue más fácil.

-En otra encarnación a lo mejor fuiste un gaucho –se animó a decir Taco.

-Con haber sido cubano en ésta, me sobra –contestó Ramón y se mordió la lengua para

no contar cómo, una vez, en la finca de su padre, cuando matar una vaca en Cuba era

condenado con cinco años de cárcel aunque fuese propia, en una borrachera, en unión

de un primo suyo, habían sacrificado una para matar el hambre de toda la familia.

Subieron la carne a la furgoneta y los tres se dirigieron al interior de la casa.

-Hay mucha comida en el sótano –avisó Pablito- y para que se la coman gusanos…

-Tú que tienes la linterna, baja de nuevo y nos alcanzas las cosas. Nosotros dos las

iremos sacando y ella, las acomoda en la furgoneta. ¿Vale?

Amina comprendió al instante y lejos de molestarse, le dio ternura el hecho de que

quisieran evitarle ver cómo había quedado las cosas allá adentro.

-No quisiera que la noche nos cogiera aquí –protestó Pablito desde interior del sótano.

Había muchos botes con mermeladas de varios tipos de frutas y vegetales en conserva,

manzanas, patatas y un barril lleno de coles en salmuera que, según la opinión de Taco

olían a rayo.

-Tanto trabajo para acabar así –comentó Pablito, mostrando varias piezas de tocino-. No

respetan ni a su propia gente. Por lo que veo estas personas no eran musulmanas

-Quién sabe –contestó Ramón- ¿Lo dices por el tocino?

-Y por el icono que está colgado en la pared y por el vino y la palinka. Pobre gente.

Ramón bajo al sótano y se alegró al encontrar varias botellas de sirope de moras y

fresas.

-Amina se pondrá las botas.

-¿Ni bebe ni fuma? -preguntó Pablito- ¡Qué aburrido!


229

-Hace otras cosas –dijo Ramón con malicia.

-No te sacarás la lotería, pero tienes una suerte.

Cuando Taco los vio salir, montó en la furgoneta y puso el motor en marcha.

Fue un regreso sin tensión y después que descargaron el agua y la parte que les tocó del

botín, Ramón y Amina los invitaron para que se quedaran a cenar.

-Otra vez será –dijo Taco- Si desean vengan a pasar el fin de año con nosotros.

-Pues a lo mejor vamos y entramos en el año nuevo bañaditos –contestó Ramón.

Pero, para ellos dos, la fiesta fue de una manera bien distinta. Amina, al saber que

tendría que quedarse al cuidado de sus pacientes, no pudo guardar para ella sola tanta

alegría y decidió adelantarse el regalo de Reyes a su hombre. A la una de la mañana del

viernes 1ro de enero de 1993, Ramón Rivera, supo que, en junio, sería padre.
230

Una paz por separado

-¿Los Reyes? ¡Me cago en la madre de los Reyes! -volvía a maldecir Ramón doce años

después sentado en la playa de la 14, en South Beach.

Había dejado de preguntarse por qué, al evocar a Amina, recordaba tanto a Carmen.

Presentía que lo que estaba haciendo era lo correcto. Le hablaba al mar como si, al

hacerlo, se estuviera preparando para conversar con ella. Los meses transcurridos, los

intercambios de e-mails, las llamadas telefónicas, la lecturas de los diarios, las

confesiones mutuas, el intercambio de fotos y puntos de vistas, los juegos eróticos y las

discusiones políticas le habían ido despertando la necesidad de conocer a alguien que le

había removido el suelo.

Nunca nadie, desde lo sucedido en Sarajevo, le había despertado las ganas de hablar.

Hasta la aparición de Carmen, Ramón había llegado a la conclusión de que debería

continuar llevando hasta el final todo lo que tenía dentro. Estaba tan habituado a rumiar

aquello que hasta llegó a parecerle algo normal. Las cosas comenzaron a cambiar

cuando, una noche, mientras hablaban de los trastazos que da la vida, ella se refirió a

dos abortos espontáneos que había tenido. Aunque parecía algo asumido y superado,

Ramón, sin notarlo al principio, comenzó a sentirse solidario. Un hijo deseado por dos,

que se pierde en el camino, es un aullido de dolor con eco interminable.

Luego, vino lo demás y con ello, las dudas y con éstas, el deseo en todas sus

manifestaciones; juego y rejuego que a Ramón le fueron despertando la necesidad de

irse aflojando sus corazas.

-Aunque te conozco desde hace mucho, sé muy poco de ti. Hay quien dice que tienes

lados turbios y eso me da miedo –le había dicho ella muchas veces.
231

Y ante el comentario, como siempre, Ramón volvía a apretarse las corazas.

Así fue hasta que, una noche, sólo el teléfono les cubrió las desnudeces y brindaron por

los dos. De a poquito, con los sentidos, empezaron a reducir la distancia. Al oído y la

voz, quiso asomarse la mirada y, en las pantallas de sus respectivos ordenadores, ambos,

vieron cómo, al mirarse, se les encendía el rostro. Entonces, a la fiesta de los cuerpos

quiso sumarse la poesía. Viajaron a París sin moverse de sus casas. Ramón la llevó a los

antros que conocía en Lavapies y ella lo besó en la Rambla. Él entró por su ventana

como si fuese el novio pintado por Chagall, rodeado de angelitos, pero los angelitos

eran vouyer y hubo que alejarlos porque el ruido de las alas podía alborotar al barrio.

Hubo noches de verano en donde Ramón, montando al pelo, la raptó en un caballo que

le prestó Carlos Enríquez. Jugaron a volar. Ascendieron tanto que, una vez, él se olvidó

de usar el resquemor que siempre lo vestía y la besó cuando Pepe Mújica fue vitoreado

en el Palacio Legislativo, en el momento que les tomaba juramento a los nuevos

senadores uruguayos. Madrugadas de relinchos y maullidos. Goce y luz. Poco a poquito,

como de la nada, tejieron un espacio.

-Tenemos mucho cielo y nos sobra corazón –se dijo una mañana Ramón, mientras

dudaba y le dio cuatro cojones que ella fuese Mata Hari. Pero se asustó con aquello de

nos sobra corazón y esa noche, con la lengua pintada con vitriolo, la enojó diciéndole

que si a ella, en Cuba, le daban un ascenso que le mandara una foto donde exhibiera la

medalla.

Entonces, Carmen preguntó cuánto la CIA y la mafia de Miami le pagaban y él, le

contestó que de seguro mucho más que a ella la gente de La Habana.

Fue una guerra silenciosa y durante días las pantallas de los ordenadores quedaron en

paro. Pero, una noche, Ramón, dejando a un lado su costumbre de nunca dar el primer

paso después de una pelea, le escribió:


232

La muerte a veces lleva gafas

y tiene en las pupilas lunares pequeñitos.

Ella me enseñó que con violencia y metralla

se gestaban porvenires.

Entre sus piernas aprendí a mentir

cuando en nombre de la verdad copulé con la mentira.

De su brazo, en el último banco del infierno,

vi como mil querubines pervertían al diablo

y como millones de angelitas, sin quitarse la saya de becadas,

abortaban luz a medio hacer entre los campos de naranjas.

Pude ser el primero y no lo fui;

quién hubiese abierto la primera puerta de tu casa,

Del viejo y aquel mar ni olas ya me quedan.

Mi rostro ya no es ni tú, tampoco.

Sólo quedan cicatrices de un ayer,

compases de canciones,

paredes con frases de poetas y versos repetidos,

amores que el ron me sepultó sin que nacieran.

De muerte sucesivas,

vivo me encuentras.

Vacíos están mis bolsillos de candor,

me sobra el pesimismo,

y en mi pulso, sin ti, latía el desvarío.

Saltas del ayer niña,

y hoy mujer que despierta incandescencia,


233

fulgor del no sé qué

¿Ya en nada creo?

Me llueves plena en extraña ciudad.

En extraño lugar que devoro y me devora.

Después de los cincuenta

me inventas nacimientos

y soy cuando te nombro

Llueves, lucero,

sobre mí

y el mundo ya se salva.

Carmen contestó en el acto con un mensaje lleno de simbolismo:

La Boda de la aldea de Chagall.

Así firmaron una paz por separado con el mundo.


234

Apuntes y Diarios

Me hicieron todos los análisis en el policlínico del Bahía. Se los hacen al padre y a la

madre el mismo día. Cuando eso, ya estaba en 5to año de la carrera y, desde el primer

día, agrandé la barriga. La doctora que me cuidaba había estudiado en Mayía Rodríguez

conmigo, era la más bruta del aula, pero no me importaba. Se llama Yailín y es de

Playa. Ahora, seguro, ha de vivir en Miami. Tenía carita de eso, con sus rayitos en el

pelo y sus cadenitas de oro, hablando siempre del dólar.

Discutí mi tesis embarazada. Vi su corazoncito, pequeñito, latir. Aún tengo esa

ecografía. Su corazoncito abría y cerraba. Fue la primera vez que vi que tenía yo dos

corazones latiendo y me quedé asombrada y muda. Creía que sería una niña. Nunca

imaginé que dentro de mí creciera un varón.

Ese día, me acompañó mi madre y Sol, ya tenía las manchitas, que si son más carmelita

es mejor que si son rojas, pero tienes que hacer reposo para que no suceda nada. Yo,

como siempre, me había creído inmortal, e inmortal serían mis hijos. No creí que pasara

nada, hice relativo reposo y me sorprendieron trapeando o subiendo cinco pisos de

escalera.

Aquella mañana, desperté con dolor de ovarios. Hacía calor, jodían los gallos y las

gallinas de Aguilera, atrás de mi ventana. Surita me trajo café a la cama. Las manchitas

persistían y fui a la esquina, que da al parque Hanoi, a la casita de la doctora. Cuando

me puso el espéculo y metió los dedos dijo que fuera para el Naval, que estaba casi la

bolsa afuera. Ahora, que ya yo aborté tres veces, sé que se equivocó; salvé a otro hijo de

esa misma situación. Ella me puso a lápiz en un papel: Aborto en curso.


235

Yo no entendía nada, me afeité y me bañe para ir limpiecita, antes que nada, al medico.

Salí a la calle, no quise que nadie me acompañara, porque también tengo ese defecto de

querer siempre poder sola y me puse a coger botella muy segura y perfumada a la salida

de Alamar. Enseguida me paró un Lada blanco, con dos tipos. Ellos iban delante. Yo

llevaba el vestido largo finito de florecitas rosadas y empecé a sentirme mal. Frente a la

Villa Panamericana el carro dio un brinquito por algún bache y, en ese momento, me

mojé toda, como si me orinara a chorros, caliente. Me levanté el vestido y me toqué las

piernas, sentí aquel charco de agua y miré a los tipos que me miraban también. Asustada

les dije. “Es que estoy embarazada, me sale mucha agua”.

En ese momento no me di cuenta, solo quise que el hombre me cogiera la mano. Ellos

estaban más asustados que yo. Recuerdo que uno dijo: “¿Vas a parir ahora?” y aceleró

el carro. Fue muy rápido que llegamos. Quisieron cargarme en la puerta de emergencia

que era por allá atrás, subiendo a mano derecha, pero no quise. Los hombres cuando

están asustados me dan ternura y me parecieron tan buenos aquellos dos. Cuando bajé

del Lada me cogió cada uno por un brazo y caminamos lento. Hasta ese momento no me

sentía sola, yo iba con ellos. En Cuba, nunca sentía que nadie fuera un extraño.

Entramos en una sala de espera grande, llena de gente y se me revolvió todo por dentro,

salieron cosas y sangre. Las piernas se me pusieron rojas y yo miraba a la gente y

alguien decía: “Está abortando”. Me salían unas bolas de sangre y los tenis todos rojos y

el vestido todo rojo. Me subieron en una camilla y yo llorando, miraba para el techo, los

tubos de luz fría, los pasillos y lloraba. Pero no sabía que estaba abortando, yo no sabía

nada, me lo dijo la enfermera en el cuartito aquel. “¿Pero, ya no lo tengo? ¿Pero, no se

puede salvar?” -le preguntaba. Ella no me hablaba mucho y preguntó si había comido.

Le dije que sí. Entonces, me harían el legrado sin anestesia. Yo, como en esas cosas soy
236

valiente, dije que está bien, pero también ahora sé que no debía haberlo dejado, que no

tendría que haberlo visto.

Me entraron a una salita y me pusieron el especulo, allí mismo en la camita de metal me

metían algo y andaban dentro de mí. Una señora me daba la mano y yo se la apretaba

fuerte y ella me ponía la mano en la frente porque yo sudaba. Había un cubo abajo. El

dolor era insoportable, denso, finito. Creo que grité bastante y le pedía que parara. Ella

paraba un ratico y luego decía: “Vamos, mami, que tenemos que terminar”. Yo gritaba

otra vez y veía el cubo abajo, a veces ya se me iba la fuerza y gritaba en silencio, como

con el estómago, movía la boca, no me escuchaban. Decía bajito a la que me aguantaba:

“Dile que pare un momento, dile que pare un momento”. Ella le pedía y así… También

hablaban entre ellas de cosas cotidianas.

Cuando terminaron, me quedé en la camilla en un pasillo. Me moría de dolor, mucho

dolor de ovarios reventándose, de miedo, de entrevero con lo que yo llamaba mi bebé.

Nadie venía. Lloraba y lloraba en silencio. No tenía ropa y quería, al menos, que alguien

apareciera, alguna cosa que me acompañara y me explicara algo. ¿Por qué me dejaban

sola allí en el pasillo? Yo pensaba, pedía, y el cuerpo era como una carne ajena, dolorida

y pesada, que yo no podía mover.

Pasó bastante rato hasta que escuché voces, ya me venían a buscar. Él estaba llorando.

Ellas me acariciaban, me lavaron el vestido y lo colgaron en la ventana. Los tenis, no;

quedaron con manchas de sangre mucho tiempo, aunque los lavara y los lavara. Eran

unos tenis Nike, azules y blancos que me compró Marcel en Tepito; los deje en

Remedios después, a mi cuñada. El vestido me lo puse húmedo y salimos a coger un

taxi de esos limusinas. Era solo para los que salían del hospital con un papel, y estas

gentes se fueron para la guagua.


237

En Alamar me quedé días triste, triste de verdad. Me quemaba la cabeza pensando, me

sentía torpe, mala, infeliz. A los días, cogí el dinero de comprar mi pasaje y fuimos por

todas las tiendas. En una galería que hay en Prado, entré y compré, cosas sin sentido,

una crema para la cara que valía 25 dólares, unos zapatos horribles azules y blancos de

tacón, una lámpara. Él me acompañaba, creo que sufría más que yo.

Con el tiempo, se me fue olvidando. Cuando me acuerdo, casi siempre tengo dos

imágenes en la cabeza: cuando escuché que una de las tipas dijo: “Mira, mira, era un

machito”. Ya yo estaba en el pasillo y pensé: “¿Qué están haciendo ahora, lo están

desmenuzando?”. Ese momento fue el peor. ¿Será porque lo imaginé y eso es peor que

ver? Si yo digo eso, como ahora, lloro. Lloro, como aquel día, y no entiendo bien qué

cosa es el tiempo, qué fue lo que ya pasó y qué es lo que está pasando. De lo otro que

siempre me acuerdo es lo de los tenis, todos rojos y hasta las uñas de los pies con sangre

seca.

A lo mejor, por esas cosas es que años después disfruté tanto mi otro parto. Fue en un

hospital público de Montevideo. Lo salvé de un tilincito y con cerclage. Una mañana,

salimos caminando con el niño en brazos, vestidito de celeste, a coger un taxi en

Boulevard Artigas. Teníamos una sensación muy extraña. Nunca nos sentimos tanto

amor. Preferimos caminar, lloramos los dos. En algunos momentos, hemos dicho que

tuvimos seis hijos, pero no sé si es verdad o es mentira.


238

Se aprende muy rápido a matar

Por un momento, al degustar una bocanada del presente, Ramón estuvo a punto de

cortar de una vez con el pasado, pero el instinto lo frenó. Si había ido al mar, tenía que

tocar fondo.

<<Dicen que tienes lados turbios –se repitió-. Doce años es mucho con tanta mierda

adentro>>.

Luego, más sereno, volvió a hablarle al mar.

-Cualquier cosa que digan y piensen de mí, nunca será más fuerte que lo que yo mismo

me he dicho. No puedo seguir con este lastre.

Intentó seguir por donde iba, pero se empantanó ante la imposibilidad de no poder

discernir si estaba actuando porque de verdad necesitaba hacerlo o era, como siempre,

puro cálculo.

Aunque quería aquietarse algo, muy dentro, no lo dejaba

-¿Y que tiene de malo que sea calculador? –protestó- Soy así y al carajo. No quiero ir a

los altares. A lo mejor, quién sabe cómo es ella sin teléfono de por medio. Cuando

muestras todas las cartas, se acabó el querer.

Apisonó la arena con los pies como si quisiera enraizarse y continúo pensando:

<<A lo mejor, hay algo de razón o mucho en eso de que tengo algo turbio. ¿Pero qué

será? ¿Será que nada en mí es espontáneo? ¿Será el cálculo una manera de egoísmo en

donde mido cada gesto y cada entrega?>>.

Miró de nuevo al mar.

-¡Coño, si al menos supiera rezar!

Y le habló a las aguas:


239

-¿Vendrá? ¿Y, si viene, a qué viene?

Fue hasta la orilla y dejó que la mar le acariciara los pies. Miró a lo alto y le pareció que

las estrellas estaban más bajitas. Retrocedió. Sabía que algo le faltaba por hacer y no iba

a escaquearse en el último momento. Sopesó lo que quedaba en la botella y con los

dientes apretados, vació lentamente el aguardiente en la arena.

-Beban, hijos de puta. Beban por el tiempo que me han acompañado –dijo y dando

media vuelta y sin mirar atrás, se dirigió a la casa. Encendió el ordenador y le escribió a

Carmen:

Muchas veces me has preguntado si tengo hijos y cuando te he respondido que no, has

preguntado que por qué no los he tenido y por qué no me he casado. Me has

preguntado, creo que en broma, si tengo alguna tara de loco e incluso, cuando te he

dicho alguna barbaridad, no has dudado en comentarme que, a veces, piensas que soy

un aberrado.

Hasta ahora, siempre mis respuestas se han ido por las ramas y he preferido jugar

dejándote las dudas.

Cuando te dije que una cosa era gozar por amor y otra, muy distinta, gozar por darle

gusto al cuerpo, también hube de contarte que desde hace mucho olvidé lo que era

amar y que esa palabra me daba repelúz. Hasta después de los cuarenta, nunca

imaginé ser padre. Mi trabajo como corresponsal de guerra siempre me sirvió de

justificación para zafar el cuerpo cuando olía que podía enamorarme. Puro egoísmo

podría decir hoy. Puro juego de tocar y poseer todo y luego irme con mi música a otra

parte, aduciendo que la formalidad de un compromiso todo lo mataba.

Me fui de Cuba y, cuando la soledad y la falta de raíces tocaron a mi puerta, acepté,

más por orgullo que por dignidad, que tenía lo que tenía que tener o sea, nada. Cuando

chocaba con algún problema en un lugar, me iba a otro, como si con eso fuese a
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resolver la causa del problema. Y el problema era yo y mi falta de capacidad para

asumir una entrega y llevarla hasta donde diera de sí. Nunca llegué a saber si mi

actitud era una manera de sentirme sin ataduras o una fórmula para no tener que

enfrentarme a mi propia incapacidad de amar o de reconocer hasta dónde podía llegar

esa responsabilidad en caso de que esa supuesta entrega amorosa fracasara. Todo fue

así hasta que, ya casi sin nada en que creer y no queriendo creer en nada, llegué a

Sarajevo. Querida niña, no sé cuando leas esto qué te causará, pero siento que es mi

deber decirlo. Está dentro de las reglas del juego que te dije que guardaría contigo. Ha

sido, si mal no recuerdo y recuerdo bien siempre las cosas que me marcan, una de las

pocas veces que me he permitido que el miedo y las dudas me atenacen el cuerpo y el

alma. Cuando decidí contártelo comprendí, por si alguna duda me quedaba, que eres lo

único que quiero y deseo. No como trofeo, pues ya no cazo, sino como necesidad y

prueba de que estoy vivo y me queda mucha brecha que abrir.

Sucedió en Sarajevo. Ella se llamaba Amina. Era musulmana. Lo dejé todo y me quedé

con ella. Me enseñó la otra cara de la guerra. Nos bastaba un pedazo de pepino

encurtido para sentirnos llenos. Le gustaban mis ojos y yo me reía. Cuando la

retrataba en pleno bombardeo en un salón de operaciones tenía la superstición que se

salvaba el niño que ella estuviera curando. Cuando sonaban las sirenas yo atravesaba

las calles, el territorio comanche y llegaba a como fuera donde ella. En esas calles

jodieron a muchos. Mataron a un cámara amigo mío y esa noche, no sé de dónde, en

un cuartucho Amina me hizo hommo y trajo una botella de aguardiente que tenía

guardada. Ella no bebía. Mi amigo siempre bromeaba con que me pariera una cubana

musulmana. Para ese entonces, tenía tres meses de embarazo. Pensaba sacarla de

aquel infierno y sólo esperaba que alguien de confianza saliera del lugar para

mandarla para España. Ella había estudiado allí. Lo ultimo que recuerdo fue que me
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trajo un par de medias de lana y cuando abrí los ojos, me estaba lavando los pies. Me

puso las medias y se fue al hospital. Tomé el café que todavía estaba al fuego y me puse

a escuchar la radio: era lindo sentirse los pies abrigados. Nos separaban sólo unos

kilómetros. Como a las once, me entró algo de desespero porque no llegaba. Me había

prometido que vendría a almorzar conmigo. Por cabezona, había dejado el chaleco

antibala, me costaba que lo usara. A veces, se lo ponía a la fuerza. Se cabreaba, decía

que era mío, que ella estaba segura en el hospital y que si yo iba a buscarla nunca le

pasaría nada. Eran las 11. 45. me faltaba como tres calles, pero veía desde allí las

puertas del hospital. Le hice señas que me esperara y se rió y salió corriendo con el

paquete de comida en los brazos... Yo salí también a su encuentro. De pronto, la vi

como detenida en el aire. Se llevó el paquetico al pecho. Tengo la secuencia en la

mirada, en el corazón, en las entrañas, en los cojones, en el odio, en la sangre, en el

instinto. Sentí el toc seco de su cabeza al chocar contra el pavimento. El franco tirador

le metió el tiro entre la ceja y el ojo. La abracé. Cayó fulminada. Me apagaron dos o

tres vida de un balazo. Me cegué, me cegué, me cegué como en la pesadilla de anoche.

Me cogí los cojones y empecé a gritar que me tiraran ahí. Me cagaba en la madre de

todos. Caminaba por el medio de la calle. Regresé y ya la habían recogido. Solo había

un manchón de sangre, fresca, enrojeciendo la nieve. Cogí nieve con sangre y me la

metí en la boca y me dio pánico. Entré al hospital. Regresé otra vez por el medio de la

calle. Me tranqué en el cuarto. Me bebí lo que quedó del aguardiente. Guardé las

cámaras y, al levantarme, no podía hablar. Bajé al sótano, cogí un Ak-47 y cinco

cargadores. Esperé la caída de la noche. Cuando llegué cerca del barrio Grbarica,

busqué una casa en ruina y subí a los altos. Durante tres días con sus noches, menos

mujeres y niños, me cargué a quien se puso a tiro. Yo también me convertí en cazador.

Cuando hay odio, se aprende muy rápido a matar. Al amanecer del tercer día y ya sin
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proyectiles, abandoné el sitio y me dio por correr por entre unos campos llenos de

rastrojos de maíz. Perdí el sentido. Vi cosas que no te cuento porque no crees en ellas.

Cuando desperté, llovía y, casi congelado, emprendí el camino a casa. Me cambié de

ropa, preparé algo de comer y, como si nada hubiera sucedido, fui a buscarla al

hospital, como otras tantas noches.

¿Será ese el lado turbio del que hablaban?

Me quedan manos y corazón para ampararte y ampararnos de todos, contra todos y

hasta de nosotros mismos.

Ramón.

Carmen respondió un día después:

Necesité un tiempo para procesar tu mensaje. Me da tranquilidad el hecho de que

pudieras contarme algo que te duele y te hizo daño, algo que no pudiste contar o que

guardabas. No te voy a dejar. Y sé que si te decidiste a hacerlo es porque sabías que yo

iba acompañarte. Sentí angustia y dolor por lo de Amina. De momento, lo siento como

una película, pero creo poder sentir contigo ese dolor.

Lo demás, aunque extraño, no tiene importancia para mí. Sólo me importa en la medida

en que a ti te duela. Lo veo como la consecuencia de algo y es ese algo lo más terrible.

Lo que sucedió después, es una parte más del dolor, de la circunstancia y de la muerte.

Ésa es la parte que debe olvidarse porque ni siquiera fue, fuera de ese contexto. Sin

embargo, no creo que los otros dolores, las personas que existieron, su tiempo y su fin

tengan que olvidarse. Al menos, yo siento necesidad de acompañar y de que me

acompañen los que quise y ya murieron. Por eso, me quedó una cosa dulce con Amina

y de la forma en que puedo, sentí tu dolor y el suyo. A veces, hay que volver a nombrar

y un poco renacer lo que quisimos.


243

Anoche soñé que conocí a Amina, que voy a llevar, por años, su sangre en la nieve, que

voy a vivir contigo dimensiones nuevas, en donde todo puede volver, en donde todo

puede estar y en donde no hay tiempo, ni culpas; un lugar en donde esté todo lo vivido,

le reinventado y lo presente.

Es raro que tuvieras que haberme contado esto para que dijese lo que ahora digo. Me

sorprendo cuando me veo asomándome a puertas que jamás imaginé. Aunque en

principio haya sido curiosidad, ahora es amor a ti. Sí, estoy diciendo amor a ti para

que luego me vengas con la pregunta de que si lo dije a sabiendas o por equivocación.

Espero que me llames. Quiero que sepas que sólo me importa que te duela menos y que

seas conciente de que no juzgo. Hubiera hecho lo mismo que tú seguramente. La

ferocidad y la ternura son algunas de las cosas de las que estamos hechos Y sí, pese a

tus dudas, te empiezo a amar. Te estoy amando.

Ramón leyó muchas veces el mensaje y aunque quería decirle muchas cosas, sólo pudo

escribir:

Gracias. Te espero. Hoy, me pelo al rape.


244

Rugido

¿La llamo o fumo? ¿Fumo o compro una tarjeta? Tengo que decidirme antes de las diez.

Ella me espera.

Hasta hace muy poco, con un cigarro o escribiendo podía controlar mis madrugadas.

Ahora es imposible. Su voz es mi agua con azúcar, la paz que queda luego, el rayo de

esperanza, la huella que me lleva de regreso a Alamar, la lumbre y el fuego en donde

puedo exorcizar mis odios y rencores.

Tengo ocho dólares en monedas. Logré reunirlos arañando en muchas partes. Las dos

últimas cuoras estaban en un mostrador, parece que alguien las había dejado de propina.

Con ese dinero podría comprarme un almuerzo y una colada de café como dios manda o

mejor, tres paquetes de cigarros y una colada. Con esa cantidad de cigarros puedo estar

escribiendo casi tres días.

Entre fumar y llamarla tengo muy claro cuál es mi decisión. No fue un capricho. Hice la

prueba. Cuando escribo, puedo resistir un día y medio sin comer, con solo cafecito. Una

vez, llegué a tres noches fumándome un solo cigarro. Lo imposible fue dejar de

llamarla. Probé dos noches y me asaltó una ansiedad pegajosa que, por mucho que quise

despegarla, siempre me quedaba.

-¿Cuál tarjeta me da más minutos para hablar con Uruguay? –le pregunto a la empleada.

Las tarjetas son una trampa son una estafa. Hace dos noches una Airway me robó veinte

minutos. No se puede reclamar porque dicen que operan desde Alaska.

Con una tarjeta de teléfono en el bolsillo me siento más seguro que llevando la imagen

de San Judas Tadeo. Con la tarjeta resuelvo al instante y con San Judas dicen que debo
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esperar trece días para que haga su milagro. Una tarjeta es más rápida que un avión. Es

una espanta soledad.

“Hola. Mi amor”, me dice cuando llamo y yo me siento dentro galopes de alegría.

Cuando alguien me invita a comer siento doble ese regalo. Está el hambre de la boca y

el hambre de escucharla. Siempre saco cuentas. No me canso. Cinco dólares son un

galón de leche, un pan y una caja de cigarros. Hace mucho que crecí y ni mis huesos ni

mis dientes necesitan tanto calcio. Cinco dólares son una hora y veinte minutos

gozándonos la voz y llenando los espacios a punta de palabras.

Cuando acierte con mis seis números de la Loto, tenga casa y ella esté conmigo, haré un

altarcito y en el pondré un teléfono con sus cuatro advocaciones. San Tele, San Fono,

San Salvador de mis angustias y San Calentón de las Distancias.

Son las diez de la noche y ella aguarda.

-Hola mi amor – y cuando lo dice, por el tono, intento adivinar cómo fue el día. Es del

carajo ir a la oficina, tomar declaraciones a la gente, saber sus sufrimientos. Irse

caminando hasta la escuela, recoger a los dos niños. Llegar a casa, preparar la cena,

revisar las cuentas. Tanto de alquiler y más tanto de teléfono. El más pequeño necesita

ya zapatos y al mayorcito, se le acaban los cuadernos. “Hola, mi amor” -dice y busca

esconderme sus cansancios. “Hola, mi amor” -respondo y me cago en la madre de todos

los que hoy pudieron verla. Me encojona si alguien la miró. Tengo que tragarme lo que

siento al pensar que algún cabrón quiera camelarla.

La imagino acostada allí en su cama, arropada hasta el cuello con su manta rosa.

Quisiera que, ahora mismo, fuésemos los novios del cuadro de Chagall que ella tiene en

las paredes.

Me desgarra escucharla tan cerca y tan lejana. La distancia, me afina los instintos.
246

-Hola, princesa -le contesto y siento ronca mi voz y la sangre se me vuelve vino tinto.

Los acentos de otras tierras se nos borran. ¿Cómo puedo sentirla tan cubana? Siento olor

a frutas, se me hace agua la boca. Papayas maduras, caimitos abiertos y lechosos,

kimbombó que resbala y huelo a tierra mojada por la lluvia. Siento que soy yuca

acabada de sacar, plátano, ácana y majagua que la cubre con su sombra. Tengo hambre.

Hambre de todo. Mucha hambre.

Me encierro en el cuarto y hablo muy bajito. Es una tortura no poder oírnos. Las paredes

no pueden guardarnos los secretos y salgo a la calle con el celular pegado en una oreja.

Descubro que llevo bajo el brazo un block de notas. Soy un alma en pena. Un pene que

busca escapatoria. Salgo a la Avenida Okeechobee. Los coches pasan por mi lado.

Regetón. Música cubana. Aplastan la avenida con tantos decibeles. Miró a todos lados.

Pasan coches de policías. Intento contenerme. Me siento en una piedra que está a la

entrada del condominio. Me arde el rostro. Oteo el horizonte. Nadie puede acercarse por

sorpresa. Ella me habla. Nos hablamos. Cambio el teléfono de oreja y a la otra mano le

doy un descanso. Un avión. Un alfombra voladora. Nos metemos en la playita de

Alamar. Allí no hay policía que pueda expedientarnos. Ron. Ronroneo. Ronroneamos.

Se acerca una mujer. Cruzo las piernas y colocó el block de nota de manera que cubra lo

evidente. ¡Vaya pasmada! ¿A quién se le ocurre ahora preguntar por una dirección?

“¿Qué pasa, mi amor?”-pregunta ella y se ríe. Eso me basta para que en mi circo

comience de nuevo la función. Consulto la hora. Voy, vamos contrarreloj. En la tarjeta

solo quedan diez minutos. De tanto presionar por encima de la tela se me rompe el

bolsillo del pantalón. Me la cojo con la mano. Siento libre piel con piel. Raca, raca,

raca. Casi estoy volando y casi volando, también, pasa un coche por mi lado.

-¡¡¡¡¡¡Alquila una oficina, tacañón!!!! –me grita alguien.

Quisiera consultar cuántos minutos quedan y no puedo.


247

Y ella me anima:

-Que corten cuando quieran. Que te griten lo que quieran, pero sigue.

Miro al cielo. A la mierda los aviones.

La mar, con su marea sublevada y, yo, bajando y subiendo, subiendo y bajando hasta

que estallo un minuto antes de que digan ha terminado su llamada por falta de fondos.
248

Apuntes y Diarios

No sabes con qué ánimo irrespetuoso salí esta mañana a la calle. Todo el camino

pensando en la conversación de anoche. Llevaba el pelo despeinado total y lleno de

rulos sueltos y tu pañuelo rojo en la cabeza. No me maquillé porque amanecí con la cara

blanquita y rejuvenecida. Dentro de mí sólo se escuchaban relinchos y yo trotaba

sonriente por las calles. Ya no sé si se debe a que los hombres salen los lunes

alborotados o que me marcas un cartel en la frente que dice “Aquí voy ardiendo de

deseos, feliz, con todas las ganas del mundo”. El caso es que me saludó y piropeó

cuánto hombre me topé por el camino. Me reía sola. Quise entrar a las tiendas y

comprar, ropa interior, zapatos, revistas, paquetes y paquetes de regalos. Me sentía

invadida de ti, con una alegría que ni yo misma entiendo. Te compré una postal para

enviarte por correo. En la oficina murmuraban: “¿de qué se ríe esta mujer?”.

No dije nada. No entienden lo que tenemos.

Mañana, al despertarme, será otro cantar. Sigue el frío. Levantarme en invierno es

insoportable. Es de las cosas que más me hacen extrañar Cuba. Odio el frío, me da una

sensación de pobreza, de desprotección, de rabia. Los árboles siguen pelados. Camino

las mismas cuadras y me revienta el viento frío en los labios. Pero, aún así, siento

alegría. No puedo desprenderme de la novela que escribes. Imprimí lo que mandaste y

estoy en ello. Lo mandaré esta tarde de regreso para verlo entre los dos. Luego, dormiré

temprano. Me hace bien descansar y soñarte. Disfruto cuando me inventas otro espacio

de existencia y al descubrir cómo puedes imaginarme. Ser y no ser yo. Entrar y salir de
249

Carmen, sentir que me llevas a no sé dónde y luego me traes, o crees que me traes y yo

me quedo allí, solita.


250

Rugido

Necesito ver al director del Herald. Me han dicho que hay una plaza vacante y yo la

necesito. Arlyn, su secretaria, me informa que está de vacaciones. A veces, como estoy

muy flaco, me da pan con croquetas de las suyas. Es buena conmigo.

-No te desanimes –me aconseja-. Y voy a darte algo para que resuelvas tu problema.

Háblale. Se especializa en resolver casos difíciles -me explica, y me da una estampita.

-¿Demora mucho en resolver?

-Unos trece días. Pero háblale sin pena. Dile que te urge.

Observo la estampita.

Le doy las gracias y me voy con mi fórmula.

“Oh, gloriosísimo Apóstol San Judas Tadeo, siervo fiel y amigo de Jesús, el nombre del

traidor que entregó a vuestro querido Maestro en manos de sus enemigos ha sido la

causa de que muchos os hayan olvidado.”

No pude continuar. Fue un aguijonazo en la memoria que me sacó de paso y estaba de

nuevo en segundo grado. Acababa de llegar un maestro suplente. “Me llamo Tadeo”, se

presentó. Detrás de mí, alguien, aflautando la voz, dijo bajito: “Tadeo, te meto el deo”.

La clase estallo en carcajadas.

Intento contenerme. Miro a los lados. Me encabrono ante mi falta de respeto. Comienzo

de nuevo la oración y aunque sólo digo San Judas y omito lo demás, vuelvo a escuchar

aquello. Me desvío de ruta y, en vez de entrar en la I-95, sigo por Brickel. Al llegar a un

semáforo en rojo, veo una iglesia. Para mi sorpresa se llama San Judas Tadeo. Me están

dando una segunda oportunidad y no voy a perderla.


251

Oye, que en esto de la fe y los milagros uno tiene que poner un poco. Me siento en la

segunda fila y me concentro en la imagen del apóstol. Me le quedo mirando con la

esperanza de que las coincidencias acaben de convertirse en milagro. Observo el platico

dorado que siempre le ponen detrás a los santos. Me fijo en una candelita de lo más

chula que le sale del centro de la cabeza. Hasta elegante se ve con aquella melenita. Me

mira y yo también lo miro.

-San Judas, necesito un trabajo de verdad.

Me mido al decir su nombre. Hago todo lo posible por apartar aquello, pero, mientras

más lo intento, más resuena.

-Un poco de dinero, San Judas, para pagar la vileza de los biles.

Veo el rostro de Jesús grabado en un medallón de oro que sostiene pegado al pecho y

entro en confianza.

-Algo más que un poco de dinero para no tener que venir de nuevo a molestarte. Dame

salud y permite que ella venga pronto.

Como dicen que los santos todo lo adivinan, no le digo que esa noche hay tres millones

en juego. “Tú me entiendes cuando te digo que algo más que un poco, ¿verdad? ¿Tú me

comprendes, mi hermanito?”. Tampoco quiero parecerle un confianzudo. “Oye, mi

santo, que sepas que, si me sobra, también voy a repartir entre mi gente”.

Llegan tres señoras y, con tantos asientos libres como hay, tienen que ponerse justo

delante de mí. “Bueno, pobrecitas, ellas también tienen derecho” –me digo con la

intensión de que el santo sepa que ando en buena onda. Sigo en lo mío cuando las

señoras empiezan a rezar en voz alta

-San Judas Tadeo, escúchanos. Escúchanos Tadeo

“Por favor, no me dejes acordarme de nuevo, que no vuelva a pasarme lo de ahorita” –

suplico en silencio.
252

La mujer clama y abre los brazos.

-Concédeme un milagro, San Judas Tadeo

“Te meto el deo. Te meto el deo. Te meto el deo” – Me susurra al oído aquella vocecita

aflautada. La escucho multiplicarse hasta el infinito.

-¡Me cago en la madre del diablo –digo, como disculpándome, al levantarme del banco

y él sigue allí, mirándome, impávido, con su melenita. “No entiendo, no entiendo. ¿Por

qué tiene que pasarme esto?”.


253

Apuntes y Diarios

3 de agosto 2005.

Salí a la calle aún dormida, con frío y la misma ropa de ayer. Hoy me tocaba trabajarla

zona de Maldonado. Tengo que tomar Declaraciones Juradas de Ingresos. Pretendí

acabar temprano y toqué el timbre desde fuera del edificio en los apartamentos que

faltaban por declarar. Demoraron mucho en abrirme. Soplaba ese viento helado que hay

en los lugares cercanos a la Rambla. Subí al salón comunal. Antes me gustaba estar allí,

pero ahora no. Mientras esperaba a que subieran los vecinos, saqué el libro que Eva me

trajo ayer. Hablaba de chinos y de muertos. Ella estaba contando la historia que su

madre le contó. Me gustó una parte donde decía: vomitaba pájaros duros.

Desde el piso quince se ve el mar y toda la ciudad llena de árboles. Decidí bajar a los

pisos uno por uno. Paso a ver a Zandran que ya hizo su declaración. Tiene aún el vidrio

roto por el temporal y ha puesto un acolchado para que el frío no entre. Está con su

perrita negra. No me gusta la casa porque está llena de estampitas de santos. Veo que

sufre. La novia se murió hace ocho días, igual que la primera mujer. Hay un cuadro con

la cara del Che y varios escudos de Peñarol. Anda por los cincuenta, era un tipo fuerte y

atrevido, ahora parece enfermo. Su perrita negra no se mueve de su lado. Trato de ser

animosa y sufro por las escaleras.

En lo de Danielo, me ofrecen Anís del Gato. Me tomo una copita en horario de trabajo y

quedo escuchando sus historias. Es alto y elegante. Al tercer trago le brillan los ojitos.

Antes de que el próximo cuento sea más picantito, recojo y sigo.

En el 603, a Alberto, su mujer le acaba de dar morfina. Ella es mucho más joven que yo

pero tiene cara de cansada.


254

-Ayer, le sacaron a Alberto tres litros de líquido -me dice-. No sé qué líquido será, pero

siento asco.

Alberto tiene treinta años y padece de cáncer gástrico. Su niño juega play station.

Entro al cuarto, me siento en la cama, hablo un poco con él y trato de darle ánimos. El

cuarto está oscuro, la esposa me cuenta:

-Cuando lo abrieron, tenía ramilletes de tumores.

Eso me pone los pelos de punta. ¡Ramilletes! Pienso en uvas, pienso en mi propio

estómago. Tiemblo. Ramilletes. Lo dice porque sabe el efecto que va a causar esa

palabra. Ramilletes de tumores. ¡Quiero salir de aquí.

En el piso nueve, no están ni vendrán. Me atiende un chico joven. Sin proponérmelo, me

arreglo el pelo y sonrío de otra manera. No es por nada. Es como si le quisiera decir:

tenemos algo en común. Me da risa y me da risa decir esto. Me veo algo ridícula y me

da placer comprobar que, el muchacho, se porta de la misma forma que yo. Se ríe y se

arregla el pelo y a lo tonto le digo con cara de ufffff: “Bueno, entonces, me voy. Estoy

cansada de andar por los pisos”. Abre un poco más la puerta. “¿No querés pasar, a tomar

un café, algo?”. Invita. “No, no, gracias. Tengo que terminar el trabajo”.

Cierra la puerta y pongo mi cara normal.

Ya voy saliendo, cuando me ataca María Sierra e intenta contarme los chismes del

edificio. Al de abajo, la mujer se le fue con el del noveno que es veinte años mayor.

-Ella es una yegua y una puta, pobre Fernando, hasta me tuvo que pedir una colcha para

taparse de noche. Le llevó hasta la cortina del baño, los bombillos. Es una degenerada

-grita al ver que me alejo.

En todos los apartamentos el mismo tipo de mueble grande de madera, horroroso, que

casi llena una pared. Allí ponen cuadritos con fotos, figurillas de porcelana, cosas bien

feas. ¿Será ese mueble la moda? En ninguno he visto libros. Quiero irme.
255

Entro, al fin, a casa de Fernández. Está vacía, pero tiene un ventanal que da al mar. Lo

escucho y miro el mar.

-Ahora sí la guerra va en serio. Le voy a sacar todo. Los niños, la pensión alimenticia,

todo. -.Me dice-. No puedo más. Decido irme dos horas antes.

Creo que debo escribirle a Ramón. Quiero que escriba sus Rugidos para mí, como algo

aparte. Voy por 18 de Julio y lo extraño de una forma que me da tristeza. Llego a casa.

Suena el teléfono. ¿Será del trabajo? ¿Alguien habrá llamado para decir que me fui

antes de hora? No contesto.

Quiero hablar con Ramón. Hoy necesito estar con él. No sé tampoco qué decirle, porque

no tengo deseos de hablar de nada. Me duele la espalda y las rodillas no me aguantan

más. Como, comí. Comí arroz con tomate, mayonesa, una lata de atún y huevo duro.

Dulce de leche y dulces sueños. Que no siga el invierno.


256

Rugido

¡Mi, amor, escucha! Tengo la audiencia asegurada. Soy el guardián de los insomnes.

“Aquí tienen voz los que no duermen”, voy a decir cada noche al aire, ¿Te imaginas,

corazón, la cantidad de gente que anda sola por ahí o que trabaja la noche? Enfermeras,

solitarios, policías, camareras aburridas, chóferes, traficantes… La noche de Miami es

nuestra. Quería darte la sorpresa. ¿Cómo lo ves? Tendré cinco horas de madrugadas en

el aire. Levantaremos la noche, todo el mundo va escucharme, ella acaba de prometerlo

y no van a arrepentirse. Les haré temblar la audiencia, van a reírse, cantarán conmigo,

llamarán a la radio y escucharé. Voy a satisfacer con mi voz todos sus antojos. Les

sacaré las lágrimas y las pastillas de dormir. Subirán el volumen y esperarán la próxima

madrugada. Todo está bajo control, hasta tú, desde allá, podrás ganar tus verdes. Acabo

de crear un personaje para ti. Tendrán el locutor cálido, el imparcial y el objetivo,

tendrán mi Rugidos en la noche y la risa que a esa hora ha de faltarles. También haré de

Sapín ¿Qué, qué te parece la voz de viejo que pongo? ¿A qué me sale cojonudo?

Provocaré a los oyentes. Y tú no te preocupes que, el día antes, siempre tendrás el guión

con lo tuyo y si quieres, quedarás en línea para que intervengas cuando te dé la gana.

¿Te das cuenta que mientras los radioyentes intervienen, nosotros podremos hablar? No

tendremos la presión de las tarjetas. Siempre a partir de las doce La madrugada no

tiene corazón. Tranquila, cielo. Seguro que, cuando suba la audiencia, nos darán un

horario más cómodo. Y digo nos porque estarás conmigo. Con la plata que ganemos ya

podemos ir pensando en tu pasaje. Podré dormir las primeras horas de la mañana y

luego a escribir. No va a hacer falta preparar nada. Me bastará con sentarme allí. Verás

como todo fluye. Sonarán los teléfonos. La competencia intentará alcanzarnos. Podemos
257

recorrer la madrugada, entrevistar fantasmas, amorosos de la noche. Descubrir, por fin,

qué hacía aquel tipo con paraguas, noche a noche, en esa esquina. A ver ¿qué música te

gusta? ¿Quién fue quien te dejó? Adelantaremos la noticia. ¿Cómo te ha tocado el

atentado y el ojo del huracán? Tu bebé está cortando los dientes, es por eso que no

duerme. Imagínalo, mi amor, tengo las madrugadas. Me ofrecieron cinco horas. Lo

único que piden es que busque patrocinadores. Esta noche ya no dormiré. Debo ir

acostumbrándome a mi nuevo horario y, mañana, ya sigo de corrido. Caminaré la calle

Ocho buscando sponsors. Lo importante es que aprobaron el proyecto ¿Ves, mi amor?

¡Quién la sigue, la consigue! ¿Estás allí? ¿Aún me escuchas? Quería darte esa sorpresa.

Todo pasó esta mañana. No hay forma de que no salga, y mañana, tempranito, Hialeah.

Te llamaré en cuanto tenga el primer patrocinador, quizás aún no estés despierta. No.

No te me derrumbes. Saldrá. ¿Para que están las páginas amarillas? Claro que no me

tiraré por los cielos, entraré por debajo y cuando vean de qué viene el programa, la

misma gente llamará pidiendo que los invite. Tú, tranquila. Fíjate que hasta el gasto de

la gasolina lo tengo calculado. Haré el recorrido a pie y, así, de paso, conozco mejor el

pueblo y a su gente. Tengo ya consultadas las tarifas. Sé lo que cobran los demás.

Ganan una tonga de dinero. ¿Qué te parece, mi amor? Se me tenía que dar. Fuiste tú

quien dijiste que mi voz… ¿te acuerdas? Niña, se me acaba la tarjeta. Tengo las páginas

amarillas sobre las piernas, se me acaba la tarjeta. Mañana tendrás noticias al despertar.

Cuídate. Sabes bien que te amo. Quiéreme, que me da fuerzas. Duérmete, mi amor.
258

Víspera del viaje

Carmen Rojas tenía casi listo el equipaje. Desde pequeña, los viajes parecían ser algo

marcado en su destino. Quizás fue por ello que, como mecanismo de defensa contra el

olvido, desde niña, se había aficionado a guardar en un diario todo lo vivido. Aquella

afición o necesidad, con el tiempo, se había traducido en un montón de libretas con las

más variadas formas y tamaños que ella defendía como oro en paño.

Hasta su reencuentro con Ramón Rivera, la relectura de aquellas páginas siempre había

sido postergada para un mañana que, en medio de sus vertiginosos día a día, siempre

imaginó lejano. Aunque no era dada a impresionarse a las primeras de cambio, la

manera con que Ramón había ido penetrando en sus espacios, la habían llevado a saltar

abismos.

Me produce algo muy lindo y muy fuerte releer mis diarios –le escribió en una ocasión

despojándose de pudores- Nunca lo había hecho y menos los había comentado o

mostrado a alguien. Tómalo como una entrega.

Con los diarios como punto de referencia, los dos comenzaron a rastrear fechas por

donde, en algún momento, ambos habían transitado. Les causaba extrañeza por qué,

habiendo vivido ambos en el mismo barrio, frecuentado los mismos lugares y teniendo

amigos comunes, nunca más se hubieran encontrado y más que eso, la cantidad de

afinidades y locuras que los unían, más allá de las divergencias políticas que, en no

pocas ocasiones, ya habían hecho saltar chispas entre ambos.

<<Estamos locos y quisiera que se acabara de arrebatar y de arrebatarnos -pensaba

Carmen frente al espejo, poniéndose un vestido blanco. Lo había comprado a propósito

después que Ramón le comentara que se veía preciosa con uno del mismo color con que
259

la había visto en una foto-. ¿Será capaz de presentarme delante de sus amigos sabiendo

que no oculto mis ideas? ¿Estará metido en algo sucio contra Cuba? ¿Será tan caliente

como parece ser o será un alardoso? ¿Cuándo de verdad habrá en lo que dice que yo le

despierto? ¿Estará tan viejo y acabado como él mismo dice que está?>>.

Mirándose al espejo, Carmen, se puso por delante un vestido negro de seda china

abierto a los lados.

-Éste, por si vamos a un lugar más que sé yo –dijo y se echó a reír con coquetería.

Pero también reía al pensar en la cara que puso Ramón la noche en que chateando, ella

abrió la caja de los truenos con un mensaje donde le decía que no sólo lo había buscado

en Internet para hablar de política.

Tú me acaricias también y de eso sí no sé volver. Tengo miedo de que pueda ser solo

otra conquista tuya y me quito esa idea corriendo y me acurruco en tus brazos,

pidiéndote que no y mucho menos ahora. ¿Por qué te demoraste tanto en llegar?

Ramón le preguntó a qué demora se refería, y ella le soltó de golpe algo que él, después,

hubo de recontarle.

Quería que me tocaras sin que nadie lo supiera. Quería un secreto contigo antes de que

ningún hombre me hubiera tocado. Mi fantasía era dormirme en tu cama, que llegaras

y me hicieras algo que yo aún no conocía. Imaginaba cómo acariciarían tus manos.

Me preguntaba si me dirías: “Muchacha, que eres muy chica para mí”, o algo de eso, o

si me mirarías, muerto de deseos, reprimiéndote, con miedo y entonces, yo,

provocándote y haciéndome la que yo no he sido y tú, volviéndote loco por no saber si

yo quería o era sólo tu idea. Volviéndote loco hasta que no pudieras más. Entonces, me

llevarías, sintiéndote culpable y me besarías toda. Me acariciarías las teticas, que no

eran como las de ahora y yo te mortificaría diciéndote que no dijeras malas palabras y

que me la metieras bien dura para enseñarme cómo se hacía y si me salía sangre o
260

lloraba, me llevaras en brazos y me durmieras, para tenerte siempre conmigo. Sé que

un día me lo vas hacer allí, en aquel cuarto, en aquel lugar y en aquella cama, aunque

tenga yo 50 años y tenga que llevarte amarrado. Sólo entonces, me quedaré satisfecha

inventándolo nuevamente todo, hasta el día de hoy.

<<Y sudaba, pobrecito, cuando lo invité a que leyera aquel mensaje –rememoraba

Carmen con cariño, mientras reía, socarrona, mirando las paredes y preguntándose cuál

de las imágenes de Chagall que allí tenía iba a llevarle de regalo-. Si dejara a un lado la

política, el odio y los rencores, podría volar y entrar por esta ventana con flores en las

manos y hacerme levantar vuelo>>.

Suceden terremotos desde que con dos palabras pusiste esta ciudad a temblar bajo mis

pies, desde que, teniéndote sin tenerte, te nombro en todas las esquinas, en los bosques

que imaginabas y en cada orilla que camino. Voy tratando de sentir tu olor, queriendo

adivinarlo y saboreármelo, mucho antes de que sean las diez y, entonces, relinche con

goticas que anuncian que te esperan. ¿Tendrás idea de mis terremotos internos?

¿Podrás imaginarlos? ¿Sabrás, en serio, cómo tiembla una mujer que, aún sin haber

sido tocada por tus dedos, de tu risa, de tu letra y de tu semen se llenó hasta el infinito?

Si no sabe tu pan ni tu café, si no sabe ahora tu vino es porque están aquí,

enriqueciendo los míos, hechizándolos, para que cierre mis ventanas y olvide a los que

fueron; para que me vista cada noche para ti, inundándome de tus sabores; para que

no pueda dejarte, quitándome los miedos y la duda, a pesar de que los amigos se me

agoten anunciándome estúpidos finales. Voy por ti, por tu beso y tu guitarra. Y

mientras voy, nada me suena mejor, nada hay que me encienda y me encamine, que me

deje, en cueros y sin nombre, como cuando dices “y nunca eyaculé tan a gusto sin un

cuerpo”. Siento que, ahora, cuando repito eyacular, es como si fuera la primera vez

que lo pronuncio y que la sola palabra, me abre un mundo. Entonces, quedo


261

pensándote y me muerdo el labio de abajo para que no se me salgan los besos y me

obligo a parar el dedito y la teclita porque, letra tras letra, si sigo caminando, llego a

tu puerta muerta de sed.

Pese a que hubiera preferido estar sola en los días previos, Carmen debía atender

también las visitas de algunas de sus amigas que no comprendían la urgencia de aquel

viaje. Tocaban a la puerta. Era Mariana y ella no podía escaquearse y no abrir. No era su

estilo y tampoco quería seguir dando pie al comentario de que, desde que estaba con

Ramón, parecía otra.

De pasada, antes de llegar a la puerta, volvió de nuevo a mirar las láminas y se decidió

por La boda de la Aldea de Chagall y por otra, en donde un hombre y una mujer con los

senos al aire, en un caballo azul, cabalgaban rumbo a la fiesta en donde se tocaban mil

violines.

-No pude conseguirte los tabacos –se lamentó Mariana.

-Pues tendré, entonces, que llevarle una botella de ron –comentó Carmen y agregó con

picardía- No, mejor dos porque tenemos mucho de que hablar.

-Pero si vas más cargada que los Reyes –enfatizó Mariana- Con esa cámara ya era

suficiente.

Desde que había visto aquella cámara, en un mercado de segunda mano, Carmen Rojas

tuvo la certeza de que era el regalo ideal para Rivera, pero como no era muy ducha a la

hora de hacer negocios, decidió buscar ayuda con Eva Maya, una fotógrafa amiga que,

después de haber vivido muchos años en Santiago de Cuba, ahora, como hobby, pasaba

sus mejores horas horneando panes y buscando la fórmula para hacer uno que, con sólo

probarse, despertara los deseos de amar y crear la fantasía.

-Quién sabe cómo una cámara de este tipo ha llegado hasta aquí. Está nueva y será un

excelente regalo para El Loco -aseguró la fotógrafa.


262

Eva y Ramón se conocían de Cuba. Ella había sido de las pocas personas que no

cuestionó a Carmen su decisión de ir a Miami.

La cámara era una Nikon FM 2 perteneciente a la edición especial 2000 Nuevo Milenio:

una replica de la descontinuada FM-Titaniun que, para Ramón Rivera, era casi un objeto

de culto.

-¡Fíjate, si hasta tiene grabado un dragoncito de plata! ¡Su signo! –le comentaba con

entusiasmo Carmen a su amiga.

-¿No te habrás pasado mucho con ese regalo? –indagó Mariana, sin poder ocultar sus

dudas.

-¿A qué te referís al precio o a la persona? –respondió Carmen, tirando a broma la

pregunta.

-A las dos cosas –contestó Mariana, también en son de broma-. ¿Por que no te animás y

salimos un rato?

-Tengo mucho qué hacer –se excusó Carmen a quien nunca le gustaba decir no y le

costaba zafarse en situaciones como ésas.

-Estás hecha una vieja –le reprochó, como en juego, Mariana – Te la pasás todo el

tiempo encerrada y frente a la pantalla del ordenador. Y, tras un suspiro teatral, usó la

misma frase que repetía desde hacía 20 años-. El amor, un sentimiento que se las trae.

Las dos se partieron de la risa.

-Que estás hecha una vieja -repitió Mariana, todavía riendo.

-¿Vieja yo? ¡Que va! –saltó Carmen divertida aunque, en el fondo, le picó el

comentario-. Tú sabes que, donde vaya, arraso. Todavía vuelvo loquitos a chicos y

mayores.

Bromeaban como siempre hacían en esos casos. Le unía una amistad cómplice que

había nacido en Cuba, veinte años antes.


263

-Sobre todo a los mayores –dijo con énfasis Mariana-. Los otros días, en un arranque de

celos, tu ex que tanto te hacía rabiar cuando lo llamaban las veinte añeras, me comentó

que no entendía cómo te podía gustar ese viejo.

Carmen, condescendiente, ladeó la cabeza. A ella, también, se lo había dicho el día que

vio una foto de Rivera.

-Son cosas inevitables –comentó enigmática y comenzó a quitar de la pared las

imágenes de Chagall.

-Estás como en otro mundo –dijo Mariana-. Me voy. Te dejo en tu burbuja y espero que,

al regreso, tengas muchas cosas que contar.


264

Apuntes y Diarios

Tiene prisa por terminar la novela y lo comprendo. Escribirla es una forma de sentirse

vivo y de escapar de la angustia que siente por no tener permiso de trabajo. Sale, respira,

toma sol, le digo, pero no me hace caso. Quiere terminarla. “Te haré en ella lo que

nunca te han hecho ni te harán. Iremos donde nos salga del cariño sin necesidad de

permisos de viajes ni boletos. Tendremos casa y más nunca irás a esa oficina. Seremos

el mejor equipo y te enseñaré a filmar. Contaremos las mejores historias que andan por

ahí, esperando por nosotros”. Es incombustible. La vida lo golpea, lo tira por el piso y

él, vuelve a pararse, se limpia los espejuelos y vuelve a empezar. Sueña, siempre sueña

y, al hacerlo, crea. Cuando no le dan trabajo no saben lo que se pierden. Una palabra,

una imagen, una señal le basta para crear un mundo. Aunque dice que está seco de

alegría, no es verdad.

Últimamente, apenas podemos trabajar en la novela. Llego a la casa muerta de cansada.

El invierno me angustia. Me siento mal al ver como el tiempo se me va de las manos.

Casi he consumido las horas que tenía para conectarme a Internet y él, desde que le

cortaron la línea, apenas duerme. Para mandarme lo que escribe tiene que ir a no sé

dónde. No tiene dinero ni trabajo y se calla para no darme más preocupaciones. Se

angustia, pero sigue.

“Cuando presenten la novela, irás con un vestido blanco. Quiero que te sientes en

primera fila y que no lleves bragas – me dice al teléfono-. Empezaré a leer los pasajes

más calientes, mirándote cómo cierras y abres las piernas con disimulo, para mí.

Filmaremos la cara de lujuria y los ojitos brillosos de la gente mientras leo y, luego, en

casa, nos moriremos de la risa”.


265

No sé de dónde saca tanta fuerza. Conversamos en la noche y, al otro día, lo que

hablamos aparece en la novela. A veces, me asusta. En ocasiones, hace trampas y me

incomoda. Como se pone rabioso por no poder verme, cuenta sus amores porque sabe

que al leerlo, me dan celos.

No hace mucho, me enojé. Las novias y las amantes de Ramón son perfectas,

inteligentes y lindas. No hay razón. Escribió de mi primer matrimonio porque sabe que

nada me aportó. Sin embargo, el segundo, lo ignora. De el, nacieron mis dos hijos. Mi

otra historia, apenas la contó en el capítulo donde habla de las flores. El filósofo mongol

dice de un amigo para pasarle la cuenta. No respeta. Le gusta imponerse siempre.

Llenarlo todo. Arrasar.

-Aquí sólo caben la novia y el chacal. – Me dice-. El resto, es comparsa y si alguien

quiere otra historia, que escriba su novela.


266

Rugido

¡Agárrate al asiento, mi amor! ¡Hoy sí le puse el cascabel al gato! Guillermo Descalzi

estrena un show en el Canal 41. Me aparecí, ya sabes cómo, con más de cincuenta ideas

y hablé con él. Tengo un hombre que se hizo pintor estando loco. Uno que fábrica

refugios atómicos para que la gente los tenga en el jardín. El domador de cocodrilos de

los indios mikosukis y, como plato fuerte, tengo apalabrado a un tatuador famoso. Es el

mejor. En vez de tatuajes, marca al fuego. ¿Te imaginas cómo dejaré a los televidentes

cuando vean que me abro la camisa y le pongo el pecho para que me marque? Eso sí es

periodismo de participación.

-Déme una cámara y seré los ojos de la calle –le dije a Descalzi.

-Ponte de acuerdo con mi productora, me gustan tus ideas –respondió.

Tuve que esperar un buen rato antes de que ella me llevara a su oficina. Allí, sentado, la

cabeza no paraba, era un surtidor, se me ocurría todo. Al fin, me dijo que pasará y me

pidió que le contara. Le di solo treinta temas. Ella los escribió en su ordenador. Dicen

que eso no se hace porque la gente plagia. Me da igual. Yo tengo más en mi casa.

Tengo trabajo.

-¡Filma! ¡Filma pase lo que pase! –le indico al camarógrafo. El Chuki es bueno en su

trabajo-. Cuando te haga una seña, fílmame. Que se vea bien mi mano y el micrófono.

Un primer plano al micrófono. Que se vea el rombo con el nombre del programa.

El Chuki asiente. Está nervioso. Si supiera cómo estoy. La adrenalina me acelera. Te

digo, mi amor, que estoy hecho un flan. El cocodrilo, se había acercado lentamente y se
267

hacía el bobo con el hocico pegado a pocos centímetros de la borda. Le di con el

micrófono en el hocico y dio un zarpazo del carajo.

-Eres un loco con mucho talento –me dice Descalzi al ver la pieza editada- pero tienes

que regrabarle la voz, no puedes hablar como si estuvieras recitando en la escuela. Al

micrófono hay que gritarle.

Me encojono. Me tranco en el cuarto de edición.

-Vamos de nuevo – indiqué y me sentí en plena jungla

-¡GUUUUUAAAOOOOOOOO! HOY, VOY A ENTREVISTAR A UN COCODRILO

-¿Qué hacés, pelotudo? – protestó Hernán de mala leche.

Hace una hora, mi primer Rugidos salió por los televisores de Miami.
268

Presiento en esta niña

Al quedar sola nuevamente, Carmen se asomó a la pantalla del ordenador.

-¿Dónde andará metido este niño? –se preguntó, fungiendo enojo, al ver que en el

Messenger no tenía nada nuevo.

Buscó serenarse y se centró de nuevo en el equipaje.

<<Si le gustan tanto los perfumes, me pondré éste>> –y se roció un chorrito de Organza

Indecence en el dorso de la mano, justo encima del lunar que tanto decía Ramón que le

gustaba verle. Guardó el perfume junto a los cosméticos, las cremas y los más diversos

accesorios para el pelo en el neceser de mano y abrió una foto de Ramón en el

ordenador Le sonrió y, luego, seria, quedó observándolo.

Era un rostro en donde los años ya habían dejado su rastro. “Mi frente es tan amplia

porque en ella aterrizan avioncitos cargados de poesía y lujuria” -le había dicho él. La

boca, con una sonrisa a medias, escondía una dureza que Carmen siempre había

intentado descifrar. Los ojos de Ramón, pese a estar protegidos por las gafas, eran de un

color verde que a ella le producían paz y ternura infinita. Además, había notado que, en

ocasiones, bizqueaba y eso le encantaba. Siempre le habían gustado los ojos

desobedientes. En aquel rostro lo que Carmen siempre buscaba encontrar era lo que

quedaba del rostro que ella, adolescente, había conocido. Pero, de esta foto en sí, era lo

que menos le había interesado. Es más, si lo hubiera visto en la calle, hubiera sido un

rostro más. Le gustaba el conjunto y, sobre todo, el contraste entre el rostro apoyado en

la mano, y la parte interior del brazo de Ramón. La erotizaba el contraste entre aquel

rostro con añitos y el interior del antebrazo que parecía adolescente, marcado por dos
269

lunares que, según él, eran un sello de fábrica mucho más confiable en su familia que

cualquier análisis de ADN.

Carmen se miró el lunar de su mano, olió el perfume ya mezclado con su piel y volvió a

contemplar la imagen que aparecía en la pantalla.

-¿Será mucha frivolidad ocuparme tanto del perfume y de la ropa que voy a llevar? ¿Me

habré pasado al comprar la cámara?

Cuatrocientos dólares estaban por encima de lo que ella, comúnmente, podía gastar en

un regalo, pero aún así, quiso comprarlo sin fijarse en el precio. Tampoco era que no

pudiera darse esos pequeños lujos de vez en cuando, porque aparte de contar con una

beca solventada por un organismo internacional de renombre, también recibía lo suyo

como colaboradora de una revista especializada en Ciencias Sociales y por el alquiler de

un apartamento, en Atlántida que había heredado de uno de sus abuelos.

Aunque no sentía apego por el dinero, al repetir la pregunta de Mariana, sintió la

necesidad de echar cuentas. Le disgustaba hacerlo, pero la duda se adueñó de su

proceder. Mirándolo con frialdad, la balanza estaba a su favor, porque el 6 de enero,

cuando su cumpleaños, Ramón, al enterarse de que siempre tenía chivetas con su

ordenador a causa de los virus, la había sorprendido con un Pentium 4 portátil y un

poema que ahora sentía la necesidad de escuchar.

Presiento en esta niña los desvelos

la paz de los conejos y sus temblores,

la flor que nadie abrió y los cofres del misterio.

Sus glúteos son dos lunas que alumbran mi universo.

Presiento en esta niña la locura

el tiempo que pasó que ya regresa


270

la fiebre y el candor

siempre al galope

con mi almohada

clavada en sus sentires.

Una noche de estas vamos a encontrarnos

justo en la esquina en donde, allá, nunca nos vimos.

Presiento a esta niña, allí, en París

donde fui rey, mendigo y angelito.

La vi con Anais, paseaban por Pigalle

después de haber encendido, esa noche, las hogueras.

¿Dónde estará su bolsa y el vino que traía

y el pan que, en Saint Michael, siempre compraba?

Me hago y me eternizo en sus caderas

y a la puerta del gozo, la sublevo.

Lluevo en soledad y mis venas, en jauría

entonan, sin cesar, el rap de la lujuria.

El piano tiene alas, de Escocia vuela a Chiapas

y en selva reverdece.

Quemaré con mi flama todas las arenas.

Vislumbro el resplandor de mi glande en su guarida.

Es dulce su presión y grande el embelezo.

Presiento su sudor y los quejidos

las frases que soñé nadie las dijo.

Presiento en esta niña un poema

sazonado con fresas bien calientes


271

Presiento su aroma entre mis dedos,

lluvia entre mis labios y fuego de mi risa.

Sus alitas en mi horno ya se doran

y como postre, sus labios sempiternos.

El timbre de la puerta interrumpió los pensamientos.

-¿Quién será esta vez? –y, a hurtadillas, se asomó por el balcón-. ¿Quién podrá ser en

esa camioneta?

Esperaba a Fabricia, otra de sus amigas, que había llamado por teléfono, un rato antes,

diciéndole que no cerrara la maleta porque le llevaba prestadas unas pulseras y unos

aros que le quedarían divinos, para que volviera loco “al tipo ese” y que le había

conseguido, aunque usado, el libro de Hemingway que él tanto le había pedido.

Vio que no era ella y estaba dispuesta a no abrir, pero la insistencia de los timbrazos la

hicieron cambiar de idea y bajó.

-¿Carmen Rojas? –preguntó el hombre.

-Sí

-Traigo algo para usted. Baje un momento.

-Interflora –leyó Carmen- Flores a cualquier parte del mundo. Pero esto nunca lo había

visto por aquí.

El hombre regresó de la camioneta con un ramo de flores y un pequeño sobre.

Carmen, al ver el ramo, lo apretó contra su pecho y las flores comenzaron a aromar y
ese aroma la llevó de nuevo a Cuba y comenzó a acunarlas, como si fuesen una hija.
-¡Que hijo de puta eres Ramón! –decía entre risas y sollozos con el rostro pegado a las
flores.
Todo pasaba a saltos y siempre la flor y su perfume. El tiempo se fragmentaba. Aquel,
era el mismo aroma que una noche, con 16 años, había sentido en unas callecitas de La
272

Habana, junto a Eloy, escapados de la beca y perdidos los dos. Él, diciendo que diera
siete vueltas con los ojos cerrados y ella, girando, girando y al abrirlos, Eloy con una
flor que olía como éstas. Era ella, muchos años después, en aquel platanal, cercano al
campamento con Bob, acostados los dos sobre la hierba, conociéndose. Él, hablando de
su mujer y ella, de su marido de entonces, hasta acabar, enredados los dos, sintiéndose
únicos en la noche. Ella, deteniéndose de pronto, olfateando, buscando el aroma de la
flor y la flor, como un milagro, en medio de un lugar en donde solo crecían plátanos.
Era la misma flor que la adornara, aquella tarde que en el altar de la iglesia de Remedios
le jurara amor eterno al padre de sus hijos. Nunca había imaginado que el olor de una
flor pudiera unir, de esa manera, los aromas que algunos amores le habían dejado.
Se quitó las lágrimas con el dorso de la mano y abrió el sobre a la espera de un poema.
Pero, en lugar de poema, solo había una nota explicativa:
Mariposa. Flor Nacional de Cuba, es también conocida como caña de ámbar y su
nombre científico es Hedychium Coronarium Koenig, de la familia de las
Zingiberáceas (alpináceas).No es endémica de Cuba, sino de Asia. En 1936, los
botánicos del Jardín de la Paz, en Argentina, pidieron a sus homólogos cubanos que
determinaran cuál podría ser la flor nacional. El trece de octubre de ese mismo año,
fue elegida la mariposa, debido a que su blancura representa la pureza de los ideales
independentistas, es símbolo de la paz, es un elemento presente en las franjas de la
enseña nacional, así como la forma de su flores unidas al tallo central también son
simbólicas de la unión de los cubanos. Es también paradigma de la gracia y la esbeltez
de la mujer cubana.
-¡Ay, Ramón! ¿Por qué me haces esto?
Metió los dedos dentro del sobre, extrajo un CD y nerviosa, imaginando una nueva
locura, lo colocó en el ordenador y quedó mirando la pantalla. En ella, aparecía el
fragmento de Casablanca en donde San tocaba el piano, pero en vez de escucharse As
time goes by, comenzó a oírse el tema central de El Padrino, mientras, en blanco y
negro, Bogart y la Bergman conversaban en una mesa.
273

Apuntes y Diarios

15 agosto 2005

Cuando pueda colarme en Internet podré mandarte esto. He escrito varios, pero los

borro al rato porque quedan viejos. Estoy queriendo verte, podría llamarte y sin

embargo, me quedo quieta. Me preocupa tu situación y no poder hacer nada por

resolverla. Lo mejor: poder trabajar contigo en la novela. Esta noche lo haré. Te

extraño. Quisiera tocarte. Me quedó en la cabeza la noche del caminante, con su pinga

en el bolsillo, en una piedra sentado diciéndome cositas. Me quedó el miedo al perverso

del domingo y me encantó cuando el mago dijo que, a veces, no sale una paloma.

Quiero que trabajemos en la parte del Marasmo. Me parecía muy linda de leer, Mañana,

tengo dos reuniones y creo, saldré temprano. Hace mucho frió, siento como rabia por no

tener tiempo de zambullirme en el libro. Voy a fragmentitos.

20 de agosto.

¿Qué enamoramiento fatal, rimbombante y destripador me despierta y me lanza de la

cama como si fuera un resorte? Estoy excitada, furiosamente feliz. Anoche, me enamoré

de ti. De otro tú. Otra vez y otra vez. Era y es la necesidad del muérdeme, pégame,

pellízcame, hazme sentir que es de verdad, que eres de carne y de uña. ¡Qué maravilla

venirme con tus ganas! ¿Cómo puedes provocarme tanto placer y hacerme dormir luego,

plácidamente, como recién nacida y despertar queriéndote y creyendo en ti, desesperada

porque escribas frenéticamente, sin comas ni puntos, la liberación definitiva? Estaré en

la oficina hoy. Intentaré imprimir lo que pueda y querré estar contigo a cada segundo.

Nunca me pasó algo tan maravilloso como ser la novia de Chagall o del chacal. Niño,
274

quiero que, en alguna hora del día, dejes los cigarros y camines un rato. Pasea por

cualquier carretera de ésas y llénate de aire. Dale solecito y oxígeno a tus ideas para

que, cuando regreses, disparen FUEGO...Te amo y te acompaño y lo vas a hacer como

nadie. ¿Quién dijo que no? Claro, mi amor, esta guerra ya está ganada.
275

Mírame y no me toques

Llegué media hora antes de que el avión tocara tierra y fui hasta la sala de espera.

Llevaba una camisa blanca, jeans y botines. Me había afeitado con esmero y hasta me

eché un poco más de colonia para que el calor no me apagara el aroma a bergamota y

canela que me gusta.

Entre los amigos del Canal 41 había ideado un plan para sorprenderla. Incluso, hasta

conseguí una limusina. Cuando ella llegase, un actor amigo mío, vestido de gangster, le

diría: “Bienvenida al reino de la mafia. El Don espera por usted” y la llevaría hasta el

auto. Allí estaría yo, con mi traje blanco, un ramo de flores y una botella de champán.

Dopico, mi socio, a prudencial distancia, sería el encargado de filmar la escena. Sin

embargo, a última hora, cancelé la broma porque un encuentro como aquel no admitía

jueguitos ni terceros.

El haber llegado con antelación me permitió encontrar un lugar desde el cual ella, de

entrada, no podría verme.

Pese al maldito aire acondicionado, sudaba a mares. Después de tantos años, me estaba

comportando como un adolescente.

El vuelo llegó a su hora y transcurrieron quince minutos desde la salida del primer

pasajero. Carmen brillaba por su ausencia.

“¿Y si se arrepintió? ¿Y si todo fue una burla?” –comencé a comerme la cabeza.

A punto de empezar a preguntarme si valía la pena quedarse, apareció. Me dieron ganas

de irle arriba, pero me dije: “quieto parao” y amparado en un periódico, decidí

observarla.
276

Tenía y no tenía parecido con las fotos. Se veía mucho más mujer y un tanto más bajita.

Nada tenía que ver con la Carmen que recordaba de Cuba. Vestía elegante y no había

dudas que venía del invierno. Me partió el alma verla con su mochila colgada a la

espalda. Me encabroné conmigo mismo. Solamente a mí se me ocurría echarme a reír al

ver una carterita que traía con una estrella blanca. Los nervios son del carajo. Estaba

acojonaito y buscaba cualquier pretexto para soltar la tensión.

“Tranquilo, tranquilo, deja que te busque” -me dije. Pero mentira, tenía muchas ganas

de tenerla cerca para estar en esas poses. Dejé el asiento, me le acerqué por detrás y la

toqué por el hombro.

-Buenos días, princesa –dije solamente porque no era cosa de andar con discursitos. ¿Y

si por los nervios, se me iba un gallo como le pasó a un socio mío?

Carmen dio media vuelta.

-Buenos días –respondió.

Y mi cabeza a mil: “¿la beso duro o suavecito? ¿La beso o no la beso? Nada, que fue un

besito de mírame y no me toques” y con las ganas de irle arriba que tenía.

-Al fin aquí –se me ocurrió decirle mirando en dirección a la cinta rodante de las

maletas. Derechito, bien parado, cazándole la pelea con el rabillo del ojo-. ¿Cómo es tu

maleta?

-Negra y tiene unas tiras azul, rojo y blanca.

“Ni palo ni piedra: maní, para cazarla viva” –me digo al verla sentada en el suelo, con la

espalda pegada a una columna-. “¿Irá a desmayarse? ¿Me habrá visto tan raro? Mierda,

si siempre que le mandé fotos, escogí las peores para que no se ilusionara”.

Hay que romper el hielo.

-¿Qué tal el viaje?

-Dormí casi todo el tiempo –contesta sin mirarme.


277

“Tantas espuelas que tiene y se comprota como una niña asustada ¿Será teatro? Si sigue

así, le hablaré claro. Si no le gusto o no hay feeling, si prefiere, la llevo para casa de su

amigo o le busco un hotel y santas pascuas. ¿Qué estará pensando? ¿Habré sido muy

frío al recibirla? ¿Tendría que haberle dado un beso de tornillo para que supiera, de

entrada, cómo era el mantecado?

Menos mal que apareció la maleta porque tantas preguntas era un suplicio.

-Vamos, princesa –digo y le tiendo la mano para que se incorpore y la suelto enseguida

para ver su reacción.

Llegamos al parqueo y enrumbamos en dirección a la playa. La mañana era puro

trópico.

-¿Te apetece tomar o comer algo antes de ir a casa? –le propongo.

-Tengo sed.

-Debajo de ese asiento hay una botella con agua.

Bebió de manera compulsiva.

“¿Será la resaca de la despedida o habrán servido algo salado en el avión? ¡Qué hable,

virgencita! Así no se puede.

Baja la ventanilla

-El calor de aquí es parecido al de Cuba –comenta.

-Estás en el pueblo más al norte de La Habana –explico y enciendo un cigarrillo.

En el momento en que coloco el encendedor en la guantera, me toma de la mano. Los

pelos se me ponen de punta. Disimulo. Me limitó a mirarla. Quiero dejarle claro que,

aunque me gusta, no voy a derretirme. Esta niña no es fácil. ¿La habré mirado como

Dios manda? Sí, parece que sí, porque los ojitos le brillan.

“Ay, mi madre, si está para comérsela. Paciencia, muchacho, pega las manos al volante

y no te aflojes. Que sepa que quieres, pero que controlas”


278

Llegamos a South Beach sin darme cuenta. Abro la puerta del apartamento y, con un

movimiento de mano, le indicó que pase y miro como quien no quiere las cosas en

dirección a la mesa. Eso siempre funciona.

Descubre el ramo de mariposas. Perfecto.

-Son tuyas, me dio pena llevarlas al aeropuerto –le explico.

-Lindo detalle, gracias –dice y las huele.

-Gracias son las tuyas, princesa –respondo y cargo con sus maletas. No quiero que

piense que ya la estoy metiendo en el cuarto y le aclaro-. Es tu habitación. No es un

hotel cinco estrellas, pero tiene aire acondicionado.

-Gracias, quisiera lavarme las manos.

La dejó y voy a la cocina. Saco de la nevera un recipiente con hielo y lo llevo hasta una

pequeña mesa de mármol que hay en la sala. Descorcho una botella de Barbacourt y

buscó dos vasos.

-¿Con hielo o sin hielo? –pregunto al verla salir del cuarto.

-Puro. Pensé que tomabas Bacardí.

“¡Bingo, cogió el detalle! ¡Es una fiera esta niña!”

-Acertaste, pero quise un alcohol neutro. Ni Bacardí ni Havana Club.

-A ver si ahora, con esa neutralidad, ni Coca-cola me brindas.

“Coño, al fin se va soltando. Hay que ver que lindo ríe esta mujer. Es mucho mejor que

por la cámara. Entro en calor y sirvo par de tragos.

-Bienvenida. Estás en tu casa.

-Gracias, porque todo salga bien –responde y acompaña la frase con una breve

inclinación de cabeza. El ron le suaviza la tensión-. A veces, me preguntaba si existirías

de verdad.
279

-También pensé lo mismo de ti. Si no estuvieras tan cansada, te invitaría a conocer mi

barrio –digo para que no crea que quiero hacerle una encerrona con el ron.

-Acepto, pero con la condición que me dejes cambiarme de ropa. ¿Te imaginas que hace

algunas horas estaba en pleno invierno?

Media hora después, caminábamos por Washington Avenue. Al llegar a la calle 16, me

detengo. Tengo deseos de pellizcarme para saber que no es un sueño. Está conmigo. ¿Tú

sabes cuántas veces imaginé este momento? ¿Te imaginas cómo me ponía por dentro

cuando ella me decía que sus amigos comentaban que yo era un fantasma? Y ahora,

verla pegada a mi lado, disfrutándola, llenándome de ella. Joder, si eso no es la

maravilla, se le parece mucho.

-Desde este ciber te llamé por vez primera ¿Te acuerdas de esa noche?

-Claro, me hablabas a gritos.

Intenté, con cuidado, ponerle salsita a la conversación.

-¿De cuáles otras noches te acuerdas?

-De todas, aunque a veces se entreveran.

Cruzamos la calle. Siento deseos de saludar a todo el mundo. De presentarla. Que sepan

que está aquí, pero no tengo tantos amigos en South Beach. Te juro que cuando me

pongo así tengo que amarrarme la alegría.

-Hi, J.R. –saludo.

Me gusta que el hombre me recuerde. Está barbudo, viste de camuflaje y viene en su

triciclo. Como mascarón de proa, trae a su perro. Lo ha vestido con un pulóver también

de camuflaje.

-Lo conocí cuando estaba haciendo el reportaje sobre los homeless de la playa -le

explico-. J.R., en Viet Nam, se ganó tres Ordenes Púrpura. Hay un policía puertorro que

se la tiene cogida con él por gusto.


280

Intento que vea cómo es esto. Comienza a tronar y el cielo se llena de unos nubarrones

prietos.

-¿Seguimos? Pero, te advierto que a mí, la lluvia me suelta los diablitos –le tiro a ver

cómo le cae.

-¿Está muy lejos la playa?

“No quiere darme bola. No se da cuenta que con eso me aumenta el deseo de buscarle

las cosquillas. Es gracioso lo que me pasa con esta mujer. Aunque eso tampoco es nada

del otro mundo porque cuando uno está enamoriscao, todo le parece gracioso.

Cuando vio el mar se puso que pa’ que. Ahí mismo se quitó las sandalias, se mojó los

pies y yo diciéndome por dentro “a ver si le da por meterse con ropa y todo y se me

queda así mojadita”. Y fue como si Changó y el jefe de la lluvia se pusieran de acuerdo.

Ahí mismo, comenzaron a caer unos goterones que parecían mamoncillos.

-¡Está tibiecita, ven! –me llamaba con el agua a media pierna y sin importarle que ya

llovía gordo.

Me le acerqué. No hay cosa más linda que una mujer con ganas de mojarse. Es algo que

contagia y le despierta a uno los deseos del abrazar y dar calorcito. Ver la huella de sus

pasos en la arena me ponía que pa’ que contarte. Las huellas de una mujer en la playa

siempre me parecen una invitación. Me da por pensar que la lluvia les afloja los deseos

y las pone suavecitas. Quizás sea porque, si están vestidas, saben que la ropa se le pega

en la piel y todo se trasluce. Una mujer con una blusa o una camiseta mojada delante de

uno es una picadura en el deseo. Eso fue lo que sentí cuando, después de un trueno, se

me acercó empapada y risueña.

-¿Frío?

-No. Bueno, sí. Un poco.


281

Estaba loco por irme de allí. Quería mirarla, pero los cristales mojados de mis gafas me

robaban nitidez. La lluvia me daba y me quitaba al mismo tiempo. Me quité las gafas y

la miré.

Echamos a correr hasta los grifos del agua. Se quitó la arena de los pies. Daba

cosquilleo verlos brillosos.

Es rico caminar junto a alguien y rozar brazo con brazo. Cuando sientes en el tuyo, el

hombro de una mujer, la piel se alebresta.

En Española Way cogí en la mesa de un restaurante unas servilletas y sequé los

cristales. Su pelo, suelto y mojado, me sublevaba los calores. Quería controlarme.

-Muchas veces, imaginé caminar contigo esta calle –se me ocurrió decir.

Al llegar a Plaza España no pude contenerme. Me invento pasos, chapoteo encima de

los charcos de agua y silvo la melodía de Cantando bajo la lluvia. Carmen se contagia,

creo yo. A lo mejor lo hace para no dejarme hacer solo el papelazo. No me importa. Nos

damos las manos, canto y me encanto mirándola. Cuerpo con cuerpo, subimos por

Española Way. Llegamos a Pennsylvania y 14.

-Antes de cambiarnos, vamos a darnos un lingotazo –propongo.

El ron nos calienta. Hay que sacarse.

Mientras me cambio, el duende del goce se me pone retozón

-Te gusta, cabroncete, ¿eh? –le dijo en voz baja-. Pues, a mí, también. Y mucho.

Carmen demora en salir del cuarto y, cuando lo hace, trae el pelo enleonado.

-Linda peluca –bromeo.

-Es que al mojarme –comenta y levanta los hombros, como disculpándose.

-No tengo ese problema –digo y me paso la mano por el coco.

-Antes tenías el pelo un poco crespo, ¿no? –quiere saber y se sienta en el sofá.

Esta vez, con las gafas limpias, miró sus piernas.


282

“Sabe que son lindas y se sienta con gracia. Ahora en nada se parece a la que llegó esta

mañana”.

-Me acuerdo que una vez te apareciste en mi casa con unos calamares. Ja ja ja ¡A buen

lugar fuiste a cocinarlos!

-¿Otro roncito?

-Bueno.

-¿Y qué se hicieron aquellos suecos rojos tuyos? –y la pregunta me sirve de pretexto

para mirarle con descaro los pies.

Disimulo al verla con los cachetes colorados y miró en dirección a la ventana. Sigue la

lluvia.

-Me llamó mucho la atención que te acordaras de ellos. Cuando me los recordarte en un

correo pensé en muchas cosas.

“Qué siga por donde va” –pienso y la miro como invitándola a que continúe, pero se

evade.

-¿Cuándo quieres que comencemos a trabajar?

-Cuando decidas. Tú mandas, princesa.

-Espero que mis preguntas no te parezcan indiscretas.

-Las preguntas nunca son indiscretas, son las respuestas –respondo con sorna

-¿Y si no vine por las preguntas? –pregunta con aire juguetón.

¡Candela! Otro traguito. Me inclino sobre la mesa y me lo sirvo

-¿Y tú? –la invito, botella en mano.

-No pensarás emborracharme, ¿verdad? – quiere saber y estira la mano con el vaso.

Aunque tenemos la pequeña mesilla por delante, estamos cerca. Pego el pico de la

botella a la boca de su vaso y sirvo lento. Descubro que me observa y la sangre se me

arisca. Cuando va a retirar el vaso, coloco mi mano encima de la suya, dejo la botella
283

sobre la mesa y me incorporo. Con la respiración entrecortada, tocándonos con la

mirada, nos sentamos en el mismo asiento.

-Me prometiste en un mail que pasaríamos un día, por lo menos, sin tocarnos –protestó

Carmen con dulzura.

Quería chacalearla milímetro a milímetro hasta hacerla rabiar. Las mil y una locuras que

imaginé hacerle mientras la soñaba, brillaban por su ausencia. Sólo quería acariciarla. El

duende, aguerrido y guerrillero, llamaba al combate. Me derretía de gusto con sólo

respirarla. Estaba a punto de entregarme, pero el instinto me sacó de la emboscada. “Ya

habrá tiempo de abandonarse a la ternura. Necesito imponerme y hacer gala de que, a mi

edad, todavía bailo la caringa”.

-¿Sabes qué hora es?

-La hora de estar juntos –afirmo y la recorro.

-Llevamos ya seis horas conversando.

La tomé por los hombros y la invito a levantarse. Quedamos frente a frente y mi mano

izquierda comenzó a subir por sus muslos hasta llegar al sexo. Al sentirla estremecida,

le di un besó. Me daba un gusto de vértigo

-Vamos a cenar. Luego seguimos.

-De acuerdo –acepta con orgullo-. Voy a cambiarme.

-Tú fuiste quien recordó eso del mírame y no me toques –le aclaro al verla seria.

-Ahora me tocaste.
284

Otra voz

Ahora, porque vuelo, ya nada me preocupa. No me interesa pensar cómo será el

encuentro. No me importa cómo voy a ver su cara, cuál de todos será su olor. No me

preocupa ya sí me dará miedo o risa. Quisiera dormir y volar, que no me despierten las

aeromozas con las bandejitas. Si pudiera, me gustaría despertarme cuando el avión

toque tierra. ¿A dónde carajo voy?

Son las seis de la mañana. El piso es brillante y negro, tiene dibujos en blanco, son

cosas del mar, estrellas, caracoles, peces. El piso brilla. Es un brillo hasta molesto.

Estoy en Miami. No sentí absolutamente nada cuando aterricé. Parece que sigo

anestesiada. Yo sólo siento cuando aterrizo en La Habana. Siempre ha sido así. Me

sorprende la gordura y la cantidad de negros relucientes como el piso a las seis de la

mañana. En eso, me siento montevideana. Los últimos días, antes del viaje, fue una

locura lo de los papeles y los trámites de siempre y quería guardarme tiempo para mí.

Voy a reencontrarlo. Lo recuerdo como alguien alto, varonil y fugaz. Ojalá no haga

nada que me desencante. Quién sabe cómo voy a comportarme. Será todo improvisado.

Quisiera no pasarme de la raya o quedarme como zombi. Me gustaría que me abrace y

no mirarlo. Quisiera que me hablara solamente. Su voz es lo que conozco. He sentido

deseos locos de estar con él, pero, ahora, cuando lo estoy imaginando, no los siento

tanto. Es más fácil despertarme deseos con las palabras y en la imaginación. ¿Qué

pensará si no quiero nada?

Llevo unas botas altas, el pelo laciado, una remera negra de cuello chino con un pájaro y

un botoncito que es una delicadeza, la cartera negra de la estrella blanca. Tengo los ojos

rojos de viajar, me siento cansada y flaca, necesito pintarme los labios.


285

Imaginé que habría más tramo y un baño donde maquillarme luego de recoger la maleta.

No esperaba que fuera así. No hubo tramo, ni baño, ni puerta donde dijera, cuando salga

por ella comienza el show. Otra vez, me cogen desprevenida.

Me puso la mano en el hombro, me viré y estaba tan cerca que no pude mirarlo y, como

mis ojos daban por su cuello, quedé allí, quietita. Creo que le di un beso en la cara o en

los labios. Digo creo porque yo no estaba allí. Andaba volando por el techo,

muriéndome de risa de mi cuerpo pegado al piso. No podía levantar la cara y mirarlo de

tan cerca ni alejarme unos pasos y mirar desde sus zapatos hasta el pelo. Habló y me

sentí tranquila, pero cuando vi un botón dorado en la manga de su saco, me espanté. La

camisa estaba bien, tenía cuadraditos azules. Desistí de aparentar presencia y recostada

a una columna, me deslicé hasta el suelo, me senté y miré para el otro lado esperando mi

maleta. Quería mi maleta y salir del aeropuerto. Necesitaba aire. Quería tocar su mano y

escucharle.

Salimos de allí, en busca de su auto, sin mirarnos apenas. No escuchaba nada. Trataba

de caminar bien, como las mujeres esas que llevan tacos finos y parecen llevar un

cartelito que dice auténticamente elegante. Y mis pies gritando ¿dónde están los tenis?

Y entonces, él, caminando con una guapería que hacía tiempo no veía y luego supe que

ocultaba una cojera. Se daba un aire con el actor de Asesino por naturaleza y hasta con

Aníbal

La mañana es amarilla, hay árboles por todas partes y hay silencio. Toco su mano. No es

un extraño, pero siento timidez. No sé si quiero seguir. ¿A dónde iremos? ¿Qué

propondrá?

Cuando dijo en la carretera que iríamos a su casa a buscar unas cosas y luego a un hotel

me aterrorice. ¿La palabra hotel, en los Estados Unidos, con un desconocido? Me

pareció estar en una película de esas de asesinatos en serie. Me aferré a una botella de
286

agua que llevaba debajo del asiento y fui tomándomela toda, como si aquella botella

fuera mi única salvación. Fumaba, tomaba agua, fumaba, tomaba agua. Entonces, me

fijé en la funda aterciopelada y de leopardo que tenia en el volante. Con ese detalle ya

no me cabía la menor duda. No podía ser ni de la seguridad de Cuba, ni de un grupo

armado de la ultraderecha de Miami, ni un pajuso de Internet, ni un poeta. ¡Qué

ridiculez la mía, venir de tan lejos a buscarme esto, la muerte mas ajena que me podía

tocar!

-¿Quieres llamar a tu amigo Roberto? –propuso y le respondí que no. ¿Y si era una

trampa?

Lo mejor era estar atenta y dejar alguna pista en la carpeta del hotel o salir corriendo

cuando parara en una gasolinera que ojalá no fuera a estar en medio de un desierto. ¿Me

matará después de violarme? ¿Lo hará si no quiero estar con él? ¿Me dejará salir? Y la

mañana tan pacifica.

La casa donde vive es parecida a la de los balnearios a la salida de Montevideo. Entré

un poquito solamente. Vi su cuarto. Había libros apilados, una cama, un papalote

violeta… no me daban los ojos para llevarme todo lo que hubiera querido de allí. Nos

fuimos rápido. En el camino, todo cambió. Dijo cosas que me hicieron reír. Y cuando

reí, cuando de verdad reí, me aflojé, me sentí bien. Me sentí su cómplice hasta en lo del

asesinato. De repente, empecé a andar de a dos ¿A quién íbamos a matar nosotros

juntos?

Llegamos al hotel. En la habitación, ante cualquier acercamiento físico, interpuse la

sección de los regalos. Le di su libro, su mate, sus remeras de dragón y busqué,

desesperadamente, la botella. No recuerdo que ron era. Él es quien se fija en las marcas.

A mí sólo me importaba que supiera a ron. Quería, necesitaba darme un trago.


287

Había una cama grande, reguero de maletas, un baño y una ventana. Me gustó que,

debajo de la colcha, hubiera una frazada rosa. En la puerta del baño me abrazó y me

sentí a gusto, casi feliz. Nos besamos. Cuando me tocó, metiendo la mano por dentro de

mi pantalón, cuando sentí sus dedos acariciándome por primera vez, cuando imaginé la

punta de sus dedos encontrando lo mojadito y tibio, me atacó la locura del deseo. Sus

dedos allí y mis labios con sabor a ron, me hicieron ya querer su pinga, como me lo

había prometido, como me lo dijo por el teléfono en las noches del verano. Su pinga

como yo la había deseado. La que él tenía cuando lloré en su cama. La pinga que tanto

había adornado con palabras en estos meses estaba allí, dura, a unos centímetros de mi

sexo. Quise bañarme. Después, salí desnuda y dispuesta a cerrar los ojos y esperar por

sus maravillas. Me acosté en la cama de la colcha rosada. Enseguida estuvo sobre mí.

Abrió mis piernas y me miró. Casi me vengo con la caricia de sus ojos. Sin tocármelo, y

sin guiarla con la mano, la fue metiendo. Se la pedía y me la daba. Era rico porque

estaba dura y entraba sola, hasta el fondo. Luego, la sacaba muy despacio y volvía a

encajarla. Fuerte y con ternura. Aun con los ojos cerrados sentía y veía como entraba, al

fin, en mi bollo que estaba peladito.

Así me llevo al mareo de la ricura y yo no sé ni puedo recordar detalles, porque para mi

se vuelve un todo y puede ser como flotando, o hundiendo los pies descalzos en un

fanguito blando, primitiva y relinchando sobre una piedra grande. Había estado allí

instalada en la punta del sonido de un poema leído a kilómetros y kilómetros del

teléfono. Pero ahora era realidad. La ricura que yo gozo no es común. Ahora, estaba en

otro mundo y, para colmo, sentí que él me acompañaba.

No dejé, ni antes ni después, de pensar en otras cosas. Le pedí a su pinga tiesa un

certificado de HIV. Me dejé claro, varias veces que, si descubría algo en su pasado

inaceptable para mis principios más elementales, no habría nada que pudiera llevarme a
288

su cama, ¡Patria o Muerte! ¡Venceremos!, me remaché. A pesar de los pesares, le

dejaría claro que Fidel, para mí, seguía siendo un padre. Todas esas cosas las tenía

claras. Pero, al mismo tiempo, me daba cuenta que, con algún sentido, ya creía en él.
289

Rumbo al sur

-Pondré, simplemente, proa al Sur y al Oeste –dijo-. Un

hombre no se pierde nunca en el mar. Y la isla es larga.

Ernest Hemingway.

El viejo y el mar

El mírame y no me toques de los comienzos se transformó en un acercamiento real y

casi mágico. La fiesta presentida por Carmen y la tozudez de Ramón por crear, a miles

de kilómetros de distancia, un espacio amoroso y cómplice estaba dando sus primeras

señales de vida. Un roce con la yema del dedo era suficiente para que el deseo desatara

en ambos la plenitud y el alboroto sosegado que emana de los amores en estado de

gracia.

Ramón, le echó manos al celular. Al otro lado de la línea saltó el contestador

automático. Fue breve:

-Hola. Disculpa que no pueda asistir a los ensayos ni tampoco ir al teatro. Que te vaya

bonito en la función. Ya te pagaré por este embarque.

Carmen lo miro con curiosidad.

-Estamos libres. Acabo de cancelar un compromiso de trabajo ´-le explicó-. Nos vamos

a Key West. Era una vieja amiga. Había quedado en hacerle unas fotos. Es la primera

vez que hago algo así.

-¿Amiga solamente? Me hubiera gustado verte con ella.

-¿Verte cómo?
290

-¿Siempre con la malicia y el morbo? Quise decir que me hubiera gustado ver cómo le

hacías fotos. Eso es todo.

-Es que lo dijiste con un tonito.

Carmen hizo un mohín que Ramón interpretó como “a otra con ese cuento”.

Entraron en la carretera que va a los cayos y quedaron en silencio unas cuantas millas.

Ramón encendió un cigarrillo y le dio play a la disquetera. Pensaba sorprenderla.

-Escucha, es la canción que tocaban la noche en que me llamaste al restaurante.

Tú eres alta y morena

Te llamas Carmen

Y aquí…

-¿Puedo escuchar otra? – preguntó ella y quitó la canción.

Ramón se encogió de hombro y la vio sacar un CD de su cartera. Sonó la música:

Una mujer con sombrero

Como un cuadro del viejo Chagall

<<Vocecita ¡Éramos pocos...!>> –se lamentó en silencio Ramón y centró la vista en la

carretera.

Carmen echó el espaldar de su asiento hacía atrás y comenzó a reír

-¿Tengo monos en la cara? –quiso saber Ramón medio mosqueado.

Carmen pasó por alto el tono de la pregunta.

-No, me acordaba de una vez que se aparecieron en la beca dos muchachos con una

guitarra. Venían en plan de ligue y se pusieron a cantar.

-¿Y dónde está la gracia del cuento? –le interrumpió Ramón.

A Carmen, lejos de enojarse, le dio risa verlo con el entrecejo engurruñado.

-Tenías que haberlos visto con sus ropitas, con sus poses, se creían lo máximo y no

cantaban tan mal. Pero, de buenas a primeras empiezan con esta canción y trocaban la
291

letra. Emocionados cantaban a los gritos como el cuadro de un viejo chacal... Oye, y se

armó un bonche del carajo y ellos, como si nada. No se enteraban del asunto.

-Cómo el cuadro de un viejo chacal ¿no? –repitió Ramón y comenzó a reír a carcajadas-

¡Qué abusadores!

-Me daba lástima con ellos, intentaba no reírme, pero no podía.

-¿Quién iba a contenerse en una situación así? Y ellos, como si nada, ¿no? – dijo

Ramón sin poder aguantar la risa.

-Sí, para ellos no había pasado nada –explicó Carmen y soltó la carcajada.

Ramón, se le quedó mirando.

-¿Sabes que diste en el blanco? Te lo ganaste.

-¿De qué me hablas?

-Saca lo que hay dentro de ese tubo.

Ramón, siguió sus movimientos con el rabillo del ojo.

-¿Qué? ¿Qué te parece?

-¡Ay! –dijo ella con los ojos brillosos y moviendo la cabeza de un lado para otro.

-La Boda de la Aldea. Para ti, princesa. ¿Te gusta?

-Sí –respondió Carmen y quedó en silencio, con el apunte en la mano, escuchando la

historia de cómo había llegado a manos de Ramón- ¿Te lo regaló ella o tu amigo

Dragan?

-No quiero celos, por favor.

-De ella, sentí celos cuando escribiste la escena erótica. Después, no. Incluso, la sentí

cercana. Recuerdo que te escribí diciendo que si, algún día teníamos una hija, si querías,

podríamos llamarla Amina.

-Dejémoslo así –dijo en voz baja Ramón-. Antes de tú llegar, me despedí de mis

muertos.
292

Carmen volvió a acariciarle la mano.

-Fui muy feliz contigo cuando buscábamos cosas de Chagall, de Enríquez o de

Brancusi. No es tanto el cuadro, sino la comunión de haber descubierto mundos en

común y disfrutar de su belleza. ¿Comprendes?

Ramón, cambió de tema:

-¿Me das la botella que está debajo de tu asiento?

La mujer la destapó y se echó a reír.

-¿Pero tú no dices que aquí es una candela beber conduciendo?

-La candela es si te agarran.

-Entonces, lo haré por los dos –dijo Carmen, burlona y bebió a morro-. ¡Uffff! ¿Pero,

qué es esto?

Ramón la miró divertido y también se dio un trago.

-Palinka, aguardiente. Es un regalo de Dido.

-A propósito, ¿Cuándo me llevarás a conocer a tus amigos? ¿Tienes mucha gente aquí?

-Un hermano en Atlanta. Aquí tengo varios primos y unos cuantos amigos de los

buenos.

-Yo también tengo un hermano en Atlanta.

-Ésa es nueva. Sabía del que vive en Estocolmo y de Alexander.

-Al de Atlanta tengo mucho de no verlo. Se llama Roberto y es camagüeyano. Su novia,

Marisol y yo, siempre andábamos juntas en la Facultad.

-Pues nada, entonces, iremos a Atlanta.

-Me ha dado calor ese aguardiente –dijo Carmen y se pasó la mano por el cuello.

-Pues, quítate la ropa.

-Te has puesto loquito, niño. ¿No me has dicho que por eso, aquí, te pelan al moño?
293

Carmen lo miró con coquetería, pegó la espalda a la puerta y, con expresión pícara, se

abrió los botones de la blusa.

-Se mira y no se toca, ¡eh! –advirtió.

Ramón, nervioso, solo atinó a acomodarse las gafas.

-La venganza es dulce, ¿verdad?

-Si te vengas así, me vengo –le respondió en clave cubana.

-Vamos a ver cuánto resistes sin tocarme.

-Nada, me rindo, compañerita. No tengo moral combativa.

Comenzaron a jugar y al hacerlo, borraban lejanías y extrañezas. El mar, a ambos lados

del camino, con su espuma, le tiraba serpentinas. Milla tras milla y sin parar, fueron

dejando sobre el asfalto huellas de dragón, de gaviotas sopranos y de albatros

guitarristas. Surtidores, fuentes milagrosas, sudor entremezclado, el rostro de ella con

tibieza de paloma, el susto de por fin tenerse rebotando en los manglares y despertando

fuegos fatuos. Todo lo que no habían podido decirse en meses de agonía, amarrados a

los cables de Internet, ahora tenía nombre propio.

-¿Llegamos? –preguntó Carmen, una hora después, en el parqueo del primer hotel que

apareció en el camino.

-Voy por las llaves. Espérame un momento.

Cuando regresó, Carmen recogió las llaves magnéticas del hotel y las quedó viendo.

Garraspeó, volvió a mirarlas y se dio otro trago de palinka. Asombrada, volvió a fijarse

en la tarjeta y se la pasó a Ramón.

-¡Lee!

- Sí, Ramala. ¿Qué pasa?

-¡Lee! –repitió nerviosa.

-Ramala. Es el nombre de una ciudad y del hotel.


294

-Ay, mi amor, no te hagas, tú lo sabías y lo hiciste a propósito.

-Pero, ¿qué hice a propósito, nena?

-Escoger el hotel.

-¿Estás loca? Paré en el primero que encontré delante.

-Léelo de atrás para adelante.

-Alamar. ¡Alamar, cojones! ¡Alamar!

-¿No te das cuenta que volvemos al principio, mi amor? ¿No te das cuenta?

Arropados por la noche, excitados, plenos de ayer y lo que estaba por venir, siguieron

hasta el fin del continente. Al alba, llegaron a un obelisco que marcaba que a 90 millas

estaba Cuba.

El hombre, en silencio, arañó con la mirada el horizonte. Carmen lo abrazó por la

espalda y, por encima de su hombro, miró lejos y buscó también el barrio.

-Es muy cerquita, mi amor. Me siento alas –le dijo en un susurro.

Soplaba viento sur y, Ramón, al borde de las aguas, se ajustó las manos de Carmen en el

pecho.

Sin embargo, esta vez no hubo vuelo a la Isla y Carmen regresó a Montevideo una

semana después.
295

Si no lo soñé

Anoche, si no lo soñé, dijo que viajaríamos a Cuba. Sentí un llamado que no puedo

resistir, solo sé que necesito pisar allí. Me gustó escucharle: “Sentí orgullo cuando

dijiste que allí es el único lugar donde te sientes segura”. Me gustó, me dio ternura y

alegría porque mostraba pertenencia, aunque parezca tan distante.

Eso me acercó a él. Fue como si dejara escapar que aún hay hendijas por donde se le

cuela y por donde le sale algo que no se borra. Fue una fisurita en aquella coraza de

distancias que siempre muestra, y que no le creo ni le quiero aceptar. Quiero estar en el

momento en que ponga un pie allí. Quiero mirarlo cuando, desde la ventana del avión,

empiece a ver aquellos verdes que se ven desde arriba. Quiero ver si, en ese momento,

podrá decirme “no siento nada, está olvidado”. Eso es importante para mí a lo mejor

más que para nadie o para la única persona, tal vez. Sé que solo yo debo acompañarlo

ese día. Creo que ese momento es mío. De ello dependen muchas cosas que siento por

él; de saber sí, en verdad, fue bueno que me conociera y que, entre otras cosas en este

mundo, ésta fuera una de mis misiones: devolverle algo, suavizarle un quiebre que, con

el tiempo, le armó esa cáscara dura y venenosa que le conocí, reparar un daño, de los

tantos que no se sabe quién, algún día, nos hizo. También él ha hecho que yo conozca o

me reconcilie con otras realidades. Tienen que haber momentos y espacios, para que se

disuelvan nudos, masajitos de dios. Tiene que haber encuentros que sirvan para

alivianarnos y remontar vuelo. Este podría ser uno de esos encuentros predestinados.

Me gusta pensarlo así.


296

Último Rugido

Lo último contigo fue la bronca por los virus y el mensaje del día después, diciéndome

que estabas muy cansada y que, esa noche no estarías. Iba a contestarte, como siempre,

que no había problemas y que, todavía, me quedaba una tarjeta. Entonces, llegaron ellos

y cortaron Internet.

Cerraron mis puertas y ventanas. Quitaron los cables que me daban la energía. Perdí tu

luz, tu voz y lo poco de tu imagen que, a veces, me llegaba. Me cercenaban el palpitar

de los sentidos. Fue algo superior a todos los golpes, las frustraciones y las afrentas

recibidas. Fue un grito que pugnaba por salir de mi interior y que, al no poder, se

transformaba en una sonrisa hueca en donde la muerte hacía miles de cabriolas.

Fue una soledad envolvente y asfixiante que me iba comprimiendo contra las paredes de

la habitación. Era mi aullido sin salir, entrampándose en las telarañas, chocando contra

las cajas de papeles viejos y en los envases de cartón. Era yo, hecho añicos, consumido

y condenado a ser devorado por todos los silencios. Me dejaban sin voz, sin poder

lanzar señales de existencia. Amordazado, mientras cientos de cucarachas invadían y

bloqueaban mis oídos. La distancia y las maldiciones regresando, creciendo y creciendo,

aplastándome, comprimiéndome. El cerdo rojo de plástico que era mi alcancía reventada

contra el piso por mi furia. El ruido de las monedas. La necesidad vital de disponer de

un pasaje de ida que me dejara, al menos, verte antes de desaparecer. Quitaron los

cables, se llevaron el router y con ello me negaron del brillo de tus ojos cuando veíamos

los cuadros de Chagall. Borraban nuestros viajes. Quemaban y esfumaban tus gemidos,

la placidez que nos quedaba después de los incendios. No tendría más tus fotos.
297

Después, llegó el cosquilleo y el dolor en el brazo izquierdo irradiando en el pecho. El

aire que se iba. El calor en las sienes, el pulso filiforme, la mortaja a punto de llegar.

Una sirena. Todo rojo y estrellitas de colores. Un túnel largo y voces, muchas voces y

nada más.

Anoche desperté. Dice el doctor que es producto del estrés, que no fue infarto. ¿Dónde

está mi celular?

Sé que estás cansada y que te alarma tanta incertidumbre; que te metiste en camisa de

once varas y que te jala volver a lo de antes. Comprendo que no es fácil ser madre

divorciada con dos hijos y llevar sola el peso de una casa. Un invierno, en soledad, vale

por ocho y ese número significa muerte en la charada. Sé que, siendo como eres, me has

dado lo mejor de ti y que apostaste a no mentir aunque, a veces, las fuerzas te

flaquearan. Muchas cosas sé de ti y otras, que no cuentas, también las imagino.

Temblé en silencio cuando contaste que, después de hablar conmigo, una mañana, te

azuzaron las ganas cuando un tipo te asedió en plena calle. Recé a no sé quién para que

dejaras de beber, no fuese a ser que el alcohol te creara anarquía en los deseos. Te quise

solamente mía, aunque te dijera que me daba igual que hicieras lo que hicieras.

Dijiste que no tengo espacio en tu ciudad y que tampoco podías venir para no separar a

tus hijos de su padre. Y el tiempo presionando y tú, con la necesidad del ahora mismo.

Todo cuerpo tiene sus urgencias y toda cama necesita de dos cuerpos. Somos humanos y

hasta yo, que andaba medio muerto, con tu presencia, soñé entrar por tu ventana de

blanco y con azahares.

A falta de un espacio real, a contrapelo con la vida, te propuse fecundar esta novela. Y

fuiste generosa al aceptarlo. Al brindarme parte de tu pasado en los diarios, despertaste

en mí la necesidad de una Cuba que tenía sepultada entre mis odios. La isla donde no

pensé volver jamás, contigo, apareció de nuevo. Un país, no es un gobierno.


298

En nombre del amor y por mi cuenta, firmé contigo una paz por separado. Me desprendí

de la política que me hizo tanto daño. A tu lado, quise que mis versos jamás volvieran a

enturbiarse de consignas. Aquí, en tiempo real, y por el solo hecho de tenerte, he sido un

hombre que ruge como un tigre.

Ahora, viene la enfermera. Estoy sedado. Anoche, vinieron los amigos. Tengo un perro

de peluche. Entre todos me han juntado novecientos dólares que guardo en la cartera.

Tengo los pasajes comprados, están en la mesita que está junto a mi cama, al lado el

cuadrito que mandaste. La enfermera lo mira y lee el nombre varias veces.

-La novia de Chagall ¿sí? –pregunta en su español chapurreado-. ¿Lo dije bien?

-La novia del chacal –respondo, todavía medio adormilado.


299

¡Qué linda estás de blanco!

Sonrío por dentro y pienso en ti. Sueño que llegas. Nos vamos a una playa solitaria y

con erizos. Un muro de cemento es nuestro banco. Estamos de nuevo en Alamar y es

invierno. ¡Qué barrigota más linda, mi amor!

-¿Amina, Jamima o María? ¿Cómo le pondremos? –me preguntas tocándote el vientre.

A lo lejos, desde el submarino amarillo, Dios y el diablo, Mahoma, Carlos Marx, Buda

y los orichas disparan sus pistolas de señales. Es nuestra fiesta. La muerte se acojona y

hace su equipaje. El frío, sin futuro, se convierte en el último balsero. Una lluvia de

poemas nos lava las ausencias. Rumba, zumba y rezumban millones de abejas. Traen en

andas sus panales. Frotan con ellos tu piel y yo me sacio. Todas las ciudades del mundo

se disputan este encuentro, pero nosotros escapamos. Subidos en un beso, vamos sin

irnos todavía, a un lugar que sólo nosotros conocemos. En las aguas, tus muslos

embrillecen. Jamás dos cuerpos se han bebido con tanta jacaranda. Es la miel

hermoseando entre tus piernas y la tierra se vuelve nuestra cama. Hay ron bueno y mar

de espuma. Tú, eres yo, cuando mis manos embridan tus cabellos, cuando mi glande,

sembrado en tus suspiros, sabe a mango. Soy tú, cuando en tus aguas benditas me

sumerjo.

No quiero glicerina debajo de la lengua. Sólo tu miel. Que nadie me despierte, princesa,

te lo ruego. Escucha el resonar de guitarras y tambores ¡Qué linda estás de blanco, reina

mía! Ven, dame tus manos. Sube conmigo y deja que te envuelva mi palabra y su galope

¡Hay caballos azules, te lo dije!

Ahora sí volamos juntos sin que nada nos lo impida.

-Espera, mis diarios. Estoy descalza.


300

-Al regreso, volveremos a buscarlos.

Norcross-Montevideo-Miami

Julio 2005-Julio del 2006


301

INDICE

Atlanta………………………………………………………3

Rugido………………………………………………………9

Cuando más tranquilo estaba……………………………....11

Rugido……………………………………………………...21

Miami………………………………………………………24

Rugido……………………………………………………...32

¿Seducido?.............................................................................35

La última travesía del Marasmo………………………….. 43

Apuntes y diarios……………………………………………54

Rugido……………………………………………………....56

Primer caballo……………………………………………….59

Rugido……………………………………………………….67

Ciudades con trampas………………………………………..68

Rugido………………………………………………………..73

Apuntes y diarios……………………………………………..76

Ten cuidao………………………………………………….....82

En el sur…………………………………………………….....93

Apuntes y diarios…………………………………………….103

Entonces, viene el caos……………………………………….107

Rugido………………………………………………………...117

Pulgarcita en El Bahamas……………………………………..118

Rugido…………………………………………………………131

Una paella con Los Beatles……………………………………135


302

Mas que conforme……………………………………………..139

Un ronin en Sarajevo…………………………………………….146

Rugido……………………………………………………………155

Siempre pago lo que debo………………………………………..157

Quiero quedarme………………………………………………….159

Apuntes y diarios………………………………………………….170

A la una yo nací……………………………………………………180

Así está el patio…………………………………………………....192

Con tantas guerra como hay……………………………………….197

Cuando la vida te cante……………………………………………..205

Vivo y acusando…………………………………………………....210

Es ley de vida……………………………………………………….216

Todavía no me explico…………………………………………… 222

Una paz por separado……………………………………………….230

Apuntes y diarios…………………………………………………….234

Se aprende muy rápido a matar………………………………………238

Rugido………………………………………………………………..244

Apuntes y diarios……………………………………………………..248

Rugido………………………………………………………………...250

Apuntes y diarios……………………………………………………...253

Rugido………………………………………………………………....256

Víspera del viaje……………………………………………………….258

Apuntes y diarios………………………………………………………264

Rugido………………………………………………………………….266

Presiento en esta niña…………………………………………………..268


303

Apuntes y diarios……………………………………………………….273

Mírame y no me toques………………………………………………..275

Otra voz………………………………………………………………...284

Rumbo al sur…………………………………………………………....289

Si no lo soñé…………………………………………………………….295

Último rugido……………………………………………………………296

¡Qué linda estás de blanco!.......................................................................299

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